Una reconstitución del género que acaba de leerse, es decir, escrita en primera persona y puesta en la boca del hombre a quien se trataba de retratar, próxima a la novela en algunos aspectos y en otros a la poesía, podría en rigor, prescindir de documentos justificativos; su valor humano aumenta sin embargo singularmente por obra de la fidelidad a los hechos. El lector hallará más adelante una lista de los principales textos en que nos hemos basado para escribir este libro. Al fundamentar así una obra literaria, no hacemos más que conformarnos al uso sentado por Racine, quien en los prefacios de sus tragedias enumera cuidadosamente sus fuentes. Pero en primer término, y a fin de responder a las cuestiones más urgentes, sigamos asimismo el ejemplo de Racine al indicar algunos de los puntos, muy poco numerosos, donde hemos ido más allá de la historia, o la hemos modificado prudentemente.
El personaje de Marulino es histórico, pero su característica principal, el don adivinatorio, está tomada de un tío y no de un abuelo de Adriano; las circunstancias de su muerte son imaginarias. Una inscripción nos señala que el sofista Iseo fue uno de los maestros del joven Adriano, pero no hay certeza de que el estudiante haya hecho, como aquí se dice, el viaje a Atenas. Galo es real, pero el detalle referente a la caída final de este personaje sólo tiene por objeto destacar uno de los rasgos más frecuentes en las descripciones del carácter de Adriano: el rencor. El episodio de la iniciación al culto de Mitra ha sido inventado; en aquella época dicho culto estaba ya de moda en el ejército, por lo cual es posible, aunque no se haya probado, que el joven oficial Adriano tuviera el capricho de hacerse iniciar. Lo mismo cabe decir del tauróbolo al cual se somete Antínoo en Palmira. Melés Agrippa, Castoras y, en el episodio precedente, Turbo, son personajes reales, pero su participación en los ritos iniciáticos ha sido inventada en todos sus detalles. Se ha seguido en estas dos escenas la tradición según la cual el baño de sangre es propio tanto del rito de Mitra cuanto del de la diosa siria, al cual ciertos eruditos prefieren limitarlo; estas asimilaciones de rituales entre distintos cultos son psicológicamente posibles en una época en la que las religiones de salvación «contaminaban» la atmósfera de curiosidad, de escepticismo y de vago fervor, como fue la del siglo II. El encuentro con el gimnosofista no figura en la historia de Adriano; hemos utilizado textos del siglo I y II que describen episodios del mismo género. Todos los detalles concernientes a Atiano son exactos, salvo una o dos alusiones a su vida privada, de la que nada sabemos. El capítulo sobre los amantes fue extraído en su totalidad de dos líneas de Esparciano (XI, 7); al recurrir toda vez que hacía falta a la invención, tratamos de mantenernos dentro de las generalidades más plausibles.
Pompeyo Próculo fue gobernador de Bitinia, aunque no puede asegurarse que lo fuera en 123-124, en ocasión de la visita del emperador. Estratón de Sardes, poeta erótico cuya obra nos es conocida por la Antología Palatina, vivía probablemente en época de Adriano; nada prueba, ni impide, que el emperador lo haya encontrado en alguno de sus viajes por Asia Menor. La visita de Lucio a Alejandría en 130 ha sido deducida (cosa que ya hizo Gregorovius) de un texto muy discutido, la Carta de Adriano a Serviano; el pasaje concerniente a Lucio no obliga de ninguna manera a esa interpretación. Su presencia en Egipto es, pues, más que incierta; en cambio los detalles concernientes a Lucio en este período han sido extraídos en su casi totalidad de su biografía por Esparciano, Vida de Elio César. La historia del sacrificio de Antínoo es tradicional (Dion, LXIX, 11; Esparciano, XIV, 7); el detalle de las operaciones de hechicería se inspira en las recetas de los papiros mágicos egipcios, pero los incidentes de la velada en Canope han sido inventados. El episodio del niño que se cae del balcón en una fiesta, y que aquí se sitúa durante la permanencia de Adriano en Filaé, fue extraído de un informe de los Papiros de Oxirrinco; en realidad, ocurrió cerca de cuarenta años después del viaje de Adriano a Egipto. Vincular la ejecución de Apolodoro a la conjuración de Serviano no pasa de una hipótesis, acaso defendible.
