13

Los cortes que Merrick se había producido no eran profundos, aunque la hemorragia resultaba impresionante. Después de vendarle el brazo como pude, la llevé al hospital más cercano, donde le curaron las heridas. No recuerdo qué tonterías le contamos al médico que la atendió, pero logramos convencerle de que aunque las heridas se las había causado la propia Merrick, estaba en su sano juicio. Luego insistí en que debía regresar a la casa matriz, y Merrick, que estaba aturdida, accedió. Me avergüenza confesar que regresé a por la botella de whisky, pero uno tiende a recordar el sabor de un escocés de malta de veinticinco años como Macallan.

Por lo demás, no estoy seguro de que yo mismo estuviera en mi sano juicio. Recuerdo que bebí en el coche, cosa que no hago jamás, y que Merrick se quedó dormida con la cabeza apoyada sobre mi hombro, aferrándome la muñeca con la mano derecha. Imagínense mi estado de ánimo.

El espíritu visible de Honey Rayo de Sol había sido uno de los fantasmas más espeluznantes que jamás había contemplado. Yo estaba acostumbrado a las sombras, a las voces interiores e incluso a un acto de posesión; pero el ver la forma pretendidamente sólida de Honey Rayo de Sol en el umbral me había producido una impresión tremenda. La voz era de por sí aterradora, pero la figura, su aparente solidez y duración, la forma en que la luz se reflejaba sobre ella, aquellos ojos reflectantes, me había resultado insoportable.

Por no hablar de mi parálisis durante la experiencia. ¿Cómo lo había conseguido Merrick? En resumidas cuentas, el episodio me había aterrorizado pero a la vez admirado.

Como es lógico, Merrick se negó a revelarme cómo había realizado el conjuro. En cuanto yo nombraba a Honey, se echaba a llorar. Como hombre, su reacción me pareció irritante e injusta. Pero no podía hacer nada al respecto. Merrick se enjugaba las lágrimas y volvía de nuevo sobre el tema de nuestra expedición a la selva. En cuanto a mi opinión sobre el rito que había utilizado para invocar a Honey, me pareció muy simple; su componente principal había sido el poder personal de Merrick, con el que había logrado la súbita y tremebunda conexión con un espíritu que al parecer no había hallado aún la paz.

El caso es que aquella noche y al día siguiente, Merrick sólo habló del viaje a la selva. Era como una monomanía. Se había comprado el atuendo caqui de rigor. ¡Incluso había encargado el mío! Teníamos que partir de inmediato para América Central. Teníamos que disponer de las mejores cámaras y equipo fotográfico y recabar todo el apoyo que pudiera brindarnos Talamasca.

Quería regresar a la cueva porque quedaban en ella otros objetos y porque deseaba conocer la tierra que había sido tan importante para su viejo tío Vervain. El espíritu de su tío no se le aparecería en sueños de no haber allí un valioso tesoro que él quería que fuera a parar a ella. El tío Vervain no iba a dejarla tranquila.

Durante los dos días siguientes, mientras yo ingería unas cantidades increíbles del delicioso y fuerte whisky Macallan, del que Merrick me había provisto con varias botellas, traté de controlarla, de impedir que siguiera adelante con el proyecto del viaje. Pero era inútil. Yo me emborrachaba una y otra vez, y Merrick no cejaba en su empeño. Si yo no le concedía el permiso y el apoyo de Talamasca, partiría sola.

Aunque traté por todos los medios de disuadirla, lo cierto era que esas experiencias hacían que volviera a sentirme joven. Experimentaba la curiosa excitación de alguien que ha visto por primera vez un fantasma. Por otra parte, no quería morirme sin volver a contemplar una selva tropical. Incluso las discusiones con Merrick ejercían sobre mí un efecto tremendamente estimulante. El hecho de que aquella mujer joven, bonita y perseverante quisiera que yo la acompañara, se me subió a la cabeza.

—Iremos —afirmó Merrick mientras examinaba un mapa en la biblioteca de Talamasca—. Ya he averiguado la ruta. Honey me proporcionó las claves. Recuerdo haber visto unos carteles indicadores, y sé que buena parte de esa selva no ha sido explorada. He leído todos los libros que se han publicado recientemente sobre ese territorio.

—Pero no has dado todavía con Santa Cruz del Flores — objeté.

