Las Navidades llegaron, y Ana se marchó a Londres. Nekane, con penita en el corazón, pues le gustaba muchísimo aquel gracioso hombre, había dejado a Calvin en Madrid y se había ido a Navarra. Al principio, había pensado en quedarse con él, ya que éste tenía la familia en México y pasaría las fiestas solo o con amigos; pero finalmente habían podido más los reproches de su madre, a quien le resultaba inadmisible que no estuviera con los suyos en Navidad.
Cuando Ana llegó al aeropuerto londinense, un hombre uniformado la saludó y la llevó hasta un lujoso coche, donde metió su maleta. Después, condujo hasta la casa paterna.
Una vez besuqueó a sus padres, Ana subió a su habitación. Estaba exactamente igual que cuando ella se había marchado. Le encantaba regresar y encontrarla siempre idéntica. Tras ducharse, se puso un vestido para la cena y, al bajar, se encontró con su hermana, que se tiró como una loca a sus brazos.
—¡Pato, pero qué guapa estás!
—Gracias, Nana…, tú también estás muy guapa. ¡Me encanta tu pelo! —Y al reconocer el vestido que llevaba, cuchicheó—: Y ese vestido de la nueva colección de Armani te sienta de maravilla.
Lucy sonrió y se tocó alegremente su pelo corto.
—Antes de que regreses a España vendrás conmigo a la peluquería de mi amiga Rachel, y ella te dejará un cabello precioso, y en cuanto al vestido —bajó la voz—, me lo ha regalado Tom. ¡Es más monoooooooooooooooo!
Ana asintió, y su hermana, llevándola hacia un lateral del enorme y carísimo salón, musitó:
—¡Ay, Pato!, estoy preocupada. Mamá lleva un par de días superrara. Según papi, es porque las Navidades cada año la ponen más triste, y yo se las voy a terminar de amargar cuando le cuente lo de mi boda.
«¡Madre mía!, menos mal que de lo mío no se van a enterar», pensó Ana.
Durante aquellos días había pensado qué hacer. Y al final había llegado a la conclusión de que en su vida no había cabida para un hijo. Ella era una profesional independiente que viajaba mucho, y un bebé sólo la entorpecería. Por ello y con todo el dolor del mundo, había concertado para el 22 de enero, en Madrid, una cita en una clínica de interrupción del embarazo. Lo tenía claro. Era lo mejor.
Los días que pasó en Londres con su familia los disfrutó a tope. Salir con su hermana y sus amigos por las noches era agotador, pero le gustaba. Una de aquellas noches coincidió en el mismo local con Warren Follen, su ex. Por suerte, no la vio, y Ana respiró aliviada cuando comprobó que él se marchaba con una jovencita, muy acaramelado. Con sus padres gozó de tardes ante la chimenea jugando al Monopoly, un ritual que desde niña los había unido, y por supuesto, ahora no les iba a fallar.
La noche de Fin de Año, mientras cenaban en el bonito salón inglés las dos hermanas con sus padres, Frank Barners disfrutaba del momento. Tener a sus dos preciosas hijas sentadas a su mesa era algo que lo regocijaba y que en contadas ocasiones podía hacer. Que su hija Ana estuviera tan lejos de él era una espina que llevaba clavada en el corazón. Encantado, saboreaba la cena mientras veía a las tres mujeres de su vida reír y charlar.
Tras celebrar la entrada del nuevo año, los cuatro, emocionados, se abrazaron. Entonces, Teresa sugirió pasar al salón de la tele para beber algo fresco, antes de que las chicas se marcharan de fiesta con sus amigos. Ellas aceptaron encantadas.
—Estás muy delgada, Ana Elizabeth. ¿Comes bien en España?
—Sí, mamá. Como de todo, pero ya sabes: ¡hay que mantener la línea!
En ese momento, un anuncio en la televisión atrajo la atención de todos, y Teresa, sacándose un pañuelo del puño, gimoteó.
—Cuando vosotras erais pequeñas había un anuncio igualito. Recuerdo lo contenta que se puso Ana Elizabeth el año que Papá Noel le trajo la Nancy enfermera y la cocinita con chorrito de agua. ¿Lo recuerdas, Frank?
—Sí, querida. ¡Cómo olvidarlo! —asintió, orgulloso.
