Billy Pilgrim afirma que, para las criaturas de Tralfamadore, el Universo no tiene la apariencia de pequeñas manchas luminosas. Esas criaturas pueden ver cada estrella donde ha estado, donde está y donde estará. Así pues, para ellos, el cielo es un enorme plato de spaghetti luminoso. Además, según él, los tralfamadorianos no ven a los seres humanos como criaturas de dos piernas. Los ven como grandes ciempiés, «con piernas infantiles en un extremo y piernas de anciano en el otro», afirma Billy Pilgrim.
Billy pidió algo para leer en su viaje a Tralfamadore. Sus raptores tenían cinco millones de libros terrestres metidos en un microfilm, pero era imposible proyectarlo en la cabina donde él estaba. El único libro de verdad que tenían era una novela en inglés que debía ser colocada en un museo tralfamadoriano. Era El Valle de las Muñecas, de Jacqueline Susann.
Billy lo leyó, y consideró que tenía algunas cosas buenas. Los personajes pasaban momentos buenos y malos, momentos de ánimo y de depresión. Pero Billy no tenía ganas de leer los mismos momentos buenos y malos de los personajes, repetidos una y otra vez. Preguntó si por favor podían darle otra cosa para leer.
—Sólo novelas tralfamadorianas, aunque me temo que todavía no pueda comprenderlas —dijo el altavoz de la pared.
—De todas maneras me gustaría ver una —repuso él.
Así pues, le hicieron llegar algunas. Eran objetos muy pequeños. Una docena de esas novelas abultaban como El Valle de las Muñecas con todos los momentos buenos y malos de sus protagonistas.
Billy no podía leer el tralfamadoriano, desde luego, pero al menos podía ver cómo se escribía, en pequeños montones de símbolos separados por estrellas. Billy comentó que el montoncito de signos podían ser telegramas.
—Exactamente —dijo la voz.
—¿Son telegramas?
—No existen telegramas en Tralfamadore, pero tiene usted razón. Cada montón de símbolos es un mensaje breve y urgente que describe una situación, una escena. Nosotros, los tralfamadorianos, los leemos todos a la vez y no uno después del otro. Por lo tanto, no puede haber ninguna relación concreta entre todos los mensajes, excepto la que el autor les otorga al seleccionarlos cuidadosamente. Así pues, cuando se ven todos a la vez dan una imagen de vida maravillosa, sorprendente e intensa. No hay principio, no hay mitad, no hay terminación, no hay «suspense», no hay moral, no hay causas, no hay efectos. Lo que a nosotros nos gusta de nuestros libros es la profundidad de muchos momentos maravillosos vistos todos a la vez.
Momentos después el platillo penetró en la urdimbre del tiempo, y Billy retrocedió hasta su infancia. Tenía doce años y se encontraba entre su padre y su madre en Bright Angel Point, al borde del Gran Cañón. La pequeña familia humana estaba contemplando el fondo del cañón, mil quinientos metros bajo sus pies.
—Bien —dijo el padre de Billy, dando un puntapié a una piedrecita que cayó al vacío—, ahí está.
Habían viajado hasta aquel famoso lugar en automóvil. Y por el camino habían tenido siete pinchazos.
—Valía la pena el viaje —dijo la madre de Billy, llena de emoción—. ¡Oh, Dios, y valdría la pena repetirlo!
Billy odiaba el cañón. Estaba seguro de que iba a caerse al fondo. Su madre le tocó y se orinó en los calzoncillos.
Había otros turistas que también contemplaban el cañón. Y un guía respondía a las preguntas que se le hacían. Un francés que había venido desde Francia preguntó al guía, en un inglés torpe, si mucha gente se suicidaba saltando por allí.
—Sí, señor —contestó el guía—, unos tres individuos al año.
Así es.
Y Billy continuó su viaje por el tiempo, haciendo una parada diez días más tarde, de manera que seguía teniendo doce años y realizando aquel viaje turístico por el Oeste con su familia. Ahora se encontraba en las Cavernas Carlsbad, y Billy estaba rogando a Dios para que no les cayera el techo encima.
Un guía les explicaba que las cavernas habían sido descubiertas por un cowboy que vio salir una gran nube de murciélagos de un agujero del suelo. Y después dijo que iba a cerrar todas las luces para que, probablemente por primera vez en su vida, las personas que nos encontrábamos allí supiéramos lo que era la oscuridad total.
Cuando se apagaron las luces, Billy ya no sabía si estaba vivo o muerto. Y entonces, a su izquierda, vio flotar en el aire una especie de fantasma que tenía números. Su padre había sacado su reloj de bolsillo, cuyas cifras eran fosforescentes.
Billy pasó de la oscuridad total a la luz total y se encontró de nuevo en el control de depuración. La ducha había terminado. Una mano invisible había cerrado el grifo del agua.
Cuando a Billy le devolvieron sus ropas, no estaban más limpias que antes, pero todos los pequeños animalitos que habían vivido en ellas estaban muertos. Así era en efecto. En cuanto a su nueva cazadora, que se había deshelado y estaba ya blanda, era muy pequeña para él. Además, aunque tenía el cuello de piel y un forro de seda roja, parecía un colador de tantos agujeros de bala como tenía.
Billy Pilgrim se vistió. Cuando se puso la cazadora la espalda se descosió y los hombros y las mangas quedaron completamente sueltos. Así pues, la cazadora quedó convertida en una camiseta con cuello de piel. Estaba hecha de manera que el faldón tuviera un poco de vuelo a partir de la cintura, pero a Billy el vuelo le empezaba en los sobacos. Los alemanes lo consideraron lo más ridículo y divertido que habían visto en la Segunda Guerra Mundial. Y se desternillaron de risa.
Los alemanes hicieron alinear a todos los americanos, con Billy a la cabeza, para emprender el mismo recorrido que antes, una puerta tras otra, pero al revés. Los americanos se sentían mejor que antes. La ducha caliente les había animado. Llegaron hasta un cobertizo, donde un cabo con un solo brazo y un solo ojo escribía el nombre y número de cada prisionero en un gran libro rojo. Ahora todos estaban legalmente vivos. Antes, cuando sus nombres y números aún no estaban registrados en ese libro, se les consideraba desaparecidos en acción y probablemente muertos.
Así era.
Mientras los americanos esperaban su turno, se produjo un altercado casi al final de la fila. Un americano había murmurado algo que no le había sentado bien al guarda. Este, que sabía inglés, le había empujado fuera de la fila y derribado de un puñetazo.
El americano estaba atónito. Se levantó tembloroso y echando sangre por la boca, pues le habían saltado los dientes. Evidentemente no quería ofender a nadie con lo que había dicho, y no tenía ni idea de que el guarda le hubiera oído y comprendido.
—¿Por qué yo? —preguntó al guarda.
El guarda lo empujó de nuevo a la fila y replicó:
—¿Por qué tú? ¿Por qué cualquiera?
Cuando a Billy Pilgrim le anotaron el nombre en el libro del campo de prisioneros recibió también su número, grabado en una placa metálica. Lo había impreso un obrero polaco, que ahora estaba muerto. Así era.
Le dijeron a Billy que se colocara la placa colgada del cuello y él obedeció. Aquello parecía una galleta, pero con una ranura en medio. Así, un hombre fuerte podría partir la placa con las manos, en el caso de que Billy muriera, cosa que no hizo; una mitad quedaría colgando en su cuerpo, y la otra identificaría su tumba.
Cuando el pobre Edgar Derby, profesor de una escuela superior, fue fusilado en Dresde, un médico certificó su defunción y rompió la placa en dos. Así fue.
Debidamente registrados y clasificados, los americanos siguieron atravesando puerta tras puerta. Al cabo de dos días sus familias sabrían, por medio de la Cruz Roja Internacional, que estaban vivos.
Al lado de Billy estaba Paul Lazzaro, quien había prometido vengar a Roland Weary. Ahora Lazzaro no pensaba en venganzas sino en su terrible dolor de estómago, que se le había encogido hasta adquirir el tamaño de una nuez. Aquella bolsa seca y encogida era tan dolorosa como un tumorcillo.
Detrás de Lazzaro venía el pobre Edgar Derby con sus identificaciones alemana y americana colgando como medallas, por fuera de sus ropas. Había confiado en llegar a ser capitán, o quizá comandante de una compañía, a causa de su edad y de su cultura. Ahora se encontraba, a medianoche, en la frontera checoslovaca.
—Alto —ordenó un guarda.
Los americanos se detuvieron, quedándose allí, de pie, silenciosos y rodeados por el frío. Los cobertizos ante los que estaban ahora eran exteriormente iguales a cuantos habían pasado hasta entonces. Pero se apreciaba una diferencia: éstos tenían diminutas chimeneas, por las que salían constelaciones de chispas.
