22

La noche siguiente, fui en busca de Merrick.

La casa, emplazada en un barrio abandonado, estaba oscura y deshabitada. En la finca sólo quedaba el guarda. Trepé sin mayores dificultades hasta la ventana del segundo piso situada sobre el cobertizo y comprobé que el anciano estaba recogido en su vivienda, bebiendo tranquilamente una cerveza y mirando su monstruoso televisor en color. Me sentí tremendamente desconcertado. Merrick había prometido que nos reuniríamos, ¿y dónde iba a ser sino en su vieja casa?

Tenía que dar con ella. La busqué incansablemente por toda la ciudad, utilizando cada gramo de dotes telepáticas que poseo.

En cuanto a Louis, tampoco aparecía por ninguna parte. Regresé al piso de la Rué Royale más de cuatro veces mientras buscaba a Merrick. En ninguna ocasión vi a Louis, ni descubrí ninguna señal de que hubiera estado allí. Por fin, desesperado y a sabiendas de que cometía una imprudencia, me dirigí a Oak Haven, la casa matriz, para comprobar si Merrick estaba allí.

Tardé muy poco en descubrirla. Mientras me hallaba en el frondoso robledal situado en el extremo norte del edificio, divisé su figura menuda en la biblioteca.

Era efectivamente Merrick, quien se hallaba sentada en la butaca de cuero de un inconfundible color sangre de buey, de la que se había apropiado de niña, el día en que nos conocimos. Acurrucada sobre el viejo y agrietado sillón de cuero parecía dormida, pero al acercarme, mis sentidos vampíricos me confirmaron que estaba borracha. Distinguí la botella de ron Flor de Caña junto a ella, y el vaso, ambos vacíos.

En cuanto a los otros miembros, uno andaba muy atareado en la habitación, examinando los estantes en busca de algún libro, y otros estaban arriba, en sus aposentos.

No podía aproximarme a Merrick mientras permaneciera en la biblioteca. Por otra parte, era consciente de que podía haber sido ella quien hubiera planeado aquello. Y si lo había planeado ella, quizá lo hubiera hecho por su segundad psíquica, una causa que yo aprobaba sin reservas.

En cuanto me hube alejado de aquel pequeño y lamentable espectáculo (Merrick durmiendo la mona sin importarle lo que los otros miembros de la Orden pensaran de ella), reanudé infructuosamente la búsquela de Louis de una punta a otra de la ciudad.

Las horas previas al amanecer permanecí en la oscura capilla, paseando arriba y abajo ante la figura dormida de Lestat, explicándole que Merrick había decidido ocultarse y que Louis, al parecer, había desaparecido. Por fin me senté en el suelo frío de mármol, como había hecho la noche anterior.

— De haber ocurrido, ya me habría enterado, ¿no? —pregunté a mi maestro durmiente—. Si Louis hubiera puesto fin a su existencia, yo ya lo sabría, ¿no es así? Si hubiera ocurrido ayer al amanecer, yo lo habría presentido antes de cerrar los ojos.

Lestat no me respondió, y ni su postura ni su expresión facial indicaban que fuera a hacerlo nunca. Me sentí como si estuviera hablando fervientemente con una de las estatuas de los santos. La segunda noche discurrió exactamente igual, lo cual no hizo sino aumentar mi nerviosismo. No podía adivinar lo que había hecho Merrick durante el día, pero el caso es que volvía a estar borracha en la biblioteca, acurrucada en la butaca, sola, vestida con uno de sus espléndidos vestidos camiseros de seda, esta vez rojo vivo. Mientras la observaba desde una distancia prudencial, uno de los miembros, un anciano a quien yo estimaba mucho, entró en la biblioteca y tapó a Merrick con una manta de lana blanca de aspecto suave y esponjoso. Me alejé apresuradamente antes de que alguien detectara mi presencia.

En cuando a Louis, recorrí los sectores de la ciudad que él frecuentaba, maldiciéndome por haber respetado su mente hasta el punto de no tratar de adivinar sus pensamientos, por haber respetado su intimidad hasta el punto de no tratar de detectar su presencia por medios telepáticos; y me maldije también por no haberle obligado a prometerme solemnemente que se reuniría conmigo en el piso de la Rué Royale a una hora determinada. Llegó la tercera noche.

