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Madrid, siete años después

El atronador sonido de las sirenas hizo que muchos de los vecinos de la plaza de Santa Ana se asomaran a sus puertas para ver lo que pasaba. Horrorizados, vieron el humo salir de uno de los pisos y cómo los bomberos tomaban la plaza. Instantes después, la policía comenzó a entrar en los portales colindantes al incendio para evacuar a los inquilinos.

En uno de aquellos edificios estaba Ana trabajando en el estudio de fotografía. Ajena a todo lo que ocurría, disfrutaba con la sesión de fotos que estaba realizando para una firma de lencería italiana. Las modelos eran amigas, los maquilladores un cielo, y por una vez, todo el mundo parecía relajado y contento. Con música de Prince para animar la sesión, Ana se dirigió a las modelos con la réflex en la mano:

—Chicas, moveos al son de la música y subid los brazos por encima de la cabeza mientras me miráis. —Las modelos obedecieron rápidamente, y mientras apretaba el disparador de la cámara, susurró—: Muy bien…, muy bien… Estáis guapísimas.

—¿Salgo bien? ¿Se me ve bien? —preguntó una de las modelos.

—Sí, Iris —asintió Ana—. Sales guapísima.

Nekane, la ayudante de Ana, puso los ojos en blanco. Iris era el súmmum del egocentrismo. La conocía desde sus comienzos y tras haber entrado en la mejor agencia de modelos de España se creía la próxima Naomi Campbell.

Después de varias fotografías, Ana se volvió hacia su ayudante.

—Neka, prepárame el ob…

No pudo terminar la frase. Alguien aporreaba el timbre, y Nekane fue a abrir. Dos segundos más tarde, con cara de susto, entró junto a un policía.

—Tenemos que salir rápidamente. Hay fuego en el piso y…

Fue oír la palabra «fuego» y las modelos y los dos maquilladores salieron pitando; eso sí, Iris la primera y empujando a todo el mundo. El policía, aún sorprendido por cómo habían salido los otros, miró a las dos muchachas que permanecían ante él.

—Señoritas —dijo—, deben abandonar el piso ¡ya!

Sin tiempo que perder, Ana cogió varios abrigos y, con la cámara aún en la mano, acució a su amiga.

—¡Vamos, Neka! Debemos salir.

De inmediato, abandonaron el piso acompañadas por el policía y comprobaron que la escalera estaba llena de humo. ¡Eso las asustó! Aquello parecía más grave de lo que habían pensado. Una vez que salieron del portal, guiadas aún por el poli, se quedaron en un lateral de la plaza. Segundos después, al ver cómo los policías y los bomberos miraban hacia donde estaban ellas y las modelos, Ana les entregó los abrigos a las chicas a toda velocidad. Con las prisas se habían marchado en tanga y sujetador.

—El humo sale de la casa de Encarna —murmuró Neka, angustiada.

—Espero que esté bien —susurró, aterrorizada, Ana. Si algo en el mundo le daba pavor era el fuego. Y verlo tan cerca y tan devastador la tenía atenazada.

Mientras los bomberos trabajaban, Ana, cámara en mano, comenzó a fotografiar lo que veía. Imágenes de gente asustada, fotos de los bomberos en acción, hasta que de pronto su objetivo se paró en un bombero que, subido a una escalera móvil, se acercaba a un balcón.

—Neka…, Encarna está allí —anunció, horrorizada.

La amiga le quitó la réflex, observó la situación a través del objetivo y luego se la devolvió con manos temblorosas.

—No hay que preocuparse por nada —le aseguró—. Ese bombero la va a ayudar. ¡Ya lo verás!

Con los pelos de punta y el corazón latiéndole a mil, Ana vio cómo el bombero hablaba con Encarna; por sus gestos, le debía de pedir calma. La mujer, al final, le hizo caso, y un par de minutos después, el hombre llegó hasta ella, la aupó y la metió en el cajón móvil de la escalera. Todos los que habían observado la acción boquiabiertos prorrumpieron en aplausos, emocionados.

—¿Lo ves? —se congratuló Nekane—. Ya te he dicho que ese hombretón la salvaría.

Durante más de una hora los bomberos trabajaron sin descanso, hasta que el pequeño fuego que había ocasionado un gran humo fue extinguido. Cuando los del Samur dejaron que Ana y Nekane se acercasen a su vecina, ésta gimió al verlas.

—¡Bendito sea Dios, criaturiñas! ¡Qué susto! ¡Qué susto!

—¿Estás bien, Encarna? —preguntó Ana, abrazándola.

—Sí, bonita. Pero casi no lo cuento. ¡Aiss, qué angustia! —exclamó entre sollozos y secándose los ojos con un pañuelo.

—No pienses eso, Encarna. No te ha pasado nada y estás bien —afirmó sonriendo Nekane.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde se ha producido el fuego? —preguntó Ana, abrazando aún a la mujer.

—En la cocina. Estaba haciendo las rosquillas que os prometí —explicó, y las chicas sonrieron—, y como empezaba la novela, he corrido al comedor para no perderme ni un segundito. Creía que había apagado el fuego, pero no lo había hecho. Cuando me he dado cuenta, la cocina entera ardía y…

—Desde luego, Encarna, los numeritos que organizas para que un bombero te coja en brazos… —se mofó Nekane para hacerla sonreír.

Ese comentario, en efecto, logró arrancarle una sonrisa a la mujer, que se acercó todavía más a ellas y murmuró:

—¿Habéis visto qué buenos mozos han venido?

—Ya te digo —sonrió Nekane al ver a varios de los bomberos ligoteando con las modelos—. Estoy viendo a unos pedazos de tordos que me tienen extasiada.

Ana rió e hizo algunas fotos a los hombres. Nekane era ocurrente. Pero Encarna no había entendido lo que la joven había querido decir.

—¿Tordo? ¿Qué es un tordo? —preguntó.

Nekane, divertida, repasó de arriba abajo a uno de los bomberos que trabajaban ante ellas.

—Es una expresión de mi preciosa tierra —le aclaró—. Cuando una navarra como yo ve a un chico guapo suele decir «¡Qué pedazo de tordo he visto!».

—Manda truco, lo que hay que oír —dijo riendo Encarna, y señalando a varios bomberos, añadió—: Mira cómo ligan con esas muchachas. Son vuestras modelos, ¿verdad? —Ambas asintieron, y la mujer susurró—: ¡Hermosa juventud!

Ana sonrió. Llevaba rato observando cómo varios bomberos y los polis más jóvenes se acercaban hasta las modelos.

—Mira Iris qué contenta está —indicó, mirando a Nekane.

—¡Ahí va la leche! —soltó entre risas Nekane—. Mírala qué entregada está a la causa.

—¿Puedo decir algo? —preguntó Encarna.

—¡Claro! —respondieron las dos.

—Es sobre tu amiga, Nekane.

—¡Bah!, dejémoslo en que es una conocida. Y si me vas a decir que es una cebollina, ¡ya lo sé!

Encarna, sabedora de lo que pensaba Nekane, asintió, y tocándose la barbilla, añadió sin pelos en la lengua:

—Esa amiga tuya para mi gusto es una lagarta.

—Ya te digo. Para que luego digan que las peores somos las que llevamos tatuajes y piercings —se mofó Nekane, haciendo reír a su amiga.

—Pero bueno —intervino Encarna de nuevo—, ¿habéis visto cómo se abre el abrigo para enseñarles el muslamen?

—Y lo que no es el muslamen. Menuda perraca —suspiró Nekane.

—¡Neka! —protestó Ana.

—Ni Neka ni leches en vinagre —cortó Encarna—. Qué narices hace enseñando el potorro a esos hombres. ¡Qué sinvergüenza!

—¡Encarna! —exclamó Ana riendo.

—Es una pájara de mucho cuidado —se sinceró Nekane—. Pero cuando me pidió con esos ojitos que la acogiera en casa durante unos meses, no pude decir que no, aunque llevo tiempo arrepintiéndome.

Durante un rato, las tres observaron cómo aquélla desplegaba todo su amplio abanico de pestañeos, morritos y posturitas sexuales ante todo bombero o policía macizo que se le acercara. Iris parecía estar pasándolo muy bien rodeada de esos hombres que babeaban por ella. Estaban entretenidas contemplando el espectáculo cuando uno de los bomberos se aproximó a ellas. Era el que había auxiliado a Encarna. Ésta, al reconocerlo, se levantó y directamente lo abrazó.