Un guarda llamó a la puerta.
La abrieron desde el interior y la luz se escapó a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. Dentro del cobertizo cincuenta ingleses de mediana edad cantaban solemnemente «Ah, ah, los muchachos han llegado», de la obra Piratas de Penzance.
Aquellos rudos y fervientes vocalistas eran quizá los primeros prisioneros de habla inglesa que se habían hecho en la Segunda Guerra Mundial. Ahora, cerca ya del final, cantaban. No habían visto una mujer o un niño durante cuatro años. Tampoco habían visto pájaros. Ni siquiera los gorriones entraban en el campo.
Los ingleses eran oficiales. Todos habían intentado escapar de otra prisión por lo menos una vez. Por eso los tenían allí, en aquella isla yerma rodeada de un mar de rusos moribundos.
Podían abrir tantos túneles como quisieran. Inevitablemente volverían a la superficie comprendida dentro del rectángulo rodeado de alambre de púas, y se encontrarían circundados de rusos cadavéricos que no les comprenderían ni tendrían alimentos, información útil o planes de fuga propios. Podían decidir escapar a bordo de algún vehículo o robar uno. Fracasarían por la simple razón de que ningún vehículo llegaba hasta el campo o sus alrededores. Si querían incluso podían fingir una enfermedad. Eso tampoco les iba a servir de nada, porque nadie les sacaría de allí: el único hospital del campo era un cobertizo con seis camas, situado en el mismo bloque de los prisioneros británicos.
Los ingleses iban limpios, estaban de buen humor y se veían decentes y fuertes. Cantaban rugiendo a pleno pulmón. Y eso que llevaban cantando juntos, cada noche, desde hacía años.
También habían levantado pesos y hecho gimnasia durante aquel tiempo. Por eso tenían la barriga fuerte y los músculos de las pantorrillas y de los brazos como balas de cañón. Además todos eran maestros del ajedrez, del juego de damas, del bridge, del dominó, de los crucigramas, del ping-pong, del billar e incluso del morse.
Se les podía contar entre la gente más sana de Europa, en términos de alimentación. Pues un error burocrático cometido a principios de la guerra, cuando todavía llegaban alimentos a los prisioneros, había sido causa de que la Cruz Roja les enviara cada mes quinientas raciones de comida en lugar de las cincuenta que les correspondían. Los ingleses las habían distribuido y ahorrado tan bien que ahora, al final de la guerra, tenían tres toneladas de azúcar, una de café, dos de harina, una de carne de buey en conserva y dos de mermelada de naranja, setecientos kilos de té, cuatrocientos de chocolate, quinientos de mantequilla en conserva, seiscientos de queso y trescientos de leche en polvo.
Guardaban todo eso en una habitación oscura que habían acondicionado a prueba de ratas. Estaba revestida interiormente con el cinc de las latas vacías.
Los alemanes les adoraban, pues creían que eran exactamente lo que los ingleses tienen que ser. Sabían transformar la guerra en una cosa elegante, razonable y divertida. Por eso les dejaban ocupar cuatro cobertizos, aun cuando todos juntos cabían perfectamente en uno solo. Además, a cambio de café, chocolate o tabaco, les daban pintura, lumbre, clavos y materiales para que pudieran instalarse cómodamente.
Doce horas antes se les había comunicado que estaban en camino unos huéspedes americanos. Y como hasta entonces jamás habían tenido huéspedes, en seguida se pusieron a trabajar como perfectas amas de casa, barriendo, lavando, cocinando, horneando, haciendo colchones de paja y sacos, y colocando mesas y distribuyendo y colocando regalos festivos para sus próximos compañeros.
Ahora, en el frío de aquella noche invernal, les cantaban la bienvenida. Sus ropas olían al festín que habían preparado. Iban vestidos mitad de soldados y mitad de jugadores de tenis o béisbol. Se sentían tan orgullosos de su propia hospitalidad y de todos los requisitos dispuestos en las mesas, que ni siquiera miraron a sus huéspedes recién llegados. Y se imaginaban que estaban recibiendo, con sus cantos, a compañeros oficiales venidos del mismo frente.
Condujeron a los americanos hacia el cobertizo afectuosamente, llenando la noche de gritos de alegría y gestos de fraternidad. Les llamaban «Yank», les hablaban de una «Buena fiesta», les prometían que «Jerry no molestaba nunca», etc.
Billy Pilgrim se preguntó quién sería Jerry.
Billy se encontraba ahora en el interior del cobertizo junto a una enorme estufa de hierro cuyo crepitante fuego hacía humear docenas de teteras. Algunas de éstas estaban provistas de silbatos que anunciaban el momento de la ebullición del agua. Y había calderos llenos de un dorado y espeso caldo. En la superficie de la sopa algunas burbujas permanecían en majestuoso letargo, mientras Billy Pilgrim las contemplaba.
También había unas mesas alargadas preparadas para un banquete. Encima de las mesas, latas de leche en polvo hacían de cuencos, otras latas más pequeñas servían de tazas y otras, en fin, más altas y delgadas, de vasos (cada vaso estaba lleno de leche caliente). Además, lotes de regalos compuestos por una máquina de afeitar con sus correspondientes paquetes de hojas y brocha, dos cigarros puros, una pastilla de jabón, una barra de chocolate, diez cigarrillos, una caja de cerillas, un lápiz y una vela.
Solamente las velas y el jabón eran de origen alemán. Tenían un aspecto opaco y fantasmagórico. Los ingleses no lo sabían, pero ambas cosas estaban hechas con grasa extraída de judíos, gitanos, comunistas y otros enemigos del Estado.
Así era.
La sala del banquete estaba iluminada con candelabros. Y dispuestas para ser servidas, se veían rebanadas de pan blanco recién hecho, pastillas de mantequilla, tarros de mermelada, fuentes llenas de carne de buey cortada en finos filetes, sopa, huevos revueltos y un pastel caliente relleno de mermelada.
En un extremo del cobertizo Billy vio unos arcos de color de rosa de los que colgaban unas cortinas azules, bajo las que se habían colocado un enorme reloj y dos tronos dorados, aparte de un cubo y un estropajo de fregar. Era el escenario donde tendría lugar el espectáculo, una versión musical de La Cenicienta, el cuento más popular de todos los tiempos.
Billy Pilgrim se estaba quemando sin darse cuenta. Se había acercado demasiado a la estufa y el borde de su cazadora se estaba consumiendo. Era un quemarse lento y tranquilo, que recordaba el consumirse de un brasero.
Se hizo un silencio. Los ingleses contemplaban paternalmente a las deseadas criaturas, con tanta ilusión esperadas y recibidas. Uno de los ingleses vio que Billy se estaba quemando.
—¡Eh muchacho! ¡Que te estás quemando! —exclamó apartando a Billy de la estufa y apagando el fuego a manotazos.
Como Billy no hizo ningún comentario, el inglés le preguntó:
—¿Puedes hablar? ¿Puedes oírme?
Billy asintió.
Entonces el inglés le tocó, palpándolo aquí y allá, lleno de compasión. Y dijo:
—Dios mío, ¿qué te han hecho, muchacho? Esto no es un hombre, es un espantapájaros. ¿Eres realmente americano?
—Sí —repuso Billy.
—¿Y tu graduación?
—Soldado.
—¿Qué se hizo de tus botas, muchacho?
—No recuerdo.
—Esa cazadora será una broma, ¿no?
—¿Cómo, señor?
—¿De dónde sacaste eso?
Billy tuvo que pensar un buen rato. Al fin dijo:
—Me la dieron.
—¿Te la dio Jerry?
—¿Quién?
—¿Te la dieron los alemanes?
—Sí.
A Billy comenzaba a disgustarle aquel interrogatorio. Era agotador.
—Ohhhh… Yank, Yank, Yank… —dijo el inglés—. Esa cazadora es un insulto.
—¿Cómo, señor?
—Ha sido una acción deliberada para humillarte. No debes dejar que Jerry te haga esas cosas.
Billy Pilgrim se desvaneció.
Volvió en sí en una silla frente al escenario. De una forma u otra había comido, y ahora estaba viendo La Cenicienta. Y por cierto que parte de su personalidad había estado disfrutando con el espectáculo, pues Billy se estaba riendo mucho.
Los personajes femeninos de la obra eran representados por hombres, claro. El reloj acababa de dar la medianoche, y Cenicienta se lamentaba:
«¡Cielos! El reloj ha sonado…
Maldición, y mi suerte se ha truncado.»
Billy encontró el verso tan cómico que no sólo se reía sino que chillaba. Continuó chillando hasta que lo sacaron del cobertizo y lo trasladaron a otro, el hospital. Era un hospital de seis camas. No había ningún otro paciente.
