Oíd:
Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo.
Billy se ha acostado siendo un viejo viudo y se ha despertado el día de su boda. Ha entrado por una puerta en 1955 y ha salido por ella en 1941. Ha vuelto a traspasar esa puerta y se ha encontrado en 1963. Ha visto su nacimiento y su muerte muchas veces, según dice, y viaja al azar hacia cualquier momento de su vida. Eso dice.
Billy es espástico en cuanto al tiempo; no puede controlar lo que va a sucederle y sus excursiones no siempre son divertidas. Vive en constante temor, dice, pues no sabe nunca qué parte de vida le va a tocar representar al momento siguiente.
Billy nació en 1922 en Ilium, Nueva York, hijo único del barbero del lugar. Fue un niño de aspecto gracioso, que se convirtió en un joven de gracioso aspecto, alto y delgado, con el cuerpo en forma de botella de cocacola. Terminó sus estudios en la Escuela Superior de Ilium, quedando entre el tercio superior de la clase, y asistió a las clases nocturnas de la Escuela de Óptica de Ilium durante un semestre, antes de que fuera requerido para el servicio militar, durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre murió en un accidente de cacería, en el curso de la guerra. Así fue.
Billy prestó servicio en infantería y, destacado en Europa, fue hecho prisionero por los alemanes. Después de su honrosa licencia del ejército en 1945, Billy volvió de nuevo a la Escuela de Óptica de Ilium. Durante el segundo año de sus estudios se prometió con la hija del fundador y dueño de la escuela, y luego sufrió una leve depresión nerviosa.
Estuvo bajo tratamiento en un hospital de veteranos cercano a Lake Placid. Y cuando finalmente le dejaron marchar, se casó con su prometida, terminó sus estudios y su suegro le montó un negocio en Ilium. Aquélla es una ciudad particularmente buena para los ópticos, puesto que allí se encuentra la Compañía General de Forja y Fundición. Todo empleado tiene la obligación de estar en posesión de unas gafas de seguridad y de llevarlas mientras esté trabajando en la fábrica. Pues bien, la GF & F tiene sesenta y ocho mil empleados en Ilium…, lo cual representa muchas lentes y muchas monturas.
El dinero está en las monturas.
Billy se hizo rico y tuvo dos hijos, Barbara y Robert. A su tiempo Barbara se casó con otro óptico, a quien Billy montó un negocio, y Robert… Bueno, el hijo de Billy tuvo muchos problemas en la escuela superior. Pero después se alistó en los famosos Boinas Verdes, sentó la cabeza, se convirtió en un agradable muchachote y luchó en Vietnam.
A principios de 1968 un grupo de ópticos, entre los que estaba Billy, fletaron un avión para que les llevara de Ilium a Montreal, donde había una convención internacional de óptica. El avión se estrelló en la cima del monte Sugarbush, en Vermont, y murieron todos menos Billy. Así fue.
Mientras Billy se recuperaba en un hospital de Vermont, su esposa murió de un envenenamiento accidental de monóxido de carbono. Así fue.
Cuando finalmente Billy volvió a su casa de Ilium, después del accidente de aviación que le dejó una terrible cicatriz en la parte superior del cráneo, estuvo tranquilo durante algún tiempo. No reemprendió su trabajo. Contrató un ama de llaves, aparte de que su hija iba a visitarle casi diariamente.
Fue entonces cuando, de improviso, sin advertencia alguna, Billy se marchó a Nueva York y acudió a un programa nocturno de radio dedicado a temas diversos. Dijo lo de que vivía fuera del tiempo, y también lo de que había sido raptado por un platillo volante en 1967. El platillo, explicó, procedía del planeta Tralfamadore, adonde le llevaron para exhibirle desnudo en un zoo y aparejarle, en público, con una estrella de cine terrestre llamada Montana Wildhack.
Algunas lechuzas nocturnas de Ilium oyeron a su conciudadano por la radio, y una de ellas llamó a la hija de Billy, Bárbara, que se sintió muy disgustada. Ella y su marido fueron a Nueva York y se llevaron a Billy a su casa. El hombre insistía mansamente en que todo lo que había dicho por la radio era verdad. Explicó que había sido raptado por los tralfamadorianos la noche del día de la boda de su hija. No lo habían echado de menos, afirmó, porque aquellos seres extraplanetarios lo condujeron a través de la urdimbre del tiempo, de manera que él había podido estar en Tralfamadore durante años, y aun así ausentarse de la Tierra solamente por espacio de un microsegundo.
Pasó otro mes sin incidencias, hasta que Billy escribió una carta al News Leader de Ilium, que fue publicada. En ella describía a las criaturas de Tralfamadore.
Decía que medían sesenta centímetros de altura, que eran verdes y que tenían una forma como si hubieran sido hechos por algún fontanero. Sus remaches o ventosas descansaban sobre el suelo, y sus tuberías, que eran extremadamente flexibles, apuntaban generalmente al cielo. Además, en el extremo de cada una de estas tuberías o cañerías había una pequeña mano con un ojo verde en la palma. Esas criaturas eran amistosas, podían ver en cuatro dimensiones —por lo que compadecían a los terrestres, que no pueden ver más que en tres— y tenían muchas cosas maravillosas que enseñarnos, especialmente sobre el tiempo. Billy prometía hablar de alguna de esas cosas maravillosas en su próxima carta.
Todavía estaba Billy trabajando en esta segunda carta, cuando fue publicada la primera. La segunda carta empezaba así:
«Lo más importante que he aprendido en Tralfamadore es que cuando una persona muere, sólo muere aparentemente. Continúa estando muy viva en el pasado, y por lo tanto es muy estúpido que la gente llore en su funeral. Todos los momentos, el pasado, el presente y el futuro, siempre han existido y siempre existirán. Los tralfamadorianos pueden contemplar todos los momentos diferentes de la misma forma que usted, por ejemplo, puede observar cualquier trecho de las Montañas Rocosas. Se dan cuenta de la permanencia de todos los momentos, y pueden contemplar cualquiera de ellos que les interese. Aquí en la Tierra creemos que un momento sigue a otro, como los guisantes dentro de la vaina, y que cuando un momento pasa ya ha pasado para siempre, pero no es más que una ilusión.