—Gracias, riquiño, por sacarme de ese infierno vivita y coleando.

Ana, al tener a aquel bombero a escasos dos palmos de ella, sintió un extraño escalofrío seguido de un retortijón en el estómago al verle sonreír y presenciar cómo unos sensuales hoyuelos se le marcaban en los pómulos. Era enorme y viril. Y cuando se quitó el casco que llevaba comprobó que tenía el pelo oscuro, poseía unos impresionantes ojos azules, una nariz perfecta y unos labios gruesos y tentadores. «¡Qué monada!», pensó. Tenía ante ella al más morboso sueño para con seguridad cientos de mujeres. Un bombero sexy y vigoroso que quitaba el aliento. Pero manteniendo el tipo, ni se movió mientras él sin mirarla contestaba a Encarna.

—De nada, señora. Es mi trabajo y lo hago encantado. Pero debe prometerme que tendrá más cuidado a partir de ahora cuando cocine y, sobre todo, que se acordará de retirar la sartén del fuego, ¿de acuerdo?

La gallega asintió y, agarrándolo del brazo, le preguntó:

—¿Te gustan las rosquillas?

La expresión del bombero se tornó risueña.

—Pues sí. Me gustan much…

Sin dejarle terminar la frase, la mujer añadió:

—En cuanto tenga la cocina en condiciones, te haré un barreño para ti y tus compañeros, y os las llevaré al parque de bomberos. —Y mirando a las jóvenes que estaban a su lado calladas, apuntó—: Y les diré a estas dos preciosidades, por cierto solteras y sin novio, pero con negocio propio, que me acompañen.

Se quedaron atónitas por lo que Encarna acababa de decir, mientras Ana sentía cómo un calor inesperado le recorría el estómago. Antes de que pudieran protestar, el impresionante tiarrón de casi dos metros las miró y respondió con una sonrisa socarrona:

—Estaremos encantados de recibirlas en el parque de bomberos.

—¡Cabo! —gritó uno de aquellos hombres—, cuando quiera nos podemos ir.

Mientras el bombero asentía, se le acercó otro compañero.

—¡Rodrigo! Debemos atender un nuevo aviso —le indicó.

Al oír su nombre, el joven bombero se dio la vuelta y, tras guiñarle el ojo con complicidad a Encarna, dijo al tiempo que se alejaba:

—Le tomo la palabra. ¡Espero esas rosquillas!

Una vez que se apartó lo suficiente, las muchachas miraron a la mujer.

—La madre que te trajo, Encarna —siseó Nekane—. Pero ¿cómo se te ocurre decir eso?

—Niñas, ¿habéis visto qué guapiño es el cabo ése?

—Desde luego… —protestó Ana mientras seguía los movimientos del bombero—. ¿Por qué dices eso? Ahora nos recordará como las solteras y sin novio.

La mujer, con una picarona sonrisa, las miró y, dejándolas boquiabiertas, murmuró:

—No me seáis antiguas, muchachas. Tordos como ése no se ven todos los días.

Aquella noche y las siguientes Encarna se quedó a dormir en el piso-estudio de Ana y Nekane. Su casa, en especial la cocina, no estaba en condiciones de ser habitada, y aunque realmente no había pasado nada, el olor a humo hacía imposible dormir allí.

Mientras cenaban en la mesita baja del comedor, Encarna, con sutileza, observó a Iris en tanto ésta hablaba por el móvil. Ciertamente, la chica era monísima. Alta, pelazo rubio de anuncio, ojos rasgados y verdes, pechazo terso y cuerpazo, pero aparte de eso ¡era insustancial! Sin embargo, se guardó de decir nada que pudiera resultar ofensivo.

Emocionada, Iris hablaba y hablaba con una amiga. Le contaba que el sábado había quedado con un grupo de bomberos madrileños para cenar e ir de fiesta a Garamond, y animaba a la otra a asistir. Sin importarle que la estuvieran escuchando, le explicó que los bomberos babeaban mirándole el canalillo y las piernas, y que incluso la habían piropeado. Tampoco omitió que varios de ellos eran escandalosamente guapos. Tras relatarle a su amiga el maravilloso vestido que se iba a poner para impresionarlos y los zapatos de taconazo de diez centímetros que se iba a calzar, cerró el móvil.

—¿Qué pasa? —preguntó, colocándose con el meñique el pelo detrás de la oreja, al ver que las demás la observaban.

Ana y Encarna no contestaron, pero Nekane no pudo reprimirse.

—Desde luego, tienes menos cerebro que un mosquito. Tú, ¿a qué has venido a Madrid, a trabajar o a ligar con cualquier hombre que te mire y te diga que eres divina de la muerte?

—A ambas cosas. Y perdona, bonita, pero tengo suficiente cerebro como para compaginar las dos cosas.

—¿Estás segura?

Masticando un trozo de pavo, Iris la miró.

—Por supuesto que sí —respondió—. De todas formas…

—Calla, calla, calla…

—Sólo te iba a decir que vosotras también podríais venir el sábado —añadió la modelo con gesto serio.

—¿Yo también? —preguntó Encarna alegremente. Pero al ver la cara de Iris, dirigió los ojos a las dos muchachas a las que tanto apreciaba y dijo con guasa—: Yo no iré, pero vosotras dos sí. Merecéis salir con esos hombretones y pasarlo bien.

Nekane y Ana intercambiaron una mirada y con una sonrisa de complicidad asintieron. ¿Por qué no?

El sábado por la noche un grupo de siete chicas llegó al restaurante donde habían quedado con algunos de los bomberos. Allí los hombres las recibieron encantados, y tras besos y presentaciones, unas más efusivas que otras, el nutrido grupo se sentó alrededor de una enorme mesa y comenzó a cenar.

Como ya esperaban Nekane y Ana, los bomberos se centraron en las cinco guapas modelos. No era que ellas fueran feas, sino que las otras eran precisamente ¡modelos! Y con su estampa, sus miradas y sus insinuaciones era difícil competir.

—¿Qué te parece si cuando lleguemos a Garamond nos desmarcamos del grupo? —preguntó Nekane.

—¡Perfecto! —asintió Ana, encantada.

—Es que como continúe mucho rato con las repipis éstas te juro que al final salgo en las noticias. Pero ¿tú has visto las tonterías que hacen?

Ana sonrió. En cierto modo, el egocentrismo y la forma de ser de las chicas le recordaban a su hermana, y eso la divertía, pero decidió cambiar de tema.

—¿Sigue trabajando Andrés en Garamond?

—Sí.

—Genial. ¡Copas gratis! —aplaudió Ana.

Una vez que acabaron los postres, todos se trasladaron en distintos coches al local de copas. Allí, los bomberos se encontraron con otros amigos, y el grupo se agrandó. Ana y Nekane se miraron. Era el momento de huir y buscar a su amigo.

Andrés se mostró encantado de verlas y rápidamente las invitó a un par de copas. Bebía los vientos por Nekane, aunque ésta no quería nada con él. Un rato después, las muchachas comenzaron a hablar con un grupo. Ana se fijó en un joven, un suizo de pelo claro, ojos azules y sonrisa cautivadora. Se llamaba Orson. Estaba en España por viaje de placer y aquélla era su última noche en el país. Estuvo conversando animosamente con él hasta que Nekane le dio un codazo para atraer su atención.

—¡Dios míoooooooooooooo! ¿Ése con el que habla la tonta de Iris será de verdad o de atrezo?

Dándose la vuelta, Ana se fijó en unos tipos enormes que hablaban al otro lado de la sala con Iris.

—¿Cuál de los armarios empotrados?

—El tordo moreno de pantalón negro, polo claro y culo respingón.

Ana lo observó.

—Oye…, qué culito más mono tiene —susurró. Pero al ver a su acompañante, añadió—: El tío que está al lado del que dices con el vaquero oscuro y el jersey caqui de ochos, ¿de qué me suena?

Durante unos instantes, ambas lo miraron, hasta que recordaron quién era.

—¡Rodrigo! El bombero.

—Sí…, es él. ¡Madre mía, lo bueno que está! —exclamó Ana, que al verlo de nuevo sintió que el estómago se le contraía.

