4

Llegué a mi cuarto justo a tiempo de meterme bajo las sábanas antes de que entrara Patrice acompañada de la señora Bethany. La figura de la directora se recortó contra la débil luz del pasillo, por lo que solo pude distinguir su silueta.

—Ya conoces las normas, Patrice —dijo en voz baja, aunque indudablemente seria. Decir que intimidaba sería quedarse corto, y eso que ni siquiera era yo a la que reprendía—. Debes comprender que las normas están para obedecerlas. No podemos andar corriendo por el campo en plena noche. ¿Qué diría la gente? Los alumnos se desmadrarían y podría ocurrir una tragedia. ¿Está claro?

Patrice asintió y la puerta se cerró de golpe. Me enderecé.

—¿Ha ido muy mal? —le pregunté en un susurro.

—No, solo un poco —gruñó Patrice mientras empezaba a desnudarse. Llevábamos una semana cambiándonos en la misma habitación, pero a mí seguía dándome vergüenza. A ella no. De hecho, ni siquiera dejó de mirarme mientras se quitaba la camisa precipitadamente—. ¡Pero si todavía vas vestida!

—Ah, sí.

—Creía que te habías ido de la fiesta.

—Lo hice, pero… No pude entrar en la escuela. Estaban de patrulla. Luego se dieron cuenta de dónde estabais y salieron pitando. He llegado tres minutos antes que tú.

Patrice se encogió de hombros al agacharse para recoger el pijama. Yo hice lo que pude para cambiarme sin volverme. La conversación se había terminado y yo había mentido con éxito a mi compañera de cuarto por primera vez.

Tal vez debería haberle explicado por qué me había retrasado. La mayoría de las chicas se morirían por contarle a todo el mundo que acababan de ligar con un chico guapísimo, pero quería que siguiera siendo un secreto, me gustaba. En cierto modo, el hecho de que yo fuera la única en saberlo lo hacía más especial. «Yo le gusto a él y él me gusta a mí. Tal vez pronto estemos juntos».

Mientras volvía a meterme bajo las sábanas, recapacité y decidí que quizá estaba echando las campanas al vuelo. Los pensamientos se atropellaban en mi cabeza y me impedían dormir. Le sonreí a la almohada.

«Es mío».

—He oído que anoche hubo una fiesta —dijo mi padre, dejando delante de mí una hamburguesa y patatas fritas; estábamos sentados a la mesa de mi familia.

—Hum… —contesté con la boca llena de patatas. Acabé de tragar y mascullé—: Es decir, eso me han dicho.

Mis padres intercambiaron una mirada y tuve la impresión de que incluso les hacía gracia. Qué alivio.

Sería la primera de las muchas cenas semanales de los domingos. Todo el tiempo que pudiera pasar con mi familia en los alojamientos del profesorado en vez de rodeada de alumnos de Medianoche, para mí era tiempo bien invertido. Aunque intentaban actuar de la manera más informal posible, era fácil adivinar que mis padres me habían echado de menos tanto como yo a ellos. Duke Ellington sonaba en el equipo de música y, a pesar del interrogatorio paterno, el mundo volvía a recuperar su orden.

—No os desmadrasteis mucho, ¿verdad? —Por lo visto mi madre había decidido pasar por alto el hecho de que yo hubiera negado mi asistencia a dicha fiesta—. Solo hubo cerveza y música, por lo que me han dicho.

—No sé nada del asunto —contesté, sin negarlo. Es decir, yo solo estuve unos quince minutos en la fiesta.

—Da igual que solo se tratara de unas cervezas —dijo mi padre sacudiendo la cabeza, en dirección a mi madre—. Las normas están para cumplirlas, Celia. Una cosa es el terreno de la escuela, pero ¿y si la semana que viene les da por ir a la ciudad? Bianca no me preocupa, pero algunos de los otros…

—No estoy en contra de las normas, pero es normal que los alumnos de mayor edad se rebelen contra ellas de vez en cuando. Es mejor tener algún que otro desliz sin importancia de vez en cuando que incidentes más graves. —Mi madre se volvió hacia mí—. ¿Cuál es tu asignatura preferida hasta ahora?

