Mi abuelo Marulino creía en los astros. Aquel anciano demacrado, de rostro amarillento, me concedía el mismo afecto sin ternura, sin signos exteriores y casi sin palabras, que tenía por los animales de su granja, sus tierras, su colección de piedras caídas del cielo. Descendía de una vasta línea de antepasados establecidos en España desde la época de los Escipiones. Era de jerarquía senatorial, y tercero del mismo nombre; hasta entonces nuestra familia había pertenecido al orden ecuestre. Bajo el reinado de Tito, mi abuelo había participado modestamente en las actividades públicas. Este provinciano ignoraba el griego, y hablaba el latín con un ronco acento español que me transmitió y que más tarde fue motivo de risa. Pero su espíritu no era completamente inculto; a su muerte se halló en su casa un saco lleno de instrumentos de matemáticas y de libros que no había tocado en veinte años. Tenía conocimientos semicientíficos, semicampesinos, la misma mezcla de prejuicios estrechos y añeja sabiduría que caracterizaron a Catón el viejo. Pero Catón fue toda su vida el hombre del Senado romano y de la guerra de Cartago, el exacto representante de la dura Roma republicana. La dureza casi impenetrable de Marulino remontaba más atrás, a épocas más antiguas. Era el hombre de la tribu, la encarnación de un mundo sagrado y casi aterrador, cuyos vestigios encontré más tarde entre nuestros necrománticos etruscos. Andaba siempre a cabeza descubierta, cosa que luego habrían de criticar en mí; sus pies encallecidos prescindían de las sandalias. En los días ordinarios, sus ropas se distinguían apenas de las de los viejos mendigos y los graves aparceros acurrucados al sol. Tenía fama de brujo y los aldeanos trataban de evitar su mirada. Pero gozaba de un singular poder sobre los animales. Le he visto acercar su cabeza cana a un nido de víboras, prudente y amistosamente; he visto sus dedos nudosos que ejecutaban una especie de danza frente a un lagarto. En las noches de verano me llevaba a lo alto de una árida colina para observar el cielo. Me quedaba dormido en un hueco, fatigado de contar los meteoros. Él seguía sentado, alta la cabeza, girando imperceptiblemente con los astros. Debía de haber conocido los sistemas de Filolao y de Hiparco, y el de Aristarco de Samos, que preferí más tarde, pero esas especulaciones ya no le interesaban. Para él los astros eran puntos inflamados, objetos como las piedras y los lentos insectos de los cuales también extraía presagios, partes constitutivas de un universo mágico que abarcaba las voluntades de los dioses, la influencia de los demonios, y la suerte reservada a los hombres. Había determinado el tema de mi natividad. Una noche vino a mí, me sacudió para despertarme y me anunció el imperio del mundo con el mismo laconismo gruñón que hubiera empleado para predecir una buena cosecha a las gentes de la granja. Luego, presa de desconfianza, fue a sacar una tea del pequeño fuego de sarmientos que mantenía para calentarnos en las horas de frío, la acercó a mi mano y leyó en mi espesa palma de niño de once años no sé qué confirmación de las líneas inscritas en el cielo. El mundo era para él un solo bloque: una mano confirmaba los astros. Su noticia me conmovió menos de lo que podía creerse: un niño lo espera siempre todo. Creo que después se olvidó de su profecía, sumido en esa indiferencia a los sucesos presentes y futuros que es propia de la ancianidad. Lo encontraron una mañana en el bosque de castaños de los confines del dominio, ya frío y picoteado por las aves de presa. Antes de morir había tratado de enseñarme su arte. No tuvo éxito; mi curiosidad natural saltaba de golpe a las conclusiones sin preocuparse por los detalles complicados y un tanto repugnantes de su ciencia. Pero quedó en mi el gusto por ciertas experiencias peligrosas.
Mi padre, Elio Afer Adriano, era un hombre abrumado de virtudes. Su vida transcurrió en administraciones sin gloria; su voz no contó jamás en el Senado. Contrariamente a lo que suele ocurrir, su gobierno de África no lo había enriquecido. Entre nosotros, en el municipio español de Itálica, se agotaba dirimiendo conflictos locales. Carecía de ambición y de alegría; como tantos otros hombres que se van eclipsando de año en año, había llegado a ocuparse con maniática minucia de las insignificancias a las cuales se dedicaba. También yo he conocido esas honorables tentaciones de la minucia y del escrúpulo. La experiencia había desarrollado en mi padre un extraordinario escepticismo sobre los seres humanos, y en él me incluía siendo yo apenas un niño. Si hubiera asistido a mis éxitos, no lo habrían deslumbrado en absoluto; el orgullo familiar era tan grande que nadie hubiera admitido que yo agregaba alguna cosa. Aquel hombre agotado sucumbió cuando yo tenía doce años. Mi madre habría de pasar el resto de su vida en una austera viudez; no volví a verla desde el día en que, llamado por mi tutor, partí para Roma. De su rostro alargado de española, lleno de una dulzura algo melancólica, guardo un recuerdo que el busto de cera del muro de los antepasados corrobora. De las hijas de Gades tenía los piececitos calzados con estrechas sandalias, y el dulce balanceo de las caderas de las danzarinas de la región asomaba en aquella joven matrona irreprochable.
Con frecuencia he reflexionado sobre el error que cometemos al suponer que un hombre o una familia participan necesariamente de las ideas o los acontecimientos del siglo en que les toca vivir. El contragolpe de las intrigas romanas llegaba apenas hasta mis padres en aquel rincón de España, aunque en tiempos de la revuelta contra Nerón mi abuelo hubiera ofrecido hospitalidad a Galba durante una noche. Se vivía con el recuerdo de cierto Fabio Adriano, quemado vivo por los cartagineses en el sitio de Utica, de un segundo Fabio, soldado sin suerte que persiguió a Mitridates en las rutas del Asia Menor, oscuros héroes de archivos sin fastos. Mi padre no sabía casi nada de los escritores de la época; Lucano y Séneca le eran ajenos, aunque oriundos de España como nosotros. Mi tío abuelo Elio, que era letrado, limitaba sus lecturas a los autores más conocidos del siglo de Augusto. Este desdén por las modas contemporáneas les ahorraba muchos errores de gusto; a él debían su falta de engreimiento. El helenismo y el Oriente eran desconocidos, o se los miraba de lejos con el ceño fruncido; creo que en toda la península no había una sola estatua griega. La economía iba a la par de la riqueza, y una cierta rusticidad con un empaque casi pomposo. Mi hermana Paulina era grave, silenciosa, retraída; se casó siendo joven con un viejo. La probidad era rigurosa, pero se trataba con dureza a los esclavos. No se incurría en ninguna curiosidad, limitándose a pensar en todo lo que convenía a un ciudadano romano. Yo he debido de ser el disipador de tantas virtudes, si realmente se trataba de virtudes.
La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones del mundo a aquel pequeño país pedregoso. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad priman sobre las circunstancias. El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas. Las de España se resentían del ocio provinciano. La escuela de Terencio Scauro, en Roma, proporcionaba una enseñanza mediocre sobre las filosofías y los poetas, pero preparaba bastante bien para las vicisitudes de la existencia humana; los maestros ejercían sobre los alumnos un despotismo que yo me avergonzaría de imponer a los hombres; encerrados en los estrechos límites de su saber, cada uno despreciaba a sus colegas que poseían otros conocimientos igualmente estrechos. Aquellos pedantes se desgañitaban disputándose sobre palabras. Las querellas de precedencia, las intrigas, las calumnias, me familiarizaron con lo que debería encontrar más tarde en todos los círculos donde viví; y a ello se agregaba la brutalidad de la infancia. No obstante llegué a querer a algunos de mis maestros, a esas relaciones extrañamente intimas y extrañamente elusivas que existen entre el profesor y el alumno, y a las Sirenas cantando en lo hondo de una voz cascada que por primera vez nos revela una obra maestra o nos explica una idea nueva. Después de todo, el más grande seductor no es Alcibíades sino Sócrates.
Los métodos de los gramáticos y los rectores eran quizá menos absurdos de lo que yo creía en la época en que me hallaba sometido a ellos. La gramática, con su mezcla de regla lógica y de uso arbitrario, propone al joven las primicias de lo que más tarde le ofrecerán las ciencias de la conducta humana, el derecho o la moral, todos los sistemas donde el hombre ha codificado su experiencia instintiva. En cuanto a los ejercicios de retórica, en los que éramos sucesivamente Jerjes y Temístocles, Octavio y Marco Antonio, me embriagaron; me sentí Proteo. Por ellos aprendí a penetrar sucesivamente en el pensamiento de cada hombre, a comprender que cada uno se decide, vive y muere conforme a sus propias leyes. La lectura de los poetas tuvo efectos todavía más trastornadores; no estoy seguro de que el descubrimiento del amor sea por fuerza más delicioso que el de la poesía. Me transformé; la iniciación a la muerte no me hará entrar más profundamente en otro mundo que un crepúsculo dicho por Virgilio. Más tarde preferí la rudeza de Ennio, tan próximo a los orígenes sagrados de la raza, a la sapiente amargura de Lucrecio; a la generosa soltura de Homero antepuse la humilde parsimonia de Hesíodo. Gusté por sobre todo de los poetas más complicados y oscuros, que someten mi pensamiento a una difícil gimnástica; los más recientes o los más antiguos, aquellos que me abren caminos novísimos o aquellos que me ayudan a encontrar las huellas perdidas. Pero por aquel entonces amaba en el arte de los versos lo que toca más de cerca a los sentidos, el metal pulido de Horacio, la blanda carne de Ovidio. Scauro me desesperó al asegurarme que yo no pasaría nunca de ser un poeta mediocre; me faltaban el don y la aplicación. Mucho tiempo creí que se había engañado; guardo en alguna parte, bajo llave, uno o dos volúmenes de versos amorosos, en su mayoría imitaciones de Catulo. Pero ahora me importa muy poco que mis producciones personales sean o no detestables.
Siempre agradeceré a Scauro que me hiciera estudiar el griego a temprana edad. Aún era un niño cuando por primera vez probé de escribir con el estilo los caracteres de ese alfabeto desconocido; empezaba mi gran extrañamiento, mis grandes viajes y el sentimiento de una elección tan deliberada y tan involuntaria como el amor. Amé esa lengua por su flexibilidad de cuerpo bien adiestrado, su riqueza de vocabulario donde a cada palabra se siente el contacto directo y variado de las realidades, y porque casi todo lo que los hombres han dicho de mejor lo han dicho en griego. Bien sé que hay otros idiomas; están petrificados, o aún les falta nacer. Los sacerdotes egipcios me mostraron sus antiguos símbolos, signos más que palabras, antiquísimos esfuerzos por clasificar el mundo y las cosas, habla sepulcral de una raza muerta. Durante la guerra con los judíos, el rabino Josuá me explicó literalmente ciertos textos de esa lengua de sectarios, tan obsesionados por su dios, que han desatendido lo humano. En el ejército me familiaricé con el lenguaje de los auxiliares celtas; me acuerdo sobre todo de ciertos cantos… Pero las jergas bárbaras valen a lo sumo por las reservas que proporcionan la palabra, y por todo lo que sin duda expresarán en el porvenir. En cambio el griego tiene tras de él tesoros de experiencia, la del hombre y la del Estado. De los tiranos jonios a los demagogos de Atenas, de la pura austeridad de un Agesilao o los excesos de un Dionisio o de un Demetrio, de la traición de Dimarates a la fidelidad de Filopemen, todo lo que cada uno de nosotros puede intentar para perder a sus semejantes o para servirlos, ha sido hecho ya alguna vez por un griego. Y lo mismo ocurre con nuestras elecciones personales: del cinismo al idealismo, del escepticismo de Pirrón a los sueños sagrados de Pitágoras, nuestras negativas o nuestros asentimientos ya han tenido lugar; nuestros vicios y virtudes cuentan con modelos griegos. Nada iguala la belleza de una inscripción votiva o funeraria latina; esas pocas palabras grabadas en la piedra resumen con majestad impersonal todo lo que el mundo necesita saber de nosotros. Yo he administrado el imperio en latín; mi epitafio será inscrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tíber; pero he pensado y he vivido en griego.
Tenía dieciséis años; volvía de un periodo de aprendizaje en la Séptima legión acantonada entonces en el corazón de los Pirineos, en una región salvaje de la España Citerior, harto diferente de la parte meridional de la península donde había crecido. Acilio Atiano, mi tutor, creyó oportuno equilibrar mediante el estudio aquellos meses de vida ruda y cacerías salvajes. Sensatamente se dejó persuadir por Scauro y me envió a Atenas como alumno del sofista Iseo, hombre brillante y dotado sobre todo de un raro talento para la improvisación. Atenas me conquistó de inmediato; el colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón, saboreaba por primera vez ese aire intenso, esas conversaciones rápidas, esos vagabundeos en los demorados atardeceres rosados, esa incomparable facilidad para la discusión y la voluptuosidad. Las matemáticas y las artes —investigaciones paralelas— me ocuparon sucesivamente; tuve así ocasión de seguir en Atenas un curso de medicina de Leotiquidas. Me hubiera agradado la profesión de médico; su espíritu no difiere en esencia del que traté de aplicar a mi oficio de emperador. Me apasioné por esa ciencia demasiado próxima a nosotros para no ser incierta, para no estar sujeta a la infatuación y al error, pero a la vez rectificada de continuo por el contacto de lo inmediato, de lo desnudo. Leotiquidas tomaba las cosas en la forma más positiva posible; había elaborado un admirable sistema de reducción de fracturas. Por la tarde nos paseábamos a orillas del mar; aquel hombre Universal se preocupaba por la estructura de los caracoles y la composición de los limos marinos. Le faltaban medios experimentales; añoraba los laboratorios y las salas de disección del museo de Alejandría, que había frecuentado en su juventud, el choque de las opiniones, la ingeniosa competencia de los hombres. Espíritu seco, me enseñó a preferir las cosas a las palabras, a desconfiar de las fórmulas, a observar más que a juzgar. Aquel áspero griego me enseñó el método.
