—No te han hecho el uniforme a medida, ¿verdad? —comentó Patrice, alisándose la falda mientras nos preparábamos para el primer día de clase.
¿Cómo no me había dado cuenta antes? Las alumnas «legítimas» de Medianoche habían enviado sus uniformes a un sastre para que les metiera a las camisas por aquí o a las faldas por allá y conseguir que quedaran elegantes y favorecedores en vez de ramplones y asexuales. Como el mío.
—No, no se me ocurrió.
—Pues nunca lo olvides —dijo Patrice—. La ropa a medida es un mundo aparte. Ninguna mujer debería descuidar su aspecto.
Ya me había dado cuenta de lo mucho que le gustaba dar consejos y demostrar lo sofisticada e inteligente que era, algo que me habría fastidiado bastante de no ser porque tenía toda la razón del mundo. Lancé un suspiro y seguí con lo mío: intentar que el cabello no me quedara abultado detrás de la cinta. Tarde o temprano vería a Lucas y quería tener el mejor aspecto posible, o al menos el mejor posible con aquella piltrafa de uniforme.
Después de hacer una larga cola en el gran vestíbulo, recogimos el listado de las asignaturas que nos habían asignado. Nos iban entregando una hoja de papel de uno en uno, tal como se había hecho durante cientos de años. Los alumnos que iban acercándose armaban bastante menos escándalo que los de mi antigua escuela en su misma situación. Parecía que todo el mundo conocía el funcionamiento.
Aunque tal vez lo del silencio solo fueran imaginaciones mías. Era como si mi ansiedad engullera el sonido y lo enmudeciera todo, hasta tal punto que empecé a preguntarme si alguien me oiría en el caso de ponerme a gritar.
Patrice no se separó de mí la primera hora, pero solo porque íbamos juntas a la primera clase, la asignatura de Historia estadounidense que impartía mi madre, el único pariente que tendría por profesor. En vez de la clase de Biología de mi padre, un tal profesor Iwerebon sería el encargado de darme Química. Me sentía incómoda caminando junto a Patrice sin saber qué decir, aunque tampoco tenía nada mejor que hacer… hasta que vi a Lucas. La luz que se colaba a través del cristal escarchado de los pasillos bañaba de bronce su cabello castaño dorado. Al principio creí que nos había visto, pero siguió caminando sin perder paso.
Esbocé una sonrisa.
—Nos vemos luego, ¿vale? —le dije a Patrice, alejándome de ella. Patrice se encogió de hombros mientras buscaba otras amigas con quienes pasear—. Lucas —lo llamé.
Ni siquiera pareció oírme. No quería ponerme a gritar, así que apreté el paso para darle alcance. Iba en dirección contraria a la mía —por lo visto no estaría en la clase de mi madre—, pero estaba dispuesta a correr el riesgo de llegar tarde.
—¡Lucas! —insistí, esta vez más alto.
Se volvió lo justo para ver quién lo llamaba y luego miró a su alrededor, como si le preocupara que alguien nos oyera.
—Eh, ¿qué tal?
¿Dónde estaba mi protector del bosque? El chico que tenía delante no se comportaba como si se preocupara por mí, sino como si no me conociera. Aunque en realidad no me conocía, ¿verdad? Habíamos hablado una sola vez y en el bosque, cuando había intentado salvarme la vida y yo se lo había agradecido haciéndole callar. Solo porque yo creyera que eso era el inicio de algo no significaba que lo fuera.
De hecho, daba la impresión de que no me conocía de absolutamente nada. Lucas volvió la cabeza un segundo, me saludó fugazmente con la mano y un gesto de cabeza, como cuando alguien saluda a un conocido cualquiera, y siguió caminando hasta que desapareció entre la multitud.
Ahí estaba, me acababan de dar calabazas. Me pregunté cómo era posible que entendiera a los chicos aún menos de lo que creía.
El lavabo de las chicas de esa planta estaba cerca, así que me colé en uno de los compartimentos y me rehíce como pude en vez de echarme a llorar. ¿Qué había hecho mal? A pesar de lo extraño que había sido nuestro primer encuentro, Lucas y yo habíamos acabado manteniendo una conversación tan íntima como las que tenía con mis mejores amigas. Tal vez no supiera mucho de chicos, pero estaba convencida de que habíamos conectado. Me había equivocado. Volvía a estar sola en Medianoche y me sentía mucho peor que antes.
Cuando por fin me hube calmado, salí corriendo hacia la clase de mi madre, a la que por poco llego tarde. Ella me fulminó con la mirada y yo me encogí de hombros y me apoltroné en uno de los pupitres de la última fila. Entonces pasó de inmediato del modo madre al modo profesora.
—Veamos, ¿quién sabría decirme algo sobre la guerra de la Independencia? —Juntó las manos y miró expectante a sus alumnos. Me arrellané en el asiento, aunque sabía que no me preguntaría en la primera clase. Únicamente quería que supiera cómo me sentía al respecto. Un chico que se sentaba a mi lado levantó la mano para alivio de todos los demás. Mi madre sonrió levemente—. ¿Y usted es el señor…?
