Arriano me escribe:

Conforme a las órdenes recibidas, he terminado la circunnavegación del Ponto Euxino. Cerramos el círculo en Sinope, cuyos habitantes te están profundamente agradecidos por los grandes trabajos de reconstrucción y ampliación del puerto, realizados bajo tu vigilancia directa hace unos años… A propósito, te han erigido una estatua nada parecida y nada bella; envíales otra, de mármol blanco… En Sinope, y no sin emoción, contemplé el Ponto Euxino desde lo alto de las mismas colinas donde nuestro Jenofonte lo percibió por primera vez, y donde tú mismo lo has mirado no hace mucho…

Inspeccioné las guarniciones costaneras; sus comandantes merecen los mayores elogios por la excelencia de la disciplina, el empleo de los métodos más recientes de adiestramiento y la buena calidad de trabajos de ingeniería. En toda la parte salvaje y casi desconocida de la costa, he mandado practicar nuevos sondeos, rectificando allí donde era necesario las indicaciones de los navegantes precedentes…

Pasamos junto a la Cólquida. Sabiendo cuánto te interesan los relatos de los poetas antiguos, interrogué a los habitantes acerca de Medea y las hazañas de Jasón, pero parecen ignorar esas historias…

En la orilla septentrional de este mar inhospitalario tocamos una pequeña isla que se agranda en la fábula; la isla de Aquiles. Recordarás que Tetis hizo educar a su hijo en ese islote perdido en las brumas; surgiendo del fondo del mar, acudía todas las tardes a hablar con su hijo en la playa. Inhabitada, la isla sólo alimenta hoy a las cabras. Vi allí un templo consagrado a Aquiles. Las gaviotas, las grandes aves marinas, la frecuentan, y el batir de sus alas impregnadas de humedad marina refresca continuamente el atrio del santuario. Pero esta isla de Aquiles es también, como corresponde, la isla de Patroclo, y los innumerables exvotos que decoran las paredes del templo están dedicados tanto a Aquiles como a su amigo, pues aquellos que aman al uno veneran asimismo la memoria del otro. Aquiles se aparece en sueños a los navegantes que visitan esos parajes, para protegerlos y prevenirlos de los peligros del mar, como lo hacen en otras regiones los Dióscuros. Y la sombra de Patroclo aparece junto a Aquiles.

Te hago saber estas cosas pues entiendo que merecen ser conocidas, y porque aquellos que me las han contado las experimentaron personalmente o las oyeron a testigos merecedores de fe… Pienso a veces que Aquiles es el más grande de los hombres, por su coraje, el temple de su alma, el conocimiento del espíritu unido a la agilidad del cuerpo y su ardiente amor por su joven compañero. Y nada en él me parece más grande que la desesperación que lo llevó a desdeñar la vida y desear la muerte cuando hubo perdido a su bienamado.

Dejo caer sobre mis rodillas el voluminoso informe del gobernador de la Armenia Menor y jefe de la escuadra. Como siempre, Arriano ha trabajado bien. Pero esta vez ha hecho más: me ofrece un don necesario para morir en paz, me devuelve la imagen de mi vida tal como yo hubiera querido que fuese. Arriano sabe que lo que verdaderamente cuenta es lo que no figurará en las biografías oficiales, lo que no se inscribe en las tumbas; sabe también que el transcurso del tiempo no hace sino agregar un vértigo más a la desdicha. Vista por él, la aventura de mi existencia asume un sentido, se organiza como en un poema; el afecto incomparable se desprende del remordimiento, de la impaciencia, de las tristes manías, como de otras tantas cenizas: el dolor se decanta, la desesperación se purifica. Arriano me abre el profundo empíreo de los héroes y los amigos, y no me cree demasiado indigno de él. Mi aposento secreto en el centro de un estanque de la Villa no es un refugio bastante interior; arrastro hasta él mi cuerpo envejecido y sufro. Verdad es que mi pasado me propone aquí y allá algunos retiros donde escapo por lo menos a una parte de las desdichas actuales: la llanura nevada a orillas del Danubio, los jardines de Nicomedia, Claudiópolis envuelta en la luz amarilla de la cosecha de azafrán en flor, cualquier calle de Atenas, un oasis donde los nenúfares se balancean en el légamo, el desierto sirio a la luz de las estrellas, de retorno del campamento de Osroes. Pero esos lugares tan queridos están frecuentemente asociados a las premisas de un error, de una falta, de algún fracaso que solamente yo conozco; en mis malos momentos, todos mis caminos de hombre feliz parecen llevar a Egipto, a una habitación en Bayas, o a Palestina. Hay más: la fatiga de mi cuerpo se transmite a mi memoria; la imagen de las escalinatas de la Acrópolis resulta casi insoportable para un hombre que se sofoca al subir los peldaños del jardín; el sol de julio sobre el terraplén de Lambesa me abruma como si cayera hoy sobre mi cabeza desnuda. Arriano me ofrece algo mejor. En Tíbur, desde lo profundo de un ardiente mes de mayo, escucho en las playas de la isla de Aquiles la prolongada queja de las olas; aspiro su aire puro y frío, vago sin esfuerzo por el atrio del templo envuelto en humedad marina; veo a Patroclo… Ese lugar que no conoceré jamás se convierte en mi residencia secreta, mi asilo supremo. Allí estaré sin duda en el momento de mi muerte.

