En octubre la vida laboral de Ana y Nekane retomó fuerza. Tenían contratadas varias campañas para Navidad y, sin demora, se pusieron manos a la obra, aunque primero decidieron hacer una selección para encontrar la niñera perfecta para Dani. Tras dos días entrevistando a varias jóvenes llegaron a una conclusión: Encarna, la vecina, era la más sensata de todas. Tras proponérselo a la gallega, ésta, encantada, aceptó, y todos los días a partir de las nueve de la mañana Encarna se encargaba del pequeño.
—El lunes envié el mail a todos los parques de bomberos de España, indicándoles los datos para el casting del viernes para el calendario —dijo Nekane—. Y de momento, ya he recibido setenta y dos confirmaciones. ¿Has contratado ya a las modelos?
—Sí.
—Por cierto, ¿sabes que del parque de Calvin se van a presentar al casting cuatro bomberos?
—¿No me digas?
—¡Ajá! Mi Calvin, que por cierto tiene enchufe —soltó, y ambas rieron—, Julio, Jesús y Rodrigo.
Encantada, Ana asintió con un gesto divertido.
—¡Guaaau!, el casting va a ser de antología. Y desde ya te digo que esos cuatro tienen un enchufazo ¡total!
Neka se quitó las gafas que llevaba y, haciendo reír a su amiga a carcajadas, murmuró:
—¡Aisss!, qué duro es en ocasiones este trabajo. ¡Cuánto esfuerzo!
—Ni que lo digas, Neka…, ni que lo digas.
Aquella noche, sobre las nueve, Ana picoteaba algo con Popov, Esmeralda y su bebé en una terracita en la calle Arenal cuando se quedó mirando a una joven que junto a un grupo escandaloso bebía litronas de cerveza. ¿De qué le sonaba aquella chica? Su aspecto era como el del resto del grupo, pero cuando la oyó hablar la reconoció. Aquélla era Carolina, la hermana de Rodrigo.
Incrédula, la observó. ¿Dónde se había escondido la joven que ella había conocido? Incapaz de quitarle los ojos de encima, sonrió. Si su madre la viera sentada en el suelo con aquella cazadora roja de cuero con clavos y bebiendo a morro le daría un ataque. Pero la sonrisa se le heló cuando vio que la chica, ni corta ni perezosa, comenzó a liar un porro que después se fumó tranquilamente. Durante unos segundos pensó si debía llamarle la atención o no. Finalmente, decidió lo segundo. No se metería donde no la llamaban.
—¡Madre mía!, cómo está la juventud —murmuró Esmeralda, mirando al grupo.
—Si uno de ésos fuera mi hijo —replicó Popov—, te juro que le daba dos collejones bien dados. Pero ¿cómo pueden beber así?
Sin querer comentar que la rubita de pelo cardado era la hermana de Rodrigo, Ana dejó de mirar y dijo:
—Oye…, ni que vosotros nunca hubierais sido jóvenes.
—Sí, Plum Cake, lo hemos sido —aclaró Popov—. Pero te puedo asegurar que a pesar de haber tenido veinte o veinticinco años, como tienen ésos, la cordura ya reinaba en mi cabeza. Y sí, he fumado porros como todo Cristo a esa edad, pero una cosa es eso y otra hacer lo que están haciendo ellos.
Cinco minutos después, aquel grupo que atraía las miradas de todos los transeúntes levantó el campamento y se marchó. Carolina, ajena a todo, se agarró a un chico y, volviendo a sorprender a Ana, se tiró a sus brazos y lo besó salvajemente. «¡Joer con la niña!», pensó, pero al ver que se alejaban se olvidó de ellos.
Durante un par de horas, Ana, con su bebé y sus amigos, disfrutó de la estupenda noche madrileña, hasta que a las once decidió regresar con Daniel a casa. Tras despedirse de los otros caminaba feliz empujando el cochecito de su bebé cuando al cruzar la Puerta del Sol se fijó en una joven que estaba sentada de mala manera junto a la entrada del metro. Por la cazadora supo de inmediato que era Carolina. ¿Dónde estaban sus amigos? Miró el reloj. Las doce menos veinte de la noche. Era demasiado tarde para dejarla sola en aquel lugar y, acercándose hasta ella, se agachó y le dijo:
—Carol, soy Ana. ¿Estás bien?
La joven, al oír su voz, la miró. Su aspecto era deplorable. Debía de haber llorado, pues tenía el rímel corrido y churretes por la cara.
—Pero, cielo, ¿qué te ha pasado?
La ayudó a levantarse del suelo y supo por sus torpes movimientos que estaba borracha. Como pudo, sujetó el carrito de su hijo con una mano y, con la otra, cargó con la joven. Su casa no estaba lejos para ir andando, pero Carolina apenas si podía caminar. Al ver la parada de taxis no lo dudó y se encaminó hacia allí. Tras sentar a Carolina en el taxi, sacó a su bebé de la sillita, la plegó y el taxista la guardó en el maletero. Una vez en el interior, Ana miró al hombre y dijo sin dejarlo hablar:
—Voy a la plaza de Santa Ana. Y antes de que proteste, sé que la carrera es demasiado corta como para hacerle que se mueva, pero tranquilo, le pagaré veinte euros si nos lleva.
El taxista asintió. Veinte euros por llevarla tan cerca no los iba a desperdiciar. Cinco minutos después, el taxi paró, y Ana, tras desplegar el cochecito de Dani y meterlo dentro, pagó al taxista, cogió a Carolina por la cintura y se encaminó hacia su casa.
Cuando entraron, Ana sentó a la joven en el sofá mientras acostaba en la cuna a Dani. Al regresar al salón, Carolina, más blanca que el papel, la miró, y rápidamente y sin hablar la entendió. La llevó al baño, donde aquélla echó hasta la primera papilla. Media hora después, y al ver en el estado en que se encontraba la joven, no vaciló y la metió incluso vestida bajo la ducha. El agua fría hizo que reaccionara y gritara, mientras los churretes del maquillaje abandonaban aquel bonito rostro y aparecía la Carolina que ella conocía. Ana aguantó estoicamente aquel incómodo momento, hasta que la muchacha se relajó. Sobre las dos de la madrugada la tumbó en la cama de la habitación de invitados y la arropó, y justo en ese instante Carolina la cogió de la mano.
