Mi vida había vuelto al orden, pero no así el imperio. El mundo que acababa de heredar semejaba a un hombre en la flor de la edad, robusto todavía aunque mostrando a los ojos de un médico imperceptibles signos de desgaste, y que acabara de sufrir las convulsiones de una grave enfermedad. Las negociaciones se reanudaron abiertamente; hice correr la voz en todas partes de que Trajano en persona me las había encomendado antes de morir. Suprimí de un trazo las conquistas peligrosas, no sólo la Mesopotamia donde no habíamos podido mantenernos, sino Armenia, demasiado excéntrica y lejana, que me limité a conservar en calidad de estado vasallo. Dos o tres dificultades, que hubieran prolongado por años una conferencia de paz si los principales interesados hubieran tenido interés en dilatarla, fueron allanadas gracias a la habilidad del comerciante Opramoas, que gozaba de la confianza de los sátrapas. Traté de infundir a aquellas negociaciones todo el ardor que otros reservan para el campo de batalla; forcé la paz. La parte contraria la deseaba por lo menos tanto como yo mismo; los partos sólo pensaban en reabrir sus rutas comerciales entre la India y nosotros. Pocos meses después de la gran crisis, tuve la alegría de ver formarse otra vez a orillas del Oronte la hilera de las caravanas; los oasis se repoblaban de mercaderes que comentaban las noticias a la luz de las hogueras y que cada mañana, al cargar sus mercaderías para transportarlas a países desconocidos, cargaban también cierto número de ideas, de palabras, de costumbres bien nuestras, que poco a poco se apoderarían del globo con mayor seguridad que las legiones en marcha. La circulación del oro, el paso de las ideas, tan sutil como el del aire vital en las arterias; el pulso de la tierra volvía a latir.
La fiebre de la rebelión disminuía a su turno. En Egipto había alcanzado tal violencia que fue necesario reclutar con todo apuro milicias de campesinos a la espera de nuestros esfuerzos. Encargué inmediatamente a mi camarada Marcio Turbo que restableciera el orden, cosa que hizo con prudente firmeza. Pero el orden en las calles apenas me bastaba; quería, de ser posible, restaurarlo en los espíritus, o más bien hacerlo reinar en ellos por primera vez. Una visita de una semana a Pelusio se pasó en equilibrar la balanza entre los griegos y los judíos, eternos incompatibles. No vi nada de lo que hubiera deseado ver: ni las orillas del Nilo, ni el museo de Alejandría, ni las estatuas de los templos; apenas si hallé la manera de consagrar una noche a las agradables orgías de Canope. Seis interminables días se pasaron en la hirviente cuba del tribunal, protegido del calor de fuera por largas cortinas de varilla que restallaban al viento. De noche, enormes mosquitos zumbaban en torno a las lámparas. Trataba yo de demostrar a los griegos que no siempre eran los más sabios, y a los judíos que de ninguna manera eran los más puros. Las canciones satíricas con que esos helenos de baja ralea hostigaban a sus adversarios no eran menos estúpidas que las groseras imprecaciones de las juderías. Aquellas razas que vivían en contacto desde hacía siglos, no habían tenido jamás la curiosidad de conocerse ni la decencia de aceptarse. Los extenuados litigantes que se marchaban al final de la noche, volvían a encontrarme al alba en mi sitial, ocupado en aventar el montón de basura de los falsos testimonios; los cadáveres apuñalados que me traían como pruebas eran muchas veces los de los enfermos muertos en su cama o robados a los embalsamadores. Pero cada hora de apaciguamiento era una victoria, precaria como todas; cada arbitraje en una disputa representaba un precedente, una prenda para el porvenir. Poco me importaba que el acuerdo obtenido fuese exterior, impuesto y probablemente temporario; sabía que tanto el bien como el mal son cosas rutinarias, que lo temporario se prolonga, que lo exterior se infiltra al interior y que a la larga la máscara se convierte en rostro. Puesto que el odio, la tontería y el delirio producen efectos duraderos, no veía por qué la lucidez, la justicia y la benevolencia no alcanzarían los suyos. El orden en las fronteras no era nada si no conseguía persuadir a ese ropavejero judío y a ese carnicero griego de que vivieran pacíficamente como vecinos.
La paz era mi fin, pero de ninguna manera mi ídolo; hasta la misma palabra ideal me desagradaría, por demasiado alejada de lo real. Había imaginado llevar a su extremo mi rechazo de toda conquista, abandonando la Dacia; lo hubiera cumplido de no haber sido una locura alterar radicalmente la política de mi predecesor; más valía aprovechar lo más sensatamente posible las ganancias previas a mi reino, y ya registradas por la historia. El admirable Julio Basso, primer gobernador de aquella provincia apenas organizada, había muerto de fatiga como yo mismo había estado a punto de sucumbir durante mi servicio en las fronteras sármatas, aniquilado por ese trabajo sin gloria consistente en pacificar todo el tiempo un país al que se da por sometido. Ordené que le hicieran funerales triunfales, que de ordinario se reservaban a los emperadores; aquel homenaje a un buen servidor oscuramente sacrificado fue mi última y discreta protesta contra la política de conquista; puesto que era dueño de suprimirla de golpe ya no tenía motivos para denunciarla en voz alta. En cambio se imponía una represión militar en Mauretania, donde los agentes de Lucio Quieto fomentaban la agitación, pero mi presencia inmediata no era necesaria. Lo mismo ocurría en Bretaña, donde los caledonios habían aprovechado el retiro de las tropas con motivo de la guerra en Asia, para diezmar las insuficientes guarniciones fronterizas. Julio Severo se encargó allí de lo más urgente, hasta que la liquidación de los asuntos romanos me permitiera emprender aquel largo viaje. Pero yo estaba deseoso de terminar personalmente la guerra sármata en suspenso y utilizar esta vez el número necesario de tropas para dar fin a las depredaciones de los bárbaros. En esto, como en todo, me negaba a someterme a un sistema. Aceptaba la guerra como un medio para la paz, toda vez que las negociaciones no bastaban, así como el médico se decide por el cauterio después de haber probado los simples. Todo es tan complicado en los negocios humanos, que mi reino pacífico tendría también sus períodos de guerra, así como la vida de un gran capitán tiene, mal que le pese, sus interludios de paz.
Antes de remontar hacia el norte, para liquidar el conflicto sármata, volví a ver a Quieto. El carnicero de Cirene seguía siendo temible. Mi primera medida había consistido en disolver sus columnas de exploradores númidas. Le quedaba su sitial en el Senado, su cargo en el ejército regular y el inmenso dominio de las arenas occidentales que podía convertir a gusto suyo en un trampolín o en un asilo. Me invitó a una cacería en Misia, en plena selva, y tramó un accidente en el cual, de haber tenido menos suerte o menos agilidad física, hubiera perdido seguramente la vida. Pero era preferible aparentar que no sospechaba nada y esperar con paciencia. Poco más tarde, en la Moesia Inferior, en momentos en que la capitulación de los príncipes sármatas me permitía pensar en el pronto retorno a Roma, un cambio de mensajes cifrados con mi antiguo tutor me hizo saber que Quieto, luego de volver presuroso a Roma, acababa de conferenciar con Palma. Nuestros enemigos fortificaban sus posiciones, organizaban sus tropas. Mientras tuviéramos en contra a aquellos dos hombres, ninguna seguridad sería posible. Escribí a Atiano para que obrara con rapidez. El anciano golpeó como el rayo. Fue más allá de mis órdenes, librándome de una sola vez de todos mis enemigos declarados. El mismo día, con pocas horas de diferencia, Celso fue ejecutado en Bayas, Palma en su villa de Terracina y Nigrino en Favencia, en el umbral de su casa de campo. Quieto pereció en ruta, al salir de un conciliábulo con sus cómplices, junto al carruaje que lo traía de vuelta a la ciudad. Serviano, mi anciano cuñado, que aparentemente se había resignado a mi fortuna pero que acechaba ávidamente mis pasos en falso, debió de sentir una alegría que sin duda fue la mayor voluptuosidad que tuvo en su vida. Los siniestros rumores que corrían acerca de mí hallaron nuevamente oídos crédulos.
Recibí estas noticias a bordo del navío que me traía a Italia. Me aterraron. Siempre es grato saberse a salvo de los adversarios, pero mi tutor había demostrado una indiferencia de viejo ante las consecuencias de su acto; había olvidado que yo tendría que vivir más de veinte años soportando los resultados de aquellas muertes. Pensaba en las proscripciones de Octavio, que habían manchado para siempre la memoria de Augusto, en los primeros crímenes de Nerón seguidos de tantos otros. Me acordaba de los últimos años de Domiciano, aquel hombre mediocre pero no peor que otros, a quien el miedo infligido y soportado había privado poco a poco de forma humana, muerto en pleno palacio como una bestia acosada en los bosques. Mi vida pública me escapaba ya: la primera línea de la inscripción contenía algunas palabras, profundamente grabadas, que no podría borrar jamás. El Senado, ese vasto cuerpo débil, pero que se volvía poderoso apenas se sentía perseguido, no olvidaría nunca que cuatro hombres salidos de sus filas habían sido ejecutados sumariamente por orden mía; tres intrigantes y una bestia feroz pasarían por mártires. Ordené a Atiano que se me reuniera en Bríndisi, para darme cuenta de sus actos.
Me esperaba a dos pasos del puerto, en una de las habitaciones del albergue que miraba hacia el oriente, y donde antaño había muerto Virgilio. Se asomó cojeando al umbral para recibirme; sufría de una crisis de gota. Tan pronto quedamos solos, estallé en reproches. Un reino que deseaba moderado, ejemplar, comenzaba por cuatro ejecuciones, de las cuales sólo una era indispensable; con peligrosa negligencia, se las había cumplido sin rodearías de formas legales. Aquel abuso de fuerza me sería tanto más reprochado cuanto que traería en el futuro de ser clemente, escrupuloso o justo; solo emplearía para probar que mis supuestas virtudes no pasaban de una serie de máscaras y para fabricarme una leyenda de tirano que quizá habría de seguirme hasta el fin de la historia. Confesé mis temores: no me sentía más exento de crueldad que de cualquier otra tara humana; aceptaba el lugar común según el cual el crimen llama al crimen y la imagen del animal que ha conocido el sabor de la sangre. Un antiguo amigo cuya lealtad me había parecido segura, se emancipaba aprovechándose de las debilidades que había creído notar en mi; so pretexto de servirme, se las había arreglado para liquidar una cuestión personal con Nigrino y Palma. Comprometía mi obra de pacificación; me preparaba el más negro de los retornos a Roma.
El anciano pidió permiso para sentarse, y apoyó en un taburete su pierna vendada. Mientras le hablaba, cubrí con una manta su pie enfermo. Me escuchaba con la sonrisa de un gramático que observa cómo su alumno sale del paso en un recitado difícil. Al terminar, me preguntó tranquilamente qué había pensado hacer con los enemigos del régimen. Si era necesario, se probaría que los cuatro hombres habían tramado mi muerte; en todo caso tenían interés en ella. Todo paso de un reino a otro entraña esas operaciones de limpieza; él se había encargado de ésta para dejarme las manos libres. Si la opinión pública reclamaba una víctima, nada más sencillo que quitarle su cargo de prefecto del pretorio. Había previsto esa medida y me aconsejaba tomarla. Y si se necesitaba todavía más para tranquilizar al Senado, estaría de acuerdo en que yo llegara hasta el confinamiento o el exilio.