»Cuando un tralfamadoriano ve un cadáver, todo lo que se le ocurre pensar es que la persona muerta se encuentra en malas condiciones en aquel momento particular; pero sabe que aquella misma persona puede encontrarse estupendamente en muchos otros momentos. Ahora, después de aquella experiencia junto a ellos, cuando oigo decir que alguien ha muerto, me encojo de hombros, simplemente, y digo lo que los tralfamadorianos dicen acerca de las personas muertas, esto es: “Así son las cosas”.»
Y así sucesivamente.
Billy trabajaba en aquella carta en la habitación trasera del sótano de su vacía casa. Era el día libre de su ama de llaves. Y la razón por la que estaba escribiendo allí, y no en cualquier otra parte, era que la única máquina de escribir que tenía —un auténtico trasto viejo que pesaba tanto como un acumulador— no había fuerza humana que pudiera trasladarla fácilmente.
La calefacción de gas oil se había apagado —un ratón había roído el alambre que accionaba el termostato— y la temperatura de la casa había descendido hasta los diez grados centígrados. Pero Billy ni se había enterado. Y no es que fuera muy abrigado, pues iba con los pies descalzos y todavía vestía el pijama con un albornoz encima, a pesar de que era ya entrada la tarde.
Los pies desnudos de Billy estaban fríos y marmóreos. Pero las fibras de su corazón eran, a pesar de todo, como carbones ardientes. Lo que le hacía sentir tanto calor era la creencia de que iba a conseguir la felicidad de mucha gente al decir la verdad sobre el tiempo. El timbre de la puerta, en el piso de arriba, había estado llamando una y otra vez sin que él oyera nada. Era su hija Barbara, que al fin entró utilizando un llavín y recorrió la casa llamando: «¿Papá? ¿Papá, dónde estás?» Y otras cosas por el estilo.
Billy no le contestó, porque no la oía, de manera que ella fue poniéndose más y más histérica, esperando encontrar el cadáver de su padre de un momento a otro. De pronto se le ocurrió buscar en el último lugar que le quedaba por mirar: la habitación del sótano.
—¿Por qué no me has contestado cuando te llamaba? —preguntó Barbara, de pie en la puerta del sótano. Traía un ejemplar del periódico de la tarde, en el que Billy había descrito a sus amigos de Tralfamadore.
—No te había oído —contestó Billy.
La situación en aquel momento era ésta: Barbara tenía sólo veintiún años, pero creía que su padre era un viejo aun cuando éste no tuviera más que cuarenta y seis. Pensaba que su progenitor estaba senil a causa del daño sufrido por el accidente de aviación, y además se consideraba a sí misma el cabeza de familia, ya que había tenido que hacerse cargo de los funerales de su madre. También había tenido que preocuparse de encontrar un ama de llaves para Billy y todo lo demás. Aparte de esto, Barbara y su marido tenían que cuidar de los intereses comerciales de Billy, que eran considerables, ya que a él parecían importarle un comino sus negocios. En fin, que todas esas responsabilidades, a tan temprana edad, la habían vuelto un poco impertinente.
Y, entretanto, Billy persistía en mantener su dignidad persuadiendo a Barbara y a todo el mundo de que estaba muy lejos de ser un viejo caduco, y de que, por el contrario, se dedicaba fervientemente a responder a una llamada mucho más importante que la de los simples negocios.
Creía, nada menos, que su oficio era el de prescribir unos lentes correctores para las almas terrestres, ya que muchas de ellas estaban perdidas y afligidas porque, pensaba Billy, no tenían una visión de las cosas como la de sus pequeños amigos verdes de Tralfamadore.
—No me mientas, papá —dijo Barbara—. Sé perfectamente bien que me oíste cuando te llamé.
Era una muchacha bastante bonita, a excepción de las piernas, que parecían las patas de un gran piano eduardiano. Luego descargó su furor sobre él a causa de la carta del periódico. Le dijo que estaba haciendo de sí mismo y de cuantos le rodeaban el hazmerreír de la ciudad.
—Papá, papá, papá —concluyó Barbara—, ¿qué vamos a hacer contigo? ¿Vas a obligarnos a llevarte donde está tu madre?
La madre de Billy aún vivía. Estaba siempre en cama, en un asilo de ancianos llamado Pine Knoll y situado en un extremo de Ilium.
—¿Qué pasa con mi carta que te ha enfurecido tanto? —quiso saber Billy.
—Pues que es una locura. ¡Nada de eso puede ser verdad!
—Todo es verdad.
Estaba claro que Billy no iba a enfurecerse como su hija, pues él nunca se enfadaba por nada. En este aspecto era maravilloso.
—No hay ningún planeta llamado Tralfamadore —arguyó ella.
—Lo que sucede es que no puede ser detectado por la Tierra, si es que te refieres a eso —explicó Billy—. Tampoco la Tierra puede ser detectada desde Tralfamadore. Ambos son muy pequeños. Y están muy alejados el uno del otro.
—¿De dónde sacaste un nombre tan extraño como Tralfamadore?
—Es así como lo llaman las criaturas que lo habitan.
—¡Oh, Dios mío! —estalló Barbara, que desahogó su irritación volviéndose de espaldas a él y golpeándose los puños—. ¿Puedo hacerte una pregunta muy simple?
—Claro.
—¿Por qué nunca mencionaste nada de eso antes del accidente de aviación?
—Porque consideré que el mundo no estaba todavía maduro.
