5

Normalmente sería imposible despegar de delante del espejo a una chica que ha de prepararse para su primera cita, pero cuando llegó la noche del viernes, la de la escapada a Riverton, Patrice estaba tan ocupada mirándose que para el caso podría haberme vestido en la oscuridad. Estuvo examinándose la cara y la figura en el espejo de cuerpo entero, volviéndose a un lado y al otro, incapaz de encontrar lo que estuviera buscando, ya fueran imperfecciones o belleza.

—Estás muy guapa —dije—. Come algo, ¿vale? Casi te transparentas.

—No queda ni un mes para el Baile de otoño. Quiero estar estupenda.

—¿Y de qué sirve ir al Baile de otoño si no puedes disfrutarlo?

—Así lo disfrutaré más. —Patrice me sonrió. Tenía el don de poder ser paternalista y completamente sincera al mismo tiempo—. Algún día lo entenderás.

No me gustaba cuando me hablaba de esa manera, con esos aires de superioridad, pero ya la consideraba como a una amiga. Patrice me había prestado un jersey muy suave de color marfil para mi cita como si fuera el mayor favor que alguien pudiera hacer nunca a otra persona. Tal vez estuviera en lo cierto. Gracias a ese jersey, mi figura… Vamos, que se hacía evidente que tenía una, algo que las sosas faldas plisadas y las chaquetas de Medianoche ocultaban al mundo.

—¿Vosotros no vais a ir? —le pregunté, mientras trataba de hacerme una trenza alta. No hacía falta que concretara a quién me refería.

—Erich va a dar otra fiesta junto al lago. —Patrice se encogió de hombros. Todavía llevaba puesta la bata de satén rosa y una cinta que le retiraba el pelo de la cara. Si ella ni siquiera había empezado a prepararse, era señal de que seguramente la fiesta no empezaría hasta después de medianoche—. La mayoría de los profesores estarán en la ciudad haciendo de acompañantes y eso nos asegura una noche de primera aquí.

—Me cuesta mucho imaginar que en la Academia Medianoche haya noches de primera.

—Ni que nos tuvieran encerrados en una jaula, Bianca. Además, ese peinado no te favorece nada.

Suspiré.

—Ya lo sé, ya lo veo yo sólita.

—Espera.

Patrice se puso detrás de mí, deshizo las trenzas desiguales que había conseguido entretejer con muchos esfuerzos y pasó los dedos entre los mechones de pelo. Luego me recogió el cabello en un moño flojo y muy bajo, y unos cuantos mechones se soltaron y me cayeron sobre la cara. Desenfadado, pero con estilo, como siempre había querido llevarlo. Al ver la transformación en el espejo, pensé que casi parecía que me hubieran arreglado el pelo por arte de magia.

—¿Cómo lo has hecho?

—Ya aprenderás con el tiempo. —Patrice sonrió, más satisfecha de su trabajo que de mí—. Tienes un color de pelo precioso, ¿sabes? Tienes que lucirlo más cuando te caiga sobre el jersey; mira qué contraste hace con el color marfil, ¿lo ves?

¿Cuándo aquel tono rojizo se había convertido en un «color precioso» de pelo? Le sonreí a mi reflejo pensando que, partiendo de que Lucas y yo íbamos a salir juntos, cualquier milagro era posible.

—Perfecto —dijo Patrice y, no sé por qué, pero supe que lo decía con sinceridad.

No por eso el cumplido dejaba de ser impersonal. Estaba convencida de que el concepto de perfección significaba más para ella que para mí, pero Patrice no lo habría dicho si no lo pensara de verdad.

Cohibida y encantada, me quedé mirando mi reflejo en el espejo. Si Patrice conseguía encontrarme guapa, entonces tal vez Lucas también lo haría.

—¡Estás estupenda! —exclamó Lucas al verme.

