Las noches en que Rodrigo no trabajaba le encantaba preparar algo de cena con Ana para después sentarse a ver la serie favorita de ella, «Anatomía de Grey». Por norma, Ana lloraba durante el capítulo, él se reía y ella le daba cojinazos para que dejara de reír. La joven había omitido lo que había ocurrido días antes con Úrsula. No quería levantar más ampollas.
El jueves, Rodrigo llegó a las nueve de la mañana de trabajar. Había tenido un turno complicado y, tras descansar unas horas y comer, la acompañó a la revisión. En el hospital, se quedó sin palabras cuando le hicieron una ecografía y vio el rostro del bebé; y cuando la pasaron a una sala para monitorizarla y ella le explicó que aquello que parecía el trote de un caballo era el corazón del gusarapo, se quedó impactado. Aquel mundo era nuevo para él y todo le sorprendía como a un padre primerizo. Una vez que la doctora les dijo que todo estaba bajo control y el bebé en perfecto estado, decidieron ir a pasear por El Retiro. Sedientos, se compraron unas bebidas y se echaron en el césped a tomar el sol.
Todo lo que Rodrigo hacía con Ana era para él nuevo y divertido. De pronto, su prioridad era simplemente estar con ella, y eso, en cierto modo, lo asustaba ¿Qué le ocurría? ¿Por qué prefería tirarse en el sofá a ver una película con ella a estar con otras mujeres? Pero, dispuesto a no pensar en ello, se dejaba llevar y disfrutaba del momento.
Aquella noche, mientras estaban tirados en el sofá, él leyendo una revista de motos y ella un libro, de pronto Ana dio un respingo.
—¿Qué pasa? —preguntó, mirándola.
—¡¡¡Ay!!! ¡Qué patadón! —murmuró levantándose—. Creo que este bicharraco tiene hambre.
Rodrigo sonrió, pero al verla aparecer con los botes de Nocilla y pepinillos se llevó las manos a la cabeza.
—Por favor, Ana, ¿cómo puedes comer eso?
—¡Me encanta! ¿Quieres?
—Ni loco. —Aquella mezcla le parecía repugnante.
—Pues tú te lo pierdes. Más para mí. Por cierto, ¿me preparas mi chupito de Cola Cao? Creo que no tardaré en irme a la cama.
—Pero ¿no ves que te va a sentar mal? —comentó él, asombrado de que ella mezclara la comida de ese modo.
—Que no… —Sentándose junto a él, se echó a reír—. Vamos a ver. Sé que es una guarrada, pero me vuelve loca el sabor que tiene. Me imagino que serán cosas de las hormonas.
—¿Por qué le echas toda la culpa a las hormonas?
—Porque la tienen. —Y enseñándole el libro que leía, titulado ¿Por qué me siento rara estando embarazada?, añadió—: Aquí pone que las hormonas son…
—Sí, las culpables de todo —se mofó él.
—Vale. Me callaré. No quiero discutir.
Él le revolvió el pelo alegremente.
—Melocotón loco, yo tampoco quiero discutir.
—Vale. Pues déjame leer y maldecir a las malditas hormonas mientras como pepinillos con Nocilla.
Sin decir nada más, cada uno continuó con lo que hacía, hasta que ella, levantándose, murmuró mientras caminaba hacia el baño:
—Ya me estoy meando otra vez. ¡Por Diossssssss, me voy a deshidratar de tanto mear!
Rodrigo sonrió. Ana era tan divertida en sus comentarios que era imposible no reírse.
Aquella noche, como todas las anteriores, cada uno se fue a su cama, pero sobre las cuatro de la mañana Ana notó que las piernas se le mojaban. Se despertó sobresaltada y pensó: «¡Dios!, me estoy meando encima». Rápidamente se levantó y, horrorizada por ver que no podía contenerse, corrió hacia el baño. Pero una vez dentro supo que había roto aguas. Asustada, se sentó en el váter y estuvo un buen rato sin saber qué hacer. Según lo previsto, quedaban tres semanas para que el bebé naciera.
—¡Dios!, esto no acaba —murmuró al ver que el chorrillo parecía no tener fin.
Se miró el camisón, que estaba mojado, y se quitó las bragas. Estaban empapadas. De pronto, una contracción le hizo abrir descomunalmente los ojos. Cuando aquel dolor paró, sin importarle su aspecto, se levantó del baño y entró en la habitación de Rodrigo, que con el ruido se despertó.
