9

He aquí cómo Billy Pilgrim perdió a su esposa, Valencia.

Cuando estaba inconsciente en el hospital de Vermont, después del accidente de aviación en el monte Sugarbush, Valencia, enterada del accidente, fue de Ilium al hospital conduciendo el Cadillac familiar, modelo «El Dorado Coupé de Ville». Valencia había sufrido una fuerte crisis de histerismo cuando, con toda franqueza, le notificaron que Billy podía morir y que, si se salvaba, su vida podía quedar reducida a un estado puramente vegetativo.

Adoraba a su esposo. Mientras conducía lloraba y gemía tan desesperadamente que perdió la dirección en plena calle. Pisó los potentes frenos de su coche y un Mercedes se le echó encima. A Dios gracias nadie se hizo daño, puesto que ambos conductores llevaban abrochado el cinturón de seguridad. A Dios gracias. El Mercedes sólo perdió una luz de situación. Pero la parte trasera del Cadillac parecía el aparato reproductor masculino después de una noche ajetreada. Su chasis se asemejaba a la boca de un tonto de pueblo explicando que no sabe nada de nada. Los guardabarros se habían encogido. El parachoques tenía los extremos izados, como brazos levantados clamando «¡Hurra por el presidente!». Y el cristal retrovisor estaba hecho añicos.

El conductor del Mercedes salió y se dirigió hacia Valencia para ver si se había hecho daño. Ella, histérica, solamente balbuceaba cosas sobre Billy y el accidente de aviación. Luego volvió a poner su coche en marcha y reemprendió el camino, dejando tras de sí un montón de chatarra.

Cuando llegó al hospital la gente se apresuró a salir a las ventanas para ver de dónde procedía tal ruido. El Cadillac, con ambos tubos de escape rotos, parecía un bombardero aterrizando sobre un ala. Valencia paró el motor y entonces, auténticamente deshecha, se desplomó sobre el volante. El claxon empezó a sonar con insistencia. Un médico y una enfermera salieron corriendo para ver lo que sucedía. La pobre Valencia estaba inconsciente a causa del monóxido de carbono. Su tez era ya de color azul celeste.

Murió una hora después. Así fue.

Billy no lo supo hasta más tarde. Soñaba, viajaba por el tiempo, y cosas así, en aquel hospital tan lleno de enfermos que no le fue posible tener una habitación para él solo. Compartía su habitación con un profesor de historia de Harvard, llamado Bertram Copeland Rumfoord, al que no veía, ya que éste estaba rodeado de biombos de lino blanco sobre ruedas de goma, pero al que sí oía hablar consigo mismo continuamente.

Rumfoord tenía la pierna izquierda en tracción. Se la había roto esquiando. Ya había cumplido setenta años pero su cuerpo y su espíritu eran los de un hombre de mediana edad. Estaba en plena luna de miel con su quinta esposa cuando se fracturó la pierna. Ella se llamaba Lily. Lily tenía veintitrés años.

Más o menos a la misma hora en que se certificaba la muerte de Valencia, Lily entró en la habitación de Billy y de Rumfoord con los brazos cargados de libros. Rumfoord se los había hecho traer desde Boston. Estaba escribiendo un volumen sobre la historia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Todos los libros hablaban de bombardeos y batallas campales ocurridas antes de que Lilly viniera al mundo.

—Sigan sin mí, muchachos —decía Billy Pilgrim, en su delirio, en el momento de entrar la bella Lily en la habitación.

Ella era go-go girl cuando Rumfoord la conoció y resolvió hacerla suya. No había pasado de la escuela superior. Su coeficiente de inteligencia era 13.

—Me asusta —murmuró al oído de su esposo, refiriéndose a Billy Pilgrim.

—A mí me saca de quicio —dijo enojado Rumfoord—. Entre sueños no hace más que abandonar, rendirse, pedir excusas y rogar que le dejen solo.

Rumfoord era general de brigada retirado de la Reserva de las Fuerzas Aéreas, oficial historiador de las Fuerzas Aéreas, un verdadero profesor, autor de veintiséis libros, multimillonario de nacimiento y uno de los más grandes campeones de regatas de todos los tiempos. Sus libros más populares trataban del sexo o de hazañas deportivas de hombres de más de sesenta y cinco años. Ahora citaba a Theodore Roosevelt, a quien se parecía mucho:

—Me atrevería a crear un hombre mejor esculpiendo un plátano.

Una de las cosas que Rumfoord había pedido a Lily que le trajera de Boston era una copia del discurso del presidente Harry S. Truman anunciando al mundo que se había lanzado una bomba atómica sobre Hiroshima. Cuando ella le entregó el comunicado, Rumfoord le preguntó si lo había leído.

—No.

Lily no leía bien, y ésta fue una de las razones por las que abandonó los estudios antes de terminar en la escuela superior.

Rumfoord la hizo sentar inmediatamente y leer el escrito de Truman. Ignoraba que ella leyese tan mal. En realidad, sabía muy poco de ella, a excepción de que le serviría para demostrar públicamente que era un superhombre.