Lo saludé con un gesto de cabeza, intentando no perder el contacto visual mientras nos abríamos paso entre los alumnos que iban apretujándose en el autobús que nos llevaría a la ciudad. La Academia Medianoche no podía tener algo tan ordinario como un autobús escolar amarillo normal y corriente, eso por descontado; en vez de eso, nos esperaba una pequeña lanzadera de lujo, de las que suelen utilizar los hoteles de postín, que seguramente habrían alquilado para la ocasión. Yo entré a presión con la primera oleada de estudiantes mientras Lucas seguía haciendo lo que podía por acercarse a la puerta. Al menos podía verlo sonreír desde la ventanilla.

—De lujo. —Vic se echó a reír, dejándose caer en el asiento libre que había a mi lado. Llevaba un sombrero de fieltro que parecía directamente sacado de los cuarenta, y la verdad es que estaba muy guapo, pero aun así no era la persona que deseaba como acompañante; y algo debió de delatar mi expresión, porque me dio un codazo amistoso—. No te preocupes, solo le estoy calentando el asiento a Lucas.

—Gracias.

Si no hubiera sido por Vic, no podría haberme sentado con Lucas. La gente se mataba por subir al autobús y parecía que unas veinte personas —de hecho, casi todas las que no encajaban con el típico alumno de Medianoche— estaban decididas a ir a Riverton. Teniendo en cuenta lo aburrida que era la ciudad, seguramente lo único que deseaban era alejarse de la escuela y para eso cualquier lugar valía. Sabía cómo se sentían.

Vic cedió el asiento con galantería a Lucas cuando éste consiguió llegar por fin hasta nosotros, aunque yo no diría que la cita empezó entonces. Estábamos completamente rodeados por otros compañeros que no dejaban de reír, hablar y gritar, aliviados por poder salir por fin de las claustrofóbicas propiedades de la escuela. Raquel se sentaba unas filas más adelante y charlaba animadamente con su compañera de cuarto; debía de haber aplacado sus temores, al menos por el momento. Hubo algunos que me lanzaron miraditas sorprendidas no demasiado amistosas. Por lo visto seguía siendo sospechosa de formar parte de los «legítimos», algo tan absurdo que hasta tenía gracia. Vic se arrodilló en el asiento de delante y se volvió hacia nosotros con la intención de hablarnos del ampli que iba a comprarse en una tienda de música que acababan de abrir en la ciudad.

—¿Qué vas a hacer con un ampli? —le pregunté, alzando la voz para hacerme oír por encima del bullicio general, a medida que avanzábamos a trompicones por la carretera en dirección a la ciudad—. No van a dejarte tocar la guitarra eléctrica en la habitación.

Vic se encogió de hombros, pero no perdió la sonrisa.

—¡Me basta con poder mirarlo, tío! Y saber que tengo algo tan increíble. Así iré contento todos los días.

—Pero si tú siempre estás contento. Sonríes hasta en sueños.

A pesar del tono burlón en que Lucas lo había dicho, estaba claro que en el fondo le gustaba Vic.

—Es lo que te mantiene vivo, ¿sabes?

Vic era justo lo contrario al típico alumno de Medianoche y decidí que a mí también me gustaba.

—¿Qué vas a hacer mientras nosotros estemos en el cine?

—Explorar, dar una vuelta, sentir la tierra bajo mis pies. —Vic enarcó las cejas repetidas veces—. Tal vez conocer a alguna tía buena en la ciudad.

—Entonces será mejor que compres el ampli después —dijo Lucas—. Igual te corta el rollo tener que arrastrar esa cosa contigo.

Vic asintió muy serio y tuve que cubrirme la boca con la mano para ocultar una sonrisa.

Es decir, que Lucas y yo no estuvimos realmente solos hasta que no nos encontramos paseando por la calle principal de Riverton, a una sola manzana del cine. Ambos nos alegramos mucho cuando vimos lo que había anunciado en la marquesina.

Sospecha —leyó—. Dirigida por Alfred Hitchcock, un genio.