—Moore. Balthazar Moore.
Lo primero que debería saberse de él es que tenía el aspecto de alguien que podía llevar el nombre de «Balthazar» sin que nadie se burlara. Le quedaba bien. Parecía muy tranquilo por lo que mi madre pudiera preguntarle, pero sin la insolencia de la mayoría de los chicos de la clase; solo parecía seguro de sí mismo.
—Bien, señor Moore, si tuviera que resumir las causas de la guerra de la Independencia, ¿qué diría?
—Que las cargas impositivas establecidas por el Parlamento británico fueron la gota que colmó el vaso. —Hablaba con facilidad, sin prisas. Balthazar era grande y fornido, tanto que apenas cabía en el viejo pupitre de madera. Su postura convertía la incomodidad en elegancia, como si prefiriera mil veces estar repantingado que sentarse derecho—. Aunque a la gente también le preocupaba la libertad política y de religión, por descontado.
Mi madre enarcó una ceja.
—De modo que, Dios y la política son poderosos pero, como siempre, el dinero es el motor del mundo. —Se oyeron tímidas risitas por toda la clase—. Hace cincuenta años, ningún profesor de instituto estadounidense habría mencionado los impuestos. Hace un siglo, la conversación habría girado en torno a la religión. Hace ciento cincuenta años, la respuesta habría dependido del lugar de residencia. En el norte, os habrían hablado de la libertad política. En el sur, os habrían enseñado sobre la libertad económica, la cual, claro está, era impensable sin la esclavitud. —A Patrice se le escapó un bufido desdeñoso—. Y por descontado, en Gran Bretaña habría quien hubiera descrito a Estados Unidos como un estrambótico experimento intelectual condenado al fracaso.
Risas de nuevo: comprendí que mi madre se había ganado a toda la clase. Incluso Balthazar esbozó una sonrisa, tan encantadora que casi consiguió hacerme olvidar a Lucas.
De acuerdo, no. Pero esa sonrisa zalamera le hacía ganar muchos puntos.
—Y eso, más que cualquier otra cosa, es lo que quisiera que aprendierais sobre la historia. —Mi madre se remangó la chaqueta de punto y escribió en la pizarra: «Interpretaciones evolutivas»—. La idea que la gente tiene del pasado cambia tanto como lo hace el presente. La imagen en el retrovisor cambia a cada instante. Para comprender la historia, no es suficiente con conocer los nombres, las fechas y los lugares. Estoy convencida de que muchos de vosotros ya os los sabéis. Sin embargo, debéis aprender a distinguir las distintas interpretaciones que se le han dado a los acontecimientos históricos a lo largo de los siglos. Ése es el único modo de tener una perspectiva que resista el paso del tiempo, y es en eso en lo que este año centraremos gran parte de nuestros esfuerzos.
La gente se inclinó hacia delante, abrió sus libros y miró a mi madre completamente fascinada. En ese momento, comprendí que más me valía ponerme a tomar apuntes, como todos los demás. Puede que me quisiera más que a nadie, pero no dudaría en catearme la primera si tenía que hacerlo.
La hora pasó volando. Los alumnos no dejaban de hacerle preguntas para ponerla a prueba y las respuestas les convencieron. Mientras tomaban apuntes, sus plumas se movían a una velocidad que nunca hubiera creído posible y, en más de una ocasión, sentí que me entraba rampa en los dedos. Hasta ese momento no había caído en lo competitivos que iban a ser mis compañeros. No, no es del todo cierto, era evidente que eran competitivos en cuanto a la ropa, las posesiones y las pretensiones amorosas. Ésa voracidad pendía en el aire que los envolvía. En lo que no había caído era que también iban a serlo en clase. Daba igual de lo que se tratara, en Medianoche todo el mundo quería ser el mejor en todo.
En fin, un poco de presión de nada…
—Tu madre es fantástica —me dijo Patrice, emocionada, en el pasillo, después de clase—. Tiene una visión global, ¿sabes a qué me refiero? Que no es nada estrecha de miras. La verdad, hay muy poca gente así.
—Sí, bueno… Espero parecerme a ella. Algún día.
En ese momento Courtney dobló la esquina. Llevaba el cabello rubio recogido en una coleta muy tirante que le hacía arquear las cejas con un aire aún más desdeñoso. Patrice se puso tensa. Por lo visto, aceptarme a su lado no implicaba tener que defenderme delante de Courtney, así que me preparé para recibir su arrogante comentario de turno. Sin embargo, podría decirse que me sonrió, aunque era evidente que Courtney pensaba que estaba siendo mucho más atenta conmigo de lo que me merecía.
—Éste finde, fiesta —dijo—. El sábado. Junto al lago. Dejaremos pasar una hora después del toque de queda.