—Pedazo de tordo —silbó Nekane—. Eso sí…, a mí me gusta más el otro. ¡Es tan sexy! Oye…, ¿y si vamos a cortarle el rollo a la diva y hacemos que nos los presente?

Animada por el momento y por la presencia de aquel hombre que la atraía, Ana le dijo a Orson que en seguida regresaría. El suizo asintió y continuó hablando con el resto del grupo mientras las dos muchachas se acercaban a donde estaban los otros.

—Iris —dijo Nekane con gesto divertido—, ¿nos presentas?

Al oír su nombre, la joven se volvió, las miró y, con una falsa sonrisa, accedió:

—Éstas son Nekane y Ana. Éstos son Calvin y Rodrigo.

Sin demora, las jóvenes se pusieron de puntillas, decididas a besarlos en la mejilla. Ellos intercambiaron una mirada, divertidos. Una vez que se saludaron, Ana se apoyó en el brazo de Rodrigo para no caerse y comentó con fingido desparpajo:

—A ti ya te conocemos.

El hombre clavó sus espectaculares ojos azules en ella al mismo tiempo que dos maravillosos hoyuelos se le marcaban en las mejillas.

—¿Sí? ¿De qué?

Ana tragó saliva mientras aquel impresionante tiarrón la miraba e instintivamente se humedeció los labios. Rodrigo era un hombre sexy, y eso le gustaba y mucho. Pero por alguna razón inexplicable la presencia de aquel hombre demoledor hacía que se sintiera torpe y excesivamente nerviosa. ¿Qué le ocurría? Finalmente, como pudo, se retiró con comicidad el flequillo oscuro de la cara y respondió:

—El otro día estuvimos contigo cuando salvaste a nuestra vecina, a la que se le había incendiado la cocina.

—¡Oh, sí! Encarna te estará eternamente agradecida —apostilló Nekane.

—¿La gallega de las rosquillas? —preguntó Rodrigo con tono burlón.

—Sí —asintieron al unísono.

—Entonces, vosotras tenéis que ser… las dos solteras y sin novio pero con negocio propio, ¿recuerdo bien?

Ante aquel comentario y viendo guasa en la mirada de Rodrigo, Ana dio un respingo hacia atrás y pensó: «Sexy pero imbécil».

—Tenemos un estudio de fotografía —aclaró Nekane al ver el gesto de su amiga.

El joven moreno de culo respingón que acompañaba a Rodrigo se quedó por un momento contemplando a la muchacha de gran moño sesentero en la cabeza, mono rosa y amplio cinturón.

—¿Te puedo preguntar de qué vas disfrazada? —le dijo.

Nekane clavó sus ojazos oscuros en él y siseó:

—¿Te puedo preguntar en qué mundo vives, paleto?

Boquiabierto, Calvin replicó:

—Oye, disculpa. No quería ofenderte, pero es que aquí pocas chicas van vestidas como tú y…

—Mira, guapo, punto uno, no voy disfrazada; punto dos, lo que ves es mi manera de vestir, y punto tres, no tienes ni puñetera idea de moda o sabrías que mi estilo retro e irreverente se debe al movimiento de los cincuenta y sesenta.

—Ahora lo pillo —contestó él con una espectacular sonrisa—. Vistes como esa cantante británica que murió. Sí, hombre, ésa que…

—Amy Winehouse —siseó Nekane.

—¡Exacto! —exclamó riendo. Y acercándose a ella, le dijo—: Venga, hagamos las paces. Asumo que soy un paleto y me dejas invitarte a tomar algo.

La navarra sonrió y se encogió de hombros.

—Vale…, pero que conste que no discuto contigo porque tengo sed.

Rodrigo, al ver que aquellos dos se alejaban, miró a la joven morena que permanecía a su lado callada y le preguntó aproximándose más a ella:

—Ana, ¿eres fotógrafa?

—Sí.

Centrándose en aquella morenita de pelo liso, apoyó un hombro en la pared y volvió a preguntar con voz melosa:

—¿Y qué tipo de trabajos realizas?

—De todo un poco. —Y al comprobar que él la miraba directamente a los ojos esperando algo más, continuó sin atragantarse—: Con esta crisis no se puede ser muy selectivo, pero no nos quejamos. Tenemos buenas firmas en nuestra agenda y la mayoría de los trabajos que realizamos son para revistas de moda o catálogos.

—¡Qué interesante! —asintió Rodrigo, y Ana sonrió—. ¿Cómo se llama tu estudio?

—Objetivo 2.

Durante un buen rato los dos hablaron de fotografía. A Rodrigo le atraía ese campo, y Ana le explicó varias técnicas para poder sacar buenas fotos, a pesar de que los nervios le retorcían el estómago. Media hora después, cuando Iris fue consciente de que esos dos aún seguían hablando y de que su objetivo cada vez se acercaba más a Ana, decidió acabar con aquello, y aproximándose con paso seguro se puso entre ellos y, con una voz cautivadora, se dirigió al bombero:

—¿Te he dicho que soy modelo?

«Lo que eres es una perraca», pensó Ana, molesta cuando vio que Rodrigo dejaba de mirarla y respondía con tono insinuante:

—Sí, preciosa, lo sé.

—Trabajo para la agencia Woman Perfect, y justo el otro día estábamos en una sesión fotográfica de lencería femenina cuando ocurrió ese horrible incendio. —Puso morritos—. Por eso iba vestida sólo con aquel abrigo…, sin nada debajo.

Rodrigo sonrió como un lobo hambriento. Cinco minutos después, Ana se sintió fuera de lugar. ¡Hombres! Rodrigo ya no la volvió a mirar ni una sola vez. Se había vuelto invisible para él. Únicamente tenía ojos y palabras para la modelo, y decidió regresar junto al suizo, que sonrió encantado al verla de nuevo.

Una hora más tarde, mientras tomaba una copa, observó con disimulo a Nekane, que hablaba con el joven bombero de culo respingón, y sonrió. Su amiga había ligado con un buen tordo. Después, miró con desdén hacia la idiota de Iris. ¡Lagarta! Con sus posturitas y sus insinuaciones había atrapado absolutamente toda la atención del único hombre que a ella le había atraído en la sala. Pero como era una mujer práctica, decidió dar carpetazo a aquello y centrarse en el suizo. Era muy agradable y simpático.

Sobre las cinco de la mañana, los grupos se comenzaron a dispersar, y cuando Nekane le hizo una seña de que se marchaba con el bombero, Ana asintió. Ambas eran mujeres liberales y decidían cuándo y con quién querían estar. Tras ellos vio marcharse a Iris y a Rodrigo, y veinte minutos después, el suizo de preciosos ojos azules le sugirió que fueran a su hotel. Ana aceptó. Se presentaba una excitante noche por delante. Y así fue. Orson resultó ser un magnífico amante, y ambos lo pasaron maravillosamente bien.

A las nueve de la mañana, Ana llegó a su casa. Estaba cansada y feliz. Tras dejar el bolso sobre el sofá, se quitó los tacones y los tiró en el salón. Descalza, se dirigió a la cocina, separada del salón por una encimera, y se preparó un café con leche. Una vez que lo hubo calentado en el microondas, lo sacó y se sentó en el respaldo del cómodo sofá, dispuesta a tomarse el café con una magdalena e irse a la cama después. Estaba agotada. Pero de pronto la puerta del baño se abrió y la magdalena se le escurrió de los dedos al ver salir de allí a Rodrigo, el bombero, ¡desnudo!

—Pero ¡¿tú qué haces aquí?! —gritó, descompuesta.

El impresionante tiarrón la miró sorprendido, y a Ana se le secó la boca. Aquel hombre rezumaba poder, sensualidad y deseo por todos los poros de su piel, y seguía sin ocultar ni un centímetro de su cuerpo.

—Eso mismo te iba a preguntar yo —respondió él, frunciendo el ceño.

Ana, con las piernas como chicle, se bajó del respaldo del sofá y dejó la taza en la mesita antes de que se le resbalara de las manos. ¿Qué hacía aquel pedazo de tío desnudo en su salón? Como pudo, agarró un cojín del sofá y, tirándoselo de malos modos para que se tapara sus intimidades, chilló con cara de pocos amigos:

—Ésta es mi casa, ése es mi baño y lo que te tapa tu aparatito ¡es mi cojín!

—Toma. Yo no te lo he pedido —dijo él, entregándole el almohadón.

