5

El 2 de enero Ana llegó al aeropuerto de Madrid y se alegró muchísimo cuando vio a Nekane esperándola. Tras abrazarse subieron al coche y se encaminaron hacia su casa. Apenas habían llegado cuando sonó la puerta, y al abrir, Encarna gritó, abrazando a Ana:

—¡Feliz año, Anitiña!

—¡Feliz año, Encarna! —respondió, encantada.

—¿Cómo ha ido el viaje?

—Bien…, muy bien. Mi madre te manda recuerdos.

—¡Aisss!, qué maja que es Teresa. —De pronto la vecina oyó el sonido del teléfono de su casa y, guiñándoles el ojo, dijo antes de desaparecer—: Hice filloas. Luego os paso unas poquiñas.

Horas después llegó Calvin, que al verla también le deseó un feliz año. Aquella noche los tres jóvenes cenaron mientras comentaban las curiosidades de la Navidad, aunque Ana mintió, pues no le contó a Calvin que había estado en Londres. Además, algo llamó su atención: la proximidad entre el joven y su amiga era mayor de lo que en un principio había imaginado. No paraban de darse besitos y prodigarse arrumacos, y eso le gustó. Se alegró por ellos, pero sintió un extraño escozor de celos cuando se vio sola y embarazada.

Durante la cena no se mencionó lo del embarazo. Cuando Calvin se marchó, Ana le preguntó a Nekane:

—¿Lo que he visto es almendramiento mutuo?

La otra sonrió.

—Bueno…, definámoslo como que nos gustamos. —Al ver la cara de su amiga, prosiguió—: Somos como el Bello y la Bestia; él tan guapo con su polo de Ralph Lauren y su Audi plateado, y yo tan retro. Pero chica, dicen que los extremos se atraen, y aquí estamos. Disfrutando del momento.

—Pues yo creo que sí pegáis. Hacéis una bonita pareja.

—Más que bonita yo diría ¡curiosa! —Ambas rieron, y Nekane indicó—: Por cierto, hoy me ha preguntado si me voy a poner algún piercing más. He estado por mentirle y decirle que sí, que en la punta de la nariz. Pero al final, he mirado su carita de niño bueno y no he podido darle ese disgusto.

—Pero ¿te vas a hacer algún piercing más?

—Por ahora, no. Con el de la ceja, la nariz y el ombligo, de momento soy feliz. Pero bueno…, ¡nunca se sabe!

Se levantaron de la mesa alborozadas. Cuando entraban en la cocina, Ana preguntó:

—¿No le habrás doroteado nada de mi embarazo?

—No, cariño; no soy tan bocazas.

Mientras Nekane metía los platos en el lavavajillas, Ana estaba intranquila. Quería preguntar por Rodrigo; deseaba saber sobre él, pero no se atrevía a indagar. Sin embargo, cuando acabaron y se sentaron en el sofá, Nekane la sacó de dudas.

—Iris y Rodrigo aparecerán en cualquier momento. Iban al cine y, por la hora que es, ya estarán al caer.

—Vale…, no hay problema. Cuando vengan me escondo en mi habitación y solucionado.

—¿Y por qué te vas a esconder? —Y al ver la cara de circunstancias de Ana, Nekane saltó—: ¡Ay, madre!, ¿qué has hecho?

—Algo horrible…

—¿Qué?

—Es tan terrible que me da hasta vergüenza decirlo.

La navarra clavó su mirada en ella.

—Terrible…, horrible o lo que sea, me lo vas a dorotear ahora mismo. ¡Desembucha! —le exigió.

Avergonzada por lo que iba a decir, cogió un cojín entre sus manos y comenzó a darle vueltas.

—Pues verás, todo iba genial en Londres. Mi madre tranquila, mi padre de maravilla, mi hermana y sus locuras, hasta que de pronto todo estalló y en plena crisis familiar me entró un noséqué por el cuerpo al ver unos anuncios de niños, muñecos y ositos rosa y esponjosos que me hizo perder la razón y solté que estaba embarazada.

—¡¿Cómo?!

—Y no contenta con la bomba que había soltado —prosiguió—, añadí que el padre de mi bebé era… un bombero llamado Rodrigo.

Se tapó la cara con el cojín mientras a Nekane se le descolgaba la mandíbula ¿Qué estaba diciendo aquella loca? Pero antes de que pudiera comentar algo, Ana le aclaró tras el cojín:

—Fue una locura momentánea. Una enajenación mental. ¡Me dio un pumba!

—¡Y tanto…!

—Mi madre lloraba, mi padre estaba enfadado, mi hermana gritaba, y yo…, yo, de pronto, solté ese tsunami. No sé qué me pasó.

—Definitivamente, te dio un pumba.

—Sí…, y de los gordos.

Tras dos segundos de desconcierto, la navarra le quitó el cojín y le preguntó:

—Así pues, ¿vas a tener el bebé?

—Sí —dijo con seguridad.

Lamadrequeteparió. ¡Cuánto me alegro! —Aplaudió emocionada, aunque instantes después, arrugando la frente, añadió—: Pero vamos a ver, ¿cómo has podido meter a Rodrigo en esto?

—No lo sé… Debí de volverme loca o las hormonas me traicionaron. Pero, tranquila, él no tiene por qué enterarse. Para mayo, que tengo el bodorrio de mi hermana, habré acabado con él, y mis padres me mimarán porque yo estaré destrozada por nuestra ruptura, y punto pelota.

—¿Habrás acabado con él?

—Sí.

—¿Ruptura?

—Sí.

—Pero ¿cuándo has empezado con él?

Al ver que su amiga la miraba descolocada, preguntó:

—Crees que me he metido en un buen lío, ¿verdad?

—¡Oh, sí!, lo creo y lo veo. ¡Oh, sí!

—Pero Neka, Rodrigo no tiene por qué enterarse.

—La ley de Murphy, cielo… Ya sabes que esa ley es una cabrona. Basta con que no quieras que ocurra algo ¡para que ocurra! Y lo que creías que alguien nunca sabría, lo acaba sabiendo, y al final se lía parda.

—Pero tú no vas a decir nada, ¿verdad?

—Pues claro que no, pero…

En ese momento, se abrió la puerta y, dos segundos después, ante ellos apareció una sonriente parejita. Ana, al ver al hombre que la tenía atontadita, fue a levantarse, pero Nekane la sujetó de la camiseta y cayó de culo en el sofá.

Iris, al toparse con Ana, puso cara de asco. Cada vez le caía peor; así que tras dar un beso en los labios a su acompañante, se despidió de él y se fue a su habitación. Rodrigo, encantado de saludarlas, se acercó a ellas y las besó. Al ver que lo miraban fijamente, preguntó:

—¿Ocurre algo?

Ambas negaron rápidamente con la cabeza, y al final, Nekane musitó:

—No… ¿Por qué va a ocurrir algo?

Extrañado por cómo lo observaban, fijó la mirada en la de la morenita, Ana, y le dijo:

—¿Qué tal las Navidades?

—Bien… Diferentes.

—¿Dónde has estado?

—En casa de mis padres.

Con una arrolladora sonrisa que hizo que a Ana le entraran los calores del siglo, puntualizó:

—Eso ya lo sé. Te preguntaba que dónde está la casa de tus padres.