—¡Ay, Dios!
—¿Qué te ocurre?
—Creo…, creo que el gusarapo quiere salir.
—¡¿Cómo?! —gritó, desconcertado, y encendió la luz.
—He debido de romper aguas porque el chorrillo no lo puedo parar y…, y… ¡Oh, Diosssssssss, qué dolorrrrrrrrrrr!
Se levantó rápidamente, aturdido, y al ver que ella contraía el gesto, la agarró e hizo que se sentara en la cama.
—¿Qué te pasa?
—Creo…, creo que me están dando contracciones. Tenemos que ir al hospital.
Rodrigo se vistió de prisa, con las pulsaciones a mil. Tras ponerse los zapatos, miró a Ana y le dio la mano.
—Vamos.
—No pensarás que voy a salir de casa con estas pintas —contestó ella, retirándole la mano.
—Pero ¿no me has dicho que tenemos que ir al hospital?
—Sí, pero no con estas pintas —aclaró.
Nervioso por verla de pronto tan relajada en un momento así, siseó:
—Ana…, ¡estás de parto! Vámonos.
—No me grites.
—No te estoy gritando —se defendió él—. Sólo te digo que tenemos que irnos al hospital.
—Me parece estupendo —gruñó, repuesta de la contracción—, pero no pienso ir con el camisón mojado y sin bragas, ¿me has oído?
—Vale, vale… ¿Qué quieres que haga?
—Ayúdame a llegar a mi habitación.
Con cuidado, ambos caminaron hasta la habitación de ella y, al llegar, una nueva contracción cruzó el cuerpo de Ana, paralizándola.
—Me estoy poniendo histérico —rezongó, mirándola.
—Pues relájate porque me tengo que vestir —contestó cuando el dolor agudo había pasado. Pero incapaz de levantarse, dijo, señalando la mesilla—: Abre el cajón y dame unas braguitas.
Él hizo lo que le ordenaba, y al sacar unas bragas de corazones, que al desplegarse se convirtieron en unas bragotas de cuello alto, preguntó con mofa:
—¿A esto lo llamas tú braguitas?
Arrancándosela de las manos, lo miró con cara de pocos amigos mientras se las ponía.
—Como se te ocurra decir una tontería más, ¡te la cargas!
Él, intentando no reír, asintió.
—Ahora dame del armario una camiseta y el pantalón vaquero que está colgado a la derecha.
De inmediato, Rodrigo hizo lo que le decía.
—¡Mierda…, me acabo de empapar las bragas de nuevo! —exclamó ella cuando él ya le estaba dando la ropa—. Pero qué tengo ahí, ¿las cataratas del Niágara?
Sin querer mirarla fue al baño de ella y tras revolver entre sus cosas salió con un paquete de compresas. Después, abrió de nuevo el cajón de las bragas y, tras ver la faja de vaquitas y sonreír, dijo:
—Toma, unas braguitas secas.
—Menos coñas, ¡rico!
Sin hacerle caso, dijo:
—También he traído compresas por si las quieres utilizar.
—¿Y quién te las ha pedido, listillo?
Deseoso de matarla por su mal humor y por la parsimonia que veía en ella a pesar de su aparente susto en el rostro, murmuró:
—¿Quieres ponerte eso de una jodida vez para que nos podamos marchar al hospital?
—¡Háblame bien, ¿eh?! ¡Que aquí la parturienta soy yo! —gritó, histérica.
—Vale… —resopló, y consciente del miedo que veía en su cara, repitió—: Por favor, Ana, date prisa para que podamos marcharnos al hospital.
La joven intentó quitarse el camisón, pero estaba tan nerviosa y bloqueada que apenas tenía fuerza para tirar de él. Rodrigo la ayudó, y cuando quedó totalmente desnuda ante él y vio cómo éste clavaba la vista en sus grandes pechos, gritó:
—¡Deja de mirarme los pezones! Ya sé que están horrorosos, oscuros y enormes, pero es algo del embarazo.
—¡Joder, Ana!, ¿quieres dejar de gruñir y terminar de vestirte?
—¿Y tú quieres dejar de mirarme con esa cara de «¡Oh Dios, qué gorda!»?
Sin responderle continuó vistiéndola, y cuando consiguió sacarla al pasillo, una nueva contracción le hizo encoger el rostro.
