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Los alemanes y el perro estaban llevando a cabo una operación militar que tenía un divertido nombre. Se trataba de una empresa humana que raras veces ha sido descrita detalladamente, la sola mención de cuyo nombre en las noticias o en la historia todavía llena a los entusiastas de la guerra de una especie de satisfacción postcoital. Y, en la imaginación de los apasionados de los combates, su realización era como el indolente juego amoroso que sigue al orgasmo de la victoria. Se trataba de la «Operación Limpieza».

El perro, que tan feroz había parecido en las distancias invernales, no era más que una hembra de pastor alemán. Tenía la cola entre las patas y temblaba ostensiblemente. Los soldados se la habían pedido prestada a un granjero aquella misma mañana. Nunca había estado en la guerra hasta entonces; y por lo tanto no tenía idea de cuál era el juego. Se llamaba «Princesa».

Dos de los soldados alemanes eran muchachos que no llegaban a los veinte años. Los otros dos, en cambio, eran tan viejos que apenas se mantenían en pie y estaban tan desdentados como carpas. Y los cuatro iban equipados de una forma fragmentaria, con armas y ropas pertenecientes a soldados que acababan de morir. Al menos, así lo parecía. Eran granjeros de la misma frontera alemana, no muy lejana de allí.

Su comandante era un cabo de mediana edad, de ojos enrojecidos, huesudo y duro como un buey, que estaba harto de guerra. Había sido herido en cuatro ocasiones y cada vez lo remendaban y lo mandaban de nuevo al frente. Era un buen soldado, siempre dispuesto a desertar o encontrar a alguien a quien rendirse. Y llevaba los pies embutidos en unas doradas botas de caballería que había tomado de un coronel húngaro muerto en el frente ruso. Así fue.

Aquellas botas eran casi lo único que poseía en el mundo. Constituían su verdadero hogar. Una anécdota: en cierta ocasión, un recluta se quedó observando cómo limpiaba y enceraba las botas doradas, entonces el cabo levantó una hacia el recluta y le dijo: «Si miras intensamente, verás a Adán y Eva.»

Billy Pilgrim no había oído la anécdota. Pero, echado de espaldas sobre el hielo, miró fijamente el barniz de las botas del cabo… y vio a Adán y Eva en sus doradas profundidades. Estaban desnudos. Y parecían tan inocentes, tan vulnerables, tan ansiosos de comportarse decentemente, que Billy los amó inmediatamente.

Junto a las botas doradas había unos pies envueltos en harapos, metidos en una especie de zuecos de madera sujetos con unas tiras de lona. Billy levantó la vista para mirar el rostro del propietario de aquellos zuecos y vio el rostro de un ángel rubio. Era un muchacho de unos quince años… tan hermoso como Eva.

El divino muchacho, el celestial andrógino, ayudó a Billy a ponerse en pie, mientras los otros se acercaban para sacudir la nieve de su ropa. Luego le registraron en busca de armas pero no encontraron ninguna: lo más peligroso que llevaba encima era un trozo de lápiz de cinco centímetros.

Tres bangs inofensivos se oyeron a lo lejos, producidos por fusiles alemanes. Significaban que los dos exploradores que abandonaran a Billy y a Weary acababan de morir. Los alemanes les habían tendido una emboscada, descubriéndolos y matándolos por la espalda. Ahora expiraban sobre la nieve tornándola de color frambuesa, sin sentir nada. Así fue.

Entretanto, Roland Weary, el único superviviente de los «Tres Mosqueteros», estaba siendo desarmado, con los ojos desorbitados a causa del terror. El cabo dio la pistola de Weary al muchacho de cara bonita y, tras maravillarse ante el cruel cuchillo de trinchera, comentó en alemán que sin duda el americano lo hubiera utilizado sobre él, si hubiese podido, claro, para deformarle el rostro con los clavos del puño y desgarrarle las entrañas y la garganta con la hoja de triple filo. Ni el cabo hablaba inglés, ni Billy ni Weary entendían el alemán.

—Llevas unos juguetes muy lindos —dijo dirigiéndose a Weary; y añadió, entregando el cuchillo a uno de los viejos—: ¿Qué te parece eso?, ¿eh?