Boquiabierta por el descaro de Rodrigo, la joven cerró los ojos con comicidad.

—¡Por Diosssss, quieres taparte! —insistió.

Aunque la situación le resultaba divertida, le hizo caso y, suspirando, le indicó:

—Ya me he tapado. Puedes mirar.

Ana abrió primero un ojo y luego el otro. Se había tapado. Y tras repasar de nuevo aquella imponente figura, le preguntó:

—Te ha traído Iris, ¿verdad? —Él asintió, y ella gritó—: ¡Iris! Sal ahora mismo de la habitación, o como te saque yo, te juro que lo vas a lamentar.

Dos segundos después, la modelo apareció con cara de alucine y sólo vestida con una camisa abierta.

—¡¿Cómo se te ocurre traer a un tío a casa?! —vociferó Ana fuera de sí—. Pero ¿tú eres tonta o qué? ¿De qué lo conoces para meterlo en mi casa?

Rodrigo quiso decirle que él no era cualquiera, pero no pudo; primero, porque Ana estaba hecha una furia, y segundo, porque en cierto modo tenía razón. No lo conocían de nada.

—¿Quieres dejar de chillar para que te lo pueda explicar? —respondió Iris sin cambiar su gesto de asombro.

—¿Qué me tienes que explicar? ¿Que te has acostado con él en mi casa? Mira, guapa, hasta ahí llego.

Rodrigo, antes de que una u otra volviera a gritar, dijo mirando a Iris:

—Ella tiene razón. Si me hubieras dicho que ésta no era tu casa, no habría venido.

—Tú cállate y tápate —le increpó Ana—. Que nadie te ha dado vela en este entierro.

—Pero yo… creí que… —insistió la modelo.

—¡Tú por creer lo crees todo…! —gritó Ana sin que pudiera evitar fijarse en el tatuaje que el bombero tenía en el brazo y que le subía hacia el cuello. «¡Sexy!», pensó. Pero cerró los ojos y continuó—: Escúchame. Aquí no entra un tío más, ¿vale? Porque si yo no traigo a mi casa a los hombres con los que me acuesto una noche, ¿por qué los vas a traer tú?

—Ella vuelve a tener razón —asintió Rodrigo, sorprendido por la sinceridad de aquella pequeña y enfadada morena.

—¡Jolín, lo siento! —soltó Iris, indignada, y desapareció en la habitación dejándolos a los dos solos en el salón.

Malhumorada, Ana se volvió hacia él y lo miró con desdén.

—¡¿Ella?! ¿Esa ella soy yo? —preguntó.

—Sí.

—¿Y se puede saber por qué no me llamas por mi nombre?

—Porque no recuerdo cómo te llamas. ¿Te parece buena respuesta? —respondió él, levantando la voz.

Aquello a Ana le dolió. Horas antes habían hablado un buen rato sobre fotografía. Incluso le había parecido que le tiraba los tejos cuando le había tocado el pelo y se lo había revuelto. ¿Y no recordaba su nombre? Ofuscada con lo ocurrido se dio la vuelta dispuesta a dirigirse hacia su habitación, pero antes de dejar el salón se volvió y, señalándolo con el dedo, le dijo:

—Te… fuera… quiero… Digo, te quiero fuera de mi casa en cinco minutos. Si salgo de mi habitación y sigues aquí plantado, me da igual que estés desnudo o vestido, ¡te echaré de aquí! ¡Ah!, y el cojín déjalo en el baño para lavar, ¿entendido?

Tras decir eso desapareció por el pasillo, y lo siguiente que el bombero oyó fue un increíble portazo. Rodrigo, aún anonadado, sonrió. A sus treinta y cuatro años era la primera vez que le ocurría algo parecido. Pero como no estaba dispuesto a que aquella fiera lo echara de la casa desnudo, entró en la habitación de Iris y, tras resistirse a los pucheros y a las insinuaciones absurdas de la modelo, se vistió y se marchó.

La situación en casa de Ana se relajó pasados un par de días. Nekane le aclaró a Iris que allí no se podía llevar a ningún desconocido a dormir. Una cosa era que la pasaran a recoger o a tomar un café, y otra muy diferente que un individuo que no conocían de nada campara por la casa con total libertad.

Fue transcurriendo el tiempo, y Nekane, animada por su amiga Ana, comenzó a quedar con Calvin, el bombero de culo respingón. Juntos lo pasaban en grande y, a pesar de que sus vidas nada tenían que ver, se atraían como dos imanes.

Un día, una gran nevada sorprendió a la ciudad de Madrid, que lógicamente se colapsó. Por la tarde, habiendo ya anochecido, mientras Ana y Nekane veían la televisión bajo sus mantitas sonó el portero automático de la casa. Ana se levantó para responder.

—¿Quién es?

—Soy Rodrigo. ¿Baja Iris?

Al oír aquella voz Ana no pudo remediar que le acudiera a la mente el momento en que lo había visto desnudo, y apoyándose en la pared, acalorada, contestó:

—Un momento.

Cuando colgó el telefonillo, se encaminó hacia el baño y llamó a la puerta.

—Está abajo, esperándote, el bombero. Date prisa.

—¿El cabo?

—Y yo qué sé… —protestó Ana, no dispuesta a seguirle el juego.

Iris abrió la puerta, aún sin arreglar y con el pelo mojado.

—No me he pintado todavía. Dile que me espere —soltó, y cerró la puerta.

Ana, mientras caminaba de nuevo hacia la puerta para dar el mensaje, miró por la ventana y sintió frío al ver cómo nevaba. ¿Cómo iba a dejarlo en la calle mientras la otra acababa?

—Rodrigo, ¿estás ahí? —dijo una vez que llegó al telefonillo y lo descolgó.

—Sí.

—Deberás esperar un rato. Ella no está preparada.

Lo oyó blasfemar, y eso la hizo sonreír, pero se quedó de piedra cuando él le preguntó:

—¿Podría subir y esperar arriba?

—No.

—Hace un frío horrible y está nevando.

—Peor para ti —respondió Ana, levantando el mentón.

Boquiabierto, Rodrigo asintió.

—Gracias, simpática.

Cuando colgó el telefonillo, regresó al salón.

—¿Quién era? —inquirió Nekane.

—Rodrigo —siseó Ana, sentándose ante el televisor—. Viene a buscar a Iris, y como aún no está preparada, le he dicho que espere abajo.

Nekane miró hacia la ventana e intuyó el frío que debía de hacer bajo la nieve.

—Pobrecillo. Va a coger un trancazo del quince.

—Ése no es mi problema. Que se abrigue.

Pero veinte minutos después la conciencia de Ana hizo que se levantara y cogiese de nuevo el telefonillo del portero automático.

—Rodrigo, ¿sigues ahí?

Nadie contestó. Volvió a preguntar, pero tampoco hubo respuesta. Se sentía fatal, así que cuando colgó, sin pensarlo, se puso unas botas de agua y un abrigo largo.

—Pero ¿adónde vas con lo que está cayendo? —le preguntó Nekane.

—A buscarlo. No soporto pensar que está cogiendo frío por mi culpa mientras la mema de Iris sigue arreglándose sin ninguna prisa.

Una vez que el ascensor llegó a la planta baja, Ana notó el frío glacial que hacía y, abriendo la puerta del portal, comprobó que Rodrigo no estaba allí. ¿Dónde se había metido? Miró hacia la derecha y no vio a nadie. Después miró a la izquierda y un movimiento en el interior de un coche llamó su atención; tras quitarse los copos de la cara constató que se trataba de él. Con paso rápido fue hasta el vehículo y llamó a la ventanilla. Él, al verla allí parada, bajó el cristal.

—¿Tienes ganas de coger una pulmonía? —dijo el hombre.

—Vamos, sube —le respondió con gesto serio.

Inmediatamente, Ana se dio la vuelta y comenzó a correr por la acera. Rodrigo, atónito en un primer momento, salió del coche y oprimió el cierre automático para bloquear las puertas. Entonces, oyó un golpe. Al volverse se encontró a la joven espatarrada en el suelo. Rápidamente llegó hasta ella.

—¿Te has hecho daño?

—¡Aisss, Dios…!, mi culo —se quejó.

—Menudo golpe que te has dado. ¿Tú no sabes que cuando el suelo esta helado no se puede correr?