—La tuya, ¿cuál va a ser? —respondí, y la miré como queriendo decir si de verdad creía que iba a ser tan tonta como para responder otra cosa. Se echó a reír.

—Además de la mía. —Mi madre descansó la barbilla en la mano, saltándose a la torera la norma de no poner los codos sobre la mesa—. ¿Tal vez inglés? Siempre te ha gustado mucho.

—No con la señora Bethany.

El comentario no me granjeó ninguna simpatía.

—Pues atiende a lo que te diga —dijo mi padre con severidad. Dejó las gafas sobre la mesa de roble con brusquedad, de un porrazo—. Tómatela muy en serio.

Qué tonta había sido, pero si era su jefa. ¿Qué ocurriría si corría la voz de que su hija iba por ahí hablando mal de la directora? Tal vez debería dejar de pensar solo en mí para variar.

—Me esforzaré —le prometí.

—Sé que lo harás.

Mi madre cubrió mi mano con la suya.

El lunes entré en la clase de inglés decidida a hacer borrón y cuenta nueva. Hacía poco que habíamos empezado a hablar de la mitología y el folclore en la literatura, dos temas que siempre me habían gustado. Si había algún área en que poder demostrarle mis aptitudes a la señora Bethany, era precisamente ésa.

Aunque estaba visto que no iba a poder demostrarle nada.

—Supongo que relativamente pocos de ustedes habrán leído nuestro siguiente libro de estudio —dijo, a medida que iba repartiendo por la clase una pila de libros de tapa blanda. La señora Bethany siempre olía a lavanda. Femenino, pero muy penetrante—. Sin embargo, imagino que prácticamente todos habrán oído hablar de él.

Los libros llegaron hasta mi escritorio y cogí un ejemplar de Drácula, de Bram Stoker.

—¿Vampiros? —oí que Raquel murmuraba en la fila de enfrente.

Nada más pronunciar esas palabras, el aire pareció cargarse de electricidad.

—¿Tiene algún problema con el libro, señorita Vargas? —le espetó la señora Bethany, clavando su brillante mirada de ave rapaz en Raquel, quien daba la impresión de haber preferido morderse la lengua antes de abrir la boca. Le estaban saliendo bolas al único jersey de la escuela que tenía, al que también se le estaban gastando los codos.

—No, señora.

—Pues no lo parece. Por favor, señorita Raquel, ilumínenos. —La señora Bethany se cruzó de brazos, encantada con el modo de conducir la situación. Tenía unas uñas gruesas y extrañamente surcadas—. Si encuentra que las sagas escandinavas sobre monstruos gigantes son merecedoras de su atención, ¿por qué no las novelas sobre vampiros?

Raquel estaba perdida respondiera lo que respondiera. Ella intentaría contestar y la profesora echaría por tierra su argumento, cualquiera que fuera, y así podíamos tirarnos casi toda la hora. Ése era el modo de entretenimiento que la señora Bethany había escogido durante sus clases: elegía a alguien a quien torturar, por lo general para deleite de los alumnos por cuyas poderosas familias sentía una obvia predilección. Lo más sensato habría sido guardar silencio y dejar que ese día Raquel fuera la cabeza de turco de la señora Bethany, pero no pude resistirme.

Levanté la mano, tímidamente. La señora Bethany apenas me miró.

—¿Sí, señorita Olivier?

—Con todo, Drácula no es un libro muy bueno, ¿no? —Todos me miraron desconcertados, sorprendidos de que alguien además de Raquel se hubiera atrevido a contradecir a la señora Bethany—. Tiene un lenguaje muy florido y muchas cartas dentro de otras cartas.

