21

El casting para elegir a los bomberos que retratarían para el calendario de Intimissimi levantó gran expectación. Bomberos llegados de toda España se reunieron en el hotel NH de la Ciudad de la Imagen, y Nekane junto a Ana, en un salón habilitado para ello, les pedían lo que necesitaban para ver sensualidad en ellos. Los hicieron posar ante la cámara vestidos con sus uniformes y desnudos de cintura para arriba.

Madredelamorhermoso, ¿tú ves lo que veo yo? —cuchicheó Nekane.

—Sí…, lo veo, lo veo. En momentos como éstos entiendo por qué adoro mi trabajo.

—Y yo —contestó riendo Nekane con un bote de aceite en las manos.

Los bomberos se lo pusieron realmente fácil. Todos eran simpáticos y, en cierto modo, parecía que se conocían de toda la vida. Acostumbrados a otro tipo de trabajo, aquel día fue para ellos una jornada divertida y hasta original. En un momento dado, Ana vio que Rodrigo llegaba, junto con Calvin, Julio y Jesús. Tras lo ocurrido la noche en que ella salió con Mario y él hizo de canguro, no habían vuelto a hablar del tema, y lo cierto era que se lo agradecía. Cuanto menos lo recordaran mejor.

A la hora de la comida ya habían fotografiado y habían tomado datos a más de cien de aquellos impresionantes bomberos, y les quedaban unos cuantos antes de finalizar.

—¡Increíble! —exclamó sonriendo Nekane—. Pero, Ana, ¿tú has visto el material de primera que tenemos aquí?

—Sí, y nosotras sin saberlo.

Ambas reían cuando Calvin, con su sonrisa de siempre, se acercó a ellas.

—¡Hola, guapas! ¿Cómo va eso?

Las dos se miraron, y Nekane respondió:

—Sólo te puedo decir ¡agotadorrrrrr!

Su pícaro gesto y comprobar cómo la miraban muchos de sus compañeros hicieron que Calvin la levantara de la silla, la cogiera por la cintura y, tras acercarla a él de forma posesiva, la besara. Cuando se separó de ella, Nekane lo miró fijamente.

—Calvin, ¿por qué has hecho eso?

—Es mi manera de dejar claro a todos los lobos feroces que os miran con deseo que eres mi princesa.

La mirada de Nekane hizo presuponer que no iba a decir nada bueno, pero sorprendentemente soltó:

—¡Aisss, tontito!, pero si para mí tú eres el mejor…

Atontado, Calvin le mordisqueó el cuello mientras le susurraba:

—Te como princesa, ¡te como!

Ana puso los ojos en blanco. El almendramiento de aquéllos había llegado a su máximo y, riéndose, les dijo para que se alejaran:

—Anda, id… a rebozaros en vuestra marmita de lujuria lejos de mí, por favorrrrrrrrrrrrrr.

Cuando se alejaron, esbozando una sonrisa, se metió una cucharada de arroz en la boca. Entonces, alguien reclamó su atención.

—Ana, ¿verdad? —Ella asintió—. Mi nombre es David. ¿Puedo sentarme?

—Sí…, sí, por favor —contestó una vez se tragó el arroz.

El hombre que se había sentado a su lado era impresionante. Debía de tener unos treinta y cinco años. Era alto, atractivo y, por su forma de sonreír, parecía simpático.

—Tú dirás —dijo Ana.

—Sólo quería que supieras que te estamos muy agradecidos por esta iniciativa. Ese tanto por ciento que la marca de ropa va a donar a los bomberos durante un año creo que a todos nos va a ir muy bien para comprar cosas que necesitamos para nuestro trabajo.

—Gracias. —Y mirándolo, le preguntó—: ¿Has pasado ya por el casting?

Él sonrió, y acercándose a ella, hizo un gesto negativo.

—No.

—Pero vas a pasar, ¿verdad?

En ese momento, llegaron Rodrigo y Julio, y se sentaron junto a ellos. Tras saludarse con un movimiento de cabeza, David se volvió a acercar a Ana.

—No.

Divirtiéndose y sin querer ver el gesto de seriedad de Rodrigo, volvió a mirar al bombero.

—¿Y por qué no? —preguntó.

—Porque este tío es muy feo y te rompería la cámara —se mofó Julio, ganándose una sonrisa del hombre.

