11

—Espera —le supliqué. Todavía tenía los labios húmedos a causa de la sangre—. No te vayas. ¡Puedo explicártelo!

—No te acerques a mí.

Lucas estaba blanco como la nieve.

—Lucas… Por favor…

—Eres un ¡vampiro!

¿Qué podía decir? Mis nuevas aptitudes como maestra del engaño no me servían de nada. Lucas sabía la verdad y ya no podía seguir ocultándoselo.

Continuó retrocediendo y tropezando con las tejas de pizarra, agitando los brazos para mantener el equilibrio. El estupor entorpecía sus pasos. Lucas, cuyos movimientos siempre eran precisos y calculados. Era como si anduviese a ciegas.

Sentí el impulso de ir tras él para evitar que perdiera el equilibrio y se cayera, pero sobre todo necesitaba explicarme, con absoluta desesperación. Sin embargo, Lucas no iba a dejar que le ayudara. Ya no. Si lo seguía, el pánico se apoderaría de él y huiría. Huiría de mí.

Temblorosa, me senté en el tejado y vi cómo Lucas se alejaba. Ni siquiera se dignó a mirar atrás hasta que apenas le quedaban unos pasos para llegar a la torre norte y a las habitaciones de los chicos. Para entonces, yo había pasado los brazos alrededor de las rodillas y las lágrimas rodaban por mis mejillas. Nunca en mi vida me había sentido tan asustada y avergonzada, ni siquiera cuando le había mordido.

¿Habría adivinado lo que había sucedido en realidad la noche del Baile de otoño y que había sido yo quien le había hecho la herida del cuello? Estaba segura de que no tardaría mucho en atar cabos, si no lo había hecho ya.

¿Qué debía hacer? ¿Decírselo a mis padres sin perder tiempo? Se enfadarían conmigo… Además de tener que tomar medidas respecto a Lucas. Ignoraba qué le reservaban los vampiros al humano que descubría el secreto de Medianoche, pero sospechaba que no era nada bueno. ¿Y si se lo contaba a la señora Bethany? Ni hablar. Podía intentar despertar a Patrice para pedirle consejo, pero seguramente se encogería de hombros, se daría unos retoques en su sombra de ojos y volvería a quedarse dormida.

Ahora que el secreto había dejado de serlo, toda esa gente estaba en peligro. Era probable que Lucas no se lo dijera a nadie por temor a que lo llamaran chiflado. Y aunque se lo contara a alguien, era muy poco probable que lo creyeran. Sin embargo, me atormentaba el riesgo, por pequeño que fuera, de que nos viéramos expuestos. Y todo por mi culpa.

Tenía que haber algún modo de poder arreglarlo, tenía que hacer algo.

«Hablaré con Lucas. Será lo primero que haga por la mañana. No, que tiene examen. —Era muy extraño tener que pensar en cosas tan mundanas como un examen en medio de todo aquello—. Iré a buscarlo después. No querrá hablar conmigo, pero no va a ponerse a gritar en el pasillo sobre vampiros. Tendré que aprovechar esa oportunidad, siempre que se me ocurra qué decirle…».

Y luego, ¿qué? Le había mentido. Le había hecho daño. Tal vez lo mejor era que se alejara de mí todo lo que pudiera.

Sin embargo, sabía que debía intentarlo, aunque me arriesgara a perder a Lucas para siempre. Si era así, haría lo que fuera por recuperarlo: suplicar, llorar o revelarle todos mis secretos; pero si de algo estaba segura era de que le debía una explicación.

Tras una larga noche en vela, me levanté, me puse el jersey y la falda negros y bajé la escalera a toda prisa. Pensaba que había llegado justo a tiempo de que acabara el examen de Lucas, pero según me contó uno de sus compañeros habían dejado salir a los alumnos a medida que acababan la prueba, y Lucas había terminado de los primeros. Eso significaba que probablemente volvía a estar en su dormitorio. Reuní todo mi valor y me colé en la zona de dormitorios de los chicos. Vic y Lucas me habían señalado su ventana desde los jardines, así que no tendría problemas en encontrar la habitación, si no me pescaban antes, claro.