Y así sucesivamente. Billy dice que se alejó del tiempo por primera vez en 1944, mucho antes de su viaje a Tralfamadore. Los tralfamadorianos no tenían nada que ver con su alejamiento. Lo único que ocurrió es que fueron ellos quienes le hicieron comprender lo que realmente le sucedía.
Ocurrió durante el apogeo de la Segunda Guerra Mundial, siendo asistente de un capellán. El asistente del capellán es, por costumbre, objeto de risa y chanzas en el ejército americano. Y Billy no constituía una excepción. Era incapaz de hacer daño a sus enemigos o de ayudar a sus amigos. De hecho no tenía amigos. Simplemente hacía de camarero de un predicador; no esperaba ni promoción ni medallas, carecía de armas y tenía una fe mansa en un amoroso Jesús. Tan mansa que a la mayoría de los soldados les parecía putrefacta.
Mientras estuvieron de maniobras en Carolina del Sur, Billy tocaba los himnos que había aprendido en su infancia en un pequeño órgano negro a prueba de agua, que tenía treinta y nueve teclas y dos registros: vox humana y vox celeste. También se encargaba del mantenimiento de un altar portátil, constituido por una caja de madera de olivo de color pardo con unas patas empotradas y forradas de una llamativa felpa escarlata en la que anidaban una cruz de aluminio anodizado y una Biblia.
El altar y el órgano habían sido construidos por una fábrica de aspiradores de Camden, Nueva Jersey. Eso es.
En cierta ocasión, estando de maniobras, Billy tocaba «Nuestro Dios es una poderosa fortaleza» con música de Juan Sebastián Bach y letra de Martin Luther, cuando apareció un árbitro. Era domingo por la mañana y Billy y su capellán habían reunido una congregación de unos cincuenta soldados en una colina de Carolina. Aquel día había árbitros por todas partes, es decir, esos hombres que dicen quién gana o pierde una batalla teórica, y quién está muerto o vivo.
El árbitro traía una noticia la mar de cómica: la congregación había sido el blanco teórico de un teórico avión enemigo, y ahora todos estaban teóricamente muertos. Después de reír hasta casi reventar, aquellos cadáveres teóricos se dieron un atracón con una buena y abundante comida.
Años después, recordando ese incidente, Billy se sorprendía pensando en la aventura tralfamadoriana que había vivido con aquella muerte. Estuvo muerto y comió al mismo tiempo.
Hacia el final de las maniobras a Billy le dieron un permiso especial para que fuera a su casa, dado que su padre, el barbero de Ilium, Nueva York, había sido muerto por un amigo que le disparó mientras cazaban venados. Así fue.
Al regresar del permiso Billy se encontró con la orden de que debía atravesar el Atlántico. Lo necesitaban en los cuarteles de una compañía de un regimiento de infantería que luchaba en Luxemburgo: el asistente del capellán del regimiento había muerto en acción de guerra. Así fue.
Cuando Billy se unió al regimiento, éste sufría las consecuencias de un rápido proceso de destrucción bajo el fuego alemán. Era la famosa batalla de Bulge. Billy no llegó a encontrarse con el capellán al que debía acompañar, ni recibió nunca un casco de acero o unas botas de combate. Corría el mes de diciembre de 1944 y los alemanes realizaban el último ataque importante que hicieron en la guerra.
Billy sobrevivió pero se convirtió en un aturdido vagabundo, bastante alejado de los nuevos frentes alemanes. Otros tres vagabundos, no tan aturdidos como él, permitieron que les acompañara. Dos de ellos eran exploradores y el otro artillero antitanques. No poseían ni alimentos ni mapas, por lo que, para evitar a los alemanes, fueron penetrando en silenciosos bosques cada vez más profundos. Comían nieve.
Iban en fila india. En primer lugar caminaban los exploradores, listos, graciosos y silenciosos, provistos de sendos rifles. Después venía el artillero antitanques, torpe y aturdido, constantemente al acecho de los alemanes con un «Cok» 45 automático en una mano y un puñal de trinchera en la otra. El último era Billy Pilgrim, con las manos vacías, fríamente dispuesto a morir.
Billy tenía una figura insensata: metro ochenta y ocho de estatura y un pecho semejante a una caja de cerillas.
No tenía casco, no tenía guerrera, no tenía armas, no tenía botas. Llevaba los pies metidos en unos zapatos de calle baratos —los mismos que había calzado en los funerales de su padre— a uno de los cuales le faltaba el tacón, lo que le hacía andar oscilando arriba-y-abajo, arriba-y-abajo. Este baile involuntario, arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, le producía escozor en la articulación de la cadera. Su indumentaria, consistía en una chaqueta deportiva delgada, una camisa, unos pantalones de lana de la que pica, y unos calzoncillos largos impregnados de sudor.
Era el único de los cuatro que llevaba barba, una barba erizada y escasa, algunos de cuyos erizados pelos ya eran blancos a pesar de que Billy tenía veintiún años. Además se estaba quedando calvo y el viento, el frío y el ejercicio violento habían dado a su rostro un color carmesí.
No se parecía en nada a un soldado. Semejaba un mugriento pajarraco.
Durante el tercer día de vagabundeo alguien les disparó cuatro tiros desde lejos mientras cruzaban una estrecha carretera adoquinada. El primer disparo fue para los exploradores y el siguiente para el artillero antitanques, cuyo nombre era Roland Weary.
La tercera bala iba dirigida al mugriento pajarraco, que se había quedado inmóvil en el mismo centro de la carretera. Cuando pasó zumbando junto a su oreja la mortal avispa, Billy permaneció allí, de pie, cortésmente, dando otra oportunidad al francotirador. Su interpretación personal de las reglas de la guerra suponía que al tirador debía concedérsele una segunda oportunidad. La siguiente bala pasó a unos centímetros de su rótula y se alejó hasta perderse el sonido.