Hace años, di mi permiso al filósofo Éufrates para que se suicidara. Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor. No había previsto esas noches en que arrollaría mi tahalí en mi daga para obligarme a pensar dos veces antes de servirme de ella. Sólo Arriano ha entrado en el secreto de ese combate sin gloria contra el vacío, la aridez, la fatiga, la repugnancia de existir que culmina en el deseo de la muerte. Imposible curarse de ese deseo; su fiebre me ha dominado muchas veces haciéndome temblar por adelantado como el enfermo que siente llegar un nuevo acceso. Todo me era bueno para postergar la hora de la lucha nocturna: el trabajo, las conversaciones proseguidas insensatamente hasta el alba, los besos, los libros. Está sobreentendido que un emperador sólo se suicida si se ve obligado por razones de Estado; el mismo Marco Antonio tenía la excusa de una batalla perdida. Y mi severo Arriano admiraría menos esta desesperación nacida en Egipto, si yo no hubiera triunfado de ella. Mi propio código prohíbe a los soldados esa salida voluntaria que he acordado a los sabios; no me sentía más libre para desertar que cualquier legionario. Pero sé lo que es acariciar voluptuosamente la estopa de una cuerda o el filo de un cuchillo. Terminé por convertir ese deseo mortal en una muralla contra mí mismo; la perpetua posibilidad del suicidio me ayudaba a soportar con menos impaciencia la vida, así como la presencia al alcance de la mano de una poción sedante calma al hombre que sufre de insomnio. Por una íntima contradicción, la ansiedad de la muerte sólo dejó de imponerse en mí cuando los primeros síntomas de mi enfermedad aparecieron para distraerme de ella. Volví a interesarme en esa vida que me abandonaba; en los jardines de Sidón, deseé apasionadamente gozar de mi cuerpo algunos años más.

Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos hace sentir repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una manera de querer vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias corporales, no tardan en privar al enfermo del ánimo para remontar la pendiente; pronto rechazamos esos respiros que son otras tantas trampas, esas fuerzas flaqueantes, esos ardores quebrados, esa perpetua espera de la próxima crisis. Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado? Jamás entraba al Senado sin decirme que quizá la puerta se cerraba a mi espalda tan definitivamente como si, al igual que César, cincuenta conjurados me esperaran armados de puñales. Durante los banquetes en Tíbur, temía inferir a mis huéspedes la descortesía de una súbita partida; me aterraba la idea de morir en el baño, o en brazos de un cuerpo joven. Funciones que antaño resultaban fáciles y hasta agradables, llegan a ser humillantes cuando se las cumple con dificultad; nos cansamos del vaso de plata cuyo contenido examina el médico todas las mañanas. El mal principal va acompañado de un cortejo de afecciones secundarias. Mi oído no es tan agudo como antes; ayer, sin ir más lejos, me vi obligado a rogar a Flegón que repitiera una frase, y me sentí más avergonzado de eso que de un crimen. Los meses siguientes a la adopción de Antonino fueron atroces; la estadía en Bayas, el regreso a Roma y las negociaciones posteriores habían acabado con mis pocas fuerzas. Volví a sentir la obsesión de la muerte, pero esta vez sus causas eran visibles, confesables, y mi peor enemigo no hubiera podido sonreír. Nada me retenía ya; hubiera sido comprensible que el emperador, recluido en su casa de campo luego de poner orden en los negocios del estado, tomara las medidas necesarias para facilitar su fin. Pero la solicitud de mis amigos equivale a una vigilancia constante: todo enfermo es un prisionero. Ya no me siento con fuerzas para hundir la daga en el lugar exacto, marcado antaño con tinta roja bajo la tetilla izquierda; al mal presente no hubiera hecho más que agregar una repugnante mezcla de vendajes, esponjas ensangrentadas y cirujanos discutiendo al pie del lecho. Para preparar mi suicidio necesitaba tomar las mismas precauciones que un asesino para dar el golpe.