—Perfecto.
Patrice encogió un solo hombro, como si le importara tres pimientos que la invitaran a la que probablemente sería la mejor fiesta de Medianoche de ese semestre, al menos hasta el Baile de otoño. ¿O los bailes formales no molaban? Mis padres me lo habían pintado como el mayor acontecimiento del año, aunque ya había quedado claro que sus opiniones acerca de Medianoche y las mías distaban bastante.
La duda que me asaltó sobre los bailes me había impedido responder a Courtney, quien no me quitaba ojo, claramente molesta por no haberme deshecho en agradecimientos.
—¿Y bien?
Si hubiera sido un poco más atrevida, le habría dicho que era una pedante y una pelmaza y que tenía mejores cosas que hacer que ir a su fiesta.
—Esto… Sí, genial, será genial —fue lo único que conseguí decir, en cambio.
Patrice me dio un ligero codazo mientras Courtney se alejaba por el pasillo muy digna, al compás del balanceo de su coleta rubia.
—¿Lo ves? Te lo dije. La gente te aceptará porque eres… Bueno, porque eres su hija.
¿Qué tipo de desgracia humana había que ser para ascender en el ranking de popularidad del instituto gracias a tus padres? Sin embargo, tampoco podía permitirme despreciar la aceptación que me ganara, viniera de donde viniera.
—Por cierto, ¿de qué tipo de fiesta se trata? Es decir, ¿se va a hacer en los alrededores? ¿Y de noche?
—Tú ya has ido a alguna fiesta antes, ¿verdad?
A veces Patrice no se diferenciaba tanto de Courtney.
—Claro —contesté, pensando en las fiestas de cumpleaños de cuando era pequeña, aunque Patrice no tenía por qué saberlo—. Solo me preguntaba si… Iba a haber bebida.
Patrice se echó a reír como si hubiera dicho algo gracioso.
—Por favor, Bianca, madura.
Echó a andar hacia la biblioteca y me dio la impresión de que no quería que la siguiera, así que me volví sola a nuestro dormitorio.
No sabía cómo, pero todos pensaban que mis padres molaban. ¿Es que eso se saltaba una generación?
Mis padres me habían dicho que pronto me acostumbraría a la rutina y que, cuando lo hiciera, Medianoche empezaría a gustarme. Bueno, después de la primera semana, comprendí que estaban en lo cierto al cincuenta por ciento.
Las clases estaban bien, al menos la mayoría. A mi madre se le escapó en cierto momento que yo era su hija y enseguida añadió: «Ni Bianca ni yo volveremos a mencionar este hecho nunca más. Y vosotros tampoco deberíais hacerlo». Todo el mundo se echó a reír. Los tenía comiendo de la palma de la mano. ¿Cómo lo hacía? Y lo más importante: ¿por qué no me había enseñado a hacerlo a mí también?
Me costó acostumbrarme a otros profesores y echaba de menos la informalidad y la cercanía de mi antiguo colegio. Aquí los maestros me intimidaban y era impensable que alguien no pudiera cumplir sus altas expectativas. Toda una vida pasada en la biblioteca, donde ocultarme del mundo, me había preparado para trabajar duro y además le dediqué más tiempo a mis estudios que nunca antes. La única clase que me preocupaba era la de Lengua inglesa, porque era la que impartía la señora Bethany. Había algo en ella, en el modo en que se mantenía erguida o en que ladeaba la cabeza antes de que alguien contestara una pregunta en clase que, en fin, que me intimidaba.
Sin embargo, los profesores no serían un problema, estaba segura. En cambio, mi vida social era otra historia.
Courtney y otros alumnos de Medianoche habían decidido que yo no merecía su desprecio; mis muy apreciados padres me habían ganado el bendito derecho a ser ignorada, pero a nada más. Sin embargo, las «nuevas admisiones» me miraban con recelo. Por lo visto, compartir dormitorio con Patrice era razón suficiente para asumir que jamás me pondría en su contra o en contra de sus amigos. Los grupos se habían formado de un día para otro y yo me vi atrapada justo en medio.
La única «marginada» a la que conseguí aproximarme fue a Raquel Vargas, la chica del pelo corto. Nos habíamos pasado una mañana protestando por la cantidad de deberes de trigonometría que teníamos y aquello había sido casi el único contacto social que habíamos tenido. Tenía la impresión de que a Raquel le costaba hacer amigos. Parecía una chica solitaria, recluida en sí misma. En realidad no se diferenciaba mucho de mí, aunque parecía más desamparada.
Y los demás alumnos se aseguraban de que así fuera.
—El mismo jersey negro, los mismos pantalones negros —comentó Courtney con sonsonete un día que pasaba junto a Raquel— y la misma pulsera negra. Me apuesto lo que quieras a que mañana volveremos a verlos.
—No todo el mundo puede permitirse el uniforme en todas sus variantes, ¿sabes? —se defendió Raquel.