—Ana —añadió David—, yo sólo he venido para acompañar a unos amigos y ver de qué va todo esto.

La joven sonrió, y sin importarle que los otros dos estuvieran atentos a su conversación, siguió preguntando.

—¿De dónde eres?

—Soy del parque cuatro de Madrid. Tetuán.

—Muy bien, David del parque número cuatro de Tetuán, que sepas que te quiero fotografiar. Quiero tenerte delante de mi objetivo.

Rodrigo resopló, pero antes de que pudiera decir nada, David se levantó y, sacándose una tarjeta del bolsillo, la dejó sobre la mesa. Mirando a la joven, dijo antes de alejarse:

—Sólo lo haré si antes me llamas y accedes a cenar conmigo esta noche.

Cuando se quedaron los tres solos, Ana cogió la tarjeta y la miró. Rodrigo, molesto por el descaro de David, le quitó la tarjeta de las manos.

—Ni se te ocurra llamarle —la advirtió para su disgusto.

—¿Ya estamos otra vez? —protestó, mirándolo seriamente—. ¿Por qué no le voy a llamar? ¿Éste tampoco te gusta?

Julio los miró, sorprendido. ¿Qué les ocurría? Pero continuó sentado en el mismo sitio, dispuesto a enterarse para luego contárselo a su mujer. Rodrigo, sin amilanarse, se echó hacia adelante en la mesa y se acercó a ella.

—Simplemente porque te lo estoy diciendo yo.

Aquélla chulería a Ana la desbordó, y lo miró con enfado.

—Dame la tarjeta —le exigió.

—No.

Julio, incómodo ante aquel duelo de titanes, optó por levantarse e irse. No entendía el juego que se llevaban, pero decidió alejarse para que lo aclarasen ellos solos.

—Rodrigo…, te estás pasando.

—Ese tío…

—Lalalalalala. ¡No quiero escucharte! —soltó Ana para desespero de él.

—¡Joder, Ana, escúchame! Sólo te estoy protegiendo.

—¿Y quién te ha pedido protección?

—Me nombraste tu celestino particular, ¿lo has olvidado? Y por ello me niego a que cenes con él.

—¿Qué pasa?, ¿es también un picaflor como tú y Mario?

—Peor —siseó, molesto—. Y por eso, no te conviene.

Al ver que Rodrigo se guardaba la tarjeta en el bolsillo de la camisa, gruñó, enfadada:

—¿Tú eres tonto o qué? ¿Acaso te he pedido opinión?

—No y no. Pero soy tu amigo y no quiero que…

—Dame de una vez por todas la jodida tarjeta si no quieres que te la quite yo misma de las manos y montemos un numerito digno de recordar.

—Ni lo sueñes. —Y con una sonrisa burlona, murmuró, abriendo los brazos—: Aunque si quieres, vamos, ven a por ella. Me dejo tocar si tan necesitada de sexo estás.

—Pero ¿tú eres tonto?

—Quizá —respondió, consciente de la estupidez que estaba haciendo.

Nerviosa, movió el pie bajo la mesa y, mirándolo con una sonrisa diabólica, le dio una patada en toda la espinilla.

—¡Ay! ¡Serás bruta! —protestó, dolorido.

—Como no me des la tarjeta, no te volveré a hablar en mi vida.

—Vamos a ver, Ana, si quieres salir a cenar, yo te invitaré.

—Venga ya, hombre, no me jorobes. No es lo mismo —protestó.

—¿Y por qué no es lo mismo?

—Rodrigo, por favor…, ¿de qué vas? ¿Acaso me vas a decir que una cena con David es lo mismo que cenar contigo en Burger King?

—Que yo sepa el Whopper con queso, patatas y Coca-Cola te gusta. ¡Ah!, y de postre, por supuesto, un Sandy de chocolate. ¡Eso no puede faltar! —se burló.

Ana fue incapaz de no reírse. Suspiró y se aproximó a él.

—Claro que me gusta, ¡me encanta! Pero mi cena con David tendrá un postre que contigo no voy a tener. —Y al ver cómo resoplaba, añadió—: Mira, Rodrigo, un tío sexy me acaba de invitar a cenar y quiero aceptar esa cena. No sé qué te pasa últimamente, pero creo que te estás tomando muy a pecho nuestra amistad.