Metieron a Billy en la cama, lo ataron y le pusieron una inyección de morfina. Otro americano se presentó voluntario para vigilarle. Este voluntario era Edgar Derby, el maestro de la escuela superior que sería fusilado en Dresde. Así fue.
Derby se sentó en un taburete de tres patas. Le dieron un libro para leer: La roja insignia del valor, de Stephen Crane. Y aunque ya lo había leído antes, se puso a releerlo mientras Billy Pilgrim cruzaba la puerta del paraíso morfinal.
Bajo los efectos de la morfina, Billy había estado soñando con jirafas en un jardín. Las jirafas correteaban por un sendero abierto entre árboles, la mayoría de los cuales eran perales de los que colgaban apetitosos frutos. Billy era también una jirafa. Comió una pera. Estaba dura. La trituró entre los dientes y la pera crujió protestando.
Las jirafas aceptaban a Billy como a uno de los suyos, una inofensiva criatura tan absurdamente dibujada como ellas mismas. Se le acercaron dos que venían de direcciones opuestas, y le acariciaron el lomo. Tenían los labios superiores grandes y musculosos, y los ponían como el pabellón de una trompeta. Le besaron con esos labios. Eran jirafas hembras, de piel color crema y amarillo limón, que tenían unos cuernos como picaportes. Los cuernos estaban cubiertos de una piel aterciopelada.
¿Por qué?
La noche cayó sobre el jardín de las jirafas y Billy Pilgrim durmió durante un rato. No soñó más. Luego viajó por el tiempo. Y se despertó con la cabeza escondida bajo una manta, en una sala de pacientes mentales no-violentos de un hospital de veteranos sito en Lake Placid, Nueva York. Era la primavera de 1948, tres años después del fin de la guerra.
Billy sacó la cabeza de debajo de la manta. Las ventanas de la sala estaban abiertas. Afuera los pájaros lanzaban sus trinos. «Pío-pío-pi», dijo uno. El sol estaba alto. En la sala había otros veintinueve pacientes pero en aquel momento estaban todos fuera, disfrutando del día. Tenían libertad para ir y venir a su antojo, e incluso para marcharse a su casa si querían. También Billy Pilgrim. Todos ellos habían ido allí voluntariamente, alarmados por el mundo exterior.
Billy se había presentado en el hospital a mediados del último curso de la Escuela de Óptica de Ilium. Nadie sospechaba que estuviera volviéndose loco, todo el mundo le decía que tenía buen aspecto. Pero, ahora que se encontraba en el hospital, los médicos le habían dado la razón: se estaba volviendo loco.
No creyeron que tuviera nada que ver con la guerra. Todos los doctores coincidían en que Billy se estaba desmoronando por causa de su padre, que le había lanzado a las profundidades de la piscina de la YMCA cuando era pequeño y que le había llevado al borde del Gran Cañón.
El hombre que ocupaba la cama contigua a la de Billy era un antiguo capitán de infantería llamado Eliot Rosewater. Estaba agotado y enfermo por su continuo andar borracho por ahí.
Fue Rosewater quien inició a Billy en la ciencia ficción, en particular en los escritos de Kilgore Trout. El excapitán tenía una extraordinaria colección de libros baratos de ciencia ficción debajo de la cama. Se los había traído al hospital metidos en un baúl. Y cada uno de aquellos queridos y manoseados libros despedía un olor como de pijamas de franela que se han llevado un mes seguido, o de cocido irlandés, que impregnaba toda la sala.
Kilgore Trout se convirtió en el autor vivo favorito de Billy, y la ciencia ficción en la única clase de historia que podía leer. Rosewater era mucho más listo que Billy. Pero ambos pasaban por crisis similares y de forma semejante. Para ambos, la vida había llegado a carecer de sentido, en parte por culpa de lo que habían visto en la guerra. Rosewater, por ejemplo, había disparado sobre un muchacho de catorce años que hacía de bombero, confundiéndolo con un soldado alemán. Así fue. Y Billy había sido testigo de la mayor carnicería de la historia de Europa, el bombardeo de Dresde. Eso es.
Los dos intentaban rehacerse a sí mismos y rehacer el universo entero. Y por eso la ciencia ficción constituía una tan gran ayuda para ellos.
En cierta ocasión Rosewater dijo a Billy una cosa muy interesante sobre un libro que no era de ciencia ficción. Dijo que todo lo que podía saberse de la vida estaba en Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski. Y luego añadió:
—Pero eso ya no es suficiente.
Otra vez, Billy oyó que Rosewater le decía a un psiquiatra:
—Creo que ustedes, muchachos, van a tener que inventarse un buen montón de mentiras bien dichas, o la gente no querrá seguir viviendo.
Sobre la mesilla de noche de Billy había un bodegón: dos píldoras, un cenicero con tres colillas manchadas de lápiz de labios, un cigarrillo todavía encendido y un vaso de agua. El agua del vaso estaba muerta. Eso es. Y el aire intentaba salir de esa agua muerta. Las burbujas se pegaban a las paredes del vaso intentando subir para huir.
Los cigarrillos pertenecían a la madre de Billy, que fumaba uno tras otro. En aquel momento había ido al lavabo de señoras situado fuera de la sala. Estaría de vuelta en seguida.
Billy volvió a cubrirse la cabeza con la manta. Siempre se cubría la cabeza cuando su madre iba a verle a la sala general. Se ponía mucho más enfermo, y no se le pasaba hasta que se marchaba. No es que fuera fea o que tuviera mal aliento ni tampoco una personalidad desagradable. Al contrario, era muy simpática, de apariencia corriente, de pelo castaño… Una mujer blanca, en suma, con educación de escuela superior.
Lo que a Billy le disgustaba era el simple hecho de que fuera su madre. Le hacía sentirse avergonzado, desagradecido y débil por la sola razón de haber luchado tanto y haber tenido tantos problemas para darle la vida y mantenerlo vivo, cuando a él ya no le gustaba vivir.
Billy oyó que Eliot Rosewater entraba en la sala y se tumbaba. Lo supo por el rechinar de los muelles de su cama. Rosewater era un hombre sin fuerza pero de aspecto corpulento. Parecía capaz de cargar con el mundo entero.
Después, la madre de Billy regresó del tocador de señoras y se sentó en una silla entre Billy y Rosewater. Este la saludó con su cálida y melodiosa voz y le preguntó qué tal se encontraba. Pareció alegrarse muchísimo al saber que se sentía bien. Lo cierto es que desarrollaba una ardiente simpatía para con todas las personas que conocía. Pensaba que tal vez esto haría del mundo un lugar algo más agradable en el que vivir. A la madre de Billy la llamaba «querida». De un tiempo a esta parte, a todos les llamaba «queridos».
—Llegará el día —prometió ella a Rosewater— en que, cuando yo venga, Billy descubrirá su cabeza y… ¿sabe usted lo que va a decir ese día?
—¿Qué es lo que va a decir, querida?
—Dirá: «Hola, mami», y me sonreirá. Y añadirá: «¡Je, je! Me alegro de verte, mami. ¿Qué tal te ha ido?»
—Hoy podría ser ese día.
—Cada noche rezo para que así sea.
—Es una buena costumbre.
—La gente se sorprendería si supiera la gran cantidad de cosas que en este mundo han cambiado gracias a las oraciones.
—Nunca dijo usted nada tan acertado, querida.
—¿Viene su madre a verle a menudo?
—Mi madre murió —dijo Rosewater. Así era, en efecto.
—Lo siento.
—Al menos ella fue feliz mientras vivió.
—Esto sí que es un consuelo.
—Sí.
—El padre de Billy también murió —dijo la madre de Billy. Así había sido.
—Un muchacho necesita de un padre.
Y así continuó interminablemente el dúo entre la dama piadosa y necia y el deprimido hombrón capaz de comprender cualquier sentimiento de amor.
—Era el primero de la clase cuando eso sucedió —dijo la madre de Billy.
—Quizá trabajaba demasiado —dijo Rosewater.
Tenía un libro en la mano que deseaba leer, pero él era demasiado cortés para hacerlo y conversar al mismo tiempo, a pesar de lo fácil que le hubiera resultado responder satisfactoriamente a la madre de Billy. El libro era Maníacos en la cuarta dimensión, de Kilgore Trout. Hablaba de las personas cuyas enfermedades mentales no podían ser tratadas porque sus causas estaban todas en cuatro dimensiones, y los tridimensionales médicos terrícolas no podían ver esas causas, ni tan siquiera imaginarlas.
Trout defendía una teoría que encantaba a Rosewater. Decía así: tanto los vampiros como los brujos, los duendes, los ángeles, etcétera existían, pero en la cuarta dimensión. William Blake, el poeta de Rosewater, también estaba de acuerdo con Trout. ¿Y acaso no existían el cielo y el infierno?