Después de dar a Merrick por un caso perdido, incapaz de otra cosa que de emborracharse con su ron favorito, me dirigí directamente al piso de la Rué Royale con el propósito de escribir una nota a Louis, por si se le ocurría pasar por allí cuando yo no estuviera.

Me sentía profundamente deprimido. Era muy posible que Louis hubiera dejado de existir en su forma terrenal. Cabía pensar que hubiera dejado que el sol matutino lo incinerara, tal como deseaba, y que las palabras que yo le escribiera en la nota no llegaría a leerlas nunca.

No obstante, me senté frente al elegante escritorio de Lestat en el saloncito trasero, un escritorio que está situado de frente a la habitación, y escribí unas apresuradas líneas.

«Tenemos que hablar. Es injusto que no me lo permitas. Estoy muy preocupado por ti. Recuerda, L., que hice lo que me pediste. Colaboré contigo en todo lo que pude, aunque tenía mis motivos, por supuesto. No me importa reconocerlo. La añoraba. Sufría por no verla. Pero quiero saber cómo estás».

Apenas había concluido la nota, que firmé con una «D», cuando al levantar la vista vi a Louis en el umbral. Indemne, su pelo negro y rizado peinado con pulcritud, me miró con expresión inquisitiva. Yo, gratamente sorprendido, me recliné en la silla y suspiré.

—Por fin apareces. Te he buscado como un loco por toda la ciudad —dije. Observé su espléndido traje de terciopelo gris, la corbata de color violeta oscuro, y unos anillos con piedras preciosas engastadas.

—¿A qué viene este atuendo tan elegante? —pregunté—. Dime algo, estoy a punto de perder la razón.

Louis meneó la cabeza, indicándome con su larga y esbelta mano que me callara. Luego se sentó en el sofá al otro lado de la habitación y me miró fijamente.

—Nunca te había visto tan elegantemente vestido —comenté—. Estás hecho un brazo de mar. ¿Qué ha ocurrido?

—Yo no lo sé —contestó secamente—. Dímelo tú. Acércate, David —añadió con gesto apremiante—. Siéntate en tu butaca, a mi lado.

Yo obedecí.

No sólo se había vestido elegantemente, sino que llevaba un discreto perfume de hombre. Me miró nerviosamente.

—No pienso más que en ella, David. Es como si nunca hubiera amado a Claudia —confesó con voz entrecortada—. Lo digo en seno, es como si antes de conocer a Merrick no hubiera experimentado ni el amor ni el dolor. Soy su esclavo. Vaya donde vaya, haga lo que haga, no dejo de pensar en Merrick —declaró—. Cuando me alimento, la víctima que sostengo en mis brazos resulta ser Merrick. Calla, no digas nada hasta que haya terminado. Cuando me acuesto en mi ataúd, antes de que salga el sol, pienso en Merrick. Pienso en ella cuando me despierto. Tengo que ir a reunirme con ella, y en cuanto me haya alimentado, me situaré en un lugar desde el que pueda verla, cerca de la casa matriz, el lugar que hace tiempo nos prohibiste que pisáramos, David. Iré allí. Anoche estuve allí, cuando viniste a espiarla. Te vi. La víspera, también estuve allí. Sólo vivo por ella; el mero hecho de verla a través de esas ventanas alargadas me excita. La deseo, David. Si no sale dentro de poco de esa casa, te aseguro que entraré a por ella, aunque te juro que no sé exactamente lo que pretendo, salvo estar a su lado.

—Basta, Louis, deja que te explique lo ocurrido…

—¿Cómo diablos vas a explicármelo? Deja que me desahogue —dijo—. Déjame confesarte que todo empezó en el mismo momento en que la vi. Tú lo sabías. Lo viste. Trataste de prevenirme. Pero yo no imaginaba que esos sentimientos se harían tan intensos. Estaba seguro de poder controlarlos. ¡Dios sabe la de mortales a los que me he resistido durante estos dos siglos, la de veces que me he alejado de un alma errante que me atraía tan poderosamente que rompía a llorar de desesperación!

—Basta, Louis, escúchame.

