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Billy Pilgrim cuenta que, la noche siguiente a su ingreso en el sector británico del campo de exterminio de prisioneros de guerra rusos, fue destinado a Dresde, Alemania.
Aquel día de enero se despertó aún de madrugada. En la enfermería no había ventana alguna y las fantasmagóricas velas ya se habían consumido. Por lo tanto, la única luz existente provenía de las rendijas de los tabiques en los puntos donde se unían los maderos que los formaban, y del marco de la mal ajustada puerta. El pequeño Paul Lazzaro roncaba en una cama con un brazo roto. Edgar Derby, el profesor de escuela superior que más tarde sería fusilado, roncaba a su vez en otra.
Billy se sentó en la cama. No tenía ni idea del año o del planeta en que se encontraba. Eso sí, fuera el que fuese el nombre del planeta, su temperatura era muy fría. Pero no era el frío lo que le había despertado sino una especie de magnetismo animal que le hacía temblar y le adormecía la musculatura a pesar de los repentinos movimientos que ejecutaba.
Aquel magnetismo animal procedía de su espalda. Si Billy hubiese tenido que adivinar su causa, hubiera afirmado que era un vampiro colgado cabeza abajo de la pared que había tras él.
Se escurrió hacia los pies de la cama, antes de atreverse a volver la cabeza para mirar lo que era. No quería que el animal se le echara a la cara y le arañara los ojos o le quitara la nariz de un mordisco. Se volvió. La causa del magnetismo parecía realmente un murciélago: era su cazadora de civil con cuello de piel. Colgaba de un clavo.
Billy volvió a su sitio, y mientras miraba por encima del hombro sintió que el magnetismo crecía. Entonces se puso de rodillas sobre el camastro, se encaró a la cazadora y se atrevió a tocarla. Buscaba el punto exacto que producía las radiaciones.
Y encontró dos posibles fuentes, dos bultitos separados entre sí unos tres centímetros y escondidos en el forro. El uno tenía la forma de un guisante y el otro de una pequeña herradura. Entonces recibió un mensaje emitido por las radiaciones, en el que se le decía que no averiguara lo que eran los bultitos y se le aconsejaba que se conformara sabiendo que podían hacer milagros para él, con la condición de que no insistiera en querer averiguar su naturaleza. Billy Pilgrim aceptó. Se sentía agradecido. Estaba contento.
Billy dormitó un rato y despertó nuevamente en la enfermería de la prisión. El sol se había levantado. Fuera se oía ruido de picos y palas producido por hombres fuertes que cavaban agujeros en el duro suelo. Eran los ingleses, que se estaban construyendo unas letrinas nuevas. Habían dejado las viejas a los americanos, así como el pabellón donde habían dado la fiesta.
Seis ingleses cargados con una mesa de billar y varios colchones apilados encima entraron con paso cauteloso y atravesaron la enfermería. Se trasladaban a los barracones situados contiguamente. Les seguía otro inglés, arrastrando su colchón y una diana.
El hombre de la diana era el Hada Madrina, que había herido al pequeño Paul Lazzaro. Se detuvo junto a la cama de Lazzaro y le preguntó qué tal se encontraba.
Este contestó que cuando terminara la guerra lo haría matar.
—¿Ah, sí?
—Cometiste un gran error —dijo Lazzaro—. El que me toca es mejor que me mate, o de lo contrario lo hago matar yo a él.
El Hada Madrina parecía conocer a fondo el arte de matar. Dirigió una leve sonrisa a Lazzaro.
—Todavía estoy a tiempo de matarte —dijo—, si realmente me convences de que es lo más razonable.
—¿Por qué no te pegas un tiro?
—No creas que no lo he probado —contestó el Hada Madrina.
El Hada Madrina se alejó, divertido y seguro de sí mismo. Cuando se hubo marchado, Lazzaro les prometió a Billy y al viejo Edgar Derby que iba a tener su venganza y que ésta sería dulce.