—¡Ay, qué recuerdos! Y mira qué tierno anuncio —gimió Teresa, emocionada.
—Bueno, mamá, ¿vas a llorar por un anuncio? —preguntó Ana, conteniendo lo que aquella tonta publicidad llena de niños sonrientes provocaba en ella.
—No, no lloro por eso. Lloro porque tengo dos hijas, sanas y bonitas, y ninguna de ellas me ha dado nietecitos a los que mimar y poder comprar juguetes en Navidad. Todas mis amigas tienen nietecitos, y yo…, yo ¡estoy sola! y sin esperanzas de tener un bebé en mis manos nunca.
«Tierra, trágame», pensó Anna.
—¡Mamá! —exclamó Lucy, mirándola.
—Teresa, querida —dijo Frank, tomándole la mano a su mujer—. Los hijos son una bendición de Dios, y llegarán si tienen que llegar.
—Pero yo quiero tener nietos —insistió la mujer.
—Y los tendrás, mamá —asintió Ana con el corazón en un puño.
—¿Cuándo? —insistió la mujer.
—Algún día, mamá…, algún día —susurró Ana.
—Pues como no sea del Espíritu Santo —bromeó Lucy. Pero al ver cómo su hermana la miraba, aclaró—: Lo digo porque yo no pienso dejar que un bebé arruine la figura que llevo trabajándome en el gimnasio años. Y tú no creo que estés por la labor. Vamos, que no te veo yo a ti muy madre.
—¡Sólo me dais disgustos! —gritó Teresa, desconsolada—. La una es Lady Escándalo, y la otra, Lady Tatuajes.
—Al fin y al cabo, ladies —ironizó de nuevo Lucy, ganándose una mirada de su padre.
—Mamá, no exageres —protestó Ana. Sólo tenía dos tatuajes y su madre únicamente conocía la existencia de uno.
—¿Para qué tuve hijas? Para que me tengan abandonada.
—¡Mamáaaaaaaaaaa!
—Nunca me dais una alegría.
—Vale… Se masca la tragedia —se mofó, nerviosa, Ana, mirando a su padre.
—¡Sólo disgustos! Os encanta verme mal y deprimida, y…
—Mamá…, mamá, que te vas a poner mala —susurró Lucy, pero la otra continuó.
—Me arrepiento de no haber tenido un hijo varón. Seguro que él nos habría dado más alegrías que vosotras y probablemente ya tendríamos a algún nietecillo correteando por este salón.
—Teresa —la regañó su marido—, no digas tonterías. Las niñas son…
—Las niñas, ¿qué niñas? Lady Escándalo y Lady Tatuajes ya son dos mujeres que podrían entender que me hago vieja y que sólo quiero lo mismo que todas las mujeres de mi edad: ¡nietos!
—¡Mamáaaaaaaaaaa!
—Quiero tener una vejez tranquila y nietecitos a los que besuquear antes de morirme. Niños pequeñitos a los que enseñar la canción de los «cinco lobitos tuvo la loba», y a quienes fotografiar el último día de colegio con orgullo. Pero no, son dos egoístas que sólo piensan en ellas y que nunca…
—¡Estoy embarazada! —gritó Ana.
«¡Ay Dios!, qué he dichooooooooo», pensó nada más soltar aquello por su boca.
Todos la miraron y un silencio sepulcral tomó el salón hasta que se oyó un golpe.
—¡Por el amor de Dios, Teresa! —gruñó Frank, corriendo hacia ella.
—¡Mamá! —gritaron las jóvenes al ver a su madre caída en la alfombra.
—Trae las sales del segundo cajón —señaló Frank a su hija mayor.
Rápidamente, Ana abrió el cajón que su padre le indicó y le pasó un botecito. Él lo destapó y, poniéndoselo bajo la nariz a su esposa, consiguió que ésta respondiera.
—¡Ay, Frank!, creo que estoy soñando y he oído decir a Ana Elizabeth que estaba embarazada —articuló la mujer.
—No, Teresa, no sueñas —contestó su marido.
Con cuidado la sentaron en un sillón, y mientras el hombre se preocupaba por el estado de su mujer, Lucy miró a su hermana y gritó:
—¡Muy bonito, Pato! ¡Menudo notición! Dijiste que tú no tenías nada importante que contar.