—No importa. Está allí. Es una población demasiado pequeña para figurar en los mapas que hemos comprado aquí. Cuando lleguemos al norte de Guatemala nos indicarán dónde se encuentra. Déjalo de mi cuenta. No tienen dinero suficiente para investigar todas las ruinas que existen, y en esa zona de la selva hay multitud de ruinas, posiblemente el recinto de un templo o incluso una ciudad. Tú mismo me lo has dicho.

«Recuerdo haber visto un templo espectacular. ¿No te gustaría contemplarlo con tus propios ojos? —Se mostraba obstinada e ingenua como una niña—. David, te lo ruego, asume la autoridad que te corresponde como Superior de la Orden, o lo que sea, y organízalo todo para que partamos enseguida.

—¿Por qué crees que Honey Rayo de Sol respondió tan fácilmente a tus preguntas? —inquirí—. ¿No te parece sospechoso?

—Es muy sencillo, David —contestó Merrick—. Honey quería revelarme algo valioso, porque quiere que la invoque de nuevo.

La respuesta era tan obvia que me quedé un tanto desconcertado.

—No cabe duda de que estás fortaleciendo a ese espíritu Merrick. Le estás facilitando el tránsito hacia la Luz.

—Por supuesto que deseo facilitárselo, pero Honey no me abandonará. Ya te lo dije esa noche, te dije que hace años que intuyo su presencia junto a mí. Me he pasado años fingiendo que Honey no existía, que la selva no existía, que no tenía que evocar esos recuerdos tan dolorosos, que podía volcarme en mis estudios. Tú lo sabes.

»Pero he terminado mis estudios universitarios y debo regresar. Por el amor de Dios, deja de nombrar a Honey. ¿Crees que me gusta recordar lo que hice?

Luego siguió examinando los mapas, pidió que trajeran otra botella de Macallan para mí. Me dijo que teníamos que adquirir el equipo necesario para montar un campamento, y me reprochó que aún no hubiera empezado los preparativos del viaje. Por último le dije que era la estación lluviosa en aquellas selvas y que deberíamos esperar a Navidad, cuando las lluvias hubieran cesado. Pero ella estaba preparada para rebatir esa objeción: las lluvias ya habían cesado, según dijo, porque había seguido a diario el parte meteorológico. Podíamos marcharnos de inmediato. No había nada que hacer salvo organizar los preparativos del viaje. De haberme opuesto al proyecto, en tanto que Superior de la Orden, Merrick habría partido sola para América Central. Como miembro de pleno derecho de la Orden, había percibido durante varios años una cuantiosa asignación y había ahorrado hasta el último centavo. Nada le impedía partir sola, según me informó sin rodeos.

— Escucha —dijo—, si tengo que desobedecerte lo haré, aunque se me parta el corazón.

Así pues, pedimos a cuatro ayudantes de campo de Talamasca que nos acompañaran, para encargarse del equipo y para portar unos rifles por si nos topábamos con bandidos en los lugares que íbamos a visitar. Ahora permítanme explicar brevemente algunos detalles sobre estos ayudantes de campo a cualquiera que lea esta historia y sienta curiosidad al respecto. Talamasca tiene muchos ayudantes de campo repartidos por el mundo. No son miembros de pleno derecho de la Orden, no tienen acceso a los archivos y menos aún a las cámaras acorazadas de Talamasca, sobre las que ni siquiera conocen su existencia. No pronuncian unos votos de obediencia y lealtad como hacen los auténticos miembros de la Orden. No es preciso que posean unas dotes psíquicas. No se comprometen a ser fieles a la Orden durante un número determinado de años.

De hecho, son empleados de Talamasca bajo sus diversos nombres corporativos, y su principal cometido es acompañar a miembros de la organización a expediciones arqueológicas o exploradoras, prestarnos asistencia en ciudades extranjeras y, en términos generales, hacer lo que les pidamos que hagan. Son expertos en obtener pasaportes, visados y el permiso a portar armas de fuego en otros países. Muchos han estudiado derecho y han servido en las fuerzas armadas de distintos países. Son gente de toda confianza.

Nosotros teníamos que hallar la cueva y su tesoro, y los ayudantes de campo se encargarían de que pudiéramos sacar los objetos de forma legal y segura del país, tras haber obtenido los permisos necesarios y haber pagado las debidas tasas. Ahora bien, sinceramente no sé si esos trámites implicaban algún aspecto ilegal. En todo caso, les incumbía única y exclusivamente a los ayudantes de campo.