—Ya veo que alguien desaprueba el estilo epistolar que tantos autores distinguidos emplearon durante los siglos XVIII y XIX. —El repiqueteo de los tacones de los zapatos de la señora Bethany sobre el suelo embaldosado resonó con fuerza extraordinaria al encaminar sus pasos hacia mí, olvidando a Raquel. El aroma a lavanda se intensifico—. ¿Lo encuentra anticuado? ¿Desfasado?

¿Quién me mandaría levantar la mano?

—Es que no se trata de un libro que se lea rápido, nada más.

—La velocidad, claro, el criterio por el cual se ha de juzgar toda la literatura. —Las risitas ahogadas que recorrieron el aula me hicieron encoger de vergüenza en mi asiento—. Tal vez querría que sus compañeros de clase se preguntaran si vale la pena estudiarlo.

—Estamos estudiando folclore —intervino Courtney—. Y los vampiros son un elemento común al folclore mundial.

No había salido en mi ayuda, únicamente estaba presumiendo. Me pregunté si lo haría para hacerme quedar mal o para que Balthazar se fijara en ella. Hacía días que procuraba que la falda le quedara lo más corta posible para lucir las piernas al máximo cada vez que se sentaba, pero hasta el momento no parecía haber surtido ningún efecto en él. La señora Bethany se limitó a asentir en dirección a Courtney.

—En la cultura moderna occidental no hay ningún vampiro más famoso que Drácula. ¿Por dónde empezar mejor?

Otra vuelta de tuerca —contesté, sorprendiendo a todo el mundo, a mí incluida.

—¿Disculpe?

La señora Bethany enarcó las cejas. Nadie parecía saber a qué me refería salvo Balthazar, quien era evidente que se estaba mordiendo el labio para no echarse a reír.

Otra vuelta de tuerca. La novela de Henry James sobre fantasmas, al menos en un principio. —No iba a iniciar el viejo debate sobre si el personaje principal estaba loco o no. Los fantasmas siempre me habían parecido aterradores, pero eran más fáciles de afrontar en la ficción que a una señora Bethany de carne y hueso—. Los fantasmas son incluso más universales en el folclore que los vampiros. Y Henry James es mejor escritor que Bram Stoker.

—Señorita Olivier, cuando sea usted quien programe las clases, podrá empezar por los fantasmas. —La voz afilada de la profesora podría haber cortado el cristal. Tuve que reprimir un estremecimiento al verla cernerse sobre mí más imperturbable que una gárgola—. Aquí se empezará por los vampiros. Aprenderemos de qué modo los han percibido diferentes culturas a lo largo de la historia, desde tiempos remotos hasta el día de hoy. Si lo encuentra aburrido, anímese, no tardaremos mucho en llegar a los fantasmas, avanzaremos bastante rápido, incluso para usted.

Después de eso aprendí a estarme calladita.

Al acabar la clase, ya en el pasillo, temblorosa por culpa de esa extraña debilidad que siempre acompaña a la humillación, fui abriéndome paso lentamente entre los bulliciosos alumnos. Parecía como si todo el mundo tuviera un amigo con quién pasar el rato menos yo. Raquel y yo podríamos habernos consolado mutuamente, pero ella ya había desaparecido.

—Otra lectora de Henry James —oí que decía alguien.

Me volví y vi a Balthazar, que había apretado el paso para darme alcance. No estaba segura de si se había acercado para transmitirme su apoyo o para evitar a Courtney, pero en cualquier caso me alegré de ver una cara amiga.

—Bueno, yo solo he leído Otra vuelta de tuerca y Daisy Miller, nada más.

—Pues lee Retrato de una dama, creo que te gustará.

—¿De verdad? ¿Por qué?

Supuse que Balthazar diría algo sobre lo bueno que era el libro, pero me sorprendió.

—Va de una mujer que quiere definirse a sí misma en vez de permitir que otra gente la defina a ella. —Se iba abriendo paso entre la gente sin ningún esfuerzo y sin apartar la vista de mí. El único chico que en algún momento me había mirado con aquella intensidad era Lucas—. Tuve el presentimiento de que te interesaría el tema.