¿Le aterraría verme aparecer de pronto en su habitación? Tal vez. Tenía que arriesgarme, ya no lo soportaba más. El suspense me estaba torturando, me estaba volviendo loca. Aunque Lucas acabara diciéndome que no quería que volviera a acercarme a él nunca más, al menos tenía que saberlo. La incertidumbre era peor que nada.

Supe que había llegado a mi destino cuando me topé con una puerta decorada con dos pósteres: uno de Vértigo, la película de Alfred Hitchcock, y otro de algo llamado Faster, Pussycat! Kill! Kill!

No respondieron cuando llamé, así que la abrí, insegura. No había nadie. La habitación de Lucas olía a él: a especias y a bosque, casi era como estar entre los árboles. La mitad de la habitación estaba cubierta de pósteres de películas de acción, armas y mujeres colocados en todas direcciones. La mitad que contenía la cama con una colcha estampada con nudos. Es decir, la mitad de Vic. La otra mitad, la de Lucas, estaba casi vacía. No había pósteres ni láminas colgadas en las paredes desnudas, y en el pequeño tablero de anuncios, que pendía encima de todas las camas del internado, solo había pinchado su horario de clases y una entrada de cine: Sospecha, de nuestra primera cita. Una colcha de los excedentes del ejército cubría la cama.

Por lo visto no me quedaba más remedio que esperar. Sin saber qué hacer, me acerqué a la ventana desde la que se divisaba un tramo del camino de entrada del colegio, cubierto de gravilla. Había aparcados varios coches, casi todos pertenecientes a los padres que habían ido a recoger a sus hijos el último día de exámenes para llevárselos a casa a pasar la Navidad. Hijos humanos, claro. Vi a gente abrazándose, cargando el maletero… y a Lucas saliendo por la puerta principal con su bolsa de tela gruesa al hombro.

—Oh, no —musité.

Apreté las manos contra la ventana con tanta fuerza que temí que el cristal, o yo, nos hiciéramos añicos, pero Lucas continuó su camino sin vacilar. Se dirigió derecho hacia un sedán negro con las ventanillas tintadas. La puerta del sedán se abrió e intenté ver quién había dentro, pero no lo conseguí. La mitad desnuda de la habitación empezó a cobrar sentido para mí. En ese momento supe que Lucas se había ido de Medianoche para pasar fuera las vacaciones de Navidad, sin despedirse, y que seguramente no volvería jamás.

—Eh, ¿ahora las habitaciones van a ser mixtas? Qué pasote. —Vic había entrado en el dormitorio. Lo saludé con una débil sonrisa antes de volverme para ver alejarse el coche de Lucas. El automóvil salió disparado, como si tuviera prisa—. Qué buena eres colándote aquí. Vosotros dos solo os habréis despedido, ¿no?

—Ajá.

¿Qué otra cosa iba a decirle?

—No te pongas depre, ¿vale? —Vic me dio un suave empujoncito en el hombro—. Algunos tipos saben lo que hay que decirle a una chica cuando está triste, pero no soy uno de ésos.

—Estoy bien, de verdad. —Miré a Vic detenidamente. Era la única persona de la escuela con la que Lucas hubiera compartido sus sospechas—. ¿Te ha parecido que Lucas… estaba bien?

—Rechazó mi invitación a Jamaica. —Vic se encogió de hombros—. Dijo no sé qué de reunirse con amigos de la familia, pero me dio la impresión de que no iban a hacer nada especial. ¿No preferirías pasar la Navidad tumbada en la playa en vez de ir por ahí con unos pesados que solo conoce tu madre?

No era eso a lo que me refería. Sin embargo, si eso era lo único extraño que Vic había visto, tal vez Lucas se había guardado sus ideas sobre los vampiros para él solo. Vic no era de los que podrían ocultar algo parecido. Con cierto remordimiento, me di cuenta de que Vic era una persona mucho más sincera que yo.

