La estrecha relación entre Ana y Rodrigo continuó. De hecho, se volvieron inseparables. De pronto era como si los dos hubieran encontrado al amigo de su vida. Pero mientras Rodrigo disfrutaba de aquella amistad, Ana sufría en silencio. Ver cómo el hombre que tanto le gustaba le contaba confidencias acerca de otras le revolvía el estómago. Pero Ana, sin dejar entrever sus sentimientos, lo escuchaba. Incluso en más de una ocasión le aconsejó sobre adónde llevar a su nueva conquista o le hizo la reserva para la cena por Internet.
Aquel nivel de confianza a Nekane la escamaba y mucho. Eso no era bueno para Ana. Intentó hablar con ella para hacer que razonara, pero la otra se negó en redondo. Quería disfrutar de su compañía fuera como fuese y ante eso no quiso ceder.
Su embarazo continuó viento en popa, pero a diferencia de lo que había creído en un principio dejó de engordar. Comía como una lima, pero los nervios y los vómitos impedían que cogiera peso. En marzo Ana recibió una encantadora invitación de cumpleaños. Alejandro, el hermano de Rodrigo, cumplía veintiséis años y quería invitarla a su fiesta. En un principio, pensó en no ir. Estaba claro que su presencia incomodaría a la madre de Rodrigo, pero ante la insistencia de éste y del propio cumpleañero, que la llamó por teléfono, aceptó. ¿Por qué no?
Ataviada con unos vaqueros, un abrigo de cuero largo, un gorro de lana y especialmente las Mustang, esperaba en el portal a que llegara Rodrigo en su coche cuando apareció su vecina Encarna.
—¡Hola, Anitiña! ¿Adónde vas tan guapa?
—De cumpleaños. —Y al ver las bolsas que la otra llevaba, dijo con rapidez—: Pero vamos a ver, Encarna, ¿cuántas veces tengo que decirte que no vengas tan cargada de la compra?
—Lo que traigo casi no pesa. ¡No me seas exagerada!
—¿Que no pesa y tienes los dedos morados?
La mujer se miró las manos, intentando aguantar el dolor.
—Vale…, lo reconozco, ¡pesa! Pero es que necesitaba traerlo todo. Hoy quiero hacer pisto para comer y…
—Encarna, te he dicho mil veces que puedes hacer la compra en el súper y luego ellos te la traen a casa. ¿Por qué no me haces caso? —protestó Ana.
—¡Ay, qué carita más bonitiña que tienes, lucero! Pero es que me cobran cuatro euros. ¡Ochocientas pesetas de las de antes! Y no…, no. Mi pensión no me permite esos lujos.
—Les tengo dicho a Luis y Patricia que lo pongan en mi cuenta —se lamentó la joven, molesta.
—Manda truco lo que hay que oír. De eso nada de nada —contestó la gallega—. ¿Por qué te van a cobrar a ti lo que yo no quiero pagar?
—Porque a mi cuatro o veinte euros mensuales no me suponen nada y…
—¡Que no, que no y que no!
—Mira que eres cabezona —sonrió Ana—. Pero ¿no ves que este peso no es bueno para tu columna? —La mujer, sabedora de que la joven llevaba razón, asintió, y Ana le exigió—: Anda…, suelta las bolsas, abre el portal y coge mi bolso. Yo meteré las bolsas en el ascensor.
—De eso nada, bonitiña. Que tú tampoco puedes coger peso —cuchicheó al pensar en su embarazo.
Molesta, Ana la miró y siseó:
—¡Encarna! Si quieres luchar contra mi cabezonería, desde ya te digo que vas a perder. Si las gallegas sois cabezonas, las medio inglesas ¡ni te cuento! Suelta las bolsas ahora mismo.
Después de un reto de miradas, finalmente la mujer soltó las cinco bolsas que tenía clavadas en las manos. Una vez que Ana las dejó en el interior del ascensor, la gallega dijo:
—Pero qué riquiña que eres, jodía.
—Y tú qué cabezona —respondió Ana—. Y que sea la última vez que vuelves tan cargada, ¿entendido?
—Vale, lucero…, no te me irrites, que en tu estado no viene bien. —Al ver que Ana sonreía, preguntó—: ¿Cómo estás hoy? ¿Mejor?
—Sí. Por suerte hoy estoy como una rosa. Esperemos que el día no se tuerza.
De pronto, el sonido de un claxon llamó su atención y, al ver a Rodrigo en su coche, feliz, besó a la vecina en la mejilla y dijo:
—Me voy. No vayan a ponerle una multa.
—¡Pásalo biennnnnnnnn! —gritó la mujer, y sonrió al reconocer a Rodrigo al volante.
Encarna adoraba a aquella jovencita y a su amiga. Las chicas la habían auxiliado siempre que lo había necesitado y para ella eran sus nenas.
Una vez que Ana se montó en el coche de Rodrigo, éste la miró y, sorprendiéndola, exclamó:
—Pero, bueno, ¡qué guapa estás hoy! A ver, mírame.