Pensé primeramente en Mástor, mi montero mayor, hermoso sármata brutal que me sigue desde hace años con una abnegación de perro lobo y que a veces se encarga de velar a mi puerta por la noche. Aproveché de un momento de soledad para llamarlo y explicarle lo que quería de él. Al principio no comprendió; luego la luz se hizo en él y el espanto crispó su hocico rubio. Mástor me cree inmortal; noche y día ve entrar a los médicos en mi aposento y me oye gemir durante las punciones, sin que su fe se quebrante, para él aquello era como si el señor de los dioses, deseoso de tentarlo, bajara del Olimpo y le reclamara el golpe de gracia. Arrancándome de las manos su espada, que yo tenía empuñada, huyó gritando. Lo encontraron en el fondo del parque; divagaba bajo las estrellas en su jerga bárbara. Calmaron lo mejor posible a aquella bestia espantada, y nadie volvió a hablar del incidente. Pero a la mañana siguiente advertí que Celer había sustituido sobre la mesa de trabajo situada junto a mi lecho, un estilo de metal por un cálamo de madera.

Busqué entonces un aliado mejor. Tenía la confianza más absoluta en Iollas, joven médico alejandrino que Hermógenes había escogido el verano pasado para que lo reemplazara durante su ausencia. Solíamos conversar, y arriesgábamos hipótesis sobre la naturaleza y el origen de las cosas; me gustaba su espíritu osado y soñador, y el fuego sombrío de sus ojos. No ignoraba que Iollas había descubierto en el palacio de Alejandría la fórmula de los venenos extraordinariamente sutiles que en otros tiempos utilizaban los médicos de Cleopatra. El examen de los candidatos a la cátedra de medicina que acabo de fundar en el Odeón me sirvió de excusa para alejar unos días a Hermógenes dándome oportunidad de mantener una entrevista secreta con Iollas. Me comprendió inmediatamente; me compadecía, aunque estaba obligado a darme la razón, pero su juramento hipocrático le vedaba prescribir una droga nociva a un enfermo bajo ningún pretexto. Negóse, refugiándose en su honor de médico. Insistí, exigí, empleando todos los medios posibles para inspirarle piedad o comprometerlo; él ha sido el último hombre a quien he suplicado algo. Vencido, me prometió finalmente ir en busca de la dosis de veneno. Lo esperé en vano hasta la noche. Algo más tarde me enteré horrorizado de que acababan de encontrarlo muerto en su laboratorio, con una ampolleta de vidrio en la mano. Aquel corazón, puro de todo compromiso, había encontrado la manera de ser fiel a su juramento sin negarme nada.

Al día siguiente Antonino se hizo anunciar; aquel amigo sincero retenía apenas el llanto. La idea de que un hombre a quien se ha habituado a amar y a venerar como un padre, sufriera tanto como para buscar la muerte, le resultaba insoportable; tenía la impresión de haber faltado a sus obligaciones de buen hijo. Me prometía unir sus esfuerzos a los de aquellos que me rodeaban a fin de cuidarme, aliviar mis males, hacerme la vida fácil y agradable hasta el fin, y acaso curarme… Contaba con que yo siguiera orientándolo e instruyéndolo todo lo posible; se sentía responsable del resto de mis días ante el imperio. Sé lo que valen esas pobres protestas, esas promesas ingenuas, y sin embargo me alivian y me reconfortan. Las sencillas palabras de Antonino me convencieron; vuelvo a tomar posesión de mí antes de morir. El fin de Iollas, fiel a su deber de médico, me exhorta a satisfacer hasta el fin lo que el oficio de emperador reclama. Patientia… Ayer vi a Domicio Rogato, procurador de la moneda y encargado de una nueva emisión; le di esa divisa, que será mi última consigna. Mi muerte me parecía mi decisión más personal, mi supremo reducto de hombre libre; me engañaba. La fe de millones de Mástores no debe ser quebrantada; no someteré a otros Iollas a semejantes pruebas. Comprendí que para el pequeño grupo de amigos abnegados que me rodean, mi suicidio parecería una señal de indiferencia, acaso de ingratitud; no quiero que su amistad conserve esa imagen irritante de un supliciado incapaz de soportar la tortura. Durante la noche que siguió a la muerte de Iollas, otras consideraciones se me hicieron presentes. La existencia me ha dado mucho, o por lo menos he sabido extraer mucho de ella; en ese momento, como en los tiempos de mi felicidad, y por razones absolutamente opuestas, me parece que no tiene ya nada que ofrecerme; y sin embargo no estoy seguro de que nada me queda por aprender de ella. Escucharé sus secretas instrucciones hasta el fin. Toda mi vida he tenido confianza en el buen sentido de mi cuerpo, tratando de saborear juiciosamente las sensaciones que ese amigo me procuraba; estoy obligado, pues, a saborear también las postreras. No rehúso ya esa agonía que me corresponde, ese fin lentamente elaborado en el fondo de mis arterias, heredado quizá de un antecesor, nacido de mi temperamento, preparado poco a poco para cada uno de mis actos en el curso de mi vida. La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte.