Después de pensarlo unos instantes, se tocó la oreja y soltó:

—En Francia. Marsella.

—¿Eres francesa?

Nekane la miró boquiabierta.

Oui —respondió Ana con un cómico gesto—. Medio francesa. Mi madre es española.

Rodrigo asintió, aunque de algún modo fue consciente de que aquellas dos tramaban algo. Se dio la vuelta y, antes de salir por la puerta, dijo:

—Chicas, echad la llave. Buenas noches.

Una vez que se hubo marchado, Nekane miró a una descolocada Ana y murmuró:

—¿Franchute? ¿Oui? ¿Te estás dando cuenta de la cantidad de mentiras que estás soltando por esa boquita? —Y al ver dónde tenía la mano, protestó—: Deja ya de tocarte la oreja, que cada vez que te la tocas ¡es para echarse a temblar!

—¡Dios mío!, ¿qué estoy haciendo?

—El canelo —respondió la navarra.

—Pero ¿qué me pasa? ¿No salgo de una y ya me meto en otra?

—Mira, guapa, la mentira tiene unas patitas muy cortas, o como diría mi abuela, antes se pilla a un mentiroso que a un cojo, y al final a ti te van a pillar por todos los lados. ¿Francesa? Lamadrequeteparió.

—Lo primero que me ha salido…

—Tu almendramiento por ese tordo es descarado. Pero ¿te has visto?

Ana asintió.

—Tengo que sacármelo de la cabeza —declaró antes de que su amiga dijera algo más—. Embarazada, no tengo ninguna posibilidad con él. En el momento en que empiece a ponerme gorda como un tonel, no creo que ni me mire. Pero ¡me gusta tanto…!

—Pues no es por desanimarte, pero, reina, date prisita para conseguir el antojo.

—¿Qué antojo?

—El del bombero. —Y al ver el gesto de su amiga, añadió—: Como dice el anuncio: «¡Te mereces un YOGURAZO!». Y si el cuerpo te lo pide, ¿por qué no?

—¡¿Cómo dices?!

Nekane la miró, convencida, y sosteniendo una sonrisa guasona en sus labios, dijo:

—Seamos realistas, Ana. Tus posibilidades de ligarte a ese pedazo de cabo de dotación en el momento en que tu embarazo se note son nulas. Por lo tanto, ¡a por él!

—¿Te has vuelto loca?

—Quizá —respondió alegremente—. Pero mira, él es un tío y ya sabemos en lo que suelen pensar los tíos cuando una mujer se les pone a huevo, ¿verdad? Así que, repito, a por él. ¡No te dirá que no!

—Pero, Neka, no puedo. Él está con…

—Hace unos días, Calvin y yo pillamos a Iris en un bar muy acaramelada con otro; por cierto, muy guapo. Ésa de tonta tiene lo que yo de monja.

—¿No me digas?

—Lo que te digo. —Y bajando la voz, cuchicheó—: Calvin me dijo que se lo contó a Rodrigo en cuanto lo vio.

—¿En serio? ¿Y qué dijo él?

—Sus palabras textuales fueron: «Ella puede salir con quien quiera y yo también porque no tenemos ninguna relación formal».

—¡Qué fuerte!

—Por lo tanto, reina mía, tienes un mes o dos para camelarte al hombre de tus sueños y vivir con él algunas tórridas noches de pasión, antes de que tu barriga comience a despuntar y empieces a andar espatarrá.

Ana sonrió. Aquello era una locura, pero quizá no fuese tan mala idea.

La noche de Reyes, Ana y Nekane salieron a tomar algo al bareto de una amiga que las había invitado. Calvin había quedado con unos conocidos y se fue por otro lado, y Nekane estaba dispuesta a pasarlo bien con Ana. Ésta, como normalmente hacía, se había puesto un pantalón negro y una camisa, pero cuando la otra la vio hizo que se cambiara de ropa. Tenía que estar guapa y sexy, y la obligó a ponerse una faldita corta, unos buenos taconazos y una camisa de lo más sugerente. Cuando las chicas llegaron al Virgin, se encontraron con algunos amigos y la fiesta fue mayor de lo esperado. Durante la noche hubo varios sorteos, y Ana saltó encantada cuando le tocó un fin de semana gratis en un precioso spa de Toledo.

—¡Qué suerte! —exclamó aplaudiendo—. ¡Nos vamos de spa!

Nekane la miró.

—Vamos a ver, yo me voy contigo al fin del mundo, pero ¿no prefieres aprovechar ese fin de semana con alguien especial?

—¡Tú eres especial!

—Vale…, ya sé que soy irresistible —dijo riendo Nekane—, pero me refería a que estuvieras allí con alguien que te dé ciertos cariñitos y momentos calentitos que yo no te voy a dar. Pero ¿tú has visto qué ganado hay hoy por aquí?

Ambas miraron a su alrededor. El local estaba lleno de hombres interesantes, y más de uno ya les había entrado.

—Mira ese guaperas. ¿Qué te parece?

Ana lo observó.

—Es mono…

—¿Sólo mono?

—¡Ay, Neka…!, yo qué sé. Me parece un tío normal y corriente. Se le ve cachitas y potentón, pero… —Y arrugando el entrecejo, exclamó—: ¡Joder…, la puñetera faja me está matando!

—¿Te has puesto faja? —le preguntó Nekane, incrédula.

—Sí.

—¿No será la que tiene vaquitas rosa? —Al ver el gesto de su amiga, la navarra siseó—: Lamadrequeteparió. Pero ¿cómo se te ocurre ponerte esa faja en una noche así?

Ana quiso decirle que no pensaba enseñar la faja y lo que no era la faja a nadie, pero contestó:

—La falda apenas me abrochaba y tuve que enfajarme para entrar. Creo que el embarazo comienza a hacer estragos en mi cuerpo.

Nekane soltó una carcajada, y Ana, molesta, le dio un pescozón.

—¿Qué querías que hiciera? Te empeñaste en que me pusiera faldita, y ésta es la única que me entraba y…

En ese momento, Nekane le hizo una seña con la mano. Se sacó del bolsillo de su minivestido el móvil y, al leer el mensaje, aplaudió. Era Calvin que le preguntaba dónde estaba. Sin dudarlo, le dio la dirección del lugar, y veinte minutos después, entraban en el local Calvin, Rodrigo y un par de chicos más.

Ana, que estaba desatada bailando con uno de sus amigos, se quedó parada en medio de la pista al ver aparecer a Rodrigo. Vestía un pantalón vaquero que le quedaba de vicio, una camisa blanca y una chaqueta negra abierta que le hacía fuerte y viril. ¿Cómo podía estar cada vez más bueno? Él, al verla, le guiñó el ojo, pero se dio la vuelta y fue hasta la barra con los otros. Tenía sed.

Nekane, al ver el gesto de su amiga, se acercó hasta ella, y mientras se contoneaba al son de la música de Pitbull, cuchicheó:

—Hoy puede ser tu gran díaaaaaaaaaaaa.

—No…, no digas tonterías.

—Pero ¿tú has visto cómo está hoy el cabo?

«¡Oh, sí!, claro que lo he visto», pensó, pero respondió:

—Que no…, Neka. Que no.

—Piénsalo, bobita. Tienes la casa todita para ti —insistió mientras ambas dejaban de bailar—. Iris está de viaje, y yo pienso ir a dormir con Calvin a su casa porque tengo ganitas de pasarlo bien con su dulce morbito mexicano. ¿Qué te lo impide?