Colorada como un tomate, lo miró. Sentir sus penetrantes ojos sobre ella la ponía nerviosa, pero disfrutando del momento se dejó observar.
—¿Te he dicho que los gorros te sientan bien?
—Tú no, pero mi madre siempre me lo dice —contestó Ana, sonrojada.
—En serio, ese gorrito de lana negro te favorece muchísimo.
Ana se tocó el gorro alegremente.
—Vale…, te pillo la indirecta. Cuanto menos se me vea la cara, ¡mejor!
Aquella respuesta cogió por sorpresa a Rodrigo, que se carcajeó, y poniéndole la mano en la barbilla la atrajo hasta él y, a escasos centímetros de su cara, murmuró:
—Estás preciosa, y cuanto más se te vea la cara, ¡mejor!
Luego le dio un beso en la punta de la nariz y la soltó, metió primera y comenzó a conducir. Confundida y atontada por lo que acababa de ocurrir, Ana respiró. Aquélla cercanía hizo que le aleteara el corazón. Habría dado lo que fuera porque la hubiera besado, pero no, Rodrigo nunca haría eso. Sólo eran amigos. Todavía estaba confusa cuando él le tocó la pierna con la mano para atraer su atención. Ella lo miró.
—Necesito que hagas una cosa.
—Dime.
—Llama a este teléfono y pregunta por Alicia —le indicó, entregándole un papel—. Di que llamas de parte de Rodrigo y que en veinte minutos estaremos allí.
—Pero ¿no íbamos al cumpleaños de Álex? —preguntó, sorprendida.
—Sí, pero antes necesito recoger su regalo.
—Hablando de regalos… Antes de ir a casa de tus padres quiero pasar por algún sitio y comprarle algo. Tú sabes lo que le gusta y…
—No te preocupes, ya lo he solucionado yo.
—Pero yo quiero regalarle algo —insistió, mirándolo.
—Te aseguro que lo harás. Ahora llama a ese teléfono.
Sin preguntar nada más, hizo la llamada, y veinte minutos después, paraban en la calle Galileo.
—En un minuto estoy aquí —dijo Rodrigo.
Ana lo vio salir del coche y dirigirse a una preciosa chica de abrigo rojo chillón y cara angelical que al verlo sonrió. Incapaz de no mirar, vio cómo él la abrazaba y después la besaba en los labios. Los celos le nublaron la mente.
—Ana…, Ana…, Ana…, relájate. Él no es para ti. Asúmelo.
Tras ver cómo aquéllos se volvían a dar otro rápido beso de despedida y la chica miraba con curiosidad hacia el coche, Rodrigo regresó, y después de entrar y dejar sobre ella lo que llevaba en las manos, preguntó:
—¿Qué te parece nuestro regalo?
Al examinarlo vio que lo que ella había creído que era un jersey era, en realidad, una toalla de color naranja de la que asomaba una cabecita pequeña. ¡Era un perrito!
—¡Oh Diossssssssss!, ¡qué bonitooooooooo!
—Es un yorkshire enano. Mi madre pondrá el grito en el cielo, pero Álex se muere por tener un perro, y nosotros se lo vamos a regalar.
—¿Nosotros? Dirás tú.
—Qué más da, Ana. El regalo será de los dos.
—Vale…, pero dime cuánto te tengo que pagar o…
—¿Pretendes que te cobre? —preguntó él, desconcertándola.
—Por supuesto. Si no, vaya regalo que le voy a hacer a tu hermano.
Alucinado por las cosas que en ocasiones aquella muchacha le hacía sentir, ladeó la boca y dijo:
—Vale. El precio es un beso. Y no acepto un no.
—Pero Rodrig…
—He dicho que no acepto un no —insistió, divertido.
Incapaz de no aprovechar aquélla cercanía, Ana aproximó los labios, y él rápidamente le puso la mejilla. Desconcertada por aquel rechazo, aspiró su perfume, cerró los ojos y lo besó. Fue algo rápido, un beso de amigos, sin compromiso, pero a ella le supo a gloria. Rodrigo, ajeno a sus sentimientos, dio una palmada al aire antes de arrancar el coche.
—Cuenta saldada. El regalo es de los dos.
Acalorada y con voz aniñada, Ana, para salir de su aturdimiento, cogió el perrillo entre las manos y lo acercó a su cara.
—¡Holaaaaaaa, preciosooooooooooo! ¿Quieres ser mi amigo?
Rodrigo sonrió y metió primera.
—¡Perfecto! Eso es justo lo que Álex dirá.
Cuando llegaron a la casa familiar en la calle Rodríguez Marín, la indecisión se apoderó de Ana. ¿Realmente deseaba soportar el desprecio de Úrsula? Pero cuando ésta salió a recibirlos, sorprendentemente, fue amabilísima, aunque al ver el animalillo que Ana llevaba en las manos su gesto se agrió.
—¿Qué es eso?
—Nuestro regalo para Álex. —Y antes de que pudiera protestar, Rodrigo, con cariño, susurró—: Mamá, Álex necesita tener un perro. Sabes que lleva pidiendo uno desde que se murió Tobi hace dos años. Por favor…, déjame darle ese capricho.