—No la lastimaré, David. Te lo juro. No quiero hacerle daño. No soporto la idea de beber su sangre como hice años atrás con Claudia. ¡Ah, fue un trágico error convertir a Claudia en una vampiro! No la lastimaré, te lo juro, pero debo verla, estar con ella, oír su voz. ¿Puedes convencerla para que salga de Oak Haven? ¿Puedes convencerla para que se reúna conmigo? ¿Puedes convencerla para que renuncie a su amado ron y regrese a su vieja casa? Es preciso que lo hagas. Te aseguro que voy a enloquecer.

Apenas terminó su perorata, intervine sin permitir que me hiciera callar.

—¡Te ha hechizado, Louis! —declaré—. Te ha echado un conjuro. Escúchame bien. Conozco sus trucos. Y conozco sus artes mágicas. Son tan viejas como el antiguo Egipto, tan antiguas como Roma y Grecia. Te ha echado un conjuro, ha utilizado su brujería para hacer que te enamoraras de ella. Maldita sea, no debí dejar que conservara ese vestido manchado de sangre. ¡Ahora comprendo por qué no dejó que lo tocara! Estaba manchado con tu sangre. Fui un idiota al no darme cuenta de sus tejemanejes. ¡Hasta hablamos sobre ese tipo de conjuros! ¡Esa chica es exasperante! Dejé que conservara su vestido de seda manchado de sangre y lo utilizó para realizar un conjuro más viejo que el mundo.

—Eso es imposible —replicó Louis con tono mordaz—. No puedo creerlo. La amo, David. Me obligas a emplear las palabras que pueden hacerte más daño. La amo y la deseo; deseo su compañía, su inteligencia y la bondad que he visto en ella. No se trata de un conjuro.

—Lo es, créeme —insistí—. La conozco, y conozco sus trucos. Ha utilizado tu sangre para hechizarte. ¿No lo entiendes? Esa mujer no sólo cree en la magia, sino que conoce bien esas artes. Durante el último milenio habrán vivido y muerto un millón de magos mortales, ¿pero cuántos de ellos eran auténticos? ¡Merrick sabe bien lo que hace! Su vestido estaba manchado con tu sangre. ¡Te ha echado un conjuro y no sé cómo romperlo!

—No te creo —dijo Louis tras un breve silencio—. Es imposible. Estoy convencido de lo que siento.

—Piensa en lo que te conté sobre ella, Louis, las visiones que tuve de ella después de nuestro primer encuentro hace unas noches. ¿No recuerdas que te dije que la vi en todas partes…?

—Esto es diferente. Se trata de mis sentimientos, David.

—Es lo mismo —insistí—. La vi en todas partes, y después de que viéramos la visión de Claudia, Merrick me confesó que esas visiones de ella formaban parte de un conjuro. Te lo conté todo, Louis. Te conté que había montado un pequeño altar en la habitación del hotel, que se había apoderado de mi pañuelo, el cual estaba manchado de sangre porque me había enjugado el sudor de la frente. ¡No hagas caso, Louis!

—La estás difamando —contestó con tanta delicadeza como pudo—, y no te lo consiento. Yo no la veo así. Pienso en ella y la deseo. Deseo a la mujer que vi en esa habitación. ¿Qué otros disparates vas a decirme sobre ella? ¿Que Merrick no es hermosa? ¿Que Merrick no posee una dulzura innata? ¿Que Merrick no es la única mortal entre miles a la que puedo amar?

—Louis, ¿estás seguro de ser dueño de tus actos en su presencia? — le pregunté.

—Sí —respondió con tono solemne—. ¿Me crees capaz de hacerle daño?

—Creo que has aprendido el significado de la palabra «deseo».

—Deseo estar en su compañía, David. Estar cerca de ella. Hablar con ella sobre lo que vi. Deseo… —Louis se interrumpió. Cerró los ojos durante unos momentos—. No soporto esta necesidad, este deseo de estar con ella. Se ha escondido en ese caserón en el campo y yo no puedo permanecer cerca de ella sin perjudicar a Talamasca, sin violar la delicada intimidad de la que depende vuestra existencia.

—Gracias a Dios que aún conservas cierta sensatez —dije con vehemencia—. Te aseguro que es un sortilegio, y si estás seguro de que no harás nada que pueda lastimarla, en cuanto abandone esa casa iremos juntos a hablar con ella. Le exigiremos que nos diga la verdad. Le preguntaremos si esto no es más que un sortilegio.