Atiano había sido ese tutor al que se le pide dinero, el consejero en los días difíciles, el agente fiel, pero por primera vez miraba yo atentamente aquel rostro de mejillas cuidadosamente afeitadas, aquellas manos deformes que se apoyaban calmosas sobre el puño en un bastón de ébano. Conocía bastante bien los diversos elementos de su próspera existencia: su mujer, que tanto quería y cuya salud reclamaba cuidados, sus hijas casadas, sus nietos, para los cuales sentía ambiciones modestas y tenaces a la vez, como lo habían sido las suyas propias; su amor por los platos finos; su marcado gusto por los camafeos griegos y las danzarinas jóvenes. Pero me había dado prioridad frente a todas esas cosas; desde hacia treinta años, su primer cuidado había sido el de protegerme, y más tarde el de servirme. Para mí, que hasta entonces sólo había preferido ideas, proyectos, o a lo sumo una imagen futura de mí mismo, aquella trivial abnegación de hombre a hombre me parecía prodigiosamente insondable. Nadie es digna de ella, y sigo sin explicármela. Acepté su consejo: Atiano perdió su puesto. Una fina sonrisa me mostró que esperaba que lo tomara al pie de la letra. Sabía bien que ninguna solicitud intempestiva hacia un viejo amigo me impediría adoptar el partido más sensato; aquel político sutil no hubiera deseado otra cosa de mí. Pero no había por qué exagerar la duración de su desgracia; después de algunos meses de eclipse, conseguí hacerlo entrar en el Senado. Era el máximo honor que podía otorgar a un hombre de la orden ecuestre. Tuvo una vejez tranquila de rico caballero romano, gozando de la influencia que le daba su profundo conocimiento de las familias y los negocios; muchas veces fui su huésped en su villa de los montes de Alba. No importa: tal como Alejandro la víspera de una batalla, yo había sacrificado al Miedo antes de mi entrada a Roma. Suelo contar a Atiano entre mis víctimas humanas.
Atiano había visto bien: el oro virgen del respeto sería demasiado blando sin una cierta aleación de temor. Con el asesinato ocurrió como con la historia del testamento fraguado: las gentes honestas, los corazones virtuosos se rehusaron a considerarme culpable; los cínicos suponían lo peor, pero me admiraban más por ello. Roma se tranquilizó, apenas supo que mis rencores no iban más allá; el júbilo que sentía cada uno al saberse seguro lo llevó a olvidar prontamente a los muertos. Se maravillaban de mi moderación pues la consideraban deliberada, voluntaria, preferida diariamente a una violencia que me hubiera sido igualmente fácil; alababan mi simplicidad pues la creían obra del cálculo. Trajano había tenido la mayoría de las virtudes modestas; las mías asombraban más; otro poco, y hubieran visto en ellas un refinamiento de vicio. Yo era el mismo hombre de antaño, pero lo que habían despreciado en mí pasaba ahora por sublime: una extremada cortesía, en la que los espíritus groseros habían visto una forma de debilidad, quizá de cobardía, se transformaba en la vaina lisa y brillante de la fuerza. Pusieron por las nubes mi paciencia hacia los solicitantes, mis frecuentes visitas a los enfermos de los hospitales militares, mi amistosa familiaridad con los veteranos de vuelta al hogar. Nada de eso difería de la forma en que había tratado toda mi vida a mis servidores y a los colonos de mis granjas. Cada uno de nosotros posee más virtudes de lo que se cree, pero sólo el éxito las pone de relieve, quizá porque entonces se espera que dejemos de manifestarlas. Los seres humanos confiesan sus peores debilidades cuando se asombran de que un amo del mundo no sea de una estúpida indolencia, presunción o crueldad.
Había rechazado todos los títulos. Durante el primer mes de mi reinado, y contra mi voluntad, el Senado me había conferido la larga serie de designaciones honoríficas que, a manera de un chal rayado, adorna el cuello de ciertos emperadores. Dácico, Pártico, Germánico: Trajano había amado esos bellos sonidos de músicas guerreras, semejantes a los címbalos y los tambores de los regimientos partos; en él habían suscitado ecos y respuestas; a mí me irritaban y me aturdían. Hice suprimir todo eso; también rechacé, provisionalmente, el admirable título de Padre de la Patria que Augusto sólo aceptó al final y del que no me consideraba todavía digno. Hice lo mismo con el triunfo; hubiera sido ridículo consentir en él por una guerra en la cual mi mérito era el de haberle puesto fin. Aquellos que vieron modestia en estos rechazos se engañaron tanto como los que los atribuían a orgullo. Mis cálculos atendían menos al efecto provocado en el prójimo que a mis propias ventajas. Quería que mi prestigio fuese personal, pegado a la piel, inmediatamente mensurable en términos de agilidad mental, de fuerza o de actos cumplidos. Los títulos, de venir, vendrían más tarde y serían diferentes: testimonios de victorias más secretas a las cuales todavía no osaba pretender. Bastante ocupado estaba por el momento en llegar a ser, o ser lo más posible Adriano.
Me acusan de no querer a Roma. Y sin embargo era bella en esos dos años en que el Estado y yo nos probamos mutuamente, con sus calles estrechas, sus foros amontonados, sus ladrillos de color de carne vieja. Después de Oriente y Grecia, volver a ver Roma la revestía de una cierta rareza que un romano, nacido y alimentado perpetuamente en la ciudad, no hubiera advertido. Me acostumbré otra vez a sus inviernos húmedos y cubiertos de hollín, a sus veranos africanos moderados por la frescura de las cascadas de Tíbur y por los lagos de Alba, a su pueblo casi rústico, provincianamente aferrado a sus siete colinas, pero en el cual la ambición, el cebo del lucro, los azares de la conquista y de la servidumbre vuelcan poco a poco todas las razas del mundo, el negro tatuado, el germano velludo, el esbelto griego y el pesado oriental. Me desembaracé de ciertas delicadezas: acudía a los baños públicos en las horas de afluencia popular; aprendí a soportar los Juegos, en los que hasta entonces sólo había visto un feroz derroche. No había cambiado de opinión: detestaba esa matanza donde las fieras no tienen ninguna probabilidad a su favor; poco a poco, sin embargo, percibía su valor ritual, sus efectos de purificación trágica en la inculta multitud; quería que las fiestas igualaran en esplendor a las de Trajano, pero con más arte y más orden. Me obligaba a saborear la esgrima exacta de los gladiadores, pero a condición de que nadie fuera obligado a ejercer ese oficio contra su voluntad. Desde lo alto de la tribuna del Circo, aprendía a parlamentar con la multitud por boca de los heraldos, a imponerle silencio con una deferencia que ella me devolvía centuplicada, a no concederle jamás algo que no tuviera derecho a esperar dentro de lo razonable, a no negar nada sin explicar mi negativa. No llevaba, como haces tú, mis libros al palco imperial; se insulta al prójimo cuando se desdeñan sus alegrías. Si el espectáculo me repugnaba, el esfuerzo de soportarlo era un ejercicio más valioso que la lectura de Epicteto.
La moral es una convención privada; la decencia, una cuestión pública; toda licencia demasiado visible me ha hecho siempre el efecto de una ostentación de mala ley. Prohibí los baños mixtos, causa de riñas casi continuas; hice fundir e incorporar a las arcas del Estado la colosal vajilla de plata que había servido para la gula de Vitelio. Nuestros primeros Césares adquirieron una detestable reputación de cazadores de herencias; tomé por principio no aceptar para el Estado ni para mi ningún legado sobre el cual algún heredero directo pudiera considerarse con derechos. Traté de reducir la exorbitante cantidad de esclavos del palacio imperial, y sobre todo su audacia, que los llevaba a considerarse los iguales de los mejores ciudadanos, y a veces a aterrorizarlos; cierto día uno de mis servidores interpeló con impertinencia a un senador; mandé que lo abofetearan. Mi repugnancia al desorden me indujo a hacer fustigar en pleno Circo a algunos disipadores cubiertos de deudas. Para evitar las confusiones, insistía en que se llevara la toga o la laticlavia en la vida pública de Roma; eran ropas incómodas, como todo lo honorífico, y sólo en la capital me sometía a su uso. Me ponía de pie para recibir a mis amigos; nunca me sentaba durante las audiencias, como reacción contra la desvergüenza que significa recibir a alguien estando sentado o acostado. Ordené reducir el número de carruajes que obstruyen nuestras calles, lujo de velocidad que se destruye a sí mismo, pues un peatón saca ventaja a cien vehículos amontonados a lo largo de las vueltas de la Vía Sacra. Cuando iba de visita, tomé la costumbre de hacerme transportar en litera hasta el interior de las casas, evitando así mi huésped la fatiga de esperarme o despedirme bajo el sol o el enconado viento de Roma.
Volví a encontrar a los míos; siempre sentí algún afecto por mi hermana Paulina, y el mismo Serviano parecía menos odioso que en el pasado. Mi suegra Matidia había traído de Oriente los primeros síntomas de una enfermedad mortal; me ingenié para distraerla de sus sufrimientos con ayuda de frugales fiestas, y embriagar inocentemente con un dedo de vino a aquella matrona llena de ingenuidades de jovencita. La ausencia de mi mujer, que se había refugiado en la campiña a consecuencia de uno de sus malhumores, no restaba nada a aquellos placeres de familia. Probablemente haya sido el ser a quien menos supe agradar; cierto es que no me preocupé demasiado por hacerlo. Frecuentaba la modesta casa donde la emperatriz viuda se entregaba a las graves delicias de la meditación y los libros. Volví a encontrar el bello silencio de Plotina. La veía apartarse suavemente; aquel jardín, aquellas habitaciones claras, se volvían de más en más el recinto de una Musa, el templo de una emperatriz ya divina. Su amistad, sin embargo, seguía siendo exigente, pero sus exigencias eran siempre sensatas.
Volví a ver a mis amigos; gocé del placer exquisito de reanudar el contacto después de largas ausencias, de juzgar y ser nuevamente juzgado. Mi camarada de placeres y trabajos literarios de antaño, Víctor Voconio, había muerto; tomé a mi cargo escribir su oración fúnebre. Las gentes sonrieron al oír mencionar, entre las virtudes del difunto, la castidad que sus propios poemas negaban tanto como la presencia de Thestylis la de los rizos de miel, que Víctor había llamado en otros tiempos su hermoso tormento. Pero mi hipocresía era menos grosera de lo que pensaban: todo placer regido por el gusto me parecía casto. Ordené a Roma como una casa que el amo puede abandonar sin que sufra durante su ausencia: puse a prueba nuevos colaboradores; los adversarios incorporados a mi política cenaron en el Palatino con los amigos de los tiempos difíciles. Neracio Prisco esbozaba en mi mesa sus planes de legislación; el arquitecto Apolodoro nos explicaba sus planos; Ceyonio Cómodo, riquísimo patricio descendiente de una antigua familia etrusca de sangre casi real, buen catador de vinos y de hombres, combinaba conmigo mi próxima maniobra en el Senado.
Su hijo Lucio Ceyonio, que apenas tenía dieciocho años, alegraba con su riente gracia de joven príncipe aquellas fiestas que yo hubiera querido austeras. Lucio tenía ya entonces algunas manías absurdas y deliciosas: la pasión de confeccionar platos raros a sus amigos, un gusto exquisito por las decoraciones florales, un loco amor por los juegos de azar y los disfraces. Marcial era su Virgilio; declamaba aquellas poesías lascivas con una encantadora desvergüenza. Le hice promesas que más tarde me acarrearon hartas preocupaciones; aquel joven fauno danzante ocupó seis meses de mi vida.
Tantas veces he perdido de vista y he vuelto a encontrar a Lucio en el curso de los años siguientes, que temo guardar de él una imagen formada por recuerdos superpuestos y que no corresponde en suma a ninguna fase de su breve existencia. El árbitro algo insolente de las elegancias romanas, el orador en sus comienzos, inclinado tímidamente sobre los ejemplos de estilo a la espera de mi parecer sobre un pasaje difícil, el joven oficial preocupado, atormentando su barba rala, el enfermo desgarrado por la tos, a quien velé hasta la agonía, sólo existieron mucho más tarde. La imagen de Lucio adolescente se recorta en rincones más secretos del recuerdo: un rostro, un cuerpo, el alabastro de una tez pálida y rosada, el exacto equivalente de un epigrama amoroso de Calímaco, de unas pocas líneas claras y desnudas del poeta Estratón.
Pero yo tenía prisa en salir de Roma. Hasta ahora mis predecesores se habían ausentado de ella por razones de guerra; para mí los grandes proyectos, las actividades pacíficas y mi vida misma empezaban fuera de sus muros.