—Pero, hijo, yo no tengo tiempo de sacarlo a la calle, y Ernesto…
—Tranquila, mamá. Este perrillo no crece mucho, por lo que no tendrás que sacarlo de casa si no quieres. Con que salga al jardín y se dé un par de vueltas estará agotado, ¡ya lo verás! Y en cuanto a Ernesto, yo hablaré con él.
Ana estaba paralizada sujetando al perro cuando vio que Rodrigo, sin amilanarse ante el gesto de su madre, le guiñaba un ojo a la glacial mujer, y ésta, mostrando por primera vez una encantadora sonrisa, le daba un beso en la mejilla.
—De acuerdo, hijo. Me has convencido.
Feliz por aquel consentimiento, Rodrigo asió a su madre entre sus brazos y, tras darle una vuelta y hacerla sonreír, la soltó.
—Anda, dale el perro a tu hermano —dijo la mujer.
En ese momento, apareció un hombre alto, gallardo y con una sonrisa arrebatadora. Ana se fijó en que Rodrigo cambiaba su gesto, pero le tendió la mano y lo saludó.
—¡Qué alegría verte, Rodrigo! —exclamó aquél. Y mirando a la joven que lo acompañaba, preguntó—: Y esta jovencita, ¿quién es?
Antes de que él pudiera responder, Úrsula lo hizo:
—Es Ana, una amiga de Rodrigo.
El hombre sonrió, encantado, pero cuando vio lo que ella tenía en los brazos cambió su expresión.
—¿Y eso qué es?
—Es nuestro regalo para Álex, que por supuesto se quedará —contestó Rodrigo con seguridad antes de que Ernesto pudiera ni siquiera pestañear. Entonces, el cumpleañero se acercó—. Álex, ¿qué te parece nuestro regalo para ti? Felicidades.
«¿Nuestro regalo?», pensó Ana. ¿Ella también se lo había regalado?
El joven, al ver aquella cosita moverse en las manos de Ana, aplaudió. ¡Un perro! Y enloquecido por la sorpresa le tocó la cabecita, lo cogió con mimo y lo besó. Instantes después, lo levantó hasta su cara y preguntó:
—¿Quieres ser mi amigo?
Sorprendida porque Álex había dicho lo mismo que ella, miró a Rodrigo, y éste, encogiéndose de hombros, la hizo sonreír.
Los invitados que llegaban para la fiesta de Álex pasaban a un jardín trasero no muy grande, pero decorado con gusto. Úrsula estaba feliz y sonriente, incluso con Ana, y eso hizo que la joven sospechara. Su propia madre era como esa mujer y, cuando su actitud cambiaba de la noche a la mañana, era porque tenía guardado un as en la manga. Había que estar alerta. Pero lo que sí llamó su atención fue ver que Rodrigo, tras hablar con el marido de su madre, no volvió a acercarse a él. Sin necesidad de que él le contara nada, intuyó que entre ellos no había buena comunicación.
Los camareros del servicio de catering le ofrecieron bebidas. Ella se limitó a tomar zumo. No quería que nada le jorobara la tarde.
—¿Sólo bebes zumo, mona? —preguntó Úrsula, acercándose a ella con una copa de champán en la mano.
Desde hacía un rato, la mujer observaba a la joven de pelo corto y flequillo largo que sonreía como una boba cuando miraba a su hijo.
—Sí. No suelo beber alcohol —respondió Ana con cautela.
Con la ropa que llevaba, su embarazo no se percibía, y eso le gustaba. Aunque lo que más le apetecía era un buen cubata, debía ser juiciosa y pensar en su bebé.
Úrsula sonrió y le tocó el brazo.
—Es muy mono el reloj Cartier que llevas.
—¿Le gusta? —dijo sonriendo. Aquel regalo de su padre le encantaba.
—Muy buena imitación. ¿Lo compraste en un mercadillo?
Ana suspiró. Aquella mujer era mil veces peor que su madre. Cuando iba a contestarle, la otra se le adelantó:
—No te habrás traído alguna cámara de fotos, ¿verdad? —Ana negó con la cabeza—. ¡Vaya, qué pena! Me habría encantado que nos hubieras hecho fotos. Tenerlas habría sido un bonito recuerdo.
Dispuesta a intentar un acercamiento con ella en beneficio de su hijo, la joven preguntó:
—¿Tiene usted alguna cámara?
—Sí.
—Pues, si me la trae, yo se las haré gustosa.
Úrsula reaccionó como si le hubieran ofrecido el oro y el moro.
—¡Oh, qué bien! Ahora mismo te la traen —exclamó sonriendo. Y volviéndose hacia una muchacha joven de aspecto sudamericano, dijo—: Guadalupe, ve al despacho del señor y trae la cámara de fotos que está guardada en el aparador, la que le regalé para Navidad.
—Ahorita mismito, señora —respondió la joven.
Dos minutos después, apareció la muchacha con la cámara y se la entregó a Úrsula. La mujer la cogió y, con ella en las manos, preguntó:
—¿Sabrás manejarla?