A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la juventud, y la mía menos que ninguna otra. Consideraba en sí misma, esa juventud tan alocada se me presenta la mayoría de las veces como una época mal desbastada de la existencia, un periodo opaco e informe, huyente y frágil. De más está decir que en esta regla he hallado cierto número de excepciones deliciosas, y dos o tres admirables entre las cuales tú, Marco, has sido la más pura. Por lo que a mi se refiere, a los veinte años era poco más o menos lo que soy ahora, pero sin consistencia. No todo en mi era malo, pero podía llegar a serlo: lo bueno o lo excelente apuntalaban lo peor. Imposible pensar sin ruborizarme en mi ignorancia del mundo que creía conocer, mi impaciencia, esa especie de ambición frívola y avidez grosera. ¿Debo confesarlo? En el seno de la vida estudiosa de Atenas, donde todos los placeres ocupaban su lugar morigeradamente, yo añoraba, si no a Roma misma, la atmósfera del lugar donde continuamente se hacen y deshacen los negocios del mundo, el ruido de poleas y engranajes de la máquina del poder. El reinado de Domiciano llegaba a su fin; mi primo Trajano, que se había cubierto de gloria en las fronteras del Rin, se convertía en hombre popular; la tribu española se afianzaba en Roma. Comparada con ese mundo de acción inmediata, la dulce provincia griega me parecía dormitar en un polvillo de ideas ya respiradas; la pasividad política de los helenos era para mí una forma asaz innoble de renunciación. Mi apetito de poder, de dinero —que entre nosotros suele ser su primera forma— y de gloria, para dar este hermoso nombre apasionado al prurito de oír hablar de nosotros, era ya innegable. A él se mezclaba confusamente el sentimiento de que Roma, inferior en tantas cosas, recobraba la ventaja en la familiaridad con los grandes negocios que exigía de sus ciudadanos, por lo menos aquellos de las órdenes senatorial o ecuestre. Había llegado al punto de sentir que la discusión más trivial sobre la importación de trigo de Egipto me hubiera enseñado más sobre el Estado que toda la República de Platón. Ya algunos años atrás, joven romano avezado en la disciplina militar, había creído comprender mejor que mis profesores a los soldados de Leónidas y a los atletas de Píndaro. Abandoné Atenas, reseca y rubia, por la ciudad donde hombres envueltos en pesadas togas luchan contra el viento de febrero, donde el lujo y el libertinaje están privados de encanto, pero donde las menores decisiones afectan al destino de una parte del mundo y donde un joven provinciano ávido pero nada obtuso, y que al principio sólo creía obedecer a ambiciones bastante groseras, habría de perderlas a medida que las realizaba, aprendiendo a medirse con los hombres y las cosas, a mandar, y, lo que al fin de cuentas es quizá algo menos fútil, a servir.
No todo era bello en ese advenimiento de una virtuosa clase media que se establecía en vísperas de un cambio de régimen; la honestidad política ganaba la partida con ayuda de estratagemas asaz turbias. Al poner poco a poco la administración en manos de sus protegidos, el Senado cerraba el círculo en torno a Domiciano hasta sofocarlo; quizá los hombres nuevos a los cuales me vinculaban mis lazos de familia no diferían mucho de aquellos a quienes iban a reemplazar; de todas maneras estaban menos manchados por el poder. Los primos y sobrinos de provincia esperaban obtener puestos subalternos, pero se les pedía que los desempeñaran con integridad. También ya recibí mi puesto: fui nombrado juez del tribunal encargado de los litigios sucesorios. Desde esta modesta función asistí a los últimos golpes del duelo a muerte entre Domiciano y Roma. El emperador había perdido pie en la capital, en la que sólo se sostenía gracias a continuas ejecuciones que apresuraban su propio fin; el ejército entero conspiraba para matarlo. No comprendí gran cosa de esta esgrima mucho más fatal que la de las arenas; me contenté con sentir hacia el tirano acorralado el desprecio un tanto arrogante de un alumno de los filósofos. Bien aconsejado por Atiano, desempeñé mi oficio sin ocuparme demasiado de política.
Aquel año de trabajo no se diferenció mucho de los años de estudio. Ignoraba el derecho, pero tuve la suerte de encontrar como colega en el tribunal a Neracio Prisco, quien consintió en instruirme y siguió siendo mi asesor legal y mi amigo hasta el día de su muerte. Pertenecía a esa rara familia espiritual que, poseyendo a fondo una especialidad, viéndola por así decirlo desde adentro, y con un punto de vista inaccesible a los profanos, conserva sin embargo el sentido de su valor relativo en el orden de las cosas, y la mide en términos humanos. Más versado que cualquiera de sus contemporáneos en la rutina legal, no vacilaba nunca frente a las innovaciones útiles. Gracias a él pude imponer más tarde ciertas reformas. Pero entonces se imponían otras tareas. Había yo conservado mi acento provinciano; mi primer discurso en el tribunal hizo reír a carcajadas. Aproveché entonces mi frecuentación de los actores, que escandalizaban a mi familia; durante largos meses las lecciones de elocución fueron la más ardua pero la más deliciosa de mis tareas, y el secreto mejor guardado de mi vida. Hasta el libertinaje se convertía en un estudio en aquellos años difíciles. Trataba de ponerme a tono con la juventud dorada de Roma; jamás lo conseguí por entero. Movido por la cobardía propia de esa edad, cuya temeridad exclusivamente física se agota en otras cosas, sólo a medias me atrevía a confiar en mí mismo; con la esperanza de parecerme a los demás, embotaba o afilaba mi naturaleza.
No era muy querido. No había ninguna razón para que lo fuera. Ciertos rasgos, por ejemplo la afición a las artes, que pasaban inadvertidos en el colegial de Atenas y que serían más o menos aceptados en el emperador, resultaban incómodos en el oficial y el magistrado en los primeros peldaños de la autoridad. Mi helenismo se prestaba a las sonrisas, tanto más que yo lo exhibía y lo disimulaba alternativamente. En el Senado me llamaban el estudiante griego. Empezaba a tener mi leyenda, ese extraño reflejo centelleante nacido a medias de nuestras acciones y a medias de lo que el vulgo piensa de ellas. Los litigantes impudentes me delegaban sus mujeres, si sabían de mi aventura con la esposa de un senador, o sus hijos, cuando yo proclamaba alocadamente mi pasión por algún joven mimo. Confundir a esas gentes con mi indiferencia me resultaba un placer. Los más lamentables eran los que me hablaban de literatura para congraciarse conmigo. La técnica que debía elaborar en aquellos puestos mediocres me sirvió más tarde para mis audiencias imperiales. Volcarse íntegramente a cada uno durante la breve duración de la entrevista, hacer del mundo una tabla rasa donde en ese momento sólo existe cierto banquero, cierto veterano, cierta viuda; acordar a esas personas tan variadas —aunque encerradas en los estrechos límites de alguna especie— toda la atención cortés que en los mejores momentos nos acordamos a nosotros mismos, y verlos casi infaliblemente aprovechar de esa facilidad para engreírse como la rana de la fábula; y, finalmente, consagrar seriamente algunos instantes a su problema o a su negocio. Aquello seguía siendo el consultorio del médico. Ponía al desnudo viejos odios aterradores, una lepra de mentiras. Maridos contra esposas, padres contra hijos, colaterales contra todo el mundo; el poco respeto que tenía personalmente por la institución de la familia no resistió a ese desfile.
No desprecio a los hombres. Si así fuera no tendría ningún derecho, ninguna razón para tratar de gobernarlos. Los sé vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir. Lo sé: soy como ellos, al menos por momentos, o hubiera podido serlo. Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado desdeñables como para que cuenten en la suma final. Me esfuerzo pues para que mi actitud esté tan lejos de la fría superioridad del filósofo como de la arrogancia del César. Los hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta, ese contramaestre que desgarra a latigazos la espalda de los esclavos es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría conmigo su último mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa. Nuestro gran error está en tratar de obtener de cada uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. A la búsqueda de esas virtudes fragmentarias aplicaré aquí lo que decía antes, voluptuosamente, de la búsqueda de la belleza. He conocido seres infinitamente más noveles, más perfectos que yo, como Antonino, tu padre; he frecuentado a no pocos héroes, y también a algunos sabios. En la mayoría de los hombres encontré inconsistencia para el bien; no los creo más consistentes para el mal; su desconfianza, su indiferencia más o menos hostil cedía demasiado pronto casi vergonzosamente, y se convertía demasiado fácilmente en gratitud y respeto, que tampoco duraban mucho; aun su egoísmo podía ser aplicado a finalidades útiles. Me asombra que tan pocos me hayan odiado; sólo he tenido dos o tres enemigos encarnizados, de los cuales y como siempre yo era en parte responsable. Algunos me amaron, dándome mucho más de lo que tenía derecho a exigir y aun a esperar de ellos; me dieron su muerte, y a veces su vida. Y el dios que llevan en ellos se revela muchas veces cuando mueren.
Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a la vez más libre y más sumiso de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre. Maldicen sus grillos; a veces parecería que se jactan de ellos. Por lo demás su tiempo transcurre en vanas licencias; no saben urdir para sí mismos el más ligero yugo. En cuanto a mí, busqué la libertad más que el poder, y el poder tan sólo porque en parte favorecía la libertad. No me interesaba una filosofía de la libertad humana (todos los que la intentan me hastían) sino una técnica; quería hallar la charnela donde nuestra voluntad se articula con el destino, donde la disciplina secunda a la naturaleza en vez de frenarla. Compréndeme bien: no se trata de la dura voluntad del estoico, cuyo poder estimas exageradamente, ni tampoco de una elección o una negativa abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, continuo, formado de objetos y de cuerpos. Soñé con una aquiesciencia más secreta o una buena voluntad más flexible. La vida era para mi un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado. Como en definitiva todo es una decisión del espíritu, aunque lenta e insensible, que entraña asimismo la adhesión del cuerpo, me esforzaba por alcanzar gradualmente ese estado de libertad —o de sumisión— casi puro. La gimnástica me ayudaba a ello; la dialéctica no me perjudicaba. Busqué primero una simple libertad de vacaciones, de momentos libres. Toda vida bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir. Fui más allá; imaginé una libertad simultánea, en la que dos acciones, dos estados, serían posibles al mismo tiempo; tomando por modelo a César, aprendí a dictar diversos textos a la vez, y a hablar mientras seguía leyendo. Inventé un modo de vida en el que podía cumplirse perfectamente la tarea más pesada sin una tregua total; llegué aun a proponerme eliminar la noción física de fatiga. En otros momentos me ejercitaba en practicar una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, debían poder ser interrumpidos a cada instante y luego reanudados; la certidumbre de poder ahuyentarlos o llamarlos como a esclavos les quitaba toda posibilidad de tiranía, y a mí todo sentimiento de servidumbre. Hice más: ordené todo un día en torno a una idea escogida, que no debía abandonarme nunca; cuando hubiera podido desanimarme o distraerme, los proyectos o los trabajos de otro orden, las palabras vanas, los mil incidentes de la jornada, se apoyaban en esa idea como los pámpanos en un fuste de columna. Otras veces, en cambio, dividía al infinito: cada pensamiento, cada hecho, era objeto de una segmentación, de un seccionamiento en múltiples pensamientos o hechos más pequeños, de manejo más fácil. Las resoluciones difíciles se desmigajaban así en un polvillo de decisiones minúsculas, tomadas una a una, determinándose consecutivamente, y por ello tan inevitables como fáciles.
Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad de aquiescencia, la más ardua de todas. Asumí mi estado y mi condición; en mis años de dependencia, la sujeción perdía lo que pudiera tener de amargo o aun de indigno, si aceptaba ver en ella un ejercicio útil. Elegía lo que tenía, exigiéndome tan sólo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplían sin esfuerzo a poco que me apasionara por ellos. Tan pronto un objeto me repugnaba, lo convertía en tema de estudio, forzándome hábilmente a extraer de él un motivo de alegría. Frente a un suceso imprevisto o casi desesperado, una emboscada o una tempestad en el mar, una vez adoptadas todas las medidas concernientes a los demás, me consagraba a festejar el azar, a gozar de lo que me traía de inesperado; la emboscada o la tormenta se integraban sin esfuerzo en mis planes o en mis ensueños. Aun en la hora de mi peor desastre, he visto llegar el momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que yo lo hacía mío al aceptarlo. Si alguna vez me toca sufrir la tortura —y sin duda la enfermedad se encargará de someterme a ella—, no estoy seguro de conservar mucho tiempo la impasibilidad de un Trasea, pero al menos me quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Y en esta forma, con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia extrema y prudentes concesiones, he llegado finalmente a aceptarme a mí mismo.