—No, eso es evidente —intervino Erich, un chico moreno, de cara afilada y ovalada, que solía seguir a Courtney a todas partes—. Solo la gente que realmente es de aquí.
Courtney y todos sus amigos se echaron a reír. Raquel se puso roja como un tomate, pero se limitó a dar media vuelta y a irse con paso airado, al tiempo que las risas se convertían en carcajadas. Nuestras miradas se encontraron al pasar por mi lado. Intenté expresarle sin palabras que me sentía mal por ella, pero creo que eso solo hizo que se sintiera peor. Por lo visto, odiaba que la compadecieran.
Estaba segura de que si hubiera conocido a Raquel en cualquier otro sitio, habríamos descubierto que teníamos mucho en común. Sin embargo, con lo mal que me sentía por ella, dudaba que fuera a hacerme ningún bien estar con alguien más deprimido que yo.
Aunque también estaba convencida de que yo no estaría ni la mitad de hundida de lo que estaba si hubiera conseguido comprender qué había sucedido entre Lucas y yo.
Íbamos juntos a la clase de Química del profesor Iwerebon, pero nos sentábamos uno en cada punta del aula. Cuando no estaba concentrada intentando descifrar el cerrado acento nigeriano del profesor, me dedicaba a lanzarle miraditas disimuladas. Nuestros ojos jamás se encontraban ni antes ni después de clase, y él nunca se dirigía a mí. Lo más extraño de todo era que Lucas no tenía ningún problema en hablar con nadie. Y no se cortaba un pelo a la hora de pararle los pies en cualquier momento a quien se pusiera gallito, pedante o grosero, es decir, prácticamente todos los que encajaban en el prototipo Medianoche.
Por ejemplo, un día en los prados, dos chicos empezaron a reírse de una chica que evidentemente no pertenecía al prototipo Medianoche, a quien se le había caído la bolsa con la que casi había tropezado. Lucas se acercó a ellos con paso decidido.
—Qué irónico —dijo.
—¿El qué? —preguntó Erich, uno de los chicos que estaba riéndose—. ¿Que ahora también dejen entrar a pardillos en esta escuela?
La chica a la que se le había caído la bolsa se sonrojó.
—Aunque fuera cierto, eso no sería una ironía —señaló Lucas—. Ironía es el contraste entre lo que se dice y lo que ocurre.
Erich hizo una mueca.
—Pero ¿qué dices?
—Os habéis reído de ella por haber tropezado justo antes de que vosotros os dierais de morros.
No tengo ni idea de cómo le puso la zancadilla, pero sé que lo hizo antes de ver a Erich despatarrado en el suelo. Hubo gente que se echó a reír, pero la mayoría de los amigos de Courtney fulminaron a Lucas con la mirada, como si salir en defensa de aquella chica no hubiera estado bien.
—¿Ves? Eso es una ironía —dijo Lucas, y siguió su camino.
Si hubiera tenido la oportunidad, le habría dicho que pensaba que había hecho lo correcto y no me habría importado que Erich, Courtney y los demás estuvieran mirando. Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo: Lucas pasó por mi lado como si me hubiera vuelto invisible.
Erich odiaba a Lucas. Courtney odiaba a Lucas. Patrice odiaba a Lucas. Por lo que yo sabía, prácticamente todo el mundo en la Academia Medianoche odiaba a Lucas salvo el surfero graciosito en que me había fijado el primer día… y yo. De acuerdo, Lucas era un poco macarra, pero también era valiente y honesto, cualidades que a más de uno le faltaban en aquella escuela.
Sin embargo, por lo visto tendría que admirar a Lucas de lejos. Por el momento, seguía sola.
—¿Todavía no estás lista? —Patrice se encaramó al alféizar de la ventana. Su esbelto cuerpo se recortaba contra la noche, grácil incluso a punto de saltar hasta la rama más cercana del árbol—. Los monitores pasarán enseguida.
Los monitores de pasillo vigilaban la academia todas las noches, aunque mis padres eran los únicos profesores a los que todavía no había visto merodeando por los corredores, agazapados para abalanzarse sobre quien pretendiera saltarse las normas. Aquélla razón era suficiente para salir cuanto antes, pero seguí intentando arreglarme delante del espejo.
«Arreglarse» era la palabra clave. Con unos pantalones de sport ajustados y un jersey rosa claro que hacía resaltar su piel resplandeciente, Patrice tenía una elegancia natural. En cambio yo… Ya tenía bastante con intentar que unos tejanos y una camiseta negra me quedaran pasables. Sin demasiado éxito, debería añadir.
—Bianca, vamos. —A Patrice se le había acabado la paciencia—. Yo me voy ya. ¿Vienes o no?
—Voy, voy.
De todas formas, ¿qué más daba la pinta que tuviera? Solo iba a ir a la fiesta porque no había tenido agallas para negarme.
