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Todo esto sucedió, más o menos. De todas formas, los partes de guerra son bastante más fieles a la realidad. Es cierto que un individuo al que conocí fue fusilado, en Dresde, por haber cogido una tetera que no era suya. Igualmente cierto es que otro individuo, al que también conocí, había amenazado a sus enemigos personales con matarlos por medio de pistoleros alquilados. Y así sucesivamente. He cambiado los nombres de los personajes.

Es cierto que volví a Dresde, con dinero de Guggenheim (Dios le bendiga), en 1967. La ciudad se parecía un poco a Dayton, Ohio, aunque con muchos más espacios libres. Su suelo debía de contener toneladas de harina de huesos humanos.

Volví allí con un viejo camarada de la guerra, Bernard V. O’Hare, y nos hicimos amigos del taxista que nos llevó hasta el matadero donde nos habían encerrado una noche como prisioneros de guerra. Su nombre era Gerhard Müller y nos dijo que había sido prisionero de los americanos durante algún tiempo. Le preguntamos qué tal se vivía bajo el comunismo, y él respondió que al principio era terrible —pues todo el mundo tenía que trabajar muchísimo, aparte de que no había ni cobijo ni alimentos ni ropas adecuadas—, pero que ahora las cosas estaban mucho mejor. Tenía un apartamento, pequeño aunque muy agradable, y su hija recibía una educación excelente. La madre quedó calcinada en el bombardeo de Dresde. Como suena.

En Navidades envió una postal a O’Hare cuyo texto decía:

«Deseo que usted y su familia, así como su amigo, pasen unas felices Navidades y un próspero Año Nuevo, y espero que nos encontraremos nuevamente, si la casualidad lo permite, dentro de un taxi, en un mundo de paz y libertad.»

Me gustó mucho eso de «si la casualidad lo permite».

Me disgustaría decir lo que este asqueroso librito me ha costado en dinero, malos ratos y tiempo. Cuando volví a casa después de la Segunda Guerra Mundial, hace veintitrés años, pensé que me sería fácil escribir un libro sobre la destrucción de Dresde, ya que todo lo que debía hacer era contar lo que había visto. También estaba seguro de que sería una obra maestra o de que, por lo menos, me proporcionaría mucho dinero, por tratarse de un tema de tal envergadura.

Pero cuando me puse a pensar en Dresde las palabras no acudían a mi mente, al menos no en número suficiente para escribir un libro. Y tampoco ahora, que me he convertido en un viejo fatuo con sus recuerdos, sus manías y sus hijos ya crecidos, tengo palabras para hacerlo.

Pienso en lo inútil que me ha resultado el recuerdo de Dresde, en lo tentador que ha sido el tema para muchos escritores, y me acuerdo del famoso estribillo:

Había en Estambul un joven

Que así interpelaba a su herramienta:

«Me quitaste la salud

Y mi hacienda arruinaste,

Y ahora todo es poco para ti,

¡Vieja loca!»

Y también me acuerdo de la canción que sigue:

Mi nombre es Yon Yonson.

Trabajo en Wisconsin,

En una serrería

Y cuando voy por la calle,

La gente me pregunta:

«¿Cómo te llamas?»

Y yo contesto:

«Mi nombre es Yon Yonson,

Trabajo en Wisconsin…»

Y así hasta el infinito.

Al paso de los años, la gente que he conocido me ha preguntado muchas veces en qué trabajo, y por lo general yo he contestado que la obra más importante que tengo entre manos es un libro sobre Dresde.

Una vez le dije eso a Harrison Starr, el productor de cine, y él levantó las cejas inquiriendo:

—¿Es un libro anti-guerra?

—Sí —contesté—. Me parece que sí.

—¿Sabes lo que les digo a las personas que están escribiendo libros anti-guerra?

—No. ¿Qué les dices, Harrison Starr?

—Les digo, ¿por qué no escriben ustedes un libro anti-glaciar en lugar de eso?

Lo que quería decir es que siempre habría guerras y que serían tan difíciles de eliminar como lo son los glaciares. Desde luego, también yo lo creo.

Además, aunque las guerras no siguieran siendo como los glaciares, seguirás siendo llorada, vieja muerte.

