El martes, tras comer en el parque de bomberos de Latina, Rodrigo, sentado en el sofá, intentaba leer. Pero apenas podía. Su corta relación con Candela se había roto hacía dos semanas y estaba enfadado, muy enfadado. Dejó el periódico sobre la mesita y, justo cuando se levantaba, Calvin y Julio entraron en la habitación donde él se encontraba solo.
—¿Adivina quién va a ser padre? —preguntó Julio.
Rodrigo miró a su amigo Calvin, y éste, con mofa, murmuró:
—¡A mí no me mires!
Sorprendido, Rodrigo fue a decir algo cuando Julio exclamó:
—¡Yooooooooooooo! El puto amo. ¡Yooooooo!
Contento, Rodrigo anduvo hacia él y le chocó la mano.
—¡Enhorabuena!, puto amo. ¿Cómo está Rocío?
—Insoportable. Mi chicarrona, desde que sabe que está embarazada, está insoportable, pero, ¡joer!, me tiene loco, ¡está guapísima! Eso sí, o se tranquiliza, o de aquí a octubre que nazca el bebé, acabará conmigo.
De pronto, se encendieron unas luces y los tres las miraron, e instantes después, el estridente timbre del recinto sonó. Tenían un aviso.
Sin tiempo que perder, los tres, junto con otros compañeros que se les unieron, fueron hacia las cocheras. Una vez que los informaron del siniestro se dirigieron hacia el camión grande con escala. Julio, que era el conductor, lo arrancó rápidamente, mientras los demás cogían sus equipos y se subían al vehículo. Una vez en el interior, uno de los bomberos dijo mirando a Rodrigo:
—Cabo, el fuego es en la Torre de Madrid.
Entonces, todos se miraron, pero ninguno dijo nada. Mientras Julio conducía el camión, con la sirena a todo trapo para que los coches les dejaran espacio para pasar, Rodrigo, Calvin y otros compañeros que revisaban sus equipos en el interior escuchaban por la emisora:
—«Incendio planta diecisiete. Han llegado tres dotaciones y dos más van en camino».
Andrés, un suboficial, tras meterse un chicle en la boca, comentó con seguridad:
—Vaya…, la fiesta va a ser buena. Recordad: no os separéis de vuestro compañero.
Cuando el camión llegó justo enfrente del edificio, en la calle Princesa, comprobaron que varias dotaciones ya trabajaban. Compañeros junto a vehículos de apeo y varios camiones bomba esperaban su turno para actuar. Sin tiempo que perder, saltaron del camión dispuestos a ayudar. Lenguas de fuego salían por las ventanas y gente asustada chillaba, horrorizada, mientras la policía mantenía a los curiosos detrás de la zona acordonada y llegaban varias ambulancias del Samur.
—El fuego ha roto al exterior y el oxígeno extiende las llamas. ¡Cuidado! —advirtió Rodrigo a sus hombres.
—Cabo, ¿qué mangajes usamos?
Rodrigo, tras hablar con otros compañeros que ya estaban allí, se volvió hacia su dotación y gritó:
—¡Coged mangajes de veinticinco milímetros. Eso nos permitirá mayor movilidad!
Todos y cada uno de aquellos hombres se equiparon a conciencia. Tenían que entrar. Con sus equipos de sistema de respiración autónoma, arneses y cuerdas, accedieron al interior del edificio. Al entrar en el hall, Rodrigo se dirigió hacia la escalera. No podían utilizar el ascensor. Aníbal, un compañero de la dotación seis que estaba ayudando en la evacuación de civiles en la planta once, al verlos llegar los informó de la situación real arriba. Después de escucharlo, Rodrigo asintió y, tras mirar a sus hombres, añadió antes de seguir subiendo:
—Máximo cuidado y máxima alerta.
El ascenso a la torre por la escalera continuó. Aquel esfuerzo con casi cuarenta kilos de peso por bombero les restaba energía, pero no se arredraron. Tenían que llegar hasta donde se encontraban otros compañeros para ayudar. Al alcanzar la planta trece dieron con unos bomberos que intentaban abrir el ascensor para sacar a las personas atrapadas. Tras comprobar que allí no podían colaborar continuaron ascendiendo. Cada planta que subían les agotaba más y más, pero sus ganas de ayudar les ofrecían las fuerzas que necesitaban.
Después de un avance nada fácil, por fin, llegaron a la planta quince, mientras oían cómo el edificio retumbaba con broncos y estremecedores sonidos.
—Aquí se puede respirar todavía sin el equipo autónomo, pero no os despistéis ni un segundo —indicó Rodrigo—. Dani y José, reconoced el estado del pasillo de la izquierda. Sergio y Alberto, el de la derecha.
—¿Y nosotros, cabo? —preguntó Miguel.
Rodrigo los miró y, levantando una mano, ordenó:
—Ginés y tú, quedaos en este punto, refrescando junto a los compañeros de la tres.
Cuando aquéllos comenzaron a refrescar la zona, Rodrigo y Calvin se miraron y, tras un gesto con la cabeza, subieron un piso más. Allí el calor era insoportable y el humo denso. Rodrigo reconoció a Alfredo, el cabo de dotación de otro parque, y acercándose a él rápidamente, se puso al corriente de la situación.
—Tengo a ocho hombres conteniendo el fuego en ese infierno, y cuatro más han subido a plantas superiores. Necesitamos refuerzos en el pasillo derecho.
—De acuerdo. Mi compañero y yo reforzaremos ese pasillo —asintió Rodrigo mientras se volvía a colocar su máscara de respiración autónoma.
Con decisión, se adentraron en aquel pasillo, hasta que Rodrigo se paró, se quitó el guante y tocó una pared.
—¡¿Lo que imaginamos?! —preguntó a gritos Calvin.
Rodrigo asintió. La pared estaba caliente. Muy caliente. Eso significaba que había fuego detrás. De pronto, unos chillidos atrajeron su atención. Por la escalera de la derecha, unos compañeros aparecieron con unos diez civiles asustados y exhaustos.
