8

Dos días antes de que Dresde fuera destruida los americanos del matadero tuvieron una visita muy interesante. Era Howard W. Campbell, Jr., el americano nazi, el mismo que había escrito el librito sobre el vergonzoso comportamiento de sus compatriotas prisioneros de guerra. Ahora ya no se dedicaba a hacer investigaciones sobre prisioneros. Había venido al matadero para reclutar hombres con vistas a formar una unidad militar alemana que pensaba llamar Cuerpo de Americanos Libres y comandar él mismo. Como era de suponer, esta unidad sólo debía luchar en el frente ruso.

Campbell era un hombre de aspecto ordinario, pero iba vestido con un extravagante uniforme que él mismo se había diseñado. Se tocaba con un sombrero blanco en el que ostentaba diez galones, calzaba unas botas negras de vaquero decoradas con esvásticas y estrellas, y vestía un traje de punto azul muy ceñido, con rayas amarillas que, partiendo de los sobacos, le llegaban hasta los tobillos. En los hombros llevaba unas charreteras que recortaban el perfil de Abraham Lincoln sobre un fondo verde pálido. Y, para completar su uniforme, en la manga exhibía un brazalete rojo con una esvástica azul dentro de un círculo blanco.

Ahora, en el establo de cemento, estaba explicando a los prisioneros de guerra americanos el significado del brazalete.

Billy tenía un gran ardor de estómago debido a la gran cantidad de jarabe de malta que había tomado durante la jornada laboral. Aquel ardor le hacía saltar lágrimas de los ojos y por eso veía, a través de la sinuosa cortina de líquido salado, una imagen de Campbell bastante deformada.

—Azul por el cielo de América —decía Campbell—. Blanco por la raza que descubrió el continente, saneó los pantanos, limpió los bosques y construyó carreteras y puentes. Rojo por la sangre de los americanos patriotas que tan alegremente han corrido a lo largo de los años…

El auditorio de Campbell dormitaba. Habían trabajado mucho en la fábrica de jarabe y después habían tenido que hacer el largo camino hasta casa, andando en medio de un gran frío. Estaban delgados y tenían ojeras. Su piel empezaba a formar pequeñas vesículas, al igual que sus bocas, gargantas e intestinos. El jarabe de malta que tomaban a escondidas en la fábrica sólo contenía una ínfima cantidad de los minerales y vitaminas que un ser humano necesita.

Ahora Campbell ofrecía a los americanos comida, filetes de carne, puré de patatas, salsas y empanadas rellenas si se unían al Cuerpo de Americanos Libres.

—Cuando se haya vencido a Rusia, seréis repatriados a través de Suiza —aseguró.

No hubo respuesta alguna.

—Tarde o temprano tendréis que luchar contra los comunistas —añadió—. ¿Por qué, pues, no terminar ya con ellos de una vez?

Y entonces llegó el momento en que Campbell había de obtener por fin alguna respuesta. El pobre Derby, el sentenciado profesor de escuela superior, se puso en pie aprovechando lo que probablemente sería el mejor momento de su vida. En esta historia no existen personajes ni situaciones dramáticas, puesto que la mayoría de personajes que la integran están enfermos y son totalmente ajenos al juego de los grandes poderes; uno de los principales efectos de la guerra es que la gente pierde la fuerza de ánimo suficiente para conservar su personalidad. Pero en aquel momento, el viejo Derby era todo un carácter.

Su postura era la de un combatiente: la cabeza baja y los puños crispados, esperando información sobre el plan de batalla. Derby levantó la cabeza y le dijo a Campbell que era una serpiente. Peor aún, corrigió, puesto que las serpientes no podían evitar el serlo y Campbell, que bien podía evitar el ser lo que era, se había convertido en algo mucho más rastrero que una serpiente, una rata o incluso una garrapata rellena de sangre.

Campbell sonrió.

Derby habló conmovedoramente de la forma de gobierno americana, que otorga libertad, justicia, oportunidades y juego limpio para todos. Dijo que allí no había ni un solo hombre que no estuviera dispuesto a morir con alegría por todos esos ideales. Habló de la fraternidad entre los americanos y los rusos, y de cómo estas dos naciones iban a aplastar la plaga de nazismo que pretendía infectar al mundo entero.

De pronto, la sirena de alarma empezó a sonar lastimeramente en Dresde.