—Con Cary Grant. —Cuando Lucas me miró, añadí—: Tú tienes tus preferencias y yo las mías.

Había más alumnos pululando por el vestíbulo, algo que seguramente estaba más relacionado con que Riverton no ofreciera demasiados entretenimientos que con un súbito y renovado interés en Cary Grant. Sin embargo, a nosotros nos interesaba de verdad, al menos hasta que comprobamos quiénes eran los profesores que harían de acompañantes en el cine.

—Créeme, estamos tan sorprendidos como tú —dijo mi madre.

—Estábamos convencidos de que irías a tomarte algo. —Mi padre le había pasado el brazo por los hombros a mi madre, como si se tratara de su cita y no de la nuestra. Estábamos todos plantados delante del cartel del vestíbulo y Joan Fontaine nos miraba fijamente, escandalizada, como si se enfrentara a mi dilema en vez de al suyo—. Por eso decidimos encargarnos del cine. Ya hay otros encargándose de la cafetería.

—Todavía no es demasiado tarde para un pastelito —añadió mi madre, intentando animarnos—. No nos ofenderemos.

—No os preocupéis. —En realidad sí que era preocupante tener que pasar mi primera cita con mis padres, pero ¿qué iba a decir si no?—. Resulta que a Lucas le gustan las películas antiguas, así que… No pasa nada, ¿no?

—No, no pasa nada.

Aunque no parecía precisamente que no pasara nada; daba la impresión de que Lucas estaba incluso más disgustado que yo.

—A no ser que te gusten los pastelitos —dije.

—No. Es decir…, sí, los pastelitos me gustan, pero me gustan bastante más las películas antiguas. —Levantó la barbilla como si estuviera retando a mis padres a que intentaran intimidarlo—. Nos quedamos.

Mis padres, lejos de sentirse intimidados, sonrieron de oreja a oreja.

Les había contado que Lucas y yo íbamos a ir juntos a Riverton durante la comida del domingo anterior. No les di más detalles por miedo a paralizarlos de la impresión, pero quedó claro que no les había entrado por un oído y salido por el otro. Para mi sorpresa y alivio, no me interrogaron; de hecho, primero intercambiaron una mirada, calibrando su reacción respectiva delante de mí. Probablemente era extraño que tu «niña milagro» ya fuera lo bastante mayor para salir con alguien. Mi padre mencionó con calma que Lucas parecía un buen chico y luego me preguntó si quería más macarrones con queso.

Resumiendo, no sé qué tipo de exagerada reacción sobreprotectora estaría esperando Lucas, pero ésta no se produjo.

—En el caso de que quisierais evitarnos, cosa que no me extrañaría, nosotros vamos a ir a la platea, que es donde estarán casi todos los alumnos —dijo mi madre.

Mi padre asintió.

—Las plateas son poderosas tentaciones y ejercen una intensa atracción gravitacional sobre las bebidas sostenidas por manos adolescentes. Yo he sido testigo.

—Creo haberlo estudiado en alguna clase de ciencias del instituto —dijo Lucas, muy serio.

Mis padres rieron y yo me dejé arropar por una cálida oleada de alivio. Lucas les gustaba y puede que no tardaran mucho en invitarlo a comer algún domingo. Ya nos estaba viendo juntos a todas horas y en todas partes, a mi lado, amoldado a mi vida.

Lucas no parecía tan convencido como yo —tenía una mirada cautelosa al entrar en el cine—, pero di por hecho que se trataba de la típica reacción del chico ante los padres de su pareja.

Escogimos las butacas que quedaban debajo de la platea, donde era imposible que mis padres pudieran vernos. Lucas y yo nos sentamos muy juntos, con el cuerpo medio inclinado hacia el otro, de modo que nuestros hombros y rodillas se rozaban.

—Nunca había hecho esto —dijo.

—¿Nunca habías ido a un cine antiguo? —Miré embelesada las volutas doradas que decoraban las paredes y la platea, y el telón de terciopelo granate—. Son preciosos.