Cuando era algo más joven y ya trabajaba en mi famoso libro sobre lo de Dresde, le pedí a un viejo camarada de guerra llamado Bernard V. O’Hare si podía venir a verme. El era fiscal de distrito en Pennsylvania, y yo escritor en Cape Cod. En la guerra habíamos sido soldados de reconocimiento de infantería, y ninguno de los dos había pensado jamás en hacer dinero después de que ésta terminara. No obstante, ambos nos desenvolvíamos bastante bien.

Hice que la Compañía Telefónica lo encontrara. Para estas cosas, son maravillosos. A veces, a altas horas de la noche, me da esa manía de mezclar el alcohol con el teléfono. Me emborracho y luego, gracias a mi aliento, que parece hecho de mostaza y rosas, alejo de mí lado a mi mujer. Entonces, hablando en un tono grave y solemne, pido a las telefonistas que me comuniquen con tal o cual amigo del que no he tenido noticias en los últimos años.

Me puse en contacto con O’Hare de esa forma. Él es bajo y yo soy alto. Le dije por teléfono quién era, y que habíamos sido capturados juntos durante la guerra. Se lo creyó en seguida. Estaba levantado, leyendo, y en su casa todo el mundo dormía.

—Escucha —dije—, estoy escribiendo un libro sobre Dresde y me gustaría que alguien me ayudara a recordar algunas cosas. Pienso que podría ir a verte, para beber, charlar y recordar.

No se entusiasmó. No creía recordar gran cosa. A pesar de ello, me dijo que fuera.

—Creo que el clímax del libro será la ejecución del pobre Edgar Derby —le expliqué—. Fue una ironía tan grande… Una ciudad entera es destruida, miles y miles de personas mueren, y es entonces cuando ese soldado de infantería se ve arrestado en unas ruinas por coger una tetera. Pero lo más absurdo es que le hacen un consejo de guerra y es fusilado por el pelotón.

—Humm —dijo O’Hare.

—¿No crees que ése debe ser el punto culminante del libro?

—No sé —contestó—. Eso es cosa tuya, no mía.

Como traficante que soy de momentos apoteósicos y emocionantes, de caracterizaciones y diálogos maravillosos, de comparaciones y «suspenses», había esbozado la historia sobre Dresde muchas veces. El mejor esbozo, o por lo menos el más bonito, fue el que escribí en la cara posterior de un rollo de papel de empapelar.

Utilicé los lápices de mi hija; un color diferente para cada una de las principales situaciones y caracteres. La historia empezaba en un extremo del rollo de papel y terminaba en el otro, de modo que el meollo ocupaba todo el centro. Y la línea azul se encontraba con la roja, para después cruzarse con la amarilla, que, por fin, se acababa cuando el tipo representado por la línea amarilla moría. Y así todo. La destrucción de Dresde, por ejemplo, estaba representada por una acotación vertical de color naranja que era cruzada por todas las líneas que continuaban aún con vida, algunas de las cuales incluso se salían por el otro lado.

Al final, cuando todas las líneas cesaban estaba la batalla del Elba, en las afueras del Halle. Llovía. La guerra en Europa había terminado hacía un par de semanas. Y permanecíamos formados en hileras, bajo la custodia de soldados rusos. Nosotros, ingleses, americanos, holandeses, belgas, franceses, canadienses, sudafricanos, neozelandeses, australianos; miles de individuos que dejábamos de ser prisioneros de guerra.

Al otro lado del campo había miles de rusos, polacos y yugoslavos, que eran custodiados por soldados americanos. El cambio se hizo bajo la lluvia y uno por uno. O’Hare y yo subimos a la caja de un camión americano con muchos otros. El no traía ningún recuerdo —casi todos los demás llevábamos algo—, pero yo cargaba con un sable de ceremonia de la Luftwaffe; todavía lo tengo. El americano pequeño y loco al que en este libro llamo Paul Lazzaro tenía casi cien gramos de diamantes que había tomado de personas muertas en los refugios de Dresde. Y así sucesivamente.