Todo queda por hacer. Mis dominios africanos, heredados de mi suegra Matidia, deben convertirse en un modelo de explotación agrícola; los campesinos de la aldea de Borístenes, fundada en Tracia en memoria de un caballo fiel, tienen derecho a recibir socorros luego de un duro invierno; en cambio hay que negar los subsidios a los ricos cultivadores del valle del Nilo, siempre prontos a aprovecharse de la amabilidad del emperador. Julio Vestino, prefecto de estudios, me envía su informe sobre la apertura de las escuelas públicas de gramática. Acabo de dar fin a la refundición del código comercial de Palmira; todo está allí previsto, la tasa de las prostitutas y la adjudicación de las caravanas. Se reúne en este momento un congreso de médicos y magistrados que deberá estatuir sobre los límites extremos del embarazo, poniendo fin a interminables querellas legales. Los casos de bigamia se multiplican en las colonias militares; me esfuerzo por persuadir a los veteranos de que no hagan mal uso de las nuevas leyes que los autorizan a casarse, y que se limiten prudentemente a una sola esposa. En Atenas se está levantando un Panteón a la manera del de Roma; compongo la inscripción que ostentarán sus muros, en la cual enumero a título de ejemplo los servicios que he prestado a las ciudades griegas y a los pueblos bárbaros; en cuanto a los servicios prestados a Roma, caen de su peso. La lucha contra la brutalidad judicial continúa; he debido amonestar al gobernador de Cilicia, que hacia morir entre suplicios a los ladrones de ganado de su provincia, como si la sola muerte no bastara para castigar a un hombre y librarse de él. El estado y las municipalidades abusaban de las condenas a trabajos forzados, para asegurarse así una mano de obra a bajo precio; he prohibido esa práctica, tanto para los esclavos como para los hombres libres, pero debo velar a fin de que tan detestable sistema no se restablezca con otro nombre. Todavía se sacrifican niños en algunos puntos del territorio de la antigua Cartago, y es preciso encontrar el modo de prohibir a los sacerdotes de Baal que sigan atizando alegremente sus hogueras. En Asia Menor, los derechos de los herederos de los Seléucidas han sido vergonzosamente perjudicados por nuestros tribunales civiles, siempre mal dispuestos hacia los antiguos príncipes; he cuidado de reparar esa prolongada injusticia. En Grecia, el proceso de Herodes Ático dura todavía. La caja de despachos de Flegón, sus raspadores de piedra pómez y sus bastoncillos de cera roja seguirán conmigo hasta el fin.