Fue a contestar, pero un pinchazo en su santo trasero la hizo callar. Dolorida, no sólo por la caída, quiso ponerse de pie cuando sintió que él la levantaba del suelo entre sus brazos.

—¿Qué estás haciendo? ¡Suéltame!

Rodrigo no le hizo caso. Como si fuera una pluma la llevó en volandas hasta el portal, y cuando llegó, la miró y con gesto inflexible le dijo:

—Abre la puerta y te dejaré en el suelo.

Estar tan cerca de él, percibir su aroma, sentir su fuerza y sus poderosas manos agarrándola le perturbaron todos los sentidos. Pero volviendo en sí sacó las llaves del bolsillo y con torpeza abrió la cerradura. Una vez dentro, Rodrigo la soltó. Sin mirarlo, se dirigió al ascensor, y al cerrarse las puertas, se sintió pequeñita junto a él. Cuando el ascensor comenzó a moverse, el hombre fue a decir algo, pero Ana lo señaló con el dedo y, levantando la cabeza, fijó sus ojos en él y siseó:

—No se te ocurra dirigirme la palabra, ¿entendido?

—Pero bueno, ¿qué te pasa? —Él cada vez estaba más sorprendido por cómo le hablaba.

Como no quería seguir contemplando aquellos ojazos y en especial los sexis hoyuelos que la llevaban por la calle de la amargura, Ana bajó la vista al suelo.

—¿Tú estás sordo, o qué?

Rodrigo frunció el ceño y decidió no abrir la boca. Pero ¿qué le pasaba a la señorita malaleche? Cuando entraron en la casa el calorcito del hogar hizo que ambos suspirasen gustosos. Nekane lo saludó y dos minutos después los tres estaban sentados en el salón viendo una película. De pronto, sonó el trino de un pájaro, y Rodrigo observó que había una bonita jaula redonda de color blanco sobre la encimera.

—¡Vaya!, no sabía que tuvierais un pájaro.

—Pues ya lo sabes —respondió Ana sin mirarlo.

¡Qué borde era la morenita! Pero no estaba dispuesto a callar, así que sonriendo preguntó:

—¿Cómo se llama?

Nekane fue a contestar, pero Ana la sujetó del brazo, y esa vez, mirándolo, contestó:

Pío.

¡¿Pío?!

—Sí.

El nombre le pareció gracioso, y aún más la cara de la joven.

—¿Tu pájaro se llama Pío?

—Exacto —replicó Ana—. ¿Algo que objetar?

Rodrigo levantó las manos y negó con la cabeza. ¿Qué le pasaba a aquella chica con él? Diez minutos después, sintiéndose incapaz de continuar callado, afirmó:

—Qué buena es esta película de Resident Evil.

Ambas asintieron con un gesto, pero sin añadir nada más.

—La banda sonora es acojonante, ¿verdad? —insistió.

—Flipante —convino Nekane.

—¿Os gusta Metallica?

Las dos volvieron a asentir.

—Me alegra saber que os gusta la buena música —continuó, cada vez más sorprendido—. No como a la mayoría de las mujeres, a las que les gustan los cantantes guaperas y blanditos que están de moda y que hacen gorgoritos entonando ridículas canciones de amor.

Nekane fue entonces a decir algo, pero Ana se le adelantó.

—Cuando te refieres a guaperas y blanditos, ¿de quién hablas?

Rodrigo sonrió y se pasó la mano por su cortísimo pelo oscuro.

—Pues a cualquiera de ésos que cantan baladitas romanticonas.

—¿Por ejemplo? —preguntó Nekane, riendo.

Al ver cómo lo miraban, especialmente Ana, intuyó que había metido la pata y prefirió callarse. Pero ésta contraatacó con el ceño fruncido.

—Aunque te parezca mentira nuestro cerebro es capaz de procesar que nos guste la música de Marilyn Manson, Method Man o Depeche Mode, y también las baladitas romanticonas que, por ejemplo, cantan Alejandro Sanz y Luis Fonsi, o los boleros de Luis Miguel. ¿Algún problema?

—¿Te gusta Luis Miguel? —se mofó el bombero. Ana resopló pero no contestó, y Rodrigo, cansado de lidiar con ella, añadió—: No sé por qué te pones así. Pero mejor dejémoslo.

—Sí, cállate —siseó Ana, metiéndose un puñado de palomitas en la boca.

Nekane miró a su amiga. ¿Qué le ocurría? De pronto, sonó el teléfono, y Ana alargó la mano para cogerlo.

—¿Sí?

—¡Hola, Pato! ¿Cómo está mi hermana preferida?

Al oír la voz de su hermana, Ana cambió su gesto y sonrió, y olvidándose de todo, se levantó y se marchó a su habitación a hablar. Rodrigo la siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo y, volviéndose hacia Nekane, susurró:

—Nunca imaginé que en un cuerpo tan pequeño entrara tanta mala leche.

La navarra sonrió, pero como no quería polemizar siguió viendo la película.

—¿Por qué le caigo mal? —preguntó entonces el hombre.

Nekane se metió un puñado de palomitas en la boca y lo miró.

—Si no te gusta Luis Miguel, tú no le gustas a ella —aseguró descolocándolo.

Ya en el interior de la habitación, Ana se tocó el trasero por el golpazo que se había dado y se sentó con cuidado sobre la cama.

—¿Cómo estás? —preguntó a su hermana con una sonrisa.

—Bien…, estupenda. Y tú, ¿qué? ¿Vas a venir para Navidad?

—Que sí, petarda —contestó Ana, cerrando los ojos—, que ya le dije el otro día a papá que tengo el billete comprado para llegar allí el día 24 y que me quedaré hasta el 2.

—Tú, ¿todo bien? ¿Algo importante que contar?

—No.

—¿Seguro, Pato?

Sorprendida por aquella pregunta, respondió:

—Vale, ya te he pillado. Tú sí que tienes algo que contarme, ¿verdad?

—¡Sí! —gritó al otro lado del teléfono—. Tengo muchas ganas de verte para explicarte millones y trillones de cosas. Por cierto, que sepas que me he cortado el pelo como Scarlett Johansson en el anuncio de The One de Dolce & Gabbana, y estoy divina. ¡Ah!, y otra cosa, cuando vengas te llevaré a un nuevo spa que ha abierto una amiga mía. Es una cucada.

—¿Todo bien por allí? Mamá y papá, ¿bien?

—Sí, todo lo bien que pueden estar —respondió Nana—. Mamá, tormentosa como siempre, pero por lo demás todo bien.

—Venga, suéltalo. ¿Qué ocurre?

—¿Estás preparada?

—¡Ay, madre!, no lo sé —se mofó Ana—. Anda, dime eso que estás deseando contarme.

—¡Me caso!

—¿Que te casas?

—Sí.

—¿Otra vez?

—Sí —volvió a asentir, emocionada, su hermana.

—Pero ¿con quién? —preguntó, asombrada.

—Con un hombre.

¡Joer, Nana…!, eso imagino. No te vas a casar con una almeja —se burló.

—Se llama Tom Billman. Es un jugador de polo que conocí y, ¡oh Diosss!, ¡estoy loca por él!

Ana suspiró. En los siete años que habían pasado su hermana se había separado de Christopher, había tenido un romance escandaloso con un jugador de fútbol y varios novios de diferente índole. Todo aquello a su madre la tenía en un sinvivir.

—Vamos a ver, Nana, ¿por qué te vas a casar otra vez?

—Porque me gusta mucho Tom y porque he visto un precioso vestido de Rosa Clará con el que voy a estar monísima. —Y sin darle tiempo a decir nada, soltó con un gemido—: Pero temo decírselo a mamá. Seguro que monta alguna de las suyas.

—Nana…, escúchame. Lo primero de todo no llores…

—No lo puedo remediar, Pato —dijo sollozando—. Necesito que vengas en Navidad para contárselo a los papis. Si tú estás a mi lado, sé que podré hacerlo y…

—Tranquila, cariño. Allí estaré para apoyarte. Pero creo que deberías pensarlo.

—Está más que pensado. Me quiero casar con él y punto.

Ana suspiró. Su hermana y sus caprichos nunca cambiarían.