Un inglés idiota, que en alguna parte había perdido todos los dientes, guardaba su recuerdo en una bolsa de lona apoyada sobre el empeine de mis pies. De vez en cuando echaba un furtivo vistazo al interior de la bolsa, y después volvía los ojos de un lado para otro girando su huesuda nuca como si quisiera sorprender a alguien que mirara codiciosamente su bolsa. Y, hecho todo esto, la hacía repicar sobre mis pies. Al principio creí que ese movimiento de la bolsa era accidental. Pero estaba en un error. Porque lo que atormentaba al chico era que tenía que enseñar a alguien el contenido de la bolsa, y había decidido que podía confiar en mí. En un momento dado sorprendió mi mirada, me guiñó un ojo y abrió la bolsa. Contenía una reproducción en yeso de la Torre Eiffel, que tenía una capa de pintura dorada y, en el centro, un reloj.

—Es un objeto aplastante —dijo.

Nos llevaron a un campo de recuperación francés donde nos alimentaron con batidos de leche y chocolate, amén de otros ricos alimentos, hasta que estuvimos rollizos como bebés. Entonces nos mandaron a casa. Y yo me casé con una bonita muchacha, que estaba también rolliza como un bebé.

Y tuvimos bebés.

Y ahora que ya son mayores, yo soy un viejo fatuo, cargado de recuerdos y manías. Mi nombre es Yon Yonson, y trabajo en Wisconsin, en una serrería…

A veces, entrada la noche, cuando mi mujer ya se ha acostado intento llamar por teléfono a algunas antiguas amigas.

—Operadora, me pregunto si podría darme el número de la señora Fulana, que creo vive en tal calle —digo.

—Lo siento, señor. No tenemos esa referencia.

—Gracias, operadora. Gracias de todos modos.

Y saco el perro fuera, o lo dejo entrar y charlamos. Le hago saber que me gusta, y él me hace saber que le gusto. A él no le importa el olor a gas de mostaza y rosas.

—Eres un buen chico, «Sandy» —le digo al perro—. ¿Sabes? Eres estupendo.

A veces pongo la radio y escucho algún programa hablado de Boston o Nueva York. Cuando he bebido mucho, no puedo soportar las grabaciones musicales.

Luego, tarde o temprano, me acuesto. Y mi mujer me pregunta qué hora es. Siempre quiere la hora. Cuando no la sé le digo:

—Que me registren.

A veces me pongo a pensar en mi educación. Después de la Segunda Guerra Mundial, fui a la Universidad de Chicago durante algún tiempo. Estudié en el Departamento de Antropología. Por entonces enseñaban que no había diferencia alguna entre unas personas y otras. Deberían enseñarlo todavía.

Otra cosa que nos enseñaban era que nadie era ridículo, ni malo, ni desagradable. Poco antes de morir mi padre me dijo:

—Mira, hijo, no escribas nunca una novela con un personaje malo.

Y yo le contesté que ésa era una de las cosas que había aprendido en la universidad, después de la guerra.

Mientras estudié antropología, trabajaba también como reportero de sucesos para el famoso Chicago City News Bureau por veintiocho dólares a la semana. En una ocasión me hicieron cambiar el turno de día por el de noche, así que tuve que trabajar dieciséis horas de un tirón. Servíamos a todos los periódicos de la ciudad, a la AP, y la UP, todos. Y acudíamos a los tribunales, a las comisarías de policía, a los parques de bomberos, a los guardacostas del lago Michigan y todo eso.

Estábamos en contacto con nuestros clientes por medio de los tubos neumáticos que hay instalados bajo las calles de Chicago. Los reporteros contaban los sucesos, por teléfono, a unos escribientes que llevaban auriculares; los escribientes transcribían los sucesos a unas hojas ciclostiladas; las narraciones ciclostiladas eran metidas dentro de unos cartuchos de latón y terciopelo, y los cartuchos se los tragaban los tubos neumáticos. Ah, casi todos los reporteros y escribientes que realizaban su trabajo más concienzuda y meticulosamente eran mujeres que habían reemplazado en el trabajo a hombres que se habían marchado a la guerra.

El primer suceso del que informé lo tuve que dictar por teléfono a una de esas feroces muchachas. Se refería a un joven veterano que estaba empleado como ascensorista de un viejo cacharro instalado en un edificio de oficinas. La puerta del ascensor del primer piso estaba adornada con una especie de encaje de hierro. Una hiedra de hierro entraba y salía por los agujeros. Y una ramita de hierro sostenía a dos pajarillos, de hierro, haciéndose el amor.