—Coge la bolsa del gusarapo —dijo Ana justo antes de salir.
Rápidamente, Rodrigo la cogió y salieron de la casa. En el coche, Rodrigo iba alterado. Aceleraba cada vez que ella contraía el gesto de dolor y se saltaba los semáforos en ámbar.
—Que sepas que no pienso hacerme cargo de las multas —protestó Ana.
—Cierra el pico, ¿quieres?
Cuando llegaron al hospital La Milagrosa paró en urgencias y la ayudó a salir. El celador que se hizo cargo de ella lo invitó a que saliera a aparcar bien el coche. En un principio, Rodrigo se negó; no quería dejarla sola bajo ningún concepto. Pero ante la insistencia de ella, al final, por no oírla, salió.
—Efectivamente has roto aguas y has dilatado casi tres centímetros —le indicó la doctora de guardia al reconocerla.
—Pero…, pero… —susurró, desconcertada—. Todavía faltan tres semanas para la fecha en que el gusarapo tenía que nacer y…
—No te preocupes. Seguro que tu bebé nace sano y con fuerza. Si faltara más tiempo me preocuparía, pero tres semanas no es algo por lo que asustarse. —Y dándose la vuelta, la ginecóloga dijo a una joven enfermera—: Ingrésala y que la preparen para el parto porque por lo que veo este bebé tiene ganas de nacer. ¿Has venido sola?
—No —consiguió balbucear.
—Mejor. —Y entregándole unos papeles, le explicó—: Que tu acompañante pase por recepción para rellenar el ingreso. Y venga, ánimo que vas a tener un bebé precioso.
Con el susto dibujado en el rostro, Ana se dejó guiar por la enfermera, mientras por su cabeza pasaban cientos de preguntas; por ejemplo, si debía llamar ya a sus padres. Se cambió de ropa y se puso un camisón, y cuando llegó Rodrigo la enfermera que la acompañaba le indicó que debía bajar para hacer el ingreso. Él se volvió a marchar. Cuando subió, al cabo de veinte minutos, Ana jadeaba y sudaba como un pollo.
—¿Cómo estás?
—Hecha una mierda —murmuró entre resoplidos. Y con los ojos llenos de lágrimas, dijo, desconsolada—: Y encima me han dicho que no me pueden poner la epidural.
—¿Por qué?
—La doctora dice que con lo rápida que va la dilatación no la voy a necesitar.
Rodrigo asintió. No sabía nada sobre partos, epidurales ni esas cosas, por lo que la tomó de la mano y sonrió.
—Venga…, sonríe.
—Eso es muy fácil decir. A ti te querría ver yo en mi lugar —protestó Ana mientras le retorcía la mano.
Convencido por su gesto de que aquello le tenía que doler bastante, intentó calmarla.
—Piensa en positivo. Hoy vas a conocer al gusarapo.
—Síiiiiiiiiiii —resopló, retorciéndose de dolor.
Segundos después, el dolor disminuyó, pero el susto en el rostro de ella continuaba. Rodrigo, dispuesto a ayudarla en todo lo que él pudiera, le pasó un paño húmedo por la cara.
—¿Has decidido ya su nombre?
—No… ¡No he tenido tiempo! —Y agarrándole la mano con premura le hizo saber que el dolor volvía—. ¡Ayyyyyyyyyyyyyy, qué dolorrrrrrrrrrr!
En ese instante, al ver cómo ella resoplaba y se retorcía, acojonado llamó a la enfermera, y ésta, al comprobar la dilatación, le dijo:
—Vamos, chata…, te subo al quirófano. —Y tras hablar por teléfono y pedir dos celadores para la habitación 323, miró a Rodrigo y le preguntó—: Eres el marido, ¿verdad?
Ana y Rodrigo se miraron, y éste, sin dudarlo, contestó:
—Sí.
—Pues vente conmigo que te voy a disfrazar de verde.
Un par de minutos después llegaron dos celadores, sacaron la cama de la habitación y la llevaron hasta el montacargas. Allí, Ana, aún cogida de la mano de Rodrigo, le dio un tirón y murmuró:
—Lo tuyo es masoquismo puro y duro. ¿Por qué me acompañas?