De haberse prolongado en exceso, esa vida en Roma me hubiera agriado, corrompido o gastado. Me salvó el reingreso en el ejército, que también tiene sus compromisos pero más sencillos. La incorporación significaba viajar, y me puse en marcha lleno de júbilo. Había sido nombrado tribuno en la Décima Legión, la Coadjutora; pasé a orillas del alto Danubio algunos meses lluviosos de otoño, sin otro compañero que un libro de Plutarco que acababa de aparecer. En noviembre fui trasladado a la Quinta Legión Macedonia, acantonada entonces (y aun hoy) en la desembocadura del mismo río, en las fronteras de la Moesia inferior. La nieve que bloqueaba las rutas me impidió viajar por tierra. Embarqué en Pola, y apenas tuve tiempo de visitar otra vez Atenas, donde más tarde habría de vivir largo tiempo. La noticia del asesinato de Domiciano, anunciada a los pocos días de mi llegada al campamento, no asombró a nadie y alegró a todo el mundo. Trajano no tardó en ser adoptado por Nerva; la avanzada edad del nuevo príncipe daba a esta sucesión un carácter perentorio. La política de conquistas, en la que mi primo se proponía lanzar a Roma según era notorio, los reagrupamientos de tropas que empezaban a cumplirse, la severidad progresiva de la disciplina, mantenían al ejército en un estado de efervescencia y expectativa. Aquellas legiones danubianas funcionaban con la precisión de una máquina de guerra bien engrasada; no se parecían en nada a las soñolientas guarniciones que yo había conocido en España. Lo que es más importante, la atención del ejército había dejado de concentrarse en las querellas de palacio, para fijarse en los asuntos exteriores del imperio; nuestras tropas no se reducían ya a una banda de lictores prontos a aclamar o a degollar a cualquiera. Los oficiales más inteligentes se esforzaban por distinguir un plan general en esas reorganizaciones de las que participaban, por prever el futuro nacional y no solamente el suyo propio. Por lo demás aquellos acontecimientos, que atravesaban la primera etapa de su crecimiento, provocaban no pocos comentarios ridículos; todas las noches las mesas de los oficiales quedaban cubiertas de planes estratégicos tan gratuitos como inhábiles. El patriotismo romano, la creencia inquebrantable en los beneficios de nuestra autoridad y en la misión de Roma sobre los pueblos, asumían en aquellos profesionales una brutalidad a la cual yo no estaba aún acostumbrado. En las fronteras, donde precisamente hubiera hecho falta cierta habilidad, por lo menos momentánea, para obtener la adhesión de algunos jefes nómadas, el soldado eclipsaba por completo al estadista; los trabajos forzados y las requisiciones daban lugar a abusos que no asombraban a nadie. Gracias a las divisiones continuas entre los bárbaros, la situación en el nordeste era más favorable que nunca; incluso dudo de que las guerras posteriores la hayan mejorado. Los incidentes fronterizos nos causaban pocas pérdidas, sólo inquietantes por su repetición continua; reconozcamos que ese perpetuo quién vive servia por lo menos para fortalecer el espíritu militar. Estaba persuadido sin embargo de que un menor número de demostraciones, unido al ejercicio de una mayor actividad mental, hubiera bastado para someter a ciertos jefes, para ganar la adhesión de los otros, y decidí consagrarme a esta última tarea que todo el mundo desdeñaba.
Impulsábame a ello mi gusto por el extrañamiento; me placía frecuentar a los bárbaros. Aquel gran país situado entre las bocas del Danubio y las de Borístenes, triángulo del cual recorrí por lo menos dos lados, se cuenta entre las regiones más sorprendentes del mundo, al menos para nosotros, hombres nacidos a orillas del Mar Interior, habituados a los paisajes puros y secos del sur, a las colinas y penínsulas. Allí adoré a la diosa Tierra, como aquí adoramos a la diosa Roma, y no hablo de Ceres sino de una divinidad más antigua, anterior a la invención de los cultivos. Nuestro suelo griego o latino, sostenido por la osamenta de las rocas, posee la elegancia ceñida de un cuerpo masculino; la tierra escita tenía la abundancia algo pesada de un cuerpo reclinado de mujer. La llanura sólo acababa en el cielo. Frente al milagro de los ríos mi maravilla no tenía fin; aquella vasta tierra vacía era tan sólo una pendiente y un lecho para ellos. Nuestros ríos son cortos, y jamás nos sentimos lejos de sus fuentes. Pero el enorme caudal que acababa aquí en confusos estuarios, arrastraba consigo los limos de un continente desconocido, los hielos de regiones inhabitables. El frío de una meseta española no es inferior a ningún otro, pero por primera vez me hallaba cara a cara con el verdadero invierno, que en nuestras regiones sólo hace apariciones más o menos breves, mientras allá se mantiene durante largos meses, y más al norte se lo adivina inmutable, sin comienzo ni fin. La noche de mi llegada al campo, el Danubio era una inmensa ruta de hielo rojo, y más tarde de hielo azul, en la que el trabajo interior de las corrientes marcaba huellas tan hondas como las de los carros. Nos protegíamos del frío con pieles. La presencia de ese enemigo impersonal, casi abstracto, provocaba una exaltación extraordinaria, una sensación creciente de energía. Luchábamos por conservar ese calor, como en otras partes luchábamos por conservar el coraje. Ciertos días, en la estepa, la nieve borraba todos los planos, ya harto poco apreciables; se galopaba en un mundo de espacio puro, de puros átomos. La helada daba a las cosas más triviales y blandas una transparencia y una dureza celestes. Un junco quebrado se convertía en una flauta de cristal. Assar, mi guía caucásico, rompía hielo al atardecer para abrevar nuestros caballos. Aquellas bestias eran uno de nuestros puntos de contacto más útiles con los bárbaros; los regateos y las interminables discusiones originaban una especie de amistad, y el respeto mutuo nacía de alguna proeza ecuestre. De noche, los fuegos del campamento iluminaban los extraordinarios brincos de los bailarines de estrecha cintura y sus extravagantes brazaletes de oro.
Muchas veces, en primavera, cuando el deshielo me permitía aventurarme hasta las regiones interiores, me ocurrió dar la espalda al horizonte austral que encerraba los mares y las islas bien conocidas, y al occidental, donde en alguna parte el sol se ponía sobre Roma, y soñar con adentrarme en aquellas estepas, superando los contrafuertes del Cáucaso, hacia el norte o el Asia más lejana. ¿Qué climas, qué fauna, qué razas humanas habría descubierto, qué imperios ignorantes del nuestro como nosotros de los suyos, o conociéndonos a lo sumo por algunas mercancías transmitidas de mano en mano por los traficantes, tan raras para ellos como la pimienta de la India y el grano de ámbar de las regiones bálticas para nosotros? En Odessos, un negociante que volvía después de un viaje de muchos años me regaló una piedra verde semitransparente, al parecer una sustancia sagrada procedente de un inmenso reino cuyos bordes había costeado, y cuyas costumbres y dioses no habían despertado el interés de aquel hombre sumido en la estrechez de su ganancia. La extraña gema me produjo el mismo efecto que una piedra caída del cielo, meteoro de otro mundo. Conocemos aún muy mal la configuración de la tierra, pero no comprendo que uno pueda resignarse a esa ignorancia. Envidio a aquellos que lograrán dar la vuelta a los doscientos cincuenta mil estadios griegos tan bien calculados por Eratóstenes y cuyo recorrido nos traería otra vez al punto de partida. Me imaginaba a mí mismo tomando la simple decisión de seguir adelante por el sendero que reemplazaba nuestras rutas. Jugaba con esa idea… Estar solo, sin bienes, sin prestigio, sin ninguno de los beneficios de una cultura, exponiéndose en medio de hombres nuevos, entre azares vírgenes… Ni que decir que era un sueño, el más breve de todos. Aquella libertad que me inventaba sólo existía a la distancia; muy pronto hubiera recreado todo lo que acababa de abandonar. Más aún: en todas partes sólo hubiera sido un romano ausente. Una especie de cordón umbilical me ataba a la Ciudad. Quizá en aquella época, en aquel puesto de tribuno, me sentía más estrechamente ligado al imperio de lo que me siento hoy como emperador, por la misma razón que el hueso del puño es menos libre que el cerebro. Y sin embargo soñé ese sueño monstruoso que hubiera hecho estremecerse a nuestros antepasados, prudentemente confinados en su tierra del Lacio, y haberlo albergado en mí un instante me diferencia para siempre de ellos.
Trajano estaba a la cabeza de las tropas en la Germania inferior; el ejército del Danubio me designó portador de sus felicitaciones al nuevo heredero del imperio. Me hallaba a tres días de marcha de Colonia, en plena Galia, cuando en un alto del camino me fue anunciada la muerte de Nerva. Sentí la tentación de adelantarme al correo imperial y de llevar personalmente a mi primo la noticia de su advenimiento. Partí al galope, sin detenerme en parte alguna, salvo en Tréveris, donde mi cuñado Serviano residía en calidad de gobernador. Cenamos juntos. La alocada cabeza de Serviano estaba llena de vapores imperiales. Hombre tortuoso, empeñado en perjudicarme o por lo menos en impedirme agradar, concibió el plan de adelantárseme enviando su propio correo a Trajano. Dos horas después fui atacado al vadear un río; los asaltantes hirieron a mi ordenanza y mataron nuestros caballos. Pudimos sin embargo apoderarnos de uno de los agresores, antiguo esclavo de mi cuñado, quien confesó todo. Serviano hubiera debido darse cuenta de que no es tan fácil impedir que un hombre resuelto continúe su camino, a menos de matarlo, y era demasiado cobarde para llegar a ese punto. Tuve que hacer doce millas a pie antes de dar con un campesino que me vendiera su caballo. Llegué esa misma noche a Colonia, aventajando apenas al correo de mi cuñado. Esta especie de aventura tuvo éxito, y el ejército me recibió con un entusiasmo acrecentado. El emperador me retuvo a su lado en calidad de tribuno de la Segunda Legión, la Fiel.
Había recibido la noticia de su advenimiento con admirable desenvoltura. Hacía mucho que la esperaba, y sus proyectos no cambiaban en absoluto. Seguía siendo el de siempre, el que sería hasta su muerte: un jefe. Pero había tenido la virtud de adquirir, gracias a una concepción totalmente militar de la disciplina, una idea de lo que es el orden en el Estado. Todo, por lo menos al principio, giraba en torno a esta idea, incluso sus planes de guerra y sus proyectos de conquista. Emperador-soldado, pero en modo alguno soldado-emperador. Nada cambió en su vida; su modestia prescindía tanto de la afectación como del empaque. Mientras el ejército se regocijaba, él asumía sus nuevas responsabilidades como parte del trabajo cotidiano, y mostraba a sus íntimos una sencilla satisfacción.
Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo, mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban; poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y los letrados, pero una cosa es admirar de lejos a los grandes filósofos y otra tener a su lado a un joven teniente demasiado teñido de literatura. No sabiendo dónde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos, me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas maneras, jamás había yo cometido el error de descuidar el servicio. Mi reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven tribuno de brillante porvenir, que había que vigilar de cerca.
Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saboreé como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacía mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande, y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí —con qué delicia— vengado.
La primera expedición contra los dacios comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia, aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro, o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios, pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer mis objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en voz alta, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias —por lo demás intermitentes— de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuanto más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.
Viví entonces una época de exaltación extraordinaria, debida en parte a la influencia de un pequeño grupo de tenientes que me rodeaba y que habían traído extraños dioses del fondo de las guarniciones asiáticas. El culto de Mitra, menos difundido entonces de lo que llegó a ser luego de nuestras expediciones contra los partos, me conquistó un momento por las exigencias de su arduo ascetismo, que tendía duramente el arco de la voluntad, por la obsesión de la muerte, del hierro y la sangre, que exaltaba al nivel de explicación del mundo la aspereza trivial de nuestras vidas de soldados. Nada hubiera debido oponerse más a las ideas que empezaba yo a abrigar acerca de la guerra, pero aquellos ritos bárbaros, que crean entre los afiliados vínculos de vida y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños de un joven ansioso de presente, incierto ante el porvenir, y por ello mismo abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades casi secretas pueden hacer correr al estado si su príncipe es débil, y he terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de nosotros creía escapar a los estrechos límites de su condición de hombre, se sentía a la vez él mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se sabe si muere bajo forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos ensueños extraños, que hoy llegan a aterrarme, no diferían tanto de las teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo o cuerpo donde nuestras cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo herirlos más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto a encontrar exactamente bajo esa forma.
Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la atención en un simple soldado, me dieron renombre en Roma y una suerte de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy, detrás de esa exaltación casi sagrada de que hablaba hace un momento, un bajo deseo de agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño, crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, si lo fue, mi cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locuras heroicas me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser, en mis días malos, una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto, por poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar. Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe, y él la niega con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir todos los días.