Me quedaba por cumplir un último deber: había que ofrecer a Trajano el triunfo que había obsesionado sus sueños de enfermo. Un triunfo sólo sienta a los muertos. En vida, siempre hay alguien pronto a reprocharnos nuestras debilidades, como antaño reprochaban a César su calvicie y sus amores. Pero un muerto tiene derecho a esa especie de inauguración funeraria, a esas pocas horas de pompa ruidosa antes de los siglos de gloria y los milenios de olvido. La fortuna de un muerto está al abrigo de los reveses; hasta sus derrotas adquieren un esplendor de victoria. El triunfo final de Trajano no conmemoraba un éxito más o menos dudoso sobre los partos, sino el honorable esfuerzo que había constituido toda su vida. Nos habíamos reunido para celebrar el mejor emperador que conociera Roma desde la vejez de Augusto, el más asiduo en su trabajo, el más honesto y el menos injusto. Aun sus defectos eran esas particularidades que llevan a reconocer la perfecta semejanza de un busto de mármol con el rostro. El alma del emperador subía al cielo, llevado por la inmóvil espiral de la Columna Trajana. Mi padre adoptivo pasaba a ser un dios; tomaba su lugar en la serie de las encarnaciones guerreras del Marte eterno, que de siglo en siglo vienen a trastornar y renovar el mundo. De pie en el balcón del Palatino, medí mis diferencias: yo me instrumentaba para fines más serenos. Empezaba a soñar con una soberanía olímpica.
Roma ya no está en Roma: tendrá que perecer o igualarse en adelante a la mitad del mundo. Estos muros que el sol poniente dora con un rosa tan bello, ya no son sus murallas; yo mismo levanté buena parte de las verdaderas, a lo largo de las florestas germánicas y las landas bretonas. Cada vez que desde lejos, en un recodo de alguna ruta asoleada, he mirado una acrópolis griega y su ciudad perfecta como una flor, unida a su colina como el cáliz al tallo, he sentido que esa planta incomparable estaba limitada por su misma perfección, cumplida en un punto del espacio y un segmento del tiempo. Su única probabilidad de expansión, como en las plantas, hubiera sido su semilla: la siembra de ideas con que Grecia ha fecundado el mundo. Pero Roma, más pesada e informe, vagamente tendida en su llanura al borde de su río, se organizaba para desarrollos más vastos: la ciudad se convertía en el Estado. Yo hubiera querido que el Estado siguiera ampliándose, hasta llegar a ser el orden del mundo y de las cosas. Las virtudes que bastaban para la pequeña ciudad de las siete colinas, tendrían que diversificarse, ganar en flexibilidad, para convenir a la tierra entera. Roma, que fui el primer en atreverme a calificar de eterna, se asimilaría más y más a las diosas-madres de los cultos asiáticos: progenitora de los jóvenes y las cosechas, estrechando contra su seno leones y colmenas. Pero toda creación humana que aspire a la eternidad debe adaptarse al ritmo cambiante de los grandes objetos naturales, concordar con el tiempo de los astros. Nuestra Roma no es más la aldea pastoril del tiempo de Evandro, grávida de un porvenir que parte ya es pasado; la Roma agresiva de la República ha cumplido su misión; la alocada capital de los primeros Césares tiende por sí misma a sentar cabeza; vendrán otras Romas cuya fisonomía me cuesta concebir, pero que habré contribuido a formar. Cuando visitaba las ciudades antiguas, sagradas pero ya muertas, sin valor presente para la raza humana, me prometía evitar a mi Roma el destino petrificado de una Tebas, una Babilonia o una Tiro. Roma debería escapar a su cuerpo de piedra; con la palabra Estado, la palabra ciudadanía, la palabra república, llegaría a componer una inmortalidad más segura. En los países todavía incultos, a orillas del Rin, del Danubio o del mar de los bátavos, cada aldea defendida por una empalizada de estacas me recordaba la choza de juncos, el montón de estiércol donde nuestros mellizos romanos dormían ahítos de leche de loba: esas metrópolis futuras reproducirían a Roma. A los cuerpos físicos de las naciones y las razas, a los accidentes de la geografía y la historia, a las exigencias dispares de los dioses o los antepasados, superpondríamos para siempre, y sin destruir nada, la unidad de una conducta humana, el empirismo de una sabia experiencia. Roma se perpetuaría en la más insignificante ciudad donde los magistrados se esforzaran por verificar las pesas y medidas de los comerciantes, barrer e iluminar las calles, oponerse al desorden, a la incuria, al miedo, a la injusticia, y volver a interpretar razonablemente las leyes. Y sólo perecería con la última ciudad de los hombres.
Humanitas, Felicitas, Libertas: no he inventado estas bellas palabras que aparecen en las monedas de mi reinado. Cualquier filósofo griego, casi todos los romanos cultivados, se proponen la misma imagen del mundo. Frente a una ley injusta por demasiado rigurosa, he oído gritar a Trajano que su ejecución ya no respondía al espíritu de la época. Pero tal vez sería yo el primero que subordinara conscientemente mis actos a ese espíritu de la época, haciendo de él otra cosa que el sueño nebuloso de un filósofo o la vaga aspiración de un buen príncipe. Y daba gracias a los dioses por haberme dejado vivir en una época en la que mi tarea consistía en reorganizar prudentemente un mundo, y no en extraer del caos una materia aún informe, o en tenderme sobre un cadáver para tratar de resucitarlo. Me congratulaba de que nuestro pasado fuese lo bastante amplio para proporcionarnos ejemplos, sin aplastarnos con un exceso de peso; de que el desarrollo de nuestras técnicas hubiera llegado al punto de facilitar la higiene de las ciudades y la prosperidad de los pueblos, sin exceder de la medida y abrumar a los hombres con adquisiciones inútiles; y de que nuestras artes, árboles fatigados ya por la abundancia de sus dones, fueran todavía capaces de dar algunos frutos deliciosos. Me alegraba de que nuestras vagas y venerables religiones, decantadas de toda intransigencia o de todo rito salvaje, nos asociaran misteriosamente a los más antiguos sueños del hombre y de la tierra, pero sin vedarnos una explicación laica de los hechos, una visión racional de la conducta humana. Me placía, por fin, que aquellas palabras de Humanidad, Libertad y Felicidad no hubieran sido todavía devaluadas por un exceso de aplicaciones ridículas.
Advierto una objeción a todo esfuerzo por mejorar la condición humana: la de que quizá los hombres son indignos de él. Pero la desecho sin esfuerzo: mientras el sueño de Calígula siga siendo irrealizable y el género humano no se reduzca a una sola cabeza ofrecida al cuchillo, tendremos que tolerarlo, contenerlo, utilizarlo para nuestros fines; nuestro interés bien entendido será el de servirlo. Mi manera de obrar se basaba en una serie de observaciones sobre mí mismo, hechas desde mucho tiempo atrás; toda explicación lúcida me ha convencido siempre, toda cortesía me conquista, toda felicidad me da casi siempre la cordura. Y sólo escuchaba a medias a los bien intencionados que afirman que la felicidad relaja, que la libertad reblandece, que la humanidad corrompe a aquellos en quienes se ejerce. Puede ser; pero en el estado actual del mundo, eso equivale a no querer dar de comer a un hombre exánime por miedo de que dentro de unos años sufra de plétora. Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños —todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas—. Tengo que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan frágil. El respeto a las leyes antiguas corresponde a lo que la piedad humana tiene de más hondo; también sirve de almohada a la inercia de los jueces. Las más remotas participan del salvajismo que se esforzaban por corregir; las más venerables siguen siendo un producto de la fuerza. La mayoría de nuestras leyes penales sólo alcanzan, por suerte quizá, a una mínima parte de los culpables; nuestras leyes civiles no serán nunca lo suficientemente flexibles para adaptarse a la inmensa y fluida variedad de los hechos. Cambian menos rápidamente que las costumbres; peligrosas cuando quedan a la zaga de éstas, lo son aún más cuando pretenden precederlas. Sin embargo, en esta aglomeración de innovaciones arriesgadas o de rutinas añejas, sobresalen aquí y allá, como sucede en la medicina, algunas fórmulas útiles. Los filósofos griegos nos han enseñado a conocer algo mejor la naturaleza humana; desde hace varias generaciones, nuestros mejores juristas trabajan en pro del sentido común. Yo mismo llevé a cabo algunas de esas reformas parciales, las únicas duraderas. Toda ley demasiado transgredida es mala; corresponde al legislador abrogarla o cambiarla, a fin de que el desprecio en que ha caído esa ordenanza insensata no se extienda a leyes más justas. Me proponía la prudente eliminación de las leyes superfluas y la firme promulgación de un pequeño cuerpo de decisiones prudentes. Parecía llegado el momento de revaluar todas las antiguas prescripciones, en interés de la humanidad.
En España, cerca de Tarragona, un día que visitaba solo una mina semiabandonada, un esclavo cuya larga vida había transcurrido casi por completo en los corredores subterráneos, se lanzó sobre mí armado de un cuchillo. Muy lógicamente, se vengaba en el emperador de sus cuarenta y tres años de servidumbre. Lo desarmé fácilmente, y lo entregué a mi médico; su furor se calmó, y acabó convirtiéndose en lo que verdaderamente era: un ser no menos sensato que los demás, y más fiel que muchos. Aquel culpable, que la ley salvajemente aplicada hubiera mandado ejecutar de inmediato, se convirtió para mí en un servidor útil. Casi todos los hombres se parecen a ese esclavo, viven demasiado sometidos, y sus largos períodos de embotamiento se ven interrumpidos por sublevaciones tan brutales como inútiles. Quería yo ver si una libertad bien entendida no sacaría mejor partido de ellos, y me asombra que una experiencia semejante no haya tentado a más príncipes. Aquel bárbaro condenado a trabajar en las minas se convirtió para mí en el emblema de todos nuestros esclavos, de todos nuestros bárbaros. No me parecía imposible tratarlos como había tratado a ese hombre, devolverlos inofensivos a fuerza de bondad, siempre y cuando comprendieran previamente que la mano que los desarmaba era firme. Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad: Esparta hubiera sobrevivido más tiempo de haber interesado a los ilotas en su supervivencia; un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su rebelión conmueve la tierra. Hubiera querido hacer retroceder, evitar si fuera posible, ese momento en que los bárbaros de fuera y los esclavos internos se arrojarán sobre un mundo que se les exige respetar de lejos o servir desde abajo, pero cuyos beneficios no son para ellos. Me obstinaba en que el más desheredado de los seres, el esclavo que limpia las cloacas de la ciudad, el bárbaro hambriento que ronda las fronteras, tuviera interés en que Roma durara.
Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar formas de servidumbre peores que las nuestras, por más insidiosas, sea que se logre transformar a los hombres en máquinas estúpidas y satisfechas, creídas de su libertad en pleno sometimiento, sea que, suprimiendo los ocios y los placeres humanos, se fomente en ellos un gusto por el trabajo tan violento como la pasión de la guerra entre las razas bárbaras. A esta servidumbre del espíritu o la imaginación, prefiero nuestra esclavitud de hecho. Sea como fuere, el horrible estado que pone a un hombre a merced de otro exige ser cuidadosamente reglado por la ley. Velé para que el esclavo dejara de ser esa mercancía anónima que se vende sin tener en cuenta los lazos de la familia que pueda tener, ese objeto despreciable cuyo testimonio no registra el juez hasta no haberlo sometido a la tortura, en vez de aceptarlo bajo juramento. Prohibí que se lo obligara a oficios deshonrosos o arriesgados, que se lo vendiera a los dueños de lenocinios o a las escuelas de gladiadores. Aquellos a quienes esas profesiones agraden, que las ejerzan por su cuenta: las profesiones saldrán ganando. En las granjas, donde los capataces abusan de su fuerza, he reemplazado lo más posible a los esclavos por colonos libres. Nuestras colecciones de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas. Hubo muchas protestas cuando desterré de Roma a una patricia rica y estimada que maltrataba a sus viejos esclavos; un ingrato que abandona a sus padres enfermos provoca mayor escándalo en la conciencia pública, pero yo no veo gran diferencia entre las dos formas de inhumanidad.