—Ana…, gracias.
—¿Qué ha ocurrido, cielo?
La joven, con los ojos hinchados de tanto llorar, la miró y murmuró:
—He dejado a Rafa.
—¿Y quién es Rafa?
—El chico con el que llevaba saliendo ocho meses —dijo gimiendo. Y sentándose en la cama, añadió—: Me gusta, me gusta mucho, pero yo no quiero una persona como él en mi vida. No quiero que nadie me mangonee, y él hoy me ha dicho que si no íbamos todo el grupo a mi casa me dejaba, y entonces yo lo he dejado a él, y se ha enfadado mucho y ha comenzado a gritarme y a decirme que era…, era… Ha dicho cosas horribles delante de todos y…
No pudo decir más. La joven comenzó a llorar, y Ana la abrazó. Cuando consiguió tranquilizarla, le tocó con cariño la cara.
—Por lo que me cuentas ese chico no te merece, y aunque ahora lo veas todo negro y pienses que lo has hecho mal, créeme, lo has hecho muy bien. El chico que se enamore de ti nunca hará algo tan horrible para humillarte porque serás tan especial para él que sólo podrá quererte e intentar que seas feliz.
—Lo sé…, y por eso lo he dejado. No quiero a mi lado a un hombre como el marido de mi madre. Yo…, yo no quiero que nadie me trate así.
Por lo que Carolina había dicho, Ana se convenció de que nadie sabía sobre su madre más de lo que ella había creído.
—Muchas veces, cielo, en la vida, más vale estar solo que mal acompañado. Pero hay personas que no saben estar solas.
—Mamá es una de ellas —aseguró la joven—. Su relación con Ernesto la está destruyendo, pero no puedo hacer nada. Ella no quiere que haga nada. Niega lo que veo y cuando hablo con ella se enfada conmigo, y…
—¡Chiss!, tranquilízate, cielo —susurró Ana, abrazándola.
La pena de la muchacha la ahogaba y no quiso ahondar más en el tema.
—¿Quieres que llame a tu madre para decirle que estás aquí?
—Mamá, Ernesto y Álex están en la casa de Cercedilla. No hay nadie en casa.
—De acuerdo. Entonces, descansa. Pero escucha, voy a llamar a Rodrigo para que sepa que estás aquí, ¿de acuerdo?
La joven asintió, y Ana, sin saber si Rodrigo estaba en casa o en el parque de bomberos, dormido o despierto, cogió el móvil y tecleó: «Cuando puedas, llámame».
Un minuto después, sonó el teléfono.
—Ana, soy Rodrigo. ¿Qué pasa?
Oyó risas y música de fondo.
—Mira, siento molestarte, pero…
—¿Qué ocurre? —insistió, preocupado.
—Tranquilo, no ocurre nada grave.
—¿Estáis bien Dani y tú? —preguntó, separándose de la mujer que estaba junto a él.
—Sí, sí… Escucha, tu hermana está aquí y…
—¿Que mi hermana está ahí?
—Sí, pero, tranquilo, que no pasa nada.
—Ana, ¿qué pasa? —insistió.
—Estaba con unos amigos, se ha emborrachado y yo la he encontrado.
Levantándose del sillón del pub donde estaba sentado con la guapa Brenda y unos amigos, se despidió de ellos y, mientras caminaba hacia el coche, dijo antes de colgar:
—En media hora estoy en tu casa.
Tardó veinte minutos. A las dos y media, Rodrigo entraba por la puerta, y Ana lo esperaba muerta de sueño. Fue hasta el cuarto de invitados, donde Carolina dormía plácidamente. Tras comprobar que su hermana estaba bien, la besó en la cabeza y salió. Al pasar por la habitación de Ana, entró para ver a Dani y sonrió al encontrarlo dormido junto al osito vestido de bombero que él le había comprado. Mirarlo y sentir la paz que irradiaba era algo muy relajante, pero convencido de que no podía seguir en aquella habitación salió. Cuando llegó al salón, Ana estaba sentada, a oscuras, frente al televisor, y sonrió al darse cuenta de que estaba viendo el concierto de Luis Miguel, puesto que él entre risas le había regalado en CD el día de su cumpleaños. Sentándose junto a ella, suspiró y apoyó la cabeza en el sofá.
—Gracias por haberla traído aquí.
Ana se percató del agobio que traslucía su mirada.
—De nada, y relájate, que te veo venir.
Tocándose el pelo y frunciendo el ceño, el bombero la miró.
—Pero, vamos a ver, ¿esta niña está tonta? ¿Cómo se le ocurre hacer lo que ha hecho? ¿Acaso no sabe que eso sólo le puede traer problemas? ¡Joder!, mi familia me va a volver loco.
—¿Lo ves? Te veía venir. —Y subiéndose al respaldo del sofá, le puso las manos en el cuello y murmuró—: Anda, déjame que te dé un masaje. Te relajará.
—No, Ana. Ahora no.
—Sí, Rodrigo. Ahora sí —insistió con seguridad.
Abotargado por todo, se quitó el polo blanco que llevaba y lo tiró a un lado con descuido. Ana, al encontrarse de pronto con aquella poderosa espalda morena y la visión del tatuaje, suspiró.
—¿Por qué todo es tan difícil tratándose de mi familia?
—Tranquilo, Rodrigo… Es joven y en su entorno las cosas no son fáciles. Ella me ha contado…
—¿Qué te ha contado? —preguntó, volviéndose para mirarla.
Estuvo tentada de contarle todo lo que sabía, pero prefirió callar. Soltar bombas informativas en un momento así sólo tensaría más las cosas.
—Me ha contado que ha roto con el chico con que salía.
—¿Que salía con un chico?
—Sí.
—¿Con qué capullo salía la loca de mi hermana?
A Ana le divirtió el instinto de protección que dejaban ver aquellas palabras.
—De eso no voy a hablar más. Ella mañana te contará lo que crea conveniente. Ahora cállate, cierra los ojos, relájate y déjame darte el masaje.
Sin querer pensar en nada más que no fuera darle el masaje, Ana comenzó a tocarle el cuello con mimo mientras sonaba la varonil voz de Luis Miguel.
No sé tú
pero yo te busco en cada amanecer
mis deseos no los puedo contener
en las noches cuando duermo
si de insomnio yo me enfermo
me haces falta, mucha falta
no sé tú.