—Es que no lo iba a decir —balbuceó.
—¡Perfecto! Y ahora cómo les digo yo que me voy a casar con Tom Billman en mayo.
Teresa, horrorizada, se levantó como un misil y gritó mientras Frank se tocaba la cabeza:
—¡Dios santo! ¿Pretendes casarte con el jugador de polo?
—Sí, mamá. Ése es Tom.
—Pero ¿estás loca, hija mía?
—No, mamá.
—Pero…, pero si ese hombre es un promiscuo que…
—Mamá…, estoy locamente enamorada de Tom. Soy adulta y me voy a casar con él. Fin del asunto.
Histérica, la mujer dramatizó mientras su marido suspiraba. Las tres juntas eran una bomba continua de relojería, y lo llevaba sufriendo toda su vida.
—¿Estáis dispuestas a matarme a disgustos?
—No, mamá —respondió Lucy mientras Ana continuaba en estado de choque por lo que había revelado.
—Teresa, siéntate antes de que te vuelvas a caer redonda —advirtió Frank.
—Pero Frank, ¿has oído lo que han dicho estas dos inconscientes?
—Sí, Teresa, lo he oído.
Pero la mujer, no contenta, se revolvió y gritó como una posesa:
—La una embarazada de a saber Dios quién y la otra que se quiere casar con Tom Billman. ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! Seremos la comidilla de todo Londres.
Frank, apesadumbrado, miró a sus dos hijas, y dándose la vuelta fue directo hacia el armarito de la bebida. Tras servirse un whisky cargadito, se lo bebió de un trago y se sentó.
—Chicas, sentaos. Tenemos que hablar muy seriamente —les ordenó.
Ana, aún sorprendida por la bomba informativa que había soltado, se sentó junto a su padre mientras su hermana y su madre continuaban discutiendo. ¿Por qué había dicho lo del bebé? ¿Se había vuelto loca? Pero al mirar hacia la tele y ver los anuncios de Navidad, con niños, juguetes y regalos, lo supo. No quería abortar.
—Cariño —dijo de pronto su padre, sacándola de sus pensamientos—, ¿estás bien?
—Sí, papá —afirmó sin mucha convicción, mientras lo agarraba de la mano y éste sonreía.
—¡Frank…! —gritó Teresa—. Llama al doctor Witman. Creo que me va a dar un infarto de un momento a otro.
El hombre, tras poner los ojos en blanco, se levantó, sentó a su mujer en un sillón y, acercándole su copa, dijo sin hacerle mucho caso:
—Teresa, bebe whisky y olvídate del doctor. Tenemos una reunión familiar. Y tú, Lucy, siéntate.
—Yo… Nosotras hemos quedado con Tom y…
—Llámale y dile que hoy tenéis que estar con la familia.
—Pero, papi…
El hombre clavó como pocas veces la mirada en su hija y, manteniendo su decisión, repitió:
—Siéntate, y no me hagas enfadar.
Por primera vez en muchos años, Lucy se sentó sin protestar mientras Ana, sorprendida por aquel tono de su padre y el mutismo de su madre, los observaba. Tras unos segundos en silencio, Frank miró a las tres mujeres de su vida y advirtió:
—Vamos a hablar los cuatro como personas civilizadas, por lo tanto, Teresa, te prohíbo hipos, numeritos desgarrados y todas esas cosas que tú ya sabes, o márchate del salón antes de que comience a hablar con mis hijas, ¿me has entendido?
—Sí, Frank —asintió la mujer, asombrada.
Luego, miró a sus hijas, y dirigiéndose a una descolocada y pálida Ana, le preguntó:
—¿De cuánto tiempo estás?
—Poquito, papá.
Frank asintió y volvió a preguntar:
—¿Y el padre qué dice?
Por un instante, quiso contarles la verdad. El padre era un suizo del que no sabía nada. Pero comunicarles que aquello era el resultado de lo que vulgarmente se llama un pin-pan o noche loca, le pareció muy fuerte. Por ello, con una candorosa sonrisa, se retiró el flequillo de la cara y aseguró:
—Está…, está tan feliz como yo.
—¡Por el amor de Dios, Pato!, ¿voy a ser tía?
—Sí, Nana. Eso parece —contestó sonriendo con timidez.
—¿Y quién es el padre de mi futuro nieto? —quiso saber Teresa.