La situación de las mujeres se ve determinada por extrañas condiciones: sometidas y protegidas a la vez, débiles y todopoderosas, son demasiado despreciadas y demasiado respetadas. En este caos de hábitos contradictorios, lo social se superpone a lo natural y no es fácil distinguirlos. Tan confuso estado de cosas es más estable de lo que parece; en general, las mujeres son lo que quieren ser; o resisten a los cambios, o los aplican a los mismos y únicos fines. La libertad de las mujeres de hoy, mayor o por lo menos más visible que en otros tiempos, no pasa de ser uno de los aspectos de la vida más fácil de las épocas de prosperidad; los principios, y aun los prejuicios de antaño, no se han visto mayormente afectados. Sinceros o no, los elogios oficiales y las inscripciones funerarias continúan atribuyendo a nuestras matronas las mismas virtudes de industriosidad, recato y austeridad que se les exigía bajo la República. Por lo demás los cambios, reales o supuestos, no han modificado en nada la eterna licencia de las costumbres de las clases inferiores o la eterna mojigatería burguesa, y sólo el tiempo mostrará si son perdurables. La debilidad de las mujeres, como la de los esclavos, depende de su condición legal; su fuerza se desquita en las cosas menudas donde el poder que ejercen es casi ilimitado. Raras veces he visto casas donde no reinaran las mujeres; con frecuencia he visto reinar también al intendente, al cocinero o al liberto. En el orden financiero, siguen legalmente sometidas a una forma cualquiera de tutela, pero en la práctica, en cada tienda de la Suburra la vendedora de aves o la frutera es la que casi siempre manda en el mostrador. La esposa de Atiano administraba los bienes familiares con admirable capacidad de hombre de negocios. Las leyes deberían diferir lo menos posible de los usos; he acordado a la mujer una creciente libertad para administrar su fortuna, testar y heredar. Insistí para que ninguna doncella sea casada sin consentimiento: la violación legal es tan repugnante como cualquier otra. El matrimonio es la cuestión más importante de su vida: justo es que la resuelvan según su voluntad.
Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres. Hoy en día, por suerte, tiende a establecerse el equilibrio entre los dos extremos; las colosales fortunas de emperadores y libertos son cosa pasada; Trimalción y Nerón han muerto. Pero un inteligente reajuste económico del mundo está todavía por hacerse. Cuando subí al poder renuncié a las contribuciones voluntarias ofrecidas al emperador por las ciudades, y que no son más que un robo disfrazado. Te aconsejo que también renuncies a ellas cuando te llegue el día. La anulación completa de las deudas de los particulares al Estado era una medida más osada, pero igualmente necesaria para hacer tabla rasa después de diez años de economía de guerra. Nuestra moneda se ha devaluado peligrosamente a lo largo de un siglo, y sin embargo la eternidad de Roma está tasada por nuestras monedas de oro; preciso es, entonces, devolverles su valor y su peso, sólidamente respaldados en las cosas. Nuestras tierras se cultivan al azar; tan sólo dos distritos privilegiados —Egipto, el África, la Toscana y algunos otros— han sabido crear comunidades campesinas que conocen a fondo el cultivo del trigo o de la vid. Una de mis preocupaciones consistía en sostener esa clase, que me proporcionaría instructores destinados a las poblaciones rurales más primitivas o más rutinarias. Acabé con el escándalo de las tierras dejadas en barbecho por los grandes propietarios indiferentes al bien público; a partir de ahora, todo campo no cultivado durante cinco años pertenece al agricultor que se encarga de aprovecharlo. Lo mismo puedo decir de las explotaciones mineras. La mayoría de nuestros ricos hacen enormes donaciones al Estado, a las instituciones públicas y al príncipe. Muchos lo hacen por interés, algunos por virtud, y casi todos salen ganando con ello. Pero yo hubiese querido que su generosidad no asumiera la forma de la limosna ostentosa, y que aprendieran a aumentar sensatamente sus bienes en interés de la comunidad, así como hasta hoy lo han hecho para enriquecer a sus hijos. Guiado por este principio, tomé en mano propia la gestión del dominio imperial; nadie tiene derecho a tratar la tierra como trata el avaro su hucha llena de oro.
A veces nuestros comerciantes son nuestros mejores geógrafos y astrónomos, nuestros naturalistas más sabios. Los banqueros se cuentan entre los mejores conocedores de hombres. Utilicé las competencias; luché con todas mis fuerzas contra las usurpaciones. El apoyo dado a los armadores ha duplicado los intercambios con países extranjeros; pude así, con poco gasto, reforzar la costosa flota imperial. Con respecto a las importaciones del Oriente y África, Italia es una isla, y a falta de cosecha propia depende de los comerciantes en granos para su subsistencia. La única manera de remediar los peligros de esta situación consiste en tratar a esos indispensables negociantes como a funcionarios estrechamente vigilados. Nuestras antiguas provincias han alcanzado en los últimos años una prosperidad que aún puede ir en aumento, pero lo que importa es que la prosperidad sirva para todos y no solamente para la banca de Herodes Ático o para el pequeño especulador que acapara todo el aceite de una aldea griega. Se necesitan las leyes más rigurosas para reducir el número de los intermediarios que pululan en nuestras ciudades: raza obscena y ventruda, murmurando en todas las tabernas, acodada en todos los mostradores, pronto a minar cualquier política que no le proporcione ganancias inmediatas. Una distribución juiciosa de los graneros del Estado ayuda a contener la escandalosa inflación de los precios en épocas de carestía, pero yo contaba sobre todo con la organización de los productores mismos, los viñateros galos, los pescadores del Ponto Euxino cuya miserable pitanza devoran los importadores de caviar y de pescado salado prontos a sacar tajada de sus fatigas y sus peligros. Uno de mis días más hermosos fue aquel en que convencí a un grupo de marineros del Archipiélago de que se asociaran formando una corporación y que trataran directamente con los vendedores de las ciudades. Jamás me sentí más útil como príncipe.
Con harta frecuencia el ejército considera la paz como un período de ocio turbulento entre dos combates; la alternativa de esa inacción o ese desorden es la preparación de una determinada guerra, seguida por la guerra misma. Rompí con esas rutinas; mis continuas visitas a los puestos de avanzada eran un medio entre muchos otros para mantener un ejército pacífico en estado de actividad útil. Por doquiera, en la llanura como en la montaña, al borde de la selva y en pleno desierto, la legión extiende o concentra sus edificios siempre iguales, sus campos de maniobras, sus barras construidas en Colonia para resistir a la nieve, o en Lambesis para defenderse de las tormentas de arena, sus almacenes cuyo material inútil había mandado vender, su círculo de oficiales presidido por una estatua del príncipe. Pero esta uniformidad es sólo aparente, esos cuarteles intercambiables contienen la multitud siempre diferente de las tropas auxiliares; todas las razas aportan al ejército sus virtudes y sus armas particulares, su genio de infantes, de jinetes o de arqueros. Volvía a encontrar en estado bruto aquella diversidad dentro de la unidad que constituía mi propósito imperial. Permití a los soldados que profirieran sus gritos de guerra nacionales y que las órdenes se dieran en su propio idioma; autoricé las uniones de los veteranos con mujeres bárbaras y legitimé a sus hijos. Me esforzaba así por mitigar el salvajismo de la vida rural y tratar a aquellos hombres sencillos como hombres. A riesgo de perder movilidad, quería que se afincaran en el rincón de la tierra que estaban encargados de defender; no vacilaba en regionalizar el ejército. Esperaba restablecer, en escala imperial, el equivalente de las milicias de la joven República, en las que cada hombre defendía su campo y su granja. Me esforzaba sobre todo por desarrollar la eficacia técnica de las legiones; quería servirme de esos centros militares como de una palanca civilizadora, una cuña lo bastante sólida para entrar poco a poco allí donde se embotaran los instrumentos más delicados de la vida civil. El ejército se convertía en lazo de unión entre el pueblo de la selva, la estepa y las marismas, y el habitante refinado de las ciudades; sería escuela primaria para bárbaros, escuela de resistencia y de responsabilidad para el griego ilustrado o el joven caballero habituado a las comodidades de Roma. Conocía personalmente los lados penosos de esa vida, así como sus facilidades y sus subterfugios. Anulé los privilegios, prohibí que los oficiales gozaran de licencias demasiado frecuentes; mandé que se suprimieran en los campamentos las salas de banquetes, las casas de reposo y sus costosos jardines. Aquellos edificios inútiles pasaron a ser enfermerías y hospicios para veteranos. Hasta ahora reclutábamos nuestros soldados antes de que tuvieran edad suficiente y los guardábamos hasta que eran demasiado viejos, todo lo cual era tan poco económico como cruel. Cambié ese estado de cosas. La Disciplina Augusta tiene el deber de participar en la humanidad del siglo.
Somos funcionarios del Estado, no Césares. Razón tenía aquella querellante a quien me negué cierto día a escuchar hasta el fin, cuando me gritó que si no tenía tiempo para escucharla, tampoco lo tenía para reinar. Las excusas que le presenté no eran solamente de forma. Y sin embargo me falta tiempo: cuanto más crece el imperio, más tienden a concentrarse los diferentes aspectos de la autoridad en manos del funcionario en jefe; este hombre apremiado tiene que delegar parte de sus tareas en otros; su genio consistirá cada vez más en rodearse de un personal de confianza. El gran crimen de Claudio o de Nerón fue el de permitir perezosamente que sus libertos o sus esclavos se apoderaran de la función de agentes, consejeros y delegados del amo. Parte de mi vida y de mis viajes ha estado dedicada a elegir los jefes de una burocracia nueva, a adiestrarlos, a hacer coincidir lo mejor posibles las aptitudes con las funciones, a proporcionar posibilidades de empleo a la clase media de la cual depende el Estado. Veo el peligro de estos ejércitos civiles y puedo resumirlo en una palabra: la rutina. Estos engranajes destinados a durar siglos, se estropearán si no se tiene cuidado; al amo corresponde regular incesantemente su movimiento, prever o reparar el desgaste. Pero la existencia demuestra que a pesar del infinito cuidado en la elección de nuestros sucesores, los Césares mediocres serán siempre los más numerosos, y que por lo menos una vez por siglo algún insensato llega al poder. En tiempos de crisis, la administración bien organizada podrá seguir atendiendo a lo esencial, llenar el intervalo, a veces demasiado largo, entre uno y otro príncipe prudente. Ciertos emperadores desfilan llevando a la zaga a los bárbaros atados por el cuello, en interminable procesión de vencidos. El grupo selecto de funcionarios que he decidido formar será un cortejo harto diferente. Gracias a aquellos que constituyen mi consejo, he podido ausentarme durante años de Roma y volver solamente de paso. Me comunicaba con ellos mediante los correos más veloces; en caso de peligro se usaban las señales de los semáforos. Ellos han formado a su vez a otros auxiliares útiles. Su competencia es obra mía: su actividad bien ordenada me ha permitido dedicarme a otras cosas. Me permitirá, sin demasiada inquietud, ausentarme en la muerte.