Como en tiempos de mi felicidad, siguen creyéndome un dios, y persisten en darme ese título aun en momento en que ofrecen sacrificios al cielo para el restablecimiento de la Salud Augusta. Te he dicho ya por qué esa creencia tan beneficiosa no me parece descabellada. Una vieja ciega ha llegado a pie desde Panonia; emprendió tan inmenso viaje para pedirme que tocara con el dedo sus pupilas apagadas; al contacto de mis manos recobró la vista, tal como su fervor lo había previsto; su fe en el emperador-dios explica el milagro. Se han producido otros prodigios; hay enfermos que dicen haberme visto en sueños, como los peregrinos de Epidauro ven a Esculapio, y pretenden haber despertado sanos, o por lo menos aliviados. No me río del contraste entre mis poderes de taumaturgo y mi enfermedad; acepto gravemente estos nuevos privilegios. La anciana ciega que camina hacia el emperador desde el fondo de una provincia bárbara se ha convertido para mí en lo que fuera antaño el esclavo de Tarragona: el emblema de las poblaciones del imperio que he regido y servido. Su inmensa confianza es la recompensa de veinte años de trabajos que no me fueron desagradables. Flegón me ha leído hace poco la obra de un judío de Alejandría, que también me atribuye poderes sobrehumanos; he recibido sin sarcasmo esa descripción del príncipe de cabellos canosos a quien se ha visto ir y venir por todas las rutas de la tierra, sumiéndose en los tesoros de las minas, despertando las fuerzas generadoras del suelo, estableciendo por doquiera la prosperidad y la paz, del iniciado que reconstruye los lugares sagrados de todas las razas, del conocedor de artes mágicas, del vidente que exalta a un niño hasta el cielo. He sido mejor comprendido por ese judío entusiasta que por muchos senadores y procónsules; ese adversario venido a mis filas completa a Arriano; me maravilla haberme convertido al fin, para ciertos ojos, en lo que deseaba ser, y que ese triunfo se haya logrado con tan poca cosa. La vejez y la muerte tan cercanas agregan ya su majestad a ese prestigio; los hombres se apartan religiosamente a mi paso; no me comparan como antes a Zeus radiante y sereno, sino a Marte Gradivo, dios de las largas campañas y la austera disciplina, y al grave Numa inspirado por los dioses; en estos últimos tiempos mi rostro pálido y demacrado, mis ojos fijos, mi gran cuerpo rígido por un esfuerzo de voluntad, les recuerdan a Plutón, dios de las sombras. Sólo algunos íntimos, algunos amigos seguros y queridos escapan a tan terrible contagio del respeto. El joven abogado Frontón, magistrado lleno de porvenir y que será sin duda uno de los buenos servidores de tu reino, vino a discutir conmigo un mensaje que deberá dirigir al Senado. Su voz temblaba, y leí en sus ojos esa misma reverencia mezclada con temor. Las tranquilas alegrías de la amistad ya no existen para mí; me veneran demasiado para amarme.

He tenido una suerte análoga a la de ciertos jardineros: todo lo que traté de implantar en la imaginación humana ha echado raíz. El culto de Antínoo parecía la más alocada de mis empresas, desbordamiento de un dolor que sólo a mí concernía. Pero nuestra época está ávida de dioses; prefiere los más ardientes, los más tristes, los que mezclan al vino de la vida una amarga miel de ultratumba. En Delfos el niño se ha convertido en Hermes, guardián del umbral, amo de los oscuros pasajes que conducen a las sombras. Eleusis, donde su edad y su condición de extranjero habían impedido antaño que fuese iniciado junto a mí, lo ha consagrado el joven Baco de los Misterios, príncipe de las regiones limítrofes entre los sentidos y el alma. La Arcadia ancestral lo asocia con Pan y Diana, divinidades forestales; los campesinos de Tíbur lo asimilan al dulce Aristeo, rey de las abejas. En Asia los fieles vuelven a encontrar en él a sus tiernos dioses tronchados por el otoño o devorados por el verano. En los bordes de los países bárbaros, el compañero de mis cacerías y mis viajes ha asumido el aspecto del Jinete Tracio, caballero misterioso que galopa en los jarales al claro de luna, arrebatando las almas en el pliegue de su manto. Todo eso podría ser al fin y al cabo una excrecencia del culto oficial, una adulación de los pueblos o la bajeza de sacerdotes ávidos de subsidios. Pero la joven figura me trasciende, cede a las aspiraciones de los corazones sencillos; por una de esas restituciones inherentes a la naturaleza de las cosas, el efebo sombrío y delicioso se ha convertido por obra de la piedad popular en el sostén de los débiles y los pobres, el consolador de los niños muertos. La imagen de las monedas de Bitinia, ese perfil de los quince años, con sus rizos flotantes y la sonrisa maravillada y crédula que tan poco habría de durarle, cuelga del cuello de los recién nacidos a guisa de amuleto; en los cementerios de aldea se la ve clavada en las pequeñas tumbas. Antes, pensando en mi propio fin como un piloto que no se preocupa por sí mismo pero tiembla por el pasaje y la carga del navío, me decía amargamente que aquel recuerdo se hundiría conmigo; el adolescente minuciosamente embalsamado en lo hondo de mi memoria perecería así por segunda vez. Pero tan justo temor ya no me atormenta como antes; he compensado lo mejor posible esa muerte prematura; una imagen, un reflejo, un débil eco sobrenadará por lo menos durante algunos siglos. No se puede hacer más en materia de inmortalidad.