Mientras tanto, Roland Weary y los exploradores se habían puesto a salvo en un hoyo. Fue Weary quien le gruñó a Billy. «¡Sal de la carretera, chulo de putas!» La última palabra constituía una verdadera novedad en el lenguaje de la gente blanca de 1944. Para Billy, que no había estado nunca con una puta, aquélla era una expresión fresca y sorprendente. Surtió efecto: le hizo despertar y apartarse de la carretera.
—Otra vez te he salvado la vida, necio bastardo —dijo Weary a Billy, en el hoyo.
Había estado salvándole la vida continuamente. Con aquel muchacho era absolutamente necesario echar mano de la crueldad pues él no hubiera dado un solo paso para salvarse. En efecto, Billy quería abandonar. Tenía frío, hambre, aturdimiento y era incompetente. Para él, en aquellos momentos apenas existían diferencias entre estar dormido o estar despierto; ya no distinguía entre andar o quedarse quieto.
Deseaba que todo el mundo le dejara solo. «Muchachos, continuad sin mí», repetía una y otra vez.
La guerra era una cosa tan nueva para Billy como para Weary. Porque también éste era un sustituto. Formaba parte de una batería de artilleros, pero solamente había ayudado a disparar un proyectil, en un cañón antitanque de 57 milímetros. El cañón hizo un ruido desgarrado, como si se hubiera abierto la cremallera de la bragueta del Dios Todopoderoso, y barrió la nieve llevándose por delante la vegetación. El disparo no dio en el blanco, pero la huella dejada en el suelo mostró con toda exactitud a los alemanes el camuflado escondrijo del arma.
El tanque «Tigre» a quien iba destinado el cañonazo giró lentamente su hocico de 88 milímetros, vio el rastro en el suelo y disparó. Murieron todos los de la batería menos Weary. Así fue.
Roland Weary tenía sólo dieciocho años cuando esto ocurría, y se encontraba al final de una desdichada infancia pasada en su mayor parte en Pittsburg, Pennsylvania. En su ciudad natal nadie le podía ver. Y no le podían ver porque era estúpido, gordo y tacaño, y porque olía como un cerdo por mucho que se lavase. La gente no quería ni verle y por eso se lo quitaban de encima.
A Weary le ponía malo eso de que se lo quitaran de encima. Cuando alguien se desembarazaba de él iba en busca de otra persona que todavía fuera menos popular, rondaba con ella durante algún tiempo simulando ser un buen amigo, y después buscaba cualquier pretexto para pelearse con ella y hacerle sacar las tripas por la boca.
Era un modelo en su género. Comenzó a mantener unas relaciones locas, sexuales y criminales con las personas a quienes había pegado alguna vez. Les hablaba de la colección de armas de fuego, de espadas, de instrumentos de tortura, de piernas metálicas y demás que tenía su padre. El padre de Weary, que era lampista, poseía una colección de cosas de éstas que estaba asegurada en cuatro mil dólares. Y no era él sólo quien se divertía con este hobby: pertenecía a un club compuesto por personas que coleccionaban tales objetos.
En cierta ocasión el padre de Weary regaló a la madre de Weary un retuerce-pulgares español que todavía funcionaba, para que lo utilizara como pisapapeles. Otra vez le hizo una lamparilla de mesa cuya base era una reproducción de treinta centímetros de altura de la famosa «Doncella de Hierro de Nuremberg». La verdadera «Doncella de Hierro» era un instrumento de tortura de la Edad Media que consistía en una especie de recipiente con forma de mujer por fuera y forrado con clavos por dentro, cuya mitad delantera estaba compuesta por dos puertas. La idea era poner dentro al criminal, y después cerrar las puertas lentamente. En el lugar de los ojos había dos clavos especiales, y en su base tenía un agujero para dejar salir la sangre. Así es.
Weary había hablado a Billy Pilgrim de la «Doncella de Hierro», del agujero que tenía en la base y de su utilidad. También le había hablado de los dum-dum y de la pistola «Derringer» de su padre, que podía llevarse en el bolsillo del chaleco y aun así agujerear a un hombre y «atravesarlo limpiamente».
Una vez apostó a que Billy no sabía siquiera lo que era un canalón de sangre. Billy creyó adivinar que se trataba del desagüe de la «Doncella de Hierro», pero estaba equivocado. Un canalón de sangre, según supo después, es el ligero surco que existe en la hoja de una espada o una bayoneta.
También le habló Weary a Billy de las torturas sobre las que había leído o visto en el cine, o que había oído por la radio, y de otras torturas que él mismo había inventado. Una de sus invenciones consistía en meter un taladro de dentista por los oídos de un individuo. Un día le preguntó a Billy cuál creía que era la peor forma de ejecución. Y como éste no tuviera opinión al respecto, la respuesta correcta resultó ser: «Se ata al tío en un hormiguero del desierto boca arriba, se le unta el escroto con miel y se le cortan los párpados para que tenga que mirar al sol hasta que muera.» Así es.
Ahora, echados en el hoyo después de los fallidos disparos, Weary obligó a Billy a echar una detenida ojeada a su cuchillo de trinchera. No formaba parte del equipo que había recibido del gobierno. Era un regalo de su padre. Tenía una hoja de diez centímetros que adquiría una forma triangular al unirse al puño. Este consistía en un mango de bronce provisto de cinco anillas soldadas, en las cuales Weary introducía sus dedos regordetes. Las anillas no eran lisas, sino que estaban cubiertas de púas en su parte externa.
Weary rozó las mejillas de Billy con las púas y, reprimiendo su instinto salvaje, le preguntó:
—¿Qué te parecería si te dieran con eso, eh? ¿Hum?
—No me parecería nada —repuso Billy.
—¿Sabes por qué la hoja es triangular?
—No.
—Pues porque produce una herida que no se cierra jamás.
—¡Ah!
—Hace un agujero de tres bordes. Si le clavas a un tío un cuchillo ordinario le haces un corte, ¿no? Y esa raja se cierra rápido y bien, ¿no?