«¡Joder, joder, joderrrrrr! Tendría que haber quitado al Luismi», pensó Ana al quedarse callados los dos.
Rodrigo hizo caso a lo que le pedía, pero el silencio de la noche y la quietud le hicieron captar sin querer la letra de la canción. Tenerla a su lado y sentir sus suaves manos sobre él era algo que le reconfortaba más de lo que ninguno de los dos se podía llegar a imaginar. Durante diez minutos, Ana masajeó con delicadeza los hombros y el cuello de Rodrigo, mientras sonaban los boleros dulzones y románticos de Luis Miguel. Pero cada vez que pasaba sus manos por encima del tatuaje que terminaba en el cuello, algo en el interior de la joven se deshacía. Deseaba a aquel hombre con todo su ser, pero la prudencia le gritaba contención, y cuando ya no pudo más, le dio un golpecito en la espalda.
—Pispás, ¡se acabó la moneda y con ello la friega!
Relajado por el masaje, excitado por la cercanía de su cuerpo y arrebatado por las letras de las canciones que estaban escuchando, entornó los ojos y, cuando ella se sentó a su lado, murmuró:
—Ahora el masaje te lo voy a dar yo a ti.
—No, Rodrigo, no hace falta —contestó, asustada. Ya había sido suficiente la tortura de tocarlo como para que ahora él la tocara a ella.
Pero dispuesto a hacer lo que se había propuesto, sin dejarle hablar, la cogió por la cintura y la sentó entre sus piernas mientras le susurraba cerca de su oído:
—Sí, Ana, sí hace falta.
Aquellas palabras cerca de su oído y el sonido de su risa la alertaron. Aun así, no se movió, y él puso sus manos sobre ella. Sentir el tacto de Rodrigo en su cuello y sus hombros la hizo cerrar los ojos y suspirar. La sonora espiración provocó una sonrisa en Rodrigo, mientras de nuevo Luis Miguel cantaba:
Te extraño, cuando camino, cuando lloro, cuando río.
Cuando el sol brilla, cuando hace mucho frío.
Porque te siento como algo muy mío.
«Esto es surrealista…, y no puede estar pasándome», pensó Ana, asustada al escuchar la canción y sentir cada vez más cerca la respiración de él.
Por su parte, Rodrigo disfrutaba de aquella pequeña intimidad entre los dos en tanto sonaba aquella melodiosa canción. Ana era suave, dulce y delicada, mucho más suave y apetitosa que las mujeres con las que se acostaba las noches en que se lo proponía. Y cuando la tentación le nubló la razón, acercó su nariz al cuello de Ana y, poniéndole la carne de gallina, susurró:
—Sigues oliendo a melocotón.
Ana no pudo responder. No pudo hablar. De pronto los labios calientes y carnosos de Rodrigo se posaron en su cuello y sólo fue capaz de disfrutar de aquella perturbadora sensación mientras sentía que la piel le ardía y millones de mariposas revoloteaban descontroladas por todo su cuerpo. Segundos después, aquellos labios abrasadores se pasearon con mimo por su nuca y cuello hasta llegar al hombro derecho. Aturdida como estaba, únicamente pudo sonreír. Las manos de Rodrigo bajaron con lentitud y a la par por sus brazos, para luego subir, y entonces, ella, incapaz de permanecer inmóvil, miró hacia la derecha, y sus ojos se encontraron durante un largo e intenso momento.
—Dijimos que… —murmuró Ana.
—Dijimos muchas cosas —replicó él, hechizado por lo que esa joven sin proponérselo le hacía sentir.
Ana intentó luchar contra aquella tempestad, pero el huracán Rodrigo era asolador, y su propio cuerpo se rebeló. Lo quería. Lo necesitaba. La boca de él la hizo suya, le exigió besos voraces y hambrientos, y ella se los dio. Una voz en el interior de ambos les gritaba que pararan, que no debían continuar, pero sus mentes quedaron anuladas a pesar de aquellas voces y sus cuerpos cargados de deseo se apropiaron de la situación.
Sin prisa pero sin pausa, Rodrigo le quitó la camiseta de tirantes verde que ella llevaba, dejando libres sus pechos para poder disfrutar de ellos. Abrazándola, la tumbó sobre el sofá y, dispuesto a proseguir con el acto de posesión, se tumbó sobre ella y apretó las caderas. En ese momento, Ana gimió. Lo odiaba por lo que le estaba haciendo, pero su deseo por él era tan fuerte que nada, absolutamente nada, podía hacer para pararlo.
—Rodrigo no pod…
—¡Chiss! —susurró él, delirante, contra los labios femeninos mientras le hacía el amor con la boca.
Rodrigo ardía de deseo y, agarrándola por la cintura, volvió a apretar su erección contra ella mientras Ana se arqueaba en busca de placer. Durante unos minutos, ambos lucharon por llevar las riendas. Se tentaban el uno al otro. Querían más. Ana lo atrajo hacia ella y, con avidez, lo besó en el cuello, y al final, le mordió con suavidad en el hombro al sentir cómo él le chupaba uno de sus pechos. La ansiedad, la impaciencia y la agitación que sentían el uno por el otro estaban convirtiendo aquello en un contacto casi salvaje. Pero de pronto, por el intercomunicador, se oyó el llanto de Dani, y ambos, como movidos por un resorte, regresaron a la realidad.
Al hacerse evidente la situación en que se encontraban, Rodrigo maldijo, y tras ver la desconcertada mirada de ella y sentir su propia respiración entrecortada, se quitó de encima. Ana, por su parte, atormentada por la necesidad del momento, cogió la camiseta verde, que estaba tirada en el suelo, se la puso y, sin decir nada, se marchó para ver a su hijo. Cuando llegó a la habitación, Dani volvía a dormir plácidamente. Con las piernas temblonas por lo que había estado a punto de pasar, se sentó en la cama y se apoyó en la cuna. ¿Qué había estado a un tris de hacer? ¿Cómo podía haber tirado todo su autocontrol por la borda? Con la mano se dio aire. Necesitaba aire o explotaría. Y cuando se sintió más tranquila, regresó al salón, donde seguía sonando la música de Luis Miguel. Rodrigo la esperaba de pie y ceñudo en medio de la estancia, de nuevo con el polo blanco puesto. La miró, pero sin acercarse a ella.