—Los nerviossss y que no llevo mi mejor lencería sexy. —Gimió al sentir que el estómago se le contraía.

—¡Joder con la faja! —protestó Nekane—. Ya puedes ir entrando en el baño para quitarte ese símbolo de represión y antisexualidad, y encima con vacas.

—Pero…

—No hay peros que valgan —cortó la otra—. Quítate la faja, déjate de nervios y aprovecha el momento. Por cierto, ¿te he dicho ya que esa camisa te hace unas tetazas impresionantes?

—Otro estrago del embarazo —afirmó Ana riendo y mirándoselas encantada.

Entonces, Calvin se acercó a ellas y cogiendo a Nekane por la cintura se la llevó de nuevo a bailar. Durante unos instantes, Ana se quedó en estado de choque. ¿Debía aprovechar su momento? Incapaz de pensar con claridad se encaminó al baño, donde tras hacer malabarismos en el pequeño espacio se quitó la faja con dibujos de vaquitas y la guardó en el bolso. Una vez que salió acalorada del servicio, se miró en el espejo y se echó agua en la nuca.

—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó.

Pero sin responderse, se colocó su largo flequillo tras la oreja y salió del baño. Con disimulo miró hacia la barra donde el objeto de su atracción hablaba con sus amigos, y el estómago se le volvió a contraer. Rodrigo era un tío imponente y con aquella camisa que se le ajustaba al cuerpo estaba de infarto.

«Soy una mujer liberal, quiero hacerlo y puedo… Yo puedo», pensó, agitada.

Dos segundos después, y siendo consciente de lo que realmente quería hacer, se encaminó con paso firme hacia él. Al verla llegar, Rodrigo la miró y le hizo un hueco a su lado en la barra.

—¿Qué quieres beber? —le preguntó.

«Un whiskazo triple», dijo para sus adentros; pero de repente se acordó del embarazo.

—Una Coca-Cola con hielo —respondió.

—¡Guauuuuu! Mujer de gustos caros y exóticos —ironizó él con una sonrisa en el rostro.

—No lo sabes tú bien.

Rodrigo pidió y pagó la Coca-Cola, y cuando ella fue a dar el primer sorbo, él le paró la mano y, chocando su copa con la de ella, murmuró mientras recorría su escote con una caliente mirada:

—Porque los Reyes Magos esta noche nos sorprendan.

Ana suspiró. Nunca le había gustado sentirse el objeto sexual de nadie, pero tratándose de él le gustó, la excitó. Y con una sonrisa que no dejaba entrever lo que pensaba, asintió.

—Seguro que sí.

Durante un buen rato, aquel grupo de amigos habló de fútbol, algo que a Ana le traía sin cuidado, pero con tal de meter cizaña a los hombres les llevó la contraria en todo. Rodrigo la observaba, divertido; parecía disfrutar con aquella situación. Cuando sus dos amigos se rindieron y se marcharon a ligar con unas jóvenes, le preguntó directamente:

—¿Sales con alguien?

Aquella pregunta la pilló tan de sorpresa que se quedó como una boba mirándolo con la boca abierta. Cuando consiguió reaccionar bebió un trago de Coca-Cola y respondió:

—Con varios y con ninguno en particular.

—Chica lista… —comentó Rodrigo, después de dejar escapar una risotada y levantar su copa.

—A ver si te crees que los tíos sois los únicos que lo pasáis bien —soltó Ana, cambiando el peso de pie—. Donde esté la libertad para estar con quien una quiera, que se quite la monotonía de una relación formal. Además, lo creas o no, con este cuerpo menudo lo que me propongo… lo consigo.

Rodrigo, sorprendido, la observó con detenimiento y volvió a clavar su azulada mirada en aquellos pechos tentadores. Y dispuesto a probar lo que ella parecía ofrecer, dio un paso hacia Ana para estrechar distancias.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto —murmuró al tenerlo tan cerca.

—No pensaba que fueras una mujer tan liberal —dijo él, retirándole lentamente con su mano el largo flequillo de la cara.

—Pues sí… —Y para echar más leña al fuego, ella se aproximó más y le preguntó—: ¿Tú sales con alguien además de con Iris?

Rodrigo lo tuvo claro. Lo estaban tentando, y él no desaprovechaba ninguna oportunidad. Y posando su enorme mano en la espalda de Ana, respondió mientras la acariciaba haciéndole circulitos en la espalda:

—No, y tampoco salgo con Iris. Sólo somos amigos.

—¿De cama?

Apoyándose en la barra, el bombero se inclinó hacia ella hasta rozar con los labios su oído y dijo en un tono suave e incitante que a Ana la enloqueció:

—Se puede decir que sí. Pero igual que la tengo a ella… puedo tener a otras.

—¿Eso es una proposición indecente? —preguntó tras casi ahogarse con la Coca-Cola.

—Por supuesto. En toda regla —asintió él con rotundidad.

En ese instante, no hizo falta decir nada más. Ambos lo tuvieron claro.

—¿En tu casa o en la mía? —quiso saber Rodrigo.

Con las pupilas dilatadas y las manos sudorosas por lo que él le proponía, a Ana estaba a punto de salírsele el corazón de la boca. Sin que pudiera evitarlo, dio las gracias al cielo por haberse quitado la faja y respondió con decisión:

—En la mía. Creo que nos pilla más cerca.

Ana dejó, entonces, el vaso de Coca-Cola sobre la barra y, tras buscar a su amiga Nekane, le hizo una seña con la mano. Ésta, viendo que se marchaba con Rodrigo, se quedó sin palabras, pero levantó el pulgar a modo de ¡buena suerte! Una vez en la puerta del local, el viento era frío y llovía a mares.

—¿Has traído tu coche?

—Sí —dijo Rodrigo, asiéndola con seguridad de la mano—. Vamos, lo tengo allí.

Divertidos, corrieron bajo la lluvia hasta llegar a un callejón y allí se montaron en el vehículo. Ya en el interior, Rodrigo le dio al botón de la calefacción.

—¡Uisss, Dios!, ¡estoy congelada!

—Sí, hace un frío de mil demonios. —Rodrigo sonrió y puso música—. Pero ya verás como en dos segundos entras en calor. Quítate el abrigo y dámelo. Está empapado —le pidió él.

Sin dudarlo, se lo quitó y se lo dio, pero cuando él se volvió para dejarlo en el asiento de atrás y se encontró con la cara empapada de Ana, sin que pudiera remediarlo, le agarró con las manos las mejillas y, acercando su boca a la de ella, la besó. Aquella muchachita con el pelo empapado y pegado a la cara era tentadora y, para qué negarlo, aquella noche era su mejor opción.

Al principio el beso fue tierno, dulce, pero, según pasaban los segundos, se intensificó por la pasión de ella, hasta convertirse en un auténtico torbellino emocional.

«¡Dios míoooooooooooo…! ¡Cómo besaaaaaaaaaaaaa!», pensó, gustosa, soltando el bolso.

Sin importarle el lugar donde estaban, Ana fue subiendo el tono de su excitación, y diez minutos después, enardecida como pocas veces en su vida, se arremangó la falda hasta las caderas y, descolocándolo, se sentó a horcajadas sobre él.