Los americanos, sus guardas y Campbell se refugiaron en un enorme almacén de carne, excavado en la roca viva bajo el matadero. Se descendía hasta allí por unas escaleras de acero que comenzaban y terminaban en sendas puertas también de acero.

De los ganchos de hierro del almacén colgaban aún algunos terneros, ovejas, cerdos y caballos muertos. Así era. El resto eran miles de ganchos vacíos, a la espera de más animales. Naturalmente, allí dentro hacía frío, aunque no había refrigeración. Y por toda luz disponían de una sola vela. El almacén estaba encalado —olía, pues, a ácido carbónico— y tenía bancos a lo largo de sus paredes. Los americanos se dirigieron hacia ellos haciendo saltar parte del blanco polvo que cubría las paredes.

Howard W. Campbell Jr. permaneció de pie, como los guardas, hablando con ellos en un alemán excelente. Había escrito muchas obras de teatro populares, y también poemas, en este idioma. Incluso se había casado con una famosa actriz alemana, llamada Resi North. Ella había muerto. Cayó mientras divertía a las tropas alemanas en Crimea. Así fue.

Aquella noche no sucedió nada. Fue durante la noche siguiente cuando murieron cerca de ciento treinta mil personas en Dresde. Así fue. Billy dormitaba en el almacén de carne cuando se encontró de nuevo enzarzado en una discusión con su hija, que revivió palabra por palabra y gesto por gesto.

—Padre —decía ella—. ¿Qué vamos a hacer contigo? —Y cosas así—. ¿Sabes a quién desearía matar?

—¿A quién desearías matar? —preguntó Billy.

—A ese Kilgore Trout.

Kilgore Trout era y es un escritor de ciencia ficción de quien Billy no sólo leyó docenas de libros sino que incluso llegó a ser amigo suyo. Y eso, teniendo en cuenta que nadie puede llegar a ser amigo de Trout porque éste es un hombre amargado, tiene un excepcional mérito.

Trout vive en un sótano de alquiler, en Ilium, a unos tres kilómetros de distancia de la hermosa casa blanca de Billy. Ni él mismo tiene idea de la cantidad de novelas que ha escrito. Posiblemente alrededor de las setenta y cinco. Y ninguna de ellas le ha dado dinero. Así pues, Trout se dedica en cuerpo y alma a la divulgación de la Ilium Gazette. Es el encargado de los vendedores de periódicos, esos muchachos que trabajan por cuatro perras.

Billy lo conoció en 1964. Conducía su Cadillac por un callejón de Ilium cuando se encontró con el camino cortado por docenas de muchachos con sus bicicletas. Celebraban una reunión. Un hombre con toda la barba les estaba hablando. Se le veía cobarde y peligroso a la vez, y era obvio que dominaba su oficio. Trout tenía entonces sesenta y dos años. Intentaba convencer a los muchachos de que despabilaran sus dormidas cabezotas, y también de que vendieran a sus clientes habituales la maldita edición dominical. Les prometió que quien vendiera más suscripciones dominicales durante los próximos dos meses sería premiado con un viaje gratis, con todos los gastos pagados durante una semana, para él y sus padres, a la maldita Martha’s Vineyard. Y cosas así.

Uno de los vendedores de periódicos, que en realidad era una muchacha, estaba extasiada.

El paranoico rostro de Trout le resultaba a Billy enormemente familiar, puesto que lo había visto en las solapas de infinidad de libros. Pero, en el preciso momento en que se encontró con ese rostro en un callejón de su ciudad natal, no pudo recordar por qué le era tan familiar. Lo primero que se le ocurrió fue que quizá hubiera conocido a tan ruinoso mesías en alguna parte de Dresde. Trout parecía, ciertamente, un prisionero de guerra.

Y entonces la muchacha levantó la mano.

—Señor Trout —gritó—, si gano, ¿puedo llevar conmigo a mi hermana?

—No, demonios —contestó Kilgore Trout—. ¿Crees que el dinero crece en los árboles?

Casualmente, Trout había escrito un libro sobre un árbol que daba dinero. Tenía por hojas billetes de veinte dólares. Sus flores eran bonos del gobierno y sus frutos diamantes. Atraía a los seres humanos, que se mataban los unos a los otros al pie del árbol, fertilizándolo.

Así era.