Luego abrió de un tirón la chaqueta y la camisa de Weary haciendo que los botones de latón salieran disparados. Hecho esto, el alemán agarró al americano por el abultado pecho con un gesto que parecía fuera a sacarle el corazón, y le arrancó la Biblia a prueba de balas.

Una Biblia a prueba de balas es una Biblia lo suficientemente pequeña como para que un soldado pueda llevarla en el bolsillo de su camisa, sobre el corazón, y está forrada de acero.

El cabo encontró también en el bolsillo de Weary la sucia fotografía de la mujer y el caballo.

—Vaya caballito más afortunado, ¿eh? —dijo—. Vaya, vaya… ¿No desearías ser ese caballito? —preguntó, tendiendo la fotografía al otro hombre viejo—. ¡Cosas de la guerra! —Y concluyó—: Eres afortunado muchacho. ¿Todo eso es tuyo?

Después hizo sentar a Weary en la nieve y le quitó las botas de combate, entregándoselas al lindo muchacho. A aquél le dio los zuecos de éste. Así pues, ahora ni Weary ni Billy llevaban calzado militar decente. Y aún tenían que andar kilómetros y kilómetros, Weary con aquellos zuecos que chirriaban a cada paso, y Billy con su oscilación arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, tropezando de vez en cuando con su compañero.

—Lo siento —decía entonces Billy.

O también:

—Perdón.

Al fin llegaron a una casa de piedra situada en un desvío de la carretera. Era un punto de reunión de prisioneros de guerra. Hicieron entrar a Billy y a Weary en una sala caliente y llena de humo. En la chimenea siseaba y crepitaba un buen fuego. Los muebles servían de combustible. Había una veintena de americanos más, sentados con la espalda contra la pared, mirando las llamas y pensando en lo único que se podía pensar allí, o sea, en nada.

Nadie hablaba. Nadie tenía ninguna buena historia de guerra que contar.

Los dos recién llegados se acomodaron como pudieron y Billy se echó a dormir con la cabeza apoyada en el hombro de un capitán que no protestó. El capitán era un capellán. Un rabino que había recibido un balazo en una mano.

Entonces Billy volvió a viajar por el tiempo. Abrió los ojos y se encontró mirando fijamente a los ojos de cristal de un mochuelo mecánico de jade verde que colgaba de una varilla de acero inoxidable. El mochuelo era el optómetro de la oficina de Billy en Ilium. Un optómetro es un instrumento para medir los errores de refracción de los ojos, y así poder prescribir las adecuadas gafas correctoras.

Billy se había quedado dormido mientras examinaba a una paciente sentada en una silla al otro lado del mochuelo. Ya le había sucedido otra vez. Al principio lo encontró divertido pero ahora ya empezaba a preocuparse, tanto por el hecho en sí como por lo que significaba para el estado de su mente en general.

Intentó recordar su edad, sin lograrlo, como tampoco el año en que estaba.

—Doctor… —dijo vacilante la paciente.

—¿Eh? —se sobresaltó él.

—Está usted tan callado…

—¡Oh! Perdón.

—Estaba usted ahí, hablando, y de pronto se ha quedado tan callado…

—¡Humm!

—¿Ve usted algo terrible?

—¿Terrible?

—Quiero decir, alguna enfermedad en mis ojos.

—No, no —concluyó Billy, con ganas de dormirse de nuevo—. Sus ojos están perfectamente. Sólo necesita gafas para leer.

Y la acompañó al otro extremo del pasillo, para que eligiera entre la amplia selección de monturas.

Cuando se quedó solo Billy abrió las cortinas. Pero continuó encontrándose sumido en la oscuridad. La visibilidad estaba todavía bloqueada por unas persianas venecianas, que subió rápidamente. Entonces el sol entró bruscamente. Y al mirar al exterior vio miles de automóviles aparcados, brillando como un gran lago de techos negros. La oficina de Billy formaba parte de un centro suburbano de tiendas y comercios.

Debajo mismo de su ventana estaba su Cadillac modelo «El Dorado Coupé de Ville». Leyó los carteles pegados a su parachoques: uno decía «Visite Ausable Chasm», otro «Colabore con su Departamento de Policía», y un tercero «Acusad a Earl Warren». Los anuncios sobre la policía y Earl Warren eran un regalo del suegro de Billy, que era miembro de la John Birch Society. La fecha de la matrícula decía, 1967, lo que indicó a Billy que tenía cuarenta y cuatro años. Se preguntó a sí mismo: «¿Dónde habrán ido a parar todos esos años?»