Chabrias, Celer y Diótimo son frecuentemente mencionados por Marco Aurelio, quien, sin embargo, no pasa de citar sus nombres y su apasionada fidelidad a la memoria de Adriano. Lo hemos utilizado para evocar la corte de Tíbur en los últimos años del reino: Chabrias representa el círculo de filósofos platónicos o estoicos que rodeaban al emperador; Celer (a quien no debe confundirse con el Celer mencionado por Filóstrato y Arístides, y que fue secretario ab epistulis Graecis) resume el elemento militar, y Diótimo el grupo de los eromenes imperiales. Estos tres nombres históricos han servido por tanto como punto de partida para la invención parcial de tres personajes. En cambio, el médico Iollas es un personaje real cuyo nombre no nos ha conservado la historia, la cual tampoco nos dice que fuera oriundo de Alejandría. El liberto Onésimo existió, pero no sabemos si cumplió para Adriano el papel de proxeneta; el nombre de Crescencio, secretario de Serviano, es auténtico, aunque la historia no nos diga que haya traicionado a su amo. El comerciante Opraomas existió; nada prueba empero que acompañara a Adriano hasta el Éufrates. La esposa de Arriano es un personaje histórico, pero no sabemos si era, como lo dice aquí Adriano, «fina y orgullosa». Los únicos personajes totalmente inventados no pasan de unas pocas comparsas: el esclavo Euforión, los actores Olimpo y Batilo, el médico Leotiquidas, el joven tribuno británico y el guía Assar. Las dos hechiceras —la de la isla de Bretaña y la de Canope— son personajes ficticios pero que resumen ese mundo de adivinos y expertos en ciencias ocultas que a Adriano le gustaba frecuentar. El nombre de Areté proviene de un poema auténtico de Adriano (Ins. Gr., XIV, 1089), atribuido aquí arbitrariamente a la intendencia de la Villa; el del correo Menecratés fue extraído de la Carta del rey Fermés al emperador Adriano (Biblioteca de la Escuela de Actas, vol. 74, 1913), texto en un todo legendario y del que la historia propiamente dicha no puede valerse, pero que sin embargo pudo tomar sus detalles de otros documentos perdidos hoy en día. Los nombres de Benedicta y Teodora, pálidos fantasmas amorosos que recorren los Pensamientos de Marco Aurelio, han sido cambiados por los de Verónica y Teodora, por razones estilísticas. Por último, los nombres griegos y latinos grabados en la base del coloso de Memnón, en Tebas, están en su mayor parte tomados de Letronne, Colección de Inscripciones griegas y latinas de Egipto, 1848; el imaginario de un tal Eumeno, que se habría inscrito en aquel lugar seis siglos antes de Adriano, tiene por fin dar cuenta, tanto para nosotros cuanto para Adriano mismo, del tiempo transcurrido entre los primeros visitantes griegos en Egipto, contemporáneos de Heródoto, y aquellos paseantes romanos de una mañana del siglo II.
La breve descripción del ambiente familiar de Antínoo no es histórica, pero tiene en cuenta las condiciones sociales que prevalecían entonces en Bitinia. Frente a diversos puntos controvertidos —razones del exilio de Suetonio, origen libre o servil de Antínoo, participación de Adriano en la guerra de Palestina, fecha de la apoteosis de Sabina y del entierro de Elio César en el castillo Sant’Angelo—, hemos tenido que elegir entre las hipótesis de los historiadores, esforzándonos por condicionar la decisión a las buenas razones. En otros casos —adopción de Adriano por Trajano, muerte de Antínoo— hemos preferido que planeara sobre el relato cierta incertidumbre que, antes de comunicarse a la historia, fue sin duda la de la vida misma.
Las dos fuentes principales para el estudio de la vida y del personaje del emperador son el historiador griego Dion Casio, que escribió el capítulo de su Historia romana consagrado a Adriano unos cuarenta años después de la muerte del emperador, y el cronista latino Esparcino, que redactó un siglo más tarde su Vita Hadriani, uno de los textos más sólidos de la Historia Augusta, y su Vita Aeli Caesaris, obra menor que nos da una imagen singularmente plausible del hijo adoptivo de Adriano y que sólo parece superficial porque el personaje también lo era. Ambos autores se basan en documentos hoy perdidos, entre otros las Memorias publicadas por Adriano con el nombre de su liberto Flegón, y una recopilación de cartas del emperador reunidas por este último. Ni Dion ni Esparciano son grandes historiadores, pero precisamente su falta de arte y hasta cierto punto de sistema, los mantiene en contacto singularmente estrecho con los hechos vivos, al punto que las investigaciones modernas han confirmado las más de las veces y en forma impresionante sus afirmaciones. Sobre estas sumas de hechos menudos se basa en parte la interpretación que acaba de leerse. Mencionemos también, sin pretender ser exhaustivos, algunos detalles extraídos de las Vidas de la Historia Augusta, como las de Antonino y Marco Aurelio, por Julio Capitolino, y algunas frases procedentes de Aurelio Víctor y del autor del Epítome, quienes tienen ya una concepción legendaria de la vida de Adriano, pero cuyo espléndido estilo coloca en una categoría aparte. Las noticias históricas del Diccionario de Suidas proporcionaron dos hechos poco conocidos: la Consolación dirigida por Numenio a Adriano y las músicas fúnebres compuestas por Mesómedes en ocasión de la muerte de Antínoo.