—¿Queda alguien arriba? —preguntó Rodrigo con la adrenalina a mil.
—No —respondió el bombero—. Éstas son las únicas personas que había.
Les abrieron paso. Aquellas pobres personas casi no podían respirar. Una vez que los guiaron hasta la escalera donde estaba Alfredo, asustados, los civiles comenzaron a bajar. Instantes después, Rodrigo y Calvin regresaban a su posición cuando se oyó un ruido ensordecedor y, antes de que se pudieran desplazar, el techo se desplomó sobre ellos.
Atrapados entre un gran amasijo de cascotes no se pudieron mover hasta que varios compañeros acudieron en su ayuda. Sólo fueron unos segundos, pero a ellos les parecieron una eternidad, hasta que entre unos cuantos los sacaron de los escombros.
—¿Te encuentras bien, Rodrigo? —preguntó Alfredo al ver que el cabo se tocaba el brazo.
—¡Joder! El jodido escombro me ha machacado el brazo, pero estoy bien. —Al ver a Calvin algo conmocionado, murmuró—: Creo que él está peor.
—Tenéis que bajar inmediatamente —los apremió Alfredo al oír que sus hombres lo requerían—. Estáis heridos, y yo tengo que ayudar a mis hombres. ¿Podréis llegar hasta la escalera?
Rodrigo asintió, y una vez que se quedaron solos se agachó para levantar a su amigo.
—Vamos, Calvin —le dijo—. Tenemos que salir de aquí.
Intentó no gritar pese al dolor tan horrible que sentía al tratar de incorporar al otro.
—¡No puedo! —gimió Calvin, respirando con dificultad—. ¡Joder!…, creo que me he roto la pierna y alguna costilla.
No había tiempo que perder, o el techo que quedaba caería sobre ellos.
—Me da igual que estés roto o entero —contestó Rodrigo—. Yo te llevaré. Te va a doler, pero aguanta. Es la única manera de poder salir de aquí.
Al echárselo al hombro ambos gritaron de dolor, mientras trozos de techo caían sobre sus cabezas y lenguas de fuego hacían saltar puertas a su alrededor. Sonó una detonación y ambos se estamparon contra una pared.
—No llegaremos, Rodrigo. Adelántate tú y yo te seguiré.
—¡No digas gilipolleces, joder! —exclamó mientras sentía una quemazón en el brazo.
—No digo gilipolleces —siseó Calvin—. Cargando conmigo apenas tienes posibilidades de moverte antes de que el techo se desplome.
Rodrigo sonrió e, intentando parecer tranquilo, afirmó:
—Hemos venidos juntos y de aquí nos vamos juntos, ¿entendido?
Calvin asintió a la vez que gritaba de dolor. Rodrigo, olvidándose de su propio estado, corrió por el pasillo con su compañero en brazos. Tenían que salir de allí, o no lo contarían. De pronto, el equipo de respiración autónoma de Calvin lo avisó de que el depósito de aire entraba en reserva, pero de forma inexplicable un fallo lo dejó directamente sin aire.
Rodrigo, sin pensarlo, se detuvo, se quitó la máscara y la compartió con él.
—Vamos, Calvin —lo alentó—. No tenemos más de cinco minutos de aire.
En ese momento, Alfredo volvió a llegar hasta ellos y, quitándose su máscara, se la pasó a Rodrigo, que respiró aliviado. Tenían dos máscaras para tres. Entonces, un estruendo tan fuerte como si un avión hubiera aterrizado sobre ellos los atenazó mientras se oía por las emisoras:
—Que todas las dotaciones desalojen rápidamente el edificio. Repito, rápidamente.
—Esto se pone chungo, colega —siseó Rodrigo a Alfredo, con Calvin inconsciente entre sus brazos.
—No me jodas, hombre, que esta noche tengo la cena de jubilación de mi suegro —se mofó Alfredo. Y agarrando a uno de sus hombres, gritó—: ¡Ayudad a este compañero y bajadlo. Compartid vuestras mascarillas con él mientras sea necesario. La suya ha fallado!
Todas las dotaciones comenzaron a bajar por la escalera; algunos cargaban con Calvin y otro bombero, que estaban inconscientes. Si algo tenían claro aquellos hombres era que a un compañero nunca se lo abandonaba. La bajada se les hizo eterna, mientras en el edificio las explosiones se sucedían una tras otra. La calma y la sangre fría reinaban entre ellos; pero, en silencio, más de uno rezaba para que el edificio no se derrumbara con ellos dentro. Rodrigo y Alfredo, cabos de sus respectivas dotaciones, eran los últimos de la fila. Ellos y sólo ellos debían asegurarse de que ningún efectivo se quedara en el camino.
Una vez que alcanzaron la planta inferior, Alfredo vio que Rodrigo iba a perder el conocimiento. ¡No tenía aire! Rápidamente lo sujetó antes de que cayera al suelo y, dos segundos después, los del Samur lo atendieron. Estaban vivos de milagro.
Cuando Rodrigo despertó, el silencio y la paz lo abrumaron. Estaba en una sala de hospital, según concluyó de inmediato.
—Tranquilo —dijo la voz de una mujer—, tiene una fisura en el húmero.
Rodrigo asintió y aquella mujer prosiguió:
—Además, tiene un feo corte en el brazo y un buen golpe en la cabeza; por lo demás, todo está bien. Le hemos hecho una placa en el brazo y…
Aquella enfermera habló y habló; eran palabras ininteligibles para Rodrigo, que se dedicaba a repasar una y otra vez lo ocurrido. ¿Cómo no se había dado cuenta de que el techo estaba a punto de caer? Pasados unos minutos, regresó a la realidad y se centró en la pregunta que le formuló a la enfermera:
—Entonces, con que lleve el brazo en cabestrillo una temporada será suficiente, ¿verdad?
—Sí…, pero debe tener cuidado, pues…
—Con saber lo que me ha dicho y ver que me puedo mover, me vale —cortó con rotundidad—. ¿A mi compañero Calvin Rivero lo han traído aquí? —La mujer asintió, y él le preguntó—: ¿Cómo está?