Patrice saltó hasta la rama del árbol y luego se dejó caer al suelo con un aterrizaje tan controlado como la salida de una gimnasta de las barras paralelas. La seguí como pude y acabé raspándome las manos con la corteza. El miedo a que nos descubrieran aguzó mi oído y presté atención a todos los sonidos que nos envolvían: risas en un dormitorio, el susurro de las primeras hojas del otoño en el suelo, el ulular de otra lechuza saliendo de caza…
El frío aire nocturno me hizo estremecer al cruzar los prados a la carrera en dirección al bosque. Patrice sabía abrirse camino entre la maleza sin hacer ruido, una habilidad que le envidié. Tal vez algún día llegaría a tener esa coordinación, pero me costaba imaginarlo.
Por fin vimos la hoguera. Habían encendido un fuego a la orilla del lago, lo bastante pequeño para no llamar la atención, pero suficientemente grande para emitir una luz fantasmagórica y vacilante y poder calentarnos a su alrededor. Los alumnos se juntaban en grupos desperdigados, inclinándose para hablar entre susurros o cuando se echaban a reír. Me pregunté si serían las mismas risas que había oído la noche del picnic.
A primera vista, no se diferenciaban de cualquier otro grupo de adolescentes que hubiera salido a divertirse, pero algo vibraba en el aire que agudizaba mis sentidos, algo que añadía tensión a sus movimientos y crueldad a la mayoría de las sonrisas. En ese momento, recordé lo que había pensado al conocer a Lucas en el bosque durante nuestro primer y aterrador encuentro: al mirar a ciertas personas, a veces se percibe algo salvaje bajo la superficie. Pues eso mismo era lo que sentía allí.
Alguien había puesto música en su radio, hipnotizante y suave. No conocía al cantante y no cantaban en inglés. Patrice no tardó en desaparecer entre su círculo de amistades, así que me quedé allí plantada y sola, sin saber qué hacer con las manos.
«¿Me las meto en los bolsillos? No, así tendré pinta de imbécil. ¿Pongo los brazos en jarras? Venga ya, ¿cómo si estuviera enfadada o algo así? No. Vale, incluso pensar en esto es patético».
—Eh, hola —me saludó Balthazar.
Se me había acercado por la espalda, por eso no lo había visto venir. Llevaba una chaqueta negra de ante y una botella en la mano. La hoguera le bañaba el rostro con una luz cálida. Tenía el cabello rizado, una mandíbula cuadrada y cejas gruesas. Parecía un tipo duro, un matón, alguien más familiarizado con los puños que con las palabras. Sin embargo, su mirada lo hacía accesible e incluso atractivo, porque en sus ojos se adivinaba la inteligencia y también el ingenio. Además, su sonrisa carecía de crueldad.
—¿Quieres una cerveza? Todavía quedan.
—No, así está bien. —A pesar de lo oscuro que estaba, seguro que se dio cuenta de que me sonrojaba—. No tengo la edad.
¿Que no tenía la edad? Como si allí fuera a importarle a alguien. Debería haberme colgado al cuello un cartel que dijera «rarita», para ahorrarles trabajo.
Balthazar sonrió, pero no parecía estar riéndose de mí.
—Antes, los niños solían beber vino con sus padres durante las comidas. Y los médicos recomendaban a las mujeres cuyos hijos no mamaban lo suficiente que les dieran un poco de cerveza como alimentación suplementaria.
—Eso era antes.
—Tienes razón. —No insistió y me di cuenta de que no estaba nada borracho. Empecé a relajarme. A pesar de su corpulencia y su más que evidente fortaleza física, Balthazar tenía un don para conseguir que la gente se sintiera cómoda—. Desde el primer día que tengo ganas de hablar contigo.
—¿De verdad? —dije, confiando en que no se me escapara un chillido.
—Te lo advierto, voy detrás de algo. —Balthazar debió de ver la cara que puse porque se echó a reír, una risotada grave y estentórea—. Tu madre dijo que ya te había dado clases antes, por eso quería que me dieras unos cuantos consejos, para saber de qué pie cojea. Tengo que averiguar los secretos de mi profesora.
Decidí que a mi madre no le importaría que se los contara.
—Pues no estaría mal que prestaras atención cuando se balancea sobre los pies.
—¿Cuándo se balancea?
—Sí, eso suele significar que está emocionada, que hay algo que le interesa mucho. Y si a ella le interesa, cree que también debería interesarte a ti.
—Lo que significa que saldrá en el examen.
—Exacto.
Volvió a reír. Tenía un hoyuelo en la barbilla que le daba un aire travieso. Fijarme en lo guapo que estaba Balthazar casi me hizo sentir que traicionaba a Lucas, pero es que saltaba a la vista. Después del modo en que Lucas me había ignorado durante toda la semana, no estaba segura de seguir debiéndole lealtad. Además, no estaba nada mal que un chico guapísimo se interesara por una.
Balthazar se acercó un poco más.