Del mismo Adriano quedan algunas obras auténticas que hemos utilizado: correspondencia administrativa, fragmentos de discursos o de informes oficiales, como el célebre Discurso de Lambesa, conservados en la mayoría de los casos por inscripciones; decisiones legales transmitidas por jurisconsultos; poemas mencionados por los autores de su tiempo, como el ilustre Animula vagula blandula, o vueltos a encontrar en los monumentos donde figuraban a modo de inscripciones votivas, como el poema al Amor y a Afrodita Urania grabado en el muro del templo de Tespies (Kaibel, Epigr. Gr. 811). Las tres cartas de Adriano referentes a su vida personal (Carta a Matidia, carta a Serviano, carta dirigida por el emperador moribundo a Antonino), que se encuentran respectivamente en la selección de cartas compiladas por el gramático Dositeo, en la Vita Saturnini de Vopiscus, y en el Grenfelí and Hunr, Fayum Towns and their Papyri, 1900, son de discutible autenticidad; no obstante, las tres llevan en gran medida la señal del hombre a quien se atribuyen, y algunas de las indicaciones que proporcionan han sido utilizadas en este libro.
Recordemos que las innumerables menciones de Adriano o de su círculo, diseminadas en casi todos los escritores del siglo II y III, ayudan a completar las indicaciones de las crónicas y llenan sus lagunas. Así, para no citar más que algunos ejemplos de las Memorias de Adriano, el episodio de las cacerías en Libia procede íntegramente de un fragmento muy mutilado del poema de Pancratés, Las cacerías de Adriano y Antínoo, hallado en Egipto y publicado en 1911 en la colección de Papiros de Oxirrinco (III, Nº. 1085); Ateneo, Aulo Gelio y Filóstrato proporcionan numerosos detalles sobre los sofistas y poetas de la corte imperial, mientras Plinio y Marcial agregan algunos rasgos a la imagen algo borrosa de un Voconio o un Licinio Sura. La descripción del dolor de Adriano por la muerte de Antínoo se inspira en los historiadores del reino, pero también en ciertos pasajes de los Padres de la Iglesia, sin duda reprobatorios, pero a veces más humanos y sobre todo con más diferentes opiniones acerca de este tema de lo que suele afirmarse. Se han incorporado a la obra pasajes de la Carta de Arriano al emperador Adriano con motivo del periplo del Mar Negro, que contienen alusiones al mismo tema, y aquí nos atenemos al juicio de los eruditos que consideran auténtico a este texto en su integridad. El Panegírico de Roma, el sofista Elio Arístides —obra de estilo netamente adriánico—, ha servido como base para la breve descripción del Estado ideal expuesta aquí por el emperador. Unos pocos detalles auténticos, mezclados en el Talmud con un inmenso material legendario, se agregan al relato de la Historia eclesiástica de Eusebio para el episodio de la guerra de Palestina. La mención del exilio de Favorino proviene de un manuscrito de este último, publicado en 1931 por la Biblioteca del Vaticano (M. Norsa y G. Vitelli, Il papiro Vaticano greco, II en Studi e Testi, LIII); el atroz episodio del secretario tuerto procede de un tratado de Galeno, médico de Marco Aurelio; la imagen de Adriano moribundo se inspira en el trágico relato del emperador envejecido, obra de Frontón. Otras veces hemos acudido a las imágenes de los monumentos y a las inscripciones para fijar los detalles de los hechos no registrados por los historiadores antiguos. Ciertos aspectos de salvajismo de las guerras contra los dacios y los sármatas —prisioneros quemados vivos, los consejeros del rey Decebalo envenenándose el día de la capitulación— provienen de los bajorrelieves de la Columna Trajana (W. Foener, La Colonne Trajane, 1865; I. A. Richmond, Trajan’s Army on Trajan’s Column, en Papers of the British School at Rome, XIII, 1935); gran parte de las imágenes correspondientes a los viajes han sido tomadas de las monedas del reino. Los poemas grabados por Julia Balbila al pie del coloso de Memnón sirve de punto de partida al relato de la visita a Tebas (R. Cagnat, Inscrip. Gr. ad res romanas pertinentes, 1186-7); la precisión sobre el día del nacimiento de Antínoo se debe a la inscripción del colegio de artesanos de Lanuvium, que en 133 tomó a Antínoo por patrón protector (Corp. Ins. Lat XIV, 2112), precisión discutida por Mommsen, pero aceptada más tarde por los eruditos menos hipercríticos; las frases que figuran como inscritas en la tumba del favorito fueron tomadas del gran texto en jeroglífico del obelisco del Pincio, que relata sus funerales y describe las ceremonias de su culto (A. Erman, Obelisken Römischer Zeit, en Röm. Mitt., XI, 1896); O. Marucchi, Gli obelischi egiziani di Roma, 1898). Para la historia de los honores divinos rendidos a Antínoo y la caracterización física y psicológica de éste, el testimonio de las inscripciones, los monumentos figurativos y las monedas sobrepasa ampliamente el de la historia escrita.