—En estos momentos está siendo operado por el cirujano Domínguez. Pero no se preocupe. Es un buen doctor y…
—¿De qué lo están operando?
—Tibia derecha rota y dos costillas —respondió la enfermera después de mirar los papeles que tenía en la mano.
—¡Joder! —exclamó, abrumado.
—Pero, tranquilo, el doctor Domínguez es un mago y lo dejará como nuevo.
Una hora después, cuando Rodrigo salía de la sala de curas algo más calmado, sus padres corrieron a abrazarlo. Tras ellos iba Ernesto, el marido de su madre.
—¡Ay, hijo!, ¡por Dios! —sollozó Úrsula, abrazándolo—, qué susto nos has dado.
—Tranquila, mamá, estoy bien, ¿no lo ves?
Rodrigo sonrió, pero al mirar al marido de su madre la sonrisa se esfumó. Nunca le había gustado y no entendía qué hacía allí.
Úrsula clavó la mirada en el brazo de Rodrigo y, echándose a un lado para agarrar a Ernesto, dijo:
—Si estás bien, ¿qué te pasa en el brazo? ¡Ay, por Dios!, ese terrible trabajo tuyo me va a matar. Nunca estaré tranquila. Nunca. ¿Por qué tienes que arriesgar la vida siendo bombero cuando puedes ser un maravilloso abogado junto a Ernesto?
Furioso por lo que ella decía y por la sonrisita del marido de su madre, se volvió hacia este último y gritó:
—¡Tú, fuera de aquí! ¡Ya!
Ernesto se dio la vuelta y salió por la misma puerta por la que había entrado. En ese momento, Ángel, un hombre paciente y comprensivo, al ver la mirada de su hijo, soltó:
—Úrsula, basta ya.
—¿Y si el brazo no le queda bien? ¿Y si…?
Agotado y preocupado por cómo estaba su amigo Calvin, Rodrigo la miró e intentó contener el enfado que lo embargaba por todo lo que había ocurrido.
—Mamá, sólo tengo una fisura en el jodido brazo. Y, por favor, para ya de decir tonterías con respecto a mi profesión.
—Bueno, hijo, tampoco es necesario que me hables así —le reprochó la mujer—. Al fin y al cabo, soy tu madre y me preocupo por ti.
—¿Te preocupas por mí? —La mujer no contestó, y él explotó—: Muy bien. Pues si te preocupas por mí, haz el favor de omitir tu discursito de siempre, porque en vez de tranquilizarme me enferma. Estoy harto de que te metas en mi vida y de que intentes que yo sea un reflejo de lo que tú quieres en la vida. Entérate de una vez que soy un hombre independiente, con ideas y gustos propios, y que por mucho que te quiera, porque eres mi madre, no voy a seguir el camino que tú y tu amado marido queréis. Asúmelo de una vez, mamá, o tú y yo nos vamos a llevar fatal el resto de nuestra vida.
Úrsula levantó el mentón y se marchó enfadada. Ángel, después de presenciar la escena, tocó a su hijo en el brazo y murmuró:
—Tu madre y tú tenéis que hablar. Esto no puede continuar así.
—Lo sé, papá, lo sé. Pero estoy harto. Tengo treinta y cuatro años y no entiendo por qué se empeña en meterse continuamente en mi vida. Me conoce. ¡Joder, es mi madre! Y en vez de facilitarme algunas cosas…
—He hablado con Úrsula, y por lo que me ha dicho, está arrepentida —cortó Ángel—. Te aseguro que ella fue la primera sorprendida por lo de Candela.
—Mira, papá, no dudo de que ella fuera la primera sorprendida, pero ella y su jodido marido fueron quienes trajeron a Candela para intentar lo que en otro momento no pudo ser.
—Vamos a ver, hijo, tú parecías encantado con la aparición de esa muchacha y…
—Pues claro que sí, papá —lo interrumpió—. Candela es una mujer muy guapa. ¿A qué hombre no le va a gustar? Pero les salió el tiro por la culata cuando el ex marido apareció y ella se largó de nuevo con él. ¿Acaso mamá pensó en mis sentimientos? ¿Acaso es capaz de pensar que yo tengo corazón?
—Hijo…
—¡Joder, papá! A mí lo que piense Ernesto no me importa. Es más, sabes lo que yo opino de él. Pero mamá… ¿Que mamá se preste a engañarme cuando sabe lo mal que lo pasé cuando Candela me dejó la primera vez y que, encima, en un momento como éste, me venga con tonterías? No. No lo soporto.
Tras unos segundos en silencio, padre e hijo se miraron y se abrazaron.
—Venga, papá, vete a casa.
—¿Te llevo a tu casa?
—No, papá, gracias. Voy a quedarme aquí con Calvin.
Caminando con él hacia la salida, Ángel le explicó:
—Nos han dicho que le están operando, hijo.
—Lo sé —respondió, ofuscado.
Acompañó a su padre hasta el ascensor y, cuando éste se marchó, Rodrigo, cabizbajo, subió andando una planta. Al llegar a la habitación vacía de Calvin se encontró con su otra familia: sus compañeros. Éstos, al verlo, felices porque estuviera sano y salvo, lo recibieron con abrazos. Poco después, y animados por Julio, bajaron a la cafetería, y sin apartar la mirada de la televisión, escucharon la noticia donde se hablaba de cómo los valerosos bomberos habían sacado a toda la gente de la Torre de Madrid e incansablemente habían extinguido el fuego. Cuando a las diez de la noche el doctor les dijo que la operación de Calvin había sido un éxito, todos aplaudieron emocionados. En ese momento, Rodrigo se sentó. Había sido un día muy largo.
En el estudio, a las diez de la noche, Nekane y Ana finalizaban un trabajo que la firma de cosmética Wendoline Woman les había pedido. Debían fotografiar a cincuenta chicas con distintas tallas para promocionar sus nuevos sujetadores reductores. Tras más de seis horas de trabajo, cuando las modelos se fueron y se quedaron solas, ambas se tiraron sobre el diván blanco que había en el estudio mientras la voz de Chenoa sonaba por los altavoces.
