Veinticinco años más tarde, Billy Pilgrim subía a un avión fletado en Ilium. Sabía que iba a estrellarse, pero no quería quedar como un necio pronosticándolo. El avión debía llevar a Billy y a veintiocho ópticos más a Montreal, para asistir a una convención.
Su esposa, Valencia, fue a despedirles a él y a su padre, Lionel Merble, que ocupaba el asiento contiguo al suyo.
Lionel Merble era una verdadera máquina. Claro que los tralfamadorianos opinan que todas las criaturas y plantas del universo son máquinas; les divierte que tantos terrícolas se sientan ofendidos ante la idea de ser máquinas.
Fuera del avión, otra máquina, llamada Valencia Merble Pilgrim, estaba comiendo un dulce «Peter-Paul-Mound» y diciendo adiós con la mano.
El avión despegó sin incidentes. El momento estaba estructurado así. A bordo viajaban un cuarteto vocal, compuesto también por ópticos, que se llamaba Los Bacos, contracción de Los Bastardos de Cuatro Ojos.
Cuando el avión hubo despegado la máquina que era el suegro de Billy pidió al cuarteto que cantara su canción favorita. Ellos ya sabían cuál quería, y la cantaron. Decía así:
Estoy sentado en mi celda de la cárcel,
Con los calzoncillos llenos de mierda.
Y mis pelotas rebotan contra el suelo,
Y veo el miembro sangriento.
Debido al mordisco que ella me dio,
¡Oh!, jamás volveré a follar con una polaca.
El suegro de Billy se reía descontroladamente, y rogó al cuarteto que cantara la otra canción polaca que tanto le gustaba. Así pues, cantaron la canción de los mineros de Pennsylvania, que empieza así:
Mike y yo trabajamos en la mina.
¡Santa mierda, qué bien nos lo pasamos!
Una vez a la semana nos dan nuestro salario
¡Santa mierda, y al otro día no trabajamos!
Hablando de polacos: a los tres días de haber llegado a Dresde, Billy Pilgrim vio casualmente cómo colgaban públicamente a un polaco. Billy iba por la calle hacia el trabajo con algunos compañeros poco después de la salida del sol, cuando se encontraron con una horca rodeada de una gran multitud. El polaco era obrero de una granja e iba a ser colgado por haber tenido relaciones sexuales con una alemana. Así fue.
Billy, a sabiendas de que el avión pronto iba a estrellarse, cerró los ojos y viajó por el tiempo hasta 1944. Volvía a estar en el bosque de Luxemburgo, con los «Tres Mosqueteros». Roland Weary le estaba sacudiendo y golpeando su cabeza contra un árbol.
—Muchachos, continúen sin mí —decía Billy Pilgrim.
El cuarteto estaba cantando Espera basta que brille el sol, Nelly, cuando el avión se empotró en la cima del monte Sugarbush, en Vermont. Murieron todos menos Billy y el copiloto. Así fue.
Los primeros en llegar al escenario del desastre fueron unos jóvenes austriacos que residían en una famosa escuela de esquí instalada en aquella montaña. Hablaban en alemán entre ellos mientras iban de un cuerpo a otro. Llevaban pasamontañas rojos y la cara cubierta, excepto los ojos, para protegerse del viento. Parecían muñecos, gente blanca que por diversión se habían disfrazado de negro.
Billy se había fracturado el cráneo, pero todavía estaba consciente. No sabía dónde se encontraba. Al ver que sus labios se movían, uno de los muñecos le acercó el oído a la boca, intentando comprender las que podían ser sus últimas palabras. Y Billy, que creía al muñeco relacionado con la Segunda Guerra Mundial, murmuró su dirección: «Schlachthof-fünf».
Fue transportado hasta la falda del monte Sugarbush en un trineo al que los muñecos le ataron para que se mantuviera inmóvil durante el camino. Cerca de la base de la montaña la pista terminaba bruscamente frente a un poste de telesilla. Billy vio a unos jóvenes que vestían prendas elásticas de brillantes colores, grandes gafas y enormes botas colgando, sentados y con los esquís puestos, de unas sillas amarillas. Entonces supuso que esto formaba parte de una nueva y sorprendente fase de la Segunda Guerra Mundial. Para él, todo estaba bien. Para Billy Pilgrim todo era perfecto.
Fue llevado a un pequeño hospital privado, donde un famoso neurocirujano llegado de Boston le practicó una operación que duró tres horas. Después de la operación, Billy estuvo inconsciente durante dos días y soñó millones de cosas, algunas reales. Todas ellas fueron viajes por el tiempo.
Una de las cosas que revivió fue su primera noche en el matadero. El y el pobre Edgar Derby empujaban una carreta de dos ruedas, vacía, por una sucia pendiente flanqueada de establos también vacíos. Se dirigían a la cocina común en busca de cena para todos, custodiados por un alemán de dieciséis años llamado Werner Gluck. Los ejes de la carreta habían sido engrasados con sebo de animales muertos. Así era.
El sol estaba en su ocaso y su resplandor hacía resaltar el perfil de la ciudad formado por bajas colinas que rodeaban los malolientes establos. La total oscuridad en que se encontraba sumida la ciudad como precaución por los bombardeos impidió a Billy ver, desde un mirador tan privilegiado como aquél, una de las cosas más hermosas que suele hacer una ciudad normal a la puesta del sol: encender sus luces una tras otra.