Billy Pilgrim aparcó su Cadillac en el callejón y esperó a que terminara la reunión. Cuando se disolvió la asamblea un muchacho se quedó hablando con Trout. El chico quería dejar el trabajo porque era demasiado pesado, tenía que trabajar muchas horas y estaba mal pagado. Trout parecía consternado. Si el muchacho dejaba el trabajo él mismo tendría que hacerlo hasta encontrarle sustituto.

—¿Quién crees que eres? —le preguntó Trout con desprecio—. ¿Una especie de maravilla sin entrañas?

Este era también el título de un libro de Trout: La maravilla sin entrañas. Trataba de un robot que tenía mal aliento, y que se hizo popular cuando hubo curado su halitosis. Pero lo más notable de la narración, que había sido escrita en 1932, era que predecía un amplio consumo de gasolina gelatinosa entre los seres humanos. Los robots la echaban desde aeroplanos. Y no tenían conciencia ni entendimiento que les permitiera imaginar lo que les estaba sucediendo a las gentes en la Tierra.

El robot de Trout parecía un ser humano. Podía hablar, bailar y cosas así, e incluso salir con chicas sin que nadie se ofendiera porque echaba gasolina gelatinosa sobre las personas. Pero, eso sí, encontraban imperdonable su halitosis. Así pues, cuando ésta desapareció, fue bien aceptado por la raza humana.

Trout perdió la discusión que mantenía con el muchacho que quería dejar el empleo. Le habló de la gran cantidad de millonarios que habían empezado repartiendo periódicos, pero el chico le replicó:

—Sí, pero apuesto a que sólo aguantaron una semana en ese magnífico empleo.

Y el muchacho se largó, dejando a los pies de Trout la bolsa llena de periódicos y la agenda de subscriptores encima. Aquellos periódicos quedaban a merced de Trout, quien tendría que repartirlos. No tenía coche, ni siquiera bicicleta, y los perros le daban miedo.

En alguna parte ladró un perro.

Mientras Trout se colgaba lúgubremente la bolsa a la espalda, Billy Pilgrim se le acercó:

—¿El señor Trout? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Es… es usted Kilgore Trout?

—Sí.

Trout suponía que Billy tendría alguna queja sobre la forma en que se repartían los periódicos. No pensaba en sí mismo como escritor. Y ello, por la simple razón de que el mundo jamás le había permitido considerarse como tal.

—¿El… el escritor? —insistió Billy.

—¿El qué?

Billy estaba convencido de que había cometido un error.

—Existe un escritor llamado Kilgore Trout —explicó.

—¿De veras? —Trout parecía aturdido.

—¿Nunca ha oído usted hablar de él?

Trout movió la cabeza con desánimo.

—Nadie…, nadie ha oído jamás hablar de él.

Billy ayudó a Trout a repartir los periódicos, acompañándole casa por casa en su Cadillac. Billy era el responsable, el que encontraba las casas y el que señalaba las direcciones pasadas. La mente de Trout estaba vacía. Nunca hasta entonces había tenido un admirador, y menos un admirador tan entusiasta.

Trout confesó a Billy que nunca había visto un libro suyo anunciado, reseñado o en venta.

—Durante todos estos años —dijo— he abierto de par en par mis puertas al mundo y sólo he recibido desprecio.

—Seguramente habrá recibido cartas —dijo Billy—. Es lógico que le hayan escrito muchas.

Trout levantó un solo dedo.

—Una.

—¿Era de un entusiasta?

—Era de un loco. Decía que yo debería ser nombrado presidente del Mundo.

Resultó que la persona que había escrito tal carta era Eliot Rosewater, el amigo que tuvo Billy en el hospital de veteranos, cerca de Lake Placid. Billy le habló a Trout de Rosewater.

—¡Dios mío! —dijo éste al final—. Yo pensé que se trataba de un muchacho de catorce años.

—Pues fue un verdadero hombre, un capitán durante la guerra.

—Escribe como un muchacho de catorce años —insistió Kilgore Trout.

Billy le invitó a la fiesta del dieciocho aniversario de su boda, que debía celebrarse al cabo de dos días con gran esplendor.

Trout estaba en el comedor, tragando canapés. Hablaba con la boca llena de queso, crema de Filadelfia y salmón, con la esposa de un óptico. Todos los asistentes a la fiesta estaban relacionados de una forma u otra con algún óptico, excepto Trout. Era el único que no llevaba gafas. Su presencia estaba causando gran sensación. Todos los invitados se mostraban excitadísimos por el solo hecho de tener entre ellos a un verdadero escritor. Y eso que nadie había leído sus libros.

