Pasado un mes, en febrero, la vida volvió a la normalidad. Aquel fatídico fin de semana se olvidó y sólo cambió una cosa entre ellos: ahora eran amigos sin derecho a roce.
Rodrigo nunca había tenido una amiga tan especial y disfrutaba de su compañía. Siempre que podía la llamaba para ir al cine o a cenar, y jamás se percató de que ella lo miraba de una manera especial. Ana ocultaba lo que sentía por él tan bien que hasta a ella misma la sorprendía. ¡Era una excelente actriz!
Un domingo por la mañana, Calvin se presentó en su casa en compañía de Rodrigo. Ana se alegró. Poder estar con él el tiempo que fuera la llenaba de luz y color. Los cuatro decidieron ir a dar una vuelta por El Rastro. El mercado estaba siempre tan petado de gente que intentar no rozar su cuerpo con el de Rodrigo era misión imposible, y eso le agradaba.
Deambulando, se toparon con un puesto de imanes, y Rodrigo compró uno para la nevera en forma de melocotón y se lo regaló.
—¿Y esto? —preguntó Ana animadamente.
—A esto hueles tú. A melocotón.
Satisfecha, cogió el objeto y le dio a él un beso en la mejilla para agradecérselo. Rodrigo, alegre, acercó la boca al oído de ella y susurró:
—Eres mi melocotón loco; suave por fuera y loco e imprevisible por dentro.
Ana le dedicó una sonrisa y suspiró. Todavía recordaba aquella noche de pasión que había pasado con él, y aunque sabía que ese recuerdo no le hacía bien, se negaba a olvidarlo.
Su excursión continuó por El Rastro, hasta que de pronto Rodrigo la cogió por la cintura y, atrayéndola hacia él, dijo:
—Ana, ¡bésame!
Asombrada, ella clavó su mirada en la de él y le preguntó:
—¿Cómo dices?
—Acabo de ver a una pesada con la que estuve hace un par de semanas y a la que no quiero volver a ver, y viene hacia nosotros —contestó rápidamente Rodrigo—. ¡Bésame!
Dicho y hecho. Ana lo besó. Le pasó las manos por la nuca y, poniéndose de puntillas, hizo lo que él quería, y a su vez ella disfrutó. Nekane y Calvin los contemplaron un tanto sorprendidos. ¿Qué estaban haciendo? Pero en seguida entendieron la situación.
—¡Rodrigo!
Él, al oír su nombre, apartó los labios de la mujer que lo estaba besando y con una espectacular sonrisa y sin soltar la mano de Ana, dijo:
—Hombre, Silvia, ¿qué tal?
La mujer lo miró de arriba abajo y respondió:
—Por lo que veo, no tan bien como tú.
Ana, todavía en estado catatónico por aquel devastador beso, miró a la guapa mujer que tenían ante ellos, que parecía molesta. Intentó zafarse de la mano de Rodrigo, pero éste no se lo permitió. Al contrario, la sujetó fuertemente mientras preguntaba:
—¿Cómo tú en Madrid?
—He venido de fin de semana con unas amigas. ¿No te lo dijeron Raúl y Jesús?
Rodrigo asintió. En efecto, sus compañeros lo habían avisado.
—Sí, me lo dijeron, pero ya tenía planes —contestó con rotundidad.
Aquella respuesta fue todo lo que necesitó la mujer para entender la situación, así que asintiendo con dignidad, se dio la vuelta diciendo:
—Adiós. Me alegro de volver a verte.
Cuando aquélla se alejó, Rodrigo miró a Ana y le dio un beso en la sien.
—Gracias.
Ana intercambió una mirada con Nekane y sonrió ampliamente. Estaba tan feliz por haber besado a Rodrigo que desconcertó a su amiga guiñándole el ojo y añadió:
—Tranquilo, para eso estamos las amigas.