—Sí.
No convencida con aquella respuesta, la mujer abrió una carpetilla adjunta a la correa de la cámara y sacó un papelito que desplegó.
—Creo que tienes un problema, mona.
—¿Cuál? —resopló, deseosa de decirle que el mona se lo guardara.
—Las instrucciones están en inglés, francés y alemán. Y como es lógico tú no sabes idiomas, ¿verdad?
Ana la miró. ¿Debía decirle que, además de esos idiomas, controlaba algo de ruso? Pero prefirió callar y, encogiéndose de hombros, comentó:
—Es una Canon EOS 550D. No se preocupe. Sabré manejarla.
Úrsula asintió y le entregó la cámara.
—Muy bien. Encárgate de hacer alguna foto decente, si puedes, a los asistentes, y yo te estaré eternamente agradecida.
Una vez que dijo eso se alejó. Ana, sin querer pensar en los agravios que Úrsula había lanzado, comenzó a hacer fotos a todos, y Rodrigo al verla se acercó a ella.
—¿Has traído la cámara?
—No, pero tu madre me acaba de nombrar fotógrafa del evento. —Él sonrió—. Quiere tener fotos para el recuerdo. Por lo tanto, venga, ponte con tu hermano y os hago una foto a los dos.
Una hora después, tras muchas fotos al homenajeado con su perro, con sus regalos, con sus hermanos, con sus padres; a Úrsula con sus hermanas y finas amigas, y a todo lo que se moviera por la casa, Ana se sentó. Estaba agotada. Sedienta, cogió un zumo de una de las bandejas y, al ver la bonita y decorada tarta de chocolate blanco, no lo dudó y se sirvió un trozo. ¡Parecía exquisita!
«¡Hummm, por Diossssssssss!, ¡qué rica estáaaaaaaa!», pensó al meterse una cucharada en la boca. Dos minutos después, viendo que nadie la observaba, se sirvió otro pedazo, y tres minutos más tarde, repitió la jugada. La tarta estaba de lujo. Estaba degustándola cuando Carolina, la joven hermana de Rodrigo, se sentó junto a ella. Alegre, Ana cogió la cámara y le hizo un primer plano. Ésta se carcajeó.
—Gracias por las Mustang. Me las trajo el otro día mi hermano y me hicieron mucha ilusión.
Ana sonrió y se metió en la boca una nueva cucharada de tarta. ¡Estaba de muerte!
—¿Te quedan bien?
—¡Perfectas!
—Pues ahora ya sabes: ¡a disfrutarlas!
Carolina asintió y se acercó a Ana.
—Las disfrutaré los fines de semana que mi madre no esté, porque si ella está no me las dejará poner.
Rebañando con disimulo la tarta que le quedaba en el plato, Ana preguntó:
—Pero Carol, ¿cuántos años tienes?
—Veintidós.
—¿Y con veintidós años tu madre aún te prohíbe cosas?
La joven hizo un gesto afirmativo y, antes de que Ana pudiera replicar, cuchicheó:
—Según mamá, o mejor dicho según Ernesto, una señorita como yo ha de tener clase al vestir, y ciertas ropas están prohibidas. ¡Si yo te contara…!
Boquiabierta por aquella revelación, Ana iba a decir lo que pensaba cuando Rodrigo y Álex se sentaron a su lado, y Carol se levantó y se marchó.
—¿Quieres más tarta? Tus ojitos me dicen que quieres más —se mofó Rodrigo.
—Está muy…, muy buena —afirmó Álex con su perrito en las manos.
En aquel tiempo, Rodrigo había aprendido que el chocolate blanco la volvía loca. No había ni una sola vez que salieran a cenar y que ella de postre no se pidiera algo con chocolate blanco. Ana, al ver su sonrisa picarona, quiso acuchillarlo y se acercó para que sólo él la oyera.
—Calla y no me piques. Llevo tres trozos.
—¡¿Tres trozos?! —se burló.
—Sí. Y no me hagas sentir culpable por ello.
Él sonreía alegremente cuando una amiga de su madre lo llamó. Al marcharse Rodrigo, Ana se quedó a solas con Álex y su perrito. Encantada, le hizo más fotografías a Álex con su nueva mascota. En ellas se podía ver la felicidad del muchacho por tener lo que él más quería: su perro.
—Bueno, Álex, ¿y qué más cosas te han regalado?
El muchacho, feliz, le dejó el perrillo en las manos y salió corriendo. Dos segundos después, regresó con una cazadora de cuero negra y se la puso.
—Carol…, me…, me ha regalado esta cazadora igualita a la de Danny Zuco.
—¿Danny Zuco? —preguntó Ana sin entender.
Álex se sentó junto a ella y dibujó una sonrisa.
—Me…, me gusta mucho la película Grease. ¡Es mi pre…, preferida! Y Carol, que lo sabe, me…, me ha regalado una cazadora como la que lleva el novio de Sandy.
—Estás guapísimooooooooo, Álex Zuco —dijo riendo Ana al comprender la emoción del chico.