He vuelto a ver a Fido Aquila, gobernador de Antínoe, en ruta hacia su nuevo puesto en Sarmizegetusa. Me ha descrito los ritos anuales que se celebran a orillas del Nilo en honor del dios muerto, los peregrinos que afluyen por millares del norte y el sur, las ofrendas de cerveza y grano, las plegarias; cada tres años tienen lugar juegos conmemorativos en Antínoe, así como en Alejandría, Mantinea, y en mi amada Atenas. Las fiestas trienales se repetirán este otoño, pero no espero durar hasta el noveno retorno del mes de Atir. Más que nunca importa que cada detalle de las solemnidades quede dispuesto por adelantado. El oráculo del muerto funciona en la cámara secreta del templo faraónico reconstruido por mí; los sacerdotes distribuyen diariamente algunos centenares de respuestas —preparadas por adelantado— a todas las preguntas que la esperanza o la angustia humana pueden formular. Se me ha reprochado que yo mismo haya compuesto varias de ellas. No tenía intención de faltar al respeto a mi dios, o burlarme de esa esposa de soldado que pregunta si su marido volverá vivo de una guarnición de Palestina, de ese enfermo ávido de confortación, de ese mercader cuyos navíos se balancean en las olas del Mar Rojo, de esa pareja que quisiera un hijo. Prolongaba, a lo sumo, los juegos de logogrifos, las charadas en verso a que solíamos entregarnos juntos. Tampoco falta quien se haya asombrado de que aquí, en la Villa, en torno a la capilla de Capone donde su culto se celebra al modo egipcio, haya permitido que se establecieran los pabellones destinados al placer, semejante a los que existen en el barrio de Alejandría que lleva ese nombre, con sus facilidades y sus distracciones que ofrezco a mis huéspedes, y de las cuales solía participar. Antínoo estaba acostumbrado a todo eso, y uno no se encierra durante años en un pensamiento único sin que en él vayan entrando poco a poco todas las rutinas de la vida.

He hecho todo lo que nos aconsejan. Esperé, y a veces rogué. Audivi voces divinas… La tonta Julia Balbila creía escuchar al alba la misteriosa voz de Memnón; yo escuchaba los ruidos de la noche. He cumplido las unciones de miel y aceite de rosa que atraen a las sombras; preparé la taza de leche, el puñado de sal, la gota de sangre, sostén de su existencia de antaño. Me tendí en el pavimento de mármol del pequeño santuario; el resplandor de los astros se deslizaba por las aberturas de la muralla, creando aquí y allá extraños reflejos, inquietantes fuegos pálidos. Recordaba las órdenes susurradas por los sacerdotes al oído del muerto, el itinerario grabado en la tumba: Y él reconocerá el camino… Y los guardianes del umbral lo dejarán pasar… Y él irá y vendrá en torno de aquellos que lo aman durante millones de días… A veces, en contadas ocasiones he creído sentir el roce de un acercamiento, un ligero contacto, leve como el de las pestañas, tibio como el interior de la palma de una mano. Y la sombra de Patroclo aparece junto a Aquiles… Jamás sabré si ese calor, si esa dulzura, no emanaban simplemente de lo más hondo de mí mismo, últimos esfuerzos de un hombre en lucha con la soledad y el frío de la noche. Pero esa cuestión, que también se plantea en presencia de nuestros amores vivientes, ha dejado ya de interesarme; poco me importa que los fantasmas evocados vengan de los limbos de mi memoria o de los de otro mundo. Si poseo un alma, está hecha de la misma sustancia que los espectros; ese cuerpo de manos hinchadas y uñas lívidas, esa triste masa disuelta a medias, este saco de males, deseos y ensueños, no es más sólido o más consistente que una sombra. Sólo me diferencio de los muertos en que me está dado asfixiarme todavía un momento más; en cierto sentido su existencia me parece más segura que la mía. Antínoo y Plotina son por lo menos tan reales como yo.