Así pues, Lily se sentó e intentó leer lo de Truman:

«Hace dieciséis horas, un avión americano lanzó una bomba en Hiroshima, importante base del Ejército japonés. Dicha bomba era más potente que veinte mil toneladas de TNT, y dos mil veces más fuerte que el “Grand Slam” británico, que era la mayor bomba utilizada en la historia de la guerra.

»Los japoneses empezaron la guerra desde el aire en Pearl Harbour. Ahora han sido doblegados con aviones. Y el final aún no ha llegado. Esta bomba representa un nuevo y revolucionario sistema de destrucción que elevará el creciente poder de nuestros ejércitos. Estamos produciendo gran cantidad de este tipo de bombas y preparamos otras aún más potentes.

»Es una bomba atómica. El máximo exponente del poder básico universal. El principio mismo que produce la energía. Y ha sido utilizado contra aquellos que osaron empezar la guerra en el Lejano Oriente.

»Antes de 1939 ya era aceptada por los científicos la posibilidad teórica de aislar la energía atómica. Pero nadie sabía la forma de llevarla a la práctica. Sin embargo, en 1942 supimos que los alemanes estaban trabajando denodadamente para encontrar la forma de aplicar la energía atómica a todas las máquinas de guerra. Esperaban, con ello, esclavizar totalmente el mundo. Pero fracasaron. Debemos agradecer a la Providencia el que los alemanes consiguieran las V-1 y V-2 con retraso y en cantidades limitadas, pero debemos agradecerle mucho más el que no consiguieran la bomba atómica.

»La batalla científica es, para nosotros, tan arriesgada como las batallas terrestres, marinas o aéreas. Y esta vez hemos ganado en el laboratorio, al igual que lo hicimos en los demás campos.

»Estamos preparados para arrasar de una forma rápida y completa la totalidad de las industrias japonesas, se encuentren donde se encuentren. Destruiremos sus muelles, sus fábricas y sus medios de comunicación. No habrá error alguno; destruiremos totalmente el potencial bélico japonés. Eso evitará…»

Y así seguidamente.

Uno de los libros que Lily le había traído a Rumfoord era La destrucción de Dresde, de un inglés llamado David Irving. Era una edición americana publicada por Holt, Rinehart & Winston en 1964. Lo que Rumfoord quería sacar de él era parte del prefacio, escrito por sus amigos Ira C. Eaker, teniente general retirado de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, y el mariscal de la Aviación Británica sir Robert Saundby.

«Me es difícil comprender a los ingleses y americanos que lloran por sus enemigos muertos y no son capaces de derramar una sola lágrima por nuestras valientes tropas perdidas en combate frente a tan cruel enemigo —escribía su amigo el general Eaker—. Creo que cuando el señor Irving se puso a escribir su descripción de la terrorífica matanza de civiles en Dresde debía haber recordado que las V-1 y las V-2 caían a su vez sobre Inglaterra, matando hombres, mujeres y niños sin discriminación, tal como era su intención. Y tampoco estaría nada mal que recordaran Buchenwald y Coventry.»

El prefacio de Eaker terminaba así:

«Lamento profundamente que las bombas británicas y estadounidenses mataran a 135.000 personas en el bombardeo de Dresde, pero, recordando quién empezó la última guerra, lamento mucho más la pérdida de más de 5.000.000 de vidas aliadas en un grandioso esfuerzo por destruir completa y definitivamente el nazismo.»

Así era.

En cuanto al mariscal del Aire Saundby, decía, entre otras cosas:

«El bombardeo de Dresde fue una gran tragedia, nadie puede negarlo. Que fuera necesidad militar, pocos, después de leer este libro, lo creerán. Fue uno de esos casos terribles que a veces ocurren en tiempos de guerra, y que se producen a causa de una combinación desafortunada de circunstancias. Los que lo decidieron no eran ni ruines ni crueles, a pesar de que posiblemente se encontraran muy lejos de la dura realidad de la guerra para poder comprender plenamente el sorprendente efecto destructor de este bombardeo aéreo de la primavera de 1945.

»Los abogados del desarme nuclear, que creen que la guerra se transformará en algo tolerable y decente si alcanzan su ideal, harán bien en leer este libro y en sopesar el destino de Dresde, donde 135.000 personas murieron como resultado de un ataque aéreo con armamento convencional. Durante la noche del día 9 de marzo de 1945, otro ataque sobre Tokio, efectuado por bombarderos pesados americanos que utilizaban bombas explosivas e incendiarias, causó la muerte de 83.793 personas. La bomba atómica que cayó sobre Hiroshima mató a 71.379 personas.»

Así era.

—Si alguna vez van ustedes a Cody, Wyoming —decía Billy Pilgrim desde el otro lado de los biombos blancos—, no tienen más que preguntar por Wild Bob.

Lily Rumfoord se estremeció y continuó intentando la lectura de Harry Truman.

La hija de Billy, Barbara, llegó al caer la tarde. Se mantenía en pie gracias a las drogas. Tenía los mismos ojos vidriosos que el pobre Edgar Derby antes de ser fusilado en Dresde. Los médicos le habían recetado algunas píldoras para que pudiera continuar trabajando, a pesar de que su padre estaba hecho añicos y de que su madre había muerto.