Ofuscado, no contestó.

—Vamos a ver —continuó ella—, quiero retomar mi vida. Mi hijo está sano, bien cuidado y es un niño feliz. ¿Acaso yo no me merezco un poco de diversión?

—Con él no.

—Pero ¡buenoooooooooooo!

Y ni corto ni perezoso, dijo, dejándola pasmada:

—Si quieres divertirte de la manera que imagino que dices…

—Sexo —cortó ella—. Se llama sexo.

Desquiciado por cómo ella planteaba claramente las cosas, finalmente soltó:

—Si quieres sexo, yo te lo puedo dar. Ésta claro que tú y yo, cuando nos lo proponemos, lo pasamos bien.

Se quedó anonadada ante tal ofrecimiento, y parpadeando, intentó ofenderlo:

—Tú lo has dicho, cuando nos lo proponemos. Pero es que contigo no quiero proponerme nada. Absolutamente nada.

Incapaz de retener un segundo más la furia que sentía por lo que ella decía, decidió ser claro de una vez por todas.

—Tengo que hablar contigo —musitó muy cerca de ella—. Necesito decirte que…

—Lalalalalalalala. ¡No quiero escucharteeeeeeee! —volvió a cantar.

—… no puedo dejar de pensar en ti porque creo que estoy enamorado, y ver que sales con otros y no me tienes en cuenta me está matando.

Ana dejó de cantar e inmediatamente le tapó la boca con su mano. Después, levantándose con lentitud de su silla, dijo con un hilo de voz:

—Haré como que no he oído lo que has dicho. No me jorobes, Rodrigo. Eso no puede ser. Ahora no… Me ha costado demasiado olvidarme de ti como para que ahora me vengas tú con ésas. Por lo tanto, quitaré mi mano lentamente de tu boca, me iré y continuaré con mi trabajo, y aquí paz y después gloria, ¿entendido?

Rodrigo no dijo nada. La contempló mientras se alejaba, y al ver que se volvía para mirarlo, pensó: «Pero lo has oído, Ana; yo sé que me has oído».

Conmocionada y sin dar pie con bola, Ana siguió con su trabajo. Pero la cabeza le daba mil vueltas. ¿Rodrigo, enamorado de ella? Fueron pasando distintos bomberos ante la cámara, hasta que su amiga, al verla tan dispersa, le preguntó:

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Nada.

—¡Oh, sí!, claro que te pasa. Dorotéame ahora mismo. ¿Qué ocurre?

Ana soltó la cámara y, después de pedirle un segundo al bombero que esperaba para ser fotografiado, se acercó a su amiga. Según comprobó, Rodrigo hablaba con otros lejos de ellas.

—¡Ay, Neka!, lo que no me pasa a mí no le pasa a nadie.

—Depende…, a mí me pasan cosas muy raras también —dijo riendo su amiga, pero viendo su cara de desconcierto, cambió de actitud—. Vamos, comienza por el principio.

Ana tomó aire.

—Un machoman de éstos me ha dado su tarjeta para que lo llame. Me quiere invitar a cenar, y el tío está buenísimo.

—¿No me digas? ¿Y quién es?

Ana miró a su alrededor para buscarlo, pero primero se topó con Rodrigo, que la observaba. Rápidamente, dejó de mirarlo y encontró a David, que hablaba con otros hombres.

—Es aquél, el de los vaqueros y la camisa caqui.

—¡Joder, pedazo tordazo! —exclamó Nekane, sonriendo—. ¡Perfecto!

—No. ¡Perfecto no!

—¿Por qué? ¿Qué pasa? El tío está que cruje, a ti te mola. ¿Dónde está el problema? Y si lo dices por Dani…, tranquila, que aquí está su tía Neka para cuidarlo.

—Rodrigo me ha quitado la tarjeta para que no lo llame.

—¿Y por qué te quita ese aguafiestas la tarjeta?

—Según él, David, no me conviene, y el muy imbécil, porque no tiene otro nombre, me ha dicho con todo el morro del mundo que no cene con él.

Nekane, sin entender nada, vio que Rodrigo las miraba y, con el ceño fruncido, preguntó:

—Pero vamos a ver… ¿Y a él qué le importa con quién cenas tú?