—No puedo más —se quejó Ana—. Menudo día hemos tenido.
—Ni que lo digas —dijo sonriendo Nekane.
—Ahora una duchita…
—Una peliculita… —prosiguió Nekane.
—Una buena hamburguesa y… ¡Ay!
—¿Qué pasa? —preguntó Nekane, asustada al ver a su amiga tocarse la barriga.
—Menuda patada me acaba de dar el gusarapo —contestó Ana riendo. Y mirando a su amiga, dijo—: Corre, Neka, pon la mano aquí.
La navarra obedeció al punto y notó el movimiento del bebé bajo su mano.
—Lamadrequeloparióooooooooooo. ¡Cómo se mueveeeeeeeeeeeeee!
Durante un rato, las dos amigas disfrutaron de aquella intimidad, mientras el bebé, ajeno a la felicidad que proporcionaba a las mujeres, se movía en el interior de la tripa de su madre. Cuando los movimientos cesaron, las jóvenes, entre divertidos comentarios, se dirigieron a la cocina. Entonces, sonó el teléfono, y Ana lo cogió.
—¿Dígame?
—¡Hola, Ana! Soy Rodrigo.
Al oír aquella voz, Ana se sentó directamente en el brazo del sofá. Llevaba sin hablar con él dos meses y ahora de pronto estaba allí.
—¿Sigues ahí? —preguntó él al ver que ella no respondía.
—Sí…, sí…, aquí estoy, Rodrigo.
Después de pronunciar ese nombre, Nekane la miró sorprendida. ¿Qué hacía ese imbécil llamándola? Sin querer pensar en nada más, se encaminó hacia su amiga dispuesta a quitarle el teléfono de las manos y colgar.
—Vale. Gracias por avisar —dijo entonces Ana.
Cuando colgó el teléfono, Nekane estaba aún asombrada de que no lo hubiera mandado a paseo.
—¿Se puede saber por qué no lo has mandado directamente a la mierda? Será caradura el tío… Pues no va ahora y llama después de más de un mes —soltó con gesto serio. Al ver que Ana no respondía y sólo la miraba, prosiguió—: Anda, y que se vaya con su ¡Candela!
—Neka, escucha.
—No, escúchame tú a mí. Si eres más tonta naces peluche. Pero ¿por qué no le has colgado el teléfono?
—¿Quieres escucharme?
—Fíjate bien lo que te digo —continuó la joven, enfadada—. En la vida voy a volver a permitir que ni tú ni yo nos fijemos en un hombre que lleve uniforme y menos en un puñetero bombero. ¡Asco de bomberos! —Y señalándole la tripa a su amiga, finalizó—: Por lo tanto, gusarapo, ya sabes…, podrás ser lo que quieras, pero un tío guaperas que lleve uniforme ¡ni de coña! No te lo voy a permitir, o juro que te corto la chorra.
—¡Neka, por Dios! —Y al ver que su amiga la miraba, añadió—: Era Rodrigo y…
—Sí, ya he oído quién era. Pero no sigas. No me interesa saber nada de lo que ese cretino te pueda haber dicho. Y por tu bien, la próxima vez que llame, cuélgale. Te ha hecho sufrir lo indecible y no quiero verte sufrir de nuevo por él, ¿me has escuchado?
—Escúchame tú a mí, por favor.
—Que no, que no quiero escucharte. —Se dio la vuelta y preguntó—: ¿Pedimos ya las hamburguesas? ¿La quieres con extra de queso y cebolla, u hoy la gorda de la casa la quiere con beicon y mucho tomate?
Ana, incapaz de no soltar lo que Rodrigo le había dicho, sin más rodeos, dijo:
—Ha habido un accidente hoy en un incendio, y Calvin…
—¡Ay, Dios…! ¡Ay, Dios…! ¡Ay, Diossssssssssss! —gritó, apoyándose en la pared—. ¡Ay, mi Calvin! ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?
—Rodrigo sólo me ha dicho que te diga que Calvin está ingresado en el hospital Madrid y que por la primera que ha preguntado cuando ha despertado ha sido por ti, y…
Nekane, pálida, se sentó en el suelo y comenzó a hiperventilar. Rápidamente, Ana cogió una bolsa y, poniéndosela en la boca, murmuró:
—Haz el favor de respirar y no asustarme, ¡que me estás asustando! Y con lo impresionable que estoy, soy capaz de ponerme de parto.
Cinco minutos después, olvidándose del cansancio que tenían, salían de casa. Se bajaron del taxi y entraron en el hospital cogidas de la mano. A la primera persona que se encontraron fue a Rocío, la mujer de Julio, que al verlas aparecer fue rápidamente a abrazarlas.
—¡Qué susto!, ¡qué susto! Pero, tranquilas, chicas, los dos están bien. Podría haber sido una tragedia, pero por suerte ¡están bien!
—¿Los dos? —preguntó Ana.
—Sí, cariño, Calvin y Rodrigo —respondió, mirándole la prominente barriga—. Estaban sofocando un incendio en la Torre de Madrid cuando se ha desplomado el techo y… —Al ver que ambas se quedaban pálidas, decidió poner fin a la explicación—. Pero tranquilas. Repito que vuestros chicos…
—No son nuestros chicos —susurró Nekane, lívida.
Rocío la miró sorprendida.
—Bueno…, lo que sean. Rodrigo y Calvin están bien. —Y sin poderlo remediar, preguntó—: Pero tú ¿desde cuándo estás embarazada?
—Desde hace seis meses —contestó Ana como una autómata mientras buscaba con la mirada a la persona que ella quería ver. Pero no lo encontró por ningún lado.
Dos segundos después, Rocío las acompañó hasta la planta segunda. Al abrirse la puerta del ascensor varios bomberos que las conocían las saludaron con cariño, aunque la cara de todos al descubrir la barriga de Ana era de desconcierto total. Una vez que saludaron, Julio, al ver el rostro desencajado de Nekane, la cogió del brazo.