—¿Patatas? —Vic me ofreció una bolsa medio llena y cubierta de polvillo naranja. Negué con la cabeza e intenté fingir con todas mis fuerzas que no lo añoraba—. Se arrepentirá. Espera y verás. Mi familia y yo vamos a pasárnoslo de miedo. ¿Y qué va a estar haciendo él? Preocupándose por sus modales en la mesa vete a saber dónde. Va a ser un mes muy largo —predijo Vic con la boca llena de patatas.

—Sí, mucho —murmuré.

Supongo que la mayoría de la gente daría por sentado que a los vampiros no les gusta la Navidad. Y la mayoría de la gente se equivocaría.

La parte religiosa nos hacía sentir incómodos. No ardíamos ni nos convertíamos en humo si nos mostraban una cruz o nos rociaban con agua bendita, como en las películas de terror, pero no nos sentaba bien entrar en una capilla o en una iglesia, nos producía una sensación escalofriante muy rara, como si estuviera observándonos alguien invisible. Así que ni celebrábamos la misa del gallo, ni montábamos el pesebre ni nada de eso. Sin embargo, a los vampiros les gusta recibir regalos como a cualquiera. Si a eso le añades que no hay que ir a clase, tienes unas vacaciones que hasta los no muertos disfrutan.

Al menos la mayoría de los no muertos. Ésa Navidad me sentí más deprimida de lo que nunca lo había estado en mi vida.

La atmósfera agobiante se distendió cuando los alumnos humanos se fueron y solo quedaron en el internado los vampiros. La gente dejó de darse tantos aires; en realidad no quedaba nadie con quien meterse o a quien impresionar. Unos cuantos se fueron, entre ellos Patrice, quien insistió en que esquiar en Suiza en esa época del año era algo que no podía perderse. Los demás, profesores y alumnos por igual, nos quedamos en Medianoche porque era nuestro hogar, o lo más próximo a un hogar que tenían muchos.

—Somos una excepción, Bianca. —Mi madre colgaba guirnaldas encima de la puerta mientras yo estaba debajo, aguantando la escalera. Tanto ella como mi padre habían reparado en mi languidez y se estaban esforzando por imbuirme del espíritu navideño—. Somos la única familia de Medianoche, ¿te das cuenta? Ninguno de los que están aquí ha tenido una familia desde… Bueno, desde que estaban vivos, supongo.

—Se me hace extraño que no tengan un hogar al que ir. —Le pasé una chincheta para que sujetara la guirnalda en su sitio—. Nosotros teníamos una casa. ¿Cómo se las apaña la gente que no tiene casa?

—Hemos tenido casa dieciséis años —me corrigió mi padre desde el sofá, donde estaba muy ocupado buscando entre sus discos antiguos el de Ella Wishes You a Swinging Christmas—. Eso es toda tu vida, pero para tu madre y para mí es como…

—Un abrir y cerrar de ojos —contestó ella, con un suspiro.

Mi padre le sonrió y su expresión me recordó que él era unos seiscientos años mayor que ella, que incluso los siglos que habían pasado juntos debían de ser apenas un parpadeo para él.

—Lo permanente no existe. La gente viene y va de un lugar a otro y se regala en los placeres o en los lujos o en cualquier otra cosa que pueda distraerles del aburrimiento ocasional de la inmortalidad. La vida continúa y los que no estamos vivos tenemos problemas para seguirle el ritmo.

—Por eso existe Medianoche —dije, pensando en Tecnología moderna y en las caras confusas de los alumnos cuando el señor Yee introdujo el concepto de correo electrónico. Muchos de ellos habían oído hablar de él, y algunos incluso sabían utilizarlo, pero yo era la única que comprendía de verdad su funcionamiento antes de que el señor Yee lo explicara. Una cosa era salir del apuro en el día a día en el siglo XXI, y otra comprender lo que ocurría de verdad—. ¿Y qué ocurre con los que parecen demasiado mayores para entrar en el colegio?