Sobre las dos de la tarde decidieron parar en una pizzería cercana a la casa de las chicas. Allí compraron algo de comida para llevar. Ya en casa, mientras las chicas sacaban del armarito unos vasos, se oyó el sonido de un teléfono. Era el de Rodrigo, quien rápidamente lo cogió. Durante unos minutos, Ana escuchó cómo él reía como un tonto mientras hablaba con una tal Susana. Con fingido disimulo, se enteró de que quedaba con ella a las nueve en el metro de Rubén Darío. Se sintió molesta, pero no dijo nada, hasta que Nekane cuchicheó:
—Asúmelo. Este tío no es para ti.
—Lo sé. Déjame en paz.
—Pues cambia la expresión si no quieres que ellos te pregunten qué narices te pasa. —Al ver cómo la miraba su amiga, cambió de conversación y le preguntó—: ¿Dónde está el Evacuol? Estoy estreñidísima, y como no vaya al baño hoy, reviento.
—¡Aquí! —dijo Ana, dándole el botecito de laxante.
—¿Cuántas gotitas eran?
—Si mal no recuerdo, siete u ocho —respondió la otra antes de salir de la cocina.
Nekane llenó un vaso de agua y echó unas gotitas, pero cuando se lo iba a tomar Calvin la llamó. Dejó el vaso sobre la encimera y fue a ver lo que él quería. Segundos después, Ana entró en la cocina y, al ver el laxante junto al vaso, supuso que su amiga aún no había echado la dosis y, sin preguntar, lo hizo ella.
—Neka —dijo mientras llenaba varios vasitos de agua fresca y los dejaba junto a una jarra sobre la encimera—, tienes tu vaso de agua junto al microondas. No lo olvides.
Su amiga asintió y, dejando a Calvin, regresó a la cocina. De pronto, miró el vaso y no pudo recordar si había echado el medicamento o no, así que volvió a repetir la dosis.
—¿A Miau le gusta la pizza? —oyó que decía Calvin.
—¡Ni se te ocurra! —gritó Nekane.
Y al ver que el hombre le daba pizza al gato, dejó el vaso de agua junto al resto sobre la encimera y se fue directa a quitarle el trozo.
—Miau no puede tomar pizza. Le sienta fatal.
—Bueno, mujer —dijo sonriendo Calvin—, no hace falta que te pongas así.
Entretanto, Rodrigo había colgado el teléfono y mirando hacia Ana, que estaba al lado de la encimera, le preguntó:
—¿Es agua fresca eso?
—Sí —respondió ella, y le pasó un vaso—. Toma.
Rodrigo cogió el vaso, se lo bebió de un tirón y lo dejó sobre la encimera.
—No hay nada mejor que un vasito de agua para refrescar la garganta.
En ese momento, Nekane lo miró y, al darse cuenta de que se había bebido su vaso de agua, abrió mucho los ojos y se olvidó de Miau y Calvin. Caminó hacia su amiga y, llevándosela a un lado, murmuró:
—Creo que le acabas de dar mi vaso con el Evacuol a Rodrigo.
—Pero si el tuyo estaba al lado del micr… —Y al mirar y ver que no se encontraba allí, soltó—: ¡No me jorobes!
Nekane asintió e intentó tranquilizarla.
—¡Bah!, no te preocupes. No creo que se muera. He echado sólo una dosis.
—¿Que la has echado? ¡Aisss, Neka!, que yo también lo he hecho.
—¡Ostras! —exclamó sin poder contener la risa—. Desde luego, Anita, lo que eres capaz de hacer para que este tío no se vaya con otra.
—¿Cómo puedes pensar que lo he hecho aposta? Yo no sabía que era tu vaso de agua. Él me ha pedido agua fresca y yo se la he dado —gruñó, molesta.
Ambas se miraron y, aunque no querían reírse, se les escapó una maliciosa risita. Segundos después, la navarra murmuró:
—Tranquila, no te pongas nerviosa. Ya verás como no pasa nada. Como mucho le dará un ligero apretón, y ya está.
—Pero si lleva ración doble de Evacuol. ¡Pobrecillo!