—Es la cosa más dulce que existe —explicó Lazzaro—. La gente se burla de mí y por Jesucristo que lo van a pagar. Yo me río. No me importa que sea un caballero o una dama. Aunque sea el presidente de Estados Unidos. A quien quiera tomarme el pelo, le ajustaré las cuentas. Teníais que haber visto lo que le hice una vez a un perro.
—¿A un perro? —repitió Billy.
—El hijo de puta me mordió. Entonces cogí algunos filetes y un muelle de reloj. Corté el muelle en trocitos pequeños y en cada uno de ellos soldé dos púas. Aquello era peor que las hojas de afeitar. Lo metí todo en la carne, de forma que no se viera, y volví donde estaba el perro. Quiso morderme otra vez, pero la cadena que lo tenía atado a la pared se lo impidió. Entonces le dije: «Vamos, perrito, seamos amigos. No nos peleemos más. No soy mala persona.» Y él me creyó.
—¿De veras?
—Le eché la carne y se la tragó de golpe. Me quedé mirándole, esperando. —Lazzaro guiñó un ojo—. A los diez minutos empezó a salirle sangre por la boca. Aullaba y se revolcaba creyendo que el dolor le venía de fuera. Pero en seguida intentó morderse en su interior. Yo me revolcaba de risa y le decía:
«Ahora sí que acertaste, ¿eh? ¡Sácate las entrañas, muchacho! Soy yo el que está dentro con todos esos cuchillos.»
Y así sucedió.
—Si alguna vez os preguntan qué es lo más dulce que existe en la vida —concluyó Lazzaro—, sabed que es la venganza.
Cuando tuvo lugar la destrucción de Dresde, Lazzaro no se alegró. Dijo que él no tenía nada contra los alemanes, y que además prefería tratar con sus enemigos uno a uno. Y se enorgulleció de no haber herido jamás a ningún inocente.
—Nadie consigue ningún regalo de Lazzaro si no se lo ha buscado —afirmó.
El pobre Edgar Derby, profesor de escuela superior, se metió en la conversación. Le preguntó a Lazzaro si tenía intención de alimentar también al Hada Madrina con filetes llenos de muelles de reloj.
—¡Mierda! —replicó Lazzaro.
—Es un hombre bastante grande —observó Derby, quien a su vez era bastante corpulento.
—El tamaño no significa nada.
—¿Vas a matarle a tiros?
—Voy a hacerle matar a tiros —explicó Lazzaro—. Después de la guerra volverá a su casa. Será un gran héroe, las mujeres se le echarán encima y podrá instalarse bien. Pasarán un par de años y entonces, un buen día, alguien llamará a su puerta. El abrirá y se encontrará con un desconocido. Este le preguntará si es fulanito de tal, y cuando responda que sí, el desconocido le dirá: «Me envía Paul Lazzaro.» Y rápidamente sacará la pistola y le arrancará los cojones de un tiro. Luego le concederá un par de segundos para que recuerde quién es Paul Lazzaro, y se dé cuenta de lo que es la vida sin cojones. Acto seguido le disparará a las entrañas y se marchará.
Lazzaro dijo que por mil dólares, más los gastos del viaje, podía hacer matar a cualquiera en cualquier parte del mundo. Y ya tenía una lista mental.
Derby le preguntó a quiénes tenía en la lista, y Lazzaro dijo:
—Tú asegúrate de no estar en ella. No te cruces en mi camino, eso es todo.
Hubo un silencio y después añadió:
—No te cruces tampoco en el camino de mis amigos.
—¿Tienes amigos? —quiso saber Derby.
—¿En la guerra? —dijo Lazzaro—. Sí…, tuve un amigo en la guerra. Está muerto.
Así era.
—¡Lástima!
De nuevo los ojos de Lazzaro parpadearon.
—Sí. Era mi vecino en el vagón de tren. Se llamaba Roland Weary. Murió en mis brazos. —Señaló a Billy con su mano sana—. Murió a causa de ese necio cabrón que está ahí. De manera que le prometí hacer matar a ese necio cabrón después de la guerra.