—Veo que no voy a arrepentirme de habernos conocido.
Le devolví la sonrisa y durante tres segundos, ni uno más ni uno menos, tuve la sensación de que la fiesta iba a estar bien… Hasta que Courtney hizo acto de presencia. Llevaba una falda negra muy, muy corta y una camisa blanca abierta casi hasta el ombligo. No tenía muchas curvas, pero lo compensaba pasando del sostén, algo bastante obvio en esos momentos.
—Balthazar, me alegro de que tengamos la oportunidad de ponernos al día.
—Ya estamos al día.
Balthazar parecía aún menos entusiasmado que yo de verla; sin embargo, Courtney no pareció darse cuenta o al menos eso fingió.
—Parece que hayan pasado siglos desde que salíamos juntos. Bueno, ha pasado demasiado tiempo. La última vez que nos vimos fue en Londres, ¿no?
—San Petersburgo —la corrigió.
Balthazar dijo el nombre de la ciudad como quien no quiere la cosa. Por lo visto era lo bastante audaz y experimentado para cruzar el océano sin pensárselo dos veces.
Courtney deslizó las manos con suavidad sobre la chaqueta de Balthazar, perfilando su poderoso físico con el movimiento de los dedos. La envidié. No por su aspecto de estrella, ni por sus viajes continentales, sino por su descaro. Si en el bosque hubiera sido la mitad de lanzada con Lucas, si lo hubiera tocado o utilizado el comentario sobre la «niña buena» para tontear con él, tal vez no se comportaría como si fuéramos dos extraños. La voz de Courtney se abrió paso entre mis fantasías.
—No estás haciendo nada, ¿no, Balthazar?
—Estoy hablando con Bianca.
Courtney se volvió para mirarme. El largo cabello rubio, que suelto le llegaba a la cintura, se onduló al ladear la cabeza.
—¿Tienes algo interesante que compartir, Bianca?
—Yo… —¿Qué se suponía que debía decir? Aunque cualquier cosa habría sido mejor que lo que dije—: Pues no.
—Entonces no te importará que me lo lleve un rato, ¿verdad?
Empezó a tirar de él sin esperar una respuesta. Balthazar me miró con intención y comprendí que si yo decía algo, aunque fuera una sola palabra, él se detendría. Sin embargo, me quedé allí plantada como un pasmarote viendo cómo se iban.
Un par de personas ahogaron una risita. Miré a un lado y vi a Erich, y a pesar de las sombras vacilantes que proyectaba la luz de la hoguera, pondría la mano en el fuego que estaba señalándome.
Me aparté de allí con la intención de desaparecer del mapa hasta encontrar a Patrice o a alguien que pudiera considerar mínimamente cordial. Sin embargo, cada paso que me alejaba de los demás me hacía sentir mejor y, antes de darme cuenta, ya me había ido de la fiesta.
Si no me hubiera escabullido después del toque de queda, habría corrido hasta la puerta y habría subido al dormitorio, pero me detuve a tiempo al recordar que en esos momentos estaba fuera de la ley. Así que me dirigí al cenador, al oeste de los terrenos del internado, para tranquilizarme y planear la entrada.
Estaba subiendo los escalones cuando vi a alguien, aunque al principio no reconocí quién era. Fuera quien fuese, tenía unos binoculares colocados delante de la cara. Lo identifiqué cuando la luna iluminó su cabello cobrizo.
—¿Lucas?
—Eh, hola, Bianca. —Todavía tardó unos segundos en apartar los binoculares y sonreírme—. Bonita noche para una fiesta.
Me quedé mirando los prismáticos.
—¿Qué haces?
—¿Tú qué crees? Estoy espiando a los de la fiesta —me espetó casi con la misma brusquedad que en el pasillo, hasta que me miró a la cara. Debí de parecerle muy desolada, porque me preguntó con mayor suavidad—: ¿Estás bien?
—Sí, no pasa nada. Soy una pringada, pero estoy bien.
Lucas se echó a reír.
—Ya he visto que te ha faltado tiempo para irte. ¿Te ha molestado alguien?
—No, la verdad es que no, pero es que estaba un poco… agobiada. Ya sabes lo que me pasa con los extraños.
—Pues has hecho bien, no pegas con ellos.
—No me digas. —Me quedé mirando los prismáticos. Solo alguien con una visión nocturna excelente podía utilizarlos para ver algo, aunque supuse que la luz de la hoguera ayudaría un poco—. ¿Por qué estás vigilando la fiesta?
—Estoy controlando que nadie se emborrache, se ponga tontorrón o le dé por ir a pasear al bosque.
—¿Es que ahora eres el monitor de pasillo de la señora Bethany o qué?