—Pasa —dijo—. Él estará encantado de verte. Sólo pregunta por ti.
—Tranquila. Yo te espero aquí —asintió Ana con cariño.
Con el corazón a mil, Nekane abrió la puerta de la habitación y, al ver a dos compañeros junto a la cama de Calvin, gimió. Uno de ellos, que la reconoció, sonrió, y rápidamente se acercó a ella y le dio dos besos.
—Pasa…, pasa…, no hace más que preguntar por ti.
Asustada por el pitido de la máquina que había junto a la cabecera de la cama, se aproximó con paso inseguro. Allí estaba Calvin con los ojos cerrados.
—Nosotros salimos para que podáis estar unos minutos a solas —murmuró el otro hombre.
—No, no hace falta —susurró Nekane.
—Sí, claro que hace falta —repuso sonriendo el bombero.
Cuando la puerta se cerró y Nekane se vio a solas en la habitación con Calvin, se acercó despacio y sin hacer ruido hasta la cabecera de la cama. Verlo tan lleno de cables, y sobre todo tan estático cuando él era pura energía y sonrisas, le rompió el corazón. Con cariño, extendió la mano y le tocó el pelo.
—Estás guapo hasta en un momento tan terrible.
—Gracias, princesa —susurró él, curvando la comisura de los labios.
—¿Cómo se te ocurre darme este susto? ¿Acaso no sabes que tienes que cuidarte? ¿Cómo has podido permitir que te pase esto?
Con gesto cansado y apenas con un hilo de voz, el joven musitó:
—No me has dejado más opción. Al ver que las rosas negras no funcionaban, decidí cambiar de táctica y…
—¡Oh, Calvin! —gimió—. No digas eso. Te odio.
—Y yo te quiero, princesa.
—No me llames así —lo regañó—. ¿Desde cuándo una chica del Norte como yo tiene pinta de princesa? ¿Acaso no me ves? Pero Calvin, por el amor de Dios, ¿no ves que yo puedo parecer cualquier cosa menos una fina y delicada princesa?
El joven sonrió. Verla vestida con aquella falda de tubo negra, el jersey rosa y el pañuelo negro al cuello era la más maravillosa visión que él pudiera desear.
—Pero sé que te gusta alguna canción de mi amigo Luis Miguel. Y si te gusta es porque eres romántica, sensible y…
—Aclaremos algo —cortó ella—. No me gusta la música que dices, pero reconozco que hay un par de canciones que de tanto oírselas a Ana al final… hasta me las sé.
Levantando una mano con cuidado, Calvin se la puso en la boca para acallarla.
—Da igual lo que digas. Nada me hará cambiar la opinión que tengo de ti. Y antes de que protestes o me sueltes alguna de tus lindezas, déjame decirte que estoy loco por una princesa morena y retro llamada Nekane, de ojos almendrados y genio de mil demonios. Si fueras de otra manera, si no te cardaras el pelo ni tuvieras esos tatuajes, te aseguro que nunca me habría fijado en ti. Incluso vestida de gótica me gustarías.
—¡Ay, Calvin!, no me digas eso —gimió, emocionada.
Él asintió dejando escapar un suspiro.
—Tranquila, asumiré que yo no soy el hombre que tú necesitas y…
—¡Oh, Dios! ¡Cállate! —Y acercando su cara a la de él, murmuró—: Te quiero, maldito hombre con nombre de calzoncillos.
—Pero no de unos calzoncillos cualesquiera, sino de unos calzoncillos con glamour —ironizó Calvin, y Nekane lo besó.
Mientras en el interior de la habitación un encantado Calvin volvía a sonreír al sentir a su princesa de nuevo con él, en el exterior Ana charlaba con Rocío.
—Yo estoy de tres meses y medio, ¡y estoy emocionada! Aunque no te voy a mentir, también acojonada. Y mi cuqui, ni te cuento. El día en que se lo dije, con todo lo grande que es, casi se me desmaya. Eso sí, ahora me tiene entre algodones. Me mima, me cuida. Y siempre que llega pronto a casa me sienta en el sofá y me da masajes en los pies.
Ana sonrió. Compartir aquellos bonitos momentos con la pareja debía de ser maravilloso, pero en aquel momento no quería pensar en su situación.
—Eso es genial. Di que sí, ¡que te cuide!
—¿Y tú cómo te encuentras?
—Gorda, muerta de hambre y sueño, pero por lo demás bien —respondió Ana, suspirando y a la vez sonriendo.
Durante un buen rato hablaron de sus respectivos embarazos, hasta que de pronto Ana lo vio llegar. Oculta entre todos aquellos bomberos, Rodrigo no la vio y pudo observarlo sin ser vista. Parecía cansado y, por su gesto serio, crispado y dolorido. Llevaba un brazo en cabestrillo y en su rostro se percibían pequeños raspones y golpes, aunque lo que más llamó su atención fue su mirada. No sabía si era triste o enfadada.
El comentario de un compañero hizo que Rodrigo se volviera hacia la derecha y la viera. Sus miradas se encontraron, y Ana, incapaz de no saludarlo, levantó la mano. Sin dudarlo, Rodrigo se acercó a ella y, ante la atenta mirada de todos, la abrazó. Fue un abrazo más largo e intenso que cualquier otro.
—Me alegra ver que habéis venido —le susurró él al oído—. ¿Nekane está con Calvin?
—Sí —atinó a responder.
De pronto, aquella presencia tan varonil que la volvía loca la invadió de nuevo por completo y, sin querer evitarlo, se dejó abrazar.
«No me puede volver a pasar esto… ¡Noooooo!», pensó alarmada.
Tras aquel primer abrazo, Rodrigo se separó de ella. Sonriendo, hizo que se diera una vuelta ante él y le revolvió el pelo.
—Estás muy guapa.
Incapaz de pensar con claridad, sólo pudo contestar:
—Soy como una ballena. No mientas, Pinocho.
Pero no. Él no mentía. Ana estaba guapísima vestida con aquel peto vaquero de los Looney Tunes.
