Los primeros paquetes llegaron con el reparto del correo de Halloween: enormes cajas de cartón, algunas de las cuales llevaban impresas elegantes etiquetas de tiendas caras, unas cuantas con direcciones de Nueva York y París. La de Patrice venía de Milán.
—Lila. ¿No crees que es un color precioso? —El papel de tisú crujió al sacar el vestido para el Baile de otoño. Patrice se puso la tela de seda de color claro sobre el cuerpo, supuestamente para que yo viera cómo le quedaba, aunque lo que en realidad le apetecía era estrecharlo contra ella—. Sé que ahora mismo no está de moda, pero lo adoro.
—Vas a estar guapísima. —Era fácil adivinar que ese color casaría a la perfección con su tono de piel—. Debes de haber ido a cientos de fiestas como ésta.
Patrice fingió modestia.
—Ah, con el tiempo todas parecen iguales. ¿Será tu primer baile?
—Celebraron un par en mi antiguo colegio —dije, sin mencionar que se hicieron en el gimnasio y que de la música se encargó el friqui de audiovisuales, quien se dedicó a poner sus mezclas cutres.
Patrice no habría sabido de qué le hablaba, y habría entendido menos aún el hecho de que yo me pasara ambos bailes de pie como un pasmarote, apoyada contra una pared, o escondida en el lavabo de las chicas.
—Bueno, pues te vas a llevar una sorpresa muy agradable. Ya no se celebran bailes como éstos. Son mágicos, Bianca, de verdad.
Se le iluminó el rostro al pensar en ello y deseé poder compartir su emoción.
Las dos semanas que transcurrieron entre la invitación de Balthazar y el baile fueron muy confusas a causa del torbellino de emociones que me lanzaba en direcciones opuestas cada dos por tres. Tan pronto estaba con mi madre mirando vestidos en un catálogo para elegir el que más me gustara, como horas después empezaba a echar tanto de menos a Lucas que apenas podía respirar. Balthazar me sonrió para darme ánimos durante una de las clases interrogatorio de la señora Bethany, y solo pensar en la magnífica persona que era hizo que me embargara una oleada de culpabilidad porque creí estar dándole falsas esperanzas. No es que él se hubiera arrodillado delante de mí y me hubiera prometido amor eterno, pero estaba convencida de que esperaba de mí algo más profundo de lo que yo sentía por él.
De noche, tumbada en la cama, imaginaba que Balthazar me besaba y me sujetaba la cara entre sus manos. No significaba nada, podría haber estado recordando una escena de una película. Luego, a medida que me adormecía y mis pensamientos empezaban a divagar, las fantasías cambiaban. Los ojos oscuros que tenía clavados en mí se volvían de color verde bosque y era Lucas quien estaba conmigo, sus labios sobre los míos. Nunca había besado a nadie, pero conseguía imaginarlo con claridad meridiana mientras me revolvía inquieta bajo las sábanas. Mi cuerpo parecía mucho más experto que yo. Se me aceleraba el corazón, notaba las mejillas encendidas por el calor y había veces que apenas conseguía dormir. Las fantasías con Lucas eran mejores que cualquier sueño.
Me dije que no podía seguir así. Iba a asistir al Baile de otoño con el chico más guapo de toda la escuela. Era lo único realmente bueno que me había ocurrido hasta el momento en la Academia Medianoche y quería disfrutarlo. Sin embargo, por mucho que me lo repitiera, en realidad nunca conseguía llegar a convencerme de que el baile fuera a alegrarme la vida.
Sin embargo, todo cambio cuando me puse el vestido la noche del baile.
—He metido un poco la cintura. —Mi madre llevaba una cinta métrica colgada del cuello y unos cuantos alfileres prendidos en los puños de la camisa. Sabía coser cualquier prenda que se te pasara por la cabeza, en realidad era una artista de la aguja, y me había modificado el vestido comprado por catálogo. Sin embargo, no había manera de que hiciera lo mismo con los uniformes. Se escudaba en la excusa de que no tenía tiempo y acabó sugiriéndome que aprendiera a coser, aunque sin éxito. Mi madre no era amante de las máquinas de coser, y yo no me imaginaba pasándome las tardes libres de los domingos aprendiendo a usar el dedal—. También he bajado un poco el cuello.
—¿Quieres que me exhiba delante de los chicos? —Nos echamos a reír. Sería un poco ridículo que me comportara con pudor estando allí de pie delante de ella en bragas y con un sostén sin tirantes—. Esto y los kilos de maquillaje que llevo… Creo que estás buscándote un problema con papá.