—Lo siento… —murmuró—. No sé qué me ha pasado.
Ana lo vio desconcertado y decidió tomar las riendas de la situación.
—Tranquilo —cuchicheó en broma—. Le echaremos la culpa a mis hormonas y a Luis Miguel.
Pese a estar trastocado, sonrió; aún se sentía deseoso de retomar lo que no habían acabado.
—No…, esta vez he sido yo. —Y sin dejarle decir nada, se acercó a ella y le dio un casto beso en la mejilla—. Me voy a casa. Regresaré sobre las once para recoger a Carolina, ¿de acuerdo?
Ana asintió, y él, haciendo acopio de sensatez, se marchó. A la mañana siguiente, puntual, acudió a buscar a su hermana, y ninguno habló de lo que había sucedido la noche anterior.
Tres días después de lo ocurrido con Rodrigo, Ana se fue a Londres. Tenía que marcharse de viaje por trabajo y no podía ocuparse como ella quería de su hijo. Por ello, con el corazón roto, decidió separarse de él y llevárselo a sus padres. Dani se quedaría con ellos quince días, y no tenía la más mínima duda de que el pequeño estaría de maravilla.
—Frank, por el amor de Dios, sujétale la cabecita —se quejó Teresa al ver a su marido con el pequeñín.
—Vale…, vale, mujer, no te pongas así.
—Mamá, no te agobies —le advirtió Ana riendo.
—Hija, por Dios…, estamos tan desentrenados que estoy hasta asustada.
Frank sonrió a su mujer y, sentándose junto a ella en el salón de la casa, con el bebé en brazos, le dijo:
—Tranquila, tesoro. Si conseguimos criar a Ana y Lucy, seguro que a Dani lo podremos cuidar quince días.
Teresa asintió, emocionada, y miró al pequeñín con ternura.
—Pero ¡qué guapo es nuestro niño!
—Sí que lo es —afirmó Ana, encantada.
—Y ha sacado los preciosos ojos azules de su padre, ¡qué maravilla! Espero que saque también su altura. Porque con esos ojos y esa altura mi niño va a ser un gran rompecorazones.
—Lo será…, lo será —aseguró riendo Frank.
Contenta por la felicidad que Teresa veía en su marido, preguntó:
—Ana Elizabeth, ¿cuándo volverá Rodrigo a visitarnos?
—No lo sé, mamá. Está muy liado con su trabajo.
—Tengo que decirte que estoy encantada con que él apareciera en tu vida. Con lo poco que lo conozco me he dado cuenta de que ese muchacho os quiere a Dani y a ti, y os cuida, y eso, mi vida, es muy importante para mí. —En ese momento, se emocionó al pensar en cómo Rodrigo le había dado su merecido al impresentable de Warren Follen—. ¡Ah!, y que sepas que mi amiga Molly se quedó impresionada por lo atractivo que es cuando lo vio en la boda. Rodrigo es mucho más guapo que su yerno George Sinclair. —Frank sonrió, y Teresa continuó—: Sinceramente, cariño, creo que vais a tener unos niños preciosos. Sólo hay que ver a Dani para saber que todos los que vengan después, si vienen, serán maravillosos.
Ana suspiró. Desde que había llegado, sus padres —en especial, su madre— no paraban de referirse a Rodrigo una y otra vez, y eso la tenía agotada.
Después de lo ocurrido días antes en su casa, aquella noche, el estado de confusión de Ana era enorme, y no sabía qué pensar. ¿Por qué la había besado así? Pero como durante aquellos días no se había puesto en contacto con ella para nada, dedujo que aquello había sido un calentón más de él. La había tratado como a cualquiera de sus novietas, y si no hubiera sido por Dani, le habría hecho el amor, para al día siguiente olvidarse de ella. Así, convencida de que tenía que acabar con aquella gran mentira y con aquel lío de una vez por todas, se sentó recta y se aclaró la garganta.
—Ahora que estamos los tres aquí tranquilitos, tengo algo que deciros. —Sus padres la miraron, y ella prosiguió—: Sé que lo que os voy a decir no os va a gustar nada, y con seguridad os enfadaréis conmigo, pero lo hecho, hecho está, y ante eso nada se puede hacer. Además, el resultado de todo es Dani, y por él lo volvería a hacer mil veces.
—¡Ay, hija, me estás asustando! Cualquiera que te oiga va a creer que has comprado a Dani en el mercado negro.
El comentario de su madre la hizo sonreír.
—No, mamá. Eso te aseguro que no.
Y de pronto, Teresa, la gran reina del drama, se sacó el pañuelo de hilo que llevaba en el bolsillo y, llevándoselo a la boca, gimoteó:
—¡Ay Dios…! ¡Ay, Dios mío, que me lo estoy imaginando!
Frank, viendo a su mujer, intuyó lo que iba a pasar.
—Teresa, no comencemos con los dramas.
Pero la mujer, arrugando la barbilla, preguntó con un hilo de voz:
—No me lo digas. Has roto con Rodrigo, ¿verdad?
Confirmar aquella versión suavizaría lo que les tenía que decir, pero sería una nueva mentira, y no quería eso. Ellos conocían en persona a Rodrigo y se sentía en la necesidad de decir la verdad. Por ello, tomando aire, negó con la cabeza.
—No, mamá. Eso no es.
—Ana Elizabeth, por el amor de Dios, ¿qué pasa entonces?
A esas alturas estaba ya plenamente convencida de que lo mejor era sincerarse al ciento por ciento.
—Cuando supe que estaba embarazada pensé en abortar y…
—¡Aisss, mi niño! —gritó Teresa, tocando la manita de su nieto.
Ana, incapaz ya de callar lo que tenía que decir, prosiguió:
—Mamá, ¿qué iba a hacer yo con un niño? Mi trabajo requiere tiempo y…, y… no pude pensar en otra cosa. Pero cuando vine aquí en Navidades y tú comenzaste a llorar porque no tenías nietos, yo…, yo… no sé qué me pasó que cambié de idea y os dije…, os dije que estaba embarazada. Luego, me preguntasteis quién era el padre, y yo…, yo… estaba tan confundida que…, que… —Al ver la cara de sus padres, finalmente admitió—: Rodrigo no es el padre de Dani.