—Qué calladito te lo tenías, capullo —cuchicheó Julio, acercándose a ellos.
—Cuqui, por favor…, no seas indiscreto —lo reprendió Rocío al ver el gesto de los otros.
Ana, dispuesta a aclarar el malentendido, fue a hablar cuando Rodrigo, sonriendo, dijo:
—Ya sabes que no me gusta hablar de mi vida privada; ni de la de nadie.
Boquiabierta por aquella contestación, Ana lo miró, y él le guiñó un ojo. Pero no, no permitiría que ninguno pensara lo que no era. Sin embargo, cuando iba a aclarar aquel entuerto, la puerta de la habitación de Calvin se abrió y salió Nekane, que buscó entre todos los reunidos a su amiga. Cuando la vio caminó hacia ella.
—¿Todo bien? —preguntó Ana.
Nekane, con las emociones a mil, asintió y la abrazó. Durante unos segundos, las dos amigas permanecieron abrazadas, hasta que la navarra, separándose de ella, la asió de la mano y la apartó del resto.
—¿Te importa si no regreso a casa contigo esta noche?
—Pues claro que no; por favor, ¡no digas tonterías!
—Me gustaría quedarme con él en el hospital —murmuró, secándose las lágrimas de los ojos— y…
—Neka —la cortó—, me parece una estupenda idea. Por mí no te preocupes. Cogeré un taxi para volver. —Y tras darle un beso, dijo—: Anda, ve…, que el hombre con nombre de calzoncillos te espera.
Nekane sonrió y, después de tirarle un nuevo beso a su amiga con la mano, caminó hacia la habitación y desapareció.
Durante unos segundos, Ana permaneció inmóvil, hasta que un movimiento de su bebé la hizo regresar a la realidad. Miró a su alrededor en busca de Rodrigo y lo vio enfrascado en una conversación con varios de sus compañeros. A Rocío no la localizó, y decidió marcharse. Ella ya no pintaba nada allí. Sin decir nada, se montó en el ascensor y, al llegar a la calle, el aire fresco de la noche la hizo sonreír. Tras ponerse la chaqueta, comenzó a andar en dirección a una calle donde se veía movimiento de coches cuando de pronto oyó que alguien la llamaba. Al mirar, comprobó que era Rodrigo.
Con paso decidido, él caminó hacia ella. Al ver que se había marchado no lo había dudado y había ido en su busca. Tenía que hablar con Ana.
—¿Adónde vas? —preguntó al llegar a su lado.
Con un gesto que le hizo sonreír, la joven frunció el ceño y respondió:
—Pues mira, estaba intentando decidir si me iba a bailar o a esquiar. ¿Qué me aconsejas?
Él, con ánimo alegre, la asió del brazo.
—¿Has cenado?
—No, pero aunque lo hubiera hecho, en este momento tengo tanta hambre que te mentiría para volver a hacerlo.
Rodrigo sonrió sin soltarla del brazo.
—Ven…, vayamos a cenar algo.
—¿Qué te parece si vamos al burger de allí?
—¿Al burger?
—Sí —dijo ella riendo—. Ya sabes que yo por una hamburguesa MA-TO.
En silencio llegaron al burger. Una vez que pidieron sus consumiciones se sentaron, y los nervios de Ana estuvieron a punto de hacer que se tirara la Coca-Cola encima. Volver a tener a Rodrigo cerca, con su imponente masculinidad, hacía que se sintiera de nuevo patosa. Con disimulo, lo observó mientras él le echaba ketchup a su hamburguesa y de nuevo comprobó su entrecejo fruncido. Se lo veía preocupado, y eso la entristeció. Deseó pasarle la mano por el pelo con cariño y preguntarle por su relación con Candela, pero no quería parecer indiscreta.
«Pero, vamos a ver, ¿cómo puedo ser tan tonta? Este tío pasa de mis emociones, y yo aquí preocupándome por las de él. No tengo remedio», pensó tras resoplar.
—Bueno, ¿y tú qué tal estás? —le preguntó Ana, alterada por encontrarse con él, una vez que dieron los primeros mordiscos a sus hamburguesas.
—Bien. Por suerte es el brazo izquierdo y puedo manejarme con el derecho.
—No me refiero a eso —replicó Ana, atrayendo su mirada—. Me refiero a qué tal estás tras lo ocurrido hoy. Te conozco poco, pero sé que eres exigente en tu trabajo y estoy segura de que no paras de darle vueltas a lo que ha pasado. Tu cara, en especial tu mirada, habla por sí sola.
Rodrigo se sorprendió. ¿Cómo sabía ella aquello? Y rindiéndose, murmuró:
—Sinceramente, enfadado conmigo mismo por no haberme dado cuenta antes de que el techo iba a ceder. Sé que es difícil estar atento a todas las señales en un momento así, pero…
—Tú no tienes la culpa del accidente, Rodrigo. Las cosas a veces pasan porque tienen que pasar y ya está. No debes darle más vueltas al asunto, o te volverás loco.
En ese momento, apareció el chico del burger y les dejó sobre la mesa los aros de cebolla que habían encargado.
—¡Hummm, qué buena pinta tienen! —exclamó Ana.
Rodrigo sonrió mientras ella se metía un aro en la boca y resoplaba por lo caliente que estaba.
—¿Esto no será muy fuerte para ti?
Ana negó con la cabeza, y tras tragarse el aro, tomó un sorbo de su Coca-Cola.
—Después de comer pepinillo con Nocilla todos los días en casa, nada es fuerte para mí. Y venga, cómete tu hamburguesa, que como termine yo con la mía, soy capaz de comérmela.
Rodrigo se carcajeó y, haciéndole caso, empezó a comer. Durante un rato hablaron sobre Guau, el perro de su hermano, hasta que de pronto él dijo:
—Siento no haberte llamado en todo este tiempo.
—No pasa nada. Lo entiendo. Lo que ocurrió fue…, bueno, quizá era mejor así.