—Vale, vale…

Durante más de una hora estuvieron hablando de aquella nueva locura, hasta que por fin Ana colgó y regresó al salón. Al abrir la puerta allí sólo estaba Nekane ante el televisor. ¿Dónde estaba Rodrigo? Cuando se sentó junto a su amiga, metió la mano en el puñado de palomitas, y la otra, sin que ella preguntara, le dijo:

—Tranquila…, ya se han ido.

Ana asintió y se metió un nuevo puñado de palomitas en la boca, pero un extraño amargor le encogió las tripas al pensar que Rodrigo se había marchado. ¿Qué le ocurría?

Y todo fue de mal en peor. A partir de ese día cada vez que Rodrigo aparecía por casa para buscar a Iris algo le sucedía. Su presencia le imponía tanto que se ponía nerviosa como una colegiala, se daba golpes contra las cosas y tenía las piernas llenas de cardenales. Con disimulo, lo observaba. Aquel bombero que apenas la miraba conseguía que las tripas se le encogieran y el corazón le palpitara descontroladamente. ¿Por qué tenía que ser tan sexy? Hasta que un día, tras casi llevarse un dedo al oír su voz mientras cortaba jamón, fue al baño, se miró en el espejo y susurró, convencida:

—Vale. Me rindo. Me gusta Rodrigo.

Algunos días después, Ana y Nekane estaban inmersas en una sesión de fotos junto a un creativo al que llamaban Popov; reían mientras trabajaban. La empresa de helados Caracola les había encargado unas fotografías para su nuevo catálogo. Helados de vainilla, pistacho, turrón, fresa o chocolate debían traspasar en esencia la imagen y tentar al comprador.

Con cuidado, las jóvenes preparaban puré de patata, al que luego echaban distintos colores hasta conseguir una textura similar a la del helado. Después, elaboraban generosas bolas y con mimo las colocaban sobre bonitas copas de cristal adornadas con flores frescas.

—Me encanta esta canción de Amy —dijo Nekane, poniéndose a bailar al ritmo de Rehab.

—Es muy buena —asintió Popov—. A mi chica, Esmeralda, le encanta.

—Mi preferida de Amy es Me and Mrs. Jones —intervino Ana—. Ésa chulería que tenía al cantarla me gustaba mucho. En especial, ese trozo que dice: «Eres un mierda». ¡Es buenísima!

—¡Vaya, Plum Cake! —se mofó Popov—. ¡Qué romántica!

Todos rieron.

—Es una canción de despecho total —apuntó Nekane—. Cantarle esa canción a un tío es cantarle las cuarenta y ponerlo a caer de un guindo. Aunque es una excelente canción.

Durante un buen rato estuvieron escuchando el CD de Amy Winehouse, hasta que acabó y Popov rápidamente lo cambió. Ahora le tocaba disfrutar a él.

—¡Uff!, tengo una hambre atroz —se quejó Ana mientras pasaba el dedo por el cazo para comer el sobrante del puré.

—Últimamente, eres como una piraña —dijo Nekane, sonriendo—. Todo te lo comes.

A Ana el comentario le pareció divertido, pero se distrajo al ver lo que hacía su amigo.

—Popov, no eches tanto verde, que más que pistacho va a parecer un helado de musgo.

El joven se carcajeó y respondió:

—Calla, Plum Cake, que este verde da una tonalidad muy baja y hay que echarle lo justo para conseguir el color deseado. Ya verás como sale bien. —Pero al sonar una nueva canción dejó de hacer lo que estaba haciendo y preguntó, mirando a Ana—: ¿Bailas, Plum Cake?

La joven asintió.

—Buenoooooooo, ya empezamos con las horteradas —se quejó alegremente Nekane mientras miraba el techo.

Instantes después, comenzaron a cantar mientras bailaban.

Se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices

pues llevamos en el alma cicatrices imposibles de borrar.

Se te olvida que hasta puedo hacerte mal si me decido

pues tu amor lo tengo muy comprometido, pero a fuerza no será…

—¡Anda la leche! Acabo de ver que tenemos que preparar pistacho con trocitos de chocolate —dijo Nekane, parando la música—. Voy sacando las virutas de chocolate y en cuanto me pases el puré verde lo remuevo con el chocolate, ¿te parece?

—Desde luego, jodía navarra, qué cortarrollos eres. ¿No ves que estábamos disfrutando con el Luismi? —se quejó Popov, sonriendo.

—Que no…, que no tengo yo el cuerpo hoy para romanticismos.

—Eso te pasa porque no te has enamorado o nunca has dado con un tío romántico —indicó Popov—. Si esa patata frita que tienes por corazón alguna vez hubiera sentido algo, te aseguro que cuando escucharas una canción de Luis Miguel te pondrías tontita.

—¡Anda ya! —exclamó Nekane entre risas. Pero acercándose a Popov, añadió—: Confieso que alguna canción de él me gusta. Pero eso nunca lo admitiré fuera de estas paredes, o mis amigos me tacharán de friki.

Ana se rió con ganas.

—¿Qué os parece si continuamos con esto y luego seguís con el guateque pastelero? —prosiguió Nekane—. Tengo una cita y he de ducharme y ponerme guapa, y esa restauración lleva su tiempo.

—Con lo guapa que eres al natural… —bromeó Popov.

—Mejoro con chapa y pintura —se mofó Nekane.

—¿Y se puede saber con quién tienes esa supercita? —preguntó Popov, echando polvitos amarillentos al puré.

—Con un bombero —contestó riendo Ana.

—¡Chivata!

—Pero ¿qué me dices?

—Lo que oyes, guapo. A ver si te crees que el único que liga con pibones aquí eres tú. Que tu Esmeralda es muy mona, tan morenita, pero mi Calvin… es cosa divina.

—¡Anda la navarra…, pues no es chula ni na! —exclamó Popov con una sonrisa—. Vamos, pon música romanticona que, si no, me bloqueo y no puedo trabajar.

—Pero no os pongáis a bailar —le advirtió Nekane—, ¿entendido?

—Vale. Te lo prometo —dijo carcajeándose Popov.

Nekane le dio al play, y la canción de Luis Miguel continuó.

—Venga, venga, sigamos con los helados que cuanto antes terminemos antes se marcha ésta a arreglarse y nosotros podremos bailar eso que tanto nos gusta y que dice «si no existierassssssss yo te inventaríaaaaaaa» —animó Ana.

Entre risas continuaron las mezclas hasta conseguir lo que buscaban. Una vez que lo lograron, tras decorar las copas, las llevaron a la zona del estudio, donde Ana encendió las luces y comenzó a realizar su trabajo. Hizo cientos de fotografías que luego veían en el ordenador para comprobar los resultados. Cada uno opinaba según lo que observaba y las fotos se volvían a hacer desde diferentes ángulos. Un par de horas después, se oyó por los altavoces una canción y los tres, olvidándose de todo, se pusieron a cantar en el estudio, bajo las luces, a pleno pulmón.

Confidente de mi sueñosssssssss

de mis pasos cada díaaaaaaaaa

su mirada mi camino, y su vida ya mi vidaaaaaa

o tú o ningunaaaaaaaaaa, no tengo salidaaaaaaaa

pues detrás de ti mi amor, tan sólo algo más

si no existierasssssss yo te inventaría

pues sin duda algunaaaa

o tú…, o tú, o ningunaaaaaaaa.

Tan abstraídos estaban cantando que no se dieron cuenta de que en el estudio entraban tres personas. Iris, algo avergonzada, contempló el espectáculo mientras Calvin y Rodrigo ni pestañeaban, asombrados. No se movieron. Se quedaron donde estaban hasta que terminó la canción y aplaudieron.

Al oír los aplausos, los tres cantarines se volvieron y se quedaron de pasta de boniato. Ana, roja como un tomate, vio que Rodrigo la miraba y sonreía. «¡Maldito!». Y Nekane, que no sabía dónde meterse por aquella pillada, se quedó a cuadros cuando Calvin se acercó a ella y, dándole un beso en los labios, le preguntó:

—¿Sabías que me encanta Luis Miguel?

—No —respondió la navarra, acalorada.

—Es amigo mío —afirmó él.

—¡Qué ilusión! —soltó, horrorizada.

—A mi chica también le encanta —terció el creativo. Y extendiendo la mano, se presentó—: Soy Popov. ¿Y tú?

—Calvin Rivero, y antes de que me preguntes, sí, nací en España. Mi padre es mexicano y mi madre, española.