Como era de prever, Teresa puso los ojos en blanco y cayó derrengada en el sofá.
—¡Por el amor de Dios! Esta mujer siempre igual —se quejó Frank, que, sin tiempo que perder, dejó a Dani en el cochecito mientras Ana abría el cajón de las sales.
Una vez que pasaron aquel frasquito por debajo de la nariz de Teresa, y ésta abrió los ojos, Ana murmuró:
—Mamá, perdóname.
Teresa se sentó en el sofá bajo la atenta mirada de su marido y su hija, con los ojos llenos de lágrimas.
—Pero…, pero cómo puede ser. Rodrigo es una persona tan encantadora y te cuida tanto… Sólo hay que ver cómo te mira para ver que ese muchacho te adora. Y quiere a Dani y…
—Una cosa es adorar, y otra muy distinta es querer, mamá.
—Pero, hija —insistió Teresa—, Rodrigo es un hombre que…
—Mamá, Rodrigo es un amigo al que metí en un embolado cuando os mentí a vosotros. Él fue el primer sorprendido en todo esto y…, y… cuando me quedé embarazada él sólo me ayudó representando el papel que yo le había pedido. Y por favor, no os enfadéis con él. Él sólo intentó que mi embarazo fuera mejor y…
—Pero hija, Dani se parece tanto a él. ¡Incluso tiene sus ojos azules! —insistió Teresa.
Con una triste sonrisa y ante la atenta mirada de su padre, Ana asintió, y retirándose su oscuro pelo de la cara, murmuró:
—Mamá, el padre de Dani también tenía los ojos azules.
—Pero entonces ¿quién es el padre de Dani? —preguntó Teresa con la barbilla temblona.
Sin duda, estaba convencida de que no quería seguir mintiendo, pero le costaba muchísimo revelar los entresijos de su vida íntima, así que suspiró y contestó:
—Un suizo que conocí y…
—¡¿Un suizo?!
—Sí, mamá, un suizo llamado Orson. Pero la relación se acabó, perdimos el contacto y…
—Y no sabe que Dani existe, ¿verdad? —terminó la frase Frank.
—Exacto, papá —asintió, algo avergonzada.
En ese preciso instante, el pequeño comenzó a llorar, y Teresa, olvidándose de todo, se levantó para coger a su nieto. Aquel pequeño era lo único que importaba en ese momento.
—Le toca el biberón —dijo Ana tras mirar el reloj.
—Yo se lo daré —se ofreció Teresa y, besando la cabecita del pequeño, se dirigió hacia la puerta—. Iré a la cocina a por él.
Cuando la puerta se cerró, Ana miró a su padre. Frank, que hasta entonces había permanecido callado, al ver la confusión en el rostro de su hija, murmuró:
—Siento que te vieras obligada a mentirnos de nuevo.
—Papá, si alguien siente algo soy yo. Pero temí la reacción de mamá, y por eso os mentí y me lo inventé todo. Me siento mal. Fatal. Pero en ese momento no fui capaz de deciros la verdad, y yo…, yo… ¡Oh Dios! ¿Por qué tuve que mentir? ¿Por qué tuve que enredar a Rodrigo en todo esto?
—A veces, en la vida, todo tiene su porqué —musitó Frank.
—Sí, papá —asintió, dispuesta a no llorar—, pero no quiero pensar en el pasado ni en los porqués de las cosas. Sólo quiero continuar con mi vida, y ahora que sabéis toda la verdad quizá lo pueda hacer.
Después de un silencio incómodo, el hombre se levantó, fue hasta el mueble bar y, tras servirse un brandy, miró a su hija.
—¿Sientes algo por Rodrigo?
Nerviosa por aquella pregunta, se retiró el pelo de la cara y, tocándose la oreja, contestó:
—No. Él y yo tuvimos algo, pero nunca fue nada serio.
Frank sonrió al observar aquel gesto delatador que Rodrigo le había revelado de su hija.
—Pero ¿hubo algo entre vosotros?
—¡Ay, papá!, pues sí. Hubo algo entre nosotros, pero no funcionó. En cambio, como amigo, reconozco que ha sido colosal. El mejor.
—Ese muchacho se merece todo mi respeto por cómo te ha cuidado y protegido durante todo este tiempo. —Y clavando sus ojos pardos en ella, añadió—: Pero creo que…
—Papá, él sólo me ayudaba; por lo tanto, no te enfades con él. Enfádate conmigo si quieres, pero con él no.
—Tranquila, no me voy a enfadar con él. Al revés, tengo mucho que agradecerle a ese muchacho.
Ana sonrió.
—En cuanto a lo vuestro —insistió su padre—, ¿no hay marcha atrás?
—¡Papáaaaaaaaaaa! —protestó ella.
—Vamos a ver, hija, si te digo esto es porque al igual que las mujeres tenéis un sexto sentido para muchas cosas, los hombres tenemos un lenguaje corporal que da a entender otras muchas cosas, y te aseguro que ese hombre es…
—Papá, ¡no!
Frank quiso maldecir por lo cabezona que era su hija, pero se contuvo.
—Vale…, vale, hija…, pero que sepas que Rodrigo es un hombre de la cabeza a los pies. Por lo poco que pude ver cuando estuvo aquí, o por cómo te cuidó en el hospital y fuera de él, demostró que es un hombre con principios, y aunque no sea el padre biológico de Dani…
—Pero, papá —lo cortó—, ¿desde cuándo eres tan marujona? Pero si parece que es mamá la que me está hablando…
—Es que ese muchacho me parece un buen partido para ti —afirmó, y dejó escapar una sonrisa al ver la reacción de su hija.
—Entre él y yo no hay nada ni lo habrá —añadió, angustiada—. A él le gusta otro tipo de mujer más voluptuosa, de largas piernas y cabellos largos, y yo soy otra cosa —dijo, señalándose su pelo corto—. Créeme, no entro dentro de sus expectativas.
En ese instante, entró Teresa con el pequeño en sus brazos, y Frank, antes de levantarse y dar por concluida de momento aquella conversación, miró a su hija y apostilló:
—Ana…, en esta vida, las expectativas pueden variar cuando se trata de amor.