—Bueno, éste no es el único sitio que tenemos, ¿sabes? —Mi madre se agachó para coger otra guirnalda—. Hay spas y hoteles, ese tipo de lugares a los que se supone que la gente va para aislarse del resto del mundo y donde puede controlarse quién entra. Tiempo atrás, solíamos tener un montón de monasterios y conventos, pero ahora es difícil crear nuevos. La Reforma cerró bastantes, por las turbas de hugonotes, los incendios y cosas por el estilo. Los residentes no podían explicar que no eran católicos sin empeorar las cosas. Hoy en día, la mayoría de nosotros se adscribe a clubes y colegios.

—El año que viene abrirán un centro de rehabilitación falso en Arizona —añadió mi padre.

Nos imaginé a todos nosotros desperdigados por el mundo, juntándonos aquí y allá solo una vez al siglo. ¿Era así como iba a pasar el resto de mi existencia?

Parecía de una insoportable soledad. ¿Qué sentido tenía ser inmortal si debía llevar una vida sin amor? Mis padres habían tenido suerte al encontrarse el uno al otro y seguir juntos durante siglos. Yo había encontrado a Lucas y lo había perdido en cuestión de pocos meses. Intenté convencerme de que algún día me parecería una tontería, que el tiempo que había pasado con Lucas apenas sería «un abrir y cerrar de ojos», pero me negaba a creerlo.

La primera semana de vacaciones la pasé fundamentalmente en mi habitación. Casi siempre en la cama. De vez en cuando comprobaba el correo electrónico en la desolada sala de ordenadores, con la vana esperanza de recibir un mensaje de Lucas. Sin embargo, lo único que recibí fueron varias fotos de Vic haciendo el tonto en la playa, con gafas de sol y un gorro de Papá Noel. Me pregunté si no sería mejor escribir a Lucas en vez de esperar a que lo hiciera él, pero ¿qué iba a decirle?

Mis padres me sacaban de la habitación para realizar actividades vacacionales siempre que podían y yo intentaba seguirles la corriente. Éstas cosas solo me pasan a mí: ser hija de los únicos vampiros de la historia del mundo que hornean tarta de frutas. De vez en cuando los pillaba intercambiando una mirada. Era obvio que se habían fijado en mi estado de ánimo y que no tardarían mucho en preguntarme qué me ocurría.

En cierto modo quería contárselo. Había veces en que lo único que deseaba era confesarles toda la historia de un tirón y llorar en sus brazos… Y si eso era ser una inmadura, pues me daba igual. Lo que de verdad me preocupaba era que informaran a la señora Bethany después de contarles la verdad, como, por otro lado, sería su obligación, porque estaba segura de que la directora iría detrás de Lucas para hacerle la vida imposible.

Por el bien de Lucas, no podía compartir mi infelicidad.

Habría seguido así todas las vacaciones si no hubiera sido por la nevada que cayó dos días antes de Navidad. Fue más copiosa que la primera y cubrió los prados de silencio, suavidad y un brillo blanco azulado. La nieve siempre me había gustado y fue verla, reluciente y perfecta sobre el paisaje, y levantarme el ánimo. Me puse los tejanos, las botas y el jersey verde más tupido y pesado que tenía. Con el broche prendido en la solapa del abrigo gris, bajé la escalera para ir a dar un paseo. Sabía que el frío se me iba a meter hasta los huesos, pero valdría la pena si las primeras pisadas de los prados y el bosque eran las mías. Sin embargo, al llegar a la puerta vi que no había sido la única que había tenido la misma idea.

Balthazar me sonrió avergonzado por encima de su bufanda roja.

—Cientos de años en Nueva Inglaterra y la nieve sigue emocionándome.

—Sé cómo te sientes. —Todavía seguía existiendo cierta fricción entre nosotros, pero mis buenos modales me obligaron a invitarle a pasear—. ¿Quieres ir a dar una vuelta?