Billy dirigió su atención a su mesa de despacho. Encima de la misma un ejemplar de la Review of Optometry estaba abierto por una página en la que el comentario editorial, que Billy leía ahora moviendo ligeramente los labios, decía:

«¡Lo que ocurra en 1968 será lo que decidirá el destino de los ópticos europeos por lo menos en cincuenta años! Con esta advertencia, Jean Thiriart, secretario de la Unión Nacional de los Ópticos Belgas, está presionando para la formación de una Sociedad Europea de Óptica. Las alternativas serán, según él, la obtención de un status profesional o, hacia el año 1971, la reducción de la profesión al papel de vendedor de gafas.»

Billy Pilgrim intentaba concentrar su atención.

De pronto sonó una sirena que le provocó un sobresalto terrible. Esperaba en cualquier momento la Tercera Guerra Mundial. Pero la sirena, que estaba colocada en la cúpula del Departamento de Bomberos, frente la oficina de Billy, simplemente anunciaba el mediodía.

Billy cerró los ojos. Y cuando los volvió a abrir estaba de nuevo en la Segunda Guerra Mundial. Su cabeza seguía descansando sobre el hombro del rabino herido. Un alemán le estaba dando patadas en los pies y diciéndole que despertara, que había llegado el momento de marcharse.

Los americanos, con Billy entre ellos, formaban un auténtico desfile de necios en la carretera.

Había un fotógrafo, corresponsal de guerra alemán, que con una «Leica» tomó fotografías de los pies de Billy y de Roland Weary. La fotografía fue publicada dos días después como aplastante evidencia de lo miserablemente equipados que iban los soldados americanos, a pesar de la fama de ricos que tenían.

Pero el fotógrafo quería captar algo más vivo, por ejemplo una captura real, y los guardias hicieron una representación para complacerle. Escondieron a Billy entre unos arbustos y cuando éste apareció, siguiendo sus órdenes, con su expresión de buena voluntad, le amenazaron con sus ametralladoras como si lo acabaran de capturar en aquel mismo momento.

La sonrisa de Billy al salir de entre los arbustos fue tan singular como la de la Mona Lisa, porque él sentía que estaba simultáneamente en la Alemania de 1944 y conduciendo su Cadillac en la América de 1967. Alemania se alejó de su conciencia, al tiempo que el año 1967 se hacía más brillante y nítido, libre de interferencias de cualquier otro tiempo. Billy iba camino de la reunión del Club de los Leones. Corría el cálido mes de agosto, pero su coche tenía aire acondicionado. Se detuvo ante un semáforo en medio del ghetto negro de Ilium. La gente que vivía allí odiaba tanto el barrio que un mes antes lo habían incendiado en gran parte: ¡era todo lo que tenían y lo odiaban! El barrio recordó a Billy algunas de las ciudades que había visto durante la guerra. Las aceras y las barandillas rotas indicaban claramente los lugares donde habían estado los carros y los tanques de la Guardia Nacional.

«Sangre hermana», rezaba una inscripción mural hecha con pintura rosa, junto a una tienda derrumbada.

Alguien llamó a la ventanilla del coche de Billy interrumpiendo su meditación. Era un hombre negro que parecía querer decirle alguna cosa. En aquel momento cambió la luz del semáforo. Billy hizo lo más sencillo. Salió disparado hacia adelante.

Billy continuó su camino hasta que llegó a una escena aún más desolada. Parecía Dresde después del bombardeo, o también la superficie lunar. Lo que en otros tiempos fuera el hogar de Billy había estado ahí, donde ahora no había nada. La zona se había convertido en un distrito urbano en renovación, donde muy pronto se erigirían un nuevo Centro Gubernamental de Ilium, un Pabellón de las Artes, un Estanque de la Paz y un complejo de apartamentos de lujo.

A Billy Pilgrim le parecía muy bien.

El orador invitado para aquella reunión del Club de los Leones era un comandante de la Marina. Dijo que los americanos no tenían otra alternativa que continuar luchando en Vietnam hasta que consiguieran la victoria o hasta que los comunistas se dieran cuenta de que no podían imponer a la fuerza su forma de vivir a los países débiles. El comandante había estado allí dos veces en épocas distintas, también habló de las muchas cosas, unas maravillosas y otras terribles, que había visto. Y concluyó afirmando que era partidario de aumentar los bombardeos sobre Vietnam del Norte hasta devolverlo a la Edad de Piedra, si seguían rehusando entrar en razón.