—Neka…, me ha dicho que no puede dejar de pensar en mí y que cree que se está enamorando, y que no soporta que salga con otros y no lo mire a él.

—Que te ha dicho ¿qué?

Al ver a Ana asentir miró a Rodrigo, y éste sonrió. Quiso gritarle un palabrotón, pero finalmente dijo:

Lamadrequeloparióooooooooo. Pero ¿cómo se puede ser tan…, tan…? —Y mirando a su amiga, le preguntó—: ¿Y tú qué le has dicho?

—Le he dicho que no le quería escuchar…, que…, que… ¡Joder, me ha puesto cardíaca! ¿Cómo se le ocurre decirme eso ahora? No, no me puede estar pasando esto. Ahora no.

—Es para darle con toda la mano abierta donde más le duele. Pero qué egoístas son los tíos. Ni comen ni dejan comer —afirmó Neka, que decidió tomar las riendas de la situación—. Vamos a ver, ¿tú quieres cenar con el otro tordo?

Miró a su amiga, desconcertada.

—¡No lo séeeeeeee!

—Vale…, que no cunda el pánico. Tengo un plan. Yo le pido el teléfono al tal David ése, le digo que soy tu ayudante y que has perdido la tarjeta, y…

—¡Ay, Neka…!, no sé.

—Que sí, mujer, que sí… ¿Qué te parece?

—Una locura.

—Será una locura divina para ti. ¿Tú quieres pasarlo bien?

—Sí. Lo necesito.

—Pues entonces, no se hable más.

Ana buscó con la mirada a Rodrigo, que seguía observándola, y de pronto, se sintió malvada y malota.

—Adelante con el plan —dijo, volviéndose hacia su amiga.

Después de aquella conversación, continuaron con el trabajo. Rodrigo, contemplándola desde su posición, se sentía satisfecho. La conocía muy bien y sabía que estaba nerviosa, y era por él. Cuando le tocó a él fotografiarse, Ana no dio pie con bola, y eso le hizo sonreír ampliamente. Pero su sonrisa se borró de golpe cuando, tras él, David se puso delante del objetivo, y Ana, retomando su destreza, lo fotografió. ¿Qué quería decir aquello? Diez minutos más tarde lo supo cuando recibió un mensaje en el móvil que decía: «Cambio Whopper por bistec».

La cena con David fue maravillosa. Aquel hombre era encantador y se comportó durante toda la noche como un caballero. A Ana el móvil le sonó una docena de veces. Era Rodrigo. Como había decidido no cogerlo, al final lo puso en silencio. No le iba a estropear su cita. Tras la cena fueron a tomar algo a un pub de Argüelles, y entonces fue cuando David se lanzó y la besó. Sentir aquellos labios tibios y sensuales sobre los de ella a Ana le gustó. Aceptó su boca una y otra vez, pero cuando él le propuso ir a un hotel, algo la bloqueó y dijo que no. Apenas si podía dejar de pensar en Rodrigo y en lo que aquella tarde le había dicho, y lo que menos le apetecía era rebozarse con otro en un hotel.

Sobre las tres y cuarto de la madrugada, David paró el coche cerca del portal, y tras darle un rápido beso en los labios, Ana se bajó. Al ver el coche alejándose caminó en dirección a la puerta, pero el corazón le saltó del pecho cuando vio que Rodrigo se acercaba por la derecha. A diferencia de otras veces, su gesto no era sonriente. Más bien era de enfado, y así se lo hizo saber cuando llegó hasta ella.

—¿Cómo has podido salir con él? ¿Estás loca?

Molesta por su tono de voz y especialmente por aquella intromisión en su vida privada, lo miró con cara de pocos amigos.

—¿Desde cuándo tengo que darte yo a ti explicaciones de lo que hago o dejo de hacer?

—Te he llamado mil veces, ¿no lo has visto?

—¡Ay, Dios!, ¡qué cansino! Claro que lo he visto, pero estaba ocupada.

No obstante, como siempre que él estaba cerca, un calor gustoso y excitante tomó el estómago de Ana. Verlo allí tan guapo y sexy, y sentir sus celos por ella la estaban excitando a cada segundo más. Pero no estaba dispuesta a dar un paso atrás.

—¿Qué narices haces tú aquí a estas horas?

—Esperándote para saber si te lo habías pasado bien con tu bistec.