A lo largo de veinte años de poder, pasé doce sin domicilio fijo. Ocupaba sucesivamente los palacios de los mercaderes asiáticos, las discretas casas griegas, las hermosas villas provistas de baños y caloríferos de los residentes romanos de la Galia, las chozas o las granjas. Seguía prefiriendo la liviana tienda, la arquitectura de tela y de cuerdas. Los navíos no eran menos variados que los alojamientos terrestres. Tuve el mío, provisto de un gimnasio y una biblioteca, pero desconfiaba demasiado de toda fijación como para aficionarme a una residencia aunque fuera móvil. Lo mismo me servían la barca de lujo de un millonario sirio, los bajeles de alto bordo de la flota o el queche de un pescador griego. El único lujo era la velocidad y todo lo que la favorecía: los mejores caballos, los vehículos de mejor suspensión, el equipaje menos incómodo, las ropas y accesorios apropiados para el clima. Pero el gran recurso lo constituía sobre todo la perfecta salud corporal; una marcha forzada de veinte leguas no era nada, una noche de insomnio valía como una invitación a pensar. Pocos hombres aman durante mucho tiempo los viajes, esa ruptura perpetua de los hábitos, esa continua conmoción de todos los prejuicios. Pero yo tendía a no tener ningún prejuicio y el mínimo de hábitos. Gustaba de la deliciosa profundidad de los lechos, pero también el contacto y el olor de la tierra desnuda, las desigualdades de cada segmento de la circunferencia del mundo. Estaba habituado a la variedad de los alimentos, pasta de cereales británica o sandía africana. Un día llegué a probar la carne semipodrida que hace las delicias de ciertos pueblos germánicos: la vomité, pero la experiencia quedaba hecha. Claramente decidido en materia de preferencias amorosas, aun allí temía las rutinas. Mi séquito, reducido a lo indispensable o a lo exquisito, me aislaba poco del resto del mundo; velaba por mantener la libertad de mis movimientos y para que pudiera llegarse fácilmente hasta mí. Las provincias, esas grandes unidades oficiales cuyos emblemas yo mismo había elegido, la Britania en su territorio rocoso o la Dacia y su cimitarra, se disociaban en bosques donde había yo buscado la sombra, en pozos donde había bebido, en individuos hallados al azar de un alto, en rostros elegidos y a veces amados. Conocía cada milla de nuestras rutas, quizá el más hermoso don que ha hecho Roma a la tierra. Pero el momento inolvidable era aquel en que la ruta se detenía en el flanco de una montaña, a la cual subíamos de grieta en grieta, de bloque en bloque, para ver la aurora desde lo alto de un pico de los Pirineos a los Alpes.
Algunos hombres habían recorrido la tierra antes que yo: Pitágoras, Platón, una docena de sabios y no pocos aventureros. Por primera vez el viajero era al mismo tiempo el amo, capaz de ver, reformar y crear al mismo tiempo. Allí estaba mi oportunidad, y me daba cuenta de que tal vez pasarían siglos antes de que volviera a producirse el feliz acorde de una función, un temperamento y un mundo. Y entonces me di cuenta de la ventaja que significa ser un hombre nuevo y un hombre solo, apenas casado, sin hijos, casi sin antepasados, un Ulises cuya Itaca es sólo interior. Debo hacer aquí una confesión que no he hecho a nadie: jamás tuve la sensación de pertenecer por completo a algún lugar, ni siquiera a mi Atenas bienamada, ni siquiera a Roma. Extranjero en todas partes, en ninguna me sentía especialmente aislado. A lo largo de los caminos iba ejerciendo las diferentes profesiones que integran el oficio de emperador: entraba en la vida militar como en una vestimenta cómoda a fuerza de usada. Volvía a hablar sin trabajo el idioma de los campamentos, ese latín deformado por la presión de las lenguas bárbaras, sembrado de palabrotas rituales y bromas fáciles; me habituaba nuevamente al pesado equipo de los días de maniobra, a ese cambio de equilibrio que determina en todo el cuerpo la presencia del pesado escudo en el brazo izquierdo. El interminable oficio de contable me ocupaba aún más, ya se tratara de liquidar las cuentas de la provincia de Asia o las de una pequeña aldea británica endeudada por la construcción de un establecimiento termal. Del oficio del juez ya he hablado. Me venían a la mente analogías extraídas de otras ocupaciones: pensaba en el médico ambulante que cura a las gentes de puerta en puerta, en el obrero que acude a reparar una calzada o a soldar una cañería de agua, en el capataz que corre de un extremo a otro del banco de los navíos, alentando a los remeros pero empleando lo menos posible el látigo. Y hoy, mientras desde las terrazas de la Villa observo a los esclavos que podan las ramas o escardan los arriates, pienso sobre todo en el sabio ir y venir del jardinero.
Los artesanos a quienes llevaba conmigo en mis giras me causaban preocupaciones, pues su gusto por los viajes igualaba al mío. En cambio me vi en dificultades con los hombres de letras. El indispensable Flegón tiene defectos de mujer vieja, pero es el único secretario que haya resistido al uso: todavía está ahí. El poeta Floro, a quien ofrecí una secretaría en lengua latina, dijo a todo el mundo que no hubiera querido ser César para tener que andar soportando los inviernos escitas y las lluvias bretonas. Las largas caminatas tampoco le agradaban. Por mi parte le dejaba de buen grado las delicias de la vida literaria romana, las tabernas donde sus colegas se reúnen todas las noches para repetir las mismas ocurrencias y hacerse picar fraternalmente por los mismos mosquitos. Había nombrado a Suetonio encargado de los archivos, cargo que le permitía consultar los documentos secretos que necesitaba para sus biografías de los Césares. Aquel hombre tan hábil, y tan bien apodado Tranquilo, no era concebible más que en una biblioteca; permaneció en Roma, donde llegó a ser uno de los familiares de mi mujer, miembro de ese pequeño círculo de conservadores descontentos que se reunían en su casa para criticar lo mal que anda el mundo. Como ese círculo me desagradaba, obligué a retirarse a Tranquilo, que se marchó a su pabellón de los montes sabinos para seguir soñando en paz con los vicios de Tiberio. Favorino de Arles desempeñó cierto tiempo una secretaría griega; aquel enano de voz aflautada no carecía de fineza. Era uno de los espíritus más falsos que jamás he encontrado; disputábamos, pero me encantaba su erudición. Me regocijaba su hipocondría, que lo llevaba a ocuparse de su salud como un amante de su amada. Tenía un servidor hindú que le preparaba el arroz traído con no poco gasto de Oriente; por desgracia aquel exótico cocinero hablaba muy mal el griego, y apenas sabía otros idiomas, por lo cual no pudo enseñarme nada sobre las maravillas de su país natal. Favorino se jactaba de haber realizado en su vida tres cosas bastante raras. Galo, se había helenizado mejor que nadie; hombre de baja extracción, disputaba sin cesar con el emperador sin que ello le acarreara ningún inconveniente, singularidad que en definitiva le honraba; impotente, tenía que pagar de continuo la multa aplicable a los adúlteros. Verdad es que sus admiradoras provincianas le metían en dificultades de las cuales tenía yo que andar sacándolo. Al final me cansé y Eudemón ocupó su puesto. Pero en conjunto he sido bien servido. El respeto de ese pequeño grupo de amigos y de empleados ha sobrevivido, sólo los dioses saben cómo, a la brutal intimidad de los viajes; su discreción ha sido más asombrosa, si es posible, que su fidelidad. Los Suetonios del futuro cosecharán muy pocas anécdotas sobre mí. Lo que el público sabe de mi vida, es lo que yo mismo he revelado. Mis amigos guardaron mis secretos, tanto los políticos como los otros; justo es decir que hice lo mismo con los suyos.
Construir es colaborar con la tierra, imprimir una marca humana en un paisaje que se modificará así para siempre; es también contribuir a ese lento cambio que constituye la vida de las ciudades. Cuántos afanes para encontrar el emplazamiento exacto de un puente o una fontana, para dar a una ruta de montaña la curva más económica que será al mismo tiempo la más pura… La ampliación de la ruta de Megara transformaba el paisaje de rocas esquinorianas; los dos mil estadios de camino pavimentado, provisto de cisternas y puestos militares, que unen Antínoe al Mar Rojo, inauguraban en el desierto la era de la seguridad y acababan con la del peligro. Los impuestos de quinientas ciudades asiáticas no eran demasiados para construir un sistema de acueductos en la Tróade; el acueducto de Cartago resarcía en cierto modo de las durezas de las guerras púnicas. Levantar fortificaciones, en suma, era lo mismo que construir diques: consistía en hallar la línea desde donde puede defenderse un ribazo o un imperio, el punto donde el asalto de las olas o de los bárbaros será contenido y roto. Dragar los puertos era fecundar la hermosura de los golfos. Fundar bibliotecas equivalía a construir graneros públicos, amasar reservas para un invierno del espíritu que, a juzgar por ciertas señales y a pesar mío, veo venir. He reconstruido mucho, pues ello significaba colaborar con el tiempo en su forma pasada, aprehendiendo o modificando su espíritu, sirviéndole de relevo hacia un más lejano futuro; es volver a encontrar bajo las piedras el secreto de las fuentes. Nuestra vida es breve; hablamos sin cesar de los siglos que preceden o siguen al nuestro, como si nos fueran totalmente extranjeros; y sin embargo llegaba a tocarlos en mis juegos con la piedra. Esos muros que apuntalo están todavía tibios del contacto de cuerpos desaparecidos; manos que todavía no existen acariciarán los fustes de estas columnas. Cuanto más he pensado en mi muerte, y sobre todo en la del otro, con mayor motivo he buscado agregar a nuestras vidas esas prolongaciones casi indestructibles. En Roma utilizaba de preferencia el ladrillo eterno, que sólo muy lentamente vuelve a la tierra de la cual ha nacido y cuyo lento desmoronamiento e imperceptible desgaste se cumplen de modo tal que el edificio sigue siendo montaña aun cuando haya dejado de ser visiblemente una fortaleza, un circo o una tumba. En Grecia y en Asia empleaba el mármol natal, la hermosa sustancia que una vez tallada sigue fiel a la medida humana, tanto que el plano del entero templo se halla contenido en cada fragmento de tambor. La arquitectura tiene muchas más posibilidades de las que hacen suponer los cuatro órdenes de Vitrubio; nuestros bloques, como nuestros tonos musicales, admiten combinaciones infinitas. Para alzar el Panteón me remonté a la antigua Etruria de los divinos y los arúspices; el santuario de Venus, en cambio, redondea al sol sus formas jónicas, la profusión de columnas blancas y rosadas en torno a la diosa de carne de donde brotó la raza de César. El Olimpión de Atenas tenía que ser el contrapeso exacto del Partenón, alzarse en la llanura como aquél en la colina, inmenso allí donde el otro es perfecto: el ardor arrodillado ante la calma, el esplendor a los pies de la belleza. Las capillas de Antínoo, sus templos, habitaciones mágicas, monumentos de un misterioso pasaje entre la vida y la muerte, oratorios de un dolor y una felicidad sofocantes, eran recinto de la plegaria y la reaparición; en ellos me entregaba a mi duelo. La tumba que me he destinado a orillas del Tíber reproduce en escala gigantesca las antiguas tumbas de la Vía Appia, pero sus proporciones mismas la transforman, hacen pensar en Ctesifón y Babilonia, en las terrazas y las torres por las cuales el hombre se aproxima a los astros. El Egipto funerario ordenó los obeliscos y las avenidas de esfinges del cenotafio que impone a una Roma vagamente hostil la memoria del amigo nunca bastante llorado. La Villa era la tumba de los viajes, el último campamento del nómada, el equivalente en mármol de las tiendas y los pabellones de los príncipes asiáticos. Casi todo lo que nuestro gusto consiente ha sido ya intentado en el mundo de las formas; pasé entonces al de los colores: el jaspe, verde como las profundidades marinas; el pórfido graneado como la carne, el basalto, la taciturna obsidiana. El denso rojo de las tapicerías se adornaba con bordados cada vez más sutiles; los mosaicos de las murallas o los pavimentos no eran nunca bastante dorados, o blancos, o negros. Cada piedra era la extraña concreción de una voluntad, de un recuerdo, a veces de un desafío. Cada edificio era el plano de un sueño.