—Sí. Vamos.

Al principio ambos permanecimos callados, aunque no estábamos incómodos. La nevada y la luz primeriza de la mañana, rosada y dorada, exigían silencio, y a ninguno de los dos le apetecía oír otra cosa que no fuera el crujido amortiguado de nuestras botas sobre la nieve. El camino que tomamos nos llevó hasta el bosque, igual que el paseo que habíamos dado la noche del Baile de otoño. Inhalé y solté una cálida bocanada de vaho suave y gris en el cielo invernal.

A Balthazar se le formaron unas arruguitas en la comisura de los ojos, como si estuviera divirtiéndose o, al menos, como si se sintiera feliz. Pensé en los siglos que debía de haber vivido y en el hecho de que todavía no tuviera a alguien con quien compartirlos.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

Balthazar parpadeó, sorprendido, aunque no molesto.

—Claro.

—¿Cuándo moriste?

En vez de contestar de inmediato, Balthazar siguió caminando. Por el modo en que miró el horizonte pensé que estaba intentando recordar cómo eran las cosas… antes.

—En 1691.

—¿En Nueva Inglaterra? —pregunté, recordando lo que ya me había contado.

—Sí, de hecho no muy lejos de aquí. En el mismo pueblo en que nací. Solo había salido de él un par de veces. —Balthazar tenía la mirada perdida en el horizonte—. En un viaje a Boston.

—Si prefieres no hablar del tema…

—No, no pasa nada. Hace mucho tiempo que no hablo de casa.

Un cuervo hambriento se poso en una rama de un acebo cercano, negro y reluciente en medio de las espinosas hojas, y se puso a picotear las bayas. Balthazar se quedo observando los progresos del cuervo, probablemente para no tener que mirarme a mí. No sabía qué estaba preparándose para decir, pero comprendí que no le resultaba fácil.

—Mis padres se establecieron aquí en los primeros años. No vinieron en el Mayflower, pero tampoco tardaron mucho más. Mi hermana Charity nació durante el viaje. Ya tenía un mes cuando vio tierra firme por primera vez. Dijeron que eso la hizo inestable, que no estaba enraizada a la tierra. —Suspiro—. Yo nací aquí. Americano de nacimiento con ascendencia europea. En aquellos tiempos no era muy común.

—Charity. Era un nombre puritano, ¿no?

Creí recordar que lo había leído en algún libro, pero no podía imaginarme a Balthazar vestido como uno de los primeros colonos celebrando el día de Acción de Gracias.

—Los más ancianos no nos habrían situado entre los devotos. Solo nos admitieron en la parroquia de la iglesia porque… —Mi expresión debió de traicionar mi confusión, porque se echó a reír—. Historia antigua. Para los estándares actuales, mi familia era profundamente religiosa. Mis padres bautizaron a mi hermana con el nombre de una de las virtudes sagradas. Creían en esas virtudes como si fueran algo tan real que pudiera tocarse, en algo alejado de ellos. Como se cree hoy en el sol y las estrellas.

—Si eran tan religiosos, ¿por qué te pusieron un nombre tan original como Balthazar?

Me miró fijamente.

—Balthazar era uno de los tres Reyes Magos que le llevaron presentes al Niño Jesús.

—Ah.

—No era mi intención hacerte sentir mal. —Balthazar descansó su manaza en mi hombro apenas un minuto—. Ahora hay muy poca gente que se lo enseñe a sus hijos, pero antes formaba parte de la vida diaria. El mundo cambia a marchas forzadas y es muy difícil seguir su ritmo.

—Debes de echarlos mucho de menos. A tu familia, me refiero.

Me sentía totalmente fuera de lugar. ¿Qué debía de suponer para Balthazar el llevar varios siglos sin ver a sus padres o a su hermana? Ni siquiera podía llegar a imaginar el dolor que acarreaba.

«¿Y cuando tú lleves doscientos años sin ver a Lucas?».

No podía soportar volver a pensar en eso otra vez, así que me concentré en Balthazar.