—Sí —contestó, sonriendo y levantando la barbilla—, lo he pasado muy bien. David es un hombre muy agradable y…

—Dirás un capullo.

—Pues no…, precisamente no emplearía ese calificativo para definirlo. Y ahora, si no te importa, estoy cansada y quiero irme a dormir.

No pensaba escuchar nada más, así que metió la llave en la cerradura de portal.

—Créeme, Ana —murmuró él tras ella—, es un capullo. ¿Te ha dicho que está casado?

Aquella revelación hizo que se le cayeran las llaves al suelo. ¿Casado? Ella no salía con hombres casados. Rápidamente, Rodrigo se agachó y las cogió. Sin duda alguna, aquella información había pillado a Ana por sorpresa. Sólo había que verle la cara para confirmar que no sabía nada. Y antes de que ella pudiera decir algo, le cogió la barbilla y, levantándosela para verle los ojos, susurró:

—Intenté prevenirte.

—¿Casado?

—¡Ajá!, y con tres hijos.

Enfadada por no haberse dado cuenta de ello, o al menos haberlo intuido, se apoyó en el portal y cerró los ojos.

—Soy idiota…, rematadamente idiota. ¿Por qué no habré caído cuando me ha dicho lo del hotel?

—¿¡Ese gilipollas te quería llevar a un hotel!? —gruñó, descompuesto. Sólo imaginar a Ana entre sus brazos lo enfermaba.

—Debí imaginármelo… —murmuró Ana, sin escucharlo—. ¡Cómo he podido ser tan tonta!

Imaginar a Ana junto a David traspasando la puerta de una habitación a Rodrigo le quemó la sangre, pero como no quería agobiarla más, le entregó las llaves.

—No te martirices ahora con eso.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Ana…, lo intenté, pero…

—No —cortó ella—, precisamente creo recordar que me dijiste otras cosas. —Y al ver su mirada azulada sobre ella, levantó un dedo e indicó—: En cuanto a eso que tú y yo sabemos, olvídalo. No estoy dispuesta a que…

Pero no pudo decir más. Rodrigo la agarró por la cintura y atrayéndola hasta él la besó con posesión. La apretó contra él haciéndole saber su deseo y su estupenda erección. Aquel simple beso provocó que Ana sintiera lo que los besos de David no habían conseguido. Deseo. Un deseo irrefrenable de estar con él y disfrutar del momento con auténtica pasión. Incapaz de repeler aquel ataque directo del tsunami Rodrigo, Ana soltó el bolso y, agarrándose a su cuello, se dejó levantar hasta quedar apoyada en el portal. A las tres y media de la madrugada poca gente pasaba por allí, pero un ruido hizo que Ana abriera un ojo. El camión de la basura doblaba la esquina y, en breves segundos, estaría frente a ellos. Con las pulsaciones a mil y el deseo totalmente descontrolado mientras Rodrigo disfrutaba mordisqueándole el lóbulo de la oreja, murmuró sin convicción:

—Suéltame… —Al ver que él no le hacía caso, se separó un poco y mirándolo a los ojos susurró mientras aquellos hoyuelos que la volvían loca se le marcaban al sonreír—: No debemos continuar con esto. ¡Suéltame!

—No.

—¡¿No?!

—Te deseo tanto como tú me deseas a mí.

—Mientes.

—No, cielo, no miento. Sabes que es cierto lo que digo, pero no quieres reconocerlo, porque necesitas castigarme por todo el daño que yo te he hecho a ti. —Ana no habló, y él musitó cerca de su boca—: No sé qué ha pasado ni cuándo ha ocurrido, pero no puedo dejar de pensar en ti y…

—Escucha, Rodrigo, yo no soy la típica mujer que a ti te gusta; por lo tanto, olvídame, ¿vale?

—Tú eres perfecta así como eres. El imbécil aquí he sido yo al no darme cuenta antes de lo bonita, preciosa, encantadora y maravillosa que eres.

Halagada por las cosas que Rodrigo decía y que siempre había querido oír, pero asustada por la determinación que veía en los ojos de él, se echó hacia atrás y dijo:

—Lo siento, pero es tarde. Yo…

—Ana, lo que siento por ti me ha hecho comprender que lo bonito en esta vida es tener a alguien a tu lado que te quiera y que sepa tus gustos, y no a una mujer distinta cada noche que ni te conoce ni te entiende.