Trout hablaba con Maggie White, que había dejado de ser asistente de un dentista para convertirse en ama de casa de un óptico. Era muy bonita. El último libro que había leído era Ivanhoe.

Billy, de pie a su lado, escuchaba. No dejaba de palpar en su bolsillo. Allí llevaba el regalo que tenía que entregarle a su esposa, una caja de satén blanco que contenía un anillo con un zafiro. El anillo estaba valorado en mil ochocientos dólares.

La adulación que Trout recibía, tan espontánea y tan ignorante, le afectaba como la marihuana. Se sentía feliz, fuerte y atrevido.

—Me temo que no leo tanto como debiera —dijo Maggie.

—Todos tememos algo —observó Trout—. Yo temo al cáncer, a las ratas y a los perros de raza Doberman.

—Debería saberlo, pero no lo sé —dijo Maggie—; así pues, se lo pregunto: ¿qué es lo más famoso que ha escrito?

—Trataba del funeral de un gran político francés.

—Esto suena interesante.

—Todos los grandes políticos del mundo asistían al acto. La ceremonia era muy hermosa. —Trout iba improvisando a medida que hablaba—. Y antes de cerrar el ataúd, los familiares del difunto esparcían perejil y pimentón sobre el fallecido.

—¿Es verídico el suceso? —preguntó Maggie White.

La mujer resultaba aburrida, pero su persona era una deliciosa invitación a la procreación. Los hombres que la miraban deseaban al instante cargarla con bebés. Sin embargo, todavía no había tenido ninguno. Hacía uso del control de natalidad.

—Claro que es verídico —aseguró Trout—. Si escribiera alguna falsedad e intentara venderla podrían meterme en la cárcel. Sería un fraude.

Maggie le creyó.

—Nunca había pensado en ello hasta ahora —dijo.

—Pues, a partir de ahora, piénselo.

—Es como anunciar. Cuando se anuncia algo debe decirse la verdad, o de lo contrario una se mete en líos.

—Exactamente. Podría aplicársele la misma ley.

—¿Nos pondrá usted en algún libro?

—En los libros siempre pongo todo lo que me ocurre.

—Así pues, deberé tener cuidado con lo que digo.

—Y más aún. Yo no soy el único que escucha. Dios también nos está escuchando. Y en el día del Juicio nos va a pedir cuentas de todo lo que hemos dicho y hecho. Si hemos dicho cosas malas en lugar de buenas, peor para nosotros, porque nos quemaremos en el infierno por toda la eternidad. El fuego nunca dejará de atormentarnos.

La pobre Maggie se volvió de un color grisáceo. También le había creído en esto, y estaba petrificada.

Kilgore Trout reía estruendosamente. De pronto un huevo de salmón salió disparado de su boca y fue a caer en el escote de Maggie.

En aquel instante, un óptico pidió un momento de atención. Quería proponer un brindis para Billy y Valencia, puesto que era su aniversario. De acuerdo con lo planeado, el cuarteto de ópticos Los Bacos empezaron a cantar mientras los demás bebían y Billy y Valencia, radiantes, se abrazaban. Todo el mundo tenía los ojos brillantes. La canción era Mi vieja pandilla.

La letra decía: «… daría el mundo entero por ver a mi vieja pandilla», y cosas así. Y un poco más tarde: «Hasta siempre, mis viejos camaradas y compañeros, hasta siempre, viejos amigos míos… Dios os bendiga…» Y esas cosas.

Inesperadamente, Billy Pilgrim se sintió conmovido por la canción y el momento. El nunca había formado parte de una pandilla ni había tenido un viejo amigo, pero de todas maneras, a medida que el cuarteto hacía agonizar lentamente las últimas notas sentía nostalgia. Eran unas notas intencionadas y amargas, cada vez más amargas, insoportablemente amargas, que se diluían en un alargado acorde sofocantemente dulce, y luego otras notas amargas. El cambio de notas operaba en Billy reacciones psicosomáticas muy poderosas. La boca se le llenó de sabor a gaseosa, y el rostro se le volvió grotesco, como si realmente estuviera atado a una máquina de tortura llamada potro.

Su aspecto era tan extraño, que varias personas lo comentaron con solicitud, una vez terminada la canción. Pensaron que quizá le hubiera dado un ataque al corazón, y Billy parecía querer confirmarlo al dirigirse a una silla y sentarse con desmayo.