—Está prometido a una muchacha muy rica —comentó la madre de Billy.
—Esto sí que es una suerte —dijo Rosewater—. El dinero es a veces un gran consuelo.
—Realmente lo es.
—Claro que lo es.
—No es nada divertido tener que ganarse el sustento céntimo a céntimo, hasta reventar.
—No. Vivir desahogado sí que es agradable.
—El padre de ella es el propietario de la Escuela de Óptica a la que asistía Billy. También tiene seis tiendas. Pilota su propio avión y tiene una finca de veraneo en el Lago Georges.
—Es un lago maravilloso.
Billy se quedó dormido bajo la manta. Cuando de nuevo despertó estaba atado en una cama del hospital de la prisión. Abrió un ojo y vio al pobre viejo Edgar Derby leyendo La roja insignia del valor a la luz de una vela.
Billy volvió a cerrar el ojo y vio en el futuro al pobre viejo Edgar Derby, de pie ante un pelotón de ejecución sobre las ruinas de Dresde. El pelotón de ejecución lo componían cuatro hombres. Billy había oído decir que uno de ellos llevaba el rifle cargado con balas de fogueo. Pero Billy no creía que en un pelotón tan pequeño, y en una guerra tan vieja, hubiera ningún cartucho vacío.
El jefe de los ingleses entró en el hospital para examinar a Billy. Era un coronel de infantería capturado en Dunkerke. El mismo había inyectado la morfina a Billy. En la prisión no había ningún médico, de manera que él hacía de médico siempre que era necesario.
—¿Qué tal va el paciente? —le preguntó a Derby.
—Muerto para el mundo.
—Pero no es una muerte real.
—No.
—Qué hermoso… no sentir nada y poder acreditar que aún se está vivo.
De pronto, Derby se levantó y se cuadró.
—No, no, por favor, continúe como estaba. Con sólo dos hombres para cada oficial, y todos enfermos, creo que podemos suprimir esas manifestaciones obligadas entre soldados y oficiales.
Derby continuó en pie.
—Usted parece mayor que el resto —observó el coronel.
Derby le dijo que tenía cuarenta y cinco años, dos más que él. Luego el coronel dijo que los otros americanos se habían afeitado, y que él y Billy eran los únicos barbudos. Y añadió:
—¿Sabe usted? Nos hemos tenido que imaginar la guerra desde aquí, y nos la hemos imaginado librada por hombres como nosotros. Habíamos olvidado que la guerra la hacen los niños. Cuando vi esos rostros recién lavados y afeitados quedé sorprendido. «Dios mío, Dios mío —me dije a mí mismo—, ésta es la Cruzada de los Niños».
El coronel le preguntó al viejo Derby cómo había sido capturado, y éste le contó que había quedado atrapado en un bosquecillo junto con un centenar de soldados tan asustados como él. La lucha había durado cinco días. Cayeron en una emboscada y les rodearon los tanques.
Derby describió la increíble tormenta artificial que los terráqueos son capaces de crear, a veces, para que otros terráqueos vivan mejor cuando en realidad no quieren que esos otros continúen viviendo sobre la Tierra. Las bombas explotaban entre los árboles con un ruido terrible, lanzando una lluvia de cuchillos, agujas y hojas de afeitar. Pequeños bultos de plomo metidos en fundas de cobre se cruzaban continuamente en el espacio, bajo las explosiones, a una velocidad mucho mayor que el ruido que hacían.
Muchos murieron y otros fueron heridos. Así fue.
Finalmente cesaron las bombas y un alemán escondido tras un altavoz dijo a los americanos que soltaran sus armas y que salieran del bosquecillo con las manos sobre la cabeza, o de lo contrario continuaría el tiroteo… Hasta que todos hubieran muerto, aseguró.
Ante tal panorama los americanos depusieron las armas y salieron del bosque con las manos sobre la cabeza. Porque, a ser posible, querían continuar viviendo.
De nuevo Billy viajó por el tiempo hasta el hospital de veteranos. La manta aún le cubría la cabeza. Fuera de la manta todo era silencio.
—¿Se ha ido mi madre? —preguntó.
—Sí.
Billy asomó cuidadosamente los ojos por encima de la manta. Ahora era su prometida la que estaba allí sentada en la silla para los visitantes. Se llamaba Valencia Merble y era hija del propietario de la Escuela de Óptica de Ilium. Era rica. Era tan grande como una casa, pues nunca podía parar de comer. Se estaba comiendo una barra de caramelo «Los Tres Mosqueteros». Llevaba lentes trifocales con una montura de arlequín ribeteada con lentejuelas que hacían juego, por lo menos en el brillo, con el diamante de su anillo de prometida. El diamante estaba asegurado en mil ochocientos dólares. Billy lo había encontrado en Alemania: era su botín de guerra.
Billy no quería casarse con la fea Valencia. Ella era uno de los síntomas de su enfermedad. Supo que se estaba volviendo loco cuando se oyó a sí mismo pedir su mano, rogándole que tomara el anillo con el diamante y que fuera su compañera para toda la vida.
Billy le dijo:
—Hola.
Ella le preguntó si quería algún dulce.
—No, gracias.
Le preguntó qué tal se encontraba.
—Mucho mejor, gracias.
Luego le contó que en la Escuela de Óptica todo el mundo sentía que estuviera enfermo y esperaban que pronto se restableciera.
—Cuando les veas, diles «Hola» —dijo él.
Y ella prometió hacerlo.
Ella le preguntó si había algo que pudiera traerle del exterior.
—No, tengo todo lo que quiero.
—¿Y libros?
—Estoy junto a una de las mayores bibliotecas particulares del mundo —dijo Billy, refiriéndose a la colección de novelas de ciencia ficción de Eliot Rosewater.
Rosewater estaba leyendo en la cama contigua, y Billy le introdujo en la conversación, preguntándole qué era lo que estaba leyendo.
La respuesta fue El Evangelio del Espacio, de Kilgore Trout, donde se narraba la historia de un visitante del espacio —por cierto muy parecido a los tralfamadorianos, según la descripción— que había hecho un profundo estudio del Cristianismo para comprender, en lo posible, por qué los cristianos encontraban tan fácil la crueldad. Llegó a la conclusión de que, por lo menos en parte, el problema era debido a un desliz existente en el Nuevo Testamento. Él suponía que la intención del Evangelio era enseñar a la gente, entre otras cosas, a ser compasiva, incluso con las personas más bajas y ruines.
Pero lo que el Evangelio enseñaba en realidad era esto:
Antes de matar a alguien, asegúrate de que no está bien relacionado. Así es.
El defecto de las historias de Cristo, decía el visitante del espacio, estaba en que era en realidad el Hijo del Ser más Poderoso del Universo, aunque pareciera un don nadie. Y los lectores así lo veían, de manera que cuando llegaban al momento de la crucifixión pensaban (y Rosewater leyó en voz alta nuevamente) :
¡Esta vez han metido la pata al escoger a ese tío para lincharle!
Y ese pensamiento engendraba otro: Hay que saber escoger a las personas a las que se puede linchar. ¿Quiénes son? Las personas que no están bien relacionadas. Eso es.
El visitante del espacio regaló a los terrícolas un nuevo evangelio en el que Jesús era realmente un don nadie y un estorbo para muchas personas mejor relacionadas que él. No obstante, también decía todas las cosas encantadoras y confusas que dicen los demás evangelios.
Y, al igual qué en esos otros evangelios, un buen día la gente se divertía clavándole en una cruz que plantaban en la cima de un monte. No existían probabilidades de represalia, creían los linchadores. Y el lector pensaba lo mismo, ya que el nuevo evangelio insistía una y otra vez en lo poquita cosa que era Jesús.
Pero de pronto, poco antes de que el don nadie muriera, los cielos se abrían y caían rayos y truenos. La aplastante voz de Dios se dejaba oír. Decía a la gente que iba a adoptar al chico como hijo, dándole por toda la eternidad los poderes y privilegios del Hijo del Creador del Universo.
—¡Y desde este momento! —añadía—. ¡El castigará horriblemente a todo aquel que torture a cualquier golfo que no esté bien relacionado!
La prometida de Billy había terminado la barra de «Los Tres Mosqueteros», y ahora se enfrentaba con un pastel de nata.
—Olvida los libros —dijo Rosewater, echando el que tenía en la mano debajo de la cama—. Al infierno con ellos.
—Ese precisamente parece interesante —dijo Valencia.
—¡Jesús, si Kilgore Trout supiera tan sólo escribir! —exclamó Rosewater.
Creía que la falta de popularidad de Kilgore Trout era merecida. Porque su prosa era horrible, aunque sus ideas fueran buenas.
—No creo que Trout haya salido nunca del país —explicó Rosewater—. Dios mío, continuamente escribe sobre los terrícolas como si todos fueran americanos cuando prácticamente nadie en la Tierra es americano.