—Las personas no cambian, Rodrigo…

—Te equivocas. En ocasiones, las personas cambian por amor.

Aquella frase llamó su atención. Tenía el mismo sentido que otra parecida que le había dicho su padre cuando había ido a Londres a dejarles a Dani. Pero no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

—No, no me equivoco, y no pienso…

—Yo te convenceré. Sé que has sentido algo por mí, y…

—¿Quién te ha dicho semejante tontería? Como mucho, me gustaste; nada más. ¡Serás creído…!

Rodrigo no rebatió la acusación; sólo dijo, utilizando el lenguaje de ella:

—Estoy dispuesto a que te almendres por mí de nuevo, tanto como yo lo estoy por ti.

Cada vez más anonadada por las cosas que él le decía y sintiendo que las fuerzas comenzaban a flaquearle, murmuró, hechizada por aquellos preciosos ojos azules:

—Ni lo sueñes. No me van las segundas oportunidades y…

—Sería nuestra primera oportunidad. —Y al ver que ella no negaba lo que había dicho, le aclaró—: Tú y yo nunca nos hemos dado una oportunidad. Nunca hemos quedado como una pareja. Nuestros anteriores encuentros fueron sólo sexuales. Después, tú y yo sólo fuimos amigos porque así tú lo propusiste y yo acepté. Pero ahora déjame que te invite a cenar y que pueda…

—No es buena idea, créeme, y no lo líes más.

Aquella contestación le pareció tan divertida como tentadora la turbación que veía en su mirada.

—Ana, quiero tener una cita contigo. Sólo te pido eso.

—Ni lo pienses.

Por cómo lo miraba intuyó que algo del pasado quedaba vivo en su interior. Pero aquella pequeña cabezona se iba a resistir, y eso le excitaba a cada segundo más y más. Por ello, decidió cambiar de táctica, y susurró cerca de su boca:

—Abre la puerta si no quieres que te desnude aquí mismo.

Asustada por la determinación que vio en sus ojos, y estando el camión de la basura cada vez más cerca, con manos temblorosas metió la llave en el portal, y dos segundos después, estaban en el interior. Sin dejar que hablara, Rodrigo la volvió a besar y apretó el botón del ascensor. Cuando llegaron a la planta y salieron del ascensor, él le quitó las llaves de las manos y abrió la puerta.

Sin mirar nada, Rodrigo se dirigió hacia la habitación de Ana y, al no ver la cuna de Dani allí, sonrió y la tumbó en la cama.

—Rodrigo, esto es una locura.

—No, cielo, no lo es.

Extasiada por el momento y por todo lo que de pronto volvía a sentir por él, se dejó hacer. Primero, la desnudó, quitándole el fino vestido de algodón naranja, y una vez que la tuvo donde ella quería, se despojó de los pantalones y se tumbó sobre ella. Su exigente boca fue directa a sus pechos y, sacando la lengua, le rodeó los pezones. Aquello hizo que Ana gimiera y el vello del todo el cuerpo se le erizara. Sentir cómo él le mordisqueaba los pezones y tiraba de ellos con mimo la estaba poniendo cardíaca y, finalmente, gimió.

—Sí…, Ana…, sí.

El sonido electrizante de su voz le hacía perder la razón. Tenía todos los sentidos a flor de piel, y a cada caricia de él, algo en su interior explotaba de satisfacción.

Rodrigo, incapaz de detener lo que había comenzado, se quitó la camisa y la tiró a un lado. Ansiaba disfrutar de Ana, y al sentir que enredaba los dedos en su pelo para atraerlo hacia ella, un escalofrío lo recorrió de la cabeza a los pies. Su olor a melocotón lo volvía loco. Comprendiendo que ella exigía que la besara, no lo dudó. Introdujo la lengua entre aquellos dulces labios y con posesión tomó su boca. Y deseoso de penetrarla, le separó las piernas con las rodillas.

—Escucha…, yo… —murmuró ella— desde que he tenido a Dani no…

Al entender lo que ella quería decir, asintió, sintiéndose feliz al saber que ninguno de los tipos que habían salido con ella había llegado a donde él estaba dispuesto a llegar. Y tras darle un ardoroso beso en los labios, susurró mientras con el dedo de la mano derecha le rozaba el clítoris:

—Tranquila, cariño…, tendré cuidado. ¿Quieres que siga?