—O triple. He echado unas gotitas más porque no recordaba si lo había hecho antes o no.
—¡Ay, Diosssssssssssss! —gimió Ana, horrorizada.
—Eso digo yo: ¡ay, Dios! —asintió Nekane, divertida.
Pero lo que ellas creyeron que sería un ligero apretón no lo fue. Una hora después de comer, las tripas de Rodrigo comenzaron a rugir como un león y tuvo que salir disparado hacia el baño. Las jóvenes, al ver la reacción que aquel laxante había provocado en él, se miraron inquietas. Dos horas más tarde, el enorme bombero estaba pálido, sentado en el sofá, y cuando salió de nuevo corriendo en dirección al baño, Ana se quiso morir. Regresó sudoroso y con la cara descompuesta, y ella se sentó a su lado.
—Rodrigo. Yo…, yo tengo que decirte algo.
—Ana…, si no te importa, déjalo para luego, que ahora estoy fatal.
—Creo… que lo que te pasa es culpa mía.
A pesar de lo mal que se encontraba, de los retortijones de tripas y de los sudores fríos que sentía, se la quedó mirando.
—No te preocupes, mujer. Seguro que ha sido algo que he comido y que me ha sentado mal.
—Que no…, que no…, que he sido yo —insistió—. Te he dado sin querer el vaso de agua que se tenía que tomar Nekane con laxante y…
—¡¿Cómo?!
—Sin querer me he equivocado de vaso y…
Pero Rodrigo no pudo contestar. Le dio un nuevo apretón y tuvo que ausentarse otra vez. Nekane, con la mano en la boca, intentó disimular la risa, mientras Calvin susurraba:
—Desde luego, princesa, lo vuestro no tiene nombre.
Diez minutos después, Rodrigo regresó del baño y, mirando con cara de enfado a Ana, que lo observaba asustada, preguntó:
—¿Dónde está mi móvil?
Una vez que la joven se lo dio, le dijo:
—Busca el nombre de Susana. Llámala; dile que eres mi hermana y que me resulta imposible asistir a la cita por un problema familiar.
—¡¿Yo?!
—Sí, tú —siseó, molesto—. Por tu culpa mi cita se tiene que anular.
Sin querer discutir con él, hizo lo que le pedía ante la atenta mirada de todos. Una vez que colgó, murmuró:
—Listo. Susana ha dicho que espera que no sea nada grave y que la llames en cuanto puedas.
Entonces, Rodrigo le quitó el móvil de las manos y miró a su amigo.
—Calvin, necesito que me lleves a mi casa. No tengo fuerzas ni para conducir.
—Sí, colega. Ahora mismo —asintió el otro, levantándose.
—Puedes quedarte aquí en la habitación de invitados —le ofreció Ana—. Lo digo por si en el cam…
Él no la dejó terminar y la miró con el gesto descompuesto.
—Prefiero irme a mi casa antes de que me vuelvas a envenenar. Ya es bastante humillante lo que me está pasando, ¿no crees?
—Yo no he querido envenenarte. ¡Por Dios, Rodrigo!, no pienses eso —se defendió—. Nunca te haría daño, ¡te lo juro! Ha sido un error…
El joven, como pudo, sonrió mientras se ponía la cazadora. Sabía que Ana no lo había hecho adrede.
—Lo sé, melocotón loco…, lo sé. Venga, no te preocupes. Gracias a ti estoy vaciando todo mi intestino, pero prefiero irme a mi casa. Lo necesito.
Cuando los hombres se marcharon, horrorizada por lo ocurrido, se llevó las manos a la cara. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? Nekane, al ver su gesto, decidió hacer una terapia de azúcar, dispuesta a cantarle las cuarenta.
—¿De verdad crees que él piensa que he intentado envenenarlo?
—No, mujer, él no piensa eso. Ya conoces su sentido del humor.
—¡Ay, pobrecillo…! La que he liado sin proponérmelo y qué mal lo he pasado yo al tener que llamar a esa tal Susana. Por cierto, me ha parecido una chica muy maja.