—Puede que tengas razón —dije—. Lo buscaré en la biblioteca. Y… gracias. Por la recomendación.

Y por pensar tanto en mí.

—De nada. —Balthazar sonrió de oreja a oreja, luciendo ese hoyuelo de la barbilla, pero entonces ambos oímos reír a Courtney, no demasiado lejos, y él puso una cara de pánico fingido que me hizo reír—. Hora de salir corriendo.

—¡Rápido! —le susurré al tiempo que él se escabullía por el pasillo que le quedaba más cerca.

Aunque el apoyo de Balthazar me había levantado el ánimo, seguía sintiéndome fatal después del enfrentamiento con la señora Bethany, así que decidí dar un paseo cortito por los jardines en busca de un poco de aire fresco y tranquilidad antes de comer. Tal vez podría disfrutar de unos minutos a solas.

Por desgracia, no fui la única a la que se le había ocurrido la misma idea: fuera había varios alumnos paseándose mientras escuchaban música o charlaban. Reparé en un grupo de chicas sentadas a la sombra. Por lo visto ninguna de ellas volvía a su dormitorio para comer y, mientras las veía cuchichear entre las sombras proyectadas por uno de los viejos olmos, se me ocurrió que seguramente estarían a dieta, pensando en el Baile de otoño.

Solo había una persona allí fuera a quien me apetecía ver. Lo recordé del primer día y lo reconocí por la descripción de Lucas.

—Vic —lo llamé.

Vic me sonrió.

—¡Eh!

Cualquiera diría que éramos viejos amigos en vez de ser la primera vez que hablábamos. Su suave cabello de color castaño dorado asomaba por debajo de la gorra de los Phillies y llevaba un mp3 con una carcasa estampada de espirales de color naranja y verde.

—Hola, ¿has visto a Lucas? —le pregunté, cuando se acercó a mí al trote y se quitó los auriculares.

—Ése tío es un zumbado. —En el mundo de Vic, «estar zumbado» por lo visto era un cumplido—. Iba a pirárselas de la sala de estudio cuando voy y le digo: «¿Oye, qué haces?». Y él va y me dice que si le puedo cubrir y eso, ¿no? Bueno, pues eso hacía hasta ahora, pero tú no vas a delatarlo, tú eres legal.

Teniendo en cuenta que Vic y yo nunca habíamos hablado antes, ¿cómo podía saber si yo era legal o no? Pero entonces me pregunté si Lucas no le habría hablado de mí, y la idea me hizo sonreír.

—¿Sabes dónde está?

—Si me lo preguntara un profe, no sé nada, pero ya que eres tú… Yo miraría por la cochera.

La cochera, que quedaba al norte, cerca del lago, era donde antaño se guardaban los caballos y las calesas. Con el tiempo se había transformado en las oficinas administrativas de la Academia Medianoche y en la residencia de la señora Bethany. ¿Qué estaría haciendo Lucas allí?

—Creo que voy a darme un paseo por allí —dije—. Solo voy a caminar un rato, ¿eh? No voy a hacer nada en particular.

—Tope —contestó Vic, asintiendo con la cabeza como si yo hubiera dicho algo realmente inteligente—. Lo has pillado.

Mientras me dirigía con toda parsimonia hacia la cochera, como quien no quiere la cosa, iba pensando en que Vic no era precisamente un lumbrera, aunque parecía un chico majo. Por lo menos no era el típico alumno de Medianoche. Nadie se fijó en mí cuando me alejé de los demás; eso era lo bueno de parecer invisible, que podías desaparecer como si lo fueras.

En aquella parte no había bosque en el que poder cobijarme, solo el extenso césped de los prados, lleno de tréboles y varios árboles dispuestos a intervalos regulares que seguramente fueron plantados mucho tiempo atrás para proporcionar sombra. Atisbé entre la maleza el cuerpo de una ardilla muerta, apenas un testimonio marchito de lo que había sido; el viento le erizaba la cola tristemente. Arrugué la nariz e intenté ignorarla para concentrarme en lo que andaba buscando. Aminoré el paso y presté más atención con la esperanza de oír a Lucas.