Lazzaro cortó con un gesto de su mano todo lo que Billy Pilgrim tenía intención de decir.
—Olvídalo, muchacho —continuó—. Disfruta de la vida mientras puedas. Nada va a sucederte durante cinco, diez o quizá veinte años. Pero deja que te dé un consejo: siempre que suene el timbre de tu puerta, procura que sea otro el que vaya a abrirla.
Billy Pilgrim sabía que ésa sería, realmente, la forma en que iba a morir. Como viajero del tiempo que era, había visto su propia muerte muchas veces, y la había descrito en una cinta magnetofónica. La cinta estaba guardada, con su última voluntad y otros valores, en una caja fuerte del Banco Nacional Mercantil y de Crédito de Ilium.
«Yo, Billy Pilgrim —comenzaba la cinta—, moriré, he muerto y estaré muerto para siempre el 13 de febrero de 1976.»
Y continuaba diciendo que en el momento de su muerte estaría en Chicago, dirigiéndose hacia una gran multitud para dar una conferencia sobre el tema de los platillos volantes y de la verdadera naturaleza del tiempo. Vivía todavía en Ilium, pero había tenido que cruzar tres fronteras internacionales para poder llegar a Chicago. Los Estados Unidos de América habían sido divididos en veinte pequeñas naciones, con objeto de que jamás volvieran a constituir una amenaza para la paz mundial. Y Chicago, la gran ciudad de antaño, había sido destruida con bombas de hidrógeno por unos chinitos enfadados, que habían obligado a reconstruirla. Todo era nuevo y flamante.
Billy estaba hablando ante un auditorio que llenaba por completo las gradas de un campo de fútbol recubierto con una cúpula geodésica. A sus espaldas se desplegaba la bandera del país, luciendo su escudo: un toro de Hereford en medio de una verde pradera. De pronto, predijo su propia muerte para una hora más tarde, y se rió de ella, invitando a la multitud a que también se riera.
—Hace mucho tiempo que estoy muerto —explicó—. Hace muchos años, cierto hombre juró hacerme matar. Ahora ese hombre es ya un anciano y vive cerca de aquí. Y como ha leído todo lo publicado sobre mi presencia en vuestra bella ciudad y está loco, esta noche cumplirá su promesa.
La multitud protestó.
Pero Billy Pilgrim les reprendió:
—Si protestáis, si creéis que la muerte es algo terrible, es que no habéis entendido ni una sola palabra de cuanto os he dicho.
Y terminó su discurso, al igual que siempre desde que los pronunciaba, con estas palabras:
—Adiós, hola, adiós, hola.
Al abandonar el pulpito, la policía se movilizó a su alrededor. Tenían que protegerle del entusiasmo popular. Y, aunque no había recibido amenazas de muerte desde 1945, los agentes se dispusieron a montar guardia. Estaban decididos a permanecer a su alrededor, en cerrado círculo, durante toda la noche.
—No, no —les dijo Billy, serenamente—. Es menester que vuelvan ustedes con sus esposas e hijos. Ha sonado la hora de que muera por un ratito… para continuar viviendo después.
En aquel instante, una bala de fusil penetró en la frente de Billy. La habían disparado desde la oscuridad, en un rincón de la cabina de prensa. Billy murió instantáneamente.
Luego, Billy experimentó la muerte durante un rato. Se trataba simplemente de una luz violeta y de un ligero zumbido. Ya no existía nadie. Ni siquiera Billy Pilgrim.
Cuando volvió de nuevo a la vida, Billy voló por el tiempo hasta una hora más tarde del momento en que había sido amenazado por Lazzaro, en 1945. Se le ordenó que se levantara de la cama y se vistiera, puesto que ya se encontraba bien. Después, él, Lazzaro y el pobre Edgar Derby se dirigieron al encuentro de sus compañeros, que estaban reunidos en el teatro. Querían elegir a su propio jefe por medio de una votación libre y secreta.
