Cuando Ana salió del hospital, su madre se empeñó en que tenía que marcharse con ellos a Londres para coger fuerzas. Durante una semana, Teresa repitió hasta la saciedad lo importante que era para ella que volvieran juntas a casa. Quería enseñarle a todas sus amigas su precioso nieto y, sobre todo, cuidar de su hija. Pero Ana se negó. No quería estar en otro sitio que no fuera su casa, y sus padres, tras veinte días, regresaron a su hogar. Ana prometió que pronto los visitaría con el pequeño.
En ese tiempo, Rodrigo estaba más atento que nunca con ella y el bebé. Los acompañaba al pediatra, cuidaba de ella y mimaba a Dani. Aparecía por casa cada dos por tres cargado de cosas para el bebé, o con sus hermanos Álex y Carolina para visitarla. Incluso Úrsula le envió un regalito. De pronto, Rodrigo estaba en sus vidas al ciento por ciento, y eso fue lo que le abrió los ojos. Por mucho que ella adorase a aquel hombre, e imaginase románticas y morbosas escenas de amor con él, no le podía hacer aquello a Dani. No quería que el pequeño creciese encariñándose con él como alguien especial y que, de repente, un día desapareciera en busca de su propia familia.
Una noche que a él le sonó el teléfono, antes de que cortara la llamada como solía hacer siempre que estaba con ella, Ana agarró el móvil y se lo entregó.
—¡Cógelo! Pone Sofía.
Con el bebé en sus brazos, la miró y comentó:
—Luego la llamo.
Ver cómo le daba con mimo el biberón a su pequeño le enterneció el corazón, pero algo en ella se rebeló, y quitándole primero el biberón y después al pequeño, dijo ante la cara de asombro de él, mientras lo dejaba en la cuna:
—Vamos a ver, quiero que llames a la tal Sofía y salgas con ella a cenar, a bailar o a lo que te dé la gana. ¡Lo necesitas!
—¿Lo necesito? —se mofó. Y sorprendido, la miró y preguntó—: Pero ¿qué te pasa ahora? ¿Sigues con las hormonas revolucionadas?
—No. Ni mis hormonas están revolucionadas ni me pasa nada. Sólo quiero que retomes tu vida. Sólo eso. —Y en un arranque de sinceridad, apuntó—: ¿Me puedes decir qué haces hoy, un viernes por la noche que no trabajas, metido en mi casa dándole el biberón a mi hijo?
—¿Qué hay de malo en ello? Me preocupo por vosotros.
—Pero es que no quiero que te preocupes por nosotros —insistió—. Quiero que nuestras vidas retomen la normalidad de siempre y, para ello, necesito que llames a Sofía, quedes con ella y te vayas de mi casa.
—¿Me estás echando?
—Sí… Bueno…, no… Sólo quiero normalidad, y contigo a mi alrededor continuamente no puedo normalizar mi vida. Y ahora me preguntarás por qué, ¿verdad? —Él asintió, y descolocándolo, confesó—: De verdad que los tíos necesitáis un manual de instrucciones para relacionaros con las mujeres. Vamos a ver, Rodrigo, hoy por hoy no estoy almendrada por ti, pero tenerte cerca me hace albergar unos tontos e imbéciles sentimientos de posesión que no quiero tener y tampoco quiero que tenga Dani. Por lo tanto, coge el maldito móvil, llama a Sofía, Alicia o a quien te dé la real gana, queda con ella y retoma tu vida de picaflor para que yo me pueda centrar en mi propia vida.
Asombrado por el discurso, se levantó del sofá.
—He entendido todo, excepto una cosa. —Al ver que ella levantaba las cejas, preguntó—: ¿Qué significa no estar almendrada?
—¡Joder, Rodrigo! No estar almendrada significa que no me gustas, que no me pones, ¿lo entiendes así?
Asintió, desazonado, pero no estaba dispuesto a alejarse de ella hasta comprender qué era lo que le pasaba en realidad. Se acercó para dejar patente su altura y la acorraló contra el sofá.
—¿Tan molesto soy en tu vida?
Quiso decirle que no, que su presencia era como una brisa fresca cada vez que aparecía y le sonreía, que tenerlo cerca era lo que mejor le sentaba, pero con todo el dolor de su corazón, murmuró:
—Sabes que te aprecio mucho y siempre te agradeceré cómo nos has cuidado a Dani y a mí, pero creo…
—Dijiste que éramos amigos.