Estas personas saben vagamente que Talamasca es una Orden perfectamente organizada de investigadores psíquicos, pero en términos generales les gusta su trabajo, perciben unos sueldos fabulosos y jamás tratan de descubrir los secretos de la Orden. Muchos son unos expertos mercenarios. La labor que realizan para nosotros casi nunca implica actos de violenta, y están encantados de percibir un buen dinero de una organización relativamente benigna. Por fin llegó el día de nuestra partida. Aarón había perdido la paciencia con Merrick y conmigo y, como nunca había viajado a la selva, estaba muy preocupado, pero accedió de buena gana a acompañarnos a tomar el avión. Volamos al sur, a Guatemala capital, donde nos indicaron la ubicación exacta de la aldea maya de Santa Cruz del Flores, en el nordeste. Merrick estaba eufórica.

Una avioneta nos llevó a una preciosa ciudad norteña situada cerca de nuestro destino, y desde allí partimos con nuestros ayudantes de campo en dos jeeps perfectamente equipados.

Yo gozaba con el calor, el suave sonido de la lluvia, el acento español y las voces de los amerindios nativos. El espectáculo de tantos amerindios vestidos con sus hermosas ropas de color blanco y sus dulces semblantes me hacían sentir maravillosamente saturado de las riquezas culturales de una tierra extranjera que conservaba toda su belleza natural.

Lo cierto es que se trata de una zona muy conflictiva, pero nosotros conseguimos mantenernos al margen de sus problemas. En cualquier caso, sólo me fijaba en los detalles gratos.

Sea como fuere, me sentía extraordinariamente dichoso, me sentía joven de nuevo. Ver a Merrick con su chaqueta de safari y su pantalón corto color caqui me resultaba tan estimulante como su aire de autoridad, que lograba calmarme los nervios.

Merrick conducía nuestro jeep como una loca, pero no me importaba, mientras nos siguiera el segundo vehículo de nuestra pequeña caravana. Opté por no pensar en los litros de gasolina que transportábamos ni en la posibilidad de que estallara si teníamos la desgracia de chocar contra un árbol de chicle. Confiaba en que una mujer capaz de invocar a un fantasma fuera también capaz de conducir un jeep por una carretera peligrosa.

La selva ofrecía un espectáculo maravilloso. Los bananos y cidros proliferaban a ambos lados de la escarpada pendiente por la que subíamos, casi hasta el punto de impedirnos divisar la cima; en algunos puntos crecían unos gigantescos árboles de caoba, algunos de los cuales alcanzaban cincuenta metros de altura, y a través de las elevadas copas de los árboles oíamos el aterrador pero inconfundible estrépito de los monos aulladores e infinidad de especies de aves exóticas.

Nuestro pequeño mundo estaba saturado de verdor, pero en numerosas ocasiones nos hallamos sobre un promontorio desde el que pudimos contemplar la frondosa bóveda de la selva que se extendía sobre las laderas volcánicas.

Muy pronto caímos en la cuenta de que habíamos penetrado en una selva tropical y experimentamos de nuevo esa maravillosa sensación cuando las nubes nos envolvían y la dulce humedad penetraba por las ventanas sin cristales del jeep y se posaba sobre nuestra piel.

Merrick se dio cuenta de que yo me sentía muy a gusto allí.

—Te prometo que la última etapa no será dura —me aseguró.

Por fin llegamos a Santa Cruz del Flores, una aldea situada en la selva, tan pequeña y remota que los últimos conflictos políticos que habían estallado en el país no la habían afectado en lo más mínimo.

Merrick declaró que todo seguía tal como ella recordaba: el reducido grupo de viviendas pintadas de brillantes colores con el techado de paja y la pequeña y antigua iglesia española de piedra, de una belleza extraordinaria. Había cerdos, pollos y pavos por doquier. Divisé unos trigales desde la selva, pero pocos. La plaza de la aldea era de tierra batida.

Cuando aparecieron nuestros dos jeeps, los amables habitantes de la localidad nos saludaron cordialmente, confirmando mi opinión de que los indios mayas son de las gentes más encantadoras del mundo. En su mayoría eran mujeres, vestidas con unas bonitas prendas blancas recamadas con exquisitos bordados. Los rostros que vi a mi alrededor me recordaron de inmediato los que se conservan en pinturas mayas y posiblemente olmecas de América Central.

Según me explicaron, la mayoría de los aldeanos había ido a trabajar en las distantes plantaciones de caña de azúcar o en el rancho más cercano de árboles de chicle. Pensé que quizá se tratara de trabajos forzados, pero decidí que era mejor no preguntar. En cuanto a las mujeres, con frecuencia tenían que recorrer muchos kilómetros a pie para ofrecer sus cestos hábilmente confeccionados y sus tejidos bordados en un amplio mercado nativo. Parecían satisfechas de la oportunidad de exponer sus mercancías en casa.