Ana la miró y vio cómo la mano que sujetaba el pañuelo subía peligrosamente hacia su boca. Iba a llorar de un momento a otro si no le decía que el padre de su futuro nieto era el conde de Salvatierra o el príncipe de Zamunda, pero ya no había vuelta atrás. Con rapidez decidió inventar una bonita historia de amor que luego con el tiempo ella se encargaría de que se desvaneciera.
—Es…, es un hombre encantador. —Y tocándose la oreja, dijo—: Se…, se llama Rodrigo y trabaja como bombero para la Comunidad de Madrid.
—¡Vaya!, mi hermanita es lista. ¡Un bombero! —cuchicheó Lucy, guiñándole un ojo.
—¡¿Un bombero?! —gritó Teresa con desgarro.
—¡Teresa! —la regañó Frank.
—Pero, Frank, ella se merece algo mejor. Es una chica de bien. Tiene estudios y es…
Sin dejar que terminara, Ana miró a su madre y aseveró:
—Mamá, Rodrigo es una persona excepcional, que me quiere por cómo soy, no por quién soy. Me cuida, me mima, está pendiente de mí en todo momento, y eso me hace feliz. ¿Acaso no quieres que yo sea feliz? ¿Acaso prefieres un hombre que ni me mire, pero que esté casado conmigo por ser la hija de Frank Barners? Porque yo no quiero eso.
—Pero, hija, escucha…
—No, mamá. Yo quiero alguien que por las mañanas me bese cuando me despierto de mal humor, alguien que me haga sonreír y, sobre todo, alguien que cuando pasen los años —dijo mirando a su padre— me siga queriendo aunque me vuelva una mujer intransigente. Yo busco eso en un hombre, y Rodrigo me lo da —mintió—. Él está tan emocionado por lo del bebé como yo. No ha sido un bebé buscado, pero ha llegado en un momento de nuestras vidas en que no podemos obviarlo y deshacernos de él. ¿No querías nietecitos? Pues aquí vienen —afirmó tocándose su liso estómago—. O acaso porque son hijos de un simple bombero serán menos bonitos y los querrás menos.
—No, cariño…, eso no —murmuró la mujer—. Mis nietos serán mis nietos sean de quien sean, y los querré con locura.
Emocionado por aquellas palabras, Frank le tomó la mano y se la apretó.
—Estaré encantado de conocer al hombre que tan feliz hace a mi hija. Y te aseguro que seré el orgulloso abuelo del pequeñín que viene en camino.
—Gracias, papá.
Tras fundirse en un abrazo con su padre, Ana oyó toser a su madre y se volvió para mirarla.
—Cariño, lo siento… Pues claro que quiero verte feliz. ¡Voy a ser abuela!
—Eso parece, mamá —sonrió.
Teresa soltó el pañuelo, abrazó a su hija y se la comió a besos, haciendo reír a su marido.
—Mañana mismo iremos a la tienda de bebés de mi amiga Caroline y…
—No, mamá —rechazó con decisión—. No iremos a ningún sitio porque no quiero que nadie sepa lo de mi embarazo todavía. Si la prensa se entera no me dejarán vivir, y mi vida en España es tranquila y sosegada. Demos tiempo al tiempo y después ya se sabrá.
Frank agarró a su mujer de la mano y ésta asintió mientras Lucy, frente a los tres, sollozaba a moco tendido como una tonta.
—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Ana.
Su hermana, con los ojos hinchados como huevos y sonándose con el pañuelo que su madre le había pasado, la miró.
—¡Ay, Pato! Llevaba tiempo sin vivir un momento tan bonito con vosotros y…, y…, y eso me hace llorar. ¡Voy a ser tía de un precioso bebé! Os quiero, lo voy a querer a él y eso me hace muy feliz, porque tengo una familia maravillosa.
Frank sonrió. Levantándose, hizo que Lucy se levantara a su vez, y antes de abrazarla con amor, afirmó para horror de su mujer:
—Ve buscando el vestido de novia más bonito, porque en mayo celebraremos tu boda con ese tal Tom y conoceremos al padre de tu sobrino y mi nieto.
Al oír aquello a Ana se le encogió hasta la tirilla del tanga. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había dicho todas aquellas mentiras? Se había metido en un buen lío.