No existe hasta la fecha ninguna buena biografía moderna de Adriano a la cual podamos remitir al lector. La única obra de este género que merece mención, la más antigua también, es la de Gregorovius, publicada en 1851 y revisada en 1884, no carente de vida ni de color pero floja en todo lo referente a Adriano como administrador y como príncipe; por lo demás se trata de una biografía anticuada, y lo mismo puede decirse de los brillantes retratos trazados por Gibbon y por Renan. La obra de B.W. Henderson, The Life and Principate of the Emperor Hadrian, publicada en 1923, superficial a pesar de su extensión, no ofrece más que una imagen incompleta del pensamiento de Adriano y de los problemas de su tiempo, y hace un uso muy insuficiente de las fuentes. Pero aunque aún falta una biografía completa de Adriano, abundan en cambio los sólidos estudios de detalle, y en muchos puntos la erudición moderna ha renovado la historia del reinado y la administración de Adriano. Para no citar más que algunas obras recientes, o prácticamente tales, y más o menos accesibles con facilidad, mencionaremos —en idioma francés— los capítulos consagrados a Adriano en Le Haut-Empire Romain, de Léon Hemo, 1933, y en L’Empire Romain de E. Albertini, 1936; el análisis de las campañas de Trajano contra los partos y de la política pacífica de Adriano en el primer volumen de la Histoire de l´Asie de René Grousset, 1921; el estudio sobre la obra literaria de Adriano en Les Empereurs et les Lettres latines de Henri Bardon, 1944; las obras de Paul Graindor, Athènes sous Hadrien, de Louis Perret, 1929, y L’Empereur Hadrien, son oeuvre législative et administrative, de Bernard d’Orgeval, 1950, esta última a veces confusa en el detalle. Los trabajos más profundos sobre el reinado y la personalidad de Adriano siguen siendo sin embargo los de la escuela alemana, J. Dürr, Die Reisen des Kaisers Hadrian, Viena, 1881); J. Plew, Quellenuntersuchungen zur Geshichte des Kaisers Hadrian, Estrasburgo, 1890; E. Kornemann, Kaiser Hadrian und der letzte grosse Historiker von Rom, Leipzig, 1905, y sobre todo el breve y admirable trabajo de Wilhelm Weber, Untersuchungen zur Geschichte des Kaisers Hadrianus, Leipzig, 1907, y el ensayo sustancial y más accesible publicado por él en 1936 en el undécimo tomo de la Cambridge Ancient Histoiy, The Imperial Peace, págs. 294-324. En lengua inglesa, la obra de Arnold Toynbee alude frecuentemente al reinado de Adriano; en algunas de dichas referencias se han basado ciertos pasajes de las Memorias de Adriano, en los que el emperador define por él mismo sus puntos de vista políticos: de Toynbee, véase en particular su Roman Empire and Modern Europe, en la Dublin Review, 1945. Véase también el importante capítulo consagrado a las reformas sociales y financieras de Adriano en M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, 1926; y, para el detalle de los hechos, los estudios de R.H. Lacey, The Equestrian Officials of Trajan and Hadrian: Their career, with Some Notes of Hadrian’s Reforms, 1917; de Paul Alexander, Letters and Speeches of the Emperor Hadrian, 1938; de W.D. Gray, A study of the Life of Hadrian Prior to his Accesion, Northampton, Mass., 1919; de F. Pringsheim, The Legal Policy and Reforms of Hadrian, en el Journ. of Roman Studies, XXIV, 1934. Para la residencia de Adriano en las islas británicas y la erección del muro en la frontera de Escocia, consúltese la obra clásica de J.C. Bruce, The Handbook to the Roman Wall, edición revisada por R.G. Collingwood en 1933, y del mismo Collingwood en colaboración con J.N.L. Myres, Roman Britain and the English Settlements, segunda edición, 1937. Para la numismática del reino (excepción hecha de las monedas de Antínoo, mencionadas más abajo), véanse los trabajos relativamente recientes de Harold Mattingly y E. A. Sydenham, The Roman Imperial Coinage, II, 1926, y el de P.L. Strack, Untersuchungen zur Romisch Reichsprägung des zweiten Jahrhunderts, II, 1923.