Plotinópolis, Andrinópolis, Antínoe. Adrianoterea… He multiplicado todo lo posible esas colmenas de la abeja humana. El plomero y el albañil, el ingeniero y el arquitecto presiden esos nacimientos de ciudades; la operación exige asimismo ciertos dones de rabdomante. En un mundo que los bosques, el desierto, las llanuras incultas cubren en su mayor parte, resulta bello el espectáculo de una calle pavimentada, un templo dedicado a cualquier dios, los baños y letrinas públicos, la tienda donde el barbero discute con sus clientes las noticias de Roma, la del pastelero, la del vendedor de sandalias, la del librero, la enseña de un médico, un teatro donde de tiempo en tiempo representan una pieza de Terencio. Nuestros exquisitos se quejan de la uniformidad de nuestras ciudades; lamentan encontrar en todas partes la misma estatua de emperador y el mismo acueducto. Se equivocan: la belleza de Nimes difiere de la de Arles. Pero además esa uniformidad, repetida en tres continentes, contenta al viajero como una piedra miliar; nuestras ciudades más insignificantes guardan su prestigio tranquilizador de relevo, de posta o de abrigo. La ciudad: el marco, la construcción humana, monótona si se quiere pero como son monótonas las celdillas de cera henchidas de miel, el lugar de los intercambios y los contactos, la plaza a la que acuden los campesinos para venden sus productos y donde se quedan mirando boquiabiertos las pinturas de un pórtico… Mis ciudades han nacido de encuentros: mi encuentro con mi rincón de tierra, el de mis planes de emperador con los incidentes de mi vida de hombre. Plotinópolis surgió de la necesidad de establecer nuevos centros agrícolas en Tracia, pero también del tierno deseo de honrar a Plotina. Adrianoterea está destinada a servir de emporio a los madereros del Asia Menor; al principio fue para mi el retiro estival, las cacerías en la floresta, el pabellón de troncos al pie de la colina de Atis, el torrente coronado de espuma donde nos bañábamos por las mañanas. Adrianópolis, en Epiro, reabre un centro urbano en el seno de una provincia empobrecida, y nació de una visita al santuario de Dodona. Adrianópolis, ciudad campesina y militar, centro estratégico en el linde de las regiones bárbaras, está habitada por los veteranos de las guerras sármatas; conozco personalmente lo bueno y lo malo de cada uno de ellos, su nombre, sus años de servicio y las heridas que han recibido. Antínoe, la más querida, emplazada en el lugar de la desgracia, está ceñida de una angosta faja de tierra árida, entre el río y la roca. Busqué ansiosamente enriquecerla con otros recursos, el comercio de la India, los transportes fluviales, las sapientes gracias de una metrópolis griega. En la tierra entera no hay otro lugar que menos desee volver a ver; y hay muy pocos a los cuales haya consagrado más cuidados. Antínoe es un peristilo perpetuo. Mantengo correspondencia con su gobernador, Fido Aquila, acerca de los propileos de su templo, de las estatuas de su anca; he elegido los nombres de sus barrios urbanos y de sus demos, símbolos aparentes y secretos, catálogo completo de mis recuerdos. Tracé por mí mismo el plano de las columnatas corintias que replican, a lo largo de la ribera, la alineación regular de las palmeras. Mil veces he recorrido con el pensamiento ese cuadrilátero casi perfecto, cortado por calles regulares, escindido en dos por una avenida triunfal que va de un teatro griego a una tumba.
Vivimos abarrotados de estatuas, ahítos de delicias pintadas o esculpidas, pero esa abundancia es ilusoria: reproducimos al infinito algunas docenas de obras maestras que ya no seríamos capaces de inventar. También yo he mandado copiar para la Villa el Hermafrodita y el Centauro, Niobe y Venus. He querido vivir lo más posible en medio de esas melodías de formas. Presté mi apoyo a las experiencias con el pasado, al sabio arcaísmo que vuelve a encontrar el sentido de las intenciones y las técnicas perdidas. Intenté esas variaciones consistentes en transcribir en mármol rojo en Marsias desollado de mármol blanco, devolviéndolo así al mundo de las figuras pintadas, o en transponer en el tono del mármol de Paros el grano negro de las estatuas egipcias, cambiando así el ídolo en fantasma. Nuestro arte es perfecto, es decir plenamente cumplido, pero su perfección es susceptible de modulaciones tan variadas como las de una voz pura; a nosotros nos toca jugar ese hábil juego consistente en acercarse o alejarse perpetuamente de la solución encontrada de una vez por todas, llegando al límite del rigor o del exceso, encerrando innumerables construcciones nuevas en el interior de esa hermosa esfera. Gozamos de la ventaja de tener tras de nosotros mil puntos de comparación, de poder continuar con inteligencia la línea de Scopas o contradecir voluptuosamente a Praxiteles. Mis contactos con las artes bárbaras me han llevado a creer que cada raza se limita a ciertos temas, a ciertos modos dentro de los modos posibles; y dentro de las posibilidades ofrecidas a cada raza, la época cumple además una selección complementaria. En Egipto he visto dioses y reyes colosales; los prisioneros sármatas tenían en las muñecas brazaletes que repiten al infinito el mismo caballo al galope, las mismas serpientes devorándose entre sí. Pero nuestro arte (quiero decir el griego) ha elegido atenerse al hombre. Sólo nosotros hemos sabido mostrar en un cuerpo inmóvil la fuerza y la agilidad latentes; sólo nosotros hemos hecho de una frente lisa el equivalente de un pensar profundo. Soy como nuestros escultores: lo humano me satisface, pues allí encuentro todo, hasta lo eterno. La floresta bienamada se resume para mí íntegramente en la imagen del centauro; la tempestad nunca respira mejor que en el henchido peplo de una diosa marina. Los objetos naturales, los emblemas sagrados valen tan sólo cuando están preñados de asociaciones humanas: la piña fálica y fúnebre, el tazón de fuente con palomas que sugiere la siesta al borde de los manantiales, el grifo que arrebata al cielo al bienamado.
El arte del retrato me interesa poco. Nuestros retratos romanos sólo tienen valor de crónica: copias donde no faltan las arrugas exactas ni las verrugas características, calcos de modelos a cuyo lado pasamos de largo en la vida y que olvidamos tan pronto han muerto. Los griegos, en cambio, amaron la perfección humana al punto de despreocuparse del variado rostro de los hombres. Apenas si echaba una ojeada a mi propia imagen, a ese rostro moreno que la blancura del mármol desnaturaliza, a esos grandes ojos abiertos, a esa boca fina y sin embargo carnosa, dominada hasta el temblor. Pero el rostro de otro ser me preocupó más. Tan pronto se volvió importante para mi vida, el arte dejó de ser un lujo para convertirse en un recurso, una forma de auxilio. Impuse al mundo esa imagen: actualmente hay más retratos de aquel niño que de cualquier hombre ilustre o cualquier reina. Al comienzo me preocupé de que el escultor registrara la belleza sucesiva de un ser que está cambiando; después el arte se convirtió en una especie de operación mágica capaz de evocar un rostro perdido. Las efigies colosales parecían un medio de expresar las verdaderas proporciones que da el amor a los seres; quería que esas imágenes fueran enormes como una figura vista de muy cerca, altas y solemnes como las visiones y las apariciones de la pesadilla, aplastantes como lo ha seguido siendo ese recuerdo. Reclamaba un acabado perfecto, una pura perfección, reclamaba ese dios que todo aquel que ha muerto a los veinte años llega a ser para quienes lo amaban, y también el parecido fiel, la presencia familiar, cada irregularidad de un rostro más querido que la belleza. Cuántas discusiones para mantener la espesa línea de una ceja, la redondez un tanto mórbida de un labio… Contaba desesperadamente con la eternidad de la piedra y la fidelidad del bronce para perpetuar un cuerpo perecedero o ya destruido, pero también insistía en que el mármol, ungido diariamente con una mezcla de aire y de ácidos, tomara el brillo y casi la blandura de una carne joven. En todas partes volvía a encontrar aquel rostro único; amalgamaba las personas divinas, los sexos y los atributos eternos, la dura Diana de los bosques a Baco melancólico, el vigoroso Hermes de las palestras al dios que duerme, apoyada la cabeza en el brazo, en un desorden de flor. Comprobaba hasta qué punto un joven que piensa se parece a la viril Atenea. Mis escultores solían confundirse; los más mediocres caían aquí y allá en la blandura o en el énfasis; pero todos participaban más o menos del sueño. Están las estatuas y las pinturas del joven viviente, reflejando ese paisaje inmenso y cambiante que va de los quince a los veinte años, el perfil lleno de seriedad del niño bueno, está la estatua en que un escultor de Corinto se atrevió a fijar el abandono del adolescente que comba el vientre y adelanta los hombros, la mano en la cadera, como si parado en alguna esquina contemplara una partida de dados. Está ese mármol en el que Pappas de Afrodisia trazó un cuerpo más que desnudo, indefenso, con la frágil frescura del narciso. Y en una piedra algo rugosa, Aristeas esculpió siguiendo mis órdenes aquella pequeña cabeza imperiosa y altanera… Están los retratos posteriores a la muerte, por donde la muerte ha pasado, esos grandes rostros de labios sapientes, cargados de secretos que ya no son los míos porque ya no son los de la vida. Está el bajorrelieve donde Antoniano de Mileto transpuso en términos sobrehumanos al vendimiador vestido de seda, y el hocico amistoso del perro que se frota en una pierna desnuda. Y esa mascarilla casi intolerable, obra de un escultor de Cirene, en la que el placer y el dolor brotan y se entrechocan en el rostro como dos olas contra una misma roca. Y esas estatuillas de arcilla que valen un centavo y que sirvieron para propaganda imperial: Tellus stabilitata, el Genio de la tierra pacificada bajo el aspecto de un joven tendido entre frutos y flores.
Trahit suaquemque voluptas. A cada uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal. El mío estaba encerrado en la palabra belleza, tan difícil de definir a pesar de todas las evidencias de los sentidos y los ojos. Me sentía responsable de la belleza del mundo. Quería que las ciudades fueran espléndidas, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera; quería que los colegiales recitaran con voz justa las lecciones de un buen saber; que las mujeres, en sus hogares, se movieran con dignidad maternal, con una calma llena de fuerza; que los jóvenes asistentes a los gimnasios no ignoraran los juegos ni las artes; que los huertos dieran los más hermosos frutos y los campos las cosechas más ricas. Quería que a todos llegara la inmensa majestad de la paz romana, insensible y presente como la música del cielo en marcha; que el viajero más humilde pudiera errar en un país, de un continente al otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros, por doquiera seguro de un mínimo de legalidad y de cultura; que nuestros soldados continuaran su eterna danza pírrica en las fronteras; que todo funcionara sin inconvenientes, los talleres y los templos; que en el mar se trazara la estela de hermosos navíos y que frecuentaran las rutas numerosos vehículos; quería que, en un mundo bien ordenado, los filósofos tuvieran su lugar y también lo tuvieran los bailarines. Este ideal, modesto al fin y al cabo, podría llegar a cumplirse si los hombres pusieran a su servicio parte de la energía que gastan en trabajos estúpidos o feroces; una feliz oportunidad me ha permitido realizarlo parcialmente en este último cuarto de siglo. Arriano de Nicomedia, uno de los seres más finos de nuestro tiempo, se complace en recordarme los bellos versos donde el viejo Terpandro definió en tres palabras el ideal espartano, el perfecto modo de vida que la Lacedemonia soñó siempre sin alcanzarlo: la Fuerza, la Justicia, las Musas. La Fuerza constituía la base, era el rigor sin el cual no hay belleza, la firmeza sin la cual no hay justicia. La Justicia era el equilibrio de las partes, el conjunto de las proporciones armoniosas que ningún exceso debe comprometer. Fuerza y Justicia eran tan sólo un instrumento bien acordado en manos de las Musas. Toda miseria, toda brutalidad, debía suprimirse como otros tantos insultos al hermoso cuerpo de la humanidad. Toda iniquidad era una nota falsa que debía evitarse en la armonía de las esferas.
Las fortificaciones y los campamentos que había que renovar o establecer, las nuevas rutas o las que necesitaban ser puestas en buen estado, me retuvieron en Germania cerca de un año; nuevos bastiones, erigidos en una extensión de setenta leguas, reforzaron nuestras fronteras a lo largo del Rin. Aquel país de viñedos y ríos torrentosos no me ofrecía nada imprevisto; volvía a encontrar en él las huellas del joven tribuno que llevara a Trajano la noticia de su advenimiento. También encontré, más allá de nuestro último fuerte de troncos de abetos, el mismo horizonte monótono y negro, el mismo mundo cerrado para nosotros desde el imprudente avance que hicieron en él las legiones de Augusto, el océano de árboles, la reserva de hombres blancos y rubios. Cumplida la tarea de reorganización, bajé hasta la desembocadura del Rin por las praderas belgas y bátavas. Dunas desoladas componían un paisaje septentrional matizado por hierbas sibilantes; las casas del puerto de Noviomago, construidas sobre pilotes, se recostaban en los navíos amarrados a sus umbrales; las aves marinas se posaban en los tejados. Yo amaba aquellos lugares melancólicos que parecían horribles a mis ayudas de campo, aquel cielo nublado, los ríos fangosos desgastando una tierra informe y sin fuerza, con cuyo limo nada han modelado los dioses.