La cochera era un edificio alargado y blanco, de una sola planta. Supuse que un segundo piso no habría tenido sentido si los inquilinos iban a ser unos caballos. Estaba rodeado por árboles altos que lo envolvían todo en unas sombras tan densas que casi parecía de noche, y solo unos cuantos rayos vacilantes de luz alcanzaban el suelo. Me acerqué a la parte trasera de puntillas, asomé la cabeza al llegar a la esquina y vi a Lucas saliendo por la ventana de la señora Bethany. Aterrizó con ligereza y cerró los batientes con cuidado detrás de él.

En ese momento, se volvió y me vio. Nos quedamos mirándonos fijamente un segundo eterno y tuve la sensación de haber sido yo la pillada in fraganti haciendo algo que no debía en vez de al contrario.

—Eh —balbucí.

En vez de intentar justificar su comportamiento, Lucas sonrió.

—Eh, ¿por qué no estás comiendo?

Su caminar despreocupado al acercarse a mí me dejó claro que Lucas pretendía fingir que no había ocurrido nada, que yo no había visto nada fuera de lo normal. ¿O acaso yo le había dado pie a que creyera algo así al saludarlo en vez de preguntarle qué estaba haciendo?

—Creo que no tengo hambre.

—No es propio de ti pasarlo por alto.

—¿La comida?

—Hombre, yo me referiría antes a por qué no me has preguntado qué estaba haciendo en la oficina de la señora Bethany.

Solté un suspiro de alivio y ambos nos echamos a reír.

—Vale, si estás dispuesto a decírmelo, entonces no puede ser tan malo.

—Mi madre no deja de decir que solo firmará la autorización para que pueda ir a Riverton los sábados si saco un excelente en los exámenes parciales, pero tuve el presentimiento de que ya la había firmado y Química no la llevo muy bien, así que decidí comprobar si la autorización estaba en mi expediente. Como ya te dije: las normas y yo no acabamos de congeniar.

—Ya, claro. —Aunque no estuviera bien lo que había hecho, tampoco era tan terrible, ¿no? Era muy fácil confiar en Lucas—. ¿La has encontrado?

—Sí. —Lucas exageró su autocomplacencia para hacerme sonreír. Y lo consiguió—. Soy libre como un pájaro aunque saque un notable.

—¿Por qué son tan importantes los fines de semana libres? En verano estuve en la ciudad antes de que llegarais vosotros y, créeme, no hay mucho que ver.

Paseamos entre las sombras y fuimos avanzando con cuidado por uno de los lados hacia Medianoche, hasta que acabamos mezclándonos con los demás estudiantes sin ser observados. A los dos se nos daba bastante bien lo de andar con sigilo.

—Se me ha ocurrido que podría ser un buen lugar donde poder pasar un tiempo juntos. Lejos de Medianoche. ¿Qué te parece?

Dada la conversación que habíamos mantenido en el cenador, la sorpresa no debería haberme dejado tan patidifusa, pero lo hizo, y fue una sensación aterradora a la vez que, en cierto modo, maravillosa.

—Sí. Es decir, que me gusta la idea.

—A mí también.

Después de eso, los dos seguimos callados. Deseaba que me diera la mano, aunque yo todavía no me sintiera lo bastante lanzada para cogerle la suya. Rebusqué febrilmente entre mis recuerdos algo divertido que pudiera hacerse en Riverton, una ciudad más grande que Arrowwood, pero incluso más aburrida. Al menos había un cine donde a veces proyectaban películas clásicas antes de las sesiones normales.

—¿Te gustan las películas antiguas? —me atreví a preguntarle.

A Lucas se le iluminó la mirada.