—¿Dónde vive? —preguntó Valencia.
—Nadie lo sabe —repuso Rosewater—. Creo que soy la única persona que ha oído hablar de él. No tiene ni dos libros publicados por un mismo editor y cada vez que le escribo a alguna editorial me devuelven las cartas porque el editor ha quebrado.
Cambió de tema y felicitó a Valencia por su anillo de prometida.
—Gracias —dijo ella, y extendió la mano para que Rosewater lo pudiera admirar más de cerca—. Billy consiguió ese diamante en la guerra.
—Eso es lo único que tiene de atractivo la guerra —afirmó Rosewater—. Todo el mundo consigue alguna cosilla.
Con respecto a Kilgore Trout, en realidad vivió en Ilium, la ciudad natal de Billy, sin amigos y despreciado. Billy llegaría a conocerle y le visitaría de vez en cuando.
—Billy… —dijo Valencia Merble.
—¿Eh?
—¿Te apetece hablar de nuestra cubertería de plata?
—Claro.
—De esas que he escogido, ¿cuál prefieres? ¿La Royal Danish o la Rambler Rose?
—La Rambler Rose —contestó Billy.
—Ten en cuenta que en esto no debemos precipitarnos —advirtió ella—. Quiero decir que, sea cual sea la que escojamos, tendremos que vivir con ella el resto de nuestras vidas.
Billy volvió a mirar las fotografías.
—La Royal Danish —dijo al fin.
—La colonial Moonlight también es bonita, ¿verdad?
—Sí, sí que lo es.
Y Billy viajó en el tiempo hasta el Zoo de Tralfamadore. Tenía cuarenta y cuatro años y le exhibían bajo una cúpula geodésica, echado en la misma silla que había utilizado durante el viaje a través del espacio. Iba desnudo. Los tralfamadorianos se interesaban por su cuerpo, por todo su cuerpo. Allí, frente a él, miles de ellos mantenían las manos en alto para que sus ojos pudieran verlo bien. Hacía seis meses terrestres que Billy estaba en Tralfamadore. Ya se había habituado a la muchedumbre.
La imposibilidad de fugarse estaba fuera de cuestión. La atmósfera en derredor de la cúpula era cianógena, y la Tierra estaba a 826.214.240.000.000.000 de kilómetros.
Billy estaba instalado en lo que quería ser una imitación de vivienda terrestre. La mayor parte del mobiliario había sido robado en los almacenes Sears & Roebuck de Iowa City, Iowa. Disponía de un aparato de televisión en color, un diván convertible en cama —a cada extremo del cual había una mesilla con lámpara y cenicero—, un pequeño bar con dos taburetes y una mesa de billar. El piso estaba alfombrado en color oro, a excepción de la cocina, el cuarto de baño y el centro de la estancia, donde había un agujero cubierto con una reja de hierro. Y encima de una mesa de café, ante el diván, distintas revistas estaban dispuestas en forma de abanico.
También había un tocadiscos estereofónico. El tocadiscos funcionaba, al contrario que el televisor, sobre cuya pantalla alguien había pintado la escena de un vaquero matando a otro. Así era.
En la estancia no existían paredes, como tampoco rincón alguno en el que Billy pudiera esconderse. Hasta los accesorios de color verde menta del cuarto de baño se encontraban a la vista del público. Billy se levantó de la silla, se dirigió al cuarto de baño y orinó. Entonces, la multitud no pudo contener su entusiasmo.
Ante la expectación general, Billy se cepilló los dientes, se colocó su media dentadura postiza y se dirigió a la cocina. La bombona del gas, la nevera y la vajilla eran también de color verde menta. Por cierto que, pintada sobre la puerta de la nevera, había otra escena que representaba a una alegre pareja de mil novecientos montados en un tándem. La nevera ya había llegado así.
Billy observó el cuadro, intentando pensar algo con respecto a la pareja. No se le ocurrió nada. Como si no hubiera nada que pensar sobre aquella pareja.
Billy se preparó un buen almuerzo a base de conservas. Tras haber comido, lavó el vaso, el plato, el cuchillo, el tenedor, la cuchara y el cazo, y los guardó en su sitio. Después hizo los ejercicios que había aprendido en el ejército: saltar a horcajadas, hacer flexiones sobre las rodillas y sentarse y levantarse rápida y alternativamente. La mayoría de tralfamadorianos no podían saber que el cuerpo y el rostro de Billy no eran hermosos. Creían que era un espléndido ejemplar humano, y esto influía de forma agradable en el estado de ánimo de Billy. Por primera vez en su vida disfrutaba de su cuerpo.
Después de los ejercicios se duchó, se cortó las uñas de los pies, se afeitó y se frotó las axilas con desodorante. Mientras tanto, fuera, un guía del zoológico instalado en una plataforma elevada explicaba lo que Billy hacía y el motivo de sus actos. El guía hablaba por telepatía, transmitiendo con su simple presencia las ondas de su pensamiento a la multitud. Sobre la plataforma en la que se encontraba el guía un pequeño instrumento le hacía posible transmitir a Billy las preguntas de la multitud.
Llegó la primera pregunta, de labios de un locutor de televisión:
—¿Es usted feliz aquí?
—Casi tanto como lo era en la Tierra —contestó Billy Pilgrim. Y era cierto.
En Tralfamadore existían cinco sexos, todos necesarios para la creación de un nuevo individuo. A Billy todos le parecían idénticos, dado que sus diferencias sexuales radicaban en la cuarta dimensión.
Una de las mayores sorpresas que Billy recibió de los tralfamadorianos estaba relacionada con el sexo terrestre. Decían ellos que las tripulaciones de sus platillos volantes habían identificado sobre la Tierra nada menos que siete sexos, todos esenciales para la reproducción. Pero Billy tampoco podía imaginar cuáles eran aquellos cinco sexos desconocidos relacionados todos con la creación de un niño, ya que su actividad se desarrollaba en la cuarta dimensión.
Los tralfamadorianos intentaron dar a Billy una clave para que pudiera imaginar el sexo en la dimensión invisible. Le dijeron que no sería posible la existencia de bebés terrícolas si no hubiera homosexuales varones, pero que sí lo sería sin la existencia de homosexuales hembras; que no existirían los bebés sin mujeres de más de sesenta y cinco años, pero sí aunque no hubiera hombres de más de esa edad; que no podría haber bebés si otros no hubieran sobrevivido a su nacimiento más de una hora. Etcétera.
Nada de todo esto tenía sentido para Billy.
Muchas de las cosas que Billy decía tampoco tenían sentido para los tralfamadorianos. Por ejemplo, les era imposible imaginar lo que el tiempo representaba para él. Billy había renunciado a explicárselo y el guía se las arreglaba lo mejor que podía. Este pidió a la multitud que se imaginaran una cadena montañosa vista desde un desierto en un día despejado. Podrían ver un pico, una nube, un pájaro, una piedra e incluso un precipicio que estuviera tras las rocas. Pero con los pobres terrícolas no sucedía así. Ellos tenían la cabeza metida dentro de una dura coraza y no podían moverla. Sólo contaban con un pobre orificio por el que mirar, y aun de ese orificio partía un tubo de casi dos metros de longitud.
En tan triste comparación, todo lo narrado no era más que el principio de las desdichas de Billy. Así pues, vivía encerrado en una celosía de acero situada sobre un vagón y de la que sólo salía, bien encajado, aquel largo tubo. Todo lo que Billy podía ver eran las pequeñas porciones de espacio que recortaba el orificio exterior del tubo. Pero lo peor del caso era que él ignoraba dónde y cómo se encontraba, y ni siquiera se daba cuenta de que su situación era anormal.
El vagón corría, unas veces muy aprisa y otras más despacio, y a menudo se paraba, daba vueltas, subía, bajaba, volaba y seguía por los más extraños vericuetos. La única conclusión que Billy sacaba de sus experiencias tras el tubo era: «Así es la vida.»
Billy esperaba que los tralfamadorianos se sintieran desconcertados y alarmados ante las guerras y demás reacciones criminales de los terrícolas. Suponía que la ferocidad y el excesivo uso que se hacía en la Tierra de las armas les haría temer por la destrucción parcial o total del Universo. La ciencia ficción alentaba este pensamiento.
Pero el tema de la guerra nunca salió a la luz hasta que el mismo Billy habló de él. Alguien entre la multitud del zoo le preguntó, a través del guía, qué era lo más valioso que hasta entonces había aprendido en Tralfamadore, y Billy respondió:
—La manera en que todos los habitantes de un planeta han aprendido a vivir en paz. Ya saben ustedes que vengo de un planeta que se ha visto envuelto en insensatas carnicerías desde el principio de los tiempos. Yo mismo he presenciado cómo los cuerpos de jóvenes muchachitas eran abrasados por mis propios compatriotas, quienes por aquel entonces se sentían orgullosos de luchar contra el mal.