—Ni de coña. —Lucas bajó los prismáticos. Iba vestido para confundirse con las sombras: pantalones negros y una camiseta de manga larga que hacía resaltar sus brazos y su pecho musculosos. Era más delgado y estaba más fibrado que Balthazar, pero también era más bajo. Había algo casi agresivamente masculino en él—. Me preguntaba qué narices hacían esos tíos cuando no están metiéndose con los demás, pavoneándose o haciéndole la pelota a alguien. —Me lanzó una mirada curiosa—. Parece que te gustan.
—¡¿Qué?!
Se encogió de hombros.
—Siempre andas con esa gente.
—¡Eso es mentira! Patrice es mi compañera de habitación, por eso paso tiempo con ella, y sus amigos vienen a visitarla cada dos por tres, no puedo ignorarlos. Es decir, hay un par que se salvan, pero a los demás les tengo pavor.
—No se salva ni uno, créeme.
Se me ocurrió que podría romper una lanza a favor de Balthazar, pero en esos momentos no me apetecía hablar de él. También me di cuenta de que Lucas me había hecho poner a la defensiva y de que no tenía derecho a hacerlo.
—Un momento, ¿por eso te has mostrado tan frío conmigo? ¿Por qué te comportas como si no nos conociéramos?
—No quería quedarme a ver cómo caías en las garras de esa gente, una chica tan dulce como tú. Sobre todo sin poder hacer nada al respecto. —Me sorprendió el sentimiento con que lo dijo. Todavía nos separaban unos cuantos metros, pero nunca había tenido la sensación de estar tan cerca de alguien—. Cuando te vi salir corriendo, comprendí que no todo estaba perdido.
—Créeme, no formo parte de ese grupo —insistí—. Creo que me invitaron a la fiesta solo para reírse de mí. Únicamente he ido porque, bueno, porque digo yo que tarde o temprano tendré que conocer gente. Tú eras el único amigo que tenía y creía que te había perdido.
Lucas unio las manos alrededor de uno de los adornos en forma de volutas del cenador y yo hice otro tanto, de modo que quedamos el uno al lado del otro. Nos enroscábamos con las volutas, como la enredadera.
—He herido tus sentimientos, ¿verdad?
—Más o menos —admití con un hilo de voz—. Es decir… Ya sé que solo hemos hablado una vez…
—Pero para ti fue importante. —Nuestras miradas se encontraron apenas un instante—. También lo fue para mí, pero no me había dado cuenta de que… Bueno, creía que solo me había pasado a mí.
¿Lucas no se había dado cuenta de que a mí también me gustaba él? Nunca en la vida conseguiría comprender a los hombres.
—Pero si me acerqué a hablar contigo el primer día de clase…
—Sí, y justo antes de eso andabas paseando y charlando con Patrice Devereaux, que no puede ser más de aquí. Los de su clase y los de la mía… Admitámoslo, no se mezclan. —Parecio disgustado unos segundos—. Me dijiste que apenas hablabas con extraños, por eso pensé que debíais de ser muy amigas.
—Es mi compañera de cuarto. Más me vale ser capaz de comunicarme con ella si quiero ir tirando.
—Vale, me equivoqué. Lo siento.
Tuve la sensación de que no era del todo sincero conmigo, pero Lucas parecía verdaderamente arrepentido de haber sacado conclusiones precipitadas y con eso me bastaba. Mi protector no había dejado de preocuparse por mí, aunque yo no lo supiera, y esa certeza me hizo sentir cálidamente reconfortada, como si me hubieran echado un abrigo sobre los hombros para resguardarme del frío.
El silencio se instaló entre nosotros, aunque no fue incómodo. A veces encuentras gente con la que puedes estar callada sin tener la sensación de que necesitas rellenar el silencio con charlas insustanciales. Solo me había sentido así de a gusto con un par de personas, en mi pueblo, y siempre había pensado que se necesitaban años para llegar a compartir esa complicidad. Sin embargo, ya me ocurría con Lucas.
Recordé el descaro de Courtney y decidí que yo también podía ser, como mínimo, la mitad de lanzada que ella. Aunque nunca se me había dado bien entablar conversación, lo intenté:
—¿Te llevas bien con tu compañero de habitación?
—¿Con Vic? —Lucas esbozó una ligera sonrisa—. No está mal, como compañero de habitación al menos. Un poco inconsciente. Un payaso. Pero es un tío legal.
La palabra «payaso» me hizo pensar que sabía a quién se refería.
—Vic es el chico que lleva camisas hawaianas, ¿verdad?
—Ése mismo.
—No hemos hablado, pero parece simpático.
—Lo es. Igual podríamos salir un día todos juntos.
El corazón me dio un vuelco.
—No estaría mal, pero… Preferiría pasar más tiempo contigo —me lancé.
Nuestras miradas se encontraron y tuve la sensación de que habíamos cruzado algún tipo de línea. ¿Eso era bueno o era malo?
—Podríamos… Pero… —¿Por qué vacilaba Lucas?— Bianca, espero que seamos amigos. Me gustas, pero no es buena idea que pases demasiado tiempo conmigo. Ya has visto que no soy precisamente el chico más popular del campus. No estoy aquí para hacer amigos.