Billy, Lazzaro y el pobre Edgar Derby cruzaban el campo de la prisión en dirección al teatro. Billy llevaba la cazadora como si fuera un manguito de señora, envuelta alrededor de las manos. Parecía el payaso central de aquella especie de parodia inconsciente de la famosa pintura al óleo El espíritu del 76.
Edgar Derby estaba escribiendo, mentalmente, cartas a su hogar, diciéndole a su esposa que se encontraba sano y salvo, que no tenía por qué preocuparse, que la guerra casi había terminado y que pronto volvería a casa.
Lazzaro, por su parte, repasaba la lista de la gente que haría matar una vez finalizada la guerra, los proyectos de golpes que iba a dirigir y el número de mujeres que metería en su cama (o donde fuera) por las buenas o por las malas. Si hubiera sido un perro en plena ciudad, cualquier policía le habría matado de un tiro para mandar su cabeza a un laboratorio y ver si tenía la rabia. Así era.
Se acercaban al teatro. Encontraron a un inglés que trazaba una línea en el suelo con el tacón de la bota. Estaba delimitando la frontera entre los sectores americano e inglés de la prisión. Billy, Lazzaro y Derby no tuvieron necesidad de preguntar lo que significaba esa línea. Aquel símbolo les era familiar desde la infancia.
El teatro estaba repleto de americanos acurrucados como cucarachas. La mayoría estaban dormidos o en estado de estupor. Tenían la tripa vacía.
—Cierra esa maldita puerta —le gritó alguien a Billy—. ¿Es que naciste en una cuadra?
Billy cerró la puerta, sacó una mano del manguito y tocó la estufa. Estaba fría como el hielo. En el escenario aún estaban el decorado de La Cenicienta, aquellos cortinajes azules colgando de los chocantes aros pintados y el falso reloj, cuyas manecillas señalaban la media noche. Y las zapatillas de la Cenicienta eran unas botas de aviador pintadas de color de plata y estaban cuidadosamente colocadas debajo de uno de los troncos dorados.
Billy, el pobre Edgar Derby y Lazzaro estaban en el hospital cuando los británicos repartieron los colchones y las mantas. Por eso se quedaron sin ellos y también sin lugar donde anidar. Tuvieron que improvisarlo todo. El único espacio libre que quedaba era el escenario, y, en cuanto a lo demás, hubieron de echar mano de las cortinas para hacerse sus nidos.
Una vez se hubo acurrucado en su nidito azul, Billy se quedó perplejo ante la vista de las botas plateadas de la Cenicienta. Inmediatamente recordó que sus zapatos estaban destrozados; necesitaba unas botas. Odiaba tener que salir de su nidito, pero debía hacerlo. A gatas, llegó hasta las botas, se sentó y se las probó. Le ajustaban perfectamente.
Billy Pilgrim era la Cenicienta, y la Cenicienta era Billy Pilgrim.
En alguna parte, el jefe de los ingleses estaba dando una charla sobre la higiene personal y la libre elección. Durante el sermón más de la mitad de los americanos permanecieron dormidos. El inglés subió al escenario y dio unos golpes secos sobre uno de los tronos, gritando:
—Muchachos, muchachos, muchachos… ¿pueden prestarme un momento de atención, por favor?
Lo que el inglés predicaba sobre la supervivencia era algo así:
—Si dejan de preocuparse por su apariencia, pronto morirán.
Les contó que ya había visto morir a varios hombres de la siguiente forma:
—Empezaban por andar alicaídos, luego no se afeitaban ni se lavaban, un poco más tarde ya ni se levantaban de la cama, después dejaban de hablar y al fin morían. De todo ello sólo puede sacarse una conclusión: que es una forma muy fácil e indolora de largarse.
Entonces el inglés les contó que cuando le capturaron se hizo el propósito, y lo había cumplido, de cepillarse los dientes dos veces al día, afeitarse cada mañana, lavarse la cara y las manos antes de cada comida, y después de acudir a las letrinas, limpiarse las botas, hacer por lo menos media hora diaria de ejercicio, evacuar los intestinos cada día y mirarse al espejo con frecuencia para valorar con franqueza su aspecto y cuidar particularmente sus gestos.