—Espera…

—No —negó, besándolo.

—Ana, ¡para! —Al oír el tono de su voz lo miró, y él le aclaró con el ceño fruncido—: No pienso hacerlo en el coche, ¿te queda claro?

—¡Uissss, qué antiguo eressssssssss! —se mofó, deseosa de continuar.

Ana, como un volcán en erupción, movió sus caderas con lentitud sobre la gran erección de él, que inconscientemente se tensó, y susurró, mimosa y dispuesta a conseguir su propósito:

—¿De verdad me vas a hacer parar?

Rodrigo apretó los dientes. Con los años había aprendido que una cama y la intimidad de una habitación eran el mejor sitio para desatar su pasión; en especial, porque un hombre como él, de metro noventa, apenas se podía mover en el coche. Pero aquella pequeña morena con cara de pilluela y un maravilloso olor a melocotón lo estaba calentando en exceso, y si continuaba así, ella ganaría.

—Escúchame —insistió él con menos convicción—, ambos tenemos casas con estupendas camas y habitaciones como para tener que hacer aquí en el coche lo que estamos pensando.

—Repito: ¡antiguo! —cuchicheó, como retándolo, cerca de su oído.

Excitado por lo que ella le proponía hacer, finalmente sonrió, y cuando Ana le volvió a llamar «antiguo», echó su asiento para atrás y, dispuesto a aceptar el reto, dijo:

—Tú ganas.

Una vez que consiguió obtener el espacio que se proponía, él sonrió, y Ana, deseosa de cumplir su fantasía, le desabrochó la camisa blanca botón a botón, y cuando tuvo para ella sola aquel torso duro y firme lo besó. Con deleite, tocó los marcados abdominales y recorrió lentamente su cuerpo mientras él le deslizaba la mano por el cuello, después los hombros y finalmente la espalda hasta llegar a sus caderas.

Le quitó la camisa, extasiada. Rodrigo era grande, musculoso y terriblemente apetecible, y cuando por fin tuvo ante ella el tatuaje con el que tantas veces había soñado, sonrió. Hipnotizada por aquel diseño tribal que comenzaba en el brazo, subía hasta el hombro y terminaba al principio del cuello, suspiró. Y sin perder un segundo, posó sus dedos en él y lo tocó.

—Me encanta.

Rodrigo se incorporó en el asiento, acercó la nariz al cuello de ella y la besó.

—¿Te gusta?

Con la carne de gallina por lo que él le estaba haciendo sentir con sólo tocarle la espalda y besarla en el cuello, asintió cerrando los ojos.

—Sí. Yo también tengo un par de tatuajes.

Incapaz de parar ya aquel ataque, Rodrigo, con delicadeza, le puso las manos en las mejillas y volvió a besarla. Atrapó aquellos tentadores labios y los succionó mientras levantaba las caderas y apretaba su enorme erección contra la entrepierna de ella. Después, le inclinó la cabeza hacia atrás y atacó su cuello, aquel cuello dulce y de piel suave al que mimó con centenares de minúsculos besos cargados de erotismo mientras le preguntaba con voz sinuosa:

—¿Dónde tienes los tatuajes?

Tras soltar un gemido de satisfacción por las atenciones que él le prodigaba, Ana apoyó sus manos en el duro pecho de él y —tenía que separarse de él o explotaría— susurró mientras la lluvia en el exterior caía con fuerza:

—Tengo uno en el tobillo y otro en el hombro izquierdo. Te lo enseñaré.

Rodrigo abrió mucho los ojos y con la boca seca vio que ella se desabrochaba la camisa y dejaba al descubierto unos tentadores pechos reprimidos por un sujetador oscuro.

—¿Te gusta mi tatuaje? —inquirió ella, moviendo el hombro izquierdo.

Sin importarle ya dónde estaban, él clavó su inquietante mirada azul en el hombro que Ana le ofrecía, y tras contemplar un bonito tatuaje de una hada de grandes alas, le mordisqueó el hombro y susurró:

—Es tan bonito como tú.

Atontada por las cosas que Rodrigo le decía, ella sonrió y sin pudor dijo mientras rozaba con la yema de sus dedos el tatuaje de él en la zona del cuello:

—Un bonito tatuaje en un cuerpo hermoso… Es sexy y morboso. —Y sin que pudiera evitarlo, rió y añadió—: Mi madre todavía no me ha perdonado que me lo hiciera.

—A mi madre la aterró —musitó él mientras pasaba la lengua lentamente por el canalillo de los pechos que frente a él se erguían majestuosos.

—¡Uf…!, seguro que a la mía más —suspiró, dejándose hacer.

—No lo creo.

Encantado por aquella entrega, posó sus manos sobre las piernas de ella y se sorprendió al comprobar que llevaba medias hasta el muslo. ¡Sexy!

Caliente, receptiva y deseosa al notar las manos de él por el interior de sus muslos suspiró mientras la lluvia repiqueteaba con fuerza en el techo del coche. Ese momento era el más morboso que había tenido en su vida y estaba dispuesta a disfrutarlo. Sintiéndose atrevida, ella misma se quitó la camisa y se desabrochó el sujetador. Sus pechos quedaron sueltos a la altura de la cara de él, y entonces lo empujó. Rodrigo cayó sobre el asiento del coche, y ella, poderosa, acercó uno de sus pechos a la boca de él, quien, entendiendo lo que deseaba, le succionó el pezón. Durante un rato ella llevó la iniciativa de aquel ardiente juego. Primero fue un pecho, luego fue otro, y cuando el hombre estaba duro y receptivo, puso su boca sobre la de él y se la devoró.

Así estuvieron un buen rato, hasta que, a punto de explotar por verse tan mermado en sus movimientos, Rodrigo cogió su cartera y sacó un preservativo. Ya no podía aguantar más. Si continuaba con aquel juego se correría en los pantalones y lo que quería era hacerlo dentro de ella. Lo necesitaba. Ana, al ver aquel gesto, sintió la tentación de contarle su secreto. ¿Estaría haciendo bien ocultándolo? Pero al final decidió que ese secreto sólo era suyo, y en aquel momento quería únicamente una cosa: sentir la virilidad de Rodrigo en su interior.

—Me encanta tu olor a melocotón —murmuró él mientras se colocaba el preservativo.

—¿A melocotón?

—Sí…, a melocotón fresco, dulce, tentador y loco.

—Será el preservativo. ¿Es de sabores? —balbuceó, ansiosa.

—No… Eres tú —insistió, haciendo que sonriera.

—Tú también hueles muy bien. ¿Qué colonia usas?

—Adivínalo.

Mimosa, acercó la nariz a su cuello y al ver que él había acabado lo que estaba haciendo, se levantó un poco, puso aquella enorme erección en la entrada de su sexo y, mientras se dejaba escurrir sobre ella lentamente, susurró:

—Hugo Boss. Aún recuerdo su olor de cuando hice la sesión de fotos con varios modelos.

—Acertaste —dijo él casi gimiendo al notar cómo ella se encajaba.

Una vez que introdujo totalmente el pene en ella, Ana tomó aire y mirándolo a los ojos farfulló mientras se movía hacia adelante y hacia atrás con parsimonia:

—¡Dios…!, ni te imaginas cómo me pone hacer lo que estoy haciendo.