—Encantado, Calvin —dijo el joven sonriendo—. Y ya que nos sinceramos, mi nombre completo es Pepe Gómez Popov. Mi madre es rusa y mi padre, español.

—¿Y te llamas Pepe?

—Sí, mi padre ganó la apuesta. Si era niño, elegía él, y si era niña, elegía ella. Pero todo el mundo en mi trabajo me llama Popov. Es más comercial e identificativo.

Todos rieron.

—Por cierto, y visto que eres de los míos —añadió Popov—, el once de mayo del año que viene el Luismi va a cantar en Madrid. Mi chica, Ana y yo vamos a ir, ¿os apuntáis?

—¡Qué frikis sois! —se mofó Iris, ganándose una mirada glacial de Ana.

—¡Habló el Oráculo de la sabiduría musical! —respondió Nekane.

La modelo fue a contestar, pero Calvin, adelantándose, miró a su chica e hizo saber:

—¡Me apunto! Y por supuesto mi princesa también.

Nekane quiso morirse. ¿Qué hacía ella en un concierto del Luismi? De pronto, todas las miradas se centraron en Rodrigo, que los observaba callado.

—Conmigo no contéis —aclaró, levantando la mano—. Soy de otro rollo de música. —Y clavando la mirada en Ana, aseveró—: Luis Miguel, pese a quien le pese, no es lo mío.

Ana se dio un golpe en la rodilla con una mesita mientras se mordía la lengua para no insultarle. En ese momento, sonó el teléfono de Popov, pero antes de atenderlo le tendió la mano a Rodrigo.

—Soy Popov, y aunque no lo creas, no te imaginas lo que te pierdes por no escuchar ese tipo de música. A las churris las vuelve locas.

—Soy Rodrigo —respondió el otro riendo y estrechándole la mano.

Después, el creativo salió de la habitación para hablar por teléfono. Ana, que aún se sentía avergonzada porque los hubiesen sorprendido, fue a decir algo cuando Iris se le adelantó:

—Voy a cambiarme. Rodrigo, ¿vienes?

Ana los miró.

—Yo mejor espero aquí —dijo él.

Iris cruzó una mirada asesina con Ana y desapareció de la estancia. Nekane, encantada, le estaba enseñando el estudio a Calvin cuando comenzó a sonar por los altavoces la ranchera La Bikina, interpretada por Luis Miguel, y el chico empezó a cantarla. Nekane lo miró con los ojos como platos y al final sonrió. Rodrigo, a su vez, puso los ojos en blanco. Calvin y sus cancioncitas… Pero al volver la mirada hacia Ana, vio que la joven se daba la vuelta y no decía nada, así que se acercó a ella y, agachándose, la saludó al oído:

—Hola, Ana.

Esa vez no tenía escape. Cuando oyó que mencionaba su nombre, quiso mandarlo a paseo, pero conteniendo sus impulsos curvó los labios y respondió:

—Hola, Rodrigo.

Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada ni se movió, hasta que él rompió el silencio.

—Tienes un bonito estudio.

—Gracias —contestó secamente, intentando concentrarse en las fotografías que veía en el ordenador mientras escuchaba cantar a Calvin.

Con curiosidad, Rodrigo se acercó hasta la mesa donde estaban las copas.

—¿Helado? —preguntó.

—Sí.

Al ver que ella continuaba mirando el ordenador, insistió:

—¿Y con la luz de los focos no se deshace?

—Es puré de patata —confesó Ana.

Atónito, Rodrigo lo examinó de cerca y con una encantadora sonrisa dudó:

—¿En serio?

—Sí. Cuando hacemos reportajes de helados utilizamos puré de patata y lo coloreamos con polvos hasta conseguir el tono del sabor. Con los focos es imposible utilizar helado de verdad.

—¡Vaya!, qué curioso. Nunca lo habría imaginado.

—De eso se trata, de que tu ojo no se dé cuenta y quieras comerte ese helado, aunque esté hecho de puré y colorante.

Al ver que por fin Ana sonreía, Rodrigo se aproximó a ella y, agachándose de nuevo para estar más cerca, le dijo al oído:

—Siento lo que ocurrió aquel día. Lo he querido hablar contigo mil veces, aunque nunca he encontrado el momento. Si hubiera sabido que no era el piso de Iris nunca habría ido. De verdad, te pido mil disculpas.

Finalmente, Ana claudicó. ¿Por qué seguir enfadada? Levantó la mirada. Ante ella tenía al hombre más sexy que había visto en su vida vestido con unos vaqueros y una chaqueta militar que se le ajustaba a sus anchos hombros. Tragó con dificultad y, moviéndose con cuidado para no tirar nada, se quitó las gafas, las dejó junto al ordenador y se levantó del taburete. Mientras observaba cómo el tatuaje que ella recordaba sobresalía por el cuello de la chaqueta caqui, murmuró:

—Vale, vale…, yo también te pido disculpas.

—¿Lavaste el cojín? —preguntó con sorna.

—Por supuesto. —Y sintiéndose como una tonta quinceañera, añadió—: Me comporté como una troglodita. Estaba cansada y no esperaba ver salir a un hombre desnudo de mi baño. ¡Entiéndeme!

—Te entiendo…, te entiendo. —Arqueando las cejas, le tendió una mano y preguntó—: ¿Amigos?

—Amigos —asintió ella sin poder quitar la vista de aquellos hoyuelos.

—¿Aunque no me guste el que canta?

Ana rió al escuchar a Luis Miguel y con una encantadora sonrisa repuso, dándose un rodillazo contra la mesa:

—De acuerdo, aunque tengo que puntualizar que eso te hace perder mucho.

Rodrigo sonrió y ella al sentir su enorme mano notó que se le doblaban las piernas mientras él decía con voz melosa y cautivadora:

—¿Me prometes que a partir de ahora me hablarás con normalidad y no huirás cada vez que me veas?

—Te lo prometo.

Sonrió agarrada con la mano libre a la silla. Si se soltaba seguro que se caía. El corazón le latía a mil por hora. Aquel hombre la ponía cardíaca y, como siempre, un calor súbito la invadió. Su cuerpo reaccionaba ante él de una manera extraña y no era capaz de controlarlo. Era verlo y, si no se sujetaba, era capaz de desplomarse. Durante unos segundos, ambos, aún cogidos de la mano, se miraron, hasta que entró Popov, que al ver a Calvin cantando La Bikina se unió a él.

—¿Siempre trabajáis así?

Ana le soltó la mano e, intentando hilvanar una frase entera, respondió:

—Depende. Popov es un creativo muy divertido. Y si encima suena el Luismi ¡ni te cuento!

Ambos sonrieron, y Ana se sentó en el taburete. De nuevo aquel fuerte y corpulento hombre le prestaba toda su atención, y eso le revolvió el estómago. Tenerle tan cerca y oler su perfume la estaba volviendo loca. Pero loca de deseo. Durante un rato ella le enseñó en el ordenador las fotografías que habían hecho durante aquella sesión, y él se quedó boquiabierto al verlas. Realmente parecían helados recién salidos del congelador.

Cuando la canción acabó, Calvin, Nekane y Popov se acercaron hasta ellos.

—Plum Cake, me voy. Esmeralda está malucha y quiero llegar pronto a casa.

Ana se levantó y le dio un beso a su amigo.

—Vale…, muy bonito, y ahora me quedo yo aquí sola para recogerlo todo, ¿verdad? —Al ver el gesto de Popov, Ana añadió, risueña—: Anda, venga…, vete y dale mil besos a Esmeralda de mi parte.

—El lunes a las nueve revisamos las fotos, que las tenemos que entregar el martes, ¿te parece?

Cuando Popov desapareció, Rodrigo miró a Ana y le preguntó:

—¿Te ha llamado Plum Cake?

—Sí —respondió Nekane por su amiga.

—¿Por qué?

Nekane fue a contestar, pero Ana la cortó.

—Porque un día me di un atracón de plum cake de chocolate.

En ese momento, apareció Iris. Como siempre, estaba impecable. Espectacular. Guapísima con aquel vestido de lentejuelas plateadas y los taconazos de infarto. Acercándose con sensualidad hasta ellos, agarró de manera posesiva a Rodrigo del brazo y le hizo una cucada con los morritos.

—Ya estoy lista. ¿Nos vamos?

