13

Un correo del Zar

Un movimiento simultáneo impulsó a todos los miembros del Consejo hacia la puerta entreabierta del salón: ¡Un correo del Zar había llegado a Irkutsk!

Si los oficiales hubieran reflexionado por un instante la improbabilidad de este hecho, lo hubieran tomado, ciertamente, como por un imposible.

El Gran Duque se dirigió con impaciencia hacia su ayudante de campo, diciéndole:

—¡El correo!

Entró un hombre. Tenía el aspecto de estar abrumado por la fatiga. Llevaba un vestido de campesino siberiano, usado, hecho jirones, y en el cual se apreciaban agujeros practicados por el impacto de las balas. Un gorro moscovita le cubría la cabeza y una cuchillada, mal cicatrizada aún, le cruzaba la mejilla. Este hombre, evidentemente, había hecho un largo y penoso camino. Su calzado, completamente destrozado, indicaba que había tenido que recorrer a pie una parte del viaje.

—¿Su Alteza, el Gran Duque? —preguntó al entrar.

El Gran Duque fue hacia él.

—¿Tú eres correo del Zar? —preguntó.

—Sí, Alteza.

—¿Vienes…?

—De Moscú.

—¿Cuándo saliste de Moscú?

—El 15 de julio.

—¿Cómo te llamas?

—Miguel Strogoff.

Era Ivan Ogareff. Había usurpado el nombre y la condición de aquel al que creía reducido a la impotencia. Ni el Gran Duque ni nadie le conocía en Irkutsk y ni siquiera había tenido necesidad de cambiar sus rasgos, y como estaba en condiciones de poder probar su pretendida personalidad, nadie dudaría de él.

Venía, pues, a precipitar el desarrollo del drama de la invasión apelando a la traición y al asesinato.

Después de la respuesta de Ivan Ogareff, el Gran Duque hizo un gesto y todos sus oficiales se retiraron.

El falso Miguel Strogoff y él quedaron solos en el salón.

El Gran Duque miró a Ivan Ogareff durante algunos instantes, con extrema atención. Después le preguntó:

—¿Estabas en Moscú el 15 de julio?

—Sí, Alteza, y en la noche del 14 al 15, vi a su Majestad, el Zar, en el Palacio Nuevo.

—¿Traes una carta del Zar?

—Aquí está.

Ivan Ogareff entregó al Gran Duque la carta imperial, reducida a dimensiones casi microscópicas.

—¿Esta carta la recibiste en tal estado? —preguntó el Gran Duque, extrañado.

—No, Alteza, pero tuve que romper el sobre con el fin de ocultarla mejor a los soldados del Emir.

—¿Has estado prisionero de los tártaros?

—Sí, Alteza, durante varios días —respondió Ivan Ogareff—, por eso, habiendo salido de Moscú el 15 de julio, no he llegado a Irkutsk hasta el 2 de octubre, después de setenta y nueve días de viaje.

El Gran Duque tomó la carta, la desplegó y reconoció la firma del Zar, precedida de la fórmula sacramental escrita de su propia mano. No había, pues, ninguna duda sobre la autenticidad de la carta ni sobre la identidad del correo. Si su feroz fisonomía había inspirado, de pronto, desconfianza en el Gran Duque, esta desconfianza desapareció enseguida.

El Gran Duque permaneció callado durante algunos instantes, leyendo atentamente la carta con el fin de captar perfectamente todo su sentido.

A continuación, tomó de nuevo la palabra.

—Miguel Strogoff, ¿conoces el contenido de esta carta? —preguntó.

—Sí, Alteza. Podía verme forzado a destruirla para que no cayera en manos de los tártaros y, si llegaba ese caso, quería transmitir su texto exacto a Vuestra Alteza.

—¿Sabes que esta carta nos conmina a morir antes que rendir la ciudad?

—Lo sé.

—¿Sabes también que en ella se indican los movimientos de tropas que han sido combinados para detener la invasión?

—Sí, Alteza, pero esos movimientos no han tenido éxito.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que Ichim, Omsk, Tomsk, por no citar más que las ciudades importantes de las dos Siberias, han sido sucesivamente ocupadas por los soldados de Féofar-Khan.

—¿Pero ha habido combates? ¿Se han enfrentado nuestros cosacos con los tártaros?

—Varias veces, Alteza.

—¿Y han sido rechazados?

—Eran unas fuerzas insuficientes.

—¿Dónde han tenido lugar esos encuentros?

—En Kolyvan, en Tomsk…

Hasta aquí, Ivan Ogareff no había dicho más que la verdad, pero con la intención de desmoralizar a los defensores de Irkutsk, exagerando las ventajas obtenidas por las tropas del Emir, añadió:

—Y por tercera vez en Krasnolarsk.