El amplio río que pasaba por allí hubiera reflejado esas luces, y hubiera hecho de aquel crepúsculo una hora deliciosa. Este río era el Elba.
Werner Gluck, el joven guarda, era de Dresde. Jamás había estado en el matadero, de manera que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba la cocina. Era alto y delgado, como Billy, y podría haber sido su hermano menor. De hecho eran primos lejanos, cosa que siempre ignoraron.
Gluck iba armado con un mosquetón increíblemente pesado, una pieza de museo con un cañón octogonal de alma lisa y que cargaba un solo tiro. Llevaba calada la bayoneta, o mejor dicho una especie de aguja de hacer calceta, sin canalones de sangre ni nada.
Gluck les hizo tomar un camino que él creía les llevaría a la cocina y abrió una puerta corrediza que se encontraba a un lado. Pero se equivocó. Aquello eran los vestuarios adyacentes a unas duchas comunales y el ambiente estaba lleno de vapor. Por entre el vapor divisaron alrededor de treinta muchachas de menos de veinte años todas desnudas. Eran refugiadas alemanas de Breslau, ciudad que había sido tremendamente bombardeada, y también acababan de llegar a Dresde.
Dresde estaba atestada de refugiados.
Así pues, se encontraron con aquellas muchachas cuyos rincones más privados estaban al descubierto, para recreo de cualquier observador. Y eso hacían, recrearse mirando desde la puerta, Gluck, Derby y Pilgrim, el soldadito infantil, el pobre viejo profesor de escuela superior y el payaso con su toga y sus zapatos de plata. Las muchachas chillaron, se cubrieron con las manos, se volvieron de espaldas y todo lo demás. Y se hicieron aún mucho más bellas. Werner Gluck, que nunca hasta entonces había visto ninguna mujer desnuda, cerró la puerta. Billy estaba en las mismas condiciones que el alemán, era evidente. Pero para Derby aquello no era nada nuevo.
Cuando los tres desgraciados encontraron la cocina comunal, cuya misión principal era hacer la comida para los trabajadores del matadero, ya se había largado todo el mundo menos una mujer que les estaba esperando con impaciencia. Era una viuda de guerra. De verdad. Y llevaba el sombrero y el abrigo puestos, pues también quería marcharse a su casa a pesar de que en ella no encontraría a nadie. Sus guantes blancos permanecían aún uno junto al otro, sobre uno de los mostradores de zinc.
La mujer guardaba para los americanos dos grandes latas de sopa que hervían sobre una cocina encendida a poco gas. También les reservaba un montón de pan moreno.
Le preguntó a Gluck si no era demasiado joven para estar en el ejército. El admitió que sí lo era.
Luego le preguntó a Edgar Derby si no era demasiado viejo para estar en el ejército. También lo admitió.
Entonces le preguntó a Billy Pilgrim de qué iba disfrazado. Billy le dijo que no lo sabía, que sólo pretendía mantenerse abrigado.
La mujer comentó, concluyendo:
—Todos los soldados de verdad han muerto.
Y era cierto.
Otra cosa que también revivió Billy mientras estaba inconsciente en Vermont fue el trabajo que él y sus compañeros hicieron en Dresde durante el mes anterior a la destrucción de la ciudad. Lavaron ventanas, barrieron suelos, limpiaron aseos, empaquetaron tarros y sellaron cajas de cartón en una fábrica donde hacían jarabe de malta enriquecido con vitaminas y minerales. Era para mujeres embarazadas.
El jarabe sabía a miel con un ligero aroma a nueces, y todos los que trabajaban en la fábrica se pasaban el día tomando a escondidas cucharada tras cucharada. No eran mujeres embarazadas, pero también necesitaban vitaminas y minerales.
Durante su primer día de trabajo Billy no tomó ninguna cucharada de jarabe, pero otros americanos sí lo hicieron. Al segundo día ya había aprendido el truco. En todos los rincones de la fábrica había cucharas escondidas. Sobre las vigas del techo, en los cajones, tras los radiadores, en todas partes. Las escondían personas que, estando tomando jarabe, habían oído llegar a alguien. Tomar jarabe era un crimen.
Durante su segundo día de trabajo, Billy estaba limpiando un radiador y encontró una cuchara. A su espalda había una tina llena de jarabe que se estaba enfriando. La única persona que podía verle era el pobre Edgar Derby, que por la parte de fuera limpiaba el cristal de la ventana. La cuchara era sopera. Billy la metió en la tina, volvió la cabeza a uno y otro lado para ver si había alguien, la sacó y se la introdujo en la boca.
Pasó un momento, y después todas las células del cuerpo de Billy se sacudieron en un entusiasmado aplauso de gratitud.
Se oyeron unos tímidos golpecitos en la ventana de la fábrica. Era Derby, que lo había visto todo y quería también un poco de jarabe.
Así pues, Billy, siempre vigilando, llenó la cuchara, abrió la ventana y la metió dentro de la anhelante boca de Derby. Pasó un momento y de los ojos de Derby empezaron a saltar lágrimas. Billy cerró la ventana y escondió rápidamente la pegajosa cuchara. Alguien venía.