La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida; pero ya no es facilidad lo que busco. Pequeña imagen enfurruñada y voluntariosa, tu sacrificio no ha enriquecido mi vida sino mi suerte. Su cercanía restablece como una estrecha complicidad entre nosotros; los vivientes que me rodean, los servidores abnegados y a veces inoportunos, no sabrán jamás hasta qué punto el mundo ha dejado de interesarnos. Pienso con repugnancia en los negros símbolos de las tumbas egipcias: el seco escarabajo, la momia rígida, la rana de los partos eternos. De creer a los sacerdotes, te he dejado en ese lugar donde los elementos de un ser se desgarran como una vestidura usada de la cual tiramos, en esa siniestra encrucijada entre lo que existe eternamente, lo que fue y lo que será. Puede ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida. Pero desconfío de todas las teorías de la inmortalidad; el sistema de retribuciones y de penas deja frío a un juez que conoce la dificultad de juzgar. Por otra parte también me sucede encontrar demasiado simple la solución contraria, la nada, el hueco vacío donde resuena la risa de Epicuro. Observo mi fin: esta serie de experimentos sobre mí mismo continúa el largo estudio iniciado en la clínica de Sátiro. Hasta ahora las modificaciones son tan exteriores como las que el tiempo y la intemperie hacen sufrir a un monumento cuya materia o arquitectura no se alteran; a veces creo percibir y tocar a través de las grietas el basamento indestructible, la toba eterna. Soy el que era; muero sin cambiar. A primera vista el robusto niño de los jardines de España, el oficial ambicioso que entra en su tienda sacudiendo de sus hombros los copos de nieve, parecen tan aniquilados como lo estaré yo cuando haya pasado por la pira; pero sin embargo están ahí, soy inseparable de ellos. El hombre que clamaba abrazado a un muerto sigue gimiendo en un rincón de mí mismo, pese a la calma más o menos humana de la que ya participo; el viajero encerrado en el enfermo para siempre sedentario se interesa por la muerte puesto que representa una Partida. Esa fuerza que fui parece todavía capaz de instrumentar muchas otras vidas, de levantar mundos. Si por milagro algunos siglos vinieran a agregarse a los pocos días que me quedan, volvería a hacer las mismas cosas y hasta incurriría en los mismos errores; frecuentaría los mismos Olimpos y los mismos Infiernos. Una comprobación semejante es un excelente argumento en favor de la utilidad de la muerte, pero al mismo tiempo me hace dudar de su total eficacia.

Durante ciertos periodos de mi vida he tomado nota de mis sueños, para discutir su significación con los sacerdotes, filósofos y astrólogos. La facultad de soñar, amortiguada desde hacía años, me ha sido devuelta en estos meses de agonía; los incidentes de la vigilia parecen menos reales y a veces menos importunos que mis sueños. Si ese mundo larval y fantástico, donde lo vulgar y lo absurdo pululan con mayor abundancia aun que en la tierra, nos ofrece una idea de las condiciones del alma separada del cuerpo, sin duda pasaré mi eternidad lamentando el exquisito dominio de los sentidos y la ajustada perspectiva de la razón humana. Sin embargo me sumerjo con cierta dulzura en esas vanas regiones de los sueños; por un segundo aprehendo ahí ciertos secretos que no tardan en escapárseme y bebo en las fuentes. Hace unos días estaba en el oasis de Amón, la tarde de la caza del león. Me sentía feliz, y todo ocurrió como en los tiempos en que era dueño de mi fuerza: herido, el león se desplomó, para levantarse nuevamente mientras yo me precipitaba para rematarlo. Pero esta vez mi caballo, encabritándose, me tiró al suelo; la horrible masa ensangrentada rodó sobre mí y sus garras me desgarraron el pecho; desperté en mi aposento de Tíbur pidiendo socorro. Hace muy poco volví a ver a mi padre, en quien sin embargo pienso pocas veces. Estaba acostado en su lecho de enfermo, en una habitación de nuestra casa de Itálica, de la cual me marché apenas hubo muerto. Tenía sobre la mesa una ampolla conteniendo una poción calmante, que le supliqué me entregara. Antes de que tuviera tiempo de responderme, desperté. Me asombra que la mayoría de los hombres tema tanto a los espectros, siendo que tan fácilmente aceptan hablar con los muertos en sus sueños.

También los presagios se multiplican; ahora todo parece una intimidación, un signo. Acaba de caérseme y hacerse trizas una preciosa piedra grabada que llevaba engastada en una sortija; un artista griego había trazado en ella mi perfil. Los augures mueven gravemente la cabeza; en cuanto a mí, lamento la pérdida de esa purísima obra maestra. Me ocurre hablar de mí mismo en pasado; mientras discutía en el Senado ciertos acontecimientos ocurridos con posterioridad a la muerte de Lucio, se me trabó la lengua y mencioné repetidamente esas circunstancias como si hubieran tenido lugar después de mi propia muerte. Hace unos meses, el día de mi cumpleaños, al subir en litera la escalinata del Capitolio me di de boca con un hombre de luto que lloraba; vi cómo mi viejo Chabrias palidecía. En aquel entonces yo seguía saliendo para cumplir en persona mis funciones de sumo pontífice, de hermano Arval, y celebrar los antiguos ritos de la religión romana que he terminado por preferir a la mayoría de los cultos extranjeros. Estaba de pie ante el altar, pronto a encender el fuego, y ofrecía a los dioses un sacrificio en pro de Antonino. De pronto la porción de la toga que me cubría la frente resbaló hasta caerme sobre el hombro, y quedé con la cabeza descubierta, pasando así de la condición de sacrificador a la de víctima. En realidad es justo que me toque el turno.