—¿Y en esta última escaramuza…? —preguntó el Gran Duque, apretando los dientes tan fuertemente que apenas dejó salir las palabras.

—Fue mucho más que una escaramuza, Alteza, fue una batalla —respondió Ivan Ogareff.

—¿Una batalla?

—Veinte mil rusos, llegados de las provincias fronterizas y del gobierno de Tobolsk, lucharon contra ciento cincuenta mil tártaros y, pese a su valor, fueron aniquilados.

—¡Mientes! —gritó el Gran Duque, intentando vanamente contener su cólera.

—¡Digo la verdad, Alteza! —respondió fríamente Ivan Ogareff—. ¡Estuve presente en la batalla de Krasnolarsk y fue allí donde caí prisionero!

El Gran Duque consiguió calmarse y con una seña dio a entender a Ivan Ogareff que no dudaba de la veracidad de sus palabras.

—¿Qué día tuvo lugar la batalla de Krasnoiarsk?

—El 22 de septiembre.

—¿Y ahora, todas las fuerzas tártaras están concentradas alrededor de Irkutsk?

—Todas.

—¿En cuánto las valoras?

—En unos cuatrocientos mil hombres.

Nueva exageración de Ivan Ogareff, al evaluar los efectivos de los tártaros, que pretendía el mismo fin.

—¿No debo esperar refuerzos de las provincias del oeste? —preguntó el Gran Duque.

—No, Alteza, al menos antes de que finalice el invierno.

—¡Pues bien, Miguel Strogoff, escucha esto: aunque no me llegue ninguna ayuda del este ni del oeste y aunque esos bárbaros fuesen seiscientos mil, jamás rendiré Irkutsk!

Ivan Ogareff entornó ligeramente los párpados, como si el traidor quisiera decir que el hermano del Zar no contaba con la traición.

El Gran Duque, de temperamento nervioso, apenas había conseguido conservar la calma al conocer tan desastrosas noticias. Iba y venía por el salón, bajo la mirada de Ivan Ogareff, que le contemplaba como a presa reservada para su venganza.

Se detenía delante de las ventanas, miraba hacia las hogueras del campamento tártaro, intentaba percibir los sonidos, cuya mayor parte provenía de los choques de los bloques de hielo arrastrados por la corriente del Angara.

Se pasó así un cuarto de hora, sin formular ninguna pregunta. Después, volviendo a desplegar la carta, releyó un pasaje y dijo:

—¿Sabes, Miguel Strogoff, que en esta carta se habla de un traidor del que tengo que prevenirme?

—Sí, Alteza.

—Ha de intentar entrar en Irkutsk bajo un disfraz, captar mi confianza y después, llegado el momento, entregar la ciudad a los tártaros.

—Sé todo eso, Alteza, y también sé que Ivan Ogareff ha jurado vengarse personalmente del hermano del Zar.

—Pero ¿por qué?

—Se dice que este oficial fue condenado por Vuestra Alteza a una humillante degradación.

—Sí… ya me acuerdo… ¡Pero lo merecía, ese miserable, que ahora ha traicionado a su país conduciendo una invasión de bárbaros!

—Su Majestad, el Zar —respondió Ivan Ogareff— quería, por encima de todo, que Vuestra Alteza fuera advertido de los criminales proyectos de Ivan Ogareff contra vuestra persona.

—Sí… La carta me informa…

—Su Majestad me dijo personalmente que durante mi viaje por Siberia tenía que desconfiar, sobre todo, de ese traidor.

—¿Has tropezado con él?

—Sí, Alteza, después de la batalla de Krasnoiarsk. Si hubiera podido sospechar que era portador de una carta dirigida a Vuestra Alteza en la que se descubrían sus proyectos, no me habría perdonado.

—¡Sí, hubieras estado perdido! —respondió el Gran Duque—. ¿Y cómo has podido escapar?

—Lanzándome al Irtyche.

—¿Cómo has entrado en Irkutsk?

—Gracias a una salida que se ha efectuado esta misma noche para rechazar a un destacamento tártaro. Me he mezclado entre los defensores de la ciudad y he podido darme a conocer, haciendo que se me condujera inmediatamente ante Vuestra Alteza.

—Bien, Miguel Strogoff —respondió el Gran Duque—. Has mostrado valor y celo en esta difícil misión. No te olvidaré. ¿Quieres pedirme algún favor?

—Ninguno, Alteza, a no ser el de batirme a vuestro lado —respondió Ivan Ogareff.

—Sea, Miguel Strogoff. Quedas desde hoy agregado a mi persona y te alojarás en Palacio.

—¿Y si, conforme a su intención, Ivan Ogareff se presenta ante Vuestra Alteza con nombre falso?