Billy no se movió para protestar contra los bombardeos de Vietnam del Norte, ni tampoco se estremeció al recordar las cosas horribles que él, él mismo, había visto durante la Segunda Guerra Mundial. Simplemente estaba tomando su almuerzo en el Club de los Leones, del que era antiguo presidente.

En la pared de su oficina Billy tenía una oración enmarcada y colgada, que le ayudaba a seguir viviendo a pesar de que no sentía ningún entusiasmo por ello. Muchos pacientes que la habían visto le confesaban que a ellos también les ayudaba a vivir. Decía así:

CONCÉDEME, SEÑOR

SERENIDAD PARA ACEPTAR

LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR,

VALOR PARA CAMBIAR

LAS QUE SI PUEDO

Y SABIDURÍA PARA

DISTINGUIR LAS UNAS

DE LAS OTRAS

Entre las cosas que Billy Pilgrim no podía cambiar se contaban el pasado, el presente y el futuro.

Ahora le presentaban al comandante de la Marina. La persona que los presentaba le estaba diciendo al comandante que Billy era un veterano y que tenía un hijo que era sargento de los Boinas Verdes en Vietnam.

El comandante le dijo a Billy que los Boinas Verdes estaban llevando a cabo una gran tarea, y que debía estar orgulloso de su hijo.

—Lo estoy. Claro que lo estoy —dijo Billy Pilgrim.

Después de la comida se dirigió a su casa para echar la siesta. El médico le había ordenado que hiciera la siesta todos los días. El médico esperaba que así se aliviara una dolencia de la que Billy se quejaba en los últimos tiempos. A menudo, y sin razón alguna aparente, Billy Pilgrim se echaba a llorar. Nadie le había sorprendido todavía haciéndolo. Sólo el médico lo sabía. Se trataba de una cosa muy silenciosa que Billy hacía, y sin mucha abundancia de lágrimas.

Billy era propietario de una magnífica mansión georgiana en Ilium. Era tan rico como Creso, cosa que no había esperado llegar a ser ni en un millón de años. Cinco ópticos trabajaban para él en la tienda que poseía en la ciudad, y eso le proporcionaba una renta neta de sesenta mil dólares al año. Además tenía la quinta parte del nuevo Holiday Inn, en la Nacional 54, y casi la mitad de tres puestos de «Sabor-Frío» (una especie de crema helada que tiene el mismo gusto que el helado, pero sin la rigidez ni exagerada frialdad de éste).

Cuando llegó a casa no encontró a nadie. Su hija Barbara estaba a punto de casarse, y había ido con su madre al centro de la ciudad para buscar vajillas y cristalerías de plata y cristal. Sobre la mesa de la cocina encontró una nota en la que se lo explicaban. No tenían criados. A la gente ya no le interesaba la carrera de servicios domésticos. Tampoco tenían perro.

Había tenido un perro que se llamaba «Spot», pero murió. Así fue. A Billy le gustaba mucho «Spot» y a «Spot» le gustaba Billy.

Subió por las alfombradas escaleras que conducían a su dormitorio y al de su esposa. La habitación estaba decorada con papel floreado. Contenía una gran cama de matrimonio y sobre la mesita de noche había un radio-reloj, los controles para la manta eléctrica y el interruptor del suave vibrador conectado a los muelles del colchón. El vibrador, cuyo nombre comercial era «Dedos Mágicos», también había sido idea del médico.

Billy se despojó de sus trifocales, su chaqueta, su corbata y sus zapatos, corrió las persianas venecianas y las cortinas, y se echó encima de la colcha. Pero no podía dormir. En lugar de eso tenía ganas de llorar. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Entonces conectó los dedos mágicos y se sintió acunado mientras sollozaba.

Se oyó el timbre de la puerta principal. Billy saltó de la cama y miró a través de la ventana que daba a la parte delantera de la casa para ver si había llamado alguien importante. Pero no, sólo era un inválido, tan espasmódico en el espacio como Billy lo era en el tiempo. Las convulsiones le hacían moverse continuamente, como si estuviera intentando imitar a distintas estrellas del cine cómico.