Así era.

La acompañaban un médico y una enfermera. Su hermano Robert estaba volando desde el campo de batalla del Vietnam hasta casa.

—¡Papá…! —dijo, probando—. ¿Papá…?

Pero Billy estaba a diez años de allí. Había retrocedido hasta 1958 y se encontraba examinando los ojos de un joven mongólico que necesitaba lentes correctoras adecuadas. La madre del idiota hacía de intérprete.

—¿Cuántas manchas ve usted? —le preguntaba Billy Pilgrim.

Y luego Billy viajó por el tiempo hasta que tenía dieciséis años y esperaba en la antesala de un consultorio médico. Se había infectado un pulgar. En la salita sólo había otro paciente esperando, un hombre viejo. El pobre anciano se sentía muy angustiado a causa de los tremendos gases que se le escapaban y de los eructos que echaba.

—Perdón —le dijo a Billy. Y volvió a hacerlo—. ¡Oh, Dios mío!, sabía que era malo volverse viejo. —Movió la cabeza—. Pero nunca imaginé que se tratara de esta clase de desgracia.

Billy Pilgrim abrió los ojos en el hospital de Vermont, sin saber dónde se encontraba. Su hijo Robert le observaba. Vestía el uniforme de los famosos Boinas Verdes. Llevaba el pelo corto y era del color del trigo. Robert iba limpio y aseado, guarnecido con un corazón púrpura, una estrella de plata y una doble estrella de bronce.

Este era el muchacho que había sido expulsado de la escuela superior, a los dieciséis años, por ser alcohólico y compañero de un puñado de gamberros que tumbaron cientos de lápidas en un cementerio católico. Ahora todo le iba bien. Tenía un porte excelente, sus zapatos brillaban, sus pantalones estaban bien planchados y era un dechado de virtudes.

—¿Papi…?

Billy Pilgrim cerró de nuevo los ojos.

Billy no pudo asistir a los funerales de su esposa porque todavía se encontraba muy débil. Pero sí estaba consciente cuando Valencia fue enterrada en el cementerio de Ilium. No había hablado demasiado desde que había recobrado el conocimiento, ni tampoco había reaccionado con viveza ante las noticias de la muerte de Valencia, de la vuelta a casa de Robert, de esas cosas. Así pues, todos creían que había quedado como un vegetal. Se habló de practicarle otra operación para mejorar la circulación del cerebro.

En realidad la apatía externa de Billy no era más que un velo. Con ella encubría las dotes de una mente llena de proyectos excitantes. Estaba preparando cartas y conferencias sobre los platillos volantes, la intrascendencia de la muerte y la verdadera naturaleza del tiempo.

El profesor Rumfoord, convencido de que Billy ya no tenía sesos, decía cosas terribles de él mientras éste le escuchaba.

—¿Por qué no le dejan morir? —preguntó a Lily.

—No lo sé —contestó ella.

—Esto ya no es un ser humano. Los médicos son para los seres humanos. Deberían confiarlo a un veterinario o a un jardinero, son los únicos que pueden saber lo que hay que hacer en estos casos. ¡Fíjate en él! Eso es vida según la profesión médica. ¿Te parece una bonita manera de vivir?

—No lo sé —dijo Lily.

En cierta ocasión, Rumfoord estaba hablando con Lily del bombardeo de Dresde y Billy les escuchaba. Rumfoord tenía un problema con Dresde. Su volumen de la historia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial pretendía ser un resumen más legible que los veintisiete tomos de la Historia Oficial de las Fuerzas Aéreas en la Segunda Guerra Mundial. Ahora bien, curiosamente, en aquellos veintisiete tomos casi no se hablaba del bombardeo de Dresde, a pesar de la importancia del suceso. El alcance de la catástrofe había sido, durante muchos años, un secreto para los americanos. Naturalmente no lo fue nunca, en cambio, para los alemanes, ni para los rusos, que ocuparon Dresde después de la guerra, y que todavía permanecen allí.

—Finalmente, los americanos se han enterado de lo de Dresde —decía Rumfoord, veintitrés años después del bombardeo—. Ahora empiezan a saber que fue mucho peor que lo de Hiroshima. Por lo tanto debo poner algo de ello en mi libro. Desde el punto de vista de las Fuerzas Aéreas, será completamente nuevo.

—¿Por qué lo han mantenido en secreto durante tanto tiempo? —preguntó Lily.

—Por temor a que muchos corazones se conmovieran —explicó Rumfoord—, y pudieran pensar que no todo lo que hicimos había sido tan maravilloso.

Fue entonces cuando Billy Pilgrim empezó a hablar coherentemente.

—Yo estuve allí —dijo.

A Rumfoord le era difícil tomarse en serio a Billy. Tanto tiempo le había considerado como un ser inexistente, al que más le hubiera valido estar muerto, que ahora que Billy hablaba con claridad, Rumfoord hubiera preferido ver sus palabras convertidas en una lengua tan extraña que ni valiera la pena entender.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Rumfoord.