—Ana, no me he comportado bien contigo y…
—De eso, nada —cortó ella—. La que metió la pata con sus mentiras fui yo. Por lo tanto, si alguien no se portó bien contigo, ésa fui yo. —Y al ver cómo la miraba, aclaró—: Y… antes de que sigamos déjame pedirte disculpas de nuevo por lo ocurrido. La mentira se me fue de las manos con mis padres, y yo…, yo estaba tan confundida con todo que no sé por qué lo hice. Y en cuanto a lo que hicimos y lo que te solté respecto a mis sentimientos hacia ti, ya está olvidado. Creo que mis puñeteras hormonas me cegaron la mente y…
—En realidad, ¿sentiste algo por mí?
«Y siento», pensó Ana, pero con fingida indiferencia se metió una patata con ketchup en la boca y dijo:
—Sí, Rodrigo. Lo confieso. Me colé por ti como llevaba tiempo sin colarme por ningún tío. Pero, tranquilo, eso es agua pasada y, pispás, ¡no lo hablemos más! —Y al ver cómo la escrutaba con sus azulados ojos, nerviosa, añadió—: En cuanto a que no me hayas llamado en todo este tiempo, te prometo que lo entiendo. Cuando uno encuentra a alguien especial sólo está disponible para él. Lo comprendo.
—Candela y yo no estamos juntos. —Al escuchar aquella bomba informativa, Ana lo miró, y él prosiguió—: Después de lo que ocurrió el día en que comimos con tus padres, estuvimos juntos tres días más, hasta que apareció su ex marido, y ella, olvidándose nuevamente de que yo existía, decidió regresar con él y su dinero.
—Pero ¿qué me dices?
—Lo que oyes. Tenías razón cuando me advertiste con eso de que algunas personas no cambian. Ella, mi madre y su marido buscaban un mismo propósito y…
—¿Tu madre y Ernesto estaban metidos en el ajo?
—Sí. Por lo visto, Ernesto, por temas fiscales, sigue en contacto con ella, y al saber que tenía problemas con su marido le dijo que yo seguía soltero. El resto creo que te lo puedes imaginar, ¿verdad?
—¿Y cómo estás tras lo ocurrido?
—Enfadado con mi madre. Su marido me da igual.
Tras un silencio entre los dos, Ana se metió un nuevo aro de cebolla en la boca.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo.
—Sí.
—¿Por qué no te llevas bien con Ernesto?
Rodrigo sonrió y se echó hacia atrás en la silla.
—Él fue el culpable de que mis padres se separaran, y nunca se lo perdonaré. Pero mi madre estaba cegada por él y, al final, no sólo se separó de mi padre, sino que también se casó y nos lo metió en casa. —Apretando la mandíbula, Rodrigo siseó—: Ese idiota siempre ha sido una persona con unas normas muy rígidas, aun viviendo en mi propia casa, y yo, quizá por ser el mayor, no aceptaba esas condiciones. Pero mi relación con él se rompió definitivamente cuando al año de irme yo de casa intentó meter a Álex en un internado por su minusvalía. Te juro que lo habría matado. Mi hermano es la persona más buena que existe en este mundo y lo último que se merece es verse relegado de la familia por tener síndrome de Down. Al final, mi padre y yo conseguimos que no lo hiciera, pero cuando mi padre intentó recuperar la custodia de Álex, él, el maravilloso abogado al que mi madre venera, lo impidió, y bueno…, por eso vive con ellos.
—¡Qué fuerte!
—Sí… Él no quiere tener a Álex. Le incomoda su presencia. Pero tampoco permite que viva conmigo o con mi padre. Es raro explicarlo, pero es así. —Y al ver el gesto de ella, añadió para cambiar de asunto—: Y volviendo al tema inicial, esta vez fui cauteloso con Candela, y a pesar de que como mujer es un bombón, cuando regresó con su rico marido, ni me importó. Al revés, me sentí hasta liberado del compromiso que yo mismo me estaba creando. Aunque sí me dolió el engaño de mi madre.
—Sinceramente —añadió Ana—, creo que tu relación con ella y tu madre ha hecho crecer en ti un caparazón contra las mujeres.
—Sí —asintió él riendo—. Para pasarlo bien las mujeres me encantáis, pero en un nivel más personal… no quiero nada serio con ninguna.
—Pero no todas las mujeres somos iguales —dijo, incluyéndose—. Estoy segura de que te sorprenderías si…
—No, Ana; no quiero volver a pasarlo mal. Lo pasé tan jodidamente mal cuando Candela me dejó que me prometí no volver a sufrir por amor.
—Lo entiendo —insistió ella—, pero a lo mejor estás equivocado. Quizá deberías intentar conocer a una mujer. Pero cuando digo «conocer» me refiero a saber de ella. Sus gustos. Sus manías. No sólo conocerla íntimamente en la cama el primer día. Estoy segura de que ahí afuera hay una chica esperando a que la mires y te des cuenta de que en la vida no todas las mujeres somos malas.
—¿Tú eres mala?
—Soy la peor —afirmó para hacerle sonreír, pues no le gustaba verlo en aquel estado.
—Pues no lo pareces.
—Eso es porque nunca me has querido conocer. Si me hubieras conocido realmente, seguro que pensarías de otra manera…
Ambos sonrieron, y Ana, sin que pudiera evitarlo, le preguntó:
—¿Te dijo tu madre que estuvo en mi casa?
Rodrigo dejó de masticar y frunció el ceño.
—¿Que estuvo en tu casa? ¿Cuándo?
—El último día en que nos vimos —contestó, omitiendo que estaba bebida—. Cuando regresé a casa apareció de pronto y tuvimos unas palabritas.
—¡Joder, Ana!, lo siento. No lo sabía.
—No te preocupes. No pasa nada. Simplemente le aclaré que el gusarapo no era tuyo ante su amenaza de pedir las pruebas de paternidad cuando naciera. —Se quedó boquiabierto y fue a decir algo, pero ella prosiguió—: Siento si fui brusca con ella, pero nadie me amenaza. Ni siquiera tu madre. Mira, te voy a decir una cosa: la mía es pesadita, pero la tuya ¡es el no va más!