Otro mutilado estaba llamando al timbre de la casa situada al otro lado de la calle. Aquél solamente tenía una pierna, e iba tan apretujado entre las muletas que los hombros le tapaban las orejas.

Billy sabía lo que querían aquellos individuos. Vendían suscripciones para unas revistas que no se recibían nunca, y la gente se las compraba por lástima. Billy había oído hablar de ello dos semanas antes a un miembro del Better Business Bureau, a través de los altavoces del Club de los Leones. El hombre dijo que nadie que viera a inválidos trabajando en un barrio para conseguir suscripciones para una revista debía llamar a la policía.

Billy miró calle abajo y vio un flamante Buick Riviera aparcado media manzana más allá, en cuyo interior esperaba un hombre. Dedujo certeramente que se trataba del hombre que había alquilado a los inválidos para hacer aquel trabajo. Y continuó llorando mientras contemplaba a los inválidos y a su jefe. El timbre de su casa seguía sonando con insistencia.

Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Todavía lloraba. Pero ahora estaba de vuelta a Luxemburgo, e iba andando entre un montón de prisioneros. Era el viento invernal lo que le llenaba los ojos de lágrimas.

Desde que le habían hecho representar la comedia de la captura para tomar la fotografía estaba viendo el fuego de San Telmo, una especie de radiación electrónica que brillaba sobre las cabezas de sus compañeros y de sus guardas, así como también sobre los árboles y los tejados de las casas de Luxemburgo. Era maravilloso.

Billy caminaba con las manos sobre la cabeza al igual que los demás americanos, pero bamboleándose arriba-y-abajo, arriba-y-abajo. En aquel momento pisó involuntariamente los talones de Roland Weary y se excusó: «Perdón».

Los ojos de Weary también estaban llenos de lágrimas. Weary lloraba a causa de los horribles dolores que sentía en los pies. Los destrozados zuecos habían convertido sus pies en sendas masas sangrientas.

En cada cruce de carretera había más americanos con las manos en la cabeza que se unían al grupo de Billy, quien tenía sonrisas para todos. Se movían como el agua, siempre hacia abajo, y al final fueron a parar a una carretera más importante en el fondo de un valle. A través del valle corría un Mississippi de americanos humillados. Diez mil americanos cruzaban el valle hacia el este con las manos unidas sobre sus cabezas, suspirando y gimiendo.

Billy y su grupo se unieron al río de humillación, cuando el débil sol de media tarde salía de entre las nubes. Los americanos no tenían la carretera para ellos solos, sino sólo una calzada. En dirección contraria los motores de los vehículos que llevaban tropas alemanas al frente roncaban continuamente. Los reservistas eran hombres de aspecto rudo y violento, con la piel ajada por el viento.

Tenían los dientes como teclas de piano, iban adornados con cinturones de municiones para sus ametralladoras, fumaban cigarros y sobre todo comían. Daban voraces mordiscos a los bocadillos de salchicha que llevaban, y tenían las manos llenas de puré de patatas.

Un soldado vestido de negro, que estaba tomando el fresco como si fuera un héroe solitario tendido sobre un tanque, escupió a los americanos. El esputo fue a caer en la espalda de Roland Weary. Olía a comida y a tabaco.

Billy encontró la tarde terriblemente excitante. Había tantas cosas para ver… Dientes de dragón, máquinas de matar, cadáveres con los desnudos pies azules y marmóreos. Así era.

Andando y oscilando arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, Billy se quedó mirando una encantadora granja que acusaba el impacto de las ametralladoras. En la puerta había un coronel alemán y con él una prostituta sin maquillaje ni colorete.

Billy tropezó una vez más con Weary y éste le gritó sollozando:

—¡Anda derecho de una vez!

Ahora subían por una suave pendiente. Cuando llegaron a la cima ya no estaban en Luxemburgo; estaban en Alemania.

En la frontera había una máquina de filmar destinada a registrar aquella fabulosa victoria. Dos civiles que llevaban chaquetas de piel de oso estaban inclinados sobre la cámara cuando pasaron Billy y Weary. Hacía horas que no tenían película.

Uno de ellos enfocó el rostro de Billy durante un momento, y después de nuevo hacia el infinito. En el horizonte se veía una débil columna de humo. En aquel punto se estaba desarrollando una batalla. Allí morían hombres. Así era.