Lily hizo de intérprete.

—Dice que él estuvo allí —explicó.

—¿Que él estuvo dónde?

—No lo sé. —Y Lily le preguntó a Billy—: ¿Dónde estuvo usted?

—En Dresde —contestó Billy.

—En Dresde —le transmitió Lily a Rumfoord.

—Está repitiendo simplemente lo que decimos —dijo Rumfoord.

—¡Oh! —suspiró Lily.

—Ahora tiene «ecolalia».

—¡Oh!

La ecolalia es una enfermedad, mental que consiste en repetir lo que se oye inmediatamente después de haberlo oído. Pero Billy no sufría tal enfermedad. Rumfoord insistía en ello para su propia comodidad. Prefería que Billy la tuviera. Rumfoord pensaba al estilo militar: toda persona que estorba, o que sería preferible ver muerta por razones prácticas, sufre una enfermedad repulsiva.

Rumfoord continuó insistiendo durante varias horas en que Billy tenía ecolalia. Y así se lo dijo a las enfermeras y al médico. Entonces le hicieron varios exámenes, intentando que Billy repitiera algunas cosas, pero no respondía a sus deseos.

—Ahora no lo hace —decía Rumfoord, malévolamente—. Pero inmediatamente después que ustedes se vayan volverá a las andadas.

Nadie tomó en serio el diagnóstico de Rumfoord. El personal tenía a Rumfoord por un hombre odioso, despreciable y cruel. A menudo les decía, de una forma u otra, que un hombre débil merecía la muerte. Se lo decía a ellos, a todo aquel personal que dedicaba por entero su vida a la idea de que las personas débiles son las que necesitan más ayuda, y de que nadie debe morir.

Allí, en el hospital, Billy estaba viviendo una aventura muy común entre la gente sin autoridad alguna en tiempos de guerra: estaba intentando probar a un enemigo voluntariamente ciego y sordo que él era alguien interesante de ver y escuchar. Se mantuvo en silencio hasta que apagaron las luces por la noche y entonces, cuando hubo pasado un largo rato de silencio, sin nada que repetir, le dijo a Rumfoord.

—Yo estuve en Dresde cuando fue bombardeada. Era prisionero de guerra.

Rumfoord suspiró con impaciencia.

—Palabra de honor —dijo Billy Pilgrim—. ¿Me cree usted?

—¿Debemos hablar de eso ahora? —dijo Rumfoord.

Le oía y no lo creía.

—No tenemos por qué hablar de eso nunca —repuso Billy—. Sólo quiero que lo sepa: que yo estaba allí.

Aquella noche no volvieron a hablar de Dresde. Billy cerró los ojos y viajó por el tiempo hasta una tarde de mayo, en Europa, dos días después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Billy y cinco prisioneros más, americanos, montaban en una carreta de color verde y en forma de ataúd que habían encontrado abandonada junto con dos caballos en un suburbio de Dresde. Atravesaban la ciudad siguiendo pequeños senderos abiertos entre aquellas ruinas que parecían la luna. Regresaban al matadero en busca de recuerdos de guerra. Billy recordó el sonido de los caballos del lechero, en su infancia en Ilium.

Iba sentado en la parte posterior de la carreta-ataúd con la cabeza echada hacia atrás y las fosas nasales dilatadas. Se sentía feliz. No tenía frío. En la carreta llevaba comida y vino, un aparato fotográfico, una colección de sellos, un mochuelo disecado y un reloj de pared que funcionaba por el efecto de las variaciones de la presión atmosférica. Los americanos habían saqueado las casas abandonadas de los suburbios, tomando todas esas cosas y muchas más.

Los propietarios de dichas casas, al saber que los rusos se acercaban matando, robando, violando y quemando, habían huido.

Pero los rusos no habían llegado todavía, aun cuando hacía ya dos días que había terminado la guerra. Y las ruinas de la ciudad estaban en paz. Billy solamente encontró una persona en su camino hacia el matadero. Era un viejo que empujaba un cochecito de niño, con botes, tazas, el armazón de un paraguas y alguna otra cosa que había encontrado.

Cuando llegaron al matadero Billy no bajó de la carreta. Prefirió tomar el sol. Los demás fueron a la caza de recuerdos. Más tarde, los tralfamadorianos enseñarían a Billy que lo importante era concentrarse tan sólo en los momentos felices de la vida ignorando los desdichados, disfrutar de las cosas bonitas puesto que no podían ser eternas. Si tal selección fuera posible —pensaría Billy muchos años después—, habría escogido como el momento más feliz de su vida aquel en que tomaba el sol dormitando en la parte trasera de una carreta de color verde y en forma de ataúd.