—¿Si no es más que un sortilegio? —repitió Louis despectivamente. Me miró a los ojos con gesto acusador. Jamás había visto una actitud tan hostil en él. En realidad, nunca le había visto mostrarse hostil—. Tú no quieres que la ame, ¿verdad? Es así de sencillo.

—No, te aseguro que no. Pero pongamos que tienes razón, que no se trata de un sortilegio, que lo que sientes es auténtico; ¿deseo que crezca tu amor por Merrick? No, decididamente no. Hicimos un juramento, nos comprometimos a no lastimar a esa mujer, a no destruir su frágil mundo mortal con nuestros deseos. Si tanto la amas, debes cumplir ese juramento, Louis. En eso consiste el amor que sientes por ella, en dejarla tranquila.

—No puedo hacerlo —dijo Louis, meneando la cabeza—. Ella merece saber lo que me dicta el corazón. Merece saber la verdad. Este amor no puede fructificar, lo sé, pero ella debe saberlo. Tiene que saber que la adoro, que ha suplantado en mí un dolor que pudo haberme destruido, que quizá me destruya algún día.

—Esto es intolerable —repliqué. Estaba furioso con Merrick—. Propongo que vayamos a Oak Haven. Pero debes dejar que yo decida lo que haremos cuando lleguemos allí. Si puedo, me acercaré a la ventana y trataré de despertarla. Es posible que se encuentre sola en el primer piso. Quizá yo pueda entrar en la casa. Hace unas noches, esto me habría parecido inaceptable. Pero recuerda que debes dejar que sea yo quien tome la iniciativa.

Louis asintió con la cabeza.

—Deseo estar junto a ella. Pero antes debo alimentarme. No puedo estar sediento cuando me encuentre con ella. Sería una imprudencia. Acompáñame, iremos juntos en busca de unas presas. Luego, pasada la medianoche, bien pasada la medianoche, iremos a Oak Haven. No tardamos en dar con nuestras víctimas.

Eran las dos de la mañana cuando nos acercamos a Oak Haven y, tal como yo confiaba, la casa estaba completamente a oscuras. No había nadie despierto. Me llevó tan sólo unos instantes escudriñar la biblioteca.

Merrick no estaba allí, ni tampoco su botella de ron y el vaso. Cuando me encaramé a las terrazas superiores, tan sigilosamente como pude, comprobé que no se encontraba en su habitación.

Regresé junto a Louis, que me esperaba en el robledal.

—Merrick no se encuentra en Oak Haven. Hemos calculado mal. Debe de estar en su casa en Nueva Orleáns, probablemente esperando a que su conjuro surta efecto.

—No insistas en achacarle la culpa de lo ocurrido —dijo Louis, enojado—. ¡Por el amor de Dios, David, deja que vaya a verla yo solo!

—Me niego rotundamente —contesté. Echamos a andar hacia la ciudad.

—No puedes presentarte ante ella despreciándola de esa forma —dijo Louis—. Deja que yo hable con ella. No puedes impedírmelo. No tienes ningún derecho.

—Quiero estar presente cuando hables con ella —repuse fríamente. Y estaba decidido a salirme con la mía. Cuando llegamos al antiguo caserón en Nueva Orleáns, enseguida supe que Merrick estaba en casa.

Después de pedir a Louis que esperara, di una vuelta alrededor de la finca, como había hecho noches atrás, para cerciorarme de que el guarda no estaba en la casa, como así era. Luego me reuní de nuevo con Louis y dije que podíamos acercarnos a la puerta.

En cuanto a Merrick, pensé que estaría en el dormitorio delantero, porque el saloncito no le gustaba mucho. Su habitación preferida era la de Gran Nananne.

—Quiero entrar solo —dijo Louis—. Si te parece, puedes esperarme aquí.

Louis se dirigió hacia el porche antes de que yo hubiera dado un paso; no tardé en alcanzarlo. Empujó la puerta, que estaba abierta, y la luz arrancó unos destellos al cristal emplomado.

En cuanto entramos, Louis se dirigió hacia el espacioso dormitorio delantero. Yo iba pegado a sus talones. Merrick, tan hermosa como siempre, vestida con un traje de seda rojo, se levantó de la mecedora y se arrojó en brazos de Louis.