Ella hizo un gesto afirmativo, y él, levantándose, se quitó con maestría y rapidez los calzoncillos. Estar de rodillas en la cama con ella delante de él, desnuda y totalmente entregada, hizo que la sangre de su miembro bombeara con auténtica excitación. Sacó de su cartera un preservativo y, tras rasgar la envoltura con los dientes, se lo puso. Tumbándose sobre ella le hizo abrir las piernas, y colocando el pene en la entrada de su deseo, despacito, lo fue introduciendo.

—Si te duele, dímelo, y paro.

Ana asintió, pero, contrariamente a lo que se había imaginado, no le dolió, y fue ella la que, inquieta y deseosa de él, empujó más. Deseaba sentirlo dentro para que la poseyera. Una vez que Rodrigo estuvo totalmente dentro de ella, suspiró, y al sentir que ella movía las caderas, murmuró:

—Tranquila, cielo…

Pero la tranquilidad de Ana había desaparecido y no quería ternura, sólo quería lujuria y desenfreno, y sin parar de mover las caderas, musitó:

—Muévete; no me haces daño y quiero que sigas.

A partir de ese instante, la noche se volvió loca y tórrida para los dos. Hicieron el amor sobre la cama tres veces, y Ana quiso explotar de felicidad. De pronto, Rodrigo, el hombre con el que se había obsesionado en el pasado, estaba allí dispuesto a hacer todo lo que ella quisiera. Con un ardor desenfrenado, olvidó sus temores y se entregó a él mientras la pasión contenida de ambos se desataba e inundaba la habitación de locura y descontrol.

A las siete y diez de la mañana, Rodrigo miró su reloj. Debía marcharse. Entraba a trabajar a las ocho y media. Tras tomarse un café, la besó y dijo, dejando el reloj sobre la encimera de la cocina:

—Voy a ducharme.

Ana asintió y lo siguió con la mirada. Vestido sólo con unos bóxers blancos, Rodrigo era la imagen de lo que toda mujer desea disfrutar al menos una vez en su vida, y sonrió. Pero, tras esa sonrisa, la amargura de nuevo la hizo blasfemar. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué le había permitido de nuevo entrar como un tsunami en su vida y, en especial, en su corazón? Después de pensar que no tenía remedio, fue a su habitación y lo esperó. Él, sin hacer ruido, salió del baño y se vistió.

—Tengo que marcharme.

—Sí, o llegarás tarde —asintió ella.

—Me habría encantado ver a Dani.

—Ya lo verás en otro momento. Ahora debe de estar dormido.

Sin apenas rozarse, se dirigieron hacia la puerta de la casa. Con cuidado, la abrieron. No querían despertar a Nekane. Una vez que el ascensor llegó a la planta, Ana, con una ponzoñosa sonrisa, sin pensar en lo que debía o no hacer, lo besó. Rodrigo, encantado al ver aquella iniciativa por parte de ella, propuso:

—Mañana te llamo y hablamos, ¿te parece?

—No hay nada de que hablar. —Y metiéndose con él en el ascensor, murmuró con una sonrisita que él no supo descifrar—: Te acompaño hasta el portal.

Molesto por su negativa y dispuesto a conseguir lo que se proponía, se metió en el ascensor. Cuando ella apretó el botón para bajar, él dijo:

—En cuanto a David, creo que…

—Tranquilo —lo interrumpió, arrugando el ceño—, le diré tres cositas cuando lo llame.

—No tienes que hablar con él. No lo llames. Ya lo haré yo —protestó, descontento.

Sorprendida por aquella orden, Ana lo miró.

—Escucha, guapito, sé muy bien lo que tengo que hacer. No hace falta que ahora me vengas tú a decir lo que le tengo que decir o no a un tío.

De repente, Rodrigo tocó un botón y el ascensor se paró. Confundida por esa acción, lo miró y preguntó:

—¿Qué estás haciendo?

—Parar el ascensor para hablar contigo.

—No me jorobes, Rodrigo —protestó, incrédula—. Tengo vecinos que estarán a punto de salir para ir a trabajar.