—A veces creo que he cambiado tanto que mis padres apenas me reconocerían. Y mi hermana… —Balthazar se detuvo y luego sacudió la cabeza—. Sé que me has preguntado cómo eran las cosas entonces, hasta qué punto cambian, pero en realidad lo que cambia somos nosotros, Bianca. Eso es lo que más asusta y es una de las razones por las que mucha gente de aquí se comporta como adolescentes, aunque tengan cientos de años. No entienden lo que les ocurre o lo que le sucede al mundo al que han de incorporarse. Es una especie de adolescencia eterna. Y no es muy divertido.

Me abracé, temblaba de frío y de miedo al pensar en todos esos años, décadas y siglos que me esperaban por delante, cambiantes e inciertos.

Seguimos caminando un rato, Balthazar ensimismado en sus pensamientos y yo perdida en los míos. Nuestros pies levantaban pequeñas esquirlas de nieve fresca e íbamos dejando las únicas pisadas en un mar blanco. Al final, encontré el valor de preguntarle a Balthazar lo que realmente quería saber.

—Si pudieras retroceder en el tiempo, ¿te los traerías contigo? ¿A tu familia?

Esperaba que me dijera que sí, que haría cualquier cosa para volver a estar con ellos. O que me dijera que no, que a pesar de todo no habría encontrado las fuerzas para acabar con sus vidas. Cualquiera de las dos respuestas me diría mucho acerca de cuánto duraba el dolor, hasta cuándo tendría que soportar la angustia de haber perdido a Lucas. Lo que no esperaba era que Balthazar se detuviera en seco y me mirara con dureza.

—Si pudiera volver atrás, moriría con mis padres —contestó.

—¿Qué?

Estaba tan sorprendida que no se me ocurrió nada mejor que decir.

Balthazar se acercó a mí y me tocó la mejilla con su mano enguantada. Su gesto no fue cariñoso, como el de Lucas. Lo que Balthazar intentaba era abrirme los ojos, despertarme a la realidad.

—Tú estás viva, Bianca, aunque todavía no sabes apreciar lo que eso significa. Es mejor que ser un vampiro, mejor que cualquier cosa. Ya apenas recuerdo qué se sentía estando vivo, y si pudiera volver a sentirlo, aunque solo fuera por un día, no podría pagarlo ni con todo el oro del mundo. Incluso volver a morir, para siempre. Los siglos que he vivido y las maravillas que he visto no pueden compararse a estar vivo. ¿Por qué crees que los vampiros de aquí son tan crueles con los alumnos humanos?

—Porque… Bueno, porque son unos esnobs, supongo…

—Te equivocas, es por celos. —Nos miramos en silencio un largo rato antes de que añadiera—: Disfruta de la vida mientras puedas, porque no dura… Ni para los vampiros ni para nadie.

Jamás me habían dicho nada por el estilo. Mis padres no añoraban estar vivos, ¿no? Nunca les había oído decir ni una palabra al respecto. Y Courtney, Erich, Patrice, Ranulf… ¿De verdad todos ellos deseaban ser humanos?

—No me crees —dijo Balthazar, tal vez adivinando mis dudas.

—No es eso. Sé que no me mientes, no me mentirías sobre algo tan importante, tú no eres así.

Balthazar asintió y al ver la lenta y leve sonrisa que empezó a dibujarse en sus labios, tuve la sensación de haber dicho más de lo que pretendía decir. Ésa luz esperanzada en su mirada era algo que no había visto desde la noche del Baile de otoño, antes de que me decantara por Lucas.

Sin embargo, lo que más me reconcomía era que yo también había dicho la verdad: Balthazar nunca me mentiría acerca de algo importante, ni aunque la verdad me resultara ingrata de oír. Balthazar era alguien en quien se podía confiar, una buena persona, y deseé ser como él, alguien que antepusiera el bien común a sus propios intereses, alguien que se hubiera merecido la confianza de Lucas.