Billy Pilgrim iba armado por primera vez desde el período de instrucción. Sus compañeros habían insistido en que se proveyera de alguna arma, pues sólo Dios sabía con qué clase de asesinos se podría encontrar en aquella superficie lunar. Perros rabiosos, montones de ratas gordas e hinchadas de tantos cadáveres, locos y criminales fugados, soldados que no cesarían de matar hasta estar muertos…

Llevaba una pistola tremenda en su cinturón. Era una reliquia de la Primera Guerra Mundial. Tenía una anilla en el extremo del cañón y cargaba balas del tamaño de un huevo de petirrojo. La había encontrado sobre la mesa de una casa. Estas son las gangas que se encuentran al final de una guerra: todo aquel que quiere un arma puede conseguirla; sobran en todas partes. Billy también tenía un sable. Era un sable de ceremonias de la Luftwaffe cuyo mango estaba adornado con un águila que portaba una esvástica y miraba hacia abajo. Billy lo había encontrado clavado en un poste de teléfonos. Lo cogió al pasar a su lado con la carreta.

Empezaba a recobrar la conciencia y a despertar de su somnolencia cuando oyó a un hombre y a una mujer hablando alemán en tono lastimero. Estaban compadeciendo a alguien. Antes de abrir los ojos a Billy le pareció que aquel tono de voz podría haber sido el de los amigos de Jesús cuando desclavaron de la cruz su cuerpo destrozado.

Entonces abrió los ojos y vio a un hombre de mediana edad y a su esposa hablando a los caballos. Se habían dado cuenta de lo que los americanos ignoraban, a saber: que los pobres animales perdían sangre por la boca, tenían las pezuñas partidas —lo que hacía que cada paso fuera una agonía para ellos— y además estaban muertos de sed. Los americanos habían tratado a su medio de transporte como si no fuera más sensible que un Chevrolet de seis cilindros.

Las dos personas que se compadecieron de los caballos dieron la vuelta a la carreta hasta descargar sobre Billy todos sus reproches, precisamente sobre Billy, que era tan larguirucho y débil y que estaba tan ridículo con su toga azul celeste y sus botas plateadas. A él no le temían. De hecho, ya no le temían a nada. Ambos eran médicos, ginecólogos, que habían ayudado a traer hijos al mundo hasta que fueron incendiados todos los hospitales. Ahora se habían retirado a lo que anteriormente fuera su casa.

La mujer era delicadamente hermosa, casi transparente por haber comido patatas durante mucho tiempo. El hombre llevaba un traje de calle con pajarita y todo, era tan alto como Billy y tenía un aspecto macilento, obra de las patatas sin duda, y llevaba lentes de montura metálica trifocales. Esta pareja tan relacionada con los bebés no se había reproducido, a pesar de que tenía todas las facilidades para hacerlo. En realidad, su punto de vista con respecto a la procreación en general era muy curioso e interesante…

Entre los dos hablaban nueve lenguas. Primero intentaron hablar a Billy en polaco, basándose en que iba vestido como un payaso (los desdichados polacos fueron los payasos involuntarios de la Segunda Guerra Mundial). Pero el americano no entendió nada.

Luego fue Billy quien les preguntó, en inglés, qué era lo que querían. Al momento ambos le reprendieron, también en inglés, por las condiciones en que se encontraban los caballos. Le hicieron bajar de la carreta para que los viera, y se quedaron sorprendidos cuando le vieron echarse a llorar ante el estado de su medio de transporte. Durante toda la guerra, nada había conseguido hacerle llorar.

Años más tarde, cuando Billy era ya un óptico de mediana edad, lloraría muchas veces, silenciosa e íntimamente. Por ello, el epígrafe de este libro bien podría ser la cuarteta de un famoso villancico. Porque Billy lloraba suavemente, aunque a veces el motivo de su pena bien mereciera un buen llanto. Era en este aspecto, por lo menos, en lo que se parecía al Cristo del villancico:

El ganado muge,

El niño se agita,

Pero Jesusito,

Ni llora ni grita.

Billy viajó por el tiempo hasta el hospital de Vermont. Acababa de almorzar y ya habían retirado las bandejas vacías. El profesor Rumfoord empezaba a interesarse por él como ser humano, aunque con escepticismo. Rumfoord le hacía preguntas de forma grosera pero satisfecho en el fondo de que Billy hubiera estado realmente en Dresde. Le preguntó qué aspecto tenía aquello y Billy le habló de los caballos y del matrimonio que deambulaba por aquella luna.

La historia terminó de esta forma. Billy, ayudado por los médicos, despojó a las bestias de sus guarniciones. Pero los caballos no hicieron ni un solo paso para huir. Las patas les dolían demasiado. Entonces llegaron los rusos y arrestaron a todo el mundo menos a los caballos.

Dos días después Billy fue entregado a las autoridades americanas, que le embarcaron hacia casa en un lento mercante llamado Lucretia A. Mott. Lucretia A. Mott había sido una famosa sufraguista americana. Por entonces ya estaba muerta. Así era.

—Tenía que hacerse —le dijo Rumfoord a Billy refiriéndose a la destrucción de Dresde.

—Lo sé —dijo Billy.

—Es la guerra.

—Lo sé. No me quejo.

—Aquello debió de ser el infierno en la tierra.

—Lo fue.

—Compadezco a los hombres que tuvieron que hacerlo.

—Yo también.

—Sus sentimientos debían de ser muy complejos cuando se encontraba allí.