No existía ningún hotel, ni estafeta de correos, ni teléfono, ni oficina de telégrafos, pero había varias ancianas dispuestas a alquilarnos unas habitaciones en sus casas. Nuestros dólares eran bien acogidos en toda la aldea. Adquirimos un gran número de bonitos objetos de artesanía que confeccionaban en la aldea. Había comida en abundancia.

Yo estaba impaciente por visitar la iglesia, y uno de los nativos me informó en español de que no debía entrar por la puerta principal sin pedir antes permiso a la deidad que gobernaba aquella entrada. Por supuesto, podía entrar por la puerta lateral si lo deseaba.

No deseando ofender a nadie, entré por una puerta lateral y me encontré en un sencillo edificio con los muros encalados entre antiguas estatuas españolas de madera, iluminado por el resplandor de las tradicionales velas. Un lugar muy confortable.

Creo que recé como solía hacerlo mucho tiempo atrás en Brasil. Recé a todas esas deidades benévolas e invisibles, pidiéndoles que nos acompañaran y protegieran de todo mal.

Unos instantes después, Merrick se reunió conmigo. Tras santiguarse, se arrodilló para recibir la comunión y rezó durante unos minutos. Luego salimos fuera, donde nos entretuvimos un rato.

Allí divisé a un anciano un tanto arrugado, bajo de estatura, con el pelo negro y largo hasta los hombros. Vestía una sencilla camisa y pantalón de confección industrial. Enseguida imaginé que se trataba del chamán local. Le saludé con una respetuosa inclinación de la cabeza. Aunque él me observó sin el menor atisbo de animadversión, al cabo de unos momentos me alejé.

Hacía calor pero me sentía extraordinariamente feliz. La aldea estaba rodeada de cocoteros e incluso algunos pinos debido a la elevación del terreno, y por primera vez en mi vida, mientras paseaba por las selvas circundantes, vi gran cantidad de primorosas mariposas en la penumbra creada por el denso follaje.

En algunos momentos me sentí tan dichoso que estuve a punto de romper a llorar. En el fondo estaba agradecido a Merrick por haberme obligado a acompañarla en aquel viaje, y me dije que al margen de lo que ocurriera a partir de entonces, la experiencia había valido la pena. A la hora de elegir alojamiento, optamos por un compromiso.

Merrick envió a los cuatro ayudantes de campo a alojarse en unas viviendas en la aldea, después de que hubieran levantado y equipado una tienda de campaña para nosotros detrás de la casa más alejada de la aldea. Todo ello me pareció perfectamente razonable, hasta que caí en la cuenta de que éramos un hombre y una mujer solteros residiendo en la misma tienda de campaña, lo cual no era correcto.

Pero no le di importancia. Merrick se sentía poderosamente estimulada por nuestra aventura, al igual que yo, y deseaba estar a solas con ella. Los ayudantes de Talamasca equiparon nuestra tienda de campaña con catres, linternas, mesitas y sillas de campaña; se aseguraron de que Merrick disponía de un amplio surtido de pilas para su ordenador portátil. Al anochecer, después de una excelente cena a base de tortas de maíz, judías y una carne de pavo riquísima, nos quedamos solos, gozando de nuestra maravillosa intimidad, para hablar sobre lo que íbamos a hacer al día siguiente.

—No pienso llevarme a los otros con nosotros —declaró Merrick—. No corremos ningún riesgo de encontrarnos con bandidos, y ya te he dicho que no está lejos. Recuerdo que pasamos frente a un pequeño poblado, muy pequeño comparado con éste. La gente nos dejará tranquilos.

Jamás la había visto tan eufórica.

—Por supuesto, podemos recorrer una parte del trayecto en jeep antes de iniciar la caminata. En cuanto partamos, verás muchas ruinas mayas. Pasaremos a través de ellas y cuando lleguemos al final de la carretera, seguiremos a pie. Merrick se instaló cómodamente en su catre, apoyada sobre un codo, y bebió su ron oscuro Flor de Caña, que había adquirido en la ciudad antes de abandonarla.

—¡Caramba, qué rico está! —exclamó, lo cual me hizo temer que pillara una de sus habituales borracheras en plena selva.

—No temas, David —se apresuró a añadir—. Creo que te sentaría bien beber una copa. Aunque recelaba de sus motivos, sucumbí a la tentación. Confieso que me sentía en el paraíso.