«Tal vez todavía no sea demasiado tarde», pensé.

Nuestras pisadas dibujaron un camino serpenteante por los prados de regreso al internado, donde me despedí de Balthazar y subí la escalera a toda prisa hacia la sala de ordenadores. Por fortuna, la puerta no estaba cerrada. Mientras esperaba que mi ordenador se encendiera, recordé la lámina de El beso de Klimt sobre mi cama. Los dos amantes se abrazaban para la eternidad, fusionándose en uno solo, fundidos en un mosaico de rosa y oro.

Cuando se ama a alguien hay que impedir que las mentiras se interpongan entre ambos. No importa lo que suceda, aunque se le pierda para siempre, decir la verdad es fundamental.

Introduje la dirección de correo electrónico de Lucas con dedos temblorosos, y en la línea de asunto puse: «y nada más que la verdad». Empecé a escribir y vomité todo lo que había guardado hasta ese día. Le conté que lo que había visto esa noche era cierto con toda la brevedad y sencillez de la que fui capaz.

Que era un vampiro, hija de vampiros y que estaba predestinada a ser como ellos.

Que Medianoche estaba lleno de vampiros, que la escuela existía para instruirnos en los cambios que sufría el mundo y para protegernos de la gente que nos tenía miedo porque no nos entendía.

Que le había mordido la noche del Baile de otoño sin intención de hacerle daño porque deseaba estar lo más cerca posible de él.

Las palabras salían a borbotones. En realidad era un poco caótico. Nunca me había atrevido a contar esos secretos y no dejaba de repetirme y de explicarme mal o de hacer preguntas de cuyas respuestas no estaba segura. Sin embargo, todo eso daba igual. Lo único que importaba de verdad era sincerarme con Lucas de una vez por todas.

Al final, escribí:

No te lo cuento porque con ello espero recuperarte. Sé que no lo merezco, sobre todo después de lo que he hecho, y aunque no estás en peligro en Medianoche, supongo que no querrás volver a acercarte a la escuela.

Si te escribo es en gran parte para pedirte que, si todavía no le has dicho a nadie lo que viste aquí, por favor no lo hagas. No le enseñes a nadie este correo. Guarda este secreto por mí. Si la verdad sale a la luz, mis padres, Balthazar y muchos otros estudiantes estarán en peligro y todo habría sido por mi culpa. No podría soportar haber sido la responsable de haberle hecho daño a alguien.

No le he contado a nadie que me viste con Erich en el tejado. Lo he hecho para mantenerte a salvo. A cambio podrías hacer lo mismo por mí, ¿de acuerdo? Es lo único que te pido. Tal vez sea más de lo que merezco, pero no se trata solo de mí, se trata de la gente que podría resultar malparada.

También quería que supieras que me importas lo suficiente como para contarte la verdad. Siento haber tardado tanto y que sea demasiado tarde, pero espero que sepas entender su importancia cuando comprendas cómo me siento.

Te añoraré siempre. Adiós, Lucas.

Apreté el botón de «enviar» antes de que pudiera arrepentirme, y nada más hacerlo, sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo. ¿Y si Lucas ignoraba mis palabras? ¿Y si el correo electrónico que le había enviado no solo no lo animaba a guardar silencio sino que además le proporcionaba pruebas? Tal vez debería haberme arrepentido de habérselo enviado, pero no fue así. Tal vez Lucas ya no volviera a confiar en mí, pero yo seguía confiando en él.

No esperaba una respuesta. Sin embargo, la esperanza era lo último que se perdía. Me pasé todo el día comprobando y volviendo a comprobar el correo electrónico, y el siguiente, y luego en Navidad, en cuanto pude escaquearme de la entrega de regalos.

Lucas no había contestado.

Año Nuevo. Nada.

Me dije que había valido la pena decirle la verdad aunque solo fuera por tener la conciencia tranquila, y lo creía de todo corazón, pero no por eso fue más fácil tener que afrontar que mi confesión no había servido de nada. Lo había perdido para siempre.