Una banca de fondo casi plano me condujo a la isla de Bretaña. El viento nos devolvió varias veces a la costa que acabábamos de abandonar; aquella accidentada travesía me valió algunas asombrosas horas vacías. Gigantescas nubes nacían del pesado mar, sucio de arena, incesantemente removido en su lecho. Si antaño, entre los dacios y los sármatas, había contemplado religiosamente la Tierra, ahora percibía por primera vez un Neptuno más caótico que el nuestro, un infinito mundo liquido. En Plutarco había leído una leyenda de navegantes acerca de una isla situada en los parajes vecinos al Mar Tenebroso, donde los Olímpicos triunfantes habrían confinado siglos atrás a los Titanes vencidos. Aquellos grandes cautivos de la roca y la ola, eternamente flagelados por un océano insomne, incapaces de dormir pero soñando sin cesar, seguirían oponiendo al orden olímpico su violencia, su angustia, su deseo perpetuamente crucificado. En aquel mito situado en los confines del mundo volvía a encontrar las teorías filosóficas que había hecho mías: cada hombre está eternamente obligado, en el curso de su breve vida, a elegir entre la esperanza infatigable y la prudente falta de esperanza, entre las delicias del caos y las de la estabilidad, entre el Titán y el Olímpico. A elegir entre ellas, o a acordarlas alguna vez entre sí.
Las reformas civiles cumplidas en Bretaña forman parte de mi obra administrativa, de la que he hablado en otra parte. Lo que importa aquí es que he sido el primer emperador que se instaló pacíficamente en esa isla situada en los límites del mundo conocido, donde sólo Claudio se había arriesgado algunos días en su calidad de general en jefe. Durante todo un invierno, Londinium se convirtió por mi voluntad en ese centro efectivo del mundo que había sido Antioquía en tiempos de la guerra parta. Cada viaje desplazaba así el centro de gravedad del poder, lo llevaba por un tiempo al borde del Rin o a orillas del Támesis, permitiéndome valorar los puntos fuertes y débiles que hubieran tenido como sede imperial. Aquella estadía en Bretaña me indujo a contemplar la hipótesis de un estado centrado en el Occidente, de un mundo atlántico. Estas imaginaciones carecen de valor práctico, y sin embargo dejan de ser absurdas apenas el calculista traza sus esquemas concediéndose una suficiente cantidad de futuro.
Apenas tres meses antes de mi llegada, la Sexta Legión Victoriosa había sido transferida a territorio británico. Reemplazaba a la malhadada Novena Legión, deshecha por los caledonios durante las revueltas que nuestra expedición contra los partos había desencadenado como contragolpe en Bretaña. Para impedir la repetición de semejante desastre se imponían dos medidas. Nuestras tropas fueron reforzadas por la creación de un cuerpo auxiliar indígena; en Eboracum, desde lo alto de un otero verde, vi maniobrar por primera vez aquel ejército británico recién constituido. La erección de una muralla que dividía la isla por su parte más angosta, sirvió al mismo tiempo para proteger las regiones fértiles y civilizadas del sur contra los ataques de las tribus norteñas. Inspeccioné personalmente buena parte de los trabajos, emprendidos simultáneamente sobre un terraplén de ochenta leguas; se me presentaba la ocasión de ensayar, en ese espacio bien delimitado que va de una costa a otra, un sistema de defensa que más tarde podría aplicarse a otras partes. Pero aquella obra puramente militar servía ya a la paz, favoreciendo la prosperidad de esa región de Bretaña; nacían aldeas, y las poblaciones convergían hacia nuestras fronteras. Los albañiles de la legión recibían ayuda de equipos indígenas; para muchos de aquellos montañeros, aún ayer insumisos, la erección de la muralla significaba la primera prueba irrefutable del poder protector de Roma; el dinero del salario era la primera moneda romana que pasaba por sus manos. Aquella línea de defensa se convirtió en el emblema de mi renuncia a la política de conquistas; al pie del bastión más avanzado hice levantar un templo al dios Término.
Todo me pareció encantador en aquella tierra lluviosa: las franjas de bruma en el flanco de las colinas, los lagos consagrados a ninfas aún más fantásticas que las nuestras, la melancólica raza de ojos grises. Tenía como guía a un joven tribuno del cuerpo auxiliar británico; aquel dios rubio había aprendido el latín, balbuceaba el griego, ejercitándose tímidamente en componer poesías amorosas en esa lengua. Una fría noche otoñal fue mi intérprete ante una sibila. Sentados en la choza de humo de un carbonero celta, calentándonos las piernas metidas en gruesas bragas de áspera lana, vimos arrastrarse hasta nosotros a una vieja empapada por la lluvia, desmelenada por el viento, feroz y furtiva como un animal de los bosques. Aquel ser se precipitó sobre los panecillos de avena que se cocían en el hogar. Mi guía consiguió persuadir a la profetisa de que examinara para mí las volutas de humo, las chispas, las frágiles arquitecturas de sarmientos y cenizas. Vio ciudades que se alzaban, multitudes jubilosas, pero también vio ciudades incendiadas, tristes hileras de vencidos que desmentían mis sueños de paz, un rostro joven y dulce, que tomó por un rostro de mujer y en el cual me negué a creer; un espectro blanco que acaso no era más que una estatua, objeto aún más inexplicable para aquella habitante de los bosques y las landas. Y, a una vaga distancia en el tiempo, vio mi muerte, que yo era harto capaz de prever sin su ayuda.
La Galia próspera, la opulenta España, me retuvieron menos tiempo que Bretaña. En la Galia Narbonense volví a encontrar a Grecia, que ha llevado hasta allí sus hermosas escuelas de elocuencia y sus pórticos bajo un cielo puro. Me detuve en Nimes para sentar el plano de una basílica dedicada a Plotina y destinada a convertirse un día en su templo. Los recuerdos familiares que vinculaban a la emperatriz con aquella ciudad me hacían aún más caro su paisaje seco y dorado.
Pero la revuelta de Mauretania ardía aún. Abrevié mi travesía de España negándome, entre Córdoba y el mar, a detenerme un instante en Itálica, ciudad de mi infancia y mis antepasados. En Gades me embarqué rumbo a África.
Los hermosos guerreros tatuados de las montañas del Atlas seguían inquietando a las ciudades africanas costaneras. Durante algunas breves jornadas vivía allí el equivalente númida de las luchas con los sármatas; volvía a ver las tribus domadas una a una, la fiera sumisión de los jefes prosternados en pleno desierto, en un desorden de mujeres, hatos y animales arrodillados. Pero la arena reemplazaba allí a la nieve.
Por una vez me hubiera sido dulce la primavera en Roma, volver a encontrar la Villa ya empezada, las caricias caprichosas de Lucio, la amistad de Plotina. Pero mi permanencia en la ciudad se vio interrumpida casi de inmediato por alarmantes rumores de guerra. La paz con los partos había quedado sellada hacía apenas tres años y ya estallaban graves incidentes en el Éufrates. Partí de inmediato para Oriente.
Estaba decidido a liquidar aquellos incidentes fronterizos usando medios menos triviales que el de las legiones en marcha. Concerté una entrevista personal con Osroes. Llevaba conmigo a la hija del emperador, que había sido tomada prisionera casi en la cuna, en la época en que Trajano ocupó Babilonia, y mantenida en Roma como rehén. Era una niña enclenque, de grandes ojos. Su presencia y las de sus azafatas me incomodó bastante en un viaje que importaba sobre todo cumplir sin retardos. El grupo de mujeres veladas fue llevado a lomo de dromedario a través del desierto sirio, bajo un baldaquino de cortinas severamente cerradas. Por la noche, en los altos, mandaba preguntar si nada faltaba a la princesa.
En Licia me detuve una hora a fin de decidir al comerciante Opramoas, que ya había mostrado sus cualidades de negociador, para que me acompañara al territorio parto. La falta de tiempo le impidió desplegar su lujo habitual. Aquel hombre ablandado por la opulencia no dejaba por eso de ser un admirable compañero de ruta, habituado a todos los azares del desierto.
El lugar de la conferencia quedaba en la orilla izquierda del Éufrates, no lejos de Dura. Cruzamos el río en una balsa. Los soldados de la guardia imperial parta, con sus corazas de oro, montados en caballos tan espléndidos como ellos, formaban a lo largo de la ribera una línea enceguecedora. Mi inseparable Flegón estaba muy pálido. También los oficiales que me acompañaban sentían algún temor: aquel encuentro podía ser una trampa. Opramoas, habituado a olfatear el aire del Asia, se mostraba perfectamente tranquilo, confiado en esa mezcla de silencio y tumulto, de inmovilidad y repentinos galopes, en ese lujo tendido en el desierto como un tapiz sobre la arena. En cuanto a mí, estaba maravillosamente sereno: como César en su barca, me entregaba a esos leños que llevaban mi fortuna. Una prueba de esa confianza estaba en restituir de inmediato la princesa parta a su padre, en vez de guardarla en nuestras líneas hasta mi retorno. Prometí también devolver el trono de oro de la dinastía arsácida, arrebatado antaño por Trajano; de nada nos servia, mientras que la superstición oriental lo valoraba extraordinariamente.
El fasto de aquellas entrevistas con Osroes no fue más que exterior. Nada las diferenciaba de las conversaciones entre dos vecinos que se esfuerzan por arreglar amistosamente una cuestión de pared medianera. Me veía abocado a un bárbaro refinado, que hablaba griego, nada tonto, sin que nada que obligara a creerlo más pérfido que yo mismo, pero lo bastante vacilante como para dar una impresión de inseguridad. Mis curiosas disciplinas mentales me permitían captar su esquivo pensamiento; sentado frente al emperador de los partos, aprendía a prever, y muy pronto a orientar sus respuestas; entraba en su juego, me imaginaba a Osroes regateando con Adriano. Me horrorizan los debates inútiles en los que cada uno sabe por adelantado que va a ceder o no; en los negocios, la verdad me agrada sobre todo como medio de simplificar y andar rápido. Los partos nos temían; nosotros desconfiábamos de los partos; la guerra nacería del acoplamiento de nuestros dos temores. Los sátrapas fomentaban la guerra por interés personal no tardé en darme cuenta de que también Osroes tenía sus Quietos y sus Palmas. El más belicoso de aquellos príncipes semiindependientes apostados en la frontera, Farasmanés, era aún más peligroso para el imperio parto que para nosotros. Se me ha acusado de neutralizar, mediante subsidios, ese grupo dañino y ocioso: pero era un dinero bien invertido. Me sentía demasiado seguro de la superioridad de nuestras fuerzas para que pesara en mí un estúpido amor propio; estaba dispuesto a todas las concesiones huecas, que sólo afectan el prestigio, y a ninguna otra. Lo más difícil fue persuadir a Osroes de que si yo le prometía pocas cosas era porque estaba dispuesto a cumplir mis promesas. Me creyó, sin embargo, o hizo como si creyera. El acuerdo que sellamos en aquella visita sigue en pie; desde hace quince años, tanto por una como por otra parte, nada ha alterado la paz en las fronteras. Cuento contigo para que ese estado de cosas continúe después de mi muerte.