Ana regresó a Madrid dos días después. Al entrar en la habitación y ver la cunita de Dani, se puso a llorar como una tonta, mientras Nekane la consolaba. Aquel pequeño calvete, en sólo tres meses, le había descolocado la vida y ya no podía vivir sin él. Esa noche llamó Rodrigo, pero Ana, al ver su nombre, apagó el móvil. No quería hablar con él ni con nadie. A las once, mientras se preparaba un chupito de Cola Cao con la nariz roja como un pimiento de tanto añorar a su niño, sonó el portero automático. Sin preguntar, abrió. Imaginó que a Nekane, una vez más, se le habrían olvidado las llaves. Pero su sorpresa fue mayúscula al ver entrar a Rodrigo. Durante unos segundos, ambos se miraron, hasta que él fue incapaz de seguir callado.
—¿Dónde te habías metido?
—Estaba en Londres.
Rodrigo asintió, y al mirar hacia la zona del sofá y no ver el canasto del niño, se percató a la vez de los ojos llorosos y la nariz roja como un tomate de Ana.
—¿Dónde está Dani?
Aquella pregunta fue el detonante para que Ana se apoyara en la encimera y comenzara de nuevo a llorar. Rodrigo, asustado al verla en aquel estado, se acercó a ella.
—¿Le pasa algo al niño?
Ella negó con la cabeza y se sonó la nariz.
—Está en Londres con mis padres. Mañana me voy de viaje a Alemania y no podía llevármelo con…, conmigo.
Fue decir aquello y la cara se le descuajeringó y comenzó de nuevo a llorar. Echaba de menos a su niño y estar sin él durante quince días iba a ser una auténtica tortura. Rodrigo, abrazándola, la llevó hasta el sofá y, tras sentarla, vio el CD de la película Noviembre dulce sobre la mesita. Lo cogió y se lo enseñó.
—Ni de coña vas a ver esto otra vez. Pero ¿cómo eres tan masoquista?
Ella sonrió, y él, secándole las lágrimas que corrían por su cara, le retiró el pelo de la cara y con cariño susurró:
—Vamos a ver, supermamá, deja de llorar. Estoy seguro de que Frank y Teresa lo van a cuidar como a un rey. Lo van a mimar, y cuando vayas a por él, estará gordito y feliz.
—Lo sé…, pero yo…, yo lo echo de menosssssssssssss.
Cogiendo un kleenex de la caja que solía haber sobre la mesita de enfrente del televisor, Rodrigo sonrió.
—Sé que ellos lo van a cuidar mejor que yo —dijo ella—, pero… Es tan chiquitito que me ha dado pánico llevármelo a Alemania. Neka viene conmigo y dejárselo tantos días a Encarna me da miedo, y…
—Podrías habérmelo dejado a mí. Yo lo habría cuidado en tu ausencia.
—Sí, hombre, quince días a tu cargo. ¿Y cuándo trabajarías?
—Ana…, todo eso es solucionable. Por lo tanto, cuenta conmigo la próxima vez, ¿de acuerdo? Al fin y al cabo, me considero parte de la vida de Dani.
Aquel comentario la hizo volver a llorar como una posesa, y cuando Rodrigo la calmó, ella se sonó la nariz y, mirándolo, le confesó:
—Ya les he dicho a mis padres que no eres el padre de Dani. Por lo tanto, ya no tienes que seguir fingiendo.
—Ana…
—Vale… —dijo, poniéndole la mano en la boca—. Sé que me dijiste que no corría prisa. Que adoras a Dani. Pero debía ser sincera con ellos y no dejar que se siguieran ilusionando con lo nuestro. Así que, a partir de hoy, ya puedes sentirte liberado de ser padre de mi calvete y mi novio. Y tranquilo, se lo han tomado muy bien. Tanto mamá como papá te tienen un gran aprecio por lo mucho que me has ayudado en este tiempo.
Conmocionado por verse de pronto relegado de algo que en un principio no le había gustado, se sintió extraño. ¿Qué narices le ocurría? ¿Por qué últimamente comparaba a todas las mujeres con Ana? ¿Por qué miraba a todos los niños y sonreía al pensar en Dani?
—Sé que ahora me puedo dar un baño de una hora en vez de una ducha rápida —prosiguió Ana—, que puedo salir y emborracharme sin pensar en preparar biberones de madrugada, pero…, pero es que no puedooooooo… —reconoció gimiendo—. Añoro a ese pequeño cagón y su olor a melocotón.
Rodrigo dibujó una sonrisa ante su último comentario.
—Ana, tenemos que hablar de lo que pasó el otro día.
Lo miró asustada y con los ojos llorosos.
—No paso nadaaaaaaaaaaaaa. Sólo fue un calentón y…
—No, no fue eso —cortó él.
En ese momento, la puerta de la calle se abrió y aparecieron Nekane y Calvin con una bolsa. Se alegraron de encontrar a Rodrigo allí, y la navarra, al ver a su amiga de nuevo con los ojos llorosos, le enseñó una bolsa para hacerla reír.
—Si dejas de llorar cinco minutos, te doy lo que he traído.
Calvin se acercó a saludar a Rodrigo.
—¿No tenías una cita esta noche?
—La he anulado —respondió, ceñudo. Necesitaba ver a Ana, y encontrarla en aquel estado era lo último que quería. Ella era tan risueña y vital que verla de ese modo le había destrozado el corazón.
Su amigo Calvin estaba sorprendido, pero prefirió callar y no preguntó más. Sin embargo, acababa de confirmar lo que llevaba meses pensando: Rodrigo sentía algo por Ana.
Ajena a las miradas de todos, la llorosa madre sonrió al ver la bolsa de Starbucks.
—¡Genial! —exclamó Nekane—. Sólo por esa sonrisa tan bonita que me has echado, te acabas de ganar un frapuchino de chocolate blanco.
Ana, cogiendo lo que su amiga le entregaba, le dio un trago.
—Gracias, Neka. —Y de pronto, la barbilla le comenzó a temblar y murmuró—: Te quieroooooooooo.
Al verla llorar de nuevo, su amiga sonrió y, sentándola en el sofá, dijo mirando a los desconcertados chicos:
—Meted el helado en el congelador, que creo que esta noche va a ser larga.
A la mañana siguiente, muy temprano, las dos mujeres se marcharon a Alemania. Tenían un trabajo pendiente.