Pues bien, aquel día el tal veterano había decidido llevar su coche al sótano. Cerró la puerta del ascensor y empezó a bajar. Pero su anillo de casado se engarzó en los pajarillos, y él quedó colgando en el aire, mientras su coche bajaba. Como suena.

De manera que conté eso por teléfono, y la mujer del ciclostil me preguntó:

—¿Qué dijo la esposa del veterano?

—Todavía no lo sabe —respondí—. Acaba de suceder.

—Llámela y obtenga una declaración.

—¿Cómo?

—Dígale que es usted el capitán Finn, del Departamento de Policía. Dígale que tiene tristes noticias para ella. Déle las noticias. Y a ver qué dice.

Así lo hice. Dijo algo parecido a lo que cualquiera esperaría que dijera en un caso semejante. Había un bebé por medio… etc.

Cuando volví a la oficina, la escribiente me preguntó, con un interés únicamente informativo, qué aspecto tenía el individuo después de haber sido aplastado.

Yo se lo dije.

—¿Le preocupa eso? —me preguntó.

Estaba comiendo una barra de caramelo Tres Mosqueteros.

—¡Claro que no, Nancy! —le contesté—. He visto montones de casos peores que éste durante la guerra.

Ya entonces se suponía que estaba escribiendo un libro sobre Dresde, que, en América, todavía no era un bombardeo muy famoso. Pocos americanos sabían que había sido mucho peor que Hiroshima, por ejemplo. Yo tampoco lo sabía. No se había hecho mucha publicidad.

En cierta ocasión, en un cóctel, me encontré con un profesor de la Universidad de Chicago y le conté el bombardeo tal como yo lo había visto. También le hablé del libro que pensaba escribir. El profesor, que era miembro de una cosa que se llamaba «Comité del Pensamiento Social», me habló de los campos de concentración, de cómo los alemanes habían hecho jabón y velas con la grasa de los judíos muertos… etc.

Todo lo que pude decir fue:

—Lo sé, lo sé, lo sé.

Ciertamente, la Segunda Guerra Mundial había endurecido mucho a todo el mundo. Yo me convertí en agente de relaciones públicas de la General Electric en Schenectady, Nueva York, y en bombero voluntario del pueblo de Alplaus, donde compré mi primer hogar. Mi jefe era uno de los individuos más duros que he conocido y que sin duda conoceré. Había sido teniente coronel en el Departamento de Relaciones Públicas de Baltimore y, estando yo en Schenectady, se hizo miembro de la Iglesia Reformada Holandesa, que es una iglesia muy dura.

Acostumbraba a preguntarme desdeñosamente por qué no había sido oficial. Y lo decía como acusándome de haber hecho algo malo.

Mi mujer y yo ya no estábamos rollizos como bebés. Eran nuestros años flacos. Teníamos por amigos a montones de flacos veteranos con sus flacas esposas. Yo pensaba que los veteranos de Schenectady más simpáticos, agradables y divertidos, aquellos que odiaban más la guerra, eran los que en realidad habían luchado.

Entonces escribí a las Fuerzas Aéreas, pidiendo detalles sobre el bombardeo de Dresde, quién lo ordenó, cuántos aviones tomaron parte en el mismo, por qué lo hicieron, qué objetivos buscados se habían conseguido, cosas así. Me contestó un hombre que, como yo, trabajaba en relaciones públicas, diciendo que lo sentía mucho, pero que la información continuaba siendo alto secreto.

Leí la carta a mi esposa en voz alta y dije:

—¿Secreto? Dios mío, ¿de quién?