Cada partícula de mi ser permanecía alerta para detectar la menor señal de peligro. Tenía el corazón destrozado. La habitación, con sus velas encendidas y vigilantes, exhalaba una atmósfera dulce y ensoñadora. No cabía duda de que aquellos dos seres se amaban. Observé en silencio mientras Louis besaba a Merrick repetidamente, deslizando sus dedos largos y pálidos por su cabello. Le observé besar su esbelto cuello. Al apartarse, ella dejó escapar un prolongado suspiro.

—¿Es esto un hechizo? —le preguntó Louis, pero en realidad la pregunta iba dirigida a mí—. ¿Es un hechizo que no pueda pensar en nada más que en ti, vaya donde vaya y haga lo que haga? ¿El que en todas mis víctimas te vea a ti? Sí, Merrick, piensa en lo que debo hacer para sobrevivir, no vivas en sueños, te lo ruego. Piensa en el terrible precio que debo pagar por este poder. Piensa en el purgatorio en el que vivo.

—¿Soy yo tu purgatorio? —inquirió Merrick—. ¿Te procuro cierto consuelo en medio del fuego que te abrasa? Mis días y noches sin ti han sido un purgatorio. Comprendo tu sufrimiento. Lo comprendí incluso ames de que nos miráramos a los ojos.

—Dile la verdad, Merrick —dije, manteniéndome un tanto alejado de ellos, junto a la puerta—. Sé sincera, Merrick. Louis se dará cuenta si le mientes. ¿No es cierto que le echaste un conjuro? A mí tampoco me mientas, Merrick.

Ella se apartó de él unos instantes y me miró.

—Aparte de unas cuantas visiones, ¿qué es lo que te di a ti con mi conjuro, David? —preguntó—. ¿Acaso hice que me desearas? — Se volvió de nuevo a Louis—. ¿Qué quieres de mí, Louis? ¿Oírme decir que mi alma es tu esclava, como la tuya es esclava de la mía? Si eso es un conjuro, ambos nos hemos hechizado mutuamente, Louis. David sabe que digo la verdad.

Por más que lo intenté, no detecté ninguna nota falsa en ella. Lo que vi fueron unos secretos, que no conseguía descifrar. Merrick guardaba sus pensamientos celosamente para sí.

—Estás jugando con nosotros —dije—. ¿Qué quieres?

—No, David, no debes hablar a Merrick con ese tono —intervino Louis—. No lo tolero. Vete y deja que hable a solas con ella. Está más segura conmigo de lo que jamás lo estuvo Claudia o cualquier otro mortal con quien tuve tratos. Vete, David. Déjame a solas con ella, o te juro que tú y yo acabaremos peleándonos.

—Por favor, David —dijo Merrick—. Deja que Louis pase estas pocas horas conmigo; luego haremos lo que quieras. Deseo que se quede aquí conmigo. Quiero hablar con él. Quiero decirle que el espíritu mentía. Necesito hacerlo pausadamente, en un ambiente de intimidad y confianza.

Merrick se dirigió hacia mí; al moverse oí el frufrú de su vestido de seda rojo. Percibí su perfume. Me rodeó el cuello con los brazos y sentí el calor de sus pechos desnudos debajo del delgado tejido.

—Márchate, David, te lo ruego —dijo con una voz rebosante de tierna emoción, mirándome a los ojos con expresión conmiserativa.

Nada me había herido tanto, en todos aquellos años desde que la conocía, que la deseaba, que la añoraba, como esta simple petición.

—Marcharme. —Repetí la palabra con un hilo de voz—. ¿Y dejaros juntos? ¿Marcharme?

La miré a los ojos unos instantes. Parecía sufrir intensamente, implorarme.

Luego me volví hacia Louis, que me observaba con una expresión entre inocente y ansiosa, como si su suerte estuviera en mis manos.

—Si le haces daño, te juro que tu deseo de morir se verá cumplido —dije con voz grave y llena de rencor—. Te aseguro que soy lo bastante fuerte para destruirte precisamente de la forma que temes.

El rostro de Louis mostraba una expresión de estupor.