—Sí.
—Mierda. ¿Qué es lo que sabes tú? ¿Qué diablos te han enseñado en la escuela?
—No he estado allí mucho tiempo —dijo Billy.
Y era cierto. Sólo había ido durante seis meses a una escuela especializada, la Escuela de Óptica de Ilium, y aun ésa había sido una escuela nocturna.
—¡Quiero decir la Escuela del Arroyo! —explicó Weary duramente.
Billy se encogió de hombros, y Weary concluyó:
—La vida es mucho más de lo que se lee en los libros. Ya lo verás algún día.
Allí, en el hoyo, Billy tampoco replicó a eso. No tenía ganas de entablar una conversación innecesaria. Estuvo tentado de decir que sí, que sabía un par de cosas sobre cuchillos. Pero calló. Después de todo, Billy había contemplado torturas y horribles heridas desde su infancia, al principio y al final de casi todos los días. Pues en la pared de su pequeño dormitorio de Ilium tenía un crucifijo extremadamente espantoso. Un cirujano militar hubiera sabido admirar la fidelidad clínica del artista al representar las heridas de Cristo: el lanzazo, las espinas, los agujeros de los clavos… El Cristo de Billy había muerto de una forma horrible. Era digno de lástima.
Así es.
Billy no era católico, a pesar de que creció soportando la visión del fantasmagórico crucifijo colgado en la pared de su habitación. Su padre no tenía religión alguna y su madre solamente era sustituta de organista en varias iglesias de la ciudad. Se llevaba a Billy con ella a todos los lugares donde tocaba, e incluso le enseñó a tocar un poquito. Solía decir que se haría de alguna religión tan pronto decidiera cuál era la verdadera.
Pero nunca lo decidió. Sin embargo tenía una terrible obsesión por los crucifijos. Compró uno en una tienda de regalos de Santa Fe, durante un viaje de recreo que la pequeña familia hizo al Oeste durante la Gran Depresión. Como muchos otros americanos, la mujer intentaba construirse una vida que tuviera sentido basándose en los objetos que encontraba en las tiendas de regalos.
Y el crucifijo fue a parar a la pared de la habitación de Billy Pilgrim.
Dentro del hoyo, acariciando el mango de nogal de sus fusiles, los dos exploradores dijeron en un murmullo que era el momento de moverse otra vez. Habían pasado diez minutos y nadie había acudido para ver si les habían dado y rematarlos. Quienquiera que fuese, el que había disparado estaba muy lejos y probablemente solo.
Nuestros cuatro vagabundos salieron del agujero a gatas. Nadie volvió a disparar. Fueron avanzando por el bosque, siempre a gatas y lentamente, como desdichados mamíferos que eran. El bosque era oscuro y viejo, con pinos plantados en hilera y sin rastro de maleza. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve virgen de unos diez centímetros de espesor. No tenían otro remedio que dejar sus huellas sobre la nieve, tan claras como los diagramas de los libros de baile de salón: adelante-de-lado-descanso, adelante-de-lado-descanso.
—¡Acércate de una vez y no te alejes más! —advirtió Roland Weary a Billy Pilgrim mientras avanzaban.
Weary parecía un fardo de lana. Era bajo y grueso y llevaba encima todo lo que había constituido su equipo, así como todos los regalos que había recibido de su casa: casco, forro del casco, gorro de lana, bufanda, guantes, camiseta de algodón, camiseta de lana, camisa de algodón, camisa de lana, jersey, chaqueta, guerrera, calzoncillos de algodón, calzoncillos de lana, pantalones de lana, calcetines de algodón, calcetines de lana, botas de combate, máscara de gas, cantimplora, estuche para la comida, estuche-botiquín, puñal de trinchera, manta, impermeable con capucha, una Biblia a prueba de balas, un folleto titulado Conozca a su enemigo, otro titulado ¿Por qué luchamos? y un tercero de frases alemanas escritas según la fonética inglesa. Este último le permitiría preguntar a los alemanes, llegado el caso, cosas como éstas: «¿Dónde están vuestros cuarteles?» «¿De qué armas disponéis?», o decirles: «Rendíos, vuestra situación es desesperada», etcétera.
Además, tenía un trozo de madera de balsa que le servía de almohada, una cajita profiláctica que contenía dos preservativos («¡Solamente para prevenir la enfermedad!»), un silbato que no quería enseñar a nadie hasta que lo ascendieran a cabo y una sucia fotografía de una mujer intentando consumar el acto sexual con un potrillo de Shetland. Había enseñado esa fotografía a Billy Pilgrim varias veces.
La mujer y el potrillo habían posado sobre un fondo de cortinajes de terciopelo atestados de globos, y estaban flanqueados por sendas columnas dóricas, ante una de las cuales había una palmera en un tiesto. La foto de Weary era de las más antiguas en la historia de la fotografía pornográfica. La palabra fotografía fue utilizada por primera vez en 1839, año en que Louis J. M. Daguerre reveló a la Academia Francesa que una imagen fijada sobre una placa de metal cubierta con una fina película de yoduro de plata podía revelarse en presencia de vapor de mercurio.
En 1841, sólo dos años después de eso, un ayudante de Daguerre, André Le Fèvre, era arrestado en los Jardines de las Tullerías —en el mismo lugar, precisamente, donde Weary compró su foto— por intentar vender a un caballero la fotografía de la mujer y el potrillo. Le Fèvre se defendió diciendo que la fotografía era arte puro y que su intención era hacer revivir la mitología griega. Argumentó que la columna y la palmera lo demostraban, y cuando le preguntaron qué mito intentaba representar, Le Fèvre replicó que había miles de mitos como ése de la mujer-mortal y el potrillo-dios…
Le condenaron a seis meses de prisión. Y murió allí, de pulmonía. Así fue.