Por aquel entonces formábamos la Unión de Federalistas Mundiales… Ahora, en cambio, no sé lo que somos. Telefoneadores, supongo. Porque telefoneamos mucho, y yo lo hago, en cualquier caso, a altas horas de la noche…

Un par de semanas después de haber llamado por teléfono a mi viejo camarada de guerra Bernard V. O’Hare, fui a verle en persona. Esto sucedería en 1964 más o menos, durante la celebración de la Feria Mundial de Nueva York. Eheu, fugaces labuntur anni. Mi nombre es Yon Yonson… Había en Estambul un joven…

Me llevé a dos niñas, mi hija Nanny y su mejor amiga, Allison Mitchell. No habían salido nunca de Cape Cod. En el camino cruzamos un río, y paramos para que las dos chiquillas pudieran bajar a mirarlo y meditar un rato sobre él. Nunca hasta entonces habían visto agua en esa forma: larga, estrecha y lisa. El río era el Hudson, y por su curso nadaban carpas tan grandes como submarinos atómicos.

También encontramos cascadas y arroyuelos que saltaban entre las rocas y se sumergían en el valle de Delaware. Había muchas cosas que nos tentaban a hacer un alto en el camino: las observábamos y luego reemprendíamos la marcha. Siempre llega el momento de partir. Las niñas llevaban blancos vestidos de fiesta y zapatos negros, también de fiesta, para que los forasteros pudieran darse cuenta al instante de lo bonitas que eran. «Tenemos que irnos, niñas», decía. Y nos marchábamos.

Cuando se puso el sol, fuimos a cenar a un restaurante italiano, y después llamé a la puerta principal de la hermosa mansión de piedra de Bernard V. O’Hare. Yo llevaba una botella de whisky irlandés en forma de campanilla de mesa.

Conocí a su encantadora esposa, Mary, a quien he dedicado este libro. También se lo he dedicado a Gerhard Müller, el taxista de Dresde. Mary O’Hare es enfermera titulada, lo cual es una cosa magnífica para una mujer.

Mary cumplimentó a las dos niñas que traía conmigo y se las llevó escaleras arriba, con sus hijos, para que jugaran juntos y vieran la televisión. Sólo después de que los niños se hubieron marchado me di cuenta de que yo no le gustaba a Mary, o que no le gustaba algo de aquella noche. Se mostraba cortés, pero fría.

—Tenéis una casa preciosa y agradable —dije.

Y era cierto. Pero ella hizo como si no hubiera oído, y comentó:

—He arreglado un lugar donde podréis charlar tranquilos, sin que os molesten.

—Bien —contesté, e imaginé en seguida dos sillones de piel junto al hogar encendido de una salita artesonada, donde dos viejos soldados podrían beber y charlar. Pero ella nos llevó a la cocina y nos hizo sentar en dos sillas de rígido respaldo, junto a la típica mesa de blanca y brillante superficie. Lo de la superficie deslumbrante era producto de una bombilla de doscientos watios que se reflejaba directamente en ella. Mary nos había preparado un quirófano. Y, para postre, puso un solo vaso sobre la mesa, para mí. Explicó que O’Hare no podía beber nada fuerte desde la guerra.

Nos sentamos. O’Hare estaba algo confuso, pero no me decía lo que ocurría. Por mi parte, no podía imaginar qué era lo que podía molestar a Mary de aquella manera. Yo era un hombre de buena familia, me había casado solamente una vez, no era un borracho y no le había hecho nada sucio a su marido durante la guerra.

Ella se sirvió una cocacola, haciendo un ostentoso ruido con los cubitos de hielo sobre la fregadera de acero inoxidable. Después, se fue al otro extremo de la casa. Pero aún no descansó. Se movía por todas partes, abriendo y cerrando puertas, e incluso removiendo muebles como si quisiera desahogar su ira de una forma u otra.

Le pregunté a O’Hare qué podía haber hecho o dicho para irritarla de aquella manera.

—Todo va bien —dijo él—. No te preocupes por ello. No tiene nada que ver contigo.

Evidentemente quería mostrarse amable. Pero estaba mintiendo. Todo estaba relacionado conmigo.

Intentamos ignorar a Mary y recordar cosas de la guerra. Tomé un par de tragos de la botella que había traído. Empezamos a sonreír o a reírnos, a medida que nos venían a la memoria distintas anécdotas de la guerra, pero ninguno de los dos podía recordar nada bueno de verdad. O’Hare recordaba a un muchacho que bebió tanto vino en Dresde antes del bombardeo, que lo tuvimos que llevar a casa en una carretilla. No había mucho que escribir sobre ello. Yo recordé a dos soldados rusos que habían saqueado una fábrica de relojes hasta llenar un carro con ellos, y que se sentían felices andando borrachos y fumando grandes cigarros liados con papel de periódico.