Hubo un silencio.

—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó Valencia, inclinándose sobre él—. Billy… ¿Estás bien?

—Sí.

—¡Tienes un aspecto tan horrible!

—¿De veras…? Estoy perfectamente.

Y lo estaba, sólo que no podía encontrar explicación alguna al hecho de que la canción le hubiera afectado de una forma tan grotesca. Durante años había supuesto que no tenía secretos para sí mismo. Y ahora se encontraba ante la evidencia de que tenía un gran secreto escondido en alguna parte de su interior. Y ni tan siquiera podía imaginar de qué se trataba.

La gente, al ver que Billy empezaba a sonreír y que los colores volvían a sus mejillas, se fue alejando de su alrededor. Valencia se quedó junto a él, y Kilgore Trout, que se había mantenido al margen entre la multitud, se acercó ahora interesado.

—Parecía como si hubieras visto un espíritu —dijo Valencia.

—No —replicó Billy.

Lo único que había visto era lo que realmente tenía ante sí, las caras de los cuatro cantantes, aquellos cuatro hombres ordinarios que, con sus ojos vacunos, abstraídos y angustiados, oscilaban insistentemente entre la dulzura y la amargura.

—¿Puedo aventurar una opinión? —dijo Kilgore Trout—. Usted vio a través de una ventana del tiempo.

—¿Una qué? —preguntó Valencia.

—Súbitamente vio el pasado o el futuro. ¿Estoy en lo cierto?

—No —contestó Billy Pilgrim.

Se levantó, se puso la mano en el bolsillo, encontró la caja que contenía el anillo, la sacó y se la dio a Valencia con aire ausente. Hubiera querido dársela al final de la canción, cuando todo el mundo miraba. Ahora sólo Kilgore Trout estaba allí para verlo.

—¿Para mí? —preguntó Valencia.

—Sí.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella.

Después lo repitió más fuerte, para que los demás la oyeran y se agruparan a su alrededor mientras abría la caja. Casi chilló cuando vio el zafiro en el centro del anillo, semejante a una estrella.

—¡Oh, Dios mío! —repitió, dándole un sonoro beso a Billy—. Gracias, gracias, gracias.

Entonces se habló, durante mucho rato, de las maravillosas joyas que Billy le había regalado a Valencia en sus aniversarios de matrimonio.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Maggie White refiriéndose al diamante que Billy había traído de la guerra—. Tienen el mayor diamante que he visto fuera del cine.

El fragmento de dentadura que había encontrado dentro de la cazadora, Billy lo guardaba dentro de su caja de gemelos, en el cajón del armario. Billy tenía una bonita colección de gemelos.

Se había convertido en costumbre familiar el regalarle gemelos cada año en el Día del Padre. Ahora también llevaba unos gemelos del Día del Padre, que habían costado más de cien dólares. Estaban hechos con antiguas monedas romanas. Poseía otros que tenían forma de rueda de ruleta que además funcionaban, y otros que por un lado eran un termómetro y por el otro una brújula, ambos verdaderos.

Billy deambulaba por la fiesta intentando aparentar normalidad. No obstante, Kilgore Trout no le quitaba el ojo de encima, dispuesto a averiguar lo que Billy había sospechado o visto. Al fin y al cabo, la mayoría de novelas de Trout trataban de urdimbres del tiempo, de percepciones extrasensoriales o de otros hechos insólitos. Trout creía en cosas como éstas, y deseaba probar su existencia.

—¿Ha puesto alguna vez un espejo en el suelo y un perro encima de él? —preguntó Trout a Billy.

—No.

—El perro mirará hacia abajo, y de pronto se dará cuenta de que nada existe debajo de sus patas. Creerá que se mantiene en el aire y dará un enorme salto.

—¿De veras?

—Sí. Y ése es el aspecto que tiene usted ahora… Como si de pronto se hubiera dado cuenta de que se mantiene en el aire.

El cuarteto cantó de nuevo. Y Billy volvió a emocionarse. La experiencia quedaba definitivamente asociada con los cuatro hombres, no con la canción.

He aquí lo que cantaban ahora, mientras Billy se desgarraba interiormente:

Once centavos cuesta el algodón y cuarenta la carne,

¿Puede un pobre, comer a esos precios?