Para la personalidad de Trajano y sus guerras, véase R. Paribeni, Optimus Princeps, 1927; R.P. Longden, Nerva and Trajan, y The Wars of Trajan, en la Cambridge Ancient History, XI, 1936; M. Durry, Le Règne de Trajan d’après les Monnaies, Rev. His. LVII, 1932, y W. Weber, Traian und Hadrian, en Meister der Politik, I, Stuttgart, 1923. Sobre Elio César: A.S. L. Farquharsen, On the names of Aelius Caesar, Classical Quartely, II, 1908, y J. Carpocino, L’hérédité dynastique chez les Antonins, 1950, cuyas hipótesis han sido desechadas como poco convincentes, prefiriendo la interpretación literal de los textos. Sobre la cuestión de los cuatro tenientes imperiales, véase A. von Premerstein, Das Attentat der Konsulare aufHadrian in Jahre 118, en Klio, 1908; J. Carcopino, Lusius Quiétus, l’homme de Qwrnyn, en Istros, 1934. Sobre el entorno griego de Adriano: A. von Premerstein, C. Julius Quadratus Bassus, en los Sitz. Bayr. Akad. d. Wiss., 1934; P. Graindor, Un Milliardaire Antique, Hérode Atticus et sa famille, El Cairo, 1930; A. Boulanger, Ælius Aritide et la Sophistique dans la Province d’Asie au Ile siècle de notre ère, en las publicaciones de la Bibliothèque des Ecoles Françaises d’Athènes et de Rome, 1923; K. Horna, Die Hymnen des Mesomedes, Leipzig, 1928; G. Martellotti, Mesomede, publicaciones de la Scuola di Filologia Classica, Roma, 1929; H.C. Puech, Numénius d’Apamèe, en Mélanges Bidez, Bruselas, 1934. Sobre la guerra de los judíos: W. D. Gray, The Founding of Ælia Capitolina and the Chronology of the Jewish War under Hadrian, American Journal of semitic Language and Literature, 1923; A.L. Sachar, A History of the Jews, 1950; y 5. Lieberman, Greek in Jewish Palestine, 1942. Los descubrimientos arqueológicos hechos en Israel durante estos últimos años y vinculados con la revuelta de Bar Kochba han enriquecido con ciertos detalles nuestro conocimiento de la guerra de Palestina; la mayor parte de ellos, ocurridos después de 1951, no han podido ser utilizados en la presente obra.
La iconografía de Antínoo, y de manera más incidental, la historia del personaje, no han dejado de interesar a los arqueólogos y estetas, sobre todo en los países de lengua germana, desde que en 1764 Winckelmann dio al conjunto de retratos de Antínoo, o al menos a los principales de ellos conocidos en la época, un lugar preponderante en su Historia del Arte Antiguo. La mayoría de estos trabajos de fines del siglo XVIII y aun del siglo XIX no son más que una curiosidad, en lo que a nosotros concierne; la obra de L. Dietrichson, Antinoüs, Christiania, 1884, de un idealismo muy confuso, sigue siendo no obstante digna de atención por el cuidado con el que el autor ha recogido casi la totalidad de las referencias antiguas al favorito de Adriano; el aspecto iconográfico representa sin embargo hoy en día una óptica y un método superados. El pequeño trabajo de F. Laban, Der Gemütsausdruck des Antinoüs, Berlín, 1891, pasa revista a las teorías estéticas en boga en Alemania en la época, pero no enriquece en nada la iconografía propiamente dicha del joven bitinio. El extenso ensayo consagrado a Antínoo por J.A. Symonds en sus Sketches in Italy and Greece, Londres, 1900, aunque de estilo y de información a veces envejecidos, sigue teniendo gran interés, así como una nota fundamental del mismo autor en su notable y rarísimo ensayo sobre la inversión antigua, A Problem in Greek Ethics (diez ejemplares fuera de comercio, 1883, reimpreso en 100 ejemplares en 1901). La obra de E. Holm, Das Bildnis das Antinoüs, Leipzig, 1933, revisión de tipo más académico, no aporta ni opiniones ni informaciones nuevas. Para los monumentos figurativos de Antínoo, además de la numismática, el mejor texto relativamente reciente es el estudio publicado por Pirro Marconi, Antínoo, Saggio