Tumbado en el asiento de su coche, deslizó las manos por las costillas de ella, hasta que, agarrándola por la cintura, murmuró en tanto la apretaba con fuerza contra él:

—Ni te imaginas tú lo que me pones a mí.

Incapaz de aguantar un segundo más aquella dulce tortura, Rodrigo tomó las riendas y, moviéndola sobre él a su antojo, hizo que chillara de placer. Ana se estremeció. Las penetraciones de ese hombre la enloquecían y, al verle los labios entreabiertos, se inclinó sobre él y lo besó. Él clavó los dedos en su cintura mientras se adentraba una y otra vez en ella. Agotado el beso y con necesidad de coger aire, Ana se incorporó mientras él continuaba con su ritmo implacable, hasta que un gemido la tensó y una ola de éxtasis hizo que estallara para derrumbarse sobre él. Una vez que fue consciente de que ella había llegado al clímax, tras cuatro soberbias embestidas con un gutural y bronco gesto, Rodrigo se dejó llevar por la pasión del momento.

Mientras yacían uno sobre el otro en el incómodo asiento delantero del coche e intentaban recuperar el control de sus respiraciones, ninguno de ellos habló. Se limitaron a escuchar el sonido de la lluvia, hasta que comenzó a sonar una canción en la radio que rápidamente Ana, que continuaba aún con los ojos cerrados, comenzó a tararear.

… y tú, y tú, y tú, y solamente tú

haces que mi alma se despierte con tu luz

tú, y tú, y tú…

Durante un corto espacio de tiempo se limitó a escucharla mientras ella tarareaba apoyada en su pecho, hasta que, al tocarla en el brazo, la notó fría. Rápidamente, cogió su camisa, se la echó por encima y susurró:

—Tienes una voz muy bonita y, por lo que veo, esta canción te gusta.

—Me encanta esa canción de Pablo Alborán —dijo levantando la cara del pecho de él. Y mirándolo, añadió—: ¿La conoces?

Él sonrió, y tras darle un dulce beso en la palma de la mano, negó con la cabeza.

—No es mi estilo. Ya te dije que los blanditos que cantan baladitas de amor no son lo mío.

Lo observó con gesto divertido. ¿Dónde tenía aquel pedazo de hombre su vena romántica? Pero decidida a no romper aquel bonito momento, sonrió. Cuando acabó la canción, cogió su bolso del asiento del copiloto, lo abrió e intentó sacar unos kleenex; pero de pronto algo voló y cayó entre los dos. Rodrigo fue más rápido que ella y al coger el objeto la miró con una expresión guasona.

—Pero ¿qué es esto?

Roja como un tomate, se lo fue a quitar, pero él no la dejó, y al ver de lo que se trataba, volvió a preguntarle con tono burlón:

—¿Llevas una faja en el bolso? —Ella no contestó, y él añadió—: ¡Guauuu!, una faja de… ¿vaquitas?

Horrorizada y muerta de vergüenza, se sentó con rapidez en el asiento del copiloto, cogió su camisa y comenzó a vestirse tras guardarse el sujetador en el bolso. No pensaba contestar a lo que le preguntaba y menos después de ver su cara de guasa. Aquello era humillante. Pero al ver que él no le quitaba ojo, aclaró:

—Vale, lo confieso: son vaquitas. Llevaba la puñetera faja puesta porque cuando me pongo esta falda la necesito para disimular un pelín la barriga. Pero estaba incómoda con ella y decidí quitármela. Fin del asunto. —Y de un manotazo se la arrebató.

Rodrigo decidió callar. Aquello era lo más divertido que le había pasado nunca con alguno de sus ligues. Le habría gustado seguir bromeando al respecto, pero al ver el entrecejo fruncido de ella optó por darle un respiro. Cinco minutos después, ya vestidos, el joven la volvió a mirar y preguntó:

—¿Sigue en pie lo de ir a tu casa?

—Sí, por supuesto. —Y clavando sus verdes ojos en él, murmuró—: A no ser que al ver la puñetera faja tu deseo se haya esfumado.

Entonces, él ya no pudo más y soltó una carcajada que finalmente hizo reír a Ana. Tras un buen rato en el que los dos, entre risas, volvieron a recordar ¡el momento faja voladora!, Rodrigo arrancó el coche.

—Que sepas que el momento faja de vaquitas… me tiene loco —dijo él, y a ella le puso la carne de gallina.

Así, entre más risas, condujo hasta la casa de Ana, donde aquella noche hicieron repetidamente el amor, en el sofá, sobre la encimera y, al final, antes de quedarse dormidos, en la cama.

A la mañana siguiente, después de una perfecta noche de sexo, tras desayunar juntos un café con leche y unas tostadas, Rodrigo se dispuso a marcharse. Mientras se ponía el abrigo, se fijó en un gato color canela y blanco que dormitaba sobre el sofá.

—No sabía que tuvieras gato.

Con una cariñosa sonrisa, Ana mordisqueó una galleta.

Miau suele esconderse cuando viene gente. ¡Es muy tímido! Pero debe de estar tan cansado por la noche que le hemos dado que ha decidido no moverse.

¡¿Miau?!

—Sí.

Rodrigo soltó una carcajada, señalando la jaula del canario.

—No sé por qué me sorprendo si ése se llama Pío.

Ambos sonrieron, y él se acercó a ella y la agarró por la cintura.

—Ha sido un placer pasar la noche contigo.

—Lo mismo digo.

Durante unos minutos se miraron a los ojos, y entonces Ana, para romper aquel momento, le aconsejó:

—Abrígate que hace mucho frío.

Rodrigo la soltó, y dándole un rápido beso en los labios, se subió el cuello de la chaqueta negra, abrió la puerta y se marchó.

Cuando Ana se quedó sola en la entrada en bragas y camiseta levantó los brazos en señal de victoria y saltó como una loca. La noche con él había sido la mejor noche de sexo y lujuria que había vivido en su vida. Rodrigo era atento y cariñoso tanto en la cama como fuera de ella, y eso le había encantado.

—¡Bien, bien, bien! ¡Un olé por ti…, Anita! —gritó, alborozada.

Feliz por lo ocurrido, dio al play de su equipo de música y a toda pastilla sonó la canción de Don Omar Danza Kuduro. Emocionada, comenzó a mover las caderas y las manos al ritmo de tan pegadiza melodía. Tan metida estaba en su baile que no oyó que la puerta se abría, hasta que en una de sus vueltas vio que tras ella estaban Nekane y Rodrigo. Rápidamente dejó de bailar y quitó la música.

El bombero, al ver su gesto y la rojez de su cara, sonrió. Aquella morenita era graciosísima, y cogiendo de la mesita las llaves de su coche, dijo:

—Se me habían olvidado.

Ana asintió, y éste sin decir nada más, le guiñó un ojo, se dio la vuelta y se marchó.

Una vez que se quedaron las dos solas en el salón, Nekane miró a su amiga y le preguntó sonriendo:

—¿Noche de escándalo?

—De escándalo no…, lo siguiente.

Nekane, encantada de ver a su amiga tan feliz, se acercó hasta el equipo de música, le dio al play, y las dos comenzaron a bailar como locas. Se lo merecían.

Aquel día por la tarde, tras comer juntas, charlaron sobre lo bien que se lo habían pasado.