—Me encantan las pelis, las antiguas, las de ahora, todas. Desde John Ford a Quentin Tarantino.

Le sonreí aliviada. Tal vez era cierto que todo iba a salir bien.

Ésa misma semana, la estación cambio de la noche a la mañana. El frío fue el primero en despertarme con las primeras luces y lo noté en los huesos.

Me arrebujé entre las mantas, pero no sirvió de nada. El otoño ya había adornado los cristales con escarcha. No tendría más remedio que bajar el pesado edredón del estante superior de mi armario más tarde. A partir de ese momento, iba a ser más complicado no morirme de frío.

La luz seguía siendo tenue y alborada y supe que hacía un rato que había amanecido. Refunfuñando, me enderecé y me resigné a estar despierta. Podría haber sacado el edredón y haber intentado arañar unas cuantas horas de sueño, pero tenía que terminar de darle un último repaso al trabajo sobre Drácula o enfrentarme una vez más a la ira de la señora Bethany. Así que me puse la bata y pasé de puntillas junto a Patrice, que dormía profundamente, como si el frío no pudiera penetrar la fina sábana que la cubría.

Los baños de Medianoche habían sido construidos en otra época, en un tiempo en que los alumnos probablemente daban gracias por no tener que salir fuera para utilizar el lavabo como para ponerse tiquismiquis con cosas como las instalaciones: insuficientes cubículos, sin comodidades tipo vaciado eléctrico de las cisternas o espejos, y grifos distintos para el agua fría y caliente en los lavamanos diminutos… Les había cogido manía desde el primer día. Al menos ya había aprendido a acumular un poco de agua helada en la palma de la mano antes de abrir el grifo del agua caliente, que salía ardiendo. De ese modo podía lavarme la cara sin escaldarme los dedos. Noté el suelo tan frío bajo los pies descalzos, que me obligué a recordar ponerme calcetines cuando me fuera a la cama, como mínimo hasta la primavera.

En cuanto cerré los grifos, oí algo, un débil sollozo. Me sequé la cara con mi toalla y me acerqué al lugar del que procedía el gemido.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Los lamentos cesaron. Estaba empezando a pensar que me había metido donde no me llamaban cuando la cara de Raquel asomó por uno de los cubículos. Llevaba puesto el pijama y la pulsera de cuero entretejido de la que estaba visto que no se separaba nunca. Tenía los ojos enrojecidos.

—¿Bianca? —susurró.

—Sí. ¿Estás bien?

Raquel negó con la cabeza y se secó las mejillas.

—Estoy atacada, no puedo dormir.

—Ha empezado a hacer frío de golpe, ¿verdad?

No pude sentirme más idiota al decir aquello. Sabía tan bien como Raquel que no estaba llorando en el baño de madrugada porque hubieran bajado las temperaturas.

—Tengo que decirte algo. —La mano de Raquel se cerró sobre mi muñeca y la apretó con una fuerza que nunca le hubiera imaginado. Estaba muy pálida y tenía la nariz enrojecida de tanto llorar—. Necesito que me digas si crees que estoy volviéndome loca.

Una petición bastante rara indistintamente de quién la hiciera, cuándo, dónde o cómo.

—¿Crees que estas volviéndote loca? —le pregunté, con cautela.

—¿Quizá?

A Raquel se le escapó una risita entrecortada y eso me dio confianza: si era capaz de verle un lado divertido, entonces era probable que no le pasara nada grave. Eché una mirada a mi alrededor, pero el baño estaba vacío. A esas horas, podíamos estar seguras de que tendríamos los lavabos para nosotras solas durante un buen rato.

—¿Tienes pesadillas o algo así?

—Vampiros, capas negras, colmillos y toda la pesca. —Fingió que se reía—. Nadie diría que a alguien que ya no va a parvulario pudieran seguir dándole miedo los vampiros, pero en mis sueños… Bianca, son horribles.