—No me refiero a eso. —A pesar de su agresividad innata, a veces incluso podía parecer tímido; aunque eso solo ocurría cuando hablaba conmigo—. Nunca había llegado a… Salir con una chica.

—¿También es tu primera cita?

—Cita. ¿La gente todavía utiliza esa palabra? —Me habría muerto de vergüenza si Lucas no me hubiera dado un codazo socarrón—. Me refiero a que nunca me había sentido así con nadie, sin presiones ni temiendo tener que mudarme otra vez al cabo de un par de semanas.

—Hablas como si nunca te hubieras sentido como en casa en ningún sitio.

—Hasta ahora no.

Lo miré con escepticismo.

—¿Te sientes como en casa en Medianoche? Venga ya.

Una leve sonrisa apareció lentamente en el rostro de Lucas.

—No me refería a Medianoche.

En ese momento las luces del cine empezaron a bajar de intensidad, y menos mal, porque si no seguramente me habría dado por decir alguna tontería en vez de disfrutar del momento.

Sospecha era una de las películas de Cary Grant que no había visto. La mujer, Joan Fontaine, se casaba con Cary a pesar de que él era un irresponsable y despilfarraba mucho dinero, pero lo hacía de todos modos porque se trataba del macizo de Cary Grant, y eso bien valía quedarse sin blanca. A Lucas no pareció convencerle mi razonamiento.

—¿No crees que es un poco extraño que él investigue sobre venenos? —me susurro—. ¿Quién estudia los venenos como si se tratara de un pasatiempo? Al menos admite que tiene un entretenimiento un poco raro.

—Un hombre con esa planta no puede ser un asesino —insistí.

—¿Te han dicho alguna vez que confías en la gente demasiado deprisa?

—Que te calles.

Le di un codazo y varias palomitas saltaron de la bolsa. Estaba disfrutando de la película, pero aún más de estar tan cerca de Lucas. Era increíble lo mucho que podíamos decirnos sin abrir la boca, solo necesitábamos una divertida mirada de soslayo o el modo natural en que nuestras manos se rozaron y él entrelazó sus dedos con los míos. Me acaricio la palma de la mano con su pulgar, dibujando circulitos y si eso solo ya fue suficiente para que se me desbocara el corazón, ¿qué debía de sentirse entre sus brazos?

Al final se demostró que no estaba equivocada: por lo visto Cary estudiaba los venenos para suicidarse y así evitar que la pobre Joan Fontaine tuviera que cargar con las deudas. Ella insistía en que encontrarían una solución y se iban juntos en coche. Lucas sacudió la cabeza con el fundido de la última toma.

—No es el verdadero final, ¿sabes? Hitchcock quería que él fuera el culpable, pero el estudio le obligó a salvar a Cary Grant al final para que le gustara al público.

—Si se acaba así, es el verdadero final —insistí. Encendieron las luces unos momentos, antes del inicio de la siguiente sesión—. Vamos a otro sitio, ¿vale? Todavía queda un buen rato antes de que tengamos que volver al autobús.

Lucas echó un vistazo hacia arriba y adiviné que no le importaba lo más mínimo alejarse un poco de los vigilantes paternos.

—Vamos.

Paseamos por la pequeña calle principal de Riverton, donde daba la impresión de que no había tienda o restaurante que no estuviera tomado al asalto por los refugiados de la Academia Medianoche. Lucas y yo pasamos por delante en silencio, buscando lo que realmente nos apetecía: un lugar donde estar solos. La idea de que Lucas quisiera un poco de intimidad para ambos me emocionó e intimidó a la vez. La noche refrescaba y las hojas otoñales no dejaban de susurrar mientras paseábamos por la acera, lanzándonos miradas disimuladas sin apenas intercambiar una palabra.

Por fin, justo al pasar la estación de autobuses, que delimitaba el final de la calle principal, al doblar la esquina encontramos una vieja pizzería que parecía intacta desde el día de su inauguración, que había sido en 1961.