Mi paciencia da sus frutos. Sufro menos, y la vida se vuelve casi dulce. No me enojo ya con los médicos; sus tontos remedios me han condenado, pero nosotros tenemos la culpa de su presunción y su hipócrita pedantería; mentirían menos si no tuviéramos tanto miedo de sufrir. Me faltan las fuerzas para los accesos de cólera de antaño; sé de buena fuente que Platorio Nepos, a quien mucho quise, ha abusado de mi confianza; pero no he tratado de confundirlo y no lo he castigado. El porvenir del mundo no me inquieta; ya no me esfuerzo por calcular angustiado la mayor o menor duración de la paz romana; dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en su justicia que no es la nuestra, ni tengo más fe en la cordura del hombre; la verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas: el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros. Chabrias se inquieta ante la idea de que un día el pastóforo de Mitra o el obispo cristiano se instalen en Roma y reemplacen al sumo pontífice. Si por desgracia llega ese día, mi sucesor al borde del ribazo vaticano habrá dejado de ser el jefe de un círculo de afiliados o de una banda de sectarios, para convertirse a su turno en una de las figuras universales de la autoridad. Heredará nuestros palacios y nuestros archivos; no será tan diferente de nosotros como podría suponerse. Acepto serenamente esas vicisitudes de la Roma eterna.

Los medicamentos ya no actúan; la inflamación de las piernas va en aumento, y dormito sentado más que acostado. Una de las ventajas de la muerte será estar otra vez tendido en un lecho. Ahora me toca a mí consolar a Antonino. Le recuerdo que desde hace mucho la muerte me parece la solución más elegante de mi propio problema; como siempre, mis deseos acaban por realizarse, pero de manera más lenta e indirecta de lo que había supuesto. Me felicito de que el mal me haya dejado mi lucidez hasta el fin; me alegro de no haber tenido que pasar por la prueba de la extrema vejez, de no estar destinado a conocer ese endurecimiento, esa rigidez, esa sequedad, esa atroz ausencia de deseos. Si no me equivoco en mis cálculos, mi madre murió aproximadamente a la edad que tengo hoy; mi vida ha durado la mitad más que la de mi padre, muerto a los cuarenta años. Todo está pronto; el águila encargada de llevar a los dioses el alma del emperador se halla lista para ser empleada en la ceremonia fúnebre. Mi mausoleo, en cuya techumbre plantan ya los cipreses destinados a formar una pirámide negra en pleno cielo, estará terminado a tiempo para el transporte de las cenizas todavía tibias. He rogado a Antonino que haga llevar luego las de Sabina; descuidé ofrecerle a su muerte los honores divinos, que después de todo le corresponden, y no estaría mal que se reparara ese olvido. Y quisiera que los restos de Elio César sean colocados junto a mí.

Me han traído a Bayas; con los calores de julio el viaje fue penoso, pero respiro mejor a orillas del mar. La ola repite en la playa su murmullo de seda frotada y de caricia; disfruto todavía de los prolongados atardeceres rosa. Pero sólo sostengo esas tabletas para dar ocupación a mis manos, que se mueven a pesar de mí. He mandado buscar a Antonino; un correo sale hacia Roma a galope tendido. Resonar de los cascos de Borístenes, galope del Jinete Tracio… El reducido grupo de los íntimos se reúne junto a mí. Chabrias me da lástima; las lágrimas no van bien con las arrugas de los ancianos. El hermoso rostro de Celer está, como siempre, extrañamente tranquilo; me cuida aplicadamente, sin dejar traslucir nada que pudiera agregarse a la inquietud o a la fatiga de un enfermo. Pero Diótimo solloza, hundida la cabeza en los almohadones. He asegurado su porvenir; como no le gusta Italia podrá realizar su sueño de volver a Gadara y abrir allí, junto con un amigo, una escuela de elocuencia; nada perderá con mi muerte. Y sin embargo sus frágiles hombros se agitan convulsivamente bajo los pliegues de la túnica; siento caer sobre mis dedos esas lágrimas deliciosas. Hasta el fin, Adriano habrá sido amado humanamente.

Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…