—La noche anterior a que empezaran las clases tuve una pesadilla sobre una flor marchita —dije. Quería distraerla para que dejara de pensar en sus pesadillas y creí que tal vez ayudaría en algo compartir las mías, aunque me sintiera un poco tonta comentándola en voz alta—. Era una orquídea, o un lirio o algo así que se marchitaba en medio de una tormenta. Me dio tanto repelús, que no pude sacármela de la cabeza en todo el día.

—Yo tampoco puedo quitármelos de la cabeza. Ésas manos muertas, apresándome…

—Solo piensas en esas cosas por el trabajo de Drácula —dije—. La semana que viene ya habremos acabado con Bram Stoker, ya lo verás.

—Ya lo sé, no soy tonta, pero tendré pesadillas con otras cosas. Nunca me siento segura. Es como si siempre hubiera una persona, una presencia, alguien, algo que se cierne sobre mí. Algo espantoso. —Raquel se inclinó hacia mí y me susurró—: ¿Nunca has tenido la sensación de que en esta escuela hay algo… malo?

—Courtney, a veces —contesté, intentando bromear.

—No me refiero a ese tipo de maldad, sino a la de verdad —le temblaba la voz—. ¿Crees en el Mal?

Nadie me había hecho jamás esa pregunta, pero sabía la respuesta.

—Sí.

Oí que Raquel tragaba saliva y nos quedamos mirándonos un momento sin saber qué decir. Sabía que debía seguir animándola, pero la intensidad de su miedo me obligó a prestarle atención.

—Aquí siempre tengo la sensación de que me observan —comento—. A todas horas. Incluso cuando estoy sola. Sé que parece de locos, pero es verdad. A veces tengo la sensación de que las pesadillas continúan aunque esté despierta. Oigo cosas ya entrada la noche, arañazos y golpes en el tejado. Cuando miro por la ventana, te juro que a veces veo una sombra adentrándose en el bosque. Y las ardillas… Las has visto, ¿no? Hay ardillas muertas por todas partes.

—He visto un par.

Tal vez fuera el frío otoñal del ventilado y antiguo baño lo que hizo que me estremeciera, pero también pudo haber sido el miedo de Raquel.

—¿Alguna vez te has sentido segura aquí?

—No me siento segura, pero no creo que sea nada raro —contesté entre balbuceos. Aunque, claro, «raro» significaba cosas distintas para según quién—. Es esta escuela, este sitio. Las gárgolas, el edificio de piedra, el frío… Y el ambiente. Todo eso me hace sentir fuera de lugar. Sola. Y asustada.

—Medianoche te chupa la vida. —Raquel se rio débilmente—. ¿Lo ves? Chupar la vida. Como los vampiros.

—Lo que tú necesitas es descansar —dije con firmeza, recordándome a mi madre—. Algo de descanso y cambiar de lecturas.

—Lo de descansar no suena mal. ¿Crees que la enfermera de la escuela me daría pastillas para dormir?

—No creo que aquí haya enfermería. —Raquel arrugó la nariz, contrariada—. Pero seguramente podrás comprarlas en el drugstore cuando vayamos a Riverton —sugerí.

—Supongo. En cualquier caso es una buena idea. —Hizo una pausa y luego me sonrió, con los ojos llorosos—. Gracias por escucharme. Ya sé que parece de locos.

Sacudí la cabeza.

—En absoluto. Como ya te he dicho, Medianoche pone los pelos de punta.

—El drugstore —dijo Raquel en voz baja, recogiendo sus cosas para volver a su dormitorio—. Pastillas para dormir. Así dormiré a pesar de todo.

—¿A pesar de qué?

—Aunque continúe habiendo ruidos en el tejado. —Estaba muy seria, había adoptado la expresión de una persona mucho mayor de lo que correspondería a su edad—. Porque de noche hay alguien ahí arriba. Lo oigo. Eso no forma parte de la pesadilla, Bianca. Es real.

Bastante tiempo después de que Raquel regresara a su cama, yo seguía sola en el lavabo, temblando.