—Oye… —dijo Nekane, mirando a su amiga—, se me está ocurriendo una cosa.

—¡Aisss, madre…! Cuando a ti se te ocurren cosas, hay que echarse a temblar —se mofó Ana.

—Que no, tonta. Escucha.

—Escucho…

—Anoche te tocó un fin de semana en un spa, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué tal si invitas a Rodrigo? Si una noche ha sido tan maravillosa, ¿qué no podéis hacer en un fin de semana?

Ana la miró. ¿Se había vuelto loca su amiga? Pero antes de que pudiera decir nada, Nekane añadió:

—Vale, vale, entiendo que me mires con cara de grillo lastimero, pero ¿por qué no?

—Pues porque no creo que proceda. Porque no sé qué voy a hacer un fin de semana entero con él y…

—¡Anda la leche! ¿Cómo que no vas a saber qué hacer con él? —dijo riendo la navarra—. Si quieres te digo lo que puedes hacer en un spa con una cama grande, masajes y…

—Que no. Que no es buena idea.

Sin darle tiempo a pensar, Nekane le tendió el número de móvil de Rodrigo.

—Llámalo y díselo.

—Ni loca.

—No me seas recatada. A ti te ha gustado la noche que has pasado con él y…

—Pues claro que me ha gustado la noche que he pasado con él. ¡Ha sido alucinante! Pero tengo que ser consciente de mi situación. Yo no estoy en un momento para…, para…

—Llámalo.

—Que no, y este tema se acabó. —Y levantándose, anunció—: Voy al baño.

Nekane la siguió con los ojos hasta que desapareció de su vista, y en cuanto se quedó sola en el comedor, cogió el móvil de su amiga, tecleó rápidamente un mensaje y lo envió. Tres minutos después, regresó Ana.

—Desde luego, hija, se te ocurren cosas de bombero —comentó, mirando a su amiga.

—Y nunca mejor dicho.

Ambas rieron por la ocurrencia y, acto seguido, el móvil de Ana pitó. Había recibido un mensaje. Tras cogerlo, su gesto cambió al leer en voz alta:

—Acepto ese fin de semana contigo. Sólo falta que me digas cuándo.

Nekane se puso a aplaudir.

—¡Bien! Sabía que ese tordo no se iba a negar.

—Pero ¡¿qué has hecho?! —gritó Ana, soltando el teléfono como si le quemara.

—Lo que tú no has hecho.

Incapaz de creer lo que Nekane había organizado, protestó:

—¡Joder, Neka!, que estoy embarazada.

—¿Y qué? Tu barriga aún no se nota y debes aprovechar el tiempo.

—Pero…, pero es una locura.

—La locura sería no hacerlo. Recuerda que dentro de nada tu vida sexual será cero. Kaput! Pero ¿dónde ves el mal?, ¿en quedarte embarazada?

Ana estaba boquiabierta por lo que su amiga decía.

—Sólo intento que las cosas no se líen.

—¿Y por qué se van a liar si ambos sois adultos y sabéis lo que hay? Venga, Ana…, no me seas estrecha, que tú nunca lo has sido y te has dado tus homenajes sexuales cuando te ha salido del gorro. Rodrigo, ése con el que has pasado una fantástica noche de sexo y lujuria, te gusta, y, por ello, has de aprovechar el tiempo que te queda.

Aún asombrada por lo que Nekane le había propuesto y más porque él hubiera aceptado, cogió el móvil y tecleó: «¿Libras el próximo fin de semana?». Cinco minutos después, éste volvió a pitar y ambas gritaron al leer: «Solucionado. ¡Nos vamos al spa!».

Llegó el fin de semana y tras hacer y deshacer su pequeño trolley un billón de veces y meter toda la lencería sexy que tenía, Ana, histérica perdida, bajó junto a su amiga al portal. Rodrigo estaría al llegar.

—Sé buena y pásalo de lujo —le aconsejó Nekane riendo al ver el ceño fruncido de Ana—. Y recuerda lo que dice el anuncio: «Te mereces un yogurazo».

—¡Hola, bonitiñas mías! —las saludó Encarna. Y al ver el trolley de Ana, preguntó—: ¿Te vas de viaje?

—Se va de fin de semana con un tordo impresionante —respondió Nekane.

La vecina se metió el monedero bajo el brazo y sonrió.

—Pero ¿qué me dices, criatura? ¿Con quién te vas?

Ana miró a su amiga con ganas de matarla, y ésta, sin decir que se iba con el bombero que había sacado a Encarna por la ventana, contestó:

—Se va con un tordo de escándalo. ¡Te lo aseguro!

Encarna, encantada por lo que escuchaba, sonrió y dijo:

—Me alegro, cielote. Pásatelo bien y disfrútalo a tope. —Y acercándose, preguntó—: ¿Es bien parecido el mozo?

Ana finalmente sonrió y cuchicheó:

—Guapo no, Encarna, lo siguiente.

—¡Aisss, Anitiña!, pues disfrútalo doblemente.

Tras soltar las tres una carcajada, Ana las besó. En ese momento, apareció el coche de Rodrigo y, dispuesta a pasarlo bien, se encaminó hacia él. Cuando el coche se detuvo y él bajó, no le dio un beso en los labios, y eso le decepcionó. Rodrigo simplemente abrió el maletero y metió el trolley.

—¿Preparada para un relajante fin de semana en el spa?

—Preparadísima —asintió ella, y tras recibir un afectuoso apretón en el hombro, abrió la portezuela del coche y se metió.

Desde el portal, Encarna y Nekane los observaban.

—Pero ¿ése no es el bombero que…? —empezó a preguntar la vecina.

—Exacto, Encarna.

—Qué buen ojo tiene la jodía —asintió la mujer.

En el camino hasta Toledo, Ana comenzó a sentirse revuelta. ¿Qué le ocurría? Disimuló todo lo que pudo. No era momento de encontrarse mal. Allí estaba ella, con un pedazo de tío increíble, vestida con una bonita lencería en rojo pasión, y nada lo iba a estropear. Pero cuando ya no pudo más, lo miró y gritó:

—¡Para el coche!

—¿Qué ocurre? —preguntó él, sorprendido.

—Quiero vomitar.

Como pudo, Rodrigo se paró a la derecha y, segundos después, todo el glamour que ella manifestaba se marchitó. Su rostro se volvió ceniciento y su cuerpo se contrajo. Sin dudarlo, él sacó unos kleenex de una caja que llevaba en la guantera. Salió del coche y, tras rodearlo, se acercó a ella, que ocultaba su rostro, agachada en el suelo.

—¿Estás mejor? —preguntó, preocupado, mientras le tendía los pañuelos de papel.

Sin mirarlo, asintió, y mientras asía lo que él le entregaba, pensó: «Tierra trágameeeeeeeeeeeeeeeee. Pero ¿cómo me puede pasar esto a mí?».

Durante unos minutos ambos estuvieron en silencio, hasta que él volvió a interesarse:

—Ana, ¿te encuentras bien?

Después de coger aire, se levantó y murmuró con una bonita sonrisa:

—Sí… No sé qué me ha pasado. Me habrá caído mal la comida.

—¿Continuamos, o prefieres regresar?

Aunque por un instante tuvo dudas, finalmente, con la mejor de sus sonrisas, respondió:

—Sigamos… Creo que un buen masaje en el balneario me vendrá de lujo.