Y se puso el sol. Y Billy se encontró renqueando en una estación de ferrocarril. Hileras y más hileras de vagones esperaban. Habían traído reservistas al frente y ahora llevarían prisioneros hacia el interior de Alemania.

Los alemanes clasificaron a los prisioneros según su categoría militar. Pusieron sargentos con sargentos, comandantes con comandantes, etc. Una patrulla entera de coroneles fue colocada cerca de donde estaba Billy. Uno de ellos padecía una pulmonía doble. Tenía mucha fiebre y vértigo. E intentaba mantenerse en pie mirando fijamente a los ojos de Billy, pues la estación le daba vueltas y saltos en la cabeza.

El coronel tosió una y otra vez, y después preguntó a Billy:

—¿Eres uno de mis muchachos?

Era un hombre que había perdido un regimiento entero, unos cuatro mil quinientos hombres, muchos de ellos en realidad unos niños. Billy no contestó. La pregunta no tenía sentido.

—¿Cuál era tu equipo? —inquirió nuevamente el coronel.

Y tosía una y otra vez. A cada inspiración sus pulmones roncaban como si tuvieran un montón de papeles grasientos en el interior.

Billy no podía recordar a qué equipo pertenecía.

—¿Eres del Cuatro-cincuenta-y-uno?

—Cuatro-cincuenta-y-uno, ¿qué? —inquirió Billy.

Hubo un silencio. Finalmente, el coronel explicó:

—… Regimiento de Infantería.

Billy Pilgrim exclamó:

—¡Ah!

Hubo otro largo silencio. El coronel moría y moría, ahogándose, de pie. Después gritó tristemente:

—¡Soy yo, muchachos! ¡Soy Wild Bob!

Eso es lo que siempre había deseado que le llamaran sus soldados: «Wild Bob».

Ninguno de los hombres que ahora podían oírle era de su regimiento, a excepción de Roland Weary. Pero Weary no le escuchaba; estaba demasiado ocupado en pensar en la agonía de sus propios pies.

El coronel imaginó que estaba dirigiéndose a sus queridos soldados por última vez y les dijo que no tenían por qué avergonzarse de nada, que el suelo estaba lleno de alemanes muertos que habían deseado ante Dios no oír hablar jamás del Cuatro-cincuenta-y-uno. Acabó su arenga prometiendo que después de la guerra haría una reunión con todo el regimiento en su ciudad natal, Cody, Wyoming. Asaría novillos enteros para todos.

Dijo todo eso mirando fijamente a los ojos de Billy. Sus palabras resonaban como un eco en el interior de la cabeza del pobre Billy.

—¡Que Dios os acompañe, muchachos! —gritó con una voz que resonó interminablemente, para luego añadir—: Si alguna vez uno de vosotros se encuentra en Cody, Wyoming, ¡que pregunte por Wild Bob!

Yo estaba allí. Y también estaba mi viejo camarada de guerra, Bernard V. O’Hare.

Billy Pilgrim fue metido en un vagón junto con muchos otros soldados. Le separaron de Roland Weary, a quien instalaron en un vagón distinto del mismo tren.

En cada esquina superior del vagón había unos pequeños respiraderos. Billy se situó debajo de una de aquellas ventanitas mientras los soldados se apiñaban a su alrededor y lo apretaban contra la pared. Pronto tuvo que subirse a un tablón de madera colocado de forma que cerrara la escuadra formada por la esquina de la pared, para eludir algo la presión de los demás, y esto puso sus ojos al nivel del respiradero. Así fue como pudo ver otro tren situado a unos nueve metros.

Los alemanes estaban escribiendo sobre los vagones, con yeso azul, el número de personas que contenía cada uno de ellos, su rango, su nacionalidad y la fecha en que habían sido «facturados» en el tren. También aseguraban el cierre de los vagones con clavos y alambres. Billy oyó que alguien escribía en su vagón, pero no pudo ver quién lo estaba haciendo.

La mayoría de los soldados que ocupaban el vagón donde iba Billy eran jóvenes, acababan de salir de la infancia. Apretujado en la esquina, junto a él, estaba un antiguo vagabundo que tenía por lo menos cuarenta años.

—He pasado más hambre otras veces —comentó el hombre, dirigiéndose a Billy—. He estado en lugares peores que éste. ¡Esto no está tan mal!