—Y lo somos. Yo quiero seguir siendo tu amiga, pero a una distancia prudencial.
Rodrigo quiso protestar, pero acercando su boca al oído de ella, musitó, poniéndole todo el vello de punta:
—Tranquila, pequeña. Retomaré mi vida y continuaremos con nuestra amistad a una distancia prudencial. ¿Te parece bien así?
—Sí, sí… Me parece genial.
Enloquecido por su dulce olor a melocotón, le agarró con delicadeza el cuello y puso su frente contra la de ella, pero cuando estaba a punto de besarla sonó de nuevo el móvil.
—Te vuelven a llamar —susurró ella.
Mirándola a los ojos a escasos cinco centímetros, cogió el móvil y, sin moverse de su posición ni dejarla que se alejara de él, abrió el móvil y contestó.
—¡Hola, Sofía!
Ana, con el corazón a punto del infarto, escuchó la conversación. Aquella mujer, la tal Sofía, le proponía cenar con él, y él aceptó. Una vez que cerró el móvil, Rodrigo se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—¿Contenta ahora?
Como una autómata, asintió, y él, dando un paso atrás, se alejó de ella. Caminó hasta la encimera de la cocina y cogió las llaves de su coche. Después, la miró y, antes de desaparecer por la puerta, dijo alto y claro:
—Buenas noches, Ana. Tómate tu chupito de Cola Cao antes de irte a dormir.
Cuando se quedó sola en el salón, Ana respiró y, tras ir a la cocina y tomarse lo que él le había dicho, abrió el congelador, sacó una enorme tarrina de helado de chocolate belga y, mirando a su gato, murmuró:
—Miau…, o acabo con esto de una vez, o me voy a poner como una vaca.
Después de aquel episodio entre ellos, Rodrigo decidió distanciar un poco sus apariciones en casa de Ana, pero le resultaba difícil no verla a ella y al pequeño, y se pasaba el día entero pensando en la mujer con olor a melocotón que de repente se había convertido en algo indispensable para vivir. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejar sus sentimientos al alcance de cualquiera, así que decidió hacerle caso. Distanciarse era lo mejor.
Nekane, cuando Dani cumplió su segundo mes, animó a Ana para que regresara al gimnasio. Un poco de movimiento, junto al régimen que había comenzado, le iría bien para rebajar los cinco kilos que le sobraban. Al ser septiembre, mucha gente nueva comenzaba a ir y, al sexto día de estar allí, uno de los monitores la invitó a una fiesta. Aquello la sorprendió. ¡Volvían a fijarse en ella como mujer! Pero tras sonreír no aceptó. De momento, debía cuidar de un bebé.
La noche de su cumpleaños Ana organizó una cena en su casa con Neka y Calvin, Rocío y Julio, Esmeralda y Popov, Encarna y Rodrigo, que se apuntó a última hora con Sonia, su nuevo ligue. Entre risas, degustaban el postre cuando Ana, al recordar lo ocurrido en el gimnasio, lo comentó. Todos rieron, excepto Rodrigo, que mirándola muy seriamente dijo:
—Lo que es ese tío es un espabilado. Le habrás dicho que no, ¿verdad?
Calvin miró a su amigo. ¿Por qué se ponía así? Y Encarna, que estando más callada de lo normal observaba a los jóvenes, se carcajeó. Lo que llevaba tiempo presuponiendo era verdad.
—¡Valiente gilipollas! —añadió Julio.
Sorprendidas, las mujeres se miraron, y Ana contestó:
—Pues claro que le he dicho que no. —Y al ver las caras de las chicas, agregó mientras le daba el biberón a Dani—: No me gustaba. Pero si me lo llega a preguntar el otro monitor, el rubio, ¡otro gallo habría cantado!
—¿Lo dices en serio? —preguntó Calvin, divertido.
—Ya te digo. Y tan en serio que lo dice —intervino Esmeralda, riendo.
—No me lo puedo creer —murmuró Rodrigo, sonriendo pero molesto.
Sentir que Ana se distanciaba de él día a día no estaba siendo algo fácil de digerir, y menos, oír que hablaba de otros hombres de forma insinuante.
—¿El otro monitor, el rubio, está bueno? —preguntó Rocío.