—No, todo estaba bien —concluyó Billy—. Todo está bien, y todo el mundo tiene que hacer exactamente lo que hace. Aprendí eso en Tralfamadore.

Aquel mismo día su hija se lo llevó a casa, lo metió en la cama y le enchufó los dedos mágicos. Iba a cuidarle una enfermera titulada. Billy no podría trabajar, ni salir de su casa, durante cierto tiempo. Estaba bajo observación.

Pero, aprovechando un momento de distracción de la enfermera, Billy se escapó. Se fue a la ciudad de Nueva York en su coche, confiando en aparecer ante las cámaras de televisión. Sentía necesidad de hablar al mundo de las lecciones aprendidas en Tralfamadore.

Al llegar a Nueva York Billy Pilgrim se hospedó en el Hotel Royalton, sito en la calle Cuarenta y Cuatro. Por casualidad le dieron una habitación que mucho antes había pertenecido a George Jean Nathan, crítico y editor que, según el concepto terrestre del tiempo, había muerto en 1958. Sin embargo, según el concepto tralfamadoriano, Nathan estaba todavía vivo en alguna parte, y siempre lo estaría.

La habitación era pequeña y sencilla, pero, como estaba en el último piso, tenía unas cristaleras que daban a una terraza tan espaciosa como la misma habitación. Y más allá de la barandilla de la terraza, la espesa atmósfera de la calle Cuarenta y Cuatro ascendía al cielo. Billy se asomó y contempló a la gente que se movía de un lado para otro, allí abajo. Parecían pequeñas tijeras saltarinas. Era muy divertido.

La noche era fría. Al cabo de un rato, Billy entró y cerró las puertas tras de sí. Al hacer este gesto se acordó de su luna de miel. También había cristaleras en su nidito amoroso de Cape Ann. Todavía estarían allí. Siempre estarían allí.

Billy conectó el televisor haciendo girar el selector en busca de un programa al que le fuera permitido presentarse. Pero aún era temprano para los programas en los que se permitía hablar a las personas con ideas extravagantes. Habían sonado las ocho de la tarde y todos los programas hablaban de tonterías o asesinatos. Así era.

Billy abandonó su habitación, bajó en el ascensor, anduvo hasta Times Square y se detuvo ante el escaparate de una librería. Tras el cristal había cientos de libros, desde novelas pornográficas y policíacas hasta una guía urbana de Nueva York y una réplica de la Estatua de la Libertad con un termómetro encima. También se encontraban en el escaparate, metidas entre toda aquella porquería, cuatro ediciones baratas de las novelas del amigo de Billy, Kilgore Trout.

Detrás de él, en la fachada de un edificio, iban apareciendo, en luces de colores, las noticias del día. El cristal del escaparate reflejaba los letreros. Hablaban de política, de deportes, de pleitos y de muertes. Así era.

Billy entró en la librería.

Al fondo del establecimiento había una puerta, y sobre ella un cartel indicaba que sólo se permitía la entrada a los adultos. En el interior de aquella trastienda, unas máquinas proyectaban películas de jóvenes de ambos sexos, desnudos. Un minuto de espectáculo costaba veinticinco centavos. También vendían fotos de personas desnudas para que uno se las pudiera llevar a casa. Las fotos eran mucho más tralfamadóricas que el cine, ya que podían mirarse en cualquier momento y sin que se alterara su imagen. Dentro de veinte años las muchachas allí representadas aún estarían jóvenes y sonrientes, o quizá simplemente mirarían con expresión estúpida, con sus piernas abiertas de par en par. Algunas comían caramelos o plátanos, y siempre los estarían comiendo. Y los sexos de los muchachos continuarían por siempre semierectos; y sus músculos abultarían como balas de cañón.

Pero a Billy no le atraía la trastienda de la librería. A él le excitaban las novelas de Kilgore Trout. Los títulos eran nuevos para él, o al menos así lo creyó. Abrió uno. Le pareció que podía hacerlo, allí todo el mundo manoseaba a sus anchas. El título del libro era El gran tablero. Leyó algunos párrafos y descubrió que ya lo había leído, hacía cosa de un año. Trataba de un hombre y una mujer terrícolas que habían sido raptados por seres extraterrestres y exhibidos en un zoo de un planeta llamado Zircon-212.

La ficticia pareja disponía en el zoo del lejano planeta de un gran tablero que contenía las fluctuaciones de los precios del mercado, las alzas y las bajas de todos los valores de la Bolsa, un receptor de noticias y un teléfono, todo ello aparentemente conectado con la Tierra. Las criaturas del Zircon-212 habían regalado a sus cautivos un millón de dólares para que, desde allí, lo invirtieran en la Tierra, asegurándoles que les sería permitido manejarlos a su antojo, de modo que podrían ser fabulosamente ricos cuando volvieran a su planeta.

Naturalmente, el teléfono, el tablero y el receptor de noticias eran falsos. Eran simples estimulantes para que los terrícolas se mostraran más vivos y animados ante las multitudes del zoo. Así pues, tan pronto saltaban de alegría como chillaban, se tiraban de los pelos, se morían de miedo o se sentían contentos y satisfechos como un bebé en brazos de su madre.