Estábamos allí intentando recordar, y Mary continuaba haciendo ruido. Al final entró en la cocina otra vez y tomó otra cocacola. De nuevo sacó una bandeja de cubitos de la nevera, a pesar de que aún quedaba un montón de hielo, y la golpeó en la fregadera.

Después se volvió hacia mí, permitiéndome comprobar lo enfadada que estaba y lo culpable que era yo de su enojo. Había estado todo el tiempo hablando consigo misma, de manera que lo que entonces dijo fue sólo un fragmento de una conversación muy larga:

—¡Entonces no erais más que niños!

—¿Qué? —pregunté.

—Durante la guerra no erais más que unos niños, como los que ahora juegan arriba.

Asentí. Era cierto, durante la guerra no éramos más que unos necios e ingenuos bebés, recién sacados del regazo de la madre.

—Pero no lo escribirás así, claro —prosiguió. No era una pregunta; era una acusación.

—Yo… no sé —balbucí.

—Pues yo sí que lo sé —exclamó—. Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis representados en el cine por Frank Sinatra, John Wayne o cualquier otro de los encantadores y guerreros galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más. Y la harán unos niños como los que están jugando arriba.

Entonces comprendí. Era la guerra lo que la ponía fuera de sí. No quería que sus hijos ni los hijos de nadie murieran en la guerra. Y creía que las guerras eran promovidas y alentadas, en parte, por los libros y el cine.

Así pues, levanté mi mano derecha y le hice una promesa.

—Mary —dije—, no creo que nunca llegue a terminar ese libro. Hasta este momento habré escrito por lo menos cinco mil cuartillas, y todas las he quemado. Sin embargo, si algún día lo termino, te doy mi palabra de honor de que no habrá ningún papel para Frank Sinatra o John Wayne… Y además —añadí—, lo llamaré La Cruzada de los Inocentes.

Después de eso, Mary O’Hare fue amiga mía.

O’Hare y yo abandonamos los recuerdos y fuimos a la salita para charlar de otras cosas. Sentimos una súbita curiosidad por saber algo de la verdadera Cruzada de los Inocentes, y O’Hare se puso a buscar en un libro que tenía, titulado Extraordinarios errores populares y la locura de las multitudes, de Charles Mackay, doctor en leyes. Fue publicado por primera vez en Londres, en 1841.

Mackay tenía muy mala opinión de todas las Cruzadas. La Cruzada de los Inocentes (o Cruzada de los Niños) le afectó solamente un poco más que las otras diez Cruzadas de los adultos. O’Hare leyó en voz alta este bello pasaje:

«La historia nos informa, en sus solemnes páginas, de que los cruzados no fueron otra cosa que hombres ignorantes y salvajes, movidos únicamente por un fanatismo inmoderado, y de que su camino era el de la sangre y el llanto. Sin embargo, los relatos han exaltado siempre su piedad y su heroísmo, retratando con sus más ardientes y vehementes matices su magnanimidad y sus virtudes, y el imperecedero honor que conquistaron para sí, y el gran servicio que prestaron a la Cristiandad.»

Y, tras una breve pausa, este otro:

«Ahora bien, ¿cuál fue el resultado de todas esas luchas? Que Europa perdiera gran parte de sus tesoros y la sangre de dos millones de sus hombres. Y todo ello para que un puñado de caballeros pendencieros retuvieran la posesión de Palestina durante cerca de un siglo.»

Mackay nos decía que la Cruzada de los Niños había empezado en 1213, cuando dos monjes tuvieron la idea de reclutar ejércitos de niños en Francia y Alemania, para venderlos como esclavos en el norte de África. Se presentaron treinta mil niños voluntarios, creyendo que irían a Palestina. Y Mackay concluía:

«Se trataba, sin duda, de niños abandonados y sin trabajo, de esos que generalmente abundan en las grandes ciudades, de esos que se nutren del vicio y la desvergüenza, y que están siempre dispuestos a cualquier cosa.»