Con el bebé en los brazos, Ana, gesticulando, las hizo reír.
—Bueno no, lo siguiente. El otro día lo vi salir del vestuario de chicos sin camiseta y, ¡oh Dios, oh Diosssssssss!, tiene una tabla en el estómago para lavar la ropa ¡que ni os cuento! Ganitas me dieron de decirle: «Vamos chato para la fuente que hay mucha ropa que lavar».
—¡Qué bueno! —exclamó Sonia.
—¡Qué sinvergonzona que es la jodía! —dijo la gallega.
—Corroboro todo lo que dice —apuntó Nekane—. Arturo tiene unos oblicuos de escándalo, entre otras cosas.
—Será mariquita.
—Pero buenoooooooooo —protestó Rocío al escuchar a su marido—, ¿por qué cuando un hombre destaca en seguida decís eso de «Será mariquita»?
—Por el mismo motivo, cuqui, por el que cuando una mujer destaca vosotras decís que ¡es una lagarta! Y eso… hablando finamente.
—Punto para Julio —celebró Popov, divertido.
Muertas de risa, las mujeres continuaron hablando ante el gesto de enfado de los hombres.
—Arturo lo tiene todo —agregó Ana—. Guapo, sexy, cuerpazo, simpático. Vamos, como que estoy pensando en proponerle hacerle una sesión privada de fotos.
Los hombres se miraban boquiabiertos cuando Rocío aplaudió y dijo:
—¡Me apunto!
—Y yo —soltó Sonia.
—Pues yo me pido darle el aceitito —se mofó Nekane.
—Yo te sujeto la cámara —añadió Esmeralda.
—Y yo llevo unas rosquillas —apuntó Encarna.
Sin duda, aquella conversación los cogía por sorpresa y se miraron atónitos. ¿Desde cuándo las mujeres eran tan descaradas?
—¿Y a qué gimnasio vais?
—¿Y a ti qué te importa, cuqui? —protestó Julio.
—No te pongas así, cielo, siempre es bueno saber qué gimnasio es bueno y cuál no.
—La madre que la parió —dijo Calvin, carcajeándose, al verlas riendo descontroladas.
—Esto es increíble —murmuró Rodrigo con los ojos como platos—. Cuando os juntáis unas pocas, ¡sois peores que los hombres!
—No lo sabes tú bien. —Ana le guiñó el ojo y, levantándose, miró a Nekane y le indicó—: Enséñales a las chicas las fotos de la sesión que hicimos en Alemania el año pasado para Vodka Pruset. Yo tengo que ir a cambiar el pañelete a este futuro machoman.
—Anitiña, si quieres voy yo.
—No, Encarna —negó Ana—. Tú mira las fotos que Neka os va a enseñar y luego bebe agua, que conociéndote, se te va a resecar hasta el alma.
Cuando llegó a la habitación y puso al bebé sobre el cambiador, oyó las carcajadas que provenían del salón y sonrió. Le encantaba reunirse con los amigos y sentir su felicidad. Pero olvidándose del resto del mundo se centró en su pequeño. Con mimo le cambió el pañal mientras le cantaba:
Tú, y tú, y tú y solamente tú…
Haces que mi alma se despierte con tu luz…
Y tú…, y tú…, y tú…
De pronto, percibió una presencia tras ella que identificó por la fragancia de la colonia.
—¿Ahora eres espía?
Al verse descubierto, Rodrigo se hizo a un lado y le preguntó sonriendo:
—¿Qué le cantas?
Con mimo, Ana besó a su bebé y respondió:
—Su canción preferida, ¿verdad, pitufo? Siempre que se la canto sonríe, y a mí me encanta verlo sonreír.
Paralizado por lo que sentía cuando estaba con ella y el niño, Rodrigo no sabía qué hacer. Nunca se había encontrado en una situación parecida y dudaba sobre cómo debía proceder. Se sentía ridículo y tonto. Él era un hombre que controlaba en todo momento las situaciones, aunque con Ana de pronto todo era descontrol. No podía parar de pensar en ella, y eso lo estaba machacando. No rendía en el trabajo, no descansaba y no disfrutaba de las mujeres que desplegaban sus encantos para intentar hacerle feliz. Su vida se estaba convirtiendo en un caos y no sabía cómo parar el desastre. Y mientras ella superaba por fin la dependencia de Rodrigo, sin que él se diera cuenta, a él le había ocurrido todo lo contrario.