sull’Arte dell’Eta’ Adrianea, en el volumen XXIX de los Monumenti Anticiti, R. Accademia dei Lincei, Roma, 1923, estudio por lo demás poco accesible al gran público, por el hecho de que los numerosos tomos de esta colección se encuentran completos en muy pocas de las grandes bibliotecas. [1] El ensayo de Marconi, mediocre desde el punto de vista de la discusión estética, significa sin embargo un gran progreso en la iconografía del tema, y acaba por su precisión con las brumosas fantasías imaginadas en torno al personaje de Antínoo aun por los mejores de los críticos románticos. Véanse también los breves estudios consagrados a la iconografía de Antínoo en las obras generales sobre el arte griego o grecorromano, como las de G. Rodenwalt, Propyläen-Kunstgescitichte, III, 2, 1930; E. Strong, Art in Ancient Rome, segunda edición, Londres, 1929; Robert West, Römische Portrat-Plastik, II, Munich, 1941; y C. Seltman, Approach to Greek Art, Londres, 1948. Las notas de R. Lanciani y C.L. Visconti, Bolletine Communale di Roma, 1886, los ensayos de O. Rizzo, Antínoo-Silvano, en Ausonia, 1908, de 5. Reinach, Les Têtes des médaillons de l’Arc de Constantin, en la Rev. Arch., Serie IV, XV, 1910, de P. Gauckler, Le Sanctuaire syrien du Janicule, 1912, de H. Bulle, Ein Jagddenkmal des Kaisers Hadrian, en Jahr. d. arch. Inst., XXXIV, 1919, y de R. Bartoccini, Le Terme di Lepcis, en África italiana, 1929, son dignos de citar entre muchos otros sobre los retratos de Antínoo identificados o descubiertos a fines del siglo XIX o en el siglo XX, y sobre las circunstancias de su descubrimiento.
En lo que concierne a la numismática del personaje, el mejor trabajo, considerando las numismáticas que se ocupan hoy de este tema, sigue siendo la Numismatique d’Antínoos, en el Journ. Int. d’Archeologie Numismatique, XVI, págs. 33-70, 1914, de Gustave Blum, joven erudito muerto durante la guerra de 1914, y que también ha dejado otros estudios iconográficos consagrados al favorito de Adriano. Para las monedas de Antínoo acuñadas en Asia Menor, consultar en particular E. Babelon y T. Reinach, Recueil Général des Monnaies Grecques d’Asie Mineure, I-IV, 1904-1912, segunda edición 1925; para las monedas acuñadas en Alejandría, véase J. Vogt, Die Alexandrinisciten Münzen, 1929, y para algunas de las monedas acuñadas en Grecia, de C. Seltman, Greek Sculpture and Some Festival Coins, en Hesperia (Journ. of Amer. School of Classical Studies at Athens), XVII, 1948.
Con respecto a las oscurísimas circunstancias de la muerte de Antínoo, véase W. Weber, Drei Untersucitungen zur aegyptisch-griechischen Religion, Heidelberg, 1911. El libro de P. Graindor, ya citado, Athènes sous Hadrien contiene (pág. 13) una interesante referencia al mismo tema. El problema del exacto emplazamiento de la tumba de Antínoo nunca ha sido resuelto, a pesar de los argumentos de C. Hülsen, Das Grab des Antinoüs, en Mitt. d. deutsch. arch. Inst. Röm. Abt., XII, 1896, y en Berl. Phil. Wochenschr., 15 de marzo de 1919 y las opiniones opuestas de H. Kähler sobre este tema en su obra, mencionada más abajo, sobre la Villa de Adriano. Señalemos además que el admirable tratado del Padre Festugière sobre La Valeur Religieuse des Papyrus Magiques, en L’ideal religeux des Grecs et l’Evangile, 1932, y sobre todo su análisis del sacrificio del Esiés, de la muerte por inmersión y la divinización conferida en esa forma a la víctima, si bien no contienen referencias a la historia del favorito de Adriano, no dejan por ello de aclarar ciertas prácticas que sólo conocíamos a través de una tradición literaria desvitalizada, permitiendo extraer esta leyenda de abnegación voluntaria del depósito de accesorios trágico-épicos, y hacerla entrar en el marco bien delimitado de cierta tradición oculta.