—Le desenmascararemos gracias a ti y haré que muera a golpes de knut. Puedes retirarte.

Ivan Ogareff acababa de desempeñar con éxito su indigno papel. El Gran Duque le había dado plena y enteramente su confianza; podía abusar de ella donde y cuando le conviniera. Habitaría en el mismo palacio y estaría al corriente del secreto de las operaciones de defensa. Tenía, pues, la situación en sus manos. Nadie en Irkutsk le conocía; nadie podía arrancarle su máscara. Estaba resuelto a poner manos a la obra sin retraso.

En efecto, el tiempo apremiaba, porque era preciso que la ciudad cayera antes de la llegada de las tropas rusas del norte y del este, lo cual era cuestión de pocos días.

Una vez dueños de Irkutsk, los tártaros no la perderían fácilmente y, en caso de verse obligados a abandonar la ciudad, no sería sin antes haberla arrasado hasta los cimientos y sin que rodara la cabeza del Gran Duque a los pies de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, teniendo toda clase de facilidades para ver, observar y disponer, se preocupó al día siguiente de visitar las defensas.

Por todas partes fue acogido con cordiales felicitaciones por parte de oficiales, soldados y civiles. Para ellos, el correo del Zar era como el lazo que había venido a atarles al Imperio.

Ivan Ogareff contó, con ese aplomo que nunca le faltaba, las falsas peripecias de su viaje. Después, hábilmente y sin insistir demasiado al principio, habló de la gravedad de la situación, exagerando los éxitos de los tártaros, tal como había hecho ante el Gran Duque, así como el número de las fuerzas de que disponían aquellos bárbaros.

De dar crédito a sus palabras, los refuerzos que se esperaban, si llegaban, serían insuficientes, y era de temer que una batalla librada bajo los muros de Irkutsk tuviera resultados tan funestos como las de Kolyvan, Tomsk y Krasnoiarsk.

Ivan Ogareff no prodigaba estas aviesas insinuaciones, sino que tenía buen cuidado de hacer que penetraran poco a poco en el ánimo de los defensores de Irkutsk. Daba la impresión de que no respondía más que cuando se le apremiaba a preguntas y como si fuera a pesar suyo. En todo caso, siempre añadía que era preciso defenderse hasta el último hombre y hacer volar la ciudad antes que rendirla.

Con esta labor de zapa, hubiera podido causar mucho daño de no ser porque la guarnición y la población de Irkutsk eran demasiado patriotas para dejarse amilanar. De entre aquellos soldados y aquellos ciudadanos, cercados en una ciudad aislada en el extremo del mundo asiático, no hubo uno solo que pensara en la capitulación. El desprecio de los rusos por aquellos bárbaros no tenía límites.

De todas formas le supuso el papel odioso que estaba desempeñando Ivan Ogareff, porque nadie podía adivinar que el pretendido correo del Zar fuese un traidor.

Las naturales circunstancias hicieron que desde su llegada a Irkutsk se establecieran frecuentes contactos entre Ivan Ogareff y uno de los más valientes defensores de la ciudad, Wassili Fedor.

Se sabe qué inquietudes devoraban a aquel desgraciado padre. Si su hija, Nadia Fedor, había abandonado Rusia en la fecha señalada, en su última carta enviada desde Riga, ¿qué le habría ocurrido? ¿Estaba todavía intentando atravesar las comarcas invadidas, o ya había caído prisionera hacía tiempo? Wassili Fedor no encontraba tregua en su dolor más que cuando tenía ocasión de batirse con los tártaros, pero, con gran disgusto suyo, las ocasiones no se presentaban muy frecuentemente.

Por lo tanto, cuando se enteró de la inesperada llegada del correo del Zar, tuvo el presentimiento de que éste podría darle noticias de su hija. Probablemente no era más que una esperanza quimérica, pero se agarró a ella. ¿No había estado el correo del Zar prisionero de los tártaros como probablemente lo estaba Nadia?

Wassill Fedor fue al encuentro de Ivan Ogareff, el cual aprovechó la ocasión para entrar en franco contacto con el comandante. ¿Pensaba el renegado explotar esa circunstancia? ¿Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero? ¿Creía que un ruso incluso un exiliado político, podía ser lo bastante miserable como para traicionar a su país?

Sea como fuere, Ivan Ogareff respondió con una cortesía hábilmente fingida a los intentos del acercamiento del padre de Nadia. Éste, al día siguiente de la llegada del pretendido correo, se dirigió al palacio del gobernador general y allí dio a conocer a Ivan Ogareff las circunstancias en las cuales su hija había debido de salir de la Rusia europea, exponiéndole cuáles eran sus inquietudes.