Billy Pilgrim le escuchaba, echado en su nido, sin mirarle la cara; observaba sus tobillos. Tras una pausa, el inglés dijo:
—Les envidio a ustedes, muchachos.
Alguien se echó a reír. Billy se preguntó qué habría dicho de gracioso, pero ya el oficial británico lo explicaba:
—Esta tarde, muchachos, van a salir hacia Dresde, una bella ciudad, según me han dicho. Y no permanecerán encerrados como nosotros. Vivirán al aire libre entre la gente, seguramente con comida más abundante que aquí… Si me permiten una nota personal, les diré que desde hace cinco años no sé lo que es un árbol, una flor, una mujer, un niño…, ni he visto un perro, un gato, un lugar de diversión ni ningún ser humano que hiciera algo útil para la sociedad. Por eso les he dicho que les envidio. Además, no tendrán que preocuparse por las bombas. Dresde es una ciudad abierta, sin defensas. No tiene industrias bélicas, ni tampoco ninguna concentración importante de tropas.
Luego, y de forma más bien extraña, Edgar Derby fue elegido jefe americano. El inglés solicitó el voto de todos los que estaban echados en el suelo, pero nadie lo dio. De manera que, teniendo en cuenta su madurez y su larga experiencia en el trato con la gente, nombró a Derby, y así finalizaron los nombramientos y las elecciones.
—¿Todos de acuerdo?
—Sí —dijeron dos o tres voces débilmente.
Entonces el pobre Derby hizo un discurso. Agradeció al inglés sus buenos consejos, y prometió seguirlos al pie de la letra. Añadió que estaba convencido de que todos los americanos harían lo mismo, y que en aquel momento su principal responsabilidad consistía en asegurarse de que todo el mundo regresara a su hogar sano y salvo. Pero antes de que terminara de hablar, Paul Lazzaro murmuró, desde su lecho azul celeste:
—¡Vamos, por qué no te largas volando en un buñuelo! ¡Anda, vete a joder a otro a la Luna!
Aquel día la temperatura había subido de una manera sorprendente. El mediodía era cálido. Los alemanes trajeron sopa y pan en dos carros tirados por rusos. Los ingleses mandaron café de verdad, azúcar, mermelada, cigarrillos y cigarros. Dejaron las puertas del teatro abiertas para que entrara el sol.
Los americanos empezaron a sentirse mucho mejor; incluso podían retener la comida. Después, a la hora de partir hacia Dresde, salieron del sector británico casi con marcialidad. De nuevo, Billy Pilgrim encabezaba la formación, llevando ahora sus botas plateadas, el manguito y un trozo de cortinaje azul celeste a modo de toga. Billy todavía iba sin afeitar, al igual que el pobre Edgar Derby, que le seguía. Este ya meditaba otra carta a su hogar, que tampoco llegaría a enviar, y sus labios se movían temblorosos:
«Querida Margaret: Hoy hemos partido hacia Dresde. No te preocupes. Nunca será bombardeada. Es una ciudad abierta. Este mediodía ha habido elecciones y, ¿a que no adivinas…?» Etcétera.
Llegaron de nuevo a la estación del ferrocarril. Habían venido metidos en dos vagones e iban a marchar, mucho más cómodamente, en cuatro. El cadáver del vagabundo aún se encontraba en el mismo sitio. Tenía la rigidez del hielo y estaba tirado sobre la hierba, junto a las vías, en posición fetal, intentando, incluso después de muerto, acurrucarse en forma de bebé entre los demás. Pero los demás, para él, ya no existían. Sólo le rodeaban las cenizas y el aire. Alguien le había quitado las botas. Sus píes desnudos eran azules y marmóreos. Ciertamente era mejor que estuviera muerto.