Después de una cena con una charla animada, cuando acabaron y salieron del burger, Rodrigo dijo:
—Te acompañaré a casa.
—Creo que deberías marcharte a tu casa a descansar —le indicó Ana, agarrándolo del brazo bueno—. Hoy ha sido un día complicado para ti y seguro que estás hecho polvo. Venga, el primer taxi que llegue será para ti y…
—Tienes razón —la interrumpió él—, pero antes te acompañaré a tu casa.
Rodrigo levantó el brazo para parar un taxi. Durante el trayecto, continuaron hablando y riendo sin parar, y una vez que llegaron al portal de Ana y el taxi se detuvo, él preguntó:
—¿Me invitas a tomar algo? No me apetece llegar a casa aún.
Ana lo miró y, tras sentir un patada del bebé y un aleteo en el corazón, asintió.
—Vale, pero sólo te daré agua o naranjada. En tu estado no debes beber alcohol.
Después de pagar al taxista, ambos se adentraron en el portal y subieron en el ascensor. Cuando entraron en la casa de Ana, Miau salió a recibirlos, y Rodrigo, encantado, lo cogió. Tras sacar del frigorífico una naranjada para él y un zumo para ella se sentaron en el sofá del salón.
—¿Les has contado a tus padres la verdad de lo nuestro? —dijo Rodrigo.
—No. —Y al ver cómo la miraba, añadió—: Vale…, ya sé lo que piensas, pero es que no he encontrado el momento propicio para decírselo. Pero, tranquilo, lo resolveré.
—¿Sigues queriendo que te acompañe a la boda de tu hermana?
—¿Lo harías? —preguntó, sorprendida.
—Sí —asintió.
Escuchar aquella simple palabra para Ana fue una liberación, tanto que saltó del sofá y gritó con los brazos en alto:
—¡Oh, síiiii! ¡Oh, síiiiii! ¡Oh, síiiiiiiiiiiii!
—Vaya —comentó él riendo—, cualquiera que te oiga pensará que te lo estás pasando muy, pero que muy bien.
Consciente de que él tenía razón, se sentó a su lado roja como un tomate por haberse dejado llevar por el momento.
—Te lo agradeceré el resto de mi vida.
—Sólo te pongo dos condiciones.
Lo miró atónita y, con ironía, murmuró:
—Tú dirás, bombero.
—La primera —dijo él, sonriendo—, que una vez pase la boda hables claramente con tus padres y soluciones todo este lío. Y la segunda, que vuelvas a ser mi amiga del alma. Echo de menos nuestras divertidas conversaciones y…
—Acepto tu primera condición y la entiendo —le cortó—. En cuanto a la segunda, la acepto si me dejas incluir un pequeño matiz.
—Tú dirás, fotógrafa.
—Quiero dejar muy claro que cuando tenga al gusarapo pienso recuperar todo mi sex-appeal y tú no vas a entrar en el juego. —Y mofándose, añadió—: Y te aseguro que soy muy resultona.
Sin saber por qué, aquella exclusión a Rodrigo no le agradó.
—Entonces ¿estoy excluido?
—Totalmente.
—Pero eso es injusto —se quejó él, riendo.
—De eso nada. Eso es justísimo. Aún recuerdo lo clarito que me dejaste que yo no era tu tipo de mujer.
Él asintió.
—Vale, prometo no mirarte con otros ojos que no sean los de un amigo, amigo…, amigo.
—¡¡¡Ay!!!
—¿Qué pasa? —preguntó al ver que se tocaba la barriga.
—Dame la mano, corre. —Posando la mano de él sobre su vientre, murmuró—: ¿Lo notas? ¿Notas cómo se mueve?
Rodrigo la miró, boquiabierto, y asintió. Nunca había tocado una barriga como aquélla y menos aún percibido el movimiento de un bebé en el interior.
—¿Te duele?
—No —dijo, y sonrió—. Es una sensación rara, pero no duele.
Así estuvieron unos minutos, hasta que el bebé paró. Si alguien los hubiera visto en aquel instante habría pensado que eran la viva estampa del amor. Ambos mirándose a los ojos, mientras Rodrigo con cara de tonto tocaba con su única mano sana la barriga de Ana.
«¡Dios!, te besaría locamente», pensó Ana al tenerlo tan cerca, pero dispuesta a romper con aquel íntimo y extraño momento dijo, quitándole la mano de la tripa:
—¿Sabes que mi gusarapo es un niño?
—¿Un niño? —preguntó él, volviendo a la realidad tras el momento vivido.
—Sí.
—¿Y cómo se va a llamar? Porque conociéndote eres capaz de llamarlo ¡Niño!
Ambos rieron a carcajadas y ella finalmente contestó:
—No lo sé todavía.
—¡¿Que no lo sabes?!
—Hasta que no le vea la carita, no sabré cómo se llama.
La luz en los ojos de ella, su cara de felicidad y aquella intimidad a él le gustaron y, dispuesto a continuar, preguntó:
—¿Estás contenta?
—Sí, mucho, tan contenta como si hubiera sido una niña. —Rodrigo sonrió—. Neka y yo estamos dispuestas a malcriarlo. Ya le hemos comprado juguetes que no debería tener y con los que jugamos nosotras. Por cierto, los Lego son una pasada. El otro día las dos nos curramos un coche de carreras y una moto que no veas. Y hemos visto una caja para construir un coche de bomberos; en cuanto podamos ir a por él, se lo compramos. —Ambos rieron—. Yo, por mi parte, le he abierto una cartilla para que el día de mañana cuando tenga dieciocho años se pueda comprar un coche estupendo con el que pasear a las chicas.
Rodrigo sonrió y, dejándola descolocada, dijo con voz ronca:
—Eres la chica más fantástica que he conocido nunca.
Impresionada por cómo la miraba, se encogió de hombros y, tocándose la barriga para evitar el impulso de lanzarse sobre él, murmuró, haciéndolo reír de nuevo:
—Vale…, pero ahora no te enamores tú de mí.