Unos ruegan para que haga sol y otros para que llueva,

Las cosas irán de mal en peor hasta que nos volvamos locos.

Construí un bello bar y de marrón lo hice pintar

Pero al ponerle la luz todo se quedó hecho cenizas.

De nada nos sirve hablar si al fin siempre perdemos.

Once centavos cuesta el algodón y cuarenta la carne,

Once centavos cuesta el algodón y encima nos cargan de impuestos.

¡Ay nuestras pobres espaldas! ¿Cómo soportarán tamaña carga?

Y cosas así.

Billy empezó a subir las escaleras interiores de su bella y blanca mansión.

Trout le hubiera seguido de buen grado, si su anfitrión se lo hubiera pedido. Billy se dirigió al cuarto de baño del piso superior. Estaba a oscuras. Entró y cerró la puerta con el pestillo. Palpó en la oscuridad y gradualmente, se fue dando cuenta de que no estaba solo. Su hijo también estaba allí.

—¿Papi…? —le llamó en la oscuridad.

Robert, el futuro Boina Verde, tenía entonces diecisiete años. A Billy le gustaba el muchacho pero no le conocía muy a fondo. Tenía la sospecha de que no había nada que conocer en Robert.

Billy encendió la luz. Su hijo estaba sentado en la taza del water, con los pantalones del pijama por debajo de las rodillas. Llevaba una guitarra que aquel mismo día le habían regalado. Todavía no sabía tocarla, y de hecho no llegaría a aprender nunca. Era de nácar rosado.

—Hola, hijo —dijo Billy Pilgrim.

Entonces se dirigió a su habitación, a pesar de que todavía quedaban invitados que atender en el piso de abajo. Se echó sobre la cama y enchufó los dedos mágicos. El colchón empezó a temblar, lo cual hizo salir a toda prisa de debajo de la cama a un perro. Era «Spot». Por aquel entonces, el viejo «Spot» todavía estaba vivo. El perro volvió a tumbarse en un rincón.

Billy pensó en el efecto que el cuarteto había ejercido sobre él y lo asoció con una experiencia que había vivido hacía ya mucho tiempo. No necesitó viajar por el tiempo hasta la experiencia pues la recordaba claramente. Sucedió de la siguiente forma:

Se encontraba en el almacén de carne, la noche en que Dresde fue destruida. Procedentes del exterior se oían unos ruidos parecidos a los pasos de un gigante. Era el estruendo que producían las bombas al estallar. Los gigantes caminaban y caminaban pero como el almacén de carne era un refugio muy seguro todo lo que lograban allí era provocar, de vez en cuando, una lluvia de cal. Con Billy sólo estaban los demás americanos, cuatro de los guardas se habían marchado en busca del calor de sus hogares, antes de que empezara el bombardeo. Todos morirían con sus familias.

Así fue.

Las muchachas que Billy había visto desnudas también morirían todas, dentro de un refugio mucho menos seguro situado en la otra parte de los establos.

Así fue.

De vez en cuando un guarda subía hasta el principio de las escaleras para observar lo que sucedía en el exterior. Después volvía a bajar y murmuraba algo a los demás guardas. Fuera caía una tormenta de fuego. Dresde se había convertido en una gran llama, una llama única que consumía todo lo combustible.

No pudieron salir del refugio hasta media mañana del día siguiente. Cuando los americanos y sus guardas aparecieron, el cielo estaba negro de humo. El sol era un pequeño punto malhumorado. Dresde parecía un paraje lunar. No quedaba nada, excepto lo mineral. Las piedras estaban calientes. Todos habían muerto.

Así fue.

Los guardas se apretujaron entre sí instintivamente, recorriendo el terreno con sus ojos. Iban mudando continuamente de expresión sin decir palabra, a pesar de que de vez en cuando abrían la boca. Parecían un cuarteto vocal en una película muda.

—Hasta siempre —podrían haber cantado—, mis viejos camaradas y compañeros; hasta siempre viejos amigos míos… Dios os bendiga…

—Cuéntame una historia —le pidió en cierta ocasión Montana Wildhack a Billy Pilgrim, en el zoo de Tralfamadore.