Tras entregarle el perrito, le hizo algunas fotos más, y cuando se sentaron juntos, la joven tocó con cariño la cabecita del adormilado perrillo.
—Es muy bonito, Álex. Tu perrito es una preciosidad.
—Muchas gracias por el regalo. Me…, me ha encantado. Yo…, yo quería un perro.
Ana se sentía satisfecha por la felicidad del muchacho.
—¿Cómo lo vas a llamar?
Álex la miró y se encogió de hombros.
—No sé…, aún no lo he pensado. ¿Tú cómo lo llamarías?
Dos minutos más tarde, el cachorrito tenía nombre.
Poco después, mientras Álex y Ana hablaban de sus cosas, Rodrigo se sentó junto a ellos. La compañía de Ana cada día le gustaba más; hablar con ella de lo que fuera era algo fácil y maravilloso. Nunca había tenido una amiga así y estaba dispuesto a cuidarla. Ana se lo merecía, y él estaba feliz por haberla encontrado.
—Pero bueno, si Danny Zuco está aquí —ironizó Rodrigo al ver la cazadora de su hermano.
—Noooooooo…, que soy Álex —contestó éste, riendo.
Ambos hermanos disfrutaron de abrazos y risas mientras Ana les hacía fotos. De pronto, a Rodrigo le pareció que estaba un poco pálida.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí —sonrió Ana—, sólo algo cansada.
—Ana, ven a hacernos unas fotos —exigió Úrsula.
La joven se levantó, pero Rodrigo la cogió de la mano.
—Si estás cansada, no vayas. Dile a mi madre que tu función como fotógrafa del evento se ha acabado.
Con una sonrisa cómplice, Ana se agachó y, antes de darle impulsivamente un beso en la mejilla, murmuró:
—Tranquilo, lo hago encantada.
Cuando Ana se alejó, Álex llamó la atención de su hermano.
—Rodri…, ¿sabes una cosa?
—¿Qué, Álex?
—El perrito ya tiene nombre.
Contento por la felicidad que veía en el rostro de su hermano, Rodrigo le pasó con cariño la mano por el pelo.
—¿Y cómo se llama?
—Guau.
—¡¿Guau?!
—Sí.
Al instante, Rodrigo soltó una carcajada.
—No hace falta que me digas quién te ha dado la idea —le dijo con gesto divertido.
—¿A que es un nombre chulo?
Rodrigo miró a Ana, que estaba fotografiando a su madre con sus amigas.
—Desde luego, Álex; como poco, original. Diferente.
Sobre las diez de la noche, cuando los amigos de Álex se habían marchado y sólo quedaba la familia, por fin Rodrigo se sentó tranquilamente a charlar con Ana y sus hermanos. De repente, sonó el timbre de la puerta. Dos segundos después, apareció una radiante Úrsula acompañada de una joven rubia de melena lisa y vestida con glamour.
—¡Rodrigo, mira quién ha venido! —gritó su madre con una copa en la mano.
Al ver a la joven a Rodrigo le cambió el gesto. Se levantó sorprendido y dibujando una increíble sonrisa, lo que hizo que a Ana se le encogiera el alma.
—Pero Candela, ¿cuándo has llegado? —preguntó mientras caminaba hacia ellas.
La joven rubia, encantada por sentirse el centro de atención, sonrió a Úrsula, que le apretó las manos con complicidad, y retirándose el pelo del hombro con un gracioso movimiento, respondió:
—He llegado hace un par de horas.
En ese momento Ernesto se acercó hasta ellas y puso un Martini en las manos de su mujer.
—¡Qué alegría tenerte por aquí! —le dijo a la joven.
—Gracias, Ernesto.
—¿Por cuánto tiempo estarás en España? —preguntó el hombre.
—No lo sé aún —contestó riendo, complacida con el recibimiento—. Estaré un tiempecito y, dependiendo de cómo vayan las cosas, regresaré a Houston o no.
Rodrigo apenas si podía dejar de mirarla. Candela era tan guapa, tan bonita, que lo difícil era no hacerlo. Olvidándose de todos los que los rodeaban los dos comenzaron a hablar entre abrazos y emocionados movimientos. Ana los observó de reojo. ¿Quién era aquélla? En una de esas miradas se percató de que Úrsula le pedía que fuera hasta ellos. Sin dudarlo, se levantó.
—¿Podrías hacerles a Candela y Rodrigo algunas fotos?
—Por supuesto —asintió, encendiendo la cámara mientras los otros hablaban sin dejar de mirarse.
Rodrigo, al verla, sin separarse de la recién llegada, dijo:
—Candela, ella es Ana, una amiga.
—¡Hola! —saludó ésta con una sonrisa.
La joven rubia la miró, y antes de que pudiera decir nada, Úrsula le explicó:
—Es la chica que hace las fotos de la fiesta. La fotógrafa.