Y era cierto, Billy lo había visto en Dresde.
—Y estando prisionero —prosiguió— me he iluminado utilizando velas fabricadas con la grasa de los seres humanos que habían sido asesinados por los hermanos y los padres de esas muchachas abrasadas. ¡Los terrícolas deben de ser, sin duda alguna, el terror del Universo! Si los demás planetas aún no están en peligro por causa de la Tierra, pronto lo estarán. Así pues, les ruego me digan el secreto para llevarlo a la Tierra cuando regrese y conseguir nuestra salvación. ¿Cómo puede vivir en paz un planeta?
Billy se sentía como si hubiera hecho un gran discurso. Por lo tanto quedó desconcertado al ver que los tralfamadorianos cerraban sus manecitas visuales. Sabía ya, por experiencia, lo que ello significaba: que estaba diciendo estupideces.
—¿Le importaría… le importaría decirme —le preguntó al guía desanimado— qué es lo que hay de estúpido en esto?
—Conocemos el fin del Universo —contestó el guía—, y la Tierra no tiene nada que ver con él, a excepción de que también será su fin.
—¿Cómo… cómo será el fin del Universo? —preguntó Billy.
—Lo haremos estallar experimentando un nuevo combustible para nuestros platillos volantes. Un piloto de pruebas tralfamadoriano aprieta un botón de puesta en marcha, y todo el Universo desaparece.
Y así será.
—Si lo saben ustedes —insistió Billy—, ¿no pueden evitarlo de alguna forma? ¿No pueden evitar que el piloto apriete ese botón?
—Siempre lo ha presionado y siempre lo presionará. Siempre hemos dejado que lo hiciera y siempre dejaremos que lo haga. El momento ha sido estructurado así.
—Así pues… —dijo Billy despacio—, supongo que la idea de evitar una guerra sobre la Tierra es también estúpida.
—Claro.
—Pero ustedes viven en un planeta pacífico.
—Hoy sí. En otros tiempos hemos vivido guerras mucho más horribles de lo que pueda imaginarse. No hay forma de contarlas, de manera que nuestra reacción es no pensar en ellas. Las ignoramos. Nos pasamos la eternidad viviendo tan sólo los momentos agradables, como éste que disfrutamos hoy en el zoo. ¿No es en verdad un momento espléndido?
—Sí.
—Sólo existe una solución para los terrícolas, si se proponen de veras practicarla: ignorar los malos momentos y concentrarse en los buenos.
—Hum —dijo Billy Pilgrim.
Aquella noche, poco después de que se hubo acostado, Billy viajó por el tiempo hasta otro momento en el cual había sido bastante feliz. Su noche de bodas con Valencia Merble. Hacía seis meses que había salido del hospital para veteranos. Se encontraba bien. Y se había graduado en la Escuela de Óptica de Ilium, logrando el tercer lugar de su promoción, compuesta por cuarenta y siete alumnos.
Ahora se encontraba en la cama de un pequeño y delicioso apartamento situado en el extremo de un embarcadero de Cape Ann, Massachusetts, junto a Valencia. Sobre el agua se reflejaban las luces de Gloucester. Billy, montado encima de su esposa, le hacía el amor. Como consecuencia de aquel acto nacería Robert Pilgrim, que más tarde sería un problema para la escuela superior y, al fin, sentaría la cabeza alistándose en los famosos Boinas Verdes.
Valencia no viajaba en el tiempo, pero poseía una gran imaginación. Mientras Billy le hacía el amor ella soñaba que era un famoso personaje histórico. Se veía a sí misma como Isabel I de Inglaterra y a Billy le adjudicaba el papel de Cristóbal Colón.
Billy hizo un chasquido similar al que produce un gozne oxidado. Acababa de vaciar su vesícula seminal en Valencia y había contribuido con su granito de arena a la formación de los Boinas Verdes. Al fin y al cabo, según los tralfamadorianos, cada uno de los Boinas Verdes tenía siete padres en total.
Se separó de su enorme esposa, que a pesar de ello aún mantenía su expresión extasiada. Permaneció echado con los nudos de su espina dorsal siguiendo el borde del colchón y se puso las manos tras la nuca. Ahora era rico. Había sido recompensado por casarse con una muchacha que nadie en sus cabales hubiera aceptado. Su suegro le había regalado un Buick Roadmaster nuevo, una casa completamente equipada de electrodomésticos y le había nombrado director de su mejor tienda, la de Ilium, de la que Billy esperaba sacar por lo menos treinta mil dólares anuales. Todo era perfecto. ¡Y pensar que su padre tan sólo fue un pobre barbero!
Tal como opinaba su madre: «Los Pilgrim se están situando en el lugar que les corresponde.»
La luna de miel tuvo lugar durante el encantador y misterioso Verano Indio de Nueva Inglaterra. Una pared del apartamento estaba totalmente compuesta de cristaleras que daban a una terraza elevada sobre el grasiento puerto.
Un remolcador verde y naranja, que de noche parecía negro, pasó murmurando bajo su terraza, a menos de diez metros de su cama nupcial. Navegaba con solo las luces de situación encendidas. Su abombado casco resonaba, haciendo eco al canto del motor. El embarcadero también simpatizó con la canción, y finalmente ésta penetró con mil resonancias en la cabeza de los amantes que disfrutaban de su luna de miel. La continuaron oyendo y oyendo, hasta bastante después de que la barca se hubiera ido.
—Gracias —dijo al fin Valencia. Ahora su oído captaba la canción de un mosquito.
—Me recibiste bien.
—Me gustó.
—Me alegro.
Entonces empezó a llorar.
—¿Qué te pasa?
—Soy tan feliz…
—Dios mío.
—Nunca creí que nadie quisiera casarse conmigo.
—Hum —hizo Billy Pilgrim.
—Voy a adelgazar para gustarte —dijo ella.
—¿Qué?
—Haré régimen. Me volveré bella para ti.
—Me gustas tal como eres.
—¿Lo dices de veras?
—Claro que sí —sostuvo Billy Pilgrim.
Gracias a sus viajes por el tiempo había visto ya mucho de lo que sería su matrimonio, y sabía que a pesar de todo iba a soportarlo bien hasta el fin.
Luego pasó un yate a motor llamado Scherezade, deslizándose también bajo la cama nupcial. La canción que entonaba el motor era como una nota de órgano muy grave. Llevaba todas las luces encendidas.
Dos personas jóvenes y bellas, un hombre y una mujer en traje de noche, se balanceaban en popa, amándose entre sueños. También estaban en plena luna de miel. Eran Lance Rumfoord, de Newport, Rhode Island, y su esposa Cyntria Landry, que había sido un amor infantil de John F. Kennedy, en Hyannis Port, Massachusetts.
Existía una ligera coincidencia. Más tarde, Billy Pilgrim compartiría una habitación, en el hospital, con un tío de Rumfoord, el profesor Bertram Copelan Rumfoord, oficial de las fuerzas aéreas de Estados Unidos.
Cuando hubo pasado la feliz pareja, Valencia preguntó a su esposo, con viva curiosidad, algunas cosas sobre la guerra. Era natural, en una hembra terrícola, asociar el éxtasis sexual con la guerra.
—¿Piensas alguna vez en la guerra? —le preguntó, poniéndole una mano en el muslo.
—De vez en cuando —contestó Billy Pilgrim.
—A veces te observo —insistió Valencia—, y tengo la curiosa sensación de que estás lleno de secretos.
—No lo estoy —dijo Billy. Naturalmente mentía. Jamás había hablado con nadie de sus viajes en el tiempo, ni de Tralfamadore, ni de todo lo demás.
—Debes de tener algún secreto sobre la guerra. O quizá no sea un secreto, pero me parece adivinar que existen cosas de las que no quieres hablar.
—No.
—Sabes, estoy orgullosa de que fueras soldado.
—Bueno.
—¿Era terrible?
—A veces. —Un pensamiento loco cruzó en aquel momento por la mente de Billy: «La verdad me asombra». Habría sido un buen epitafio para Billy Pilgrim… y también para mí.
—¿Me hablarías ahora de la guerra si yo quisiera? —preguntó Valencia mientras, en una diminuta cavidad de su enorme cuerpo, comenzaba a mezclar los ingredientes necesarios para la creación de un Boina Verde.
—Te parecería un sueño —dijo Billy—. Y los sueños de los demás, por lo general, no son interesantes.
—En cierta ocasión te oí hablar con mi padre de un pelotón de ejecución alemán. —Se refería a la ejecución del pobre Edgar Derby.
—Sí.
—¿Tuviste que enterrarlo?
—Sí.