Billy y los exploradores no eran ya más que piel y huesos. En cambio a Roland Weary le quedaba aún grasa para quemar. Era un verdadero horno ardiente, bajo todo aquel montón de lana, correas y lonas que cargaba. Tenía tanta energía que se pasaba el tiempo recorriendo la distancia que separaba a Billy de los exploradores, portando mensajes que nadie había enviado y que a nadie gustaba recibir. Además empezó a creerse que, puesto que andaba mucho más ocupado que los demás, le correspondía ser el jefe de la expedición.
Se sentía tan ardiente y tan arrojado que, de hecho, no tenía sensación de peligro. Su visión del mundo exterior se limitaba a lo que podía ver por la estrecha rendija que separaba el borde de su casco del de la bufanda que le habían mandado de su casa, y que escondía su rostro desde el puente de la nariz hasta el cuello. Iba tan abrigado que incluso podía imaginar que estaba en su hogar, sano y salvo, superviviente de la guerra, contando a su hermana y a sus padres una verdadera historia de guerra. Pero la verdadera historia de la guerra estaba aún sin terminar.
La versión de Weary de la verdadera historia de la guerra era algo así: hubo un gran ataque germano y Weary y sus camaradas antitanques lucharon como demonios hasta que todos murieron, menos Weary. Eso es. Después, Weary se unió a dos exploradores, e inmediatamente se hicieron muy amigos. Decidieron intentar la vuelta a su propio frente. Tenían que andar aprisa, pues estarían perdidos si los cogían. Se estrecharon las manos y se llamaron a sí mismos los «Tres Mosqueteros».
Pero entonces, aquel condenado colegial, tan débil que no debía haber ido nunca al ejército, les pidió que le dejaran ir con ellos. No tenía siquiera una pistola o un cuchillo, ni tampoco casco, ni gorro. Además, no podía andar derecho; iba meneándose continuamente arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, volviendo loco a todo el mundo y abandonando su posición. Era digno de lástima. Los «Tres Mosqueteros» empujaron, cargaron y arrastraron al colegial todo el camino de vuelta a sus líneas. Y salvaron su maldito pellejo.
Entretanto, en la realidad, Weary volvía sobre sus pasos, intentando averiguar qué le había sucedido a Billy. Les había dicho a los exploradores que esperaran mientras él iba a buscar al colegial. En el camino, al pasar por debajo de una rama baja, ésta chocó con su casco emitiendo un clone que él no oyó. Luego, en algún lugar, un gran perro ladró pero él tampoco lo oyó. ¿Qué le sucedía? Simplemente que su historia estaba en un momento muy excitante: veía a un oficial felicitando a los «Tres Mosqueteros» y diciéndoles que les impondría la medalla de bronce.
—¿Puedo hacer algo más por ustedes, muchachos? —preguntaba el oficial.
—Sí, señor —respondía uno de los exploradores—. Nos gustaría estar juntos hasta que terminase la guerra, señor. ¿Puede usted conseguir de alguna forma que nadie separe a los «Tres Mosqueteros»?
Billy se había detenido en el bosque. Estaba apoyado contra un árbol con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y las aletas de la nariz dilatadas. Parecía un poeta en el Partenón.
Esta fue la primera vez que Billy se alejó del tiempo. Primero su atención empezó a recorrer el arco iris completo de su vida y llegó hasta la muerte, que era una luz violeta. No había nadie ni nada, sólo aquella luz violeta y un zumbido.
Después Billy volvió a sumergirse en la vida retrocediendo hasta el momento antes de nacer, donde todo era luz roja y sonido de burbujas. Luego regresó nuevamente a la vida y se detuvo. Se vio de jovencito, tomando una ducha en compañía de su peludo padre, en el YMCA de Ilium. Olía el cloro de la piscina que había en la sala contigua y oía el ruido de las palancas del trampolín.
El jovencito Billy estaba aterrorizado, porque su padre le había dicho que iba a aprender a nadar por el método de hundirse-o-nadar. Le echaría a las profundidades, le explicaba, y Billy nadaría perfectamente.
Aquello sería como una ejecución. Billy se sentía entumecido mientras su padre le llevaba desde las duchas hasta la piscina. Tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió se encontró en el fondo de la piscina, oyendo por todas partes una música maravillosa. Perdió el conocimiento, pero la música continuó. Casi no se dio cuenta de que alguien lo rescataba. Y Billy lo lamentó.
Desde allí viajó por el tiempo hasta 1965. Tenía cuarenta y un años y se dirigía a visitar a su decrépita madre en Pine Knoll, un asilo de ancianos adonde la había llevado el mes anterior. Estaba enferma de pulmonía y no se esperaba que sobreviviera. Sin embargo, todavía vivió muchos años después de aquello.
La anciana casi no tenía voz, de manera que Billy tuvo que pegar su oreja derecha a los apergaminados labios para oírla. Evidentemente tenía algo muy importante que decir.
—¿Cómo…? —empezó. Y calló. Estaba demasiado cansada.
Esperaba no tener que terminar la frase, confiaba en que Billy lo haría por ella.
Pero Billy no tenía ni idea de lo que quería decir.
—¿Cómo… qué, madre? —preguntó.
Ella tragó saliva con dificultad, e incluso derramó alguna lágrima. Después reunió toda la energía que quedaba en su arruinado cuerpo, incluida la de las puntas de los dedos de los pies, y al fin pudo acumular la suficiente para murmurar la frase completa.
—¿Cómo me he vuelto tan vieja?
La madre de Billy perdió el conocimiento, y una linda enfermera sacó a Billy de la habitación. En el preciso momento en que Billy salía al pasillo pasaron unos sanitarios transportando el cuerpo de un anciano cubierto con una sábana. El hombre, en su tiempo, había sido un famoso corredor de maratón… Por cierto que esto fue antes de que Billy se rompiera la cabeza en el accidente de aviación, y antes de que se convirtiera en conferenciante y propagador del tema de los platillos volantes y de los viajes por el tiempo.