—¿Ya se va a dormir el campeón?
—Sí…, ya le toca.
—¿Puedo cogerlo? —le pidió, mirándola con sus desconcertados ojos.
—Claro que sí.
Con cuidado y con una maestría que no tenía meses atrás, Rodrigo asió entre sus brazos al pequeñín y, besándolo en la frente, murmuró con dulzura:
—Hueles como tu madre, a melocotón.
Ana resopló. No quería escuchar, o se pondría tonta. Por ello se echó colonia en las manos y, tras restregárselas enérgicamente, se las pasó al bebé por el pijama. Entonces, se acercó a él y le aclaró:
—Pues ahora huele como un bebé, a colonia Nenuco.
Durante unos minutos, Ana y Rodrigo estuvieron haciendo cucadas al pequeño, hasta que ella dijo:
—Anda, venga, dámelo y vuelve al salón. Sonia te espera.
Pero Rodrigo parecía no tener prisa y, aún con el bebé en los brazos, preguntó:
—¿Qué te parece Sonia?
En otra época, aquella pregunta, o la sola presencia de Sonia, a Ana le habría destrozado el corazón; pero tras el muro de indiferencia que estaba consiguiendo levantar, lo miró con tranquilidad y señaló con una sonrisa:
—Es guapa y sexy. Vamos, lo que siempre te ha gustado.
—¿Y cómo sabes tú lo que siempre me ha gustado?
Con picardía, movió la cabeza de una forma tan coqueta que dejó a Rodrigo sin respiración, y acercándose a él, cuchicheó:
—Vamos a ver, amigo Rodrigo, te lo creas o no, te conozco lo suficiente como para saber qué tipo de mujer te gusta.
—¿Ah, sí?
—Sí, hijo, sí. A veces los hombres sois muy predecibles.
—¿Y qué clase de mujer crees que me gusta? —preguntó, algo confundido.
Decidida a salir de aquel absurdo interrogatorio en el que ella solita se había metido, se puso las manos en las caderas y, segura de sí misma, respondió:
—Altas. Delgadas. Pelo largo. El color te da igual, para eso no eres muy exigente. —Él levantó una ceja—. Prefieres que sean pijitas vistiendo, y algo que no falla nunca es que tengan unas buenas tetorras. Así son las chicas que te gustan.
Se quedó atónito por la descripción que ella había hecho; había acertado de pleno.
—Pues sí que me conoces bien.
—Ya te lo he dicho. ¡Eres previsible para mí!
Rodrigo se sintió algo molesto por lo poco que él la conocía a ella en aquel aspecto tan íntimo.
—¿Te puedo preguntar algo yo a ti?
—Claro.
—¿Cómo te gustan a ti los hombres?, ¿como el del gimnasio?
Sorprendida por aquella pregunta, sonrió.
—¡Uf!, Arturo es ¡tremendo!, pero la verdad es que no tengo un tipo fijo de hombre, aunque no te voy a negar que me atraen los altos, musculosos, con algún tatuaje y…
—Vamos, como yo.
Al darse cuenta de que, en cierto modo, lo había descrito a él, se encogió de hombros, intentando no revivir algo que había archivado con dificultad en sus recuerdos.
—Pues ahora que lo dices, tienes razón. Pero déjame matizar antes de que te lo creas. Mi matiz es que me gustan todos los hombres con esas características, excepto tú.
—¿Y eso por qué?
—Porque tú eres un buen amigo, sólo eso. ¿Algo más que preguntar?
Durante unos segundos, ambos se miraron a los ojos, y finalmente, Rodrigo, acercándose a ella, le entregó al bebé.
—¡Eh!, no te pongas tan seria. Sólo bromeaba contigo. —Y dándole un beso en la mejilla, murmuró revolviéndole su pelo corto—: Te espero en el salón. Tienes que soplar las velas de tu tarta.
Aturdido, maldijo en silencio, pero sin querer pensar más en ello, regresó al salón y se sentó junto a Sonia. Ésa era su nueva conquista y en ella se tenía que centrar.
Cuando Ana se quedó sola con Dani en brazos, lo besó y, tras dejarlo en la cuna, susurró:
—Nunca hagas sufrir a una mujer, o serás un capullo.