Ivan Ogareff no conocía a Nadia, pese a que se habían encontrado en la parada de postas de Ichim el día en que ella iba todavía con Miguel Strogoff. Pero entonces había prestado tan poca atención a la joven como a los dos periodistas que se encontraban también allí. No podía, pues, dar a Wassili Fedor ninguna noticia de su hija.

—¿En qué época —preguntó Ivan Ogareff— debió de salir su hija del territorio ruso?

—Casi al mismo tiempo que usted —respondió Wassili Fedor.

—Yo salí de Moscú el 15 de julio.

—Nadia debió de salir también por esas fechas. Su carta me lo aseguraba formalmente.

—¿Estaba en Moscú el 15 de julio?

—En esa fecha, seguramente sí.

—Pues bien… —respondió Ivan Ogareff; y después, recapacitando, agregó—: Pero no… Me equivoco… Iba a confundir las fechas. Desgraciadamente es muy probable que haya podido traspasar la frontera y no le queda a usted más que una esperanza, y es que se haya quedado esperando noticias de la invasión.

Wassili Fedor bajó la cabeza. Conocía a Nadia y sabía perfectamente que nada le impediría continuar.

Ivan Ogareff, con aquellas palabras, acababa de cometer gratuitamente un acto de verdadera crueldad. Con otras palabras, podía haber tranquilizado a Wassili Fedor, pese a que Nadia había pasado la frontera en las circunstancias que conocemos; Wassili Fedor, al relacionar la fecha en que su hija se encontraba en Nijni-Novgorod con la del decreto que prohibía la salida, hubiera llegado, sin duda, a la conclusión de que Nadia no había podido quedar expuesta a los peligros de la invasión porque, pese a ella, continuaba todavía en el territorio europeo del Imperio.

Ivan Ogareff, obedeciendo a su naturaleza de hombre que no se conmovía por los sufrimientos ajenos, podía haber dicho estas otras palabras, pero no las dijo…

Wassili Fedor, con el corazón partido, se retiró. Después de aquella entrevista se había disipado su última esperanza.

Durante los dos días que siguieron, el 3 y 4 de octubre, el Gran Duque interrogó varias veces al pretendido Miguel Strogoff, haciéndole repetir todo lo que se había hablado en el gabinete imperial del Palacio Nuevo. Ivan Ogareff se había preparado para afrontar cualquier cuestión que se le planteara, por lo que respondió a todo sin vacilación alguna.

No ocultó, intencionadamente, que el Gobierno del Zar había sido sorprendido completamente por la invasión y que la sublevación fue preparada en el mayor secreto; que los tártaros eran ya dueños de la línea del Obi cuando llegaron a Moscú las primeras noticias de la invasión y que, finalmente, nada se había decidido en las provincias rusas para mandar a Siberia las tropas necesarias para rechazar a los invasores.

Después, Ivan Ogareff, enteramente libre de movimientos, comenzó a estudiar Irkutsk, el estado de las fortificaciones y sus puntos débiles, con el fin de aprovechar ulteriormente sus observaciones, en el caso de que cualquier eventualidad le impidiera consumar su traición.

Se detuvo a examinar particularmente la puerta de Bolchaia, que era lo que quería librar a las fuerzas tártaras.

Por la noche se acercó por dos veces a la explanada de la puerta y, sin temor a ser descubierto por los sitiadores, cuyos puestos más avanzados se hallaban a menos de una versta de las murallas, se paseó por el glacis. Sabía perfectamente que no se exponía a ningún peligro y que hasta había sido reconocido, porque distinguió una sombra que se deslizaba hasta el pie de las murallas.

Sangarra, arriesgando su vida, venía a ponerse en comunicación con Ivan Ogareff.

Los sitiados, por otra parte, desde hacía dos días gozaban de una tranquilidad a la que no les habían acostumbrado los tártaros desde el comienzo del asedio.

Era por orden de Ivan Ogareff. El lugarteniente de Féofar-Khan había querido que se suspendiera toda tentativa de tomar la ciudad por asalto. Por eso desde su llegada a Irkutsk, la artillería había quedado completamente muda. Esperaba, además, que así se relajaría la estrecha vigilancia de los sitiados. En cualquier caso, en los puestos avanzados, varios millares de tártaros se mantenían preparados para lanzarse contra la puerta, que estaría desguarnecida de defensores en el instante en que Ivan Ogareff les diera la señal de actuar.

Sin embargo, no podía demorarse ese momento, porque era preciso terminar el asedio antes de que las tropas rusas llegaran a la vista de Irkutsk.

Ivan Ogareff tomó su decisión y aquella misma noche, desde lo alto del glacis, cayó un papel en manos de Sangarra.

El traidor había resuelto entregar Irkutsk la noche siguiente, 5 de octubre, a las dos de la madrugada.