En vez de pedirnos una entera, cogimos unos trozos de pizza solo de queso y un refresco y nos fuimos a un compartimento. Nos sentamos uno enfrente del otro en una mesa con un mantel a cuadros rojos y blancos y una botella de chianti cubierta de cera de vela derretida. En la gramola del rincón sonaba una canción de Elton John de antes de que yo hubiera nacido.

—Me gustan estos sitios —dijo Lucas—. Parecen de verdad, no como si un grupo de sondeo hubiera diseñado hasta el último detalle.

—A mí también. —Aunque si me lo hubiera pedido hasta le habría dicho que me gustaba comer berenjenas en la luna. Sin embargo, en este caso en concreto estaba diciendo la verdad—. Aquí puedes relajarte y ser tú mismo.

—Ser tú mismo… —Lucas sonrió, aunque de repente parecía estar a kilómetros de allí, como si esas palabras le hubieran hecho gracia por algo que solo él conocía—. Algo que debería ser más fácil de lo que es en realidad.

Sabía a qué se refería.

Estábamos prácticamente solos en la pizzería. Solo había otra mesa ocupada, a la que se sentaban cuatro tipos que parecían haber acabado de trabajar en una obra. Tenían las camisetas cubiertas de polvo de yeso y un par de jarras de cerveza vacías testimoniaban que ya estaban borrachos. Se reían muy alto de sus propios chistes, pero me daba igual. De hecho, eso me servía de excusa para inclinarme sobre la mesa y estar un poco más cerca de Lucas.

—Así que Cary Grant… —dijo Lucas, espolvoreando pimienta negra sobre su trozo de pizza—. Es tu tipo ideal, ¿eh?

—Hombre, yo diría que es el rey de los tipos ideales, ¿no? Estoy chiflada por él desde que lo vi por primera vez en Vivir para gozar,, cuando tenía cinco o seis años.

Estaba segura de que Lucas, el cinéfilo, estaría de acuerdo, pero no fue así.

—La mayoría de las chicas del insti se pirrarían por estrellas de cine que todavía hicieran películas. O por alguien de la tele.

Le di un bocado a mi trozo de pizza y por unos instantes estuve demasiado liada intentando resolver una bochornosa situación relacionada con unos alargados hilos de queso.

—Me gustan muchos actores —farfullé cuando por fin logré meterme la pizza en la boca—, pero ¿quién puede decir que Cary Grant no es lo más?

—Aunque estoy de acuerdo en que es una tragedia, asumámoslo: mucha gente de nuestra generación ni siquiera ha oído hablar de Cary Grant.

—Un crimen. —Intenté imaginar la cara que pondría la señora Bethany si le sugiriera que hiciéramos Historia del cine como asignatura optativa—. Gracias a mis padres he visto películas y he leído libros que les gustaban de antes que yo naciera.

—Cary Grant fue muy famoso en los cuarenta, Bianca. Hacía películas hace setenta años.

—Que siguen emitiéndose por televisión. Es fácil encontrar una película antigua si buscas un poco.

Lucas me miró dubitativo y sentí un miedo repentino: la rápida y urgente necesidad de cambiar de tema y hablar de otra cosa, de lo que fuera. Demasiado tarde, porque Lucas se me adelantó.

—Dijiste que tus padres te trajeron a Medianoche para que conocieras a más gente y tuvieras una perspectiva más amplia del mundo, pero tengo la sensación de que han dedicado mucho tiempo a procurar que tu mundo fuera lo más pequeño posible.

—¿Disculpa?

—Olvídalo. —Suspiró profundamente mientras dejaba el reborde de su trozo de pizza en el plato—. No debería haber sacado ese tema ahora. Se supone que deberíamos pasárnoslo bien.

Tal vez tendría que haberlo dejado correr porque lo último que deseaba era discutir con Lucas la primera noche que salía con él; sin embargo, no pude evitarlo.