Una noche, durante una fiesta que Osroes daba en mi honor en la tienda imperial, advertí entre las mujeres y los pajes de largas pestañas a un hombre desnudo, descarnado, completamente inmóvil, cuyos enormes ojos parecían ignorar aquella confusión de platos cargados de carnes, de acróbatas y bailarinas. Le hablé, valiéndome de mi intérprete; no se dignó contestar. Era un sabio. Pero sus discípulos se mostraban más locuaces; aquellos piadosos vagabundos venían de la India y su maestro pertenecía a la poderosa casta de los brahmanes. Supe que sus meditaciones lo llevaban a creer que todo el universo no es más que un tejido de ilusiones y errores; la austeridad, el renunciamiento, la muerte, eran para él la única manera de escapar al flujo cambiante de las cosas, por el cual sin embargo se había dejado arrastrar nuestro Heráclito, y de alcanzar más allá del mundo de los sentidos esa esfera de la pura divinidad, ese firmamento inmóvil y vacío con el cual también soñó Platón. A través de las torpezas de mis intérpretes presentía ciertas ideas que no habían sido enteramente extrañas a algunos de nuestros filósofos, pero que el sabio indio expresaba de manera más definitiva y desnuda. Aquel brahmán había llegado al estado en que nada, salvo su cuerpo, lo separaba del dios intangible, sin presencia y sin forma, al cual quería unirse: había decidido quemarse vivo al día siguiente. Osroes me invitó a presenciar la solemnidad. Alzóse una pira de maderas olorosas; el hombre se arrojó a ella y desapareció sin lanzar un grito. Sus discípulos no manifestaron la menor señal de dolor; para ellos no se trataba de una ceremonia fúnebre.
Aquella noche medité largamente. Estaba tendido en un tapiz de riquísima lana, protegido por una tienda adornada con espesas telas tornasoladas. Un paje me masajeaba los pies. Me llegaban de afuera los raros sonidos de aquella noche asiática: una conversación de esclavos susurrando junto a mi puerta, el leve frotar de una palmera, el ronquido de Opramoas detrás de una colgadura, el golpear de un casco de caballo; y más lejos, en el sector de las mujeres, el arrullo melancólico de un canto. El brahmán había desdeñado todo aquello. Ebrio de rechazo, se había entregado a las llamas como un amante que rueda en un lecho. Había apartado las cosas, los seres, y luego a sí mismo, como otras tantas vestiduras que le ocultaban la presencia única, el centro invisible y vacío que prefería a todo.
Yo me sentía diferente, pronto para otras lecciones. La austeridad, el renunciamiento y la negación no me eran completamente ajenos; había mordido en ellos a los veinte años, como ocurre casi siempre. Aún no tenía esa edad cuando fui a visitar, guiado por un amigo, al viejo Epicteto en su covacha de la Suburra, pocos días antes de que Domiciano lo exilara. El ex-esclavo a quien un amo brutal había roto antaño una pierna sin hacerle exhalar una sola queja, el achacoso anciano que soportaba con paciencia el largo tormento del mal de piedra, me había parecido dueño de una libertad casi divina. Había mirado con admiración aquellas muletas, el jergón, la lámpara de terracota, la cuchara de madera en un vaso de arcilla, simples utensilios de una vida pura. Pero Epicteto renunciaba a demasiadas cosas, y yo no había tardado en darme cuenta de que nada era tan peligrosamente fácil como renunciar. El indio, más lógico, rechazaba la vida misma. Tenía mucho que aprender de aquellos fanáticos puros, pero a condición de alterar el sentido de la lección que me brindaban. Aquellos sabios se esforzaban por recobrar a su dios más allá del océano de las formas, por reducirlo a esa cualidad de único, de intangible, de incorpóreo, a la cual renunció el día en que se quiso universo. Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo divino. Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar y ordenar un mundo, desarrollando y multiplicando sus circunvoluciones, sus ramificaciones y rodeos. Yo era uno de los rayos de la rueda, uno de los aspectos de esa fuerza única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila y toro, hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente. Proteo que a la vez es Júpiter.
Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. Mi fuerza, mi agilidad física o mental, se mantenían gracias a una cuidadosa gimnástica humana. ¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto; los delirios si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde. Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro.
He dicho que mis títulos no agregaban casi nada a tan asombrosa certidumbre; en cambio ésta se veía confirmada por las más simples rutinas de mi oficio de emperador. Si Júpiter es el cerebro del mundo, el hombre encargado de organizar y moderar los negocios humanos puede razonablemente considerarse como parte de ese cerebro que todo lo preside. Con o sin razón, la humanidad ha concebido casi siempre a su dios en términos de providencia; mis funciones me obligaban a ser esa providencia para una parte del género humano. Cuanto más se desarrolla el Estado, ciñendo a los hombres en sus mallas exactas y heladas, más aspira la confianza humana a situar en el otro extremo de la inmensa cadena la adorada imagen de un hombre protector. Lo quisiera o no, las poblaciones orientales del imperio me trataban como a un dios. Aun en Occidente, aun en Roma, donde sólo somos declarados oficialmente divinos después de nuestra muerte, la oscura piedad popular se complace más y más en deificarnos vivos. Muy pronto la gratitud de los partos elevó templos al emperador romano que había instaurado y mantenido la paz; tuve mi santuario en Vologeso, en el seno de aquel vasto mundo extranjero. Lejos de ver en esas señales la adoración un peligro de locura o prepotencia para el hombre que las acepta, descubría en ellas un freno, la obligación de realizarse de conformidad con un modelo eterno, de asociar a la fuerza humana una parte de sapiencia suprema. Ser dios, en resumidas cuentas, exige más virtudes que ser emperador.
Dieciocho meses más tarde me hice iniciar en Eleusis. Aquella visita a Osroes había cambiado en cierto sentido el curso de mi vida. En vez de regresar a Roma decidí consagrar algunos años a las provincias griegas y orientales del imperio; Atenas se convertía cada vez más en mi patria, mi centro. Quería agradar a los griegos, y también helenizarme lo más posible, pero aquella iniciación, motivada en parte por consideraciones políticas, fue sin embargo una experiencia religiosa sin igual. Los grandes ritos eleusinos sólo simbolizan los acaecimientos de la vida humana, pero el símbolo va más allá del acto, explica cada uno de nuestros gestos en términos de mecánica eterna. La enseñanza recibida en Eleusis debe ser mantenida en secreto; por lo demás, siendo por naturaleza inefable, corre pocos riesgos de ser divulgada. Si se la formulara, no pasaría de las evidencias más triviales; su profundidad reside precisamente en eso. Los grados superiores que me fueron conferidos luego de mis conversaciones privadas con el hierofante, no agregaron casi nada al loco choque inicial, idéntico al que siente el más ignorante de los peregrinos que participa de las abluciones rituales y bebe en la fuente. Había oído las disonancias resolviéndose en acorde; por un instante me había apoyado en otra esfera y contemplado desde lejos, pero también desde muy cerca, esa procesión humana y divina en la que yo tenía mi lugar, ese mundo donde el dolor existe todavía, pero no ya el error. El destino humano, ese vago trazo en el cual la mirada menos experta reconoce tantas faltas, centelleaba como los dibujos del cielo.
Conviene que mencione aquí una costumbre que me llevó durante toda mi vida por caminos menos secretos que los de Eleusis, pero que al fin y al cabo son paralelos: me refiero al estudio de los astros. He sido siempre amigo de los astrónomos y cliente de los astrólogos. La ciencia de estos últimos es incierta, falsa en los detalles, quizá verdadera en su totalidad; pues si el hombre, parcela del universo, está regido por las mismas leyes que presiden en el cielo, nada tiene de absurdo buscar allá arriba los temas de nuestras vidas, las frías simpatías que participan de nuestros triunfos y nuestros errores. Jamás dejaba yo, a cada anochecer de otoño, de saludar en el sur a Acuario, al Copero celeste, al Dispensador bajo el cual he nacido. Nunca olvidaba verificar los pasajes de Júpiter y Venus, que regulan mi vida, ni de medir la influencia del peligroso Saturno. Pero si esa extraña refracción de lo humano en la bóveda estelar preocupaba con frecuencia mis vigilias, aún más me interesaban las matemáticas celestes, las especulaciones abstractas a que dan lugar esos grandes cuerpos inflamados. Inclinábame a creer, como algunos de nuestros sabios más atrevidos, que también la tierra participa de esa marcha nocturna y diurna que las santas procesiones de Eleusis simbolizan en su humano simulacro. En un mundo donde todo es torbellino de fuerzas, danza de átomos, donde todo está arriba y abajo a la vez, en la periferia y en el centro, me costaba imaginar la existencia de un globo inmóvil, de un punto fijo que al mismo tiempo no fuera moviente. Otras veces, los cálculos de la precesión de los equinoccios establecida por Hiparco de Alejandría obsesionaban mis veladas; volvía a encontrar en ellos, en forma de demostraciones y no ya como fábulas o símbolos, el mismo misterio eleusino del pasaje y el retorno. La Espiga de la Virgen no está ya en nuestros días en el punto del mapa señalado por Hiparco, pero esta variación es el cumplimiento de un ciclo, y el cambio mismo confirman las hipótesis del astrónomo. Lenta, ineluctablemente, este firmamento volverá a ser como era en tiempos de Hiparco: será de nuevo lo que es en tiempos de Adriano. El desorden se integraba en el orden; el cambio formaba parte de un plan que el astrónomo era capaz de aprehender por adelantado; el espíritu humano revelaba su participación en el universo mediante teoremas exactos, así como lo revelaba en Eleusis con gritos rituales y danzas. El contemplador y los astros contemplados rodaban inevitablemente hacia su fin, marcado en alguna parte del cielo. Pero cada momento de esa caída era una pausa, un hito, un segmento de una curva tan sólida como una cadena de oro. Cada deslizamiento nos devolvía a ese punto en el que por azar nos encontramos y que por ello nos parece un centro.
Jamás, desde las noches de mi infancia en que el brazo alzado de Marulino me mostraba las constelaciones, me abandonó la curiosidad por las cosas del cielo. Durante las vigilias forzadas de los campamentos contemplaba la luna corriendo a través de las nubes de los cielos bárbaros; más tarde, en las claras noches áticas, escuché al astrónomo Terón de Rodas explicar su sistema del mundo; tendido en el puente de un navío, en pleno mar Egeo, vi oscilar lentamente el mástil, desplazándose entre las estrellas, yendo del ojo enrojecido de Toro al llanto de las Pléyades, de Pegaso al Cisne; contesté lo mejor posible a las preguntas ingenuas y graves del joven que contemplaba conmigo ese mismo cielo. Aquí, en la Villa, hice levantar un observatorio al que la enfermedad ya no me deja subir. Pero hice aun más, una vez en la vida: ofrecí a las constelaciones el sacrificio de toda una noche. Fue después de mi visita a Osroes, durante la travesía del desierto sirio. Tendido de espaldas, bien abiertos los ojos, abandonando durante algunas horas todo cuidado humano, me entregué desde la noche hasta el alba a ese mundo de llama y de cristal. Fue el más hermoso de mis viajes. El gran astro de la constelación de la Lira, estrella polar de los hombres que vivirán dentro de algunas decenas de millares de años, resplandecía sobre mi cabeza. Los Gemelos brillaban débilmente en los últimos resplandores del crepúsculo; la Serpiente precedía al Sagitario; el Águila ascendía al cenit, abiertas las alas, y bajo ella ardía esa constelación aún no designada por los astrónomos y a la cual habría que dar un día el más querido de los nombres. La noche, jamás tan completa como lo creen aquellos que viven y duermen encerrados en sus habitaciones, se volvió más oscura y luego más clara. Las hogueras destinadas a alejar a los chacales se fueron apagando; aquellos montones de carbones ardientes me recordaron a mi abuelo erguido en su viña sus profecías convertidas ya en presente y que bien pronto serían pasado. En mi vida busqué unirme a lo divino bajo muchas formas; conocí más de un éxtasis; los hay atroces, y los hay de una conmovedora dulzura. El éxtasis de la noche siria fue extrañamente lúcido. Inscribió en mí los movimientos celestes con una precisión que jamás me habría permitido alcanzar ninguna observación parcial. En el momento en que te escribo, sé exactamente qué estrellas pasan en Tíbur sobre este techo ornado de estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas, en otras tierras, sobre una tumba. Algunos años después, la muerte había de convertirse en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual dedicaría todas las fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por el Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual acaso ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas experiencias quizá condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de esa negra colgadura. Pero la noche siria representa mi parte consciente de inmortalidad.