—¿Os vio él con los picos y las palas antes de que le fusilaran?
—Sí.
—¿Dijo algo?
—No.
—¿Estaba asustado?
—Le habían drogado. Tenía los ojos vidriosos.
—¿Y le colgaron una tarjeta?
—Un pedazo de papel.
De pronto, Billy saltó de la cama, pidió perdón y se dirigió a oscuras hacia el cuarto de baño para orinar. Buscó a tientas el interruptor, por las ásperas paredes, y entonces vio que había viajado hasta 1944.
TODO ES HERMOSO. NADA DUELE.
Nuevamente se encontraba en la enfermería de la prisión.
En la enfermería ya se había apagado la vela. El pobre Edgar Derby se había quedado dormido en un camastro contiguo al de Billy. Este había saltado de la cama e iba a tientas, buscando una salida a lo largo de la pared, puesto que tenía una imperiosa necesidad de orinar.
De pronto encontró una puerta, la abrió y penetró en la noche de la prisión. Estaba aturdido a causa del viaje por el tiempo y de la morfina. Fue a dar con una alambrada de púas, que le hirió en una docena de sitios. Intentó apartarse, pero las púas le tenían preso. Así pues, empezó a danzar locamente, con la alambrada por pareja, dando un pasito hacia aquí, otro hacia allá, y vuelta al compás.
Un ruso que también había salido a orinar vio el baile de Billy desde el otro lado de la alambrada y se acercó curioso para presenciar el espectáculo. Le habló amablemente, preguntándole de qué país era, pero el danzarín no le prestó atención alguna y continuó bailando. Entonces el ruso le ayudó a desprenderse de las púas, una por una y él se alejó, bailando en la noche, sin una palabra de agradecimiento.
El ruso hizo un ademán con la mano y le dijo «adiós» en su idioma.
Billy extrajo su instrumento y, en la noche de la prisión, meó sobre el suelo. Después guardó más o menos sus intimidades y se enfrentó a un nuevo problema: ¿de dónde había salido, y por dónde debía entrar?
En algún lugar de la noche se oían gritos lastimeros. Como no tenía nada mejor que hacer, Billy se dirigió hacia allí. Se preguntaba qué tragedia ocurriría para provocar tales lamentaciones fuera de los barracones.
Billy ignoraba que se estaba acercando a la parte posterior de las letrinas. Estas consistían en un cercado alrededor de doce cubos. La cerca la formaban tres paredes hechas de desperdicios de madera y latas aplastadas. El lado abierto daba a la negra tapia del barracón en donde había tenido lugar la fiesta.
Billy dio la vuelta a la cerca y llegó hasta un letrero recién pintado sobre la pared. Las palabras estaban escritas con la misma pintura rosa que había sido utilizada para decorar el escenario de La Cenicienta. La percepción de Billy era tan confusa que vio las palabras colgadas en el aire, como pintadas sobre un velo transparente y rodeadas de unas encantadoras manchitas plateadas. Estas no eran más que las chinchetas que mantenían el cartel pegado a la pared. Billy no podía imaginar cómo se sostenía solo aquel velo pintado y supuso que tanto la cortina mágica como las lamentaciones formaban parte de alguna ceremonia religiosa que él desconocía.
He aquí lo que decía el cartel:
«POR FAVOR, DEJA ESTA LETRINA TAN LIMPIA COMO LA ENCONTRASTE»
Billy miró dentro de las letrinas y comprobó que los lamentos procedían de allí. El lugar estaba abarrotado de americanos con los pantalones bajados. El festín de bienvenida les había transformado en volcanes. Los cubos estaban llenos e incluso rebosaban.
Un americano que estaba cerca de Billy se lamentaba de que lo había defecado todo menos el cerebro. Momentos después decía:
—¡Ahí va! ¡Ahí va! —refiriéndose al cerebro.
Este era yo. Este era yo en persona. El autor de este libro.
Billy huyó de aquella visión infernal. Pasó cerca de tres ingleses que contemplaban el festival de mierda, desde un lugar distante y enfermos de asco.
—¡Abróchate los pantalones! —le gritó uno de ellos cuando pasó.
Así pues, Billy se abrochó los pantalones. Accidentalmente llegó a la puerta de la enfermería. Traspasó la puerta y se encontró de nuevo en Cape Ann, en plena luna de miel, regresando del cuarto de baño.
—Te he echado de menos —dijo Valencia.
—Te he echado de menos —repitió Billy Pilgrim.
Billy y Valencia se durmieron encogidos como un par de bebés y él viajó por el tiempo hasta llegar a un viaje en tren que hizo en 1944, cuando regresaba de las maniobras de Carolina del Sur e iba a los funerales de su padre, en Ilium. Aún no había visto ni la guerra ni Europa. En aquellos tiempos todavía se utilizaban máquinas de vapor.
Billy tuvo que hacer muchos transbordos. Todos los trenes iban despacio. Los vagones olían a carbón quemado, a tabaco de racionamiento y a pedos de personas alimentadas con la única comida existente en tiempos de guerra. La tapicería de los asientos metálicos era tan áspera que Billy apenas pudo dormir. Sólo cuando faltaban tres horas para llegar a Ilium se quedó profundamente dormido, con las piernas tendidas hacia la puerta del vagón restaurante.
El revisor le despertó al llegar el tren a Ilium. Billy asió la bolsa, bajó tambaleándose y permaneció de pie, en el andén de la estación, al lado del revisor, mientras intentaba despertar.
—Echaste una buena siesta, ¿eh? —dijo el revisor.
—Sí —admitió Billy.
—Muchacho —añadió el revisor—, esta vez la agarraste fuerte.
A las tres de la madrugada, dos ingleses ingresaron un nuevo paciente en la enfermería de la prisión. Era un hombre pequeñajo, Paul Lazzaro, el ladrón de coches de Cicero, Illinois. Lo habían atrapado robando cigarrillos de debajo de la almohada de un inglés. Este, medio dormido, le había roto el brazo derecho, dejándolo inconsciente.
El agresor era uno de los que traía a Lazzaro. Su pelo era rojísimo y no tenía cejas. Había representado el papel de Hada Madrina en La Cenicienta. Ahora mantenía el cuerpo de Lazzaro con una mano, mientras cerraba la puerta tras de sí con la otra.
—No pesa mucho más que un pollo —comentó.
El inglés que sostenía a Lazzaro por los pies era el coronel que había inyectado el tranquilizante a Billy.
El Hada Madrina estaba confuso y enojado.
—Si hubiera sabido que me la estaba viendo con una gallina —dijo—, no le hubiera dado tan fuerte.
El Hada Madrina hablaba con convicción de lo desagradables que eran los americanos.
—Débiles, malolientes, quejicas… Un puñado de ladrones desgraciados, sucios y comediantes —dijo—. Son peores que los moribundos rusos.
—Realmente, son folloneros —añadió el coronel.
En aquel momento entró un oficial alemán. Consideraba a los ingleses como buenos amigos. Les visitaba casi diariamente, jugaba con ellos, les instruía sobre la historia de Alemania, tocaba en su piano y les daba lecciones de conversación en alemán. A menudo les había dicho que, de no ser por su compañía de personas civilizadas, ya se habría vuelto loco. Hablaba un inglés perfecto.
Se excusó con los ingleses de que tuvieran que compartir su vivienda con los americanos. Y les prometió que el inconveniente no se alargaría más que un par de días, pues los americanos serían trasladados a Dresde para trabajar. Traía con él un librito publicado por la Asociación Alemana de Oficiales de Prisión. Era un reportaje sobre el comportamiento de los prisioneros de guerra americanos en Alemania. Estaba escrito por un americano que había conseguido una gran reputación en el Ministerio de Propaganda alemán. Su nombre era Howard W. Campbell, Jr., y más tarde se colgaría mientras esperaba juicio como criminal de guerra.
Así sucedió.
Al tiempo que el coronel británico reparaba el brazo roto de Lazzaro y preparaba el yeso para el escayolado, el oficial alemán tradujo en voz alta algunos párrafos del libro de Howard W. Campbell, Jr. Campbell había sido un escritor teatral bastante conocido en otro tiempo. Decía así:
«América es la nación más rica de la Tierra, pero sus habitantes son extremadamente pobres. Esta condición hace que los americanos estén destinados a odiarse a sí mismos. Según nos decía el humorista americano Kin Hubbatd: “Ser pobre no es ninguna desgracia, pero puede serlo.” De hecho es un crimen que haya un solo americano pobre, a pesar de lo cual América es una nación de pobres. Cualquier nación tiene como tradición popular algunas historias de hombres pobres, pero extremadamente sabios y virtuosos, que por ello eran más apreciados que sus congéneres ricos y poderosos. Entre los americanos no sucede así. Se burlan de sí mismos y se envanecen de sus hazañas. Es normal que el más pobre propietario de cualquier bar o restaurante tenga en la pared de su establecimiento un cartel que interpele con crueldad: “Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?”; pero también lo es que a su vez tenga una bandera americana plantada sobre un pisapapeles junto a la caja registradora.»