—No, no, ¿a qué te refieres? ¿Se puede saber qué sabes tú de mis padres?

—Sé que te enviaron a Medianoche, prácticamente el último lugar de la Tierra al que todavía no ha llegado el siglo XXI: no hay móviles, no hay inalámbrico, solo hay Internet en una sala de informática con ¿qué?, ¿cuatro ordenadores? No hay televisores, apenas se tiene contacto con el mundo exterior…

—¡Es un internado! ¡Se supone que debe estar alejado del mundo exterior!

—Quieren separarte del resto del mundo, por eso te han enseñado a apreciar las cosas que les gustan a ellos, no lo que se supone que les gusta a las chicas de tu edad.

—Soy yo la que decido lo que me gusta y lo que no. —Sentí que la rabia me encendía las mejillas. Normalmente siempre acababa llorando cuando estaba tan enfadada, pero esta vez estaba decidida a no derramar ni una sola lágrima—. Además, es a ti a quien le gusta Hitchcok y las películas antiguas. ¿Acaso significa eso que tus padres controlan tu vida?

Lucas se inclinó sobre la mesa, me cogió la mano con fuerza y me miró fijamente con sus ojos verde oscuro. Llevaba toda la noche deseando que me mirara de esa manera, pero no en esas circunstancias.

—Intentaste huir de tu familia y le restaste importancia como si solo fuera una mala pasada que quisieras jugarle a alguien.

—Porque no fue más que eso.

—Pues yo creo que fue algo más, que no ibas desencaminada respecto a Medianoche. Y creo que deberías escuchar más tu propia voz y dejar de escuchar tanto la de tus padres.

No era posible que Lucas estuviera diciéndome aquello. Si mis padres le oyeran hablar así… No, no quería ni imaginarlo.

—Que Medianoche sea una mierda no significa que mis padres sean malos padres, y hay que tener morro para criticarlos cuando apenas los conoces. No sabes nada de mi familia y, además, ¿a ti qué te importa?

—Me importa porque… —se interrumpió, como si no se atreviera a seguir—. Me importa porque me importas tú.

¿Por qué tuvo que decirlo en ese momento? De esa forma. Sacudí la cabeza.

—Lo que dices no tiene sentido.

—Eh. —Uno de los obreros de la construcción acababa de pinchar una de esas machaconas canciones heavy de los ochenta en la gramola y se dirigió a nosotros, tambaleante—. ¿Estás molestando a la señorita?

—No pasa nada —me apresuré a decir. No había peor momento para descubrir que la caballerosidad no se había extinguido—. De verdad, no pasa nada.

Lucas reaccionó como si no me hubiera oído.

—No es asunto tuyo —le espetó, fulminándolo con la mirada.

Fue como dejar caer una cerilla encendida en un tanque de gasolina. El tipo se acercó con paso vacilante y todos sus amigos se levantaron.

—Cuando alguien trata así a su novia en público, maldita sea, ya lo creo que es asunto mío.

—¡No me estaba molestando! —Seguía enfadada con Lucas, pero la situación estaba saliéndose de madre—. Está muy bien que, esto… os preocupéis por las mujeres, de verdad, es fantástico, pero no pasa nada.

—No te metas en esto —dijo Lucas con voz grave. Detecté algo en su tono de voz que no había oído antes, una fuerza casi sobrenatural. Un escalofrío me recorrió la espalda—. Ella no es asunto vuestro.

—¿Es que crees que te pertenece o algo así y que por eso puedes tratarla como te venga en gana? Me recuerdas al cerdo de mi cuñado. —El obrero parecía más enfadado que nunca—. Y si crees que no vas a recibir lo mismo que él, tú sueñas, chaval.

Desesperada, miré a mi alrededor en busca de un camarero o del dueño del local. O de mis padres. O de Raquel. En dos palabras, esperaba que alguien, me daba igual quién fuera, pusiera fin a aquello antes de que aquellos obreros borrachos hicieran papilla a Lucas, porque eran enormes y eran cuatro y en esos momentos estaba claro que todos tenían ganas de pelea.