Rodrigo, al duodécimo día sin saber nada de Ana, se encontraba descolocado. Calvin hablaba con Nekane todos los días, pero Ana no parecía querer hablar con él. De pronto, escuchar su voz se había convertido en una necesidad, y eso lo estaba comenzando a amargar. Salir con otras mujeres se convirtió en algo aburrido y sin sentido, y deseaba que ella regresara para ver su carita morena y sus ojillos risueños. Quería reír con sus locuras y mimarla cuando llorara. Y si a eso le sumaba la añoranza que sentía por el niño, era para volverse loco.
Aquella tarde, en el gimnasio, Rodrigo corría en la cinta estática cuando Calvin se acercó a él. No quiso preguntarle. Sabía que acababa de hablar con Nekane, pero se resistía a indagar. Calvin, sin embargo, que llevaba observándolo varios días, se sentó frente a él.
—Acabo de hablar con mi princesa.
—¿Todo bien? —preguntó Rodrigo.
—Sí.
Durante diez minutos los dos estuvieron callados. Rodrigo corría, y Calvin ejercitaba con las pesas, hasta que sonó el móvil de Rodrigo y éste contestó. Una vez que colgó, Calvin le preguntó:
—¿Sales esta noche?
—Sí.
—¿Con quién has quedado?
—Con Katrina.
Se quedó sorprendido por aquel nombre que nunca había oído.
—¿Quién es Katrina?
Molesto por tener que dar tantas explicaciones, Rodrigo retomó su marcha sobre la cinta.
—Una azafata que me presentó Javi la otra noche.
—¿Está buena?
—Sí —asintió Rodrigo con el ceño fruncido.
De nuevo se produjo un silencio entre los dos. Sólo se oía el sonido mecánico de la cinta y las respiraciones de ambos. Cinco minutos después, Calvin, cansado de que el otro no hablara, se acercó a él y paró la máquina.
—¿Cuándo vas a asumir que Ana te gusta y a hacer algo?
—No digas tonterías.
—No digo tonterías, Rodrigo. ¿Acaso crees que estoy ciego y no me doy cuenta de las cosas? Te mueres por hablar con ella, te mueres por verla, y estás ahí corriendo como un imbécil dejando escapar a la única mujer que verdaderamente te importa algo, mientras sales con otras a divertirte y no lo consigues. Asume que ella y Dani son importantes para ti. Asúmelo de una jodida vez, y serás feliz.
Lo miró, atónito, y poniendo de nuevo la máquina en funcionamiento, comenzó a correr. Pero su amigo, no dispuesto a dejar aquella conversación pendiente, paró otra vez la cinta.
—Vamos a ver, amigo, yo…
—¿Quieres callarte de una vez y dejar que corra? —gruñó Rodrigo, ofuscado.
Calvin, viéndolo en aquel estado, dio al botón de la máquina, y cuando ésta comenzó a funcionar, dijo:
—¡Okay, amigo…!, pero yo si fuera tú haría algo. Porque está visto que ella no lo piensa hacer. —Al ver que el otro ni lo miraba, se sentó junto a las pesas y murmuró—: Al final, mi princesa va a tener razón y va a resultar que ella por fin se ha desalmendrado de ti.
Al escuchar aquella curiosa palabra, algo aleteó en el pecho de Rodrigo y paró la máquina de golpe.
—¿Qué has dicho?
—Lo que has oído, amigo. —Y tumbándose para continuar con las pesas, añadió—: Y ahora, si no te importa, el que no quiere hablar soy yo.
Atontado como pocas veces en su vida, Rodrigo se bajó de la cinta y, plantándose frente a Calvin, le quitó las pesas de las manos.
—¿Ella ha estado enamorada de mí?
—Sí.
—¿De verdad?
—Que sí, pesado.
—Ella me dijo hace meses que yo le gustaba y…
—¿Lo ves?, te lo dijo. Pero no hay más sordo que el que no quiere oír ni más ciego que el que no quiere ver.
Boquiabierto y anonadado, Rodrigo se sentó en el suelo. ¿Cómo no se había dado cuenta? Calvin, sorprendido por la forma en que Rodrigo lo miraba, dijo, dándole con los nudillos de la mano en la cabeza:
—Toc, toc…, ¿hay alguien ahí?
—Me acabas de dejar sin palabras. Yo pensaba que ella sólo se había encaprichado de mí y…
—Pero vamos a ver, Rodrigo, ¿acaso no te diste cuenta de cómo esa linda muchacha te miraba o cómo sonreía cuando tú llegabas? —Él no contestó, y Calvin prosiguió—: Vale…, yo tampoco me di cuenta, pero mi princesa me lo confirmó un día en que se bebió una cervecita de más. Incluso me dijo que Ana, hace tiempo, en uno de sus arranques de sinceridad, te confesó que le gustabas, pero tú directamente le dijiste que entre vosotros nunca existiría nada porque ella no cumplía lo que tú buscabas en una mujer. Y eso es firmar tu sentencia de muerte.
—¡Joder…!
—Sí, ¡joder! —repitió Calvin—. Pero eso, querido amigo, lo dijiste tú, y tú, y tú, y solamente tú.
Rodrigo sonrió al oír aquello y se tocó la cabeza.
—Eso que has dicho es parte de una canción de Pablo Alborán que a Dani y a ella les encanta.
—¡Uisss!, ¿cancioncitas romanticonas? Macho…, estás pillado. —Rodrigo rió, y Calvin siguió diciéndole—: Serás un top ten en lo que se refiere a ligarte a tías, pero en cuanto a conocerlas y sus sentimientos eres un auténtico desastre.
—Tienes razón.
—Y antes de que comiences a compadecerte por ser un absoluto gilipollas, te diré que llevo intuyendo lo que te pasaba desde hace meses. Pero estos días ya es exagerado, macho. Menudo cabreo te gastas porque no te llama, ¿a que no me equivoco? —Rodrigo no contestó—. Mira, en cuatro días, ellas vuelven a Madrid. ¡El sábado! Si esa chica de verdad te gusta reconquístala porque merece la pena. Pero si no quieres nada serio con ella, olvídala. Ana se merece un tío que la quiera a su lado.
Confuso por lo que Calvin le decía, lo miró.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Como diría mi princesa, punto uno, porque no soy indiscreto ni cotilla, y punto dos, porque nunca pensé que algún día llegarías a almendrarte.