—Tu padre lo superará, sobre todo cuando vea lo guapa que vas a estar.
Me puse el vestido, de color negro azulado, que susurró suavemente cuando mi madre me ayudó a enfundármelo. Al subirme la cremallera del costado, creí que me lo había ceñido demasiado, pero cuando abrochó el corchete vi que todavía podía respirar. El corpiño, que acababa fundiéndose con la falda del vestido, me quedaba como un guante.
—Guau —susurré, alisando la tela suave y vaporosa con las manos, disfrutando del agradable tacto que tenía—. Quiero verme.
Mi madre me detuvo antes de que pudiera acercarme al espejo.
—Espera. Primero tengo que peinarte.
—¡Pero si solo quiero ver el vestido, no el pelo!
—Confía en mí. Ya verás como vale la pena esperar para ver el efecto completo. —Sonrio satisfecha—. Además, me lo estoy pasando bomba.
No podía decirle que no a la mujer que se había pasado la última semana retocando el vestido, así que me senté en el borde de la cama y dejé que empezara a peinarme y a trenzarme el pelo.
—Balthazar es un chico muy majo —dijo—. Al menos esa es la impresión que da.
—Sí, sí que lo es.
—Hum… No pareces muy convencida.
—No es eso. Al menos, no pretendo dar esa impresión. —Así no iba a conseguir engañar a nadie, ni siquiera a mí—. Es que no lo conozco demasiado, nada más.
—Os pasáis estudiando juntos todo el tiempo. Yo diría que lo conoces bastante bien para una primera cita. —Los diestros dedos de mi madre me entretejieron una elegante trenza en la sien—. ¿Tiene algo que ver con Lucas? ¿Qué os ha ocurrido?
«Intentó ponerme en vuestra contra y luego se metió en una pelea con unos obreros de la construcción en la ciudad, mamá. Así que ya ves que es lógico que sea él con quien quiero estar. Ahora seguramente papá y tú querréis salir detrás de Lucas con antorchas en la mano».
—En realidad nada. No estamos hechos el uno para el otro. Eso es todo.
—Pero a ti sigue gustándote —dijo mi madre con tanta dulzura que me entraron ganas de volverme y abrazarla—. Si te sirve de consuelo, salta a la vista que Balthazar y tú tenéis más en común. Es una persona seria. Aunque ya estoy anticipándome. Tienes dieciséis años y no te hace falta pensar en relaciones serias, lo que necesitas es pasártelo bien en el baile.
—Me lo pasaré bien. Solo llevar este vestido ya hace que merezca la pena.
—Le falta algo. —Mi madre se colocó delante de mí e inspeccionó su trabajo con las manos en jarras, hasta que se le iluminó la cara—. ¡Eureka!
—Mamá, ¿qué haces? —Para mi espanto, se acercó al telescopio con las tijeras en la mano y empezó a cortar los extremos de las ristras de papel de estrellas de origami—. ¡Mamá! ¡Ésas me gustaban mucho!
—Ya lo arreglaremos después. —Tenía dos hileras pequeñas en las manos, las que tenían las estrellas más pequeñitas en los extremos. La pintura plateada lanzó un destelló al ponérmelas en las manos—. Aguanta un momento.
—Estás como una cabra —dije al comprender lo que pretendía hacer.
—A ver si ahora dices lo mismo —dijo mi madre, después de colocar el último prendedor en su lugar y obligarme a dar media vuelta para que me viera en el espejo—. Mira.
Al principio me costó creer que quien se reflejaba en el espejo fuera yo. El vestido negro azulado hacía que mi piel pareciera tan suave y perfecta como la seda. El maquillaje no se diferenciaba demasiado del que solía llevar, pero las manos expertas de mi madre le habían aportado un matiz más difuminado. Diminutas trenzas de distintos anchos arrancaban desde la frente y luego mi cabello pelirrojo oscuro caía por detrás, hasta el cuello, como debían de haberlo llevado las mujeres en la Edad Media. En vez de una diadema de flores como las que lucían en las fotos antiguas, yo llevaba estrellas plateadas en el pelo, lo bastante pequeñas para que parecieran horquillas adornadas, que desprendían destellos cada vez que movía la cabeza para mirarme desde todos los ángulos.
—¡Mamá! ¿Cómo lo has hecho?
Las lágrimas se agolparon en los ojos de mi madre. Con todo el cariño del mundo: era una boba.
—Teniendo una hija guapísima.
Mi madre no paraba de decirme que era guapa, pero nunca la había creído hasta ese momento. No era una chica de portada de revista como Courtney o Patrice, pero no estaba nada mal.