El papa Inocencio III también creía que aquellos niños iban a Palestina y se sentía conmovido: «¡Estos niños están despiertos mientras nosotros dormimos!», decía. Pero la mayoría de aquellos niños fueron embarcados en Marsella, y cerca de la mitad perdieron la vida en naufragios. La otra mitad llegaron al norte de África, donde fueron vendidos.

Sin embargo, resulta que, a causa de un malentendido, algunos niños fueron enviados a Génova, donde no había ningún barco de esclavos que los esperara. Allí, unas buenas gentes les dieron de comer y los alojaron para, después de charlar amablemente con ellos, darles un poco de dinero, muchos consejos y devolverlos a sus casas.

—¡Hurra por la buena gente de Génova! —exclamó Mary O’Hare.

Aquella noche dormí en uno de los dormitorios de los niños. O’Hare había dejado sobre la mesita de noche un libro para mí. Era Dresde: historia, arte y paisaje, de Mary Endell, publicado en 1908. La introducción empezaba así:

«Existe la esperanza de que este libro sea útil. Intenta dar a los lectores de habla inglesa una noción a vista de pájaro de cómo Dresde llegó a ser lo que es arquitectónicamente, y de cómo creció musicalmente a través del genio de unos pocos hombres, hasta su presente florecimiento. También pretende llamar la atención sobre ciertas obras de arte permanentes que hacen de su museo el refugio de quienes buscan impresiones duraderas.»

Más adelante, leí algo de su historia:

«En 1760, Dresde fue sitiada por los prusianos. El 15 de julio empezaron a disparar los cañones. El museo pictórico se incendió, y a pesar de que muchas de las telas habían sido trasportadas al Königstein, algunas de ellas fueron gravemente dañadas por los cascos de metralla, sobre todo el “Bautismo de Cristo” de Francia. Además, la antigua torre de Kreuzkirche, desde la cual se habían estado vigilando los movimientos del enemigo de día y de noche, fue pasto de las llamas para derrumbarse poco después. En contraste con el doloroso destino de la Kreuzkirche, la Frauenkirche se mantuvo, con sus duras cúpulas de piedra que hacían rebotar las bombas prusianas como si de lluvia se tratara. Finalmente, Federico se vio obligado a abandonar el sitio, al enterarse de la caída de Glatz, el punto clave de sus nuevas conquistas. “Debemos correr hacia Silesia así no lo perderemos todo”, dijo.

La devastación de Dresde no tuvo límites. Cuando Goethe visitó la ciudad, siendo un joven estudiante, encontró aún tristes ruinas y escribió: «Desde la cúpula de la iglesia de Nuestra Señora contemplé los montones de escombros esparcidos por toda la ciudad. El sacristán me ponderó el genio previsor del arquitecto que proyectó la cúpula y la iglesia construyéndolas a prueba de bombas y terremotos. El buen sacristán me señalaba ruinas por todas partes y, vacilando, exclamó lacónicamente: ¡Esto es lo que ha hecho el enemigo!»

A la mañana siguiente, las dos niñas y yo cruzamos el río Delaware por el mismo lugar en que lo había hecho George Washington, y fuimos a visitar la Feria Mundial de Nueva York. Allí vimos lo que había sido el pasado según la Ford Motor Company y Walt Disney, y también lo que sería el futuro según la General Motors.

Y yo me interrogué sobre el presente: ¡cuán amplio era, cuán profundo y cuán al alcance de mi mano estaba el conservarlo!

Después de eso estuve enseñando, durante un par de años, creación literaria en la famosa Escuela de Escritores de la Universidad de Iowa, donde me metí en maravillosas dificultades, de las que ya me he librado. Daba clase por las tardes, y por las mañanas escribía. No se me podía molestar. Estaba trabajando en mi famoso libro sobre Dresde.

Y fue allí donde un hombre excelente llamado Seymour Lawrence me ofreció un contrato por tres libros. Entonces le dije:

—Está bien; el primero de ellos será mi famoso libro sobre Dresde.

Ahora le he dicho (los amigos de Seymour Lawrence le llaman Sam):

—Sam, he aquí el libro.

Mira, Sam, si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan.

¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así como «¿Pío-pío-pi?»