Ambos rieron ante aquella palabra, y Rodrigo, chocando la mano con la de su amigo, comentó:
—¿Sabes que acabamos de tener una terapia de azúcar?
El sábado a las seis y veinte de la tarde el avión procedente de Alemania llegó a la T-4 de Barajas. Ana y Nekane, cansadas, desembarcaron del avión junto a otros compañeros. Las sesiones de fotos en la Selva Negra con las modelos no habían sido fáciles, pero regresaban con un trabajo impresionante y que sabían que al cliente le iba a gustar.
Cuando las puertas de salida de los pasajeros se abrieron, Nekane gritó y se separó del grupo. Allí estaba su Calvin con un precioso ramo de flores silvestres. Quince días habían sido muchos días sin verse, y la navarra, al verlo allí tan guapo y sonriente, no lo dudó y se lanzó a sus brazos.
—¡Vayaaaaaaaaaaaa, regresas fogosona! —se mofó Calvin al sentir sus ardorosos besos.
Ana, tras despedirse de un par de compañeros que habían viajado con ellas, miró a los tortolitos y sonrió. La dicha de Nekane la hacía feliz, aunque sintió una pequeña punzada de tristeza al ver que a ella no la esperaba nadie. Una vez que los tortolitos dejaron de besuquearse y prodigarse mimos, Calvin saludó a Ana, y los tres comenzaron a andar.
—¿Qué tal todo?
—Perfecto —respondió sonriendo Nekane—. Las modelos unas plastas, los alemanes serios y profesionales, y nosotras agotadas. Pero, aparte de eso, ¡genial!
Ana asintió, sonriente. Deseaba llegar a casa, ducharse, llamar por teléfono a su niño, dormir y que llegara el día siguiente para coger un vuelo e ir al lado de Dani.
Calvin pagó el ticket del aparcamiento y dijo, agarrando a su chica de la cintura para besarla:
—Ana, el coche está ahí mismo. A la derecha.
Al intuir que deseaban un segundo a solas, Ana asintió y caminó hacia donde su amigo le había dicho. Iba sumida en sus pensamientos cuando al torcer a la derecha se quedó sin habla: apoyado en el capó del coche de Calvin estaba un sonriente Rodrigo con Dani en sus brazos. La emoción la embargó al ver a su pequeño allí y, tras dar un chillido como el que Nekane había dado con anterioridad, soltó el trolley que llevaba para correr hacia él. Como una tromba llegó hasta Rodrigo y, sin quitarle el pequeño de los brazos, lo abrazó mientras unos grandes lagrimones le corrían por la cara. Cuando dejó de temblar, miró al pequeño, que la miraba a su vez con el chupete en la boca y susurró en tanto Rodrigo se lo entregaba:
—¡Hola, mi niño!, pero ¡qué guapo estás, mi amor, y cómo has crecido!
Nekane y Calvin, que habían observado la escena a escasos metros, se miraron emocionados. Rodrigo, que había permanecido callado todo ese tiempo, deseó abrazarla, pero se contuvo. Entendía que las atenciones en aquel instante eran todas para Dani, y decidió esperar su momento.
—Pero…, pero ¿qué hace Dani aquí? ¿Por qué lo tienes tú? ¿Ha pasado algo? ¿Les ha pasado algo a mis padres? ¿A Nana?
Rodrigo, al escuchar todas aquellas preguntas y ver su preocupación, sonrió y, dándole un beso en la mejilla, la tranquilizó:
—Ana, todo está bien. Simplemente, Dani quería venir a recibirte y…
—Pero ¿desde cuándo está en Madrid?
—Desde ayer.
—¿Desde ayer? Pero… si yo pensaba mañana ir a recogerlo a Londres y…
Poniéndole un dedo en la boca, Rodrigo la acalló.
—Hablé con tus padres, les pedí que me lo trajeran, y ellos lo dejaron ayer en mi casa.
—¿En tu casa? ¿Por qué?
Rodrigo quería decirle todo lo que sentía, pero sabía que la iba a asustar; por ello, tras mirar a Calvin, que llegaba junto a Nekane en ese momento, dijo:
—Porque yo se lo pedí. Echaba mucho de menos a Dani e imaginé lo feliz que te haría encontrarte hoy con él. El resto ya te lo puedes imaginar.
Confusa por tener a su hijo entre sus brazos y, sobre todo, porque sus padres hubieran accedido a aquella petición, preguntó, asombrada:
—¿Mis padres te dejaron el niño a ti y se marcharon?
—A tu madre le costó marcharse —respondió Rodrigo, haciéndola sonreír—. No sé si me perdonará alguna vez haberle quitado a su bebé unos días antes, pero tu padre la convenció de que conmigo estaría bien. Y te puedo asegurar que hemos estado de lujo en mi casa. Ha dormido de un tirón, lo he bañado con el gel que tu madre me dijo, se ha tomado sin rechistar todos sus biberones y, para que sonriera, le canté su canción.
Ana lo miró, boquiabierta. ¿Había dicho que le había cantado su canción? ¿La de Pablo Alborán?
Calvin, divertido por el parte que su amigo estaba dando, se metió en la conversación.
—No olvides el paseíto que le dimos ayer por el parque. El tío se lo pasó fenomenal, y nosotros ligamos con las mamás una barbaridad.
—Serán caraduras… —comentó Nekane, riendo.
—Utilizando a mi niño con malos fines —intervino Ana, carcajeándose.
Encantada, emocionada e ilusionada por tener a su pequeño entre sus brazos, Ana comenzó a achucharlo mientras el niño sonreía. Nekane, que ya no podía aguantar ni un segundo más, le quitó al niño de los brazos para empezar a besuquearlo. Ana, al verse liberada de su hijo, se volvió hacia Rodrigo y lo abrazó.
—Gracias, Rodrigo… Nunca dejarás de sorprenderme.
«¡Dios, cómo te he echado de menos!», pensó él al aspirar su dulce olor.
—Eso espero… seguir sorprendiéndote.
Ana no quiso pensar en nada más. Verlo tan imponente como siempre le cortaba la respiración, pero obviándolo, sonrió. Aquella sorpresa había sido la más bonita que le habían dado en su vida y estaba feliz con su pequeño en brazos. Cinco minutos después, los cuatro y el bebé subieron en el coche de Calvin y se dirigieron hacia la casa de las chicas.