—Si le haces daño, morirás abrasado —dije lentamente, y después de una pausa, añadí—: Te doy mi palabra. Louis tragó saliva y asintió con la cabeza. Tuve la impresión de que quería decirme muchas cosas; la expresión de sus ojos indicaba tristeza y un profundo dolor. Pero murmuró:

—Confía en mí, hermano. No es necesario que profieras estas amenazas tan tremendas a alguien a quien estimas, y yo no tengo por qué oírlas, dado que ambos amamos a esta mujer mortal.

Me volví hacia Merrick, que no apartaba los ojos de Louis. Nunca había estado tan distante de mí como en aquellos momentos. Apenas me miró, devolviendo mis besos como por obligación, puesto que era de Louis de quien estaba claramente enamorada.

—Hasta pronto, tesoro —dije, y abandoné la casa.

Durante unos momentos pensé en esconderme entre los matorrales para espiarles mientras conversaban en la habitación delantera. Consideré que lo más prudente sería permanecer cerca de ella para protegerla, pero enseguida comprendí que a ella no le gustaría.

Cuando pensé en la posibilidad de que Merrick saliera de la casa y me reprochara mi conducta, cuando pensé en la humillación a la que me exponía si hacía eso, me alejé de la casa y me dirigí con paso rápido hacia la parte alta de la ciudad.

De nuevo, en la desolada capilla del orfanato de Ste. Elizabeth's, Lestat se convirtió en mi confidente. Y de nuevo tuve la certeza de que su cuerpo no estaba ocupado por ningún espíritu. Pero él no hizo caso de mis peores temores.

Recé para que a Merrick no le ocurriera nada malo, para que Louis no se atreviera a provocar mis iras y para que una noche el alma de Lestat regresara a su cuerpo, porque le necesitaba. Le necesitaba con desesperación. Me sentía solo con todos mis años y mis lecciones, con todas mis experiencias y mi dolor.

El cielo había comenzado a clarear peligrosamente cuando dejé a Lestat y me dirigí al lugar secreto, debajo de un edificio abandonado donde guardaba el ataúd de hierro en el que me ocultaba.

.No es una configuración infrecuente entre los de nuestra especie: el viejo y abandonado edificio, mi derecho a ocuparlo, o el cuarto del sótano aislado del mundo exterior por unas puertas de hierro que ningún mortal se atrevería a levantar él solo.

Me había acostado en mi gélida oscuridad, después de volver a colocar la tapa del ataúd, cuando de improviso me invadió un extraño pavor. Era como si alguien me estuviera hablando, exigiéndome que le escuchara, tratando de decirme que yo había cometido un terrible error por el que pagaría con mi conciencia, que había cometido un estúpido error por culpa de mi vanidad.

Era demasiado tarde para reaccionar a esta intensa mezcla de emociones. La mañana comenzaba a reptar sobre mí, arrebatándome el calor y la vida. El último pensamiento que recuerdo fue que había dejado a Louis y a Merrick solos por culpa de mi vanidad, porque me habían excluido. Me había comportado como un escolar por pura vanidad, y pagaría caras las consecuencias.

Inevitablemente, al amanecer siguió el crepúsculo y, después de dormir un rato imposible de calcular, me desperté al atardecer, con los ojos abiertos, alargando las manos para levantar la tapa del ataúd, pero las dejé caer de nuevo. Algo me impedía abrir el ataúd. Aunque detestaba aquella irrespirable atmósfera, permanecí tendido en él, envuelto en la única auténtica oscuridad que se ofrecía a mis potentes ojos de vampiro.

Permanecí allí tendido porque el pánico que había experimentado por la noche había vuelto a hacer presa en mí, porque era consciente de que mi estúpida vanidad había hecho que dejara a Merrick y a Louis solos. Sentí una turbulencia en el aire que me rodeaba, que penetraba en el ataúd de hierro para que la inspirara y llenara con ella mis pulmones.

Algo había salido trágicamente mal, pero era inevitable, pensé compungido, y permanecí acostado en mi ataúd, inmóvil, como si Merrick me hubiera hechizado con uno de sus crueles conjuros. Pero no era uno de sus conjuros. Era dolor y remordimientos, unos remordimientos que no dejaban de atormentarme.