Billy estaba sentado en una sala de espera. Aún no era viudo. Estaba sentado, como decíamos, en un confortable sillón y notó algo duro debajo del cojín tapizado. Lo sacó y vio que se trataba del libro La ejecución del soldado Slovik, de William Bradford Huie. Era un relato histórico de la muerte, ante un pelotón de ejecución, del soldado Eddie D. Slovik, placa 36.896.415, el único soldado americano que hubo de ser fusilado por cobardía desde la Guerra Civil. Así fue.
En aquel libro, Billy leyó la opinión de un abogado que revisó el caso Slovik, y que concluía así: «Había desafiado directamente la autoridad del gobierno, y una futura disciplina se basa en una decidida réplica a este desafío. Si la pena de muerte debe imponerse en las deserciones también debió ser impuesta en ese caso no como una medida de castigo ni de venganza, sino para mantener esta disciplina, que es lo único que puede poner a un ejército en condiciones de vencer a su enemigo. Nadie pidió demencia en aquel caso, ni tampoco este libro intenta comprensión.» Así fue.
Billy parpadeó en 1965 y viajó por el tiempo hasta 1958. Asistía a un banquete en honor de un equipo de la Pequeña Liga, del cual era miembro su hijo Robert, y el entrenador —que era soltero— estaba hablando. Se le veía profundamente emocionado.
Juro por Dios —decía— que consideraría un honor ser el chico de los balones para esos muchachos.
Billy parpadeó en 1958 y viajó por el tiempo hasta 1961. Era la víspera de Año Nuevo y estaba terriblemente borracho, en una fiesta donde todos eran ópticos o estaban casados con alguien del oficio.
Generalmente Billy no bebía mucho porque la guerra había echado a perder su estómago, pero ahora llevaba encima una verdadera melopea y estaba siendo infiel a su esposa Valencia por primera y única vez en su vida. Había conseguido de alguna manera que una mujer le acompañara hasta el lavadero de la casa y ambos se sentaron en la secadora a gas, que funcionaba.
La mujer, que también estaba muy bebida, ayudó a Billy a que le quitara la faja.
—¿De qué querías hablar? —le preguntó.
—Da lo mismo —contestó Billy. Y verdaderamente estaba convencido de que aquello no tenía importancia. No podía recordar ni el nombre de la mujer.
—¿Por qué te llaman Billy en lugar de William?
—Por razones comerciales —contestó Billy.
Y era cierto. Su suegro, que había sido el dueño de la Escuela de Óptica de Ilium y que le había puesto el negocio a Billy, era un genio en este campo. Le dijo a Billy que alentara a la gente a que le llamara Billy, porque ése es un nombre que queda fijado en la memoria, porque eso crearía un halo ligeramente mágico a su alrededor —ya que no podía encontrarse en el oficio ningún otro Billy— y porque, además, hacía que las personas le consideraran amigo suyo inmediatamente.
En alguna parte de la casa se produjo una terrible escena. La gente expresaba su disgusto a causa de Billy y la mujer, y de pronto se encontró en el interior de su automóvil, intentando encontrar el volante.
Lo principal en aquellos momentos era encontrar el volante y marcharse. Al principio, Billy empezó a mover los brazos como si fueran aspas de molino esperando tener la fortuna de dar con el chisme. Pero cuando vio que el sistema fallaba decidió ser más metódico, trabajando de tal forma que el volante no pudiera escapársele. Se apoyó contra la dura manecilla de la puerta de su izquierda y exploró el espacio que tenía delante, palmo a palmo. Al comprender que también así había fracasado comenzó a moverse hacia la derecha, y volvió a buscar. Quedó muy sorprendido al ver que había llegado hasta la portezuela del lado derecho sin haber encontrado el volante, y al final sacó la conclusión de que se lo habían robado. Esto le enfureció, pero seguidamente se quedó dormido.
Estaba en el asiento posterior de su coche, y ésa era la razón de que no hubiera encontrado el volante.
Ahora alguien intentaba despertar a Billy, quien todavía se sentía borracho, aparte de enojado por el robo de su volante. Estaba de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, detrás de las líneas alemanas. Y la persona que le estaba sacudiendo era Roland Weary. Le tenía agarrado por las solapas de la chaqueta y le golpeaba contra el árbol. Después, de un tirón, le arrastró en la dirección que quería que tomara con su propio esfuerzo.
Billy se quedó parado, movió la cabeza y dijo:
—¡Marchaos!
—¿Qué?
—Muchachos, marchaos sin mí. Estoy bien.
—¿Estás, qué?
—¡Estoy perfectamente bien!
—¡Dios mío! Siempre he odiado a los débiles —concluyó Weary por entre la urdimbre de su húmeda bufanda casera. Billy no había visto nunca el rostro de Weary. Una vez que había intentado imaginárselo, imaginó un sapo en una pecera.
Weary arrastró a Billy durante un buen trecho, a base de puntapiés. Los exploradores, que les estaban esperando a la orilla de un riachuelo helado, sí que habían oído al perro. También habían oído a algunos hombres dando voces como si fueran cazadores que saben muy bien dónde está su presa.
La ribera del riachuelo era lo bastante alta como para poder estar de pie tras de ella sin ser visto. Billy bajó hasta la orilla tambaleándose de una forma ridícula. Después bajó Weary, tintineando, repicando y haciendo sonar todos los artefactos que llevaba encima.
—Aquí estamos, muchachos —dijo Weary al llegar—. No quiere vivir, pero tendrá que hacerlo quiéralo o no. Cuando salga de ésta, por Dios que deberá su vida a los «Tres Mosqueteros».
Esta fue la primera vez que los exploradores oyeron a Weary considerarse, a sí mismo y a ellos, como los «Tres Mosqueteros».