Los terrícolas hacían muy bien su papel. Y como, naturalmente, todo formaba parte del espectáculo, la religión también estaba mezclada en ello. Recibían noticias de que el Presidente de Estados Unidos había declarado una Semana Nacional de Oración solicitando que todo el mundo rezara. Hacía poco que los terrícolas habían perdido una pequeña fortuna en aceite de oliva. Por lo tanto se dedicaron a rezar con gran fervor. Surtió efecto y el aceite de oliva subió.

Otro de los libros de Kilgore Trout que estaba en el escaparate trataba de un hombre que construyó una máquina del tiempo para retroceder hasta poder ver a Jesús. La máquina funcionó y vio a Jesús cuando éste tan sólo tenía doce años. Su padre le enseñaba el oficio de carpintero.

Un día, dos soldados romanos entraron en el taller y le mostraron el plano dibujado en papiro de un trabajo que necesitaban a la mañana siguiente. Era una cruz que tenían que utilizar para la ejecución de un rebelde.

Jesús y su padre la construyeron. Estaban contentos de tener trabajo. Y el rebelde fue ejecutado sobre ella.

Así fue.

Los que atendían la librería parecían quintillizos. Eran cinco hombres bajitos y calvos, que mordían otras tantas colillas apagadas y húmedas. Nunca sonreían. Permanecían sentados en sus taburetes y se enriquecían con su negocio de prostitutas de papel y celuloide. Ellos no buscaban diversión alguna. Billy Pilgrim tampoco. En cambio, todos los demás sí. Era una tienda ridícula: sólo comerciaba con el amor y la reproducción.

De vez en cuando los dependientes le decían a alguien que comprara o se largara, que ya bastaba de mirar y sólo mirar, de manosear y nada más que manosear. Había personas que se observaban las unas a las otras en lugar de mirar la mercancía.

Un dependiente se acercó a Billy y le aconsejó que fuera a la trastienda, que todo lo bueno estaba allí y que los libros que Billy miraba no eran más que una fachada para el escaparate.

—¡Por Dios, eso no es lo que usted desea! —le dijo a Billy—. Lo que usted busca está allí detrás.

Así pues, Billy se dirigió hacia el fondo de la librería pero no llegó a penetrar en el reservado para adultos. Su mente estaba ausente, se había movido tan sólo por cortesía, llevándose consigo el libro de Trout, el que hablaba de Jesús y la máquina del tiempo.

En dicho libro el viajero del tiempo retrocedía hasta los tiempos bíblicos para averiguar una cosa en concreto: si Jesús había muerto en realidad sobre la cruz o bien lo habían bajado todavía vivo y se había recuperado. El héroe se llevaba consigo un estetoscopio.

Billy pasó las páginas hasta llegar al final del libro, cuando el héroe se mezclaba con la multitud que bajaba a Jesús de la cruz. El viajero del tiempo era el primero en subir la escalerilla, vestido con un traje de la época. Y al llegar arriba se pegaba a Jesús para que la gente no le viera usar el aparato, y le auscultaba.

En el interior de la macilenta cavidad de aquel pecho no se oía nada. El Hijo de Dios estaba tan muerto como un picaporte.

Así era.

Entonces, el viajero del tiempo, cuyo nombre era Lance Corwin, aprovechaba para medir el cuerpo de Jesús. Medía un metro sesenta centímetros. El peso no pudo averiguarlo.

Otro dependiente se acercó a Billy para preguntarle si deseaba comprar el libro o no, y éste contestó que sí. Estaba de espaldas a una estantería de libros sobre la historia de los contactos oral-genitales desde el antiguo Egipto hasta nuestros días, cosas de ésas. Así pues, el dependiente supuso que Billy había estado leyendo alguno de estos libros. Pero quedó estupefacto cuando vio cuál era el libro que tenía entre las manos.

—¡Dios mío! ¿De dónde sacó esto? —exclamó.

Y cosas así.

Y fue y les dijo a los demás dependientes que aquel pervertido quería comprar uno de los elementos de camuflaje del escaparate. Los otros, que ya lo habían notado, le observaban como a un bicho raro.

La caja registradora ante la que Billy esperaba que le devolvieran el cambio estaba cerca de un montón de revistas femeninas. Miró de reojo una de ellas y leyó en la cubierta la siguiente frase: «¿Qué ha sido de Montana Wildhack?»

Él, Billy, sabía con certeza dónde estaba Montana Wildhack. Se había quedado en Tralfamadore, cuidando del bebé.

Leyó la revista, que se titulaba Garitos de Medianoche, y se sorprendió ante la afirmación de que Montana se encontraba sumergida a cincuenta metros de profundidad en las salobres aguas de la bahía de San Pedro, vistiendo un chaleco de cemento.

Así era.

Pero él no lo creyó. Es más, estuvo a punto de echarse a reír. La revista, que estaba editada totalmente por hombres, alargaba la historia buscando tema para incluir algunas fotos de las películas que Montana había rodado en sus primeros años de estrella. Billy no las vio bien. Eran unas fotos grises y confusas. Podrían haber sido de cualquier mujer.