En ese momento, al decir aquello de «es la chica que…», Ana lo entendió. Úrsula llevaba utilizándola toda la tarde como la fotógrafa para que las pititas de sus amigas y la familia no la consideraran como algo más para su hijo. Molesta, quiso cantarle las cuarenta a aquella terrible mujer cuando vio que la recién llegada, tras un movimiento de cabeza a modo de saludo, volvía a centrar la mirada en Rodrigo.
—Hacen una pareja tan bonita…, ¿verdad? —Ana no respondió, y Úrsula añadió—: ¿Te ha contado mi hijo que tuvieron una relación?
—No, no hablamos sobre eso.
—Candela Fitwork Herrero es una buena niña de una familia de bien, como nosotros.
«Ya empezamos», pensó Ana mientras Úrsula continuaba.
—Su padre es el dueño de Fitwork Asociados, el mejor despacho de abogados que hay en España, donde, por cierto, trabaja Ernesto.
—¡Oh…, qué bien! —se burló a la par que tomaba fotos.
—Rodrigo y ella fueron novios durante cinco años, y aunque se separaron, estoy segura de que entre ellos aún hay algo. Sólo hay que ver cómo mi hijo la mira, ¿no crees?
Ana no respondió, así que la otra, dispuesta a decir todo lo que llevaba horas conteniendo, continuó:
—Mi hijo terminó hace años la carrera de abogado, ¿lo sabías?
—No.
De hecho, quiso decirle que ella también, pero al final decidió no hacerlo. No quería entrar en su absurdo juego, y continuó tomando fotos.
—Pues sí, mona. Conseguí que Rodrigo estudiara Derecho para que fuera un buen abogado, y posteriormente un notario, pero una vez que acabó la carrera me sorprendió con la locura de que quería ser bombero. ¡Bombero! —repitió, horrorizada—. Con lo bien que estaría sentado en un despacho con su traje y su maletín en lugar de hallarse todo el día en constante peligro. Aunque, bueno, espero que Candela le haga entrar en razón y consiga con su preciosa carita lo que yo no he conseguido.
«Menuda perraca estás hecha, guapa», pensó Ana.
—Debería estar orgullosa de Rodrigo.
—Y lo estoy, querida. Pero necesito que encauce su vida.
—Pero él es un buen profesional en lo suyo y se le ve muy feliz con lo que hace. Además…
Úrsula agrió el gesto y, cogiendo una nueva copa de champán, siseó cortándola:
—Mira, monina. Llevo toda la vida intentando que él sea alguien en este mundo, y siendo un vulgar bombero no creo que lo consiga. Si él se casara con Candela Fitwork y comenzara a ejercer para lo que estudió, te aseguro que su vida sería mucho más feliz.
—Lo dudo —se arriesgó Ana—. Él es feliz con su vida y…
—Pero qué sabrás tú…, una fotógrafa —siseó con desprecio—. Mi hijo necesita a su lado una mujer como Candela. Ella tiene clase, es elegante y…
—¿De verdad usted cree que la clase la da el dinero? —preguntó, ofendida.
—Por supuesto, querida. El dinero mueve el mundo y es lo que marca en la sociedad quién está arriba y quién está abajo. —Al ver el gesto de Ana, añadió—: No es lo mismo una niña como Candela, criada en los mejores colegios, con carrera y un trabajo como el suyo, que una jovencita cualquiera. Pero, claro, quizá te resulte difícil entender de lo que hablo, viendo cómo miras a mi hijo. Es tan evidente, que hasta mi marido me ha dicho que te dé un toque de atención.
Aquel comentario fue el remate a la conversación. Y sin importarle lo que aquella mujer pensara de ella a partir de ese instante, le devolvió la cámara de fotos y respondió:
—Mire, señora, en primer lugar el dinero no da la clase ni la felicidad; en segundo lugar, no beba más porque creo que no le sienta bien, y en tercer lugar, les digo a su marido y a usted que yo no necesito ningún toque de atención, y menos de ustedes, porque entre Rodrigo y yo sólo existe amistad. Nada más.
—No tengo nada en contra de ti, pero me gusta saber que me has entendido a la perfección —contestó la mujer, dejando la copa sobre la mesa sin querer entrar en más detalles.
—Le aseguro que tonta no soy. Se lo puedo garantizar.
—Lo sé —agregó Úrsula tras asentir mirando a Ernesto, su marido—. De ahí el motivo de esta conversación.
Ajeno a lo que pasaba, Rodrigo, encantado con la aparición de Candela, la miraba embelesado. Aquélla que ahora sonreía con una feminidad que lo tenía desbordado había sido durante toda su vida su único amor. La chica de sus sueños. Y de pronto, estaba allí, más guapa que nunca y sonriéndole de nuevo sólo a él. Olvidándose del dolor que había sentido cuando ella lo había dejado para marcharse a Houston, hablaba con ella cuando Ana, como un tsunami, llegó hasta él y, tras darle un golpe en el hombro, dijo:
—Disculpad que os interrumpa. —Ambos la miraron, y sin querer posar los ojos en la joven que la observaba, añadió—: Rodrigo me voy.
Aquel tono de voz tajante lo alertó.
—¿Te encuentras bien?
—Sí… —mintió.