Él sonrió y, tras darle un beso en la punta de la nariz, se tocó la oreja, un gesto que la hizo reír, y dijo ante la enfermera y los celadores:
—Ya sabes, cariño, como dijimos ante el cura, en lo bueno y en lo malo.
Cuatro horas y media después, tras animarla con entusiasmo para que empujara y ella obedecer, protestar, reír y llorar, llegó al mundo un bebé precioso de dos kilos ochocientos setenta gramos. Rodrigo seguía anonadado. Aquel pequeño que berreaba en los brazos de la enfermera mientras lo lavaba y vestía acababa de nacer, y él había sido testigo directo. Incluso la doctora lo había animado a cortar el cordón umbilical.
Ana estaba medio dormida en la camilla y él no quitaba ojo a todo lo que ocurría a su alrededor. Ella había estado fantástica, y lo ocurrido allí le había nublado la razón. Sin poder evitarlo la volvió a mirar y al recorrer con mimo su cansado y bonito gesto algo en su interior se removió. Aquella preciosa muchacha y sus particulares circunstancias le estaban derritiendo el corazón. De pronto, su más primitivo instinto proyector lo embargó y deseó con todas sus fuerzas cuidar de Ana y el bebé. El corazón se le aceleró y sintió mil mariposas campando a sus anchas por el estómago. Continuaba en estado de choque cuando la enfermera que lo había vestido de verde llegó ante él y le soltó al pequeño en los brazos.
—Enhorabuena, papá. Aquí tienes a tu hijo. ¿Cómo vais a llamarlo?
—No lo sé —fue capaz de balbucear. Y al ver cómo la enfermera lo miraba, añadió—: Ella, mi…, mi mujer elegía el nombre.
Cuando la enfermera se alejó, patitieso, vestido de verde y con el bebé en los brazos, Rodrigo miró a la criatura. Aquel pequeño calvete de piel suave y dulce olor movía los bracitos y le hacía morritos mientras unos ruiditos extraños salían de su interior. Con mimo se lo acercó a la cara para darle un beso en aquella pequeña cabecita, y al levantar la mirada, vio que Ana los observaba. Tras intercambiar con ella una sonrisa de verdadera adoración, enternecido por el momento, se acercó a ella.
—Ana…, te presento al gusarapo. —Y sonriendo, murmuró—: Gusarapo, esta chica morena tan guapa que llora es tu mamá. Pero que no te engañe, es una auténtica bruja criticona.
Emocionada como nunca en su vida, a Ana le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Aquel pequeñín era el bebé más bonito del mundo, y alargando la mano, le tocó con cuidado el moflete y susurró:
—Es precioso, aunque parezca con ese gorro que le han puesto en la cabeza una punta de jamón.
Rodrigo sonrió por las ocurrencias de Ana, y acercándose de nuevo al bebé, murmuró:
—Te lo dije. Ya comienza a criticarte.
Riéndose por el comentario, Ana acercó la boca a la frente del pequeño y, tras cerrar los ojos, aspiró su olor y lo besó.
—¡Hola, Dani! Soy tu mamá.
Ambos sonrieron al escuchar por primera vez aquel nombre, y Rodrigo, sin querer evitarlo, se acercó más a ella y, agachándose, le dio un dulce y tierno beso en los labios. El calambrazo que él sintió ante aquel contacto lo dejó extasiado y sólo salió del trance cuando ella, tocándole el rostro con cariño, le dijo:
—Gracias, Rodrigo. Gracias por estar aquí.
La locura se apoderó de todos cuando, horas después, un Rodrigo orgulloso los llamó para decir que el pequeño Daniel había nacido antes de lo esperado. Estaba emocionado como pocas veces en su vida. Sentirse parte importante de lo que había ocurrido en aquel quirófano lo descuadró. Nunca imaginó que en un momento tan tenso y dulce al mismo tiempo sus sentimientos se despertarían y le sorprenderían.
Era tal la forma en que la observaba que Ana se extrañó. Rodrigo siempre había sido con ella amable y atento, pero allí, en aquel momento, sintió una conexión especial con él que hasta la asustó. Sin poder evitarlo, cuando dejó de hablar con Esmeralda por teléfono, le cogió la mano.
—¿Estás bien?
La miró sorprendido y se sentó junto a ella en la cama.
—¡Claro! —Y retirándole el pelo en un gesto íntimo y demasiado posesivo, le preguntó—: Y tú, ¿estás bien?