Sin querer escucharla, la atrajo hacia él y, subiéndole la fina camiseta que le llegaba por los muslos, posó las manos sobre sus nalgas, la cogió entre sus brazos y, tras apoyarla contra el cristal del ascensor, respondió:

—Te deseo tanto que…

—Rodrigo, que estamos en el ascensor —le recordó.

Divirtiéndose al percibir la incomodidad en su rostro, la besó.

—¿Nunca lo has hecho en un ascensor?

—Pues no. Tengo una casa y una estupenda cama para ello.

—No me seas antigua —sonrió él, recordando el día en que ella le dijo lo mismo en el coche.

Y sin más, se desabrochó el pantalón, sacó su miembro y le retiró la braguita. Entonces, con seguridad, le ordenó suavemente:

—Agárrate a mis hombros y mírame.

Arrebatada por el momento, obedeció mientras él le acariciaba las nalgas con una mano y con la otra dirigía el pene al centro húmedo de su deseo. Cuando ella sintió aquel glande duro y poderoso introduciéndose, gimió, y él, acercando la boca a la de ella, murmuró:

—No llames a David.

—¡Oh, sí…! —susurró, clavándole los dedos en los hombros.

Introduciéndose en ella unos centímetros, Rodrigo añadió:

—Ni a David…, ni a Mario…, ni… a nadie que no sea yo.

Ana, apoyada en el cristal del ascensor, cerró los ojos mientras gemía. Pero sin darse por vencida, respondió:

—Llamaré a quien quiera.

Besándola en los labios con auténtica posesión introdujo su pene un poco más.

—No lo harás. Mañana quedarás conmigo y…

Pero Ana no quería darse por vencida.

—No.

Embrutecido por la terquedad de ella y excitado, se meció un poco, buscando más hueco en su interior.

—Ana…, no lo hagas.

—Llamaré a quien quiera, como haces tú —susurró mientras sentía cómo él entraba un poco más—. Somos libres para…

—Te deseo —cortó él, quien muerto de placer, de un empujón, la ensartó por completo mientras la apretaba contra su cuerpo y la besaba.

Rodrigo comenzó a mover las caderas con celeridad en tanto entraba y salía de ella y el ascensor se movía con cada sacudida. Enloquecido al sentir cómo el interior de Ana palpitaba acogiendo su miembro, gimió mientras ella se apoyaba en el cristal y en sus hombros para recibirlo mejor. Inflamada por el momento, tras varias embestidas que le parecieron electrizantes, le sobrevino un arrebatador orgasmo a la vez que a escasos centímetros de su boca él murmuraba:

—Quiero ser sólo yo el que cuide de ti y de tu cuerpo.

—Sé… cuidarme… solita.

—¡Ana…, joder!

Tras sentir que él salía con urgencia de ella para no derramar la simiente en su interior, Ana lo besó y, entre espasmos enardecidos, el ascensor se dejó de mover. En silencio, él la bajó al suelo, y ambos recompusieron sus ropas. Sin querer mirarlo, Ana dio al botón para que el ascensor continuara su camino. Una vez que llegó a la planta baja y se paró, Rodrigo abrió la puerta y, enfadado por la terquedad de ella, salió.

Al llegar a la puerta de la calle, ambos se miraron. Finalmente, Rodrigo se dio la vuelta, dispuesto a marcharse; pero Ana, agarrándolo de la camisa, lo atrajo hacia ella.

—Ha estado muy bien —le dijo en voz baja—. Ya te llamaré si te vuelvo a necesitar.

Se quedó boquiabierto, y cuando fue a decir algo, ella cerró la puerta en sus narices. Entonces, sonrió con maldad y, saludando con la mano, se metió en el ascensor mientras él, con cara de mala leche, la observaba.

Una vez que llegó a su planta y entró en su casa, Nekane, que salía de su habitación con el pequeño Dani en brazos, la miró con una sonrisa en los labios.

—¿Todo bien, Mata Hari?

Ana asintió y cogió a su hijo en brazos.

—Mejor que bien. Superior.

Nekane, al verla tan feliz, aplaudió. De pronto, sin embargo, vio un reloj sobre la encimera de la cocina y lo reconoció.

—No puede ser cierto lo que estoy pensando.

Mirando el reloj, Ana dibujó una sonrisa que a Nekane la descolocó.

—Piensa mal y acertarás.