Estaban en la cama uno junto al otro y disfrutaban de intimidad, pues la lona cubría la cúpula. Montana llevaba seis meses embarazada y estaba gorda y rolliza. De vez en cuando exigía perezosamente algunos pequeños favores a Billy. No podía pedirle helados o fresas, claro, ya que la atmósfera exterior de la cúpula era cianhídrica y además los helados o fresas más cercanos estaban a millones de años luz. Pero si podía mandarle a la nevera, que estaba decorada con una pareja montada en una bicicleta, o bien, como ahora, le podía rogar:

—Cuéntame una historia, Billy, muchacho.

—Dresde fue destruida la noche del 13 de febrero de 1945 —empezó Billy Pilgrim—. Salimos de nuestro refugio al día siguiente…

Le habló a Montana de los cuatro guardas que, en su aturdimiento y dolor, se habían parecido tanto al cuarteto de cantantes. Le contó cómo habían quedado los establos, totalmente destrozados, sin tejados ni ventanas. Y también le explicó cómo encontraron por doquier una especie de troncos abrasados que eran los restos de las personas calcinadas bajo la tormenta de fuego. Y así sucesivamente.

Luego Billy le habló de lo que había sucedido con los edificios que se reflejaban en el horizonte como peñascos. Se habían derrumbado, la madera se había consumido y las piedras, al chocar unas contra otras, se habían partido hasta quedar convertidas en montones de ruinas.

—Parecía la Luna —dijo Billy Pilgrim.

Los guardas ordenaron a los americanos que formaran en fila de a cuatro y ellos obedecieron. Después les hicieron regresar a lo que había sido su hogar. El edificio estaba todavía en pie, pero no tenía ni ventanas ni tejado y en su interior no había otra cosa que cenizas y pequeños charcos de cristal fundido. Fue entonces cuando tuvieron conciencia de que no había ni agua ni comida, y de que los supervivientes, si querían continuar siéndolo, deberían recorrer una tras otra todas las colinas de aquella superficie lunar.

Y así lo hicieron.

Vistas a cierta distancia, las colinas eran bajas. Pero las personas que tuvieron que subirlas no tardaron en darse cuenta del error. El suelo se movía, estaba caliente, era poco estable. Debieron remover muchas ruinas para formar con ellas otras colinas más sólidas, pequeñas, sobre las que poder andar.

Durante el transcurso de la expedición que cruzó aquella luna, nadie dijo ni una palabra. No había nada que decir. Una cosa estaba bien clara: aparentemente todos, absolutamente todos los habitantes de la ciudad, habían muerto, y cualquier objeto que se moviera no representaba otra cosa que un defecto en el paisaje. En la Luna no había hombres.

Algunos aviones americanos atravesaron el espeso velo de humo para comprobar si algo se movía. Vieron a Billy y al resto del pelotón y les dispararon unas cuantas ráfagas. Pero no acertaron. Luego vieron a otras personas, en la orilla del río, y también les dispararon. Alguna bala dio en el blanco. Así fue.

Su idea era anticipar el fin de la guerra.

La narración de Billy terminaba a las afueras de Dresde, lejos del fuego y las explosiones. Al atardecer, los americanos y los guardas llegaron a una posada lista para recibir clientes. En la planta baja había una vela encendida, tres hogares que calentaban la estancia y mesas y sillas que esperaban a que alguien llegara. En el piso de arriba había camas, arregladas con su correspondiente cubrecama.

En el albergue sólo vivían un hombre ciego, su esposa, que era la cocinera, y sus dos jóvenes hijas, que trabajaban de camareras y doncellas. Toda la familia sabía que Dresde había desaparecido. Lo habían visto con sus propios ojos, todo fuego y más fuego, y comprendían que ahora se hallaban al borde de un desierto. Aun así habían abierto el albergue, lavado los pisos, dado cuerda a los relojes, encendido los hogares y esperado a que alguien llegara.

Pasaban muy pocos refugiados procedentes de Dresde. Pero los relojes cantaban su tic-tac, el fuego chisporroteaba y las velas goteaban cera indiferentes. De pronto alguien llamó a la puerta, y entraron cuatro guardas y un centenar de americanos prisioneros de guerra.

El hombre del albergue preguntó a los soldados si venían de la ciudad.

—Sí.

—¿Viene alguien más?

Entonces los soldados contestaron que por la difícil ruta que habían seguido no habían visto ni un alma viviente.

El posadero ciego dijo que los americanos podían pasar la noche en el establo, y que además les daría sopa, un poco de café y cerveza. Después les acompañó al lugar para oír cómo se acostaban en la paja.

—Buenas noches, americanos —les dijo en alemán—. Que duerman bien.