La joven, después de cruzar una mirada con Úrsula, que no muy lejos de ellos bebía una copa de champán, sonrió. Tras un tenso silencio que sorprendió a Rodrigo, éste dijo:
—Dame un segundo y te llevaré a casa.
—No, no hace falta.
Dicho eso, comenzó a andar hacia el interior de la casa bajo la atenta mirada de Úrsula, que sonreía junto a Ernesto. Rodrigo, extrañado, caminó tras ella y, al llegar a la puerta de la entrada, la sujetó.
—Pero ¿qué bicho te ha picado?
—Ninguno. ¿Por qué me ha de picar un bicho?
—Te llevaré —insistió el bombero—. No has traído el coche y…
—He dicho que no, ¡joder! ¿Cómo te lo tengo que decir?
Sorprendido por aquel arranque de mala leche, Rodrigo fue a contestar cuando Candela llegó hasta ellos y preguntó:
—¿Ocurre algo?
Ana suspiró. Deseaba salir de aquella odiosa casa cuanto antes.
—Ana, por favor, dame un segundo y te llevaré —repitió Rodrigo.
—No te molestes. Iré en el metro.
De pronto, sorprendiéndola, la joven Candela habló:
—¿Quieres que Rodri y yo te acerquemos a tu casa? Sinceramente, no creo que el metro sea un lugar para una mujer sola, y menos a estas horas. —Boquiabierta, Ana la miró, y la otra prosiguió—: Para nosotros no es ninguna molestia, ¿verdad, Rodri?
«Será imbécil la tía ésta», pensó, y cuando iba a contestar, el móvil le sonó. Lo sacó del bolsillo de los vaqueros. Era Nekane. Con la mano les pidió un segundo y se alejó unos pasos.
—¿Dónde estás?
Aquel tono de voz y, en especial, la pregunta la sorprendieron.
—Saliendo de la casa de los padres de Rodrigo. ¿Qué pasa?
—Necesito que vengas y tener una terapia de azúcar. ¡Estoy fatal!
—¿Qué ocurre?
—He discutido con Calvin.
Ana, convencida de que iba a salir de aquella casa ipso facto, respondió con rotundidad:
—En veinte minutos, media hora, estoy en casa. —Dicho esto, cerró el móvil y se volvió hacia aquellos dos, que sonreían como imbéciles, mientras se ponía el abrigo de cuero—. No hace falta que me llevéis. Acabo de quedar con una amiga muy cerca de aquí. Por lo tanto, ¡disfrutad de la fiesta!
Sin querer mirar a Rodrigo, que la observaba con el ceño fruncido, levantó la mano y, antes de que ninguno de los pudiera moverse, abrió la puerta de la calle y se marchó. Necesitaba huir de aquella casa contaminada, o al final la bruja que habitaba en ella saldría a relucir y armaría la marimorena.
Ana pasó por una tienda 24 Horas para comprar varias tarrinas de helados para la terapia de azúcar y cogió un taxi. Una vez que llegó al portal, sacó las llaves del bolso y entró en el vestíbulo. Al pasar junto a los buzones se fijó en que el suyo estaba lleno de publicidad, así que mientras esperaba el ascensor la recogió. Cuando el ascensor llegó a su planta, se dispuso a meter la llave en la puerta de su casa, pero una desencajada Nekane la abrió. De inmediato, Ana la abrazó y entraron juntas. ¿Qué había ocurrido?
Fueron hasta el salón y consiguió sentarla; entonces, se quitó el abrigo de cuero y se sentó junto a ella.
—¿Qué ha ocurrido con Calvin?
Nekane, con el gesto demudado, se limpió las lágrimas.
—No quiero volver a oír ese nombre en toda mi vida.
—Pero…
—Pero ¿cómo soy tan imbécil? ¿Cómo puedo haberme colgado de un impresentable con nombre de calzoncillos? —Y quitándose con furia las lágrimas de las mejillas, preguntó—: ¿Sabes por qué el idiota de Cupido siempre lleva pañales?
—No.
—Pues porque siempre la cagaaaaaaaaaaaaa —dijo llorando desconsolada.
Aquel comentario a Ana la hizo sonreír, pero la risa se le cortó cuando oyó decir a su amiga:
—Si llama ese impresentable, por favor, dile que me he muerto, ¿entendido? Dile que soy demasiado hembra para él y…, y…
—Pero vamos a ver, Neka, ¿cómo le voy a decir eso?
—¡Diciéndoselo y punto! —gritó, y volvió a llorar.
Ana la abrazó. No sabía qué había pasado, pero algo muy gordo tenía que ser para que Nekane, la chica más fuerte del mundo, llorara de aquella manera.
—Neka, por favor, tranquilízate y cuéntame qué ha pasado con Calvin.
—¡Que no menciones su nombre!
—Vale, vale…, se me ha escapado.
—¿Has comprado helado para la terapia?
—Mogollón —le confirmó Ana.
Nekane asintió y se limpió la cara con un kleenex que llevaba en la manga, y Ana sacó cuatro tarrinas de distintos sabores de la bolsa.