Al entrar en el comedor, mi padre pareció sorprenderse tanto como yo. Mis padres se abrazaron.
—Lo hicimos bien, ¿eh? —le susurró mi madre.
—Ni que lo digas.
Se besaron como si no estuviera allí. Carraspeé.
—Esto… Chicos. ¿No eran los adolescentes los que se lo hacían en los bailes de gala?
—Perdona, cariño. —Mi padre me puso una mano en el hombro. La sentí fría, como si yo desprendiera calor—. Estás deslumbrante. Espero que Balthazar sea consciente de lo afortunado que es.
—Más le vale —dije, y se rieron.
Temí que mis padres quisieran bajar conmigo, pero para mi alivio se quedaron arriba. Eso habría sido llevar la vigilancia del alumnado demasiado lejos. Además, me alegré de tener unos minutos para mí sola de camino al baile. Me recogí la falda del vestido con una mano mientras descendía los escalones como en una nube. Ésos momentos me dieron la oportunidad de convencerme de que todo aquello era real y no un sueño.
De abajo llegaba el rumor de la gente, las risas y los suaves compases de la música. El baile ya había empezado y yo me estaba retrasando. Esperaba que Patrice tuviera razón en lo de hacer esperar a los chicos.
Acababa de descender el último escalón de piedra y pisar el gran vestíbulo iluminado por la luz de las velas, cuando Balthazar se volvió hacia mí como si hubiera sentido mi presencia. Al mirarlo a los ojos y ver el modo en que había clavado su mirada en mí, comprendí que Patrice tenía toda la razón del mundo.
—Bianca, estás deslumbrante —dijo, acercándose.
—Tú también. —Balthazar llevaba un esmoquin clásico, como los de Cary Grant en los cuarenta. Sin embargo, por guapo que estuviera, no pude evitar echar un vistazo al gran salón que había a su espalda—. Uau —se me escapó.
El vestíbulo principal estaba adornado de enramadas de hiedra, y lo habían iluminado con altas velas blancas que habían colocado delante de las antiguas bandejas de latón batidas a mano para que reflejaran la luz. La banda de música estaba en una pequeña plataforma en uno de los rincones. No se trataba de un grupo de rockeros con tejanos y camisetas, sino de una clásica orquesta de baile cuyos miembros iban vestidos con esmóquines incluso más formales que el de Balthazar, y que en esos momentos estaba interpretando un vals. Había muchas parejas en la pista de baile, perfectamente alineados, como la escena de un cuadro del siglo XIX. También había varios alumnos nuevos apoyados contra las paredes, chicos con trajes intencionadamente horteras o a la última y chicas con vestidos cortos de lentejuelas, y todos parecían ser muy conscientes de no haber sabido elegir el modelo para la ocasión.
—Me acabo de dar cuenta de que debería habértelo preguntado antes: ¿sabes bailar el vals? —Balthazar me ofreció el brazo.
—Sí. Bueno, más o menos —dije, aceptándolo—. Mis padres me han enseñado algunos bailes antiguos, pero nunca he practicado con nadie que no fuera ellos. O en ningún otro sitio que no fuera mi casa.
—Es la primera vez de todo. —Me condujo al centro del gran salón, de modo que la luz de las velas brillaba con más fuerza a nuestro alrededor—. Vamos allá.
Balthazar nos incorporó a la rueda de baile con un solo giro, como si lo hubiera ensayado. Sabía perfectamente dónde debíamos colocarnos y cómo debíamos movernos. Las dudas que yo pudiera tener acerca de mis aptitudes para bailar el vals se desvanecieron de inmediato. Recordé los pasos sin esfuerzo y Balthazar era una pareja de baile consumada que, con su manaza en mi comparativamente diminuta espalda, me guiaba con pericia de experto. Antes de desaparecer de repente en el siguiente movimiento, atisbé a Patrice a un lado sonriéndome complacida.
Después de eso, el baile se alargó en una dilatada y feliz indefinición. Balthazar nunca se cansaba de bailar y yo tampoco. La energía fluía a través de mí como la electricidad y tenía la sensación de ser capaz de seguir bailando durante días sin descanso. Las sonrisas de Patrice y la mirada incrédula de Courtney me confirmaron que estaba realmente guapa. Es más, me sentía así.