Sería fácil interpretar lo que antecede como la historia de un soldado demasiado intelectual, que busca hacerse perdonar sus libros. Pero estas perspectivas simplificadas son falsas. Diversos personajes reinaban en mi sucesivamente, ninguno por mucho tiempo, pero el tirano caído recobraba rápidamente el poder. Albergaba así al oficial escrupuloso, fanático de disciplina, pero que compartía alegremente las privaciones de la guerra con sus hombres; al melancólico soñador de los dioses, al amante dispuesto a todo por un instante de vértigo, al joven teniente altanero que se retira a su tienda, estudia sus mapas a la luz de la lámpara, sin ocultar a los amigos su desprecio por la forma en que van las cosas, y al estadista futuro. Pero tampoco olvidemos al innoble adulador, que para no desagradar consentía en emborracharse en la mesa imperial, al jovenzuelo que opinaba sobre cualquier cosa con ridícula seguridad; al conversador frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al soldado que cumplía con precisión maquinal sus bajas tareas de gladiador. Y mencionemos también a ese personaje vacante, sin nombre, sin lugar en la historia, pero tan yo como todos los otros, simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo, tendido en su lecho de campaña, distraído por un olor, ocupado por un aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de abeja. Y sin embargo, poco a poco, un recién venido entraba en función: un hombre de teatro, un director de escena. Conocía el nombre de mis actores; arreglaba para ellos entradas y salidas plausibles; cortaba las réplicas inútiles; evitaba gradualmente los efectos vulgares. Aprendía por fin a no abusar del monólogo. Poco a poco mis actos me iban formando.
Las hazañas militares hubieran podido valerme la enemistad de un hombre menos grande que Trajano. Pero el coraje era el único lenguaje que comprendía inmediatamente y cuyas palabras llegaban a su corazón. Acabó por ver en mí a un segundo, casi a un hijo, y nada de lo que sucedió más tarde pudo separarnos del todo. Por mi parte, algunas de mis nacientes objeciones a su política fueron dejadas momentáneamente de lado, olvidadas frente al admirable genio que Trajano desplegaba en el ejército. Siempre me ha gustado ver trabajar a un gran especialista. En lo suyo, el emperador poseía una habilidad y una seguridad inigualables. Al frente de la Legión Minervina, la más gloriosa de todas, fui designado para destruir las últimas defensas del enemigo en la región de las Puertas de Hierro. Luego del sitio de la ciudadela de Sarmizegetusa, entré con el emperador a la sala subterránea donde los consejeros del rey Decebalo acababan de envenenarse en el curso de un banquete final; Trajano me ordenó hacer quemar aquel extraño amontonamiento de muertos. Por la noche, en la escarpa del campo de batalla, me puso en el dedo el anillo de diamantes que había recibido de Nerva, y que representaba en cierto modo la prenda de la Sucesión del poder. Aquella noche dormí contento.
Mi incipiente popularidad dio a mi segunda estadía en Roma algo de ese sentimiento de euforia que habría de volver a encontrar en un grado mucho mayor durante mis años de felicidad. Trajano me había entregado dos millones de sextercios para hacer regalos al pueblo. La suma no era bastante, pero yo gozaba ya de la administración de mi propia fortuna, que era considerable, y vivía a salvo de preocupaciones de dinero. Había perdido en gran medida mi innoble temor de desagradar. Una cicatriz en el mentón me proporcionó el pretexto para usar la corta barba de los filósofos griegos. Impuse a mi vestimenta una simplicidad que exageré todavía más en la época imperial; mi tiempo de brazaletes y perfumes había terminado. No importaba que esta simplicidad fuese todavía una actitud. Lentamente me iba habituando a la privación por sí misma y a ese contraste que amé más tarde entre una colección de gemas preciosas y las manos desnudas del coleccionista. A propósito de vestimentas, durante el año en que serví como tribuno del pueblo me ocurrió un incidente del cual se extrajeron presagios. Un día en que me tocaba hablar en público bajo la lluvia, perdí mi abrigo de gruesa lana gala. Obligado a pronunciar mi discurso envuelto en una toga, por cuyos pliegues resbalaba el agua como en otros tantos canalones, me pasaba a cada momento la mano por la frente para secar la lluvia que me llenaba los ojos. Resfriarse es en Roma un privilegio de emperador, puesto que le está vedado llevar cualquier otra prenda que no sea la toga; a partir de aquel día, la vendedora de la esquina y el voceador de sandías creyeron en mi fortuna.
Se habla con frecuencia de los ensueños de la juventud. Pero se olvidan demasiado sus cálculos. También son ensueños, y no menos alocados que los otros. No era yo el único en soñarlos durante aquel período de fiestas romanas; el ejército entero se precipitaba a la carrera de los honores. Entré asaz alegremente en ese papel de ambicioso que jamás he podido representar mucho tiempo con convicción, o sin los constantes auxilios de un apuntador. Acepté desempeñar con la más prudente exactitud la aburrida función de curador de las actas del Senado, y cumplir mi tarea con provecho. El lacónico estilo del emperador, admirable en el ejército, resultaba insuficiente para Roma; la emperatriz, cuyos gustos literarios se parecían a los míos, lo persuadió de que me dejara preparar sus discursos. Aquél fue el primero de los buenos oficios de Plotina. Logré éxito, tanto más que estaba acostumbrado a ese tipo de complacencias. En la época de mis penosos comienzos, muchas veces había redactado arengas para senadores cortos de ideas o de estilo, y que acababan por creerse sus verdaderos autores. Trabajar para Trajano me produjo un placer semejante al que los ejercicios de retórica me habían proporcionado en la adolescencia; a solas en mi habitación, estudiando mis efectos ante un espejo, me sentía emperador. La verdad es que aprendí a serlo; las audacias de que no me hubiera creído capaz se volvían fáciles cuando era otro quien las endosaba. El pensamiento del emperador, simple pero inarticulado, y por tanto oscuro, se me hizo familiar; me jactaba de conocerlo un poco mejor que él mismo. Me encantaba mimar el estilo militar del jefe, escucharlo pronunciar en el Senado frases que parecían típicas y de las cuales era yo responsable. Otras veces, estando enfermo Trajano, fui encargado de leer personalmente aquellos discursos de los cuales él ya no se enteraba; mi elocución por fin irreprochable honraba las lecciones del actor trágico Olimpo.
Aquellas funciones casi secretas me valían la intimidad del emperador y hasta su confianza, pero la antigua antipatía continuaba. Por un momento había cedido al placer que un viejo príncipe siente al ver que un joven de su sangre inicia una carrera, pues con no poca ingenuidad imagina que habrá de continuar la suya. Pero quizá ese entusiasmo había brotado con tanta fuerza en el campo de batalla de Sarmizegetusa porque irrumpía a través de muchas capas superpuestas de desconfianza. Aun hoy creo que había allí algo más que la mextirpable animosidad basada en las querellas seguidas de difíciles reconciliaciones, en las diferencias de temperamento, o simplemente en los hábitos mentales de un hombre que envejece. El emperador detestaba instintivamente a los subalternos indispensables. Hubiera preferido en mí una mezcla de celo e irregularidad al cumplir mi cargo: le resultaba casi sospechoso a fuerza de técnicamente irreprochable. Bien se lo vio cuando la emperatriz creyó ayudar mi carrera arreglándome un casamiento con la sobrina nieta de Trajano. Éste se opuso obstinadamente al proyecto, alegando mi falta de virtudes domésticas, la extremada juventud de la elegida y hasta mis antiguas historias de deudas. La emperatriz se empecinó, y yo mismo insistí; a su edad, Sabina no dejaba de tener encantos. Aquel matrimonio, aligerado por una ausencia casi continua, fue para mí una fuente tal de irritaciones y de inconvenientes, que me cuesta recordar que en su día representó un triunfo para un ambicioso de veintiocho años.
Ahora pertenecía más que nunca a la familia, y me vi forzado a vivir en su seno. Pero todo me desagradaba en ese medio, salvo el hermoso rostro de Plotina. Las comparsas españolas y los primos provincianos abundaban en la mesa imperial, así como más tarde habría de encontrarlos en las comidas de mi mujer, durante mis raras estadías en Roma; ni siquiera agregaré que volvía a encontrarlos envejecidos, pues ya en aquella época todos parecían centenarios. Una espesa cordura, algo como una rancia prudencia, emanaba de sus personas. Casi toda la vida del emperador había transcurrido en el ejército; Conocía Roma muchísimo menos que yo. Ponía una buena voluntad incomparable en rodearse de todo lo que la ciudad le ofrecía de mejor, o de lo que le presentaban como tal. El círculo oficial estaba compuesto por hombres de admirable integridad, pero cuya cultura era un tanto pesada, mientras su blanda filosofía no iba al fondo de las cosas. Nunca me ha placido mucho la afabilidad estirada de Plinio; la sublime tiesura de Tácito se me antoja que encierra la concepción del mundo de un republicano reaccionario y que se detiene en la época de la muerte de César. En cuanto al círculo extraoficial, era de una repelente grosería, lo que me evitó momentáneamente correr nuevos riesgos. Para todas aquellas gentes tan variadas, tenía yo la cortesía indispensable. Me mostraba deferente hacia unos, flexible ante otros, canallesco cuando hacía falta, hábil pero no demasiado hábil. Mi versatilidad me era necesaria; era múltiple por cálculo, ondulante por juego. Caminaba sobre la cuerda floja. No sólo me hubieran hecho falta las lecciones de un actor, sino las de un acróbata.
Por aquel entonces me reprocharon algunos adulterios con patricias. Dos o tres de aquellas relaciones tan criticadas duraron más o menos hasta comienzos de mi principado. Roma, tan propicia al libertinaje, no ha apreciado jamás el amor entre aquellos que gobiernan. Marco Antonio y Tito podrían dar testimonio de ello. Mis aventuras eran más modestas, pero teniendo en cuenta nuestras costumbres, no entiendo cómo un hombre a quien las cortesanas repugnaron siempre, y a quien el matrimonio hartaba ya, hubiera podido familiarizarse de otra manera con la variada sociedad de las mujeres. Mis enemigos, encabezados por el odioso Serviano, mi cuñado, que por tener treinta años más que yo podía aunar las atenciones del pedagogo con las del espía, pretendían que la ambición y la curiosidad pesaban en aquellos amores más que el amor mismo, que la intimidad con las esposas me hacía penetrar poco a poco en los secretos políticos de los maridos y que las confidencias de mis amantes valían para mí tanto como los informes policiales que habían de deleitarme más tarde. Verdad es que toda relación prolongada me valía casi inevitablemente la amistad de un esposo robusto o débil, pomposo o tímido, y casi siempre ciego, pero por lo general extraía de ellas muy poco placer y menos provecho. Hasta debo confesar que ciertos relatos indiscretos de mis amantes, escuchados sobre la almohada, terminaban despertando simpatía por esos maridos tan burlados y tan mal comprendidos. Aquellas relaciones, harto agradables cuando las mujeres eran hábiles, llegaban a ser conmovedoras cuando eran hermosas. Yo estudiaba las artes, me familiarizaba con las estatuas; aprendía a conocer mejor a la Venus de Cnido o a Leda temblorosa bajo el peso del cisne. Era el mundo de Tibulo y de Propercio; una melancolía, un ardor un tanto ficticio pero obsesionante como una melodía en el modo frigio, besos furtivos en las escaleras, velos flotantes sobre los pechos, partidas al alba, y coronas de flores abandonadas en los umbrales.
Ignoraba casi todo de esas mujeres; lo que me daban de su vida cabía entre dos puertas entornadas; su amor, del que hablaban sin cesar, me parecía a veces tan liviano como sus guirnaldas, una joya de moda, un accesorio costoso y frágil; sospechaba que se adornaban con su pasión a la vez que con su carmín y sus collares. Mi vida era igualmente misteriosa para ellas; no querían conocerla, prefiriendo soñarla de la manera más arbitraria. Acababa por comprender que el espíritu del juego exigía esos disfraces perpetuos, esos excesos en la confesión y las quejas, ese placer tan pronto fingido como disimulado, esos encuentros concertados como figuras de danza. Aun durante las querellas esperaban de mí una réplica prevista, y la bella desconsolada se retorcía las manos como en escena.
Con frecuencia he pensado que los amantes apasionados de las mujeres están tan enamorados del templo y los accesorios del culto como de la diosa misma; hallan deleite en los dedos enrojecidos con alheña, en los perfumes frotados sobre la piel, en las mil astucias que exaltan la belleza y a veces la fabrican por entero. Aquellos tiernos ídolos diferían por completo de las grandes hembras bárbaras o de nuestras campesinas pesadas y graves; nacían de las volutas doradas de las grandes ciudades, de las cubas del tintorero o del vapor de los baños, tal como Venus de las olas griegas. Era casi imposible separarlas de la afiebrada dulzura de ciertas noches de Antioquía, de la excitación matinal de Roma, de los nombres famosos que ostentaban, del lujo en medio del cual su último secreto era el de mostrarse desnudas, pero jamás sin adornos. Yo hubiera querido más: la criatura humana despojada, a solas consigo misma, como alguna vez debería estarlo durante una enfermedad, a la muerte de un primogénito, al ver una arruga en el espejo. Un hombre que lee, que piensa o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos llega a escapar a lo humano. Pero mis amantes parecían empecinarse en pensar tan sólo como mujeres; el espíritu o el alma que yo buscaba no pasaba todavía de un perfume.