Billy Pilgrim, echado en el lecho del río, pensaba que él, Billy Pilgrim, iba a transformarse de un momento a otro, dulcemente, en corriente de agua. Si lo dejaran allí sólo un ratito, pensaba, ya no causaría más problemas a nadie. Se transformaría en corriente de agua e iría flotando entre los troncos y la maleza de las orillas.
En alguna parte el perrazo volvió a ladrar. Con la ayuda del miedo y de los ecos del silencio invernal, el perro parecía sonar tan fuerte como una gran campana de bronce.
Roland Weary, de dieciocho años, se metió entre los exploradores y dejó caer sus pesados brazos sobre sus hombros.
—Bien, ¿qué van a hacer ahora los «Tres Mosqueteros»? —inquirió.
Billy Pilgrim tenía una alucinación maravillosa. Llevaba un traje seco, caliente, con calcetines blancos, y estaba patinando por la pista de una sala de baile, donde miles de personas le vitoreaban. Esta vez no viajaba en el tiempo. Nunca había sucedido tal cosa ni nunca sucedería. Era ya la locura de un hombre moribundo y que tenía los zapatos llenos de nieve.
Uno de los exploradores agachó la cabeza y escupió. El otro hizo lo mismo y ambos estudiaron los efectos infinitesimales del esputo sobre la nieve y la historia. Eran personas listas y pequeñas. Habían estado tras las líneas alemanas muchas veces hasta entonces, viviendo como criaturas de los bosques, resistiendo día tras día gracias al terror y a su irracional instinto.
Ahora, los dos se deshicieron de los amorosos brazos de Weary y le dijeron que él y Billy saldrían ganando si buscaban a alguien a quien rendirse… porque ellos no iban a perder más tiempo aguantándolos.
Y dejaron a Weary y a Billy en el lecho del riachuelo.
Billy Pilgrim continuaba patinando, haciendo las más variadas piruetas —que la mayoría de la gente hubiera considerado imposibles—, dando vueltas y más vueltas, deteniéndose para mantener el equilibrio sobre una moneda de diez centavos, etc. Los vítores continuaban, pero el tono fue perdiendo intensidad a medida que la alucinación daba paso a un viaje por el tiempo.
Billy dejó de patinar y se encontró delante de un atril en un restaurante chino de Ilium, Nueva York, a primeras horas de la tarde de un día otoñal del año 1957. Estaba recibiendo una tremenda ovación por parte de los miembros del Club de los Leones: acababa de ser elegido su presidente y era necesario que dijera algunas palabras. Por ello se sentía rígido de espanto, como si se hubiera cometido un horrible error. Todos aquellos hombres de sólida y próspera reputación descubrirían ahora que habían elegido a una persona insignificante y ridícula, y oirían su aguda voz, la que ya tenía cuando la guerra. Tragó saliva. Sabía que en lugar de voz tenía un pito que parecía hecho de madera de sauce llorón. Pero lo peor de todo era que no tenía nada que decir. La multitud se calmó. Todos mostraban sus colorados y sonrientes rostros.
Entonces Billy abrió la boca y de ella salió un tono de voz profundo y resonante. Su voz se había convertido en un maravilloso instrumento. Para empezar contó chistes que hicieron desternillarse a todos de risa, luego se puso serio y finalmente contó más chistes, hasta terminar con una nota humilde, como debía ser. La explicación del milagro era ésta: Billy había asistido a un curso de cómo hablar en público.
Al volver a la realidad, se encontró de nuevo en el lecho helado del riachuelo. Roland Weary parecía querer matarle a golpes.
Weary parecía lleno de una trágica cólera. Nuevamente se lo habían quitado de encima. Enfundó su pistola y su pañuelo, con su hoja triangular y sus canalones de sangre en cada cara, y después se puso a sacudir a Billy haciendo resonar todos los huesos de su esqueleto y golpeándole contra el suelo de la orilla.
No paraba de maldecir y blasfemar a través de los hilos de su bufanda casera. Hablaba de una forma ininteligible de los sacrificios que había hecho en beneficio de Billy, y se extendía en consideraciones sobre la piedad y el heroísmo de los «Tres Mosqueteros», describiendo con los más brillantes y apasionados matices sus virtudes y su magnanimidad y elogiando el imperecedero honor que habían conquistado para sí, del gran servicio que habían prestado a la Cristiandad.
La culpa de que esa entidad luchadora ya no existiera era totalmente de Billy, y Weary estaba convencido de que tenía que pagarlo. Así pues, le dio un buen puñetazo en la mandíbula y lo hizo saltar desde la orilla hasta el hielo que cubría el riachuelo. Billy quedó a cuatro patas sobre el hielo, lo que aprovechó Weary para darle puntapiés en las costillas. Luego cayó de lado. Intentó apretujarse formando una bola.
—Ni siquiera deberías estar en el ejército —decía Weary.
Billy respondió con unos involuntarios sonidos convulsivos que parecían carcajadas.
—Crees que es divertido, ¿eh? —preguntó Weary.
Rodeó a Billy y se colocó a su espalda. La chaqueta, la camisa y la camiseta del muchacho se habían arremolinado sobre sus hombros a causa de la violencia, de manera que su espalda estaba desnuda. Los nudos de la columna vertebral de Billy estaban a merced de las botas de combate de Weary.
Este echó hacia atrás el pie derecho y apuntó a la columna vertebral, al centro del tubo en el cual Billy tenía tantas conexiones importantes. Estaba claro que se disponía a rompérselo…
Pero entonces Weary se dio cuenta de que tenía público. Cinco soldados alemanes y un perro policía atado a una correa les estaban observando desde la orilla del río. Los azules ojos de los soldados aparecían llenos de una extraordinaria curiosidad por ver cómo un americano intentaba asesinar a otro en un lugar tan lejano del hogar, y por saber de qué se reiría la víctima.