Casi todas las obras generales que tratan sobre el arte grecorromano dedican un extenso lugar al arte adriánico; algunas de ellas han sido mencionadas en parágrafo consagrado a las efigies de Antínoo; para una iconografía más completa de Adriano, de Trajano, de las princesas de su familia, y de Elio César, véase la obra ya citada de Robert West, Römische Porträt-Plastik, y entre otros, los libros de P. Graindor, Bustes et Statues-Portraits de l’Egypte Romaine, El Cairo, s/f, y de E Poulsen, Greek and Roman Portraits in English Country Houses, Londres, 1923, que contiene un cierto número de retratos menos conocidos y raramente reproducidos de Adriano y de su corte. Sobre la decoración de la época de Adriano en general, y sobre todo por las relaciones entre los motivos empleados por los cinceladores grabadores y las directivas políticas y culturales del reino, la hermosa obra de Jocelyn Toynbee, The Hadrianic School, A chapter in the History of Greek Art, Cambridge, 1934, merece una mención particular.
Las referencias a las obras de arte ordenadas por Adriano o pertenecientes a sus colecciones, sólo son dignas de figurar aquí en la medida en que completan la imagen de un Adriano anticuario, aficionado al arte, o amante preocupado por inmortalizar su rostro amado. La descripción de las efigies de Antínoo, hechas por el emperador, y la imagen misma del favorito en vida ofrecida en repetidas ocasiones en el curso de la presente obra, están naturalmente inspiradas en los retratos del joven bitinio, encontrados en su mayor parte en la Villa Adriana, que existen aún hoy en día, y a los que conocemos en la actualidad con los nombres de los grandes coleccionistas italianos de los siglos XVII y XVIII, a quienes Adriano por cierto no se los habría dejado. La atribución al escultor Aristeas de la pequeña cabeza existente hoy en el Museo Nacional de Roma, es una hipótesis de Pirro Marconi, en un ensayo citado más arriba; la atribución a Papias, otro escultor de la época de Adriano, del Antínoo Farnesio del Museo de Nápoles, no es más que una suposición de la autora. La hipótesis según la cual una efigie de Antínoo, hoy imposible de identificar con certeza, adornó los bajorrelieves adriánicos del teatro de Dionisos en Atenas, está tomada de una obra ya citada de P. Graindor. Sobre un punto de detalle, el origen de las tres o cuatro bellas estatuas grecorromanas o helenísticas encontradas en Itálica, patria de Adriano, adoptamos la opinión que señala que estas obras, de las cuales una al menos parece salida de un taller alejandrino, provienen de mármoles griegos que datan del fin del primer siglo o del comienzo del segundo, y que sería una ofrenda del emperador mismo a su ciudad natal.
Las mismas consideraciones generales se aplican a la mención de monumentos levantados por Adriano, de los que una descripción más documentada habría transformado este libro en un manual disfrazado, y particularmente en el caso del de la Villa Adriana: el emperador, hombre de gusto; no haría sufrir a sus lectores el inventario completo de sus propiedades. Nuestras informaciones sobre las grandes construcciones de Adriano, tanto en Roma cuanto de las diferentes partes del imperio, nos llegan por intermedio de su biógrafo Esparciano, por la Descripción de Grecia de Pausanias, por los monumentos edificados en Grecia, o por cronistas más tardíos, como Malalas, que insiste particularmente en los monumentos elevados o restaurados por Adriano en Asia Menor. Por Procopio sabemos que la parte superior del Mausoleo de Adriano estaba decorada con estatuas que sirvieron como proyectiles a los romanos en la época del sitio de Alarico; y por la breve descripción de un viajero alemán del siglo VIII, el Anónimo de Einsiedeln, conservamos una imagen de lo que era a principios de la Edad Media el Mausoleo, ya fortificado desde los tiempos de Aureliano, pero aún no transformado en Castel Sant’Angelo. A estas referencias y a estas nomenclaturas, los arqueólogos y los epigrafistas han añadido sus hallazgos. Para no dar de estos últimos más que un solo ejemplo, recordemos que fue en fecha muy reciente, y merced a las marcas de fábrica de los ladrillos que se utilizaron para edificarlo, que sabemos que el honor de la construcción o de la reconstrucción total del Panteón le es debido a Adriano, a quien se creyó por mucho tiempo sólo el restaurador. Remitimos al lector, sobre el tema de la arquitectura adriánica, a la mayor parte de las obras generales sobre el arte grecorromano citadas más arriba; véase también C. Schultess, Bauten des Kaisers Hadrianus, Hamburgo, 1898; G. Beltrami, Il Panteone, Roma, 1898; G. Rosi, Bolletino della comm. arch. com., LIX, pág. 227, 1931; M. Borgatti, Castel S. Angelo, Roma, 1890; S.R. Pierce, The Mauseoleum of Hadrian and Pons Aelius, en el Jour. of Rom. Stud., XV, 1925. Para las construcciones de Adriano en Atenas, la obra varias veces citada de P. Graindor, Athènes sous Hadrien, 1934, y O. Fougères, Athènes, 1914, aunque algo anticuada, resume siempre lo esencial.