—Sí, aunque no te voy a negar que estoy agotada —respondió pestañeando, confundida al sentir aquella indescriptible mirada.
Sin dejar de tocarle el pelo y, posteriormente, el óvalo de la cara, Rodrigo susurró:
—Estás preciosa, Ana. Más bonita que nunca.
Ella se aclaró la garganta. ¿Qué le ocurría?
—Estoy dopada y soy presa fácil —dijo sonriendo a la vez que él sonreía también—. ¿A qué viene tanto piropo?
Dándose cuenta de repente de cómo se estaba comportando, Rodrigo se levantó de la cama y, arrugando el entrecejo, desconcertado, consiguió decir:
—Venga, vamos a llamar a Nekane y Calvin para darles la noticia.
Como ambos ya sabían, cuando llamaron a México, Nekane gritó y blasfemó por no haber estado presente en un momento tan crucial. Pero al final lloró como una posesa de la mano de Calvin al saber que todo había salido bien. Aquella tarde, tras recibir las visitas de varios amigos, aparecieron en el hospital, recién llegados del aeropuerto, unos orgullosos abuelos, Frank y Teresa.
Al entrar y ver a su hija con el pequeño en brazos, Teresa se llevó las manos a la boca y, arrugándosele la barbilla, comenzó a llorar. Frank, al ver la emoción en la cara de su mujer, la abrazó.
—Ahora no, cariño. O quieres que la primera imagen que tu nieto tenga de ti sea llorando.
—Mamá, por favor, no llores.
—Eso, Teresa, no llores —la animó riendo Rodrigo tras besarla y estrechar la mano de Frank—, que tu hija ya ha llorado por ti, por mí y por todo el mundo.
Enternecida, la mujer se acercó hasta la cama de su hija y le dio un emocionado beso en la mejilla. Al ver al pequeño, murmuró, emocionada:
—¡Ay, Dios míoooooooooooo! ¡Ay, Dios míooooooooooo!
—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Ana, asustada.
—¡Por el amor de Dios, Ana Elizabeth! Este niño es igualito a su padre. Rodrigo, hijo, ¡es igualito que tú!
—¡Mamá! —protestó Ana. ¿Cómo podía decir esa tontería?
—Pero, Ana Elizabeth, hija, ¿no lo ves?
—Pues no, mamá, no lo veo.
—Mírale la barbillita y el ángulo de la cara —insistió la emocionada abuela—. Es igualita a la de Rodrigo. ¿Tiene los ojos azules?
—Parece que va a ser que sí —asintió Rodrigo, ganándose una mirada de Ana.
Encantado, sonrió ante el gesto de incomodidad de Ana y, guiñándole un ojo, le pidió que sonriera. Teresa, con mimo, cogió al pequeño entre sus brazos y lo besuqueó. Y acercándoselo a un emocionado Frank, dijo:
—Mira, abuelo, qué precioso nieto tienes.
—Es guapísimo —contestó él, riendo con gozo.
—¿A que es igualito a Rodrigo? —insistió Teresa.
El hombre miró al pequeño y se encogió de hombros.
—Teresa, mujer, yo de esas cosas no entiendo. —Y antes de que ella pudiera decir nada, preguntó—: Por cierto, ¿puedo ya saber cómo se llama mi nieto?
—Daniel —respondieron al unísono Ana y Rodrigo.
—¡Oh…, pero qué bonito nombre te han puesto, cariño mío! —murmuró Teresa, besuqueando al bebé.
Tras un largo y agotador día en el que varios amigos habían acudido a verla al hospital, Ana asió a Rodrigo de la mano y, mientras sus padres hacían cucadas al pequeño, le dijo:
—Vete a descansar. Estarás agotado.
—Pensaba quedarme aquí contigo —comentó, mirándola.
—Ni hablar —aclaró ella—. Se quedará mi madre. Si no se lo permito, me odiará el resto de mis días. Además, creo que tú ya has hecho todo lo que tenías que hacer por Dani y por mí.
Ambos sonrieron, pero la sonrisa de Rodrigo no podía ser plena. Deseaba quedarse allí con ella para mimarla. Sin embargo, al ver su mirada, se dio por vencido.
—Tengo mis cosas en tu casa. ¿Te importa si paso a buscarlas?