Hasta esa noche, no había descubierto hasta qué punto me gustaba ese tipo de baile. No solo me sabía los pasos, sino que los demás bailarines también. Las parejas formaban parte de la danza, todo el mundo se movía a la par, las mujeres extendían los brazos en el ángulo correcto en el momento justo. Las faldas de los vestidos, largas y amplias, giraban con nosotras y creaban hileras de remolinos de vivos colores delante de los zapatos negros de los chicos, mientras todos seguíamos el ritmo al compás de la música. No era limitativo, era liberador, te hacía olvidar la confusión y las dudas. Cada movimiento nacía del anterior. Tal vez eso era lo que se sentía al bailar ballet: un movimiento unísono para crear algo bello, incluso mágico.
Por primera vez desde que había llegado a la Academia Medianoche, sabía exactamente qué debía hacer. Sabía cómo moverme y cómo sonreír. Me sentía a gusto con Balthazar y me deleitaba con su cálida admiración. Encajaba.
Siempre me había negado a creer que algún día pudiera formar parte del mundo de Medianoche, pero en esos momentos el camino se abría ante mí, ancho, hondo y alentador…
«No quería quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una chica tan dulce como tú».
La voz de Lucas resonó en mi cabeza con tanta claridad como si acabara de susurrarme al oído. Di un traspié y perdí el ritmo por completo en cuestión de segundos. Balthazar me pasó un brazo sobre los hombros y se apresuró a sacarme de la pista de baile.
—¿Estás bien?
—Sí, no pasa nada —mentí—. Es que… hace mucho calor. Creo que estoy un poco sofocada.
—Vamos a tomar el aire.
Al tiempo que Balthazar nos abría camino entre las parejas de baile, comprendí lo que había estado a punto de hacer. Me había sentido orgullosa de formar parte de Medianoche, un lugar donde los fuertes se aprovechaban de los débiles, donde la gente agraciada miraba a la normal y corriente por encima del hombro y donde el esnobismo era más importante que la amistad. Solo habían dejado de meterse conmigo una noche, y ya estaba dispuesta a olvidar lo capullos que eran la mayoría de ellos.
Recordar a Lucas me había hecho entrar en razón.
Salimos a los prados. No había profesores vigilando a la vista. Por lo visto, la señora Bethany y los demás maestros contaban con que el frío de finales de otoño mantuviera a la mayoría de los alumnos en el interior, y cuando el aire gélido me acaricio los hombros y la espalda desnudos, lo comprendí perfectamente. Sin embargo, antes de que me diera tiempo de echarme a temblar, Balthazar se quitó la chaqueta del esmoquin y me la colocó sobre los hombros.
—¿Mejor?
—Sí, solo será un segundo.
Balthazar se acercó un poco más, preocupado. Era todo un caballero, una buena persona, y honesto, y en esos momentos deseé que hubiera invitado a otra persona al baile, a una chica que supiera valorarlo de verdad.
—Vamos a dar un paseo —propuso.
—¿Un paseo?
—A no ser que prefieras regresar al baile…
—¡No! —Si volvía a entrar, el hechizo podría nublar mi mente una vez más y debía mantener la cabeza despejada hasta que consiguiera comprender lo que había estado a punto de hacer—. Quiero decir que… todavía no. Vamos.
Las estrellas titilaban en el cielo nocturno. Era una noche despejada, perfecta para observar el firmamento, y hubiera querido poder subir a la habitación de lo alto de la torre para mirar por el telescopio las estrellas distantes y alejarme de una vez del caos que me rodeaba. A nuestras espaldas, la música y el eco de las risas que procedían del baile fueron desvaneciéndose lentamente en la distancia a medida que nos adentrábamos en el bosque.
—Vale, ¿quién es él? —preguntó al final Balthazar.
—¿Quién?
—El chico del que estás enamorada.
Balthazar sonrió con tristeza.
—¿Qué? —Estaba tan avergonzada, tanto por él como por mí, que intenté salir del apuro inventándome la respuesta—. No salgo con nadie.
—No me tomes por idiota, Bianca. Tengo suficiente experiencia para saber cuándo una mujer está pensando en otro hombre.
—Lo siento —contesté en voz baja, abochornada—. No pretendía hacerte daño.
—Podré soportarlo. —Colocó sus manos sobre mis hombros—. Somos amigos, ¿no? Y eso implica que deseo que seas feliz. Preferiría que lo fueras conmigo…
—Balthazar…
—… pero sé que no siempre es tan sencillo.
Sacudí la cabeza.
—No, no lo es. Eres una magnífica persona y deberías ser tú quien ocupara mis pensamientos.
—No hay «deberías» que valgan cuando se trata de amor. Créeme. —La camisa blanca del esmoquin refulgía a la luz de la luna. Balthazar nunca había estado tan guapo como en ese momento, en plena retirada—. ¿Se trata de ese Vic? A veces os veo hablar.