De nuevo le orientaron hacia la trastienda, y esta vez entró. Un marinero se alejaba de una máquina de cine que todavía estaba en marcha. Billy miró y allí se encontró con Montana Wildhack, sola en una gran cama, pelando un plátano. Billy no deseaba ver la continuación, por lo que aprovechó la invitación de un dependiente que le importunaba para que se acercara a ver algo realmente bueno que tenía escondido bajo el mostrador.

Billy sintió algo de curiosidad por ver qué podían esconder en un lugar semejante. Y el dependiente se lo mostró. Era una fotografía con una mujer y un potrillo de Shetland. Intentaban realizar el acto sexual entre dos columnas dóricas, frente a una cortina de terciopelo llena de globitos colgantes.

Billy no se presentó ante las cámaras de la televisión aquella noche, pero sí que acudió a un programa radiofónico abierto al público. Cerca de su hotel había una emisora de radio. Vio un rótulo muy llamativo sobre la puerta del edificio y entró. Subió al estudio en un ascensor automático y allí pensaron que Billy era uno de los convocados para hablar de si la novela era o no una cosa muerta. Así era.

Billy se sentó, como los demás, alrededor de una mesa de roble. Frente a su nariz tenía un micrófono para él sólo. El locutor le preguntó su nombre y el periódico que representaba. Billy dijo que era de la Ilium Gazette.

Se sentía nervioso y feliz. «Si alguna vez vas por Cody, Wyoming —se dijo—, pregunta por Wild Bob.»

Ya al principio del programa Billy levantó la mano, pero no fue atendido inmediatamente. Había otros antes que él. Uno de ellos opinó que ahora era un buen momento para enterrar la novela, precisamente ahora que un virginiano, cien años después de Appomattox, había escrito La cabaña del Tío Tom. Otro dijo que la gente ya no sabía leer lo suficientemente bien como para poder imprimir las situaciones excitantes en sus cerebros, de manera que a los escritores no les tocaba más remedio que hacer lo que había hecho Norman Mailer, o sea, representar en público lo que había escrito. Luego, el locutor pidió a los periodistas su opinión sobre el papel que la novela podía representar en la sociedad moderna. Uno dijo:

—Puede representar el toque de color en una habitación de paredes blancas.

Y otro:

—Puede enseñar a las esposas de los ejecutivos novatos lo que deben comprar y cómo han de comportarse en un restaurante francés.

Finalmente, le concedieron la palabra a Billy. Y empezó, con aquella maravillosa voz que tanto había estudiado, a hablar de los platillos volantes y de Montana Wildhack, etc.

Mientras programaban un anuncio Billy fue expulsado del estudio muy amablemente. Regresó a su habitación del hotel. Puso un cuarto de dólar en la máquina de los dedos mágicos conectada a su cama, y se durmió. Viajó por el tiempo hasta Tralfamadore.

—¿Otra vez viajando por el tiempo? —le preguntó Montana cuando llegó.

En la cúpula se había hecho la noche artificial. Ella estaba amamantando al pequeño.

—¿Eh? —se sorprendió Billy.

—Has vuelto a viajar en el tiempo. Lo sé.

—Hummm.

—¿Dónde fuiste esta vez? A la guerra no. También lo sé.

—A Nueva York.

—¡La Gran Manzana!

—¿Eh?

—Así es como llaman a Nueva York.

—¡Oh!

—¿Viste algún espectáculo o alguna película?

—No, me di una vuelta por Times Square y compré un libro de Kilgore Trout.

—¡Vaya suerte! —Ella no compartía su entusiasmo por Kilgore Trout.

Luego Billy mencionó, como por casualidad, que también había visto parte de una triste película que ella había protagonizado. La respuesta de Montana no fue menos casual. Era ya tralfamadoriana y estaba libre de sentimientos de culpabilidad.

—Sí —dijo ella—. He oído hablar de cuando estuviste en la guerra, de que parecías un payaso. Y también he oído hablar del profesor de escuela superior que fue fusilado. Fue él quien protagonizó una película muy triste, con un pelotón de ejecución.

Separó al bebé de un pecho y lo puso en el otro. El momento estaba estructurado así, y así tenía que hacerlo.

Hubo un silencio.

—Ya vuelven a jugar con los relojes —dijo Montana, levantándose y arreglando la cuna para el pequeño.

En efecto, sus guardianes estaban jugando a adelantar y atrasar los relojes eléctricos. Lo hacían continuamente, pues así podían observar a la pequeña familia terrícola a través de los pequeños agujeros.

Alrededor del cuello, Montana Wildhack llevaba una cadenilla de plata de la que colgaba, entre sus senos, un relicario. Era una fotografía de su alcohólica madre, que más bien parecía un trozo de papel sucio y rayado. La foto podría haber sido de cualquiera. En el reverso del relicario, estaban grabadas estas palabras:

«Concédeme, Señor, serenidad

para aceptar las cosas que no puedo cambiar,

valor para cambiar las que sí puedo, y

sabiduría para distinguir las unas de las otras.»