—El hombre con nombre de calzoncillos ha…
—¿Hombre con nombre de calzoncillos? —Al entenderlo, Ana se carcajeó, pero al ver la cara de su amiga, susurró—: Perdón…, perdón…
—Como te decía —prosiguió la otra mientras Ana se levantaba para coger dos cucharillas—, el hombre con nombre de calzoncillos ha tenido la osadía de decirme que me quiere. ¿Te lo puedes creer?
La cara de alucine de Ana era tal que Nekane repitió:
—¿Te lo puedes creer?
—Vamos a ver, si vosotros sois los totitos —resopló Ana, entregándole una cuchara—. Pero ¿de verdad tengo que creer que estás así porque el hombre con nombre de calzoncillos te ha dicho ¡que te quiere!?
—No.
—¿Entonces?
Nekane abrió el helado de chocolate belga y, tras meterse un par de cucharadas en la boca, dijo:
—Estamos así porque yo le he dicho que yo no lo quiero a él.
—Pero, Neka…
—Escúchame. Estábamos tomando algo en un pub. De pronto, me mira y me dice: «¡Te quiero, princesa!». Y…, y yo… me he quedado tan alucinada, ¡tan flipada!, que no he sabido qué responder. Y sin tiempo a reponerme, me pregunta el muy imbécil: «¿Me quieres tú a mí?». Y yo…, yo lo he mirado y le he dicho: «¡Pues no!». Y entonces él, con un gesto que no me ha gustado absolutamente nada, se ha separado de mí y me ha preguntado: «Entonces ¿por qué estás conmigo?». Y yo, como he podido, he respondido: «Porque me gustas y me lo paso bien contigo, pero no estoy enamorada de ti».
—¿Me estás tomando el pelo?
—No —negó, gimiendo.
Ana, al ver los churretes de eyeliner que su amiga tenía en la cara, se levantó y fue al baño a por las toallitas desmaquillantes. Después, mientras limpiaba aquel desaguisado, murmuró:
—Yo creía que tú estabas almendrada también por él.
—Y lo estoy. Pero no para de decir «te quiero».
—Pero, vamos a ver, me estás diciendo en serio que vosotros, los totis, la parejita feliz, ¿os habéis enfadado de verdad? —insistió boquiabierta.
Nekane asintió, y tras darle a su amiga una cucharada de helado, murmuró;
—Sí. Me ha dicho que soy fría y una egocéntrica que sólo pienso en mí. Pero ¿qué quería que hiciera?, ¿que le mintiera? Pero ¿por qué le voy a mentir si no lo quiero?
—Mujer, pero sintiendo algo por él como sientes, podrías haber sido más diplomática.
—Que no…, que no…, que soy como soy, y si le gusto, bien, y si no, ¡pues también! En definitiva, no quiero saber nada de él. ¡Hemos roto! Por lo tanto, haz el favor de decirle a tu maravilloso amigo Rodrigo que no se le ocurra traerlo ningún día a casa o no respondo de mis actos.
—Tranquila —resopló Ana, dejando la toallita sobre la mesa—, después de lo que ha pasado esta noche, no creo que en los próximos días Rodrigo tenga tiempo para mí.
Olvidándose de sus penas, Nekane miró a su amiga.
—¿Y a ti qué te ha pasado?
En ese momento, Ana cogió la tarrina de helado de cookies y, abriéndola bajo la atenta mirada de su amiga, que devoraba el chocolate belga, se metió un par de cucharadas en la boca y dijo:
—Pues tras ver primero cómo se besaba con una rubia en un portal; después ir a su casa y soportar que su puñetera madre me dijera, entre otras cosas, que yo no tengo el dinero suficiente para ser la pareja de su hijo y aún menos para formar parte de su glamurosa familia y, por último, ver aparecer a su ex novia, que todo sea dicho es un cañonazo de mujer, y ver a Rodrigo babear, ¡poco más puedo decir!
Nekane soltó un gemido.
—Lo tuyo ¡no tiene nombre!
—Sí…, sí lo tiene, Neka, y el nombre es ¡imbécil! ¡Soy la reina de las imbéciles! Por cierto…, este helado está de vicio.
La navarra, enfadada por lo que le había contado Ana, gritó:
—¡Debes cortar esa amistad!
—Lo sé…
—No es sana, pero ¿no lo ves?
—Lo veo. —Y tras saborear una cucharada de helado, añadió—: Pero me gusta tanto que soy incapaz de hacerlo.
—Tu almendramiento por Rodrigo comienza a asustarme.
—Y a mí. Pero es que ante lo que siento por él no puedo hacer nada.
Por un tiempo se quedaron en silencio pensando en sus propios problemas y devorando las tarrinas de helado. De pronto, Nekane preguntó:
—¿Por qué no le dijiste a esa clasista quién es tu padre?
Con una sonrisa Ana se metió una nueva cucharada en la boca y, sin poder evitarlo, murmuró:
—Porque el día en que se entere, si se entera, quiero que de la impresión se le muevan hasta los empastes de las muelas.
Por fin, ambas rieron.