El viaje a Dresde fue una diversión. Tan sólo tardaron un par de horas en llegar. Y sus antes vacías tripas ahora estaban llenas y tranquilas. A través de los respiraderos se filtraban el sol y el aire. El vagón estaba lleno de humo de cigarrillos.
Los americanos llegaron a Dresde a las cinco de la tarde. Se abrieron las puertas de los vagones y vieron la más bella ciudad que jamás hayan visto parte de los americanos. El panorama era voluptuoso, encantador y absurdo a la vez. A Pilgrim le pareció un cuadro celestial, como el que había en la escuela dominical.
Tras él, alguien suspiró:
—¡Oh!
Era yo. Sí, aquél fui yo. Estaba deslumbrado. La única ciudad que había visto hasta entonces era Indianápolis, Indiana.
Todas las demás ciudades importantes de Alemania habían sido bombardeadas y ferozmente destruidas. Dresde no había sufrido más daños que la rotura de algún cristal. Las sirenas funcionaban a diario, la gente acudía a los refugios subterráneos, donde escuchaban la radio. Pero los aviones siempre se dirigían a otro lugar, Leipzig, Chemnitz, Plauen o ciudades semejantes. Así era.
Por Dresde aún silbaban alegremente las sirenas de vapor, y los tranvías transitaban por las calles. Cuando los teléfonos sonaban, se contestaba enseguida. Y cuando alguien hacía funcionar un interruptor las luces se apagaban o se encendían. Había varios restaurantes y hasta un zoo. Las principales industrias de la ciudad eran laboratorios farmacéuticos, marcas alimenticias y manufacturadoras de tabaco.
Y, al finalizar cada jornada, la gente regresaba del trabajo, para descansar tranquilamente durante la noche.
Ocho ciudadanos de Dresde cruzaron las vías de la estación del ferrocarril, en dirección a los americanos. Vestían uniformes nuevos. Habían ingresado en el ejército el día anterior. Unos eran chicos y los otros hombres en avanzada madurez; solamente dos de ellos eran veteranos del ejército: habían sido malheridos en Rusia. Su misión era custodiar aquel centenar de americanos prisioneros de guerra que iban a ser subastados como obreros. En el pelotón había un abuelo y su nieto. El abuelo era arquitecto. A medida que se acercaban a los vagones que contenían su mercancía, aquellos ocho hombres adquirían un aspecto cada vez más siniestro. Eran conscientes de su propia apariencia de soldados enfermizos e inútiles. Uno de ellos tenía una pierna artificial, y además del rifle cargaba con su bastón. Pero, con todo, esperaban que aquellos americanos robustos, bien criados, asesinos de infantería que acababan de llegar de las matanzas del frente, les depararan una pronta obediencia y respeto.
Con lo primero que se encontraron fue con el barbudo Billy Pilgrim y su toga azul, sus zapatos plateados y sus manos metidas en un manguito, como una señora. Les pareció que debía tener, por lo menos, sesenta años. Junto a él iba Paul Lazzaro, con un brazo roto y rebosante de rabia. Al lado de Lazzaro, el pobre y viejo profesor de escuela superior, Edgar Derby, tristemente repleto de añejo patriotismo y de sabiduría imaginaria. Y así todos.
Los ocho ridículos ciudadanos de Dresde se aseguraron de que aquellas cien ridículas criaturas eran realmente combatientes americanos recién llegados del frente, sonrieron y acabaron riéndose a carcajadas. Su terror se evaporó. No había nada que temer. En realidad, no eran más que un puñado de estúpidos y enfermos como ellos mismos. Aquello parecía una opereta.
Así pues, la opereta se puso en marcha. Partieron de la estación, comenzaron a recorrer las calles de Dresde. Billy Pilgrim era la estrella, y encabezaba la formación.
En las aceras se encontraron con miles de trabajadores que regresaban a sus hogares después de la jornada laboral. Eran gente pálida y fofa, con aspecto de no haber comido durante los últimos dos años otra cosa que patatas. No habían esperado del día más bendición que pasarlo medianamente bien. Y de pronto se reían.