—¿Vic? —No pude por menos que echarme a reír—. No. Es muy majo, pero solo somos amigos.
—Entonces, ¿quién?
Al principio vacilé, pero luego comprendí que me apetecía decírselo después de lo mucho que se había estrechado nuestra amistad a lo largo de esas últimas semanas, en las que apenas nos habíamos separado. Balthazar siempre estaba dispuesto a escucharme y, a pesar de que yo era más pequeña que él y estaba más mimada, se tomaba en serio mis opiniones. En realidad, lo que Balthazar pensara también era importante para mí.
—Lucas Ross.
—Él más débil gana una partida. —Balthazar no pareció muy complacido. Aunque, claro, ¿de qué iba a alegrarse cuando acababa de decirle que me gustaba otro chico?—. Ya sé qué ves en él.
—¿De verdad?
—Estoy convencido. Supongo que… es guapo.
—No es eso. —Quería que me entendiese—. No estoy diciendo que Lucas sea feo, pero es que es la única persona que comprende cómo me siento.
—Yo también podría hacerlo. O podría intentarlo. —Balthazar bajó la mirada e intuí que, a pesar de la entereza que demostraba, la conversación no le estaba resultando sencilla—. Se acabaron las súplicas. Lo prometo.
—Balthazar, tú encajas aquí —dije con toda la delicadeza que pude—, por eso no puedes comprender cómo nos sentimos los que no pertenecemos a este lugar.
—Podrías encajar si quisieras.
—Es que no quiero.
Balthazar enarcó una ceja.
—Entonces, tarde o temprano te encontrarás con problemas.
—No me refiero a eso. —Balthazar hablaba del futuro, de un futuro a años vista en el que yo no quería pensar teniendo ante mí un presente suficientemente caótico—. Me refiero al instituto. Tú has estado en todas partes y has visto mundo. No creo que puedas llegar a imaginar lo… Lo grande que es este lugar para mí, lo que me intimida. Si bajo la guardia, podría caer en la trampa de dejar que Medianoche decida quién y qué soy, y eso no es lo que quiero. Y eso es lo que comparto con Lucas.
Balthazar meditó unos segundos y finalmente asintió. No creía haberlo convencido, pero al menos me había escuchado.
—Lucas no es mala persona —admitió—, al menos por lo que sé. Lo he visto salir en defensa de alumnos a quienes estaban molestando y, por las cosas que dice en clase… parece inteligente.
Sonreí. Después de haberme pasado semanas enteras sin saber qué pensar de Lucas, era todo un alivio oír que alguien tenía algo bueno que decir de él. Sin embargo, Balthazar aún no había terminado.
—Pero tiene un carácter explosivo. De hecho, tú estabas cuando se peleo con Erich, así que ya lo sabes. —Me sentí secretamente aliviada de que Balthazar no supiera nada de lo que había ocurrido en la pizzería de Riverton—. Y siempre está a la que salta. Entiendo que Medianoche pueda poner a la defensiva a alguien como él, pero eso no tiene nada que ver con que él a veces sea…
—Imprevisible —dije—. Sí, ya lo sé. Es precisamente por eso que no sé si llegaremos a estar juntos alguna vez, pero tú mereces saber lo que siento.
—Lo único que digo es que vayas con cuidado. Si te hace daño, déjalo cuanto antes. —Me miró, ladeando una sonrisa—. Igual entonces te atrapo de rebote.
Coloqué una mano en su brazo.
—Estaría encantada.
Balthazar me besó en la frente. Olía a humo de pipa y a cuero, y casi me arrepentí de no haber esperado a decirle todo aquello hasta después de que me hubiera besado de verdad, aunque solo hubiera sido por una vez.
—¿Lista para entrar? —me preguntó.
—Un minuto más. Me gusta estar aquí fuera. Además, esta noche se ven las estrellas.
—Es verdad, te gusta la astronomía… —Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y siguió caminando a mi lado mientras seguíamos adentrándonos en el bosque, alzando la vista hacia las constelaciones que titilaban a través de las ramas desnudas—. Ésa es Orión, ¿verdad?
—Sí, el Cazador. —Alcé una mano para reseguir las piernas, el cinturón, el brazo estirado para asestar un golpe—. ¿Ves esa estrella tan brillante del hombro? Ésa es Betelgeuse.
—¿Cuál?
Era probable que la astronomía no le interesaba lo más mínimo, pero pensé que tal vez se sentiría más cómodo si teníamos algo más de lo que hablar a parte de su desengaño amoroso. Sabía cómo se sentía.