Aunque jamás habría imaginado que Lucas sería el primero en empezar.

Se movió con tanta rapidez que ni lo vi. Pasó junto a mí como una exhalación y, segundos después, el obrero caía de espaldas sobre sus compañeros. Lucas tenía el brazo extendido y el puño cerrado, pero aun así necesité unos segundos para comprender lo que había sucedido. Por Dios, acababa de pegarle a alguien.

—Ahora verás.

Uno de los obreros se abalanzó sobre Lucas, quien lo esquivó con tanta agilidad que fue visto y no visto. Se había hecho a un lado, lo que le permitió empujar a su adversario con tanta fuerza que creí que acabaría en el suelo.

—¡Eh! —Un hombre de unos cuarenta años, con un delantal repleto de manchas de tomate, apareció en el salón. Me dio igual si se trataba del dueño, el cocinero o el señor Pizza Hut, pero lo cierto es que en mi vida me había alegrado tanto de ver a alguien—. ¿Qué está pasando aquí?

—¡No pasa nada! —Sí, mentí, pero qué más daba. Salí del cubículo y empecé a retroceder hacia la puerta—. Nos vamos, ya está.

Los obreros y Lucas seguían mirándose fijamente, como si quisieran matarse, pero gracias a Dios Lucas me siguió. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, oí que el dueño farfullaba algo sobre los críos de esa maldita escuela.

Lucas se volvió hacia mí en cuanto estuvimos en la calle.

—¿Estás bien?

—¡No gracias a ti! —Eché a andar a toda prisa hacia la calle principal—. ¿Se puede saber qué pasa contigo? ¡Has empezado una pelea con ese tipo porque sí!

—¡La empezó él!

—No, él empezó la discusión, pero tú empezaste la pelea.

—Estaba protegiéndote.

—El también creía que me protegía. Puede que estuviera borracho y que fuera un poco basto, pero no pretendía hacerle daño a nadie.

—No tienes ni idea de lo peligroso que es el mundo en realidad, Bianca.

Siempre que Lucas me había hablado así, como si fuera mucho mayor que yo y quisiera enseñarme algo y protegerme, me había hecho sentir arropada y feliz, pero en esa ocasión me sacó de quicio.

—¡Te comportas como si lo supieras todo y luego actúas como un imbécil y te pones a pelear con cuatro tíos! Y me he fijado en cómo peleas. No es la primera vez.

Lucas caminaba a mi lado, pero poco a poco fue quedándose atrás, como si se hubiera quedado pasmado. Enseguida comprendí que lo que realmente lo había sorprendido era que hubiera adivinado algo por el estilo. Tenía razón: Lucas ya se había peleado antes, y más de una vez.

—Bianca…

—Ahórratelo.

Levanté una mano y me dirigí en silencio al autobús alquilado, que ya estaba rodeado por los estudiantes que se arremolinaban a su alrededor, la mayoría de ellos con bolsas de compra y refrescos en las manos.

Lucas se sentó junto a mí, como si todavía albergara la esperanza de poder hablar conmigo, pero me crucé de brazos y no despegué la mirada de la ventanilla. Vic se sentó de un bote en el asiento de delante y se volvió hacia nosotros.

—Eh, tíos, ¿qué pasa? —nos saludó, antes de fijarse en nuestras caras—. Vale, esto tiene pinta de ser el momento perfecto para contar una de mis largas y liosas historias que no llevan a ninguna parte.

—Genial —contestó Lucas, sin más.

Fiel a su palabra, Vic empezó a hablar sin parar de tablas de surf, de Panic! At The Disco y de un sueño raro que tuvo una vez, y no paró hasta que llegamos a la escuela. Eso me ahorró tener que dirigirle la palabra a Lucas, quien, por otro lado, tampoco abrió la boca.