Debía de haber otra cosa, sin embargo. Disimulado tras de una cortina, como un personaje de comedia que espera la hora propicia, espiaba con curiosidad los rumores de un interior desconocido, el sonido particular de las charlas de mujeres, el estallido de una cólera o una risa, los murmullos de una intimidad, todo aquello que cesaba tan pronto me sabían allí. Los niños, la perpetua preocupación por los vestidos, las cuestiones de dinero, debían de adquirir en mi ausencia una importancia que me ocultaban; aun el marido tan befado se volvía esencial, quizá hasta lo amaban. Solía comparar a mis amantes con el rostro malhumorado de las mujeres de mi familia, las administradoras y las ambiciosas, ocupadas sin cesar en la liquidación de las cuentas matrimoniales o vigilar el tocado de los bustos de los antepasados. Me preguntaba si aquellas matronas estrecharían también a un amante bajo la glorieta del jardín, y si mis fáciles beldades no esperaban más que mi partida para reanudar una discusión con el intendente. Buscaba, bien o mal, unir esas dos caras del mundo de las mujeres.
El año pasado, poco después de la conspiración en la cual Serviano terminó perdiendo la vida, una de mis amantes de antaño se tomó el trabajo de ir a la Villa para denunciar a uno de sus yernos. No hice caso de la acusación, nacida quizá de un odio de suegra tanto como del deseo de serme útil. Pero me interesó la conversación, que sólo se refería, como en otros tiempos en el tribunal de herencias, a testamentos, tenebrosas maquinaciones entre pacientes cercanos, matrimonios intempestivos o desafortunados. Volvía a encontrar el estrecho círculo de las mujeres, su duro sentido práctico, su cielo que se vuelve gris tan pronto el amor deja de iluminarlo. Ciertas actitudes, una especie de áspera lealtad, me recordaron a mi fastidiosa Sabina. Las facciones de la visitante parecían aplastadas, fundidas, como si la mano del tiempo hubiera pasado y repasado brutalmente sobre una máscara de cera blanda; aquello que yo había consentido en tomar un momento por belleza, no había sido más que una flor de frágil juventud. Pero el artificio reinaba todavía: aquel rostro arrugado utilizaba torpemente la sonrisa. Los recuerdos voluptuosos, si alguna vez los hubo, se habían borrado completamente para mí; quedaba un intercambio de frases afables con una criatura marcada como yo por la enfermedad o la vejez, la misma buena voluntad algo impaciente que habría mostrado ante una vieja prima española o una parienta lejana venida de Narbona.
Me esfuerzo por recobrar un instante, entre los anillos de humo, las burbujas irisadas de un juego de niño. Pero olvidar es fácil… Tantas cosas han pasado desde aquellos livianos amores, que sin duda ya no reconozco su sabor; me place sobre todo negar que me hayan hecho sufrir. Y sin embargo hay una, entre aquellas amantes, que quise deliciosamente. Era a la vez más fina y más robusta, más tierna y más dura que las otras; aquel menudo torso curvo hacía pensar en un junco. Siempre aprecié la belleza de las cabelleras, esa parte sedosa y ondulante de un cuerpo, pero la cabellera de la mayoría de nuestras mujeres son torres, laberintos, barcas o nudos de víboras. La suya consentía en ser lo que yo amo que sean: el racimo de uvas de la vendimia, o el ala. Tendida de espaldas, apoyando en mi su pequeña cabeza orgullosa, me hablaba de sus amores con un impudor admirable. Me gustaban su furor y su desasimiento en el placer, su gesto difícil y su encarnizamiento en destrozar su alma. Le conocí docenas de amantes; ya no llevaba la cuenta, y yo no era más que un comparsa que no exigía fidelidad. Se había enamorado de un bailarín llamado Batilo, tan hermoso, que todas las locuras se justificaban por adelantado. Sollozaba su nombre entre mis brazos; mi aprobación le devolvía el coraje. En otros momentos habíamos reído mucho juntos. Murió, joven, en una isla malsana donde la había exiliado su familia a consecuencia de un divorcio escandaloso. Me alegré por ella, pues temía envejecer, pero ese sentimiento no lo experimentamos jamás por aquellos que hemos amado verdaderamente. Aquella mujer tenía inmensas necesidades de dinero. Una vez me pidió que le prestara cien mil sextercios. Se los llevé al día siguiente. Se sentó en el suelo, figurilla de jugadora de dados, vació el saco y se puso a equilibrar las pilas resplandecientes. Yo sabía que para ella, como para todos nosotros los pródigos, las piezas de oro no eran monedas trabucantes marcadas con una cabeza de César, sino una materia mágica: una moneda personal en la que se había estampado la efigie de una quimera al lado del bailarín Batilo. Yo no existía ya. Ella estaba sola. Casi fea, arrugando la frente con una deliciosa indiferencia por su belleza, hacía y rehacía con los dedos las difíciles sumas, plegada la boca en un mohín de colegiala. Jamás me pareció más encantadora.
La noticia de las incursiones sármatas llegó a Roma mientras se celebraba el triunfo dacio de Trajano. La fiesta, largo tiempo diferida, llevaba ya ocho días. Se había precisado cerca de un año para hacer venir de África y Asia los animales salvajes que habrían de ser abatidos en masa en la arena; la masacre de doce mil fieras, el metódico degüello de diez mil gladiadores, convertían a Roma en un lupanar de la muerte. Aquella noche me hallaba en la terraza de la casa de Atiano, con Marcio Turbo y nuestro huésped. La ciudad iluminada estaba espantosa de alegría desenfrenada; el populacho convertía aquella dura guerra, en la cual Marcio y yo habíamos consagrado cuatro años de juventud, en un pretexto de fiestas vinosas, en un brutal triunfo de segunda mano. No era oportuno hacer saber al pueblo que aquellas victorias tan alabadas no eran definitivas y que un nuevo enemigo avanzaba sobre nuestras fronteras. Ocupado ya en sus proyectos sobre el Asia, el emperador se desinteresaba más o menos de la situación en el nordeste, que prefería considerar como arreglada de una vez por todas. Aquella primera guerra sármata fue presentada como una simple expedición punitiva. Trajano me confió la dirección, con el título de gobernador de Panonia y poderes de general en jefe.
La guerra duró once meses y fue atroz. Creo todavía que la aniquilación de los dacios estaba más o menos justificada; ningún jefe de estado soporta de buen grado la existencia de un enemigo organizado a sus puertas. Pero la caída del reino de Decebalo había creado en esas regiones un vacío en el cual se precipitaban los sármatas; bandas surgidas de ninguna parte infestaban un país devastado por años de guerra, incendiado y vuelto a incendiar por nuestras tropas, y donde nuestros efectivos, insuficientes, carecían de puntos de apoyo; aquellas bandas pululaban como gusanos en el cadáver de nuestras victorias dacias. Los éxitos habían minado la disciplina; en los puestos avanzados volví a encontrar parte de la grosera despreocupación de las fiestas romanas. Ciertos tribunos mostraban una confianza estúpida ante el peligro; aislados en una región cuya única parte bien conocida era nuestra antigua frontera, contaban para seguir triunfando con los armamentos que yo veía disminuir de día en día por efecto de las pérdidas y el desgaste, y con refuerzos que no esperaba ver llegar, sabedor de que todos nuestros recursos serían concentrados desde ese momento en Asia.
Otro peligro empezaba a asomar: cuatro años de requisiciones oficiales habían arruinado las aldeas de la retaguardia. Desde las primeras campañas contra los dacios, por cada vacada o rebaño de carneros pomposamente ganado al enemigo, había visto innumerables desfiles de animales arrancados por la fuerza a los aldeanos. Si este estado de cosas persistía, no estaba lejos la hora en que nuestras poblaciones campesinas, hartas de soportar la pesada máquina militar romana, terminarían prefiriendo a los bárbaros. Las rapiñas de la soldadesca presentaban un problema quizá menos esencial pero más visible. Mi popularidad era lo bastante grande como para no vacilar en imponer a las tropas las más duras restricciones; puse de moda una austeridad que era el primero en practicar; inventé el culto a la Disciplina Augusta, que logré extender más tarde a todo el ejército. Envié a Roma a los imprudentes y a los ambiciosos, que complicaban mi tarea; en cambio hice venir a los técnicos que necesitábamos. Fue preciso reparar las defensas que el orgullo de nuestras recientes victorias había descuidado singularmente; abandoné de una vez por todas aquellas que hubiera sido demasiado costoso mantener. Los administradores civiles, sólidamente instalados en el desorden que sigue a toda guerra, pasaban gradualmente a la situación de jefes semiindependientes, capaces de las peores exacciones a nuestros súbditos y de las peores traiciones contra nosotros. También aquí veía yo prepararse a mayor o menor plazo las rebeliones y las divisiones futuras. No creo que evitemos estos desastres, pues sería como evitar la muerte, pero de nosotros depende hacerlos recular algunos siglos. Despedí a los funcionarios incapaces; mandé ejecutar a los peores. Descubrí que podía ser despiadado.
Un otoño brumoso y un invierno frío sucedieron a un húmedo verano. Tuve que recurrir a mis conocimientos de medicina, en primer lugar para cuidarme a mí mismo. Aquella vida de frontera me colocaba poco a poco al nivel de los sármatas; la corta barba del filósofo griego se convertía en la del jefe bárbaro. Volví a presenciar todo lo que había visto hasta la náusea en el curso de las campañas dacias. Nuestros enemigos quemaban vivos a los prisioneros; nosotros los degollábamos, por carecer de medios de transporte que los llevaran a los mercados de esclavos de Roma o de Asia. Las estacas de nuestras empalizadas se erizaban de cabezas cortadas. El enemigo torturaba a los rehenes; muchos de mis amigos perecieron así. Uno de ellos se arrastró con las piernas ensangrentadas hasta nuestro campo; estaba tan desfigurado, que jamás pude volver a imaginar su rostro intacto. El invierno escogió sus victimas: grupos ecuestres atrapados en el hielo o arrastrados por las crecientes, enfermos desgarrados por la tos, gimiendo débilmente en las tiendas, muñones helados de los heridos. Una buena voluntad admirable se concentró en torno a mí: la reducida tropa que mandaba tenía en su estrecha cohesión una forma suprema de virtud, la única que soporto todavía: su firme determinación de ser útil. Una tránsfuga sármata que me servia de intérprete arriesgó la vida para fomentar en su tribu las revueltas o las traiciones. Conseguí tratar con aquella población; desde entonces sus hombres combatieron en nuestros puestos de avanzada, protegiendo a nuestros soldados. Algunos golpes de audacia, imprudentes en sí pero sagazmente dispuestos, probaron al enemigo lo absurdo de luchar contra Roma. Uno de los jefes sármatas siguió el ejemplo de Decebalo: lo hallaron muerto en su tienda de fieltro, junto a sus mujeres estranguladas y un horrible paquete en el cual estaban sus niños. Mi repugnancia por el derroche inútil se hizo aquel día extensiva a las pérdidas de los bárbaros; lamenté aquellos muertos que Roma hubiera podido asimilar y emplear un día como aliados contra hordas todavía más salvajes. Nuestros asaltantes, desbandados, desaparecieron como habían venido en aquella oscura región de donde habrán de asomar sin duda muchas otras tempestades. La guerra no estaba concluida. Tuve que reanudarla y darle fin algunos meses después de mi advenimiento. El orden, por lo menos, reinaba momentáneamente en aquella frontera. Volví a Roma cubierto de honores. Pero había envejecido.
Mi primer consulado fue todavía un año de campaña, una lucha secreta pero continua en favor de la paz. No la libraba solo, sin embargo. Un cambio de actitud paralelo al mío se había producido antes de mi vuelta en Licinio Sura, en Atiano, en Turbo, como si a pesar de la severa censura que aplicaba yo a mis cartas, mis amigos me hubieran comprendido, precediéndome o siguiéndome. Antaño, los altibajos de mi fortuna me molestaban sobre todo frente a ellos; los temores o las impaciencias que de estar solo hubiera sobrellevado sin esfuerzo, se tornaban aplastantes tan pronto me veía forzado a ocultarlos a su solicitud o a confesarlos; me incomodaba que su cariño se inquietara por mí más de lo que me inquietaba yo mismo, y que jamás viera, bajo las agitaciones exteriores, a ese ser más tranquilo a quien en el fondo nada le importa y que por consiguiente puede sobrevivir a todo. Pero ahora ya no había tiempo para interesarme en mí mismo, y tampoco para desinteresarme. Mi persona se borraba, precisamente porque mi punto de vista empezaba a pesar. Lo importante era que alguien se opusiera a la política de conquistar, arrostrara las consecuencias y el fin y se preparara de ser posible a reparar sus errores.