—¿Cómo me preguntas eso? —repuso ella riendo y dándole un manotazo en el muslo—. Pues claro que puedes pasar. Es más, quédate allí a dormir. Mañana trabajas, ¿no?
—Sí, tengo turno de mañana.
—Pero ¿cómo va a trabajar mañana? —protestó Teresa al oírlos—. Ha sido padre y le tienen que dar como mínimo un par de días libres para…
—Mamá —cortó Ana—, Rodrigo no puede faltar a su trabajo.
—Pero…
Frank, al ver la cara de su hija y el gesto de Rodrigo, se metió en la conversación:
—Teresa, cuando el muchacho trabaja, por algo será. Por lo tanto, tengamos la fiesta en paz, ¿de acuerdo?
—Mamá, ¿por qué no bajas con papá a cenar algo antes de que Rodrigo se vaya? Por cierto, papá, ¿quieres dormir en mi casa?
—Te lo agradezco, cielo —contestó Frank—, pero tenemos habitación en el hotel Villa Magna. Cuando Rodrigo nos llamó y dijo que estabas en este hospital, mi secretaria buscó un hotel cercano.
—Vale, papá. Venga…, venga, bajad a cenar algo.
—De acuerdo —asintieron, y tras dejar al bebé en su cunita se marcharon.
Cuando se quedaron solos en la habitación a Rodrigo le sonó el móvil. Ana, que lo tenía en la mesilla junto al suyo, se lo entregó, aunque antes vio que ponía Alicia. Al cogerlo y ver el nombre, Rodrigo lo apagó y, sentándose en la cama, murmuró, tocándole la manita al bebé:
—Vaya, vaya…, Dani se parece a mí.
—¡Ni caso! —exclamó Ana, riendo—. Mamá y sus tonterías. Oye, en serio, quédate en casa el tiempo que necesites. Mi casa es tu casa, y más después de todo lo que has hecho por nosotros. —Y mirando al bebé, murmuró, emocionada—: Todavía no me creo que el gusarapo esté aquí. Si no llegas a estar en casa, ¡uf!, ¡Dios!, no sé qué habría sido de nosotros.
—Basta ya de lloros —dijo él alegremente al ver que ella iba a comenzar de nuevo. Y quitándole con el pulgar una lágrima de la mejilla, añadió—: Todo ha salido bien y es lo que cuenta. Por cierto, intentaré montar la cuna antes de que regreses. La teníamos todavía sin montar.
—Anda, es verdad. ¿Sabes dónde está?
Recorriendo con su azulada mirada la carita cansada de ella, asintió.
—Sí, no te preocupes. Intentaré descifrar lo que pone en las instrucciones y tenerla lista para cuando lleguéis a casa.
Ana, de pronto, se agobió y le cogió las manos.
—En cuanto a mis padres, te prometo que…
—Ahora no —cortó él—. Ahora no es momento de decirles absolutamente nada. Deja pasar un tiempo y, cuando estés más fuerte, se lo dices. A mí no me corre prisa ni me va la vida en ello, ¿entendido?
—¿Por qué eres tan bueno conmigo? Si sigues así al final conseguirás que no me pueda desenganchar de ti y…
—¿Y por qué te tienes que desenganchar de mí? —preguntó, sorprendido—. ¿Acaso no somos amigos?
En ese momento, quería ser sincera con él, pero tuvo miedo de su reacción, así que se dispuso a olvidarlo por completo.
—Vamos a ver —respondió, y consiguió sonreír—, si tanto te ha gustado la experiencia que has vivido, ya sabes, el parto, el histerismo y el bebé, ¿por qué no te planteas conocer a una chica y darle una oportunidad para llegar a tu corazón? ¿No crees que podría ser bonito enamorarte de alguien y…?
—No —la interrumpió él—, una cosa es lo que yo he vivido contigo como amigos y otra muy diferente lo que tú me planteas.
—¿Quieres ser un casanova toda tu vida? ¿Un picaflor?
—Quizá sí —dijo él, risueño.
—Pues es una pena, la verdad. —Con cariño, le pasó la mano por el pelo y susurró, conteniendo sus ganas de besarlo—: Serías un buen compañero y creo que un excelente padre. Sólo por cómo me has cuidado estos días y el cariño con el que miras a Dani sé que serías maravilloso. —Y siendo incapaz de callar, continuó—: Eres tierno, protector, responsable, y si hablo de la intimidad, creo recordar a un hombre apasionado y un excelente amante…
—Tus últimas palabras son las que más me gustan.