—Pero, vamos a ver, ¿tú estás enferma?
—No —dijo mientras alargaba la mano para coger el helado que su amiga tenía entre las manos.
—Pero ¿cómo has podido hacer lo que has hecho hoy en El Rastro?
—¿El qué?
—¡Joder, Ana! Cuando lo has besado para quitarle de encima a la tía ésa. Te juro que no sé cómo puedes ser tan buena.
Sin que le importara la sinceridad de la otra, respondió:
—Es que me gusta, Neka, y aprovecho todos los momentos que puedo. ¡Uf!, qué besazo nos hemos dado, ¡de antología!
—Vale…, eso lo entiendo, pero ¡joder!, el colmo es que las llames por teléfono y encima te caigan bien.
—Lo sé… No tengo remedio. Quizá sean las hormonas que me tienen atocinada —respondió mientras se metía una cucharada de helado.
—Ana, ¿que ese tío te gusta y tú…, tú de colegueo con sus ligues? ¿Estás tonta?
—Sí…, lo asumo. —Y levantándose, cogió los pepinillos y preguntó—: ¿Estarán buenos con helado?
Nekane, sin hacerle caso, prosiguió:
—Pero ¿no ves que eso es contraproducente para tu salud?
—No, eso no lo veo. —Y tras mojar un pepinillo en el helado de vainilla y masticarlo, soltó—: Definitivamente me gustan más con Nocilla.
—¡Por Dios!, deja de comer guarradas —la reprendió la navarra, quitándole los pepinillos de la mano— y contesta a lo que te digo antes de que coja el bote de Evacuol y yo sí que quiera envenenarte. ¿No ves que esta relación no es sana para ti?
—Vale, vale… Reconozco que estoy almendrada por él. Pero ¿cómo no estarlo? Es tan caballeroso, tan sexy, tan atento que… no puedo evitarlo. ¡Ay, Dios mío, pobrecillo!, cada vez que recuerdo su gesto descompuesto me dan ganas de… ¡Ah, por cierto!, le he pedido que nos acompañe a la exposición de Raúl dentro de dos días. ¿Crees que me habrá perdonado y vendrá?
—Y yo qué sé —respondió Nekane.
—Mañana lo llamaré para ver cómo está.
Tras unos minutos de silencio por parte de ambas, Nekane miró a su amiga y murmuró:
—Sigo sin entender por qué quedas con él.
—Porque me gusta, Neka…, ya lo sabes.
—Pero…
—¡Se acabó! —dijo, cerrando la tarrina de helado—. Deja que me dé cabezazos yo sola y así luego tú podrás regañarme y llamarme de todo menos bonita.
—Pues muy bien. Ve derechita al desastre porque ahí es adonde vas: ¡a estamparte bien estampada! —gruñó la navarra, convencida de que su amiga iba a sufrir.
Dos días después, Rodrigo volvió a ser el que era. Y cuando por la tarde los jóvenes pasaron por la casa de las chicas a recogerlas para ir a la sala Mostreus de Madrid, Ana fue de nuevo feliz. Nada más llegar, Rodrigo y Calvin se sorprendieron al reparar en el personal que por allí pululaba.
—Pero ¿de qué van disfrazados ésos? —preguntó Calvin.
—Desde luego, chico, que manía tienes con los disfraces —se mofó Nekane al recordar lo que le había dicho a ella el día en que se conocieron. Y señalando a un grupo de jóvenes que observaban unas fotos, dijo—: Esas personas no van disfrazadas. Simplemente, pertenecen a la tribu urbana de los góticos, y otros son siniestros.
—¡Joder!, dan hasta miedo —musitó Calvin al ver las pintas que llevaban.
—Pues te lo dará a ti, a mí no —respondió la navarra.
—La apariencia básica de gótico es la tez pálida y la ropa negra. Eso triunfa entre ellos —aclaró Ana—, aunque luego hay otros que visten con un toque punk, ya sabéis, camisetas rotas, medias de red y botas militares, y otros se mueren por llevar ropas medievales. Depende de con qué grupo te juntes así vistes. Pero, tranquilo, suelen ser pacíficos y van a su rollo.