—Ésa, baja. —Al agacharse a mi lado, guié uno de sus brazos hacia arriba para indicarle la estrella con su propio dedo—. ¿La ves ahora?
Balthzar sonrió.
—Creo que sí. ¿No hay una nebulosa en Orión?
—Sí, un poco más abajo. Te la enseñaré.
—¿Bianca? —dijo alguien detrás de nosotros.
Balthazar y yo nos volvimos en redondo. Había reconocido la voz de inmediato, pero no podía dar crédito a mis oídos. Tal vez las ganas de que fuera cierto me estaban jugando una mala pasada, pero allí en la oscuridad creí ver a Lucas vestido con su uniforme. Echaba fuego por los ojos, aunque no me miraba a mí, ni siquiera a los dos, únicamente a Balthazar.
—Lucas, ¿qué haces aquí? —pregunté en un susurro.
—Asegurarme de que estás bien.
A Balthazar no le gustó aquello. Se enderezó.
—Bianca está completamente a salvo.
—Es tarde. Ha anochecido. La has sacado aquí fuera, a solas…
—Ha venido paseando hasta aquí por su propia voluntad. —Balthazar respiró hondo, intentando no perder los estribos—. Si prefieres ser tú el acompañante de Bianca, adelante.
Lucas se quedó perplejo. Esperaba un desafío, no una rendición.
—Entraré contigo —le dije a Balthazar.
A pesar de lo que acabábamos de hablar, o de lo que yo sintiera, Balthazar era mi pareja de baile y se lo debía, pero él sacudió la cabeza.
—No pasa nada. Se me han pasado las ganas de bailar.
—Gracias. Por todo —dije, aturdida y avergonzada, quitándome la chaqueta del esmoquin y abrazándome para resguardarme del frío aire nocturno.
—Si me necesitas, dímelo.
Balthazar se puso la chaqueta con la mirada clavada en Lucas y a continuación se alejó caminando, solo, en dirección a la escuela.
—Eso ha sido completamente innecesario —murmuré en cuanto Balthazar desapareció de la vista.
—Se estaba abalanzando sobre ti.
—¡Le estaba enseñando las estrellas! —Me froté los brazos tratando de entrar en calor—. ¿Creíste que iba a besarme?
—No.
—Mentiroso.
Lucas protestó.
—Vale, lo admito, solo quería alejarlo de ti. Pero entiende que no podía quedarme ahí plantado como un pasmarote mientras otro tipo te tiraba los tejos.
Se sacó la chaqueta del uniforme y me la ofreció. No fue un gesto tan elegante como había sido el de Balthazar, aunque en el caso de Balthazar se lo habían dictado sus buenos modales, era lo que se esperaba de un caballero, y en cambio a Lucas lo había empujado la desesperación de hacer algo que demostrara que podía cuidar de mí, al menos un poco.
Acepté la chaqueta y me la puse. El forro todavía conservaba el calor de su cuerpo.
—Gracias.
—Qué lástima que tape ese vestido.
Me miró de arriba abajo y una sonrisilla asomó en la comisura de sus labios.
—Deja de tontear conmigo. —Aunque parte de mí deseaba que Lucas coqueteara conmigo toda la noche, sabía que no podíamos retrasar más aquella conversación—. Tenemos que hablar.
—De acuerdo. Hablemos.
Evidentemente, después de eso ninguno de los dos supo qué decir. Eché a andar, en parte para ganar tiempo, y Lucas me siguió. A cierta distancia de nosotros oímos el crujido de unas hojas, pero enseguida lo acompañaron unas risitas reprimidas. Por lo visto había más parejas que habían decidido perderse en el bosque esa noche y, por el ruido que hacían, se lo estaban pasando mejor que nosotros.
Finalmente comprendí que tendría que dar yo el primer paso.
—No deberías haber dicho aquello sobre mis padres.
—Estuvo fuera de lugar. —Lucas suspiro—. Se preocupan por ti. Eso es evidente.
—Entonces, ¿por qué les tienes esa manía tan rara?
Lo meditó unos instantes, sin saber por dónde empezar.
—No hemos hablado mucho de mi madre.
Parpadeé, sorprendida.
—No, creo que no.
—Se lo toma todo muy en serio. —Lucas no apartaba la vista de los pies mientras se abría paso a través del denso y suave manto de tostadas agujas de pino. Un poco más adelante había un manzano rodeado de la fruta caída que nadie había recogido. Las manzanas estaban marcadas y blandas. Su aroma dulzón empalagaba el aire—. Intenta dirigir mi vida y no se le da nada mal.