Ella sonrió, pero intentando no dejar aflorar sus sentimientos, cambió de tema.
—Al pasarte el teléfono he visto que era Alicia. ¿Por qué no la llamas mañana y sales a cenar con ella?
—¿Ahora vas de celestina? —soltó, divertido.
—Digamos que voy de amiga. —Y tragando el nudo de emociones que en su garganta forcejeaba por salir, añadió—: Y por cierto, ahora que he tenido el bebé y que dentro de poco volveré a tener cintura, es posible que tengas tú que hacer de celestino para mí.
—¿Que sea tu celestino? —se mofó él.
Ana se retiró el flequillo de la cara y lo miró.
—Como aquél que dice siempre me has conocido embarazada y sin posibilidad de flirtear con un hombre para tener una noche loca. Pero eso se acabó. Por fin, mi abstinencia sexual ha terminado. Volveré a retomar mi vida en cuanto me quite algunos kilos, y espero resarcirme por todos estos meses en plan monjil.
Rodrigo la miró, molesto. ¿Por qué tenía que tener citas con otros? Pero sin querer entender qué le ocurría y menos pensar en ello, replicó:
—Bueno, no pienses en eso ahora. Lo importante es que…
—Rodrigo, quiero pensar en ello. Necesito pensar en ello. Quiero salir, divertirme, conocer a algún hombre, tener sexo y pasarlo bien. Llevo cinco meses sin que nadie me bese, sin que nadie me toque, a excepción de la ginecóloga, y mira, entre tú y yo, estoy deseando sentir eso que un hombre me hace sentir cuando me besa y me toca. Entiendo que para un hombre sea difícil escuchar esto de una mujer, y más recién parida como estoy yo, pero ¿sabes?, las mujeres y los hombres tenemos necesidades muy similares, y el sexo es una de ellas.
Durante un rato la escuchó hablar de cosas que nunca una mujer le había contado, y él, ojiplático, apenas habló. Ana era directa y franca, y eso era algo que siempre le había gustado de ella; pero en ese momento aquella franqueza lo estaba agobiando. La conversación, o mejor dicho el monólogo, acabó cuando los padres de ella regresaron a la habitación.
—Ya hemos cenado —dijo Teresa, corriendo a besuquear a su hija.
Confundido, Rodrigo se levantó de la cama y pasó al baño. Una vez en el interior, cerró. Se apoyó en el lavabo y, mirándose en el espejo, susurró:
—¡Qué demonios te pasa, gilipollas! ¡Espabila!
Se echó agua en la nuca y se secó con la toalla, y con la mejor de sus sonrisas salió del baño y se acercó hasta la cama donde Ana y sus padres acunaban al bebé. Su corazón aleteó, desbocado, al oír a Ana reír. Siempre le había gustado su sonrisa, pero… ¿qué le ocurría? Sin apartar la mirada de ella, quiso pasarle la mano por el pelo y retirárselo de la cara. Estaba preciosa. Finalmente, reunió valor y dijo:
—Bueno, yo me voy a descansar. Frank, ¿quieres que te acerque al hotel?
—No te preocupes, muchacho. Me quedaré un rato más con ellas.
Incapaz de dejar de mirar a Ana, que sonreía encantada con su bebé en brazos, se acercó a ella y le cogió la mano para atraer su atención.
—Cariño, te llamaré por la mañana para ver qué tal estás y, cuando termine el turno, pasaré a veros.
Entonces, bajó la cabeza hasta la de ella y la besó en los labios. De pronto, aquel beso se demoró más que otros, y se sorprendió al ansiarlo. ¿Qué pasaba? Una vez que consiguió separarse de ella, sonrió y, tras guiñarle el ojo, sin mirar atrás, se marchó.
Cuando aquella noche Rodrigo llegó a casa de Ana, lo primero que hizo fue coger la cuna y tirarse horas montándola, y se sorprendió cuando al tomarse una cerveza puso un posavasos en la mesita para no dejar cerco. Eso lo hizo sonreír. Después, recogió el revoltijo de ropa que habían dejado cuando se habían marchado de madrugada, y finalmente, durmió en la cama de ella. De pronto, necesitaba sentirla cerca, y las sábanas tenían su dulce olor a melocotón.