El autor del libro había nacido en Schenectady, Nueva York, y se decía de él que tenía el coeficiente de inteligencia más alto de todos los criminales de guerra que se enfrentaron con la horca. Y así era.
«El americano, como todo ser humano, cree muchas cosas que obviamente son falsas —continuaba el librito—. De ellas, la más destructiva es su convencimiento de que cualquier americano puede hacer dinero con facilidad. Ignoran lo difícil que es hacerse rico, y, por lo tanto, aquellos que no lo consiguen no cesan de culparse. Y este sentimiento de culpabilidad ha sido de gran utilidad para los ricos y poderosos, que lo han considerado como una excusa para no tener que ayudar en absoluto a los pobres, llegando su desinterés a extremos que quizá no habían sido superados desde los tiempos de Napoleón.
»América es una nación de novedades. La más sorprendente de todas, que además no tiene precedentes, es su gran masa de pobres indignos, que no se aman los unos a los otros porque tampoco se aman a sí mismos.
»Una vez comprendido todo lo anterior, el desagradable comportamiento de los americanos en las prisiones alemanas deja de ser un misterio.»
A continuación, Howard W. Campbell, Jr., se refería al informe de los americanos que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial:
«A lo largo de la historia, cualquier ejército, próspero o no, ha intentado vestir incluso a sus elementos más humildes de una forma impresionante, tanto para sí mismos como para los demás, presentándolos como hombres rudos, expertos en la bebida y el amor y siempre dispuestos a matar o a morir. Por el contrario, el ejército americano envía a sus hombres a luchar y a morir con un traje civil algo modificado, evidentemente hecho para otro hombre; un lote esterilizado y sin planchar, que muy bien podría ser el regalo de las ancianas damas caritativas a los borrachos y desgraciados.
»Cuando un oficial americano vestido sin esmero alguno se dirige a uno de sus chicos tan indignamente uniformado, también le grita, al igual que cualquier oficial de cualquier ejército. Ahora bien, su enojo no es, como sucede en otros ejércitos, puramente teatral. Es una reacción de odio hacia los pobres, que no pueden echar las culpas a nadie más que a sí mismos.
»Así pues, advierto a los administradores de las prisiones que tengan que tratar por primera vez con soldados americanos prisioneros de guerra que no esperen de ellos amor fraternal, ni siquiera entre hermanos. No existe cohesión alguna entre estos individuos. Se comportan como niños mimados, que a menudo desearían morir por despecho.»
Campbell hablaba de distintas experiencias alemanas con cautivos americanos. En todos los campos se les conocía como los prisioneros de guerra más quejicas, más sucios y menos fraternales. Eran incapaces de concertar una acción para su propio bienestar. Y despreciaban a sus propios superiores, negándose a obedecerles e incluso a escucharles, bajo el pretexto de que se encontraban en su misma situación y por lo tanto no tenían por qué darse importancia. Y así todo.
Billy Pilgrim se durmió y despertó viudo en su casa de Ilium. Su hija Barbara le estaba reprochando el que escribiera cartas ridículas a los periódicos.
—¿Oíste lo que dije? —preguntó Barbara.
—Claro —repuso Billy, que había estado dormitando. Se encontraba nuevamente en 1968.
—Si vas a portarte como un niño, quizá tengamos que tratarte como a tal.
—Esto no es lo que toca suceder ahora —dijo Billy.
—Ya veremos qué es lo que toca suceder. —La corpulenta Barbara se cruzó de brazos—. Hace un frío terrible aquí. ¿Es que no hay calor?
—¿Calor?
—La caldera… la cosa esa que hay en el sótano, ese aparato que calienta agua y reparte el vapor por toda la casa. Me parece que no funciona.
—Quizá no.
—¿Y no tienes frío?
—No me había dado cuenta.
—¡Oh, Dios mío!, eres un niño. Si te dejáramos solo aquí te morirías de frío, y de hambre.
Y siguió la retahíla. A ella le resultaba muy excitante poderle destrozar la dignidad en nombre del amor.
Barbara llamó a un operario para que reparase la calefacción, metió a Billy en la cama y le hizo prometer que mantendría funcionando la manta eléctrica en tanto no estuviese arreglado lo del calor. Puso el control de la manta al máximo, con lo que la cama de Billy adquirió una temperatura ideal para cocer pan, y luego se marchó cerrando la puerta con un trompazo.
Entonces Billy viajó nuevamente por el tiempo, hasta el zoo de Tralfamadore. Le acababan de traer una pareja de la Tierra. Era Montana Wildhack, estrella de cine.
Montana se encontraba bajo los efectos de un fuerte sedante. Los tralfamadorianos, provistos de caretas antigás, la entraron y la dejaron sobre el diván amarillo de Billy; luego se retiraron. La multitud de fuera disfrutaba de lo lindo. Las estadísticas de afluencia al zoo se estaban superando ampliamente. Todos los habitantes del planeta querían ver a la pareja terrícola.
Montana iba desnuda, al igual que Billy, claro. De repente sintió un fuerte tirón. Uno nunca sabe cuándo va a sufrir uno.
Ella empezaba a mover los párpados. Sus pestañas parecían alas de insecto.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—Todo va bien —dijo Billy suavemente—. Por favor, no tema.
Montana había permanecido inconsciente durante todo el viaje. Los tralfamadorianos no habían hablado con ella, ni tan siquiera se le habían mostrado. Lo último que recordaba era haber estado tomando el sol en una piscina de Palm Spring, California. No tenía más que veinte años. Alrededor del cuello llevaba una cadena de plata, con un medallón en forma de corazón que pendía entre sus senos.
Volvió la cabeza y vio a varios millares de tralfamadorianos fuera de la cúpula. La estaban aplaudiendo en un rápido cerrar y abrir de sus manitas verdes.
Montana chilló y chilló.
Todas las manitas se encogieron. El terror de Montana era muy desagradable para ellos. Por eso, el jefe encargado del zoo ordenó a un empleado que cubriera la cúpula con una lona azul marino, para ocultar a sus inquilinos y simular la noche terrestre en su interior. Allí, en el zoo de Tralfamadore, la verdadera noche sólo caía durante una hora cada sesenta y dos horas (terrestres, naturalmente).
Billy encendió la lámpara de pie y al iluminarse la estancia el cuerpo de Montana destacó su relieve. Entonces él recordó la fantástica arquitectura de Dresde, antes de que fuera bombardeada.
Pasado algún tiempo, Montana llegó a querer y a confiar en Billy Pilgrim. El no la tocó hasta que ella le hubo demostrado claramente que así lo deseaba. Después de haber permanecido en Tralfamadore el tiempo correspondiente a una semana terrestre, una noche ella le pidió tímidamente que durmieran juntos. Y así lo hicieron. Fue paradisíaco.
Billy viajó por el tiempo, desde esta deliciosa cama hasta 1968. Estaba en su cama de Ilium, y la manta eléctrica calentaba al máximo. El sudor le empapaba, y tenía el vago recuerdo de que su hija le había acostado, ordenándole que permaneciera allí hasta que la calefacción funcionara.
Alguien llamaba con los nudillos a la puerta de su dormitorio.
—¿Sí? —dijo Billy.
—Soy el operario.
—¿Sí?
—La calefacción ya funciona. Empieza a calentar.
—Bien.
—Un ratón se había comido la protección del termostato.
—Lo tendré en cuenta.
El día siguiente a su sueño, por la mañana, Billy decidió volver al trabajo en su consultorio de la tienda de la plaza. El negocio marchaba como siempre, y sus empleados se portaban bien. Se sorprendieron al verle. Su hija les había dicho que quizá no volviera a trabajar jamás.
Se dirigió al consultorio y pidió que le pasaran al primer paciente. Le tocó a un muchacho de doce años, que venía acompañado de su madre viuda. Eran forasteros, recién llegados a la ciudad. Después de algunas preguntas, Billy supo que el padre del muchacho había muerto en Vietnam, durante la famosa batalla de los cinco días, en la Cota 875, cerca de Dakto. Así era.
Mientras examinaba los ojos del muchacho, Billy habló como por casualidad de sus aventuras en Tralfamadore, y aseguró al huérfano que su padre aún estaba vivo y que podría verlo una y otra vez.
—¿No es reconfortante? —preguntó Billy.
De pronto, la madre del muchacho salió y le dijo al recepcionista que era evidente que aquel señor se estaba volviendo loco. Billy fue llevado a su casa. Y de nuevo su hija le dijo:
—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! ¿Qué vamos a hacer contigo?