Mi puesto en las fronteras me había mostrado una cara de la victoria que no figura en la Columna Trajana. Mi retorno a la administración civil me permitió acumular contra el partido militar un legajo aún más decisivo que todas las pruebas reunidas en el ejército. La oficialidad de las legiones y la entera guardia pretoriana están formadas exclusivamente por elementos itálicos; aquellas lejanas guerras minaban las reservas de un país ya pobre en hombres. Los que no morían se malograban igualmente para la patria propiamente dicha, pues se los obligaba a establecerse en las tierras recién conquistadas. Aun en las provincias, el sistema de reclutamiento provocó serios motines por aquel entonces. Un viaje a España, emprendido algo después para inspeccionar la explotación de las minas de cobre de mi familia, me mostró el desorden que había introducido la guerra en todas las ramas de la economía; terminé por convencerme de que las protestas de los negociantes que frecuentaba en Roma estaban bien fundadas. No incurría en la ingenuidad de creer que de nosotros dependería siempre evitar las guerras, pero sólo aceptaba las defensivas; concebía un ejército preparado para mantener el orden en las fronteras, rectificadas si fuese necesario, pero seguras. Todo nuevo desarrollo del vasto organismo imperial se me antojaba una excrecencia maligna, un cáncer o el edema de una hidropesía que terminaría matándonos.
Ninguno de estos pareceres hubieran podido ser expresados ante el emperador. Trajano había llegado a ese momento de la vida, variable para cada hombre, en el que ser humano se abandona a su demonio o a su genio, siguiendo una ley misteriosa que le ordena destruirse o trascenderse. En conjunto, la obra de su principado había sido admirable, pero los trabajos pacíficos hacia los cuales sus mejores consejeros lo inducían, aquellos grandes proyectos de los arquitectos y los legistas del reino, contaban menos para él que una sola victoria. El despilfarro más insensato se había apoderado de aquel hombre tan noblemente parsimonioso cuando se trataba de sus necesidades personales. El oro bárbaro extraído del lecho del Danubio, los quinientos mil lingotes del rey Decebalo, habían bastado para pagar las larguezas concedidas al pueblo, las donaciones militares de las que yo había tenido mi parte, el lujo insensato de los juegos y los gastos iniciales de los grandes proyectos militares en Asia. Aquellas riquezas sospechosas engañaban sobre el verdadero estado de las finanzas. Lo que venía de la guerra se volvía a la guerra.
Licinio Sura murió en estas circunstancias. Había sido el más liberal de los consejeros privados del emperador. Su muerte significó para nosotros una batalla perdida. Hacia mí había mostrado siempre una solicitud paternal; desde hacía varios años las débiles fuerzas que le dejaba la enfermedad no le permitían los prolongados trabajos de la ambición personal, pero le bastaron siempre para servir a un hombre cuyas miras le parecían sanas. La conquista de Arabia había sido emprendida en contra de sus consejos; sólo él, de haber vivido, hubiera podido evitar al Estado las fatigas y los gigantescos gastos de la campaña parta. Aquel hombre devorado por la fiebre empleaba sus horas de insomnio en discutir conmigo los planes más agotadores, cuyo triunfo le importaba más que algunas horas suplementarias de existencia. Junto a su lecho viví por adelantado, hasta el último detalle administrativo, ciertas fases futuras de mi reino. Las criticas del moribundo exceptuaban al emperador, pero sentía que al morir se llevaba consigo el resto de sensatez que aún quedaba al régimen. De haber vivido dos o tres años más, quizá hubieran podido evitarse algunas maquinaciones tortuosas que marcaron mi ascenso al poder; él hubiera logrado persuadir al emperador de que me adoptara antes, y a cielo descubierto. Pero las últimas palabras de aquel estadista que me legaba su tarea fueron una de mis investiduras imperiales.
Si el grupo de mis partidarios iba en aumento, lo mismo ocurría con el de mis enemigos. Mi adversario más peligroso era Lucio Quieto, romano mestizado de árabe, cuyos escuadrones númidas habían cumplido un importante papel en la segunda campaña dacia y que apoyaba con salvaje ímpetu la guerra en Asia. Todo, en aquel personaje, me era odioso: su lujo bárbaro, el presuntuoso ondular de sus velos blancos ceñidos con una cuerda de oro, sus ojos arrogantes y falsos, su increíble crueldad con los vencidos y los que se sometían. Aquellos jefes del partido militar se diezmaban en luchas intestinas, pero los restantes se iban afirmando en el poder, por lo cual yo me veía expuesto cada vez más a la desconfianza de Palma o al odio de Celso. Por fortuna mi posición era casi inexpugnable. El gobierno civil descansaba más y más en mí desde que el emperador se dedicaba exclusivamente a sus proyectos guerreros. Aquellos de mis amigos que hubieran podido reemplazarme por sus aptitudes o su conocimiento de la cosa pública, insistían con doble modestia en preferirme. Neracio Prisco, que gozaba de la confianza del emperador, se acantonaba cada vez más deliberadamente en su especialidad legal. Atiano organizaba su vida de manera de serme útil. Contaba yo con la prudente aprobación de Plotina. Un año antes de la guerra fui promovido a la función de gobernador de Siria, a la que más tarde se agregó la de legado ante el ejército. Tenía a mi cargo la inspección y organización de nuestras bases, y me había convertido así en una de las palancas de mando de una empresa que consideraba insensata. Durante un tiempo vacilé, pero al final di mi consentimiento. Negarme hubiera sido cortar los accesos al poder en momentos en que el poder me importaba más que nunca. Y además hubiera perdido mi única oportunidad de desempeñar el papel de moderador.
Durante esos años que precedieron a la gran crisis, había tomado una decisión que llevó a mis enemigos a considerarme irremediablemente frívolo, y que en parte estaba destinada a lograr ese fin y parar así todo ataque. Pasé algunos meses en Grecia. La política, por lo menos en apariencia, no tuvo nada que ver con ese viaje. Se trataba de una excursión de placer y de estudio; volví con algunas copas grabadas y libros que compartí con Plotina. De todos mis honores oficiales, el que allí recibí me dio la alegría más pura: fui nombrado arconte de Atenas. Pude concederme algunos meses de trabajo y fáciles deleites, de paseos en primavera por colinas sembradas de anémonas, de contacto amistoso con el mármol desnudo. En Queronea, adonde había ido a enternecerme con el recuerdo de las antiguas parejas de amigos del Batallón Sagrado, fui durante los días huésped de Plutarco. También yo había tenido mi Batallón Sagrado, pero, como me ocurre a menudo, mi vida me conmovía menos que la historia. Cacé en Arcadia; rogué en Delfos. En Esparta, a orillas del Eurotas, los pastores me enseñaron un antiquísimo aire de flauta, extraño canto de pájaros. Cerca de Megara di con una boda rústica que duró toda la noche; mis compañeros y yo osamos mezclarnos a las danzas, atrevimiento que las pomposas costumbres de Roma nos hubieran vedado.
Las huellas de nuestros crímenes eran visibles en todas partes: los muros de Corinto arruinados por Memnio y los nichos vacíos en el fondo de los santuarios, después del rapto de estatuas organizado durante el escandaloso viaje de Nerón. Empobrecida, Grecia mantenía una atmósfera de gracia pensativa, de clara sutileza, de discreta voluptuosidad. Nada había cambiado desde la época en que el alumno del retórico Iseo respirara por primera vez ese olor de miel caliente, de sal y resma; nada, en realidad, había cambiado desde hacía siglos. La arena de las palestras era tan rubia como antaño; Fidias y Sócrates no las frecuentaban ya, pero los jóvenes que allí se adiestraban se parecían aún al delicioso Carmides. Me parecía a veces que el espíritu griego no había llevado a sus conclusiones extremas las premisas de su propio genio. Aún faltaba cosechar; las espigas maduradas al sol y ya tronchadas eran poca cosa al lado de la promesa eleusina del grano escondido en esa hermosa tierra. Aun entre mis salvajes enemigos sármatas había yo encontrado vasos de purísima línea, un espejo adornado con una imagen de Apolo, resplandores griegos semejantes a un pálido sol sobre la nieve. Entreveía la posibilidad de helenizar a los bárbaros, de aticizar a Roma, de imponer poco a poco al mundo la única cultura que ha sabido separarse un día de lo monstruoso, de lo informe, de lo inmóvil, que ha inventado una definición del método, una teoría de la política y de la belleza. El leve desdén de los griegos, que jamás dejé de sentir por debajo de sus más ardientes homenajes, no me ofendía; lo encontraba natural; cualesquiera fuesen las virtudes que me distinguían de ellos, siempre sería yo menos sutil que un marinero de Egina, menos sensato que una vendedora de hierbas del ágora. Aceptaba sin irritación las complacencias algo altaneras de aquella raza orgullosa; otorgaba a todo un pueblo los privilegios que siempre concedía fácilmente a los seres amados. Pero para permitir a los griegos que continuaran y perfeccionaran su obra, se necesitaban algunos siglos de paz y los tranquilos ocios, las prudentes libertades que la paz autoriza. Grecia contaba con que fuéramos sus guardianes, puesto que al fin y al cabo pretendemos ser sus amos. Me prometí velar por el dios desarmado.
Llevaba un año en mi puesto de gobernador de Siria cuando Trajano se me reunió en Antioquía. Venía a inspeccionar los preparativos de la expedición a Armenia, que en su pensamiento preludiaba el ataque contra los partos. Como siempre, lo acompañaban Plotina y su sobrina Matidia, mi indulgente suegra que desde hacía años lo seguía en los campamentos como intendente. Celso, Palma y Nigrino, mis antiguos enemigos, seguían formando parte del Consejo y dominaban el estado mayor. Todos ellos se amontonaron en el palacio, aguardando la apertura de la campaña. Las intrigas de la corte crecían diariamente. Cada uno hacía su apuesta a la espera de que cayeran los primeros dados de la guerra.
El ejército partió casi en seguida hacia el norte. Con él vi alejarse la vasta muchedumbre de los altos funcionarios, los ambiciosos y los inútiles. El emperador y su séquito se detuvieron unos días en Comagene para asistir a fiestas ya triunfales; los reyezuelos orientales, reunidos en Satala, rivalizaban en protestas de lealtad que yo, de haber estado en el lugar de Trajano, no habría considerado muy seguras para el porvenir. Lucio Quieto, mi peligroso rival, dirigía las avanzadas que ocuparon los bordes del lago de Van en el curso de un inmenso paseo militar. La parte septentrional de la Mesopotamia, abandonada por los partos, fue anexada sin dificultad; Abgar, rey de Osroene, se sometió en Edesa. El emperador retornó a Antioquía para sentar allí sus cuarteles de invierno, dejando para la primavera la invasión del imperio parto propiamente dicho. Todo se había cumplido según sus planes. La alegría de lanzarse por fin en aquella aventura tanto tiempo postergada devolvía como una segunda juventud a aquel hombre de sesenta y cuatro años.
Mis pronósticos seguían siendo sombríos. Los elementos judíos y árabes se mostraban más y más hostiles a la guerra, los grandes propietarios de provincias se veían forzados a pagar los gastos que ocasionaba el paso de las tropas; las ciudades soportaban a regañadientes la imposición de nuevos gravámenes. Apenas había retornado el emperador, una primera catástrofe sirvió de anuncio a las restantes: a mitad de una noche de diciembre un terremoto dejó en ruinas la cuarta parte de Antioquía. Trajano, golpeado por la caída de una viga, siguió ocupándose heroicamente de los heridos; en su círculo más íntimo hubo varios muertos. El populacho sirio buscó de inmediato a quién achacar el desastre; renunciando por una vez a sus principios de tolerancia, el emperador cometió la falta de permitir la matanza de un grupo de cristianos. Siento muy poca simpatía hacia esa secta, pero el espectáculo de los ancianos azotados y de los niños supliciados contribuyó a la agitación de los espíritus, haciendo aún más odioso aquel invierno siniestro. Faltaba dinero para reparar en seguida los estragos del sismo: millares de personas sin techo dormían de noche en las plazas. Mis giras de inspección me revelaban la existencia de un sordo descontento, de un odio secreto que no sospechaban los altos dignatarios que atestaban el palacio. En medio de las ruinas, el emperador proseguía los preparativos de la próxima campaña; todo un bosque fue empleado para construir puentes móviles y pontones destinados al paso del Tigris. Trajano había recibido jubilosamente una serie de nuevos títulos discernidos por el Senado; se impacientaba por acabar con el Oriente y volver triunfante a Roma. Los menores retardos le producían tales cóleras, que se agitaba como en un acceso.