Louis me la había arrebatado. Por supuesto que hallaría a Merrick indemne, porque no existía nada en la Tierra capaz de obligar a Louis a darle la Sangre Oscura, me dije, ni aunque ella misma se lo suplicara. En cuanto a Merrick, ella jamás se lo pediría, no sería tan estúpida de renunciar a su alma brillante y única. No, sentía dolor porque se amaban, porque se habían conocido por mi mediación y porque gozarían de lo que podíamos haber compartido Merrick y yo. En fin, podía seguir lamentándome. Estaba hecho y debía ir en su busca para encontrármelos juntos, para ver cómo se miraban, para exigirles más promesas, lo cual era una forma de interponerme entre ellos. Por otra parte, tenía que aceptar el hecho de que Louis se había convertido para Merrick en la estrella rutilante, bajo cuya luz yo había dejado de brillar.

Al cabo de un buen rato abrí la tapa del ataúd, que soltó un sonoro crujido. Lo abandoné y subí por la escalera del viejo y húmedo sótano hacia las deprimentes habitaciones superiores.

Me detuve en una espaciosa habitación sin utilizar, con las paredes de ladrillo, que antiguamente era una tienda de comestibles. De su antiguo esplendor no quedaba sino unas vitrinas cochambrosas y unos desvencijados estantes, aparte de una espesa capa de tierra sobre el vetusto y deteriorado suelo de madera.

Me detuve envuelto por el calor primaveral y la polvorienta atmósfera, aspirando el olor a moho y a ladrillos rojos que me rodeaba, contemplando a través de los sucios cristales la calle, en un penoso estado de abandono, cuyas escasas farolas emitían una luz triste y persistente. ¿Qué hacía yo allí?

¿Por qué no había ido a encontrarme con Louis y con Merrick? ¿Por qué no había ido en busca de una presa, si era sangre lo que deseaba, como así era? ¿Qué hacía allí solo en las sombras, aguardando, como si quisiera que mi dolor se incrementara, que mi soledad se hiciera más acuciante, para ir en busca de mi presa con los agudizados sentidos de una bestia salvaje?

Entonces, lentamente, empecé a percatarme de algo que me aisló por completo de aquel deprimente lugar que me rodeaba, provocándome un hormigueo en cada poro de mi cuerpo al tiempo que mis ojos contemplaban lo que mi mente se negaba desesperadamente a aceptar.

Vi a Merrick ante mí, vestida con el traje de seda rojo que había lucido la noche anterior durante nuestro breve encuentro, y toda su fisonomía aparecía alterada por el Don Oscuro. Su cremosa piel tenía una cualidad casi luminosa gracias a los poderes vampíricos; sus ojos verdes habían adquirido una iridiscencia común en Lestat, Armand, Marius, sí, sí, y en todos los demás. Su larga caballera castaña poseía un brillo sobrenatural, y sus hermosos labios emanaban un fulgor inevitable, eterno y perfecto.

—David —dijo con un timbre de voz claramente inducido por la sangre que bullía en su interior, y se arrojó en mis brazos.

— ¡Santo Dios! ¡Cómo pude dejar que sucediera! —exclamé. Mis manos permanecieron suspendidas sobre sus hombros, incapaces de tocarla, y de pronto la abracé con todo mi corazón—. ¡Que Dios me perdone! —exclamé, estrechándola con tanta fuerza contra mí como para impedir que alguien me la arrebatara. No me importaba si me oían unos mortales. No me importaba si lo sabía todo el mundo.

—No, David, espera —me rogó cuando abrí la boca para decir algo—. No comprendes lo que ha sucedido. Louis ha hecho lo que dijo, David, ha salido a la luz del sol. Lo hizo al amanecer, después de llevarme con él y esconderme, de enseñarme todo lo que pudo y de prometerme que esta noche volveríamos a encontrarnos. Lo ha hecho, David. Se ha ido, y todo lo que queda de él está completamente calcinado.

Las terribles lágrimas de sangre que rodaban por sus mejillas despedían un brillo siniestro.

—¿No puedes hacer nada para salvarlo, David? ¿No puedes hacer nada para hacer que regrese? Yo tengo la culpa de todo. Yo sabía lo que hacía, David, le obligué a hacerlo, lo manipulé hábilmente. Utilicé su sangre y utilicé la seda de mi vestido. Utilicé todos mis poderes naturales y sobrenaturales. Te confesaré más cosas cuando tenga tiempo. Te lo contaré todo. Yo tengo la culpa de que haya desaparecido, te lo juro, ¿pero no puedes hacer nada para que regrese?