—Os veo puestecistas en esto —se mofó Rodrigo.
—Nuestro trabajo nos hace aprender más cosas de las que te podrías imaginar —contestó riendo Ana.
Calvin se divirtió observando a un grupo de músicos. Ver a aquellos chicos pálidos y vestidos de negro le hizo sonreír.
—¿Qué clase de música tocan?
—Death rock —respondió Nekane—. Y si escuchas la letra verás que hablan de fantasmas, brujas y todo lo que trate temas místicos.
Sorprendidos, los bomberos se miraron. En la vida habían estado en un lugar así y menos con aquella gente tan rara para ellos.
—Pero, vamos a ver, ¿qué pintan ellos cantando en esta exposición?
—Raúl habrá querido ambientar la exposición con sus canciones —contestó Ana a la pregunta de Rodrigo—. Aquí todo es siniestro, como ellos, y si a alguien le llama la atención los cementerios y…
—¡Uf!, lagarto, lagarto. ¡Qué mal rollito! —susurró Rodrigo—. Anda, envenenadora, sigamos andando.
Ana sonrió, y Rodrigo, asiéndola de la cintura, continuó su camino. Con curiosidad, observaron las fotos que allí había, hasta que alguien dijo:
—Chicas, ¡qué alegrón veros aquí!
Ana saludó con afecto a la persona que las había invitado a la exposición.
—Raúl, ellos son Rodrigo y Calvin. Chicos, él es Raúl, un excelente amigo, artífice de esta exposición y director de la revista Demonios Encarcelados.
—¿Demonios Encarcelados? —repitió Calvin, asombrado por el nombre de la publicación.
—¡Ajá, amigo! —asintió Raúl. Y mirándolo, comentó—: Impactante nombre, ¿verdad?
Calvin miró a su amigo, y éste, conteniendo la risa, dijo:
—¿Qué temática de revista puede llevar ese nombre?
Raúl, acostumbrado a aquella reacción entre quienes no creían en lo mismo que él, aclaró:
—Mi revista habla sobre el mundo oculto y sus poderes. Como veréis, en las fotos que aquí exponemos, ha quedado reflejado parte de nuestro trabajo. En ellas podéis contemplar cientos de espectros hablándole a la cámara, ansiosos por contar su historia.
Los hombres, atónitos, se miraron de nuevo, y Rodrigo, señalando una foto, preguntó:
—¿Ese borrón blanco que se ve ahí es un espectro?
Los cinco se aproximaron a una fotografía donde se veía a una niña con su padre; junto a la pequeña, había una especie de figura blanquecina de una mujer.
—Esta foto precisamente es una de nuestras joyas. Data del siglo XIX y en ella se ve cómo la madre muerta de la pequeña Juliana la observa mientras ella juega. Aunque lo más curioso de la foto es examinar con detenimiento la mirada de la madre, ¿os habéis fijado?
Calvin y Rodrigo se acercaron más a la foto, pero no vieron nada que no hubiesen visto instantes antes.
—Su mirada refleja rabia y dolor mientras observa al padre de Juliana —añadió Raúl—. Esa mujer, Analía Rupérez, murió envenenada cuando la pequeña tenía tres años. La historia cuenta que fue el padre quien la mató para poder casarse con Ruperta Angúlez.
Nekane y Ana se miraron e intentaron no sonreír mientras Calvin y Rodrigo, asombrados por lo que Raúl decía, miraban la fotografía.
—Nuestra revista recibe cientos de imágenes en busca de una explicación. Contamos con un excelente equipo de médiums y parapsicólogos que hablan con las personas que nos escriben, asustadas, al encontrarse con un espectro en sus casas y en sus vidas. No es fácil creer en lo oculto, pero una vez te pasa algo así es necesario saber.