A Billy le pasaron desapercibidos la mayoría de los ojos que le encontraban tan divertido. Estaba maravillado por la arquitectura de la ciudad. Sobre las ventanas, alegres amaretti entrelazaban alegres guirnaldas. Rudos faunos y ninfas desnudas atisbaban desde las festoneadas cornisas. Y monos de piedra retozaban entre volutas, conchas y bambúes.
Billy, puesto que conocía el futuro, sabía que la ciudad sería hecha añicos e incendiada al cabo de unos treinta días. Y también que la mayoría de las personas que ahora le miraban muy pronto estarían muertas. Y así fue.
Mientras caminaban, Billy no paraba de mover las manos dentro del manguito. Con las puntas de los dedos tanteaba la cálida oscuridad de la improvisada prenda, intentando descubrir qué eran los dos pequeños bultos que se escondían bajo el forro de la cazadora. Por fin, las yemas de sus dedos llegaron a palpar los bultos, el objeto en forma de guisante y el objeto en forma de herradura. En aquel momento, el pelotón se detenía en un cruce muy concurrido. Había un semáforo rojo.
Sobre la acera, en la primera hilera de peatones, se encontraba un cirujano que había estado operando todo el día. Era un civil, aunque su postura le hiciera parecer un militar. Había servido en las dos guerras. El aspecto de Billy le ofendió, especialmente después de enterarse por los guardias de que era americano. Le pareció que Billy tenía un gusto abominable y supuso que le habría costado una infinidad de problemas tontos el llegar a vestir de tal forma.
El cirujano, que hablaba inglés, se dirigió a Billy:
—Debo entender que usted encuentra la guerra una cosa muy cómica.
Billy le lanzó una vaga mirada. Momentáneamente había perdido el hilo de la vida y no sabía dónde se encontraba, ni cómo había ido a parar allí. Ignoraba totalmente que la gente estaba tomándolo por un payaso. El Destino le había vestido; el Destino, y una débil voluntad de sobrevivir.
—¿Esperaba hacernos reír? —le preguntó el cirujano.
El hombre le pedía una especie de satisfacción. Pero Billy se sentía místico. Quería ser amable y facilitar las cosas todo lo posible, pero sus recursos eran insuficientes. Sus dedos sujetaban ya los dos objetos del forro de la cazadora. Entonces decidió mostrárselos al cirujano.
—¿Cree usted que nos gusta ser burlados? —decía el cirujano—. ¿Se sentiría orgulloso de poder representar este papel en América?
Billy retiró la mano del interior del manguito y la tendió bajo las narices del cirujano. Sobre su palma había un diamante de dos quilates y un fragmento de dentadura postiza que más bien parecía un pequeño artefacto obsceno, con sus dientes de plata y su color rosado. Billy sonrió.
El pelotón caminó dando rodeos, hasta dirigirse definitivamente hacia la verja del matadero de Dresde. Una vez dentro se dieron cuenta de que allí no había movimiento. La razón era que la mayoría de animales con pezuñas de Alemania habían sido ya muertos, comidos y excretados por seres humanos, en especial soldados. Así era.
Los americanos fueron conducidos al quinto edificio del matadero. Era un bloque de cemento de un solo piso, con puertas corredizas en las partes delantera y trasera, que fue construido para alojar a los animales que iban a ser sacrificados. Ahora serviría como vivienda a un centenar de prisioneros de guerra americanos sin hogar. Estaba provisto de literas, un lavadero y dos estufas. Detrás había una letrina formada a base de un tablón agujereado y varios cubos debajo.
Sobre la puerta del edificio había un número inmenso. Era el número cinco. Antes de que los americanos entraran, el único guarda que hablaba inglés les recomendó que se acordaran de su nueva dirección para el caso de que se perdieran en la gran ciudad. La dirección era: «Schlachthof-fünf». Schlachthof significa matadero. Fün, el viejo y querido número cinco.