Recordemos, para el lector que se interese en ese lugar único que es la Villa Adriana, que los nombres de las diferentes partes de ésta, enumerados por Adriano en la presente obra y aún en uso hoy en día, provienen también de indicaciones de Esparciano y que las excavaciones hechas en el lugar han confirmado y completado, hasta el momento, antes que invalidado. Nuestro conocimiento de los diferentes estados de esta hermosa ruina, entre Adriano y nosotros, proviene de toda serie de documentos escritos o de sucesivos grabados desde el Renacimiento, de los cuales los más preciosos son quizás la Relación dirigida por el arquitecto Ligorio al Cardenal d’Este en 1538, las admirables planchas consagradas por Piranesio a esta ruina hacia 1781, y, sobre un punto de detalle, los dibujos del Ciudadano Ponce (Arabesques antiques des bains de Livre et de la Villa Adriana, Paris, 1789), que conservan la imagen de estucos hoy destruidos. Los trabajos de Gaston Boissiers, en sus Promenades Archéologiques, 1880, de H. Winnefeld, Die Villa des Haudrian bei Tivoli, Berlin, 1895, y de Pierre Gusman, La Villa impériale de Tibur, 1904, son aún esenciales; más cerca de nosotros, la obra de R. Paribeni, La Villa dell’Imperatore Adriano, 1930, y el importante trabajo de H. Káhler, Hadrian und seine Villa bei Tivoli, 1950. En las Memorias de Adriano, una referencia a mosaicos sobre los muros de la Villa ha sorprendido a algunos lectores; se trata de los de exedras y nichos de las ninfas, frecuentes en las ciudades de la campiña durante el siglo primero, y que plausiblemente también adornaron los pabellones del palacio de Tíbur, o los que según numerosos testimonios revestían el exterior de las bóvedas (sabemos por Piranesio que los mosaicos de Canope eran blancos), o aun los emblemata, tablas de mosaicos que según el uso se incrustaban en las paredes de las salas. Véase para todo este detalle, además de Gusman ya citado, el artículo de P. Gauckler en Daremberg y Saglio, Dictionnaire des Antiquités Grecques et Romaines, III, 2, Musivum Opus.
En lo que se refiere a los monumentos de Antínoo, recordemos que las ruinas de la ciudad fundada por Adriano en honor a su favorito todavía se mantenían a principios del siglo XIX, cuando Jomard dibujó las planchas de la grandiosa Descripción de Egipto, iniciada por orden de Napoleón, y que contiene emocionantes imágenes de este conjunto de ruinas hoy destruidas. Hacia mediados del siglo XIX, un industrial egipcio las transformó en cal, y las empleó para la construcción de fábricas de azúcar para las cercanías. El arqueólogo francés Albert Gayet trabajó con ardor pero, según parece, con poco rigor metodológico sobre ese lugar profanado, aunque las informaciones contenidas en los artículos publicados por él entre 1896 y 1914 son sumamente útiles. Los papiros recogidos en el lugar de Antínoe y en el de Oxirrincus, y publicados entre 1901 y nuestros días, no han aportado nada de novedoso sobre la arquitectura de la ciudad de Adriano o el culto favorito, pero uno de ellos nos ha provisto de una información muy completa de las divisiones administrativas y religiosas de la ciudad, evidentemente establecidas por el mismo Adriano, y que testimonia una fuerte influencia del rito eleusíaco sobre el espíritu de su autor. Véase la obra citada más arriba de Wilhelm Weber, Drei Untersuch ungen zur aegyptisch-griechischen Religion, y la de E. Kuhn, Antínoopolis, Ein Beitrag zur Geschichte des Hellenismus in römischen Egyptien, Göttingen, 1913, y B. Kübler, Antinoopolis, Leipzig, 1914. El breve artículo de M. J. Johnson, Antínoe and its Papyri, en el Journ of Egyp. Arch., I, 1914, es un buen resumen de la topografía de la ciudad de Adriano.
Sabemos de la existencia de una ruta establecida por Adriano entre Antínoe y el mar Rojo por una inscripción antigua encontrada en el lugar (Ins. Gr. and Rer. Rom. Pert., I, 1142), pero el trazado exacto de su recorrido parece no haber sido nunca relevado hasta el momento, y la cifra de las distancias dada por Adriano en la presente obra no es más que una aproximación. Agreguemos finalmente que una frase de la descripción de Antínoe, atribuida aquí al emperador, ha sido extraída de la relación del viaje de un tal Lucas, que visitó la región a comienzos del siglo XVIII.