—Lo siento —dijo Rodrigo—, pero soy bastante escéptico para estas cosas. Nunca he creído en fantasmas ni en espectros, aunque…
—Lo entiendo —cortó Raúl—. Yo nunca pensé que creería en estas cosas hasta que me ocurrió personalmente a mí. Mirad, venid.
Caminando junto a él se acercaron a otra fotografía donde se veía a un animado grupo posando y, a su lado, una imagen blanquecina.
—Esta foto fue tomada el día de mi decimosexto cumpleaños. En ella estamos mi padre, mis dos hermanos y yo en la fiesta que me organizaron. El espectro que se ve a mi lado es mi madre. Ella y yo tuvimos un accidente de tráfico un año antes de la fotografía y, para mi desgracia, murió. Cuando mi padre reveló las fotografías de mi cumpleaños todos pensaron que había entrado luz en la cámara, pero yo supe que no cuando la reconocí. Nadie me creyó, pero me convencí de que debía buscar respuestas. Investigué y fue cuando me sumergí en el mundo paranormal y entendí muchas cosas. Todos los fantasmas o espectros, o como los queráis llamar, que aparecen en las fotografías, están ahí por algo. Ellos nos conectan con lo oculto, con el más allá, y con su presencia nos quieren decir alguna cosa. En el caso de mi madre, con su presencia me hizo saber lo feliz que se sentía al verme cumplir años. —Al oír que otra persona lo llamaba, se excusó—: Chicos, luego os veo. Tomad una copita y pasadlo bien.
—¡Qué historia más bonita, triste y emotiva! —lamentó Ana cuando Raúl se alejó del grupo.
—¿Estás llorando? —le preguntó Rodrigo al constatar que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Estoy emocionada. ¿A ti no te ha emocionado lo que Raúl nos ha contado?
—No.
—¡Qué insensible! —se quejó, secándose las lágrimas.
—No es cuestión de sensibilidad. Es cuestión de creerlo o no. Y déjame decirte que yo en esa foto veo una especie de borrón blanco. Nada más.
En ese momento, pasó un camarero, y Calvin cogió copas de champán y las repartió entre los cuatro.
—Ana…, el champán no te gusta. ¡Recuérdalo! —advirtió Nekane, mirando a su amiga.
Al entender el mensaje que le acababa de lanzar Nekane, soltó la copa de champán y cogió una naranja. Debía tener cuidado con aquellas cosas, o perjudicaría al bebé.
Mientras caminaban por la exposición se acercaron hasta una mesita donde había una mujer de pelo oscuro.
—Aura roja —dijo la mujer al ver a Ana—. El símbolo de la vida. Eres una superviviente que lucha por lo que quiere. Apasionada, impulsiva, activa y aventurera, y por el rosa que percibo a tu alrededor, hay una energía amorosa activa.
—¿Puede ver mi aura? —preguntó Nekane, divertida al observar la cara de Ana.
La mujer, tras clavar la mirada en ella durante unos segundos, finalmente dijo:
—Tu aura es amarilla. Significa la luz que representa el sol. Eres una persona atenta, alegre y optimista, aunque en ocasiones te asustas y no te gusta estar sola, ¿me equivoco?
Nekane negó con la cabeza, y la mujer, mirando a Calvin, murmuró mientras andaba alrededor de él:
—Azul. El matiz propio del cielo. Su brillantez y su tono me indica que estás en un buen momento emocional. Denotas seguridad y confianza en ti mismo y me hace ver que eres un fiel amigo y de carácter sincero.
—Sí, señora…, es un buen amigo —comentó sonriendo Rodrigo.
Y entonces, la mujer lo miró a él.