Cinco minutos más tarde, todo parecía normal. Ana volvía a tener color en el rostro y de nuevo sonreía. Pero Rodrigo sabía que no se encontraba bien. Sólo había que observar lo callada que estaba para intuir que algo pasaba. Cuando llegaron a Almonacid se desviaron y pocos kilómetros después encontraron el precioso hotel Spa Villa Nazules. Una vez que dejaron el coche, cogieron el equipaje y se encaminaron hacia el interior del establecimiento.

Al entrar en la moderna recepción de piedra amarillenta, Ana sonrió. Aquel fin de semana tenía que ser memorable, pero al sentir una nueva arcada quiso morirse aunque disimuló. Dos segundos después, un amable recepcionista les atendió y tras hacer el check-in les indicó cómo llegar a su habitación.

Bromeando, caminaron por el hotel hasta la habitación 125. Una vez que Rodrigo abrió la puerta, los dos soltaron un silbido de satisfacción. La estancia era espaciosa y la conjugación de los estilos antiguo y moderno le daba al lugar un toque muy chic.

—Para ser un regalo, ¡es mejor de lo que esperaba! —susurró Ana, encantada.

—Sí…, está muy bien —añadió Rodrigo, que miraba la enorme cama con colcha roja como si lo estuviera invitando.

Durante un par de segundos, él estuvo dudando. No sabía si debía tirarla sobre la cama para empezar a disfrutar de lo que habían ido a hacer allí, o si debía respetar que ella no se encontraba bien. Finalmente, ganó la segunda opción, y tras ver que Ana entraba en el baño y cerraba la puerta, se sentó a esperar sobre aquella enorme cama de colcha roja.

Diez minutos después, la puerta del baño se abrió y la joven apareció con el pelo algo mojado.

—¿Has vomitado de nuevo?

Ana decidió no mentir. Se encontraba fatal y asintió.

Sin perder un segundo, Rodrigo descolgó el teléfono y pidió una manzanilla a recepción.

—Túmbate —dijo, quitando la colcha de la cama—. He pedido una manzanilla. Eso, como dice mi padre, o te calma o te calma.

Tras soltar un gruñido de frustración, Ana lo miró y susurró:

—Lo siento…

—No pasa nada, preciosa —respondió él cariñosamente, besándola en la cabeza—. Todos en algún momento nos hemos sentido mal y…

—Sí, pero no en un fin de semana que se suponía una escapada sexual. ¡Qué vergüenza!

—No te preocupes —la reconfortó con una sonrisa—. Seguro que mañana te encontrarás mejor.

Pero no fue así. A la mañana siguiente cuando Ana se despertó y olió el opíparo desayuno que Rodrigo había encargado, se sintió morir. Sin que pudiera evitarlo corrió hacia el baño, de donde no salió hasta un buen rato después. Aconsejada por él, se volvió a tumbar en la cama, y a pesar de que sólo quería dormir cinco minutos, el resultado fue que durmió tres horas. Cuando despertó eran las dos de la tarde.

Horrorizada, se fue a levantar cuando las náuseas la obligaron a correr de nuevo hacia el baño. Algo en la comida que él tomaba la descomponía. No pudiendo permanecer un segundo más impasible, Rodrigo dejó de comer y quiso entrar en el baño para, al menos, apoyarla moralmente, pero ella no se lo permitió.

—Abre, no seas cabezona.

En el interior del baño y sentada en el suelo ante la taza del váter, ella gritó:

—¡Que no! No quiero que me veas así.

Apoyado en la puerta, Rodrigo suspiró.

—Ana, ¡joder!, somos amigos y…

—Por eso —cortó ella—. Como somos amigos quiero que vayas a disfrutar del circuito que habíamos previsto en el spa. Teníamos la tarde llena de actividades y quiero que las hagas.

—Pero, Ana…

—Rodrigo, por favor…, vete.

Incapaz de entender lo raras que eran a veces las mujeres, se dio por vencido y se puso el albornoz que el hotel les había dejado sobre uno de los sillones.

—Ana…, me voy —dijo antes de salir.

Cuando ella oyó que la puerta se cerraba, respiró aliviada. ¡Por fin, sola! Y levantándose del suelo se miró en el espejo. Su aspecto era horroroso.

—Pero ¿por qué me tiene que pasar justamente este fin de semana?

Tras mucho lamentarse, al final se dio una ducha, pero al salir otra vez a la habitación y oler la comida el revoltijo de tripa regresó. Tapándose la nariz, llegó hasta el carrito donde estaban todos aquellos manjares, y tras coger la fruta, sacó el carrito al pasillo, abrió las ventanas y el olor se esfumó.

Sobre las siete y media de la tarde, apareció Rodrigo. Ana se encontraba mucho mejor y lo recibió con la más formidable de sus sonrisas.

—Cuéntame. ¿Qué tal el circuito?

—Bien. ¿Y tú cómo estás? —se preocupó, acercándose a ella.

—Mejorcilla, aunque no te voy a mentir, ¡he tenido momentos más brillantes! Venga, cuéntame cómo te ha ido.

Disfrutando de la forma en que lo miraba y, en especial, de verla mejor, se sentó junto a ella en la cama.

—Hemos comenzado con la piscina termal, des…

—¿Hemos?

—Sí…, me he unido a un grupo muy divertido. Por cierto, hemos quedado para cenar juntos. Espero que no te importe.

«¡Me importa!», quiso gritar, pero no lo hizo.

—Pues claro que no me importa. Pero venga…, sigue. Cuéntame qué me he perdido.

—Que recuerde sauna, baño turco, ducha de esencias, ducha escocesa, camas calefactadas, una pasada por cierto, y ducha Vichy. Después, algunos hemos entrado en la sala de relajación, donde nos han dado un zumo, y ha sido un rato muy…, muy agradable.

Apenas se conocían, pero aquel tonito y, sobre todo, su sonrisita al decir «ha sido un rato muy…, muy agradable» la alertaron. ¿Qué había ocurrido? Pero justo cuando iba a preguntárselo, sonó el teléfono de la habitación y lo oyó hablar y reír con alguien. Cuando colgó se dirigió a ella después de mirar el reloj.

—Era Eva.

—¡¿Eva?!

—Sí, una de las chicas que he conocido antes. Ha llamado para decirme que a las nueve nos esperan en recepción.

Al escuchar el nombre de aquella mujer supo que ésta había sido la causante del «rato muy…, muy agradable» en la sala de relajación. Pero decidida a no comportarse como Glenn Close en Atracción fatal, simplemente sonrió. Durante un buen lapso de tiempo continuaron hablando sentados sobre la enorme cama, pero él ni se le acercó. Ana intentó ser sexy. Enseñaba hombro, se tocaba el pelo con sensualidad… pero nada, él no reaccionaba.

Por su parte, Rodrigo la observaba. La chica no tenía buena cara y lo que menos quería era presionarla para tener sexo. Por ello, decidió comportarse como un buen amigo y nada más. Al fin y al cabo, eran amigos, ¿no?

Pasaban veinte minutos de las ocho cuando Rodrigo salió de la ducha. Ella continuaba tirada sobre la cama con el mando de la televisión en la mano. Sin mirarla se dirigió al armario donde el día anterior habían guardado sus ropas y, tras coger un vaquero y una camisa roja, dejó caer el albornoz blanco del hotel y comenzó a vestirse.