El hombre que recorría impaciente las vastas salas de aquel palacio erigido antaño por los Seléucidas, y que yo mismo (¡con qué hastío!) había decorado en su honor con inscripciones elogiosas y panoplias dacias, no era ya el mismo que me había recibido en el campamento de Colonia casi veinte años antes. Su jovialidad algo pesada, que ocultaba en otros tiempos una auténtica bondad, no pasaba ahora de una rutina vulgar; su firmeza se había convertido en obstinación; sus aptitudes para lo inmediato y lo práctico, en una total negativa a pensar. El tierno respeto que sentía hacia la emperatriz, el afecto gruñón que testimoniaba a su sobrina Matidia, se transformaban en una dependencia senil ante aquellas mujeres, cuyos consejos desoía sin embargo más y más. Sus crisis hepáticas inquietaban a Crito, su médico, pero él no se preocupaba. Siempre había faltado el arte en sus placeres y su nivel descendía aún más con la edad. Poco importaba si el emperador, terminada la tarea del día, se abandonaba a orgías de cuartel, acompañado de jóvenes que le parecían agradables o hermosos. Pero en cambio era muy grave que Trajano abusara del vino, que soportaba mal, y que aquella corte de subalternos, cada vez más mediocres, elegidos y manejados por equívocos libertos, tuviera el privilegio de asistir a todas mis conversaciones con él y las comunicara a mis adversarios. Durante el día sólo me era dado ver al emperador en las reuniones del estado mayor, ocupado en la preparación de los planes, y donde nunca llegaba el momento de expresar libremente una opinión. En las restantes oportunidades, Trajano evitaba los diálogos conmigo. El vino proporcionaba a aquel hombre poco sutil todo un arsenal de groseras astucias. Su susceptibilidad de otros tiempos había cesado; insistía en asociarme a sus placeres; el ruido, las risas, las bromas más insignificantes de los jóvenes eran siempre bien recibidas, como otros tantos medios de mostrarme que no era el momento de ocuparse de cosas serias; me espiaba, aguardando el momento en que un trago de más me privaría de razón. Todo giraba en torno de mí en aquella sala donde las cabezas de aurochs de los trofeos bárbaros parecían reírseme en la cara. Los jarros seguían a los jarros; una canción vinosa salpicaba aquí y allá, o la risa insolente y encantadora de un paje; el emperador, apoyando en la mesa una mano más y más temblorosa, amurallado en una embriaguez quizá fingida a medias, perdido en las rutas del Asia, se sumía gravemente en sus ensoñaciones…
Por desgracia, aquellas ensoñaciones eran bellas. Coincidían con las mismas que antaño me habían tentado a abandonarlo todo y seguir, más allá del Cáucaso, las rutas septentrionales asiáticas. Aquella fascinación a la que el emperador avejentado se entregaba como un sonámbulo, Alejandro la había sufrido antes que él, realizando casi los mismos sueños y muriendo por ellos a los treinta años. Pero el peor peligro de tan vastos planes era en el fondo su sensatez: como siempre, abundaban las razones prácticas para justificar el absurdo, para inducir a lo imposible. El problema del Oriente nos preocupaba desde hacia siglos; parecía natural terminar con él de una vez por todas. Nuestros intercambios de mercancías con la India y el misterioso País de la Seda dependían por entero de los mercaderes judíos y los exportadores árabes que gozaban de franquicias en los puertos y los caminos de los partos. Una vez aniquilado el vasto y flotante imperio de los jinetes arsácidas, tocaríamos directamente esos ricos confines del mundo; por fin unificada, el Asia no sería más que otra provincia romana. El puerto de Alejandría en Egipto era la única de nuestras salidas hacia la India que no dependía de la buena voluntad de los partos, pero allí tropezábamos continuamente con las exigencias y las revueltas de las comunidades judías. El triunfo de la expedición de Trajano nos hubiera permitido prescindir de aquella ciudad poco segura. Pero todas esas razones jamás me habían convencido. Hubiera preferido oportunos tratados comerciales, y entreveía ya la posibilidad de disminuir el papel de Alejandría creando una segunda metrópolis griega en las vecindades del Mar Rojo, cosa que realicé más tarde al fundar Antínoe. Empezaba a conocer la complicación del mundo asiático. Los simples planes de exterminio total que habían dado buenos resultados en Dacia, no podían aplicarse a este país de vida más múltiple, mejor arraigada, y del cual dependía además la riqueza del mundo. Pasado el Éufrates, empezaba para nosotros la región de los riesgos y los espejismos, las arenas devorantes, las rutas que no terminan en ninguna parte. El menor revés ocasionaría un desprestigio capaz de desencadenar todas las catástrofes; no se trataba solamente de vencer, sino de vencer siempre, y nuestras fuerzas se agotarían en la empresa. Ya lo habíamos intentado; pensaba con horror en la cabeza de Craso, lanzada de mano en mano como una pelota durante una representación de las Bacantes de Eurípides, que un rey bárbaro teñido de helenismo ofrecía la noche de su victoria sobre nosotros. Trajano soñaba con vengar esa vieja derrota; yo pensaba sobre todo en impedir que se repitiera. Preveía con bastante exactitud el porvenir, cosa posible cuando se está bien informado sobre la mayoría de los elementos del presente. Algunas victorias inútiles llevarían demasiado lejos a nuestros ejércitos peligrosamente retirados de las restantes fronteras; el emperador próximo a la muerte se cubriría de gloria, y nosotros, los que seguiríamos viviendo, quedaríamos encargados de resolver todos los problemas y remediar todos los males.
César tenía razón al preferir el primer puesto en una aldea que el segundo en Roma. No por ambición o vanagloria, sino porque el hombre que ocupa el segundo lugar no tiene otra alternativa que los peligros de la obediencia, los de la rebelión y aquellos aún más graves de la transacción. Yo no era ni siquiera el segundo en Roma. A punto de partir para una arriesgada expedición, el emperador no había designado aún a su sucesor; cada paso adelante daba una nueva oportunidad a los jefes del estado mayor. Aquel hombre casi ingenuo me resultaba ahora más complicado que yo mismo. Sólo sus rudezas me tranquilizaban: el malhumorado emperador me trataba como a un hijo. En otros momentos pensaba que apenas fuera posible prescindir de mis servicios sería desplazado por Palma o eliminado por Quieto. Me faltaba poder: ni siquiera pude obtener una audiencia para los miembros influyentes del Sanhedrin de Antioquía, tan preocupados como nosotros por las actividades de los agitadores judíos, y que hubieran aclarado a Trajano los amaños de sus correligionarios. Mi amigo Latinio Alexander, descendiente de una de las antiguas familias reales del Asia Menor, y cuyo nombre y fortuna pesaban mucho, tampoco era escuchado. Plinio, enviado cuatro años atrás a Bitinia, había muerto sin tener tiempo de informar al emperador sobre la situación exacta de las opiniones y las finanzas —suponiendo que su incurable optimismo le hubiera permitido hacerlo—. Los informes secretos del comerciante lidio Opramoas, que conocía bien las cuestiones asiáticas, habían sido tomados en broma por Palma. Los libertos aprovechaban los períodos de enfermedad que seguían a las noches de borrachera, para alejarme de la cámara imperial; Fedimas, oficial de órdenes del emperador, honesto pero obtuso, y lleno de animosidad hacia mí, me negó dos veces al acceso. En cambio mi enemigo, el teniente imperial Celso, se encerró una noche con Trajano y mantuvo con él un conciliábulo que duró horas enteras, luego del cual me creí perdido. Busqué aliados donde pude; corrompí a precio de oro a antiguos esclavos que con mucho gusto hubiera enviado a las galeras; acaricié horribles cabezas rizadas. El diamante de Nerva no despedía ya ninguna chispa.
Y fue entonces cuando surgió el más sabio de mis genios benéficos, en la persona de Plotina. Hacía cerca de veinte años que conocía a la emperatriz. Pertenecíamos al mismo medio; teníamos casi la misma edad. La había visto vivir una existencia tan forzada como la mía y más desprovista de porvenir. Me había sostenido, sin parecer darse cuenta de que lo hacía, en momentos difíciles. Pero su presencia se me hizo indispensable durante los días peligrosos de Antioquía, tal como más adelante me sería indispensable su estima, que conservé hasta su muerte. Me acostumbré a aquella figura de ropajes blancos, los más simples imaginables en una mujer; me habitué a sus silencios, a sus palabras mesuradas que valían siempre por una respuesta, la más clara posible. Su aspecto no chocaba para nada en aquel palacio más antiguo que los esplendores de Roma: aquella hija de advenedizos era harto digna de los Seléucidas. Estábamos de acuerdo en casi todo. Los dos teníamos la pasión de adornar y luego despojar nuestra alma, de someter el espíritu a todas las piedras de toque. Plotina se inclinaba a la filosofía epicúrea, ese lecho angosto pero limpio donde a veces he tenido mi pensamiento. El misterio de los dioses, tan angustioso para mí, no la tocaba, y tampoco compartía mi apasionado gusto por los cuerpos. Era casta por repugnancia hacia la facilidad, generosa por decisión antes que por naturaleza, prudentemente desconfiada pero pronta a aceptarlo todo de un amigo, aun sus inevitables errores. La amistad era una elección en la que se comprometía por entero, entregándose como yo sólo me he entregado en el amor. Plotina me conoció mejor que nadie; le dejé ver lo que siempre disimulé cuidadosamente ante otros, por ejemplo ciertas secretas cobardías. Quiero creer que, por su parte, no me ocultó casi nada. La intimidad de los cuerpos, que jamás existió entre nosotros, fue compensada por el contacto de dos espíritus estrechamente fundidos.
Nuestro entendimiento no requirió confesiones, reticencias ni explicaciones: los hechos bastaban por sí mismos. Ella los observaba mejor que yo. Bajo las pesadas trenzas que la moda exigía, aquella frente lisa era la de un juez. Su memoria guardaba la huella exacta de los menores objetos; jamás le ocurría como a mí vacilar demasiado o decidirse prematuramente. Le bastaba una ojeada para descubrir a mis más ocultos enemigos; valoraba a mis partidarios con una prudente frialdad. A decir verdad éramos cómplices, pero el oído más aguzado apenas hubiera podido reconocer entre nosotros los signos de un acuerdo secreto. Jamás cometió ante mí el grosero error de quejarse de Trajano, o el más sutil de excusarlo o elogiarlo. Mi lealtad, por otra parte, no le inspiraba la menor duda. Atiano, que acababa de llegar a Roma, se sumaba a aquellas entrevistas que duraban a veces la noche entera; nada parecía fatigar a esa mujer imperturbable y frágil. Había logrado que mi antiguo tutor fuese designado consejero privado, eliminando así a mi enemigo Celso. La desconfianza de Trajano, o la imposibilidad de encontrarme un reemplazante en la retaguardia, me obligaba a permanecer en Antioquía; pero contaba con ellos para enterarme de todo lo que no me dirían los boletines. En caso de desastre, sabrían agrupar en torno a mí la fidelidad de una parte del ejército. Mis adversarios tendrían que soportar la presencia de aquel anciano gotoso que sólo partía para servirme, y de aquella mujer capaz de exigirse a sí misma una larga resistencia de soldado.
Los vi alejarse, con el emperador a caballo, firme, admirablemente plácido, el grupo de las mujeres en literas, los guardias pretorianos mezclados con los exploradores númidas del temible Lucio Quieto. El ejército, que había invernado a orillas del Éufrates, se puso en marcha apenas llegado el jefe: la campaña parta comenzaba más que auspiciosamente. Las primeras noticias fueron sublimes: conquistada Babilonia, franqueado el Tigris, Ctesifón acababa de caer. Como siempre, todo cedía ante la asombrosa capacidad de aquel hombre. Sharaceno, príncipe de Arabia, se sometió abriendo todo el curso del Tigris a las flotillas romanas; el emperador se embarcó rumbo al puerto de Sharax, en el fondo del Golfo Pérsico. Tocaba ya en las orillas fabulosas. Mis inquietudes subsistían, pero las disimulaba como si fueran crímenes; tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse. Lo que es peor, dudaba de mí mismo; había sido culpable de esa innoble incredulidad que nos impide reconocer la grandeza de un hombre que conocemos demasiado. Había olvidado que ciertos seres modifican los límites del destino, cambian la historia. Había blasfemado del Genio del emperador. Me consumía en mi puesto. Si por casualidad se producía lo imposible, ¿quedaría yo excluido? Como todo es más fácil que la sensatez, me venían deseos de vestir la cota de malla de las guerras sármatas y utilizar la influencia de Plotina para hacerme llamar al ejército. Envidiaba al último de nuestros soldados, el polvo de las rutas asiáticas, el choque de los batallones persas acorazados. El Senado acababa de otorgar al emperador, no ya el derecho de celebrar un triunfo, sino una sucesión de triunfos que durarían tanto como su vida. Por mi parte hizo lo que correspondía hacer: ordené fiestas y subí a sacrificar a la cima del monte Casio.
Súbitamente, el incendio que se incubaba en las tierras orientales estalló por todas partes. Los comerciantes judíos se negaron a pagar los impuestos a Seleucia; inmediatamente Cirene se sublevó y el elemento oriental asesinó al elemento griego; las rutas que llevaban el trigo de Egipto a nuestras tropas fueron cortadas por una banda de zelotes de Jerusalén; en Chipre, los residentes griegos y romanos cayeron en manos del populacho judío, que los obligó a matarse entre ellos en combates de gladiadores. Logré mantener el orden en Siria, pero advertía las llamaradas en los ojos de los mendigos acurrucados en los umbrales de las sinagogas, las sonrisas irónicas en los gruesos labios de los camelleros, un odio que en resumidas cuentas no merecíamos. Desde el comienzo los judíos y los árabes habían hecho causa común frente a una guerra que amenazaba arruinar su negocio; pero Israel aprovechaba para lanzarse contra un mundo del que la excluían sus furores religiosos, sus singulares ritos y la intransigencia de su dios. Luego de volver apresuradamente a Babilonia, el emperador delegó en Quieto el castigo de las ciudades sublevadas; Cirene, Edesa, Seleucia, las grandes metrópolis helénicas del Oriente, fueron entregadas a las llamas para vengar las traiciones premeditadas durante los altos de las caravanas o maquinadas en las juderías. Más tarde, visitando aquellas ciudades que habría de reconstruir, anduve bajo columnatas en ruinas, entre hileras de estatuas rotas. El emperador Osroes, que había fomentado aquellas revueltas, tomó inmediatamente la ofensiva; Abgar se sublevó y penetró en Edesa reducida a cenizas; nuestros aliados armenios, con los cuales había creído contar Trajano, se volcaron a los sátrapas. Bruscamente el emperador se halló en medio de un inmenso campo de batalla, donde había que hacer frente en todas direcciones.