Un hombre gritó, por entre la rendija del respiradero de uno de los vagones, que acababa de morir uno de sus compañeros. Le oyeron cuatro guardas sin que la noticia pareciera conmoverles en absoluto.

Ya, ya —dijo uno, asintiendo lentamente—. Ya, ya.

Pero no abrieron el vagón donde estaba el muerto, sino el contiguo a ése. Entonces Billy Pilgrim quedó maravillado ante lo que allí vio. Era como el paraíso. Había luz, literas con colchones y mantas, un hornillo sobre el que humeaba una cafetera y una mesa con una botella de vino, rebanadas de pan, salchichas y cuatro tazones de sopa.

En las paredes colgaban fotografías de castillos, lagos y bonitas muchachas. Aquello era el hogar ambulante de los guardas del ferrocarril, hombres cuya tarea consistía en estar siempre custodiando cargas rodantes de acá para allá. Una vez hubieron entrado en el vagón, los cuatro guardas cerraron la puerta.

Poco después salieron fumando cigarros y hablando con satisfacción en el tono bajo suave del idioma alemán. Uno de ellos vio el rostro de Billy en el respiradero y movió un dedo con gesto de advertencia, al tiempo que le decía que fuera un buen muchacho.

Los americanos del otro vagón seguían gritando que había un hombre muerto allí dentro. Entonces los alemanes les hicieron caso, sacaron una camilla de dentro de su vagón, abrieron el otro y entraron. El vagón del hombre muerto no estaba lleno. Había solamente seis coroneles vivos y uno muerto.

Los alemanes sacaron el cadáver y Billy pudo ver que era Wild Bob. Así fue.

Durante la noche, algunas locomotoras empezaron a funcionar y a moverse. La locomotora y el último vagón de cada tren exhibían una banda de color naranja y negro, indicando que el convoy no era un buen blanco para los bombarderos pues llevaba prisioneros de guerra.

La guerra estaba a punto de terminar. Las locomotoras empezaron a moverse hacia el Este a finales de diciembre y la guerra terminaría en mayo. En Alemania las prisiones estaban totalmente llenas. Ya no había alimentos para dar a los prisioneros, ni combustible para mantenerlos a una temperatura decente. A pesar de lo cual, llegaban muchos más prisioneros.

El tren en el que iba Billy Pilgrim, el más largo de todos los que allí había, estuvo parado todavía dos días. Al llegar al segundo día, el vagabundo le dijo a Billy:

—Esto no es nada. No está tan mal.

Billy miraba a través del respiradero. La estación de ferrocarril era ahora un desierto, a excepción del tren hospital marcado con una cruz roja, que estaba muy lejos. Su locomotora silbó y la locomotora del tren de Billy Pilgrim le devolvió el silbido. Se saludaban.

Aun cuando no se movieran, los vagones del tren de Billy estaban completamente cerrados. Nadie podía salir de ellos hasta llegar al final de su destino. Para los guardas que paseaban arriba y abajo, cada vagón se había convertido en un organismo único que comía, bebía y evacuaba a través de los respiraderos. Incluso hablaba y, a veces, gritaba a través de los mismos. Por ellos entraban agua, rebanadas de pan moreno, salchichas y queso, y salían mierda, orina y vocerío.

Los seres humanos que allí había hacían sus funciones evacuadoras en cascos de acero que luego pasaban a los que estaban en los ventiladores para que los vaciaran. Billy era un vaciador. Aquellos seres humanos se pasaban también las cantimploras llenas de agua que les entregaban los guardas. Y cuando les llegaba la comida, aquellos seres humanos se tranquilizaban tanto que una maravillosa ola de confianza les invadía a todos. Y la compartían.

Los seres humanos del interior del vagón organizaron turnos para repartir el estar echado o de pie. Las piernas de los que estaban de pie eran como postes hundidos en un cálido suelo de cuerpos retorcidos y suspirantes. Y el extraño suelo era un mosaico de durmientes encogidos como bebés. El tren empezó a dirigirse hacia el Este.

En aquellos momentos, en alguna parte, era Navidad. Billy Pilgrim estaba encogido como un bebé, junto al vagabundo, y se quedó dormido. Era la Nochebuena. De pronto viajó otra vez en el tiempo hasta 1967, hasta aquella noche en que fue raptado por un platillo volante de Tralfamadore.