«¡Madre mía…, madre mía! ¡Estás buenísimo!», pensó escaneando con la mirada.

Bloqueada por la imagen de aquel adonis desnudo ante ella, se le resecó hasta el lagrimal. Aquel hombre era increíble. No…, impresionante. Su piel morena, sus espaldas anchas, sus fuertes brazos. Todo en él era sexo puro y dinamita.

—Vamos, vístete —apremió, mirándola—. Son las nueve menos veinte. ¿A qué esperas?

Sin protestar se levantó de la cama y tras elegir una falda color caqui hasta los pies y una camiseta a juego con un chaleco superpuesto, lo miró y con la mejor de sus sonrisas dijo:

—Venga, guaperas, vamos a divertirnos.

Pero la inseguridad que le provocó a Ana encontrarse con aquel grupo en recepción le encogió hasta el corazón.

Efectivamente era un grupo, pero sólo había dos chicos para cinco chicas, todas ellas a cuál más alta y más guapa. Tras las presentaciones, Ana pudo comprobar que la tal Eva, una chica rubia, la observaba con fingido disimulo. Pero ella era la acompañante de Rodrigo y contra eso aquella rubia de bote no tenía nada que hacer.

Una vez que entraron en el restaurante del hotel, Ana fue objeto de empujones y carreritas. Todas se querían sentar junto a Rodrigo, pero él no lo permitió. Asió a Ana del brazo e hizo que se sentara junto a él. Ese gesto le provocó una sonrisa y dirigió la vista a la tal Eva, que se sentó al otro lado, con cara de mofeta. Ambas se entendieron con la mirada. Pero lo que comenzó como un triunfo para Ana se fue nublando hasta convertirse en una agonía. Al llevar el camarero el primer plato y oler el revuelto de espárragos trigueros con huevo, el maleducado estómago de Ana se rebeló. Y sin que pudiera evitarlo tuvo que levantarse y salir pitando del lugar.

Una vez fuera, el aire llenó sus pulmones y respiró con tranquilidad.

—Creo que deberíamos llamar a un médico —dijo Rodrigo a su lado.

—No.

—Seguro que estás incubando algo —insistió.

—Sí, un huevo —se mofó al pensar en el bebé que crecía en su interior.

Pese a no entender el doble sentido del comentario, a Rodrigo le pareció divertido, y sonrió.

—Debes de tener algún virus.

«Sí…, un virus llamado “bebé”», pensó al escuchar la voz de Rodrigo. Pero se volvió para mirarlo y respondió con rapidez:

—No te preocupes, de verdad. Mañana, cuando regresemos, si sigo igual, pediré cita con mi doctora.

Pasándole con cariño la mano por la mejilla, él le preguntó:

—¿Quieres regresar a la habitación, o prefieres volver al restaurante?

«Ha dicho “quieres” en singular», se dijo a sí misma, y entendiendo que aquella noche tampoco sería lo que ella esperaba se dio por vencida y, encogiéndose de hombros, murmuró:

—Sí, si no te importa, creo que me voy a la habitación.

Sorprendida, vio cómo él la agarraba de la mano y comenzaba a andar. Soltándose, lo miró y preguntó:

—¿Qué haces?

—Pues regresar contigo. ¿Qué voy a hacer?

Esa respuesta era la que ella quería escuchar, pero en su interior sabía que a él no le apetecía nada. Por ello, se sentó en un sillón de recepción y lo obligó a sentarse a él también.

—Vamos a ver, Rodrigo, seamos sinceros. Sé que éste no es el fin de semana que ni tú ni yo esperábamos, ¿verdad? —Él negó con la cabeza—. Agradezco mucho que te preocupes por mí y quieras encerrarte a dormir como un oso cavernario en la habitación de este maravilloso hotel, o en su defecto a ver la televisión, pero eso no sería justo, y yo quiero ser justa contigo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Tú y yo apenas nos conocemos, y ni siquiera nos podemos denominar «amigos».

—Para mí eres una amiga —aclaró él.

—Vale, pues como amiga tuya quiero que lo pases bien y te lleves un buen recuerdo de este fin de semana, a pesar de los pesares. —Él sonrió—. No soy ciega y he visto cómo Eva te mira y tú la miras a ella. Y mira, chico, ¡ni soy celosa ni tu novia! Por lo tanto, pásatelo bien. Disfruta de lo que tengas que disfrutar y mañana regresaremos a nuestras casas con el mismo buen rollo con el que llegamos.

—¿Me estás diciendo que haga lo que creo que estás diciendo? —preguntó Rodrigo, sorprendido por aquella sinceridad.

—Sí.

—¿En serio?

Como una buena actriz, Ana lo miró y asintió.

—Que sí, guaperas. Directamente te estoy diciendo: pásalo bien con Eva que a mí no me vas a romper el corazón porque te acuestes con ella. Nuestro fin de semana de sexo se ha ido al garete y quiero que te lo pases bien. Además, en estos momentos lo que más me apetece es meterme en la cama sola y…

—¿Tan malo soy en la cama? —se mofó él.

—¡Nooooooooooooo!, no digas tonterías. —Ambos rieron—. La noche que estuvimos juntos fue estupenda y me habría encantado volver a repetirla este fin de semana, pero…

—Me estás dejando impresionado.

—De eso se trata, ¡de impresionarte! —ironizó ella.

—¿Sabes?, nunca he tenido una buena amiga. Desde bien jovencito las mujeres para mí han cumplido siempre la misma función.

—Menudo picaflor estás tú hecho. —Suspiró, divertida, y añadió—: Pues mira, ¡ya tienes una amiga de verdad! Y para que quede claro lo que seremos tú y yo a partir de ahora, para ti desde hoy soy como los ángeles, ¡sin sexo! —Rodrigo rió a mandíbula batiente, y ella prosiguió rascándose la oreja—: Si quieres podemos ser buenos amigos. Podremos hablar contándonos confidencias, ir al cine… Vamos, cualquier cosa que hagan los amigos sin derecho a roce. ¿Qué te parece?

Boquiabierto por la sinceridad de Ana, la observó. Nunca una mujer que hubiera estado con él le había sugerido nada así. Al revés, siempre le pedían más. Pero allí estaba aquella joven morenita pidiéndole sólo amistad. Conmovido, le revolvió el pelo y, tras darle un cariñoso beso en la mejilla, dijo levantándose:

—De acuerdo, amiga del alma. Estaré encantado de poder hacer todas esas cosas contigo. Pero antes de seguir tu consejo sobre lo que he de hacer esta noche, te acompañaré hasta la habitación.

Con una sonrisa, ambos se levantaron y caminaron por el pasillo cogidos de la mano. Una vez que llegaron a la habitación, Ana abrió la puerta y le entregó la llave a él.

—Anda, ve y pásatelo bien. Yo de aquí no me moveré.

Él sonrió y, después de darle un beso en la mejilla, se guardó la llave en el bolsillo de los vaqueros y se marchó. Cuando Ana cerró la puerta, se apoyó en ella y, escurriéndose hasta caer en el suelo, murmuró mirándose la tripa:

—Eres un cortarrollos, gusarapo. Aún no has nacido y ya comienzas a dirigir mi vida. Que sepas que me acabas de jorobar mi última gran noche de pasión.