—Me cuesta mucho imaginar a nadie dándote órdenes.
—Eso es porque no conoces a mi madre.
—Cambiará a medida que vayas haciéndote mayor —dije—. Antes mis padres solían ser mucho más protectores que ahora.
—No se parece a tus padres. —Lucas se echó a reír, aunque su risa me pareció extraña por algo que no supe definir—. Mi madre ve las cosas en blanco y negro. Dice que hay que ser fuerte para alcanzar tus metas. Por lo que a ella respecta, en el mundo solo hay dos tipos de personas: los depredadores y las presas.
—Eso suena un poco… extremista.
—Ése término la define muy bien. Respecto a mí, tiene muy claro quién debería ser y qué debería hacer. Puede que no esté siempre de acuerdo con ella, pero, en fin, no deja de ser mi madre. Sus palabras no me dejan indiferente. —Lanzó un hondo suspiro—. Seguramente parece antes una excusa que una explicación, pero tiene mucho que ver con mi comportamiento en Riverton.
Mientras iba dándole vueltas a lo que me contaba, empecé a comprender hasta qué punto lo explicaba todo: Lucas había asumido que mis padres intentaban dirigir mi vida porque era lo que su madre intentaba hacer con él.
—Lo entiendo, de verdad.
—Hace frío. —Lucas me dio la mano. El corazón empezó a latirme con fuerza—. Vamos. Volvamos a la escuela.
Continuamos caminando de vuelta a Medianoche. Salimos del bosque a los jardines, desde donde vimos las luces brillantes del salón y las siluetas de las parejas bailando. Imaginé cómo podría haber sido esa noche si Lucas y yo no hubiéramos discutido y él hubiera sido mi pareja para el Baile de otoño. Era casi demasiado perfecto para poder imaginarlo.
—No quiero entrar todavía.
—Hace frío.
—Tu chaqueta es muy calentita.
—Cuando la llevas puesta, sí.
Me sonrió. Lucas siempre me parecía mayor que yo menos cuando sonreía.
—Espera un poquito —supliqué, tirando de él hacia el cenador que habíamos encontrado la noche de la hoguera—. Nos mantendremos calentitos el uno al otro.
—Hombre, si lo pintas de ese modo…
La tupida enredadera ocultaba las estrellas del firmamento cuando nos sentamos en el cenador. Lucas me rodeó con sus brazos y con ese único gesto se desvanecieron todas las dudas y la confusión que habían estado acosándome las últimas semanas. Había creído ser feliz durante el baile, pero solo porque me había dejado llevar en medio del torbellino.
Ahora era diferente. Sabía dónde estaba, quién era y me sentía en paz conmigo misma. A pesar de que no había olvidado las razones que me habían hecho dudar de Lucas, cuando estábamos tan cerca confiaba en él por completo. No tenía miedo de nada en el mundo. Podía ser yo misma, sin inhibiciones. Cerré los ojos y froté mi nariz contra su cuello. Lucas se estremeció, y no creí que hubiera sido por el frío.
—Sabes que solo quiero cuidar de ti, ¿verdad? —susurró. Sentí sus labios rozando mi frente—. Quiero que estés a salvo.
—No necesito que me protejas de ningún peligro, Lucas. —Lo abracé por la cintura y lo estreché contra mí, con fuerza—. Lo que necesito es que me protejas de la soledad. No te pelees por mí, quédate a mi lado. Eso es lo que necesito.
Se echó a reír. Una risa extraña y triste.
—Necesitas que alguien cuide de ti, que se asegure de que no pasa nada. Y yo quiero ser ese alguien.
Levanté la cabeza. Estábamos tan cerca que mis pestañas rozaron su barbilla y sentí el calor que desprendían nuestros cuerpos en el pequeño resquicio que separaba nuestras bocas.
—Lucas, solo te necesito a ti —dije, reuniendo valor.
Lucas me acaricio la mejilla y rozó sus labios contra los míos. Ése primer contacto me cortó la respiración, pero había dejado de tener miedo. Estaba con Lucas y no podía pasarme nada.
Lo besé y descubrí que mis sueños no me habían engañado: sabía cómo besarlo, cómo tocarlo. Era un conocimiento que había atesorado en mi interior desde siempre, a la espera de la chispa que lo prendiera y lo avivara. Lucas me estrechó contra su pecho con tanta fuerza que apenas pude respirar. Fue un beso profundo y lento, impetuoso y delicado, mil veces distinto. Perfecto en todas sus facetas.