Les he enseñado a mis hijos que jamás tomen parte en matanza alguna bajo ningún pretexto, y que las noticias sobre el exterminio y la derrota de sus enemigos no deben producirles ni satisfacción ni alegría.

También les he inculcado que no deben trabajar en empresas que fabriquen máquinas de matar, y que deben expresar su desprecio por la gente que las cree necesarias.

Como antes dije, recientemente volví a Dresde con mi amigo O’Hare. Lanzamos millones de carcajadas en Hamburgo, en Berlín Oeste, en Berlín Este, en Viena, en Salzburgo, en Helsinki y también en Leningrado. Para mí fue vital, ya que viví con autenticidad las bases para varios posibles libros. Uno de ellos se llamará: Ruso barroco, otro Sin besos, otro Bar Dólar y otro, quizá, Si la casualidad lo permite, etcétera.

Y así sucesivamente.

El vuelo Filadelfia-Boston-Frankfurt lo realizaba un aparato de Lufthansa, que O’Hare cogería en Filadelfia y yo en Boston, con objeto de hacer el viaje juntos. Pero Boston estaba imposible, y el avión se dirigió directamente a Frankfurt, desde Filadelfia. Entonces me convertí en un ser sin personalidad sumergido en la niebla de Boston, y la Lufthansa me colocó en un autocar, junto con otros seres sin personalidad, que me llevó a un motel para pasar una noche que no fue noche.

El tiempo no pasaba. Alguien debía de estar manipulando los relojes, y no tan sólo los eléctricos sino también los de cuerda, pues la segundera de mi reloj de pulsera hacía un tic, dejaba transcurrir un año, y finalmente hacía el tac.

Pero lo peor era que uno no podía hacer nada. Como cualquier terrestre vulgar, debía creer en los relojes y en los calendarios.

Llevaba conmigo dos libros, para leerlos en el avión. Uno era Palabras para el viento, de Theodore Roethke, en el que encontré lo siguiente:

Despierto mientras duermo, despierto lentamente.

Siento mi destino en lo que no puedo temer.

Y aprendo por el camino adonde tengo que acudir.

El otro libro era de Erika Ostrovsky, titulado Céline y su sueño. Céline era un valiente soldado francés al que, durante la Primera Guerra Mundial, le rompieron el cráneo. Después de eso no podía dormir, y sentía como si su cabeza estuviera llena de ruidos. Estudió medicina y se dedicó, durante el día, a curar a la gente pobre, y por la noche, a escribir novelas. El arte no es posible si no baila como pareja de la muerte, escribía.

Y también: «La verdad es la muerte. Yo he luchado valientemente contra ella, tanto como he podido…, he bailado con ella, la he abrazado…, la he cubierto de flores…, la he adornado con cintas…»

El tiempo le obsesionaba. La Ostrovsky me recordaba la sorprendente escena de Muerte a plazos, cuando Céline quiere detener el bullicio de una calle llena de gente. Grita, en el papel: «¡Deténlos…, no dejes que puedan moverse…! ¡Ahí mismo, congélalos… de una vez para siempre…! ¡Así no desaparecerán!»

Busqué una historia de destrucción entre las páginas de la Biblia que había en la habitación del motel. Leí: Al tiempo que el sol salía sobre la tierra, llegó Lot a Segor. Entonces, Yavé hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego desde su cielo. Y destruyó estas ciudades y toda la llanura, todos los habitantes de las ciudades y toda la vegetación del suelo.

Eso es.

Como ya es sabido, ambas ciudades estaban llenas de gente vil. El mundo seguiría mejor sin ellos.

Y desde luego, a la esposa de Lot le dijeron que no mirara hacia atrás, donde habían estado todas esas gentes y sus hogares. Pero ella se volvió para mirar, y eso fue lo que me gustó. ¡Es tan humano!

Como castigo quedó convertida en estatua de sal. Eso es.

La gente no debe mirar hacia atrás. Ciertamente, yo no volveré a hacerlo. Ahora que he terminado mi libro de guerra, prometo que el próximo que escriba será divertido.

Porque éste será un fracaso. Y tiene que serlo a la fuerza, ya que está escrito por una estatua de sal, empieza así:

Oíd:

Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo…

y termina así:

¿Pío-pío-pi?