Perdió el invierno en el sitio de Hatra, nido de águilas casi inexpugnable en pleno desierto y que costó miles de muertos a nuestro ejército. Su obstinación asumía más y más una forma de coraje personal; aquel hombre enfermo se negaba a abandonar la partida. Por Plotina sabía que Trajano, a pesar de la advertencia de un breve ataque de parálisis, seguía rehusándose a nombrar su heredero. Si el imitador de Alejandro moría a su vez de fiebre o de intemperancia en algún rincón malsano de Asia, la guerra exterior se complicaría con una guerra civil; una lucha a muerte estallaría entre mis partidarios y los de Celso o Palma. De pronto las noticias cesaron casi por completo; la precaria línea de comunicación entre el emperador y yo sólo subsistía por obra de las bandas númidas de mi peor enemigo. Entonces, por primera vez, ordené a mi médico que marcara en mi pecho, con tinta roja, el lugar del corazón; si sobrevenía lo peor no estaba dispuesto a caer vivo en manos de Lucio Quieto. La difícil tarea de pacificar las islas y las provincias limítrofes se agregaba a las demás obligaciones de mi puesto, pero el agotador trabajo diurno no era nada comparado con las interminables noches de insomnio. Todos los problemas del imperio me abrumaban a la vez, pero el mío propio pesaba más. Quería el poder. Lo quería para imponer mis planes, ensayar mis remedios, restaurar la paz. Sobre todo lo quería para ser yo mismo antes de morir.
Iba a cumplir cuarenta años. Si sucumbía en esa época, de mí sólo quedaría un nombre en una serie de altos funcionarios, y una inscripción griega en honor del arconte de Atenas. Desde entonces, cada vez que he visto desaparecer en mitad de la vida a un hombre cuyos éxitos y fracasos el público cree poder medir exactamente, he recordado que a esa edad yo existía tan sólo para mí mismo y para algunos amigos, que a veces debían dudar de mí como lo hacía yo personalmente. He comprendido que pocos hombres se realizan antes de morir, y he juzgado con mayor piedad sus interrumpidos trabajos. Aquella amenaza de una vida frustrada inmovilizaba mi pensamiento en un punto, fijándolo como un absceso. Mi deseo de poder era semejante al del amor, que impide al amante comer, dormir, pensar, y aun amar, hasta que no se hayan cumplido ciertos ritos. Las más urgentes tareas parecían vanas, desde el momento que me estaba vedado adoptar, como señor, decisiones referentes al futuro; necesitaba tener la seguridad de que iba a reinar para sentir de nuevo el placer de ser útil. Aquel palacio de Antioquía, donde algunos años más tarde habría de vivir en una especie de frenesí de felicidad, era para mí una prisión, y tal vez una prisión de condenado a muerte. Envié mensajes secretos a los oráculos, a Júpiter Amón, a Castalia, a Zeus Doliqueno. Me rodeé de magos; llegué al punto de hacer traer a los calabozos de Antioquía a un criminal condenado a la crucifixión y a quien un hechicero degolló en mi presencia, con la esperanza de que el alma, flotando un instante entre la vida y la muerte, me revelara el porvenir. Aquel miserable se salvó de una agonía más prolongada, pero las preguntas formuladas quedaron sin respuesta. De noche andaba de vano en vano, de balcón en balcón, por las salas del palacio cuyos muros mostraban aún las fisuras del terremoto, trazando aquí y allá cálculos astrológicos en las losas, interrogando las estrellas titilantes. Pero los signos del porvenir había que buscarlos en la tierra.
El emperador levantó por fin el sitio de Hatra y se decidió a volver sobre sus pasos, cruzando el Éufrates que jamás hubiera debido franquear. Los calores tórridos y el hostigamiento de los arqueros partos hicieron todavía más desastroso aquel amargo retorno. En un ardiente anochecer de mayo, a orillas del Orontes y fuera de las puertas de la ciudad, salí a recibir al pequeño grupo castigado por las fiebres, la ansiedad y la fatiga: el emperador enfermo, Atiano y las mujeres. Trajano se obstinó en llegar a caballo hasta el palacio; apenas podía sostenerse; aquel hombre tan lleno de vida parecía más cambiado que otro por la cercanía de la muerte. Crito y Matidia lo sostuvieron al subir la escalinata, lo llevaron a acostarse y se instalaron a su cabecera. Atiano y Plotina me narraron los incidentes de la campaña que no habían incluido en sus breves mensajes. Uno de aquellos relatos me conmovió al punto de incorporarse para siempre a mis recuerdos personales, a mis símbolos propios. Apenas llegado a Sharax, el fatigado emperador había ido a sentarse a la orilla del mar, frente a las densas aguas del Golfo Pérsico. En aquel momento no dudaba todavía de la victoria, pero por primera vez lo abrumaba la inmensidad del mundo, la conciencia de su edad y de los límites que nos encierran. Gruesas lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas del hombre a quien se creía incapaz de llorar. El jefe que había llevado las águilas romanas a riberas hasta entonces inexploradas, comprendió que no se embarcaría jamás en aquel mar tan soñado; la India, la Bactriana, todo ese Oriente tenebroso del que se había embriagado a distancia, se reducirían para él a unos nombres y a unos ensueños. A la mañana siguiente, las malas noticias lo forzaron a retroceder. Cada vez que el destino me ha dicho no, he recordado aquellas lágrimas derramadas una noche en lejanas playas por un anciano que quizá miraba por primera vez su vida cara a cara.
Al otro día subí a ver al emperador. Me sentía filial y fraternal a su lado. El hombre que se había gloriado siempre de servir y pensar como cualquier soldado de su ejército, llegaba a su fin en la más grande soledad; tendido en su lecho, seguía combinando grandiosos planes que ya no interesaban a nadie. Como siempre, su lenguaje seco y cortante afeaba su pensamiento; articulando trabajosamente las palabras, me habló del triunfo que le preparaba Roma. Negaba la derrota como negaba la muerte. Dos días después tuvo un segundo ataque. Se reanudaron mis ansiosos conciliábulos con Atiano y Plotina. Previsora, la emperatriz había elevado a mi antiguo amigo a la todopoderosa dignidad de prefecto del pretorio, poniendo así la guardia imperial a sus órdenes. Matidia, que no abandonaba la habitación del enfermo, estaba afortunadamente de nuestra parte; aquella mujer tan sencilla y tan tierna era como de cera entre las manos de Plotina. Pero ninguno de nosotros osaba recordar al emperador que la sucesión seguía pendiente. Quizá, como Alejandro, había decidido no nombrar en persona a su heredero; quizá tenía con el partido de Quieto compromisos que sólo él conocía. O, más sencillamente, se negaba a admitir su propio fin; así es como en tantas familias se ve morir intestados a tercos ancianos. Para ellos no se trata tanto de guardar hasta el fin su tesoro o su imperio, que sus dedos entumecidos ya han soltado a medias, como de no ingresar prematuramente en el estado póstumo de un hombre que ya no tiene decisiones que adoptar, sorpresas que dar, amenazas o promesas que hacer a los vivientes. Yo lo compadecía: éramos demasiado diferentes como para que pudiera encontrar en mí ese dócil continuador, dispuesto desde el comienzo a emplear los mismos métodos y hasta los mismos errores, y que la mayoría de los hombres que han ejercido autoridad absoluta buscan desesperadamente en su lecho de muerte. Pero el mundo, en torno a él, carecía de estadistas; yo era el único a quien podía elegir sin faltar a sus deberes de buen funcionario y de gran príncipe; como jefe habituado a valorar las hojas de servicio, estaba prácticamente obligado a aceptarme. Por lo demás, esa razón le daba un excelente motivo para odiarme. Poco a poco su salud se restableció lo bastante como para permitirle salir de su habitación. Hablaba de emprender una nueva campaña, pero ni él mismo creía en ella. Su médico Crito, que temía los calores de la canícula, logró por fin convencerlo de que retornara por mar a Roma. La noche antes de su partida me hizo llamar a bordo del navío que lo llevaría a Italia, y me nombró comandante en jefe en su reemplazo. Llegaba hasta eso; pero lo esencial quedaba por hacer.
Contrariamente a las órdenes recibidas, pero en secreto, comencé de inmediato a negociar la paz con Osroes. Me fundaba en que probablemente ya no tendría que rendir cuentas al emperador. Menos de diez días después me despertó a mitad de la noche la llegada de un mensajero: reconocí de inmediato a un hombre de confianza de Plotina. Me traía dos misivas. Una, oficial, anunciaba que Trajano, incapaz de soportar la navegación, había sido desembarcado en Selinunte, en Cilicia, donde yacía gravemente enfermo en casa de un mercader. La otra carta, secreta, me anunciaba su muerte que Plotina prometía mantener oculta el mayor tiempo posible, dándome así la ventaja de haber sido advertido el primero. Partí inmediatamente para Selinunte, después de tomar las medidas necesarias a fin de contar con las guarniciones sirias. Apenas me había puesto en marcha, un nuevo correo me anunció oficialmente el deseo del emperador. Su testamento, donde me nombraba su heredero, acababa de ser enviado a Roma por mensajeros de confianza. Todo lo que desde hacia diez años fuera febrilmente soñado, combinado, discutido o callado, se reducía a un mensaje de dos líneas, trazado en griego por una mano firme y una menuda escritura de mujer. Atiano, que me aguardaba en el muelle de Selinunte, fue el primero en saludarme con el título de emperador.
Aquí, en ese intervalo entre el desembarco del enfermo y el momento de su muerte, se sitúa una de esas series de acontecimientos que jamás me será posible reconstruir y sobre las cuales se ha edificado sin embargo mi destino. Esos pocos días pasados por Atiano y las mujeres en la casa del mercader decidieron para siempre mi vida, pero con ellos ocurrirá eternamente lo que más tarde habría de ocurrir con cierta tarde en el Nilo, de la que tampoco sabré jamás nada, precisamente porque me importaría tanto saberlo todo. En Roma hasta el último charlatán tiene una opinión formada sobre estos episodios de mi vida, mientras yo sigo siendo el menos informado de los hombres. Mis enemigos acusaron a Plotina de aprovecharse de la agonía del emperador para hacer escribir al moribundo las pocas palabras que me legaban el poder. Los calumniadores, aun más groseros, hablaron de un lecho con colgaduras, la incierta lumbre de una lámpara, el médico Crito dictando las últimas voluntades de Trajano con una voz que imitaba la del muerto. Se hizo notar que Fedimas, el oficial de órdenes, que me odiaba y cuyo silencio mis amigos no habrían podido comprar, sucumbió muy oportunamente de una fiebre maligna al otro día del deceso de su amo. En esas imágenes de violencia y de intriga hay algo que impresiona la imaginación popular, y aun la mía. No me desagradaría que un pequeño grupo de gentes honradas hubiese sido capaz de llegar hasta el crimen por mí, ni que la abnegación de la emperatriz la hubiera arrastrado tan lejos. Plotina conocía los riesgos que la falta de una decisión acarreaba al Estado; la estimo lo suficiente como para creer que hubiera aceptado incurrir en un fraude necesario, si la prudencia, el sentido común, el interés público y la amistad la impulsaban a ello. Más tarde he tenido en mis manos ese documento tan violentamente impugnado por mis adversarios; no puedo pronunciarme en pro o en contra de la autenticidad de ese último dictado de un enfermo. Prefiero suponer claro está, que renunciando antes de morir a sus prejuicios personales, Trajano haya dejado por su propia voluntad el imperio a aquel a quien después de todo juzgaba el más digno. Pero debo confesar que en este caso el fin me importaba más que los medios; lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado luego que merecía ejercerlo.
El cadáver fue quemado a orillas del mar, poco después de mi llegada, a la espera de los funerales triunfales que se celebrarían en Roma. Casi nadie asistió a la sencilla ceremonia cumplida al alba; no fue más que el último episodio de los largos cuidados domésticos proporcionados por las mujeres a la persona de Trajano. Matidia lloraba a lágrima viva; la vibración del aire en torno de la pira borraba los rasgos de Plotina. Serena, distante, un poco demacrada por la fiebre, se mantenía como siempre claramente impenetrable. Atiano y Crito cuidaban de que todo se consumara decorosamente. La pequeña columna de humo se disipó en el pálido aire de la mañana sin sombras. Ninguno de mis amigos aludió a los incidentes de los días que precedieron a la muerte del emperador. Evidentemente su consigna era la de callar; la mía consistió en no hacer preguntas peligrosas.
El mismo día la emperatriz viuda y sus familiares se embarcaron rumbo a Roma. Volví a Antioquía, acompañado a lo largo del camino por las aclamaciones de las tropas. Una calma extraordinaria se había adueñado de mí: la ambición y el temor parecían una pesadilla terminada. Siempre había estado decidido a defender hasta el fin mis probabilidades imperiales, pasara lo que pasare; pero el acto de adopción, lo simplificaba todo. Mi propia vida ya no me preocupaba; podía pensar otra vez en el resto de los hombres.