—Aura dorada. Es la fortaleza, perseverancia, paciencia y protección. Esta aura te guía para conseguir todo lo que te propongas y…
Se oyó un bullicio general y todos miraron hacia la derecha. Una muchacha vestida de negro y con pelos descontrolados lloraba a lágrima viva ante una de aquellas fotos mientras gritaba: «¡Soy yo en otra vida! ¡Soy yo en otra vida!». El caos que se formó a su alrededor fue bestial. La gente gritaba y opinaba, la chica berreaba, y Raúl, el artífice de aquella exposición, intentaba calmar a la muchacha. A Calvin le sonó el móvil y, tras contestar, fue hasta donde sus amigos observaban el numerito que la muchacha había organizado y dijo:
—Oye, me ha llamado mi primo Tomás. Es el cumpleaños de su hija Danielita y le he dicho que pasaríamos a tomar algo.
—¡Vaya planazo! —se mofó Rodrigo—. Primero, una exposición de fantasmas y, como colofón del día, vamos al cumpleaños de Danielita. ¿Hay alguna forma peor de acabar la noche?
Cuando llegaron a la casa del primo de Calvin, los recibieron con afecto. Tomás y Azucena resultaron ser unas personas muy agradables, y media hora después, los hombres jugaban como tontos con los niños en el patio.
—Míralos, tan grandes y tan niños a la vez —se burló Nekane.
Ana observaba cómo Rodrigo jugaba con los pequeños mientras las madres de éstos no le quitaban ojo. Eso le hizo gracia, pero en cierto modo también la molestó. Fueran a donde fueran, Rodrigo, aunque no se lo propusiera, conseguía ser el centro de atención de las féminas.
Cuando Azucena trajo la tarta de su hija, todos comenzaron a aplaudir, y la pequeña, encantada, sopló las cinco velitas mientras le cantaban el Cumpleaños feliz. Tras la tarta, Calvin ayudó a su primo a colgar la piñata en el centro del patio y, tapándole los ojos a Danielita, le dieron el palo de una escoba para que lograra alcanzarla. Durante varios minutos, la niña lo intentó pero no acertaba. Ana, desesperada por ver el esfuerzo de la cría, se acercó a ella y le dijo:
—Cielo, cuando yo te grite ¡ya!, dale fuerte.
La niña le hizo caso, pero nada, la piñata volvió a escaparse. Por ello, Ana, agachándose junto a ella para ponerse a su altura, le agarró las manos, proyectó el palo hacia la piñata y justo dio con todas sus fuerzas en el momento en que Rodrigo salía de la cocina con varios vasos de bebida en la mano. El palo de la escoba cayó con fuerza sobre su cabeza y el ruido al golpearlo fue atroz. Los vasos se le cayeron de las manos y la gente gritó mientras Ana se quedaba patitiesa observándolo. El primero en reaccionar fue Calvin, que sujetando a su amigo para que no cayera, murmuró:
—¡Joder, macho, qué leñazo te has llevado!
Aturdido por el golpe, Rodrigo se tocó la cabeza y blasfemó al ver la sangre en su mano. Ana y Nekane se miraron, y sin saber por qué, les dio por reír. Como pudieron se contuvieron, y Ana se acercó a Rodrigo.
—¡Aissss, Dios!, he sido yo.
—¿No me digas? ¿Por qué será que no me extraña? —siseó.
—Yo…, yo…
—¿No tuviste bastante con envenenarme que ahora, como no lo conseguiste, me intentas matar?
—Pero ¿qué estás diciendo? —Y al verlo sonreír a pesar del dolor, añadió—: Estaba ayudando a la niña para que le diera a la jodida piñata y…
—Y me has dado a mí —concluyó dolorido.
Veinte minutos después, Nekane, Ana y Calvin estaban en la sala de urgencias del hospital mientras esperaban a que saliera Rodrigo. Cada vez que recordaban el momento piñata, los tres se desternillaban de la risa, pero cuando vieron salir a Rodrigo con un gran apósito en la cabeza y cara de dolor se callaron. Y más cuando éste, que había estado oyéndolos reír, soltó:
—El primero que se ría se las verá conmigo.
Los tres se aguantaron la risa, pero Ana, antes de meterse en el coche, no pudo reprimirse y dejó escapar lo que pensaba:
—Para que veas que sí había una forma peor de acabar la noche.