Lo que recuerdo de esa noche todavía me produce ciertos remordimientos. Bebí demasiado de aquel delicioso y aromático ron. En un momento dado, recuerdo que me tumbé de espaldas en mi cama y al alzar la vista contemplé la cara de Merrick, que se había sentado junto a mí. Entonces Merrick se inclinó para besarme y yo la estreché contra mí, respondiendo más fácilmente de lo que había supuesto. Pero ella no se mostró enfadada.

Ahora bien, yo era una persona para quien la sexualidad había perdido gran parte de su atractivo. En las ocasiones en que me había sentido excitado sexualmente, durante los últimos veinte años de mi existencia mortal, casi siempre había sido por un hombre joven.

Pero la atracción por Merrick en cierto modo no tenía que ver con el hecho de que fuera mujer. Comprobé que me sentía insólitamente excitado y deseoso de llevar a cabo lo que había empezado de forma circunstancial. Cuando me aparté para dejar que se tendiera debajo de mí, que era donde deseaba que estuviera, conseguí adquirir cierto control sobre mis impulsos y me levanté de la cama.

—David —musitó ella. Oí el eco de mi nombre: David, David. No podía moverme.

Vi su figura en la penumbra, esperándome. Y de pronto me di cuenta de que las linternas se habían apagado. De la casa más cercana llegaba un poco de luz, que apenas traspasaba la tela de la tienda de campaña, pero me bastó para ver que Merrick se había quitado la ropa.

—Maldita sea, no puedo hacerlo —dije. Pero la verdad era que temía no poder terminar lo que había empezado. Temía ser demasiado viejo.

Merrick se levantó con la misma sorprendente rapidez que cuando invocó a Honey durante su pequeña sesión de espiritismo. Me abrazó, oprimiendo su cuerpo desnudo contra el mío, y empezó a besarme apasionadamente al tiempo que me acariciaba el miembro con toques expertos.

Creo que vacilé unos instantes, pero no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo con nitidez es que nos acostamos y que, aunque me fallé a mí mismo desde el punto de vista moral, a ella no la fallé. Mi fallo no nos afectó a nosotros en tanto que hombre y mujer, y más tarde me invadió una sensación de modorra y felicidad que no admitía ningún sentimiento de vergüenza.

Cuando me quedé dormido abrazado a ella, tuve la impresión de que ese momento se había ido fraguando a lo largo de los años desde que la había conocido. Ahora era suyo, le pertenecía por completo. Estaba saturado del olor de su perfume y el ron que había bebido, de su piel y su cabello. No quería sino estar con ella y dormir a su lado, y que el calor de su cuerpo penetrara en mis sueños inevitables.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, al alba, me sentí tan afectado por todo lo ocurrido que no sabía qué hacer. Merrick dormía profundamente, en un maravilloso estado de abandono, y yo, avergonzado por haber traicionado mi juramento como Superior de la Orden, aparté la vista de su cuerpo, me bañé, me vestí, tomé mi diario y me dirigí a la pequeña iglesia española para poder anotar en él mis pecados.

De nuevo vi al chamán, que estaba junto a la iglesia, observándome como si estuviera al corriente de cuanto había ocurrido. Su presencia me hizo sentir muy incómodo. Ya no me parecía tan inocente ni un personaje pintoresco. Como es lógico, me despreciaba a mí mismo profundamente, pero debo reconocer que me sentía pictórico de vigor, como suele suceder después de esos encuentros carnales y, naturalmente, sí, naturalmente, me sentía muy joven. Permanecí cerca de una hora en la apacible y fresca atmósfera de la pequeña iglesia, con su techado de doble vertiente y sus tolerantes santos, escribiendo en mi diario.

De pronto apareció Merrick. Después de rezar sus oraciones se sentó junto a mí, como si no hubiera ocurrido nada de particular, y me susurró excitada al oído que debíamos marcharnos.

—He traicionado la confianza que habías depositado en mí, jovencita —murmuré yo.

—No seas tonto —replicó Merrick—. Hiciste exactamente lo que deseabas hacer. ¿Crees que quiero que te sientas humillado? ¡Pues claro que no!

—Le das a todo una interpretación errónea —protesté. Merrick apoyó las manos en mi nuca, me sostuvo la cabeza con tanta firmeza como pudo, y me besó.

—Vámonos —dijo, como si se dirigiera a un niño—. No perdamos más tiempo. Vámonos ya.