—Claro, preciosa —convino él con admiración.

Ana quiso borrar aquellas absurdas sonrisas de sus bocas.

—¿Voy guapa, cabo? —preguntó entonces Iris.

Rodrigo, sin mirar a nadie más, hizo que diera una vuelta sobre sí misma y una vez que la completó le dio un rápido beso en los labios.

—Despampanante —sentenció.

—Lo sé —aplaudió Iris, dejándolas sin palabras.

Ana y Nekane se miraron, y la navarra se metió los dedos en la boca. Eso las hizo sonreír. Pero dos minutos después el semblante de Ana cambió cuando Rodrigo la miró y, con un gesto cautivador, le guiñó el ojo. Como era de esperar las piernas se le trabaron y gracias a los rápidos reflejos de él, que la sujetó, no se estampó en el suelo. Acalorada, miró al hombre que la sujetaba por la cintura y tras balbucear un «gracias» se apoyó en la silla y le dedicó una sonrisa. Nekane, que la conocía, al ver aquel ademán resopló. ¿Qué le tenía que contar su amiga? E iba hablar cuando Rodrigo dijo:

—Calvin, he quedado con Fran, que ha venido de Murcia. ¿Os venís?

—¿No me digas? —soltó Calvin, riendo—. Eso no me lo pierdo yo por nada.

—Yo no voy —respondió rápidamente Nekane; ni loca saldría con Iris. Y al ver que Ana la miraba, sin prestarle atención, añadió—: Calvin, de verdad, perdóname, pero tengo un dolor de cabeza horroroso. Iba a llamarte para decirte que no podía quedar contigo, pero has aparecido aquí y…

—Pues no lo parecía hace un rato cuando chillabas como una loca —hizo constar Iris.

Nekane prefirió no contestar y solamente pestañeó.

—¿Te encuentras mal, princesa? —preguntó Calvin, preocupado.

La joven morena puso ojos de perro pachón y asintió. Ana se tapó la boca con la mano para no reír.

—Escucha, Calvin. Punto uno. Te he dicho mil veces que no me llames princesa.

—Lo sé, princesa —admitió él.

Nekane suspiró y prosiguió:

—Punto dos. Sal con tus amigos. Mañana hablamos, y si estoy mejor, quedamos, ¿te parece?

—¿Estás segura?

—Sí, muy segura. Además, quiero ayudar a Ana a recoger todo esto.

Diez minutos después, aquellos tres habían desaparecido, y mientras recogían el estudio, Ana, todavía asombrada, le preguntó a Nekane:

—Pero ¿tú no tenías esta noche una cita con Calvin?

—Sí, pero como he visto que me iba a tener que comer con patatas a la idiota de Iris, ¡paso! Prefiero quedarme aquí contigo y ver una peli.

—¡Qué planazo!

—Además, tenemos que dorotear seriamente.

—¿Tenemos que hablar? —preguntó Ana—. ¿Qué ocurre?

—He visto algo que no me has contado.

—¿El qué?

—¿No tienes nada que dorotearme?

—No, princesa.

—No me toques las epiteliales…, no me toques las epiteliales —se mofó Nekane. Y al ver a su amiga reír, insistió—: Vamos a ver, ¿por qué has dicho esa tontería de que Popov te llama Plum Cake porque te diste un atracón?

—Porque es lo primero que se me ha ocurrido.

—No quieres que te relacionen con tu padre, ¿verdad?

Tras resoplar, Ana la miró y dijo:

—Si ya lo sabes, ¿por qué lo preguntas?

—Porque soy así de repelente —ironizó.

—Sabes que quiero ser simplemente Ana —añadió ésta, sonriendo—. No quiero que sepan quién es mi padre o comenzarán a tratarme de otra manera. Y no. Necesito que la gente sea normal conmigo. Por lo tanto, sigue con la boquita cerrada, ¿vale?

—Valeeeeeeeeeeee. Punto uno solucionado. Ahora vayamos con el dos.

—¡¿Dos?!

—Repito: ¿algo que dorotear?

—No.

—Vale, pues entonces entraré directamente a matar. Llevo días comprobando cómo te comportas cada vez que aparece ese cabo llamado Rodrigo por casa y no lo entendía. Pero hoy tu cara y tu ya descontrolada torpeza han hablado por sí solas. A ti te pone Rodrigo.

Al escuchar aquello a Ana se le cayó una de las copas de puré al suelo. ¿Tanto se le notaba?

—Pero ¿qué tontería dices?

Nekane se acercó a su amiga y le puso una mano en el hombro.

—Mira…, te conozco, como diría mi madre, ¡como si te hubiera parido! Llevo días observando cómo reaccionas cada vez que ese pedazo de tordo aparece en casa. Cuando no sales pitando o te estampas contra algún mueble, se te cae lo que llevas en las manos, y para muestra un botón. —Señaló la copa en el suelo—. O, si no, te pasa como el otro día que casi te llevas un dedo cortando el jamón al oír su voz. ¿Qué narices te ocurre?

Desmoralizada, Ana se sentó en el suelo, y Nekane la siguió. ¿Para qué seguir mintiendo? Y finalmente, con sinceridad, le confesó:

—Te juro que lo veo y me vuelvo torpe e idiota. Pero ¿qué narices me pasa con él? Si hasta se me revuelve el estómago.

—Lo sabía. A mí no me puedes engañar.

—Me sudan las manos. Me tiembla la voz. Me palpita el corazón —prosiguió Ana—. Con decirte que ya he soñado más de una noche que me estaba dando un revolcón con él. —Nekane se carcajeó—. Y no lo entiendo, de verdad. Estoy acostumbrada a trabajar con modelos guapos, con cuerpos perfectos, tíos que pararían el tráfico, pero…, pero Rodrigo, con esos hoyuelos en la cara y esos ojazos azules que me vuelven loca, y su fuerza tan varonil, es…, es diferente…, y… yo…, yo…

—Reconoce que ese tipo de machote algo brutote te pone y mucho. No te gustan los guaperas de foto, y ambas lo sabemos.

—Lo reconozco… Me pone.

—Por cierto, el cabo, ¿tendrá algún tatuaje?

—Sí…, uno muy sexy —asintió al recordar lo que había visto—. Y si Iris no se hubiera entrometido la noche que lo encontramos en Garamond, seguro que ya se lo habría tocado y lamido.

—Eso es fácil. ¡Levántaselo!

—Sí, claro…, como que es tan fácil. Si algo me resulta evidente es que contra esas piernas kilométricas y ese cuerpo que se gasta ella no tengo nada que hacer.

—Si no lo intentas, ¡nunca lo sabrás!

Ana dejó escapar un suspiro.

—La verdad es que pensar en él me pone a cien. Me encantaría tirarlo en mi cama, morderle esos labios, desnudarlo y…

—¡Guauuuuuu, estás desatada, muchachaaaaaaaaa!

—Sí. Por primera vez en muchos años, me siento como un tío. —Ambas rieron—. Lo deseo, y estoy ansiosa por tenerlo en mi cama.

—Pues lánzate porque, para la caprichosa de Iris, Rodrigo es uno más. Anda que se fijó en cualquier bombero. No, no; ella se fijó en el cabo de dotación. Anda que no es clasista la jodía. Pero también te digo una cosa: en cuanto encuentre otro que le diga más veces lo preciosa y guapa que es, pasará de él. Ya la conoces.

Ana asintió. Nekane tenía razón. En el tiempo que Iris llevaba en Madrid ya había tenido varios ligues y ninguno había sido un encantador frutero.

—Vamos, arriésgate. ¿O piensas quedarte con las ganas de saber lo que es tener un tórrido encuentro sexual con ese tordo? Piensa en esos musculazos apretando tu cuerpo serrano mientras te mira a los ojos y te lleva directita a la camita. Venga, no lo niegues, eso te pone a cien.

Tras soltar una carcajada, Ana asintió y, mirando a su amiga, dijo:

—No lo niego. Pero sí negaré que hemos mantenido esta conversación ante cualquiera que no seas tú. Con esto te digo que…

—Con esto me dices que es un secreto —cortó Nekane, y levantándose del suelo, le tendió la mano a su amiga—. Tranquila. Las confidencias nuestras mueren nuestras. Pero ¡lánzate antes de que seas una abuela!

Dicho eso, ambas continuaron recogiendo el estudio entre bromas.