Se me cayó la chaqueta de los hombros y mis brazos y hombros quedaron expuestos al aire. Deslizó las manos por mi espalda para protegerme del frío nocturno y sentí sus palmas en mis omóplatos y sus dedos en mi columna. El tacto de su piel sobre la mía fue muy agradable, mucho mejor de lo que había imaginado, y dejé caer la cabeza hacia atrás, suspirando de placer. Lucas me besó en la boca, en las mejillas, en la oreja, en el cuello.
—Bianca —dijo en un dulce susurro que sentí en la piel. Los labios de Lucas rozaban mi cuello—. Deberíamos parar.
—No quiero.
—Aquí fuera… No deberíamos… Dejarnos llevar…
—No tienes que parar.
Le besé el pelo y la frente. Solo podía pensar en que ahora me pertenecía, a mí y solo a mí.
Cuando nuestros labios volvieron a encontrarse, el beso fue diferente, intenso, casi desesperado. Nuestras respiraciones se habían acelerado y nos impedían hablar. No existía nada en el mundo salvo él y esa voz monótona en mi interior que insistía una y otra vez en que él era mío, mío, mío…
Sus dedos rozaron el fino tirante del vestido y éste se escurrió de mi hombro y dejó a la vista la curvatura superior de mi pecho. Lucas dibujó con su pulgar una línea entre mi oreja y mi hombro. Deseé que no se detuviera, que me tocara como necesitaba que me tocaran. No pensaba racionalmente, de hecho apenas conseguía pensar. En aquel momento solo existía mi cuerpo y lo que me exigía. Sabía qué debía hacer, aunque ni siquiera llegara a imaginarlo todavía. Lo sabía.
Para, me dije. Sin embargo, Lucas y yo habíamos ido demasiado lejos para poder detenernos. Lo necesitaba, por completo, ahora.
Sujeté su rostro entre mis manos y posé mis labios suavemente en los suyos, en su barbilla, en su cuello. Y al ver el pulso de las venas latiendo bajo la piel, no pude reprimir mi sed de él.
Lo mordí en el cuello, con fuerza. Lo oí gritar de dolor, desconcertado, pero al mismo tiempo la sangre salió disparada hacia mi lengua y el espeso sabor metálico se propagó en mi interior como un incendio: ardiente, incontrolable, mortífero y bello. Al tragar, el sabor de la sangre de Lucas en mi garganta fue lo más dulce que había conocido hasta el momento.
Lucas intentó separarse de mí, pero ya estaba muy debilitado. Lo cogí entre mis brazos cuando empezó a desplomarse para poder seguir bebiendo con avidez. Tenía la sensación de estar aspirando su alma junto con su sangre. Nunca habíamos estado tan unidos como en ese momento.
Mío, pensé. Mío.
En ese momento, el cuerpo de Lucas se relajó por completo: se había desmayado. Y el darme cuenta de su estado fue como un jarro de agua fría que me sacó del trance de golpe.
Respiré jadeante y solté a Lucas, que cayó desmadejado al suelo del cenador. El corte amplio y profundo que mis dientes habían dejado en su cuello, oscuro y húmedo a la luz de la luna, resplandecía como tinta derramada. Caía un pequeño hilillo de sangre sobre los tablones del suelo, donde estaba formándose un charco alrededor de una pequeña estrella plateada que se me había caído del pelo.
—Socorro —jadeé, sin aire, en un susurro apenas audible. Aún tenía los labios pegajosos y calientes por la sangre de Lucas—. Por favor, que alguien me ayude.
Descendí tambaleante los escalones del cenador, desesperada por encontrar a alguien, a quien fuera. Mis padres se pondrían hechos una furia, por no hablar de la señora Bethany, pero alguien tenía que ayudar a Lucas.
—¿Hay alguien ahí?
—¿Y a ti qué te pasa? —Courtney salió del bosque, visiblemente molesta. Llevaba arrugado el vestido blanco de encaje. Su pareja la seguía detrás. Por lo visto había interrumpido una sesión de morreo—. Un momento… Eso que tienes en la boca… ¿es sangre?
—Lucas. —Estaba demasiado asustada para ni siquiera intentar explicarme—. Por favor, ayudad a Lucas.
Courtney se retiró hacia atrás el largo cabello rubio y entró en el cenador, donde encontró a Lucas tendido en el suelo, con el cuello abierto.
—Dios mío —dijo con un hilo de voz y se volvió hacia mí con una sonrisa taimada—. Ya era hora de que crecieras y te convirtieras en un vampiro como los demás.