—¿Y estás para hacer enemigos? Por cómo os peleáis Erich y tú, a veces lo parece.
—¿Preferirías que fuera amigo de Erich?
Erich era un imbécil de marca mayor y ambos lo sabíamos.
—No, claro que no. Solo es que a veces parece que, no sé, que vayas buscando pelea. Es decir, ¿de verdad los odias tanto? No es que a mí me gusten, pero es que a ti… Es como si ni siquiera pudieras soportar respirar el mismo aire.
—Confío en mi instinto.
No iba a discutírselo.
—Es mejor no tenerlos en contra si puedes evitarlo.
—Bianca, si tú y yo… Si nosotros…
Si nosotros ¿qué? Imaginé miles de respuestas a esa pregunta y me gustaron casi todas. Nuestras miradas se entrelazaron con tanta fuerza que parecía imposible desprenderlas. Si la pasión de Lucas era arrolladora incluso cuando no iba dirigida hacia mí, cuando yo era su objetivo —como en esos momentos, mientras estudiaba hasta el último centímetro de mi cara, sopesando sus palabras antes de pronunciarlas en voz alta— me cortaba la respiración.
—No podría soportar que te hicieran la vida imposible por mi culpa —consiguió decir al fin Lucas—. Y habrían acabado haciéndolo.
¿Estaba protegiéndome? De no haber sido una soberana estupidez, habría resultado enternecedor.
—¿Sabes? No creo que tenga ninguna credibilidad social que puedas echar por tierra.
—No estés tan segura.
—No seas tan tozudo.
Nos quedamos unos instantes en silencio. La luz de la luna se colaba entre las hojas de la enredadera. Lucas estaba lo bastante cerca para poder reconocer su fragancia, algo que me recordó a cedro y pino, como el bosque que nos envolvía, como si de algún modo él formara parte de ese oscuro lugar.
—Lo he enredado todo, ¿verdad? —Lucas parecía casi tan azorado como yo—. No estoy acostumbrado.
—¿A hablar con chicas? —pregunté, enarcando una ceja.
Con el aspecto que tenía Lucas, me costaba mucho creerle. Sin embargo, no cabía duda de su sinceridad cuando asintió con la cabeza. El brillo travieso había desaparecido de su mirada.
—He pasado muchos años yendo de aquí para allá, viajando de un lugar a otro. Siempre que le cogía cariño a alguien, desaparecía de mi lado de repente. Creo que he aprendido a mantener las distancias con la gente.
—Me hiciste sentir como una imbécil por haber confiado en ti.
—No te sientas así. El problema es mío y no soportaría que también fuera tuyo.
Siempre había creído que el hecho de haber pasado toda mi vida en un pueblecito había contribuido a no saber cómo comportarme delante de extraños. Sin embargo, después de oír a Lucas comprendí que una existencia ambulante podía tener el mismo efecto: el aislamiento y la introversión que convertían la comunicación con los demás en lo más difícil del mundo.
Tal vez su rabia se pareciera a mi timidez. Era una señal que ambos nos sintiéramos tan solos, y quizá no tuviéramos por qué seguir estándolo demasiado tiempo.
—¿No estás cansado de esconderte? —pregunté, en voz baja—. Yo sí.
—Yo no me escondo —repuso Lucas, pero enseguida se quedó en silencio, meditando—. Bueno, mierda.
—Podría equivocarme.
—No te equivocas. —Lucas siguió mirándome, y justo cuando empecé a pensar que no tendría que haber sido tan franca, añadió—: No debería hacer esto.
—¿El qué?
Sentí que el corazón empezaba a latirme con fuerza. Lucas sacudió la cabeza y sonrió. La mirada picara había regresado a sus ojos.
—Cuando la cosa se complique, no digas que no te avisé.
—Tal vez la complicada sea yo.
El comentario ensanchó su sonrisa.
—Ya veo que esto va a llevarnos un rato. —Me quedé atontada cuando me sonrió como lo hizo y deseé que el tiempo no pasara en el cenador. Sin embargo, en ese momento Lucas ladeó la cabeza—. ¿Has oído eso?
—¿El qué? —Entonces lo oí: la puerta de entrada de la escuela se abría y se cerraba repetidamente a lo lejos y hubo pasos en el camino principal—. ¡Van a hacer una redada en la fiesta!
—No me gustaría ser Courtney —dijo Lucas—. Esto nos da la oportunidad de volver dentro.
Atravesamos el césped a la carrera, atentos a las voces que procedían del lugar de la fiesta, e intercambiamos una amplia sonrisa al cruzar la puerta principal sin que nos pillaran.
—Hasta pronto —me susurró Lucas cuando me soltó el brazo y se dirigió a su pasillo.
Ésa palabra siguió resonando en mis oídos de camino a mi habitación y a mi cama: pronto.