El camino de radiofaros lo condujo a través de unos días lóbregos desgarrados por el viento, mientras cruzaba la tierra quebrada al sur de Margaritifer Sinus. John tendría que visitarla en alguna otra ocasión para ver algo más, pues en medio de la tormenta no era otra cosa que chocolate volador, atravesado por momentáneos haces de luz. Cerca del Cráter Bakhuisen se detuvo en un asentamiento nuevo llamado Pozos Turner; ahí habían perforado hasta encontrar un acuífero que tenía tal presión hidrostática en su parte más baja que podrían aprovecharla canalizando la corriente artesiana a través de una serie de turbinas. El agua liberada sería vertida en moldes, congelada y luego transportada en robot a los asentamientos áridos por todo el hemisferio sur. Mary Dunkel trabajaba allí, y le mostró a John los pozos, la central de energía y los depósitos de hielo.

—La perforación exploratoria fue pavorosa como el infierno. Cuando la perforadora tocó la parte líquida del acuífero, fue expulsada del pozo con una explosión y no sabíamos si podríamos controlarla.

—¿Qué habría ocurrido en ese caso?

—En realidad, no lo sé. Hay mucha agua ahí. Si rompiera la roca alrededor del pozo, podríamos haber tenido una gran inundación, como en los canales de Chryse.

—¿Tan grande?

—¿Quién sabe? Es posible.

—Caramba.

—¡Es lo mismo que dije yo! Ahora Ann está tratando de determinar la presión de los acuíferos por los ecos en las pruebas sísmicas. Pero hay gente a la que le gustaría liberar uno o dos acuíferos, ¿comprendes? Dejan mensajes en los tablones de anuncios de la red. No me sorprendería que Sax estuviera entre ellos. Grandes torrentes de agua y hielo, abundante sublimación al aire, ¿por qué no habría de estar contento?

—Pero unos torrentes como aquellos de antaño serían tan destructivos para el paisaje como los choques de los asteroides contra el planeta.

—¡Oh, más destructivos! Esas corrientes cuesta abajo originadas por aquel caos fueron erupciones increíbles. La mejor analogía terrana son las tierras costrosas al este de Washington, ¿has oído hablar de ellas? Hace unos dieciocho mil años había un lago que cubría casi todo Montana, lo llaman el Lago Missoula, compuesto de agua de la Edad de Hielo derretida y contenida por un dique de hielo. En algún momento ese dique cedió y el lago se vació de manera catastrófica, más o menos dos billones de metros cúbicos de agua, que se escurrieron por la meseta de Columbia y desembocaron en el Pacífico en cuestión de días.

—Caramba.

—Mientras duró desplazó aproximadamente cien veces el caudal del Amazonas y en el lecho de basalto excavó canales de doscientos metros de profundidad.

—¡Doscientos metros!

—Así es, doscientos. ¡Y eso no fue nada comparado con los que excavaron los canales de Chryse! La anastomosis allí cubre regiones enteras…

—¿Doscientos metros de lecho de roca?

—Sí, bueno, no se trata sólo de una erosión normal. En inundaciones tan grandes las presiones fluctúan tanto que provocan la exsolución de los gases disueltos, ¿sabes?, y cuando esas burbujas revientan, las presiones son increíbles. Un martilleo de ese tipo puede romper cualquier cosa.

—Por lo tanto sería peor que el impacto de un asteroide.

—Desde luego. A menos que estrellaras un asteroide realmente grande. Aunque hay gente por ahí que dice que deberíamos hacerlo, ¿no?

—¿La hay?

—Tú sabes que sí. Pero las inundaciones son todavía mejores, si quieres esa clase de cosas. Por ejemplo, si encauzaras un acuífero en el interior de Hellas, obtendrías un mar. Y podrías alimentarlo deprisa, antes de que se sublimara el hielo de la superficie.

—¿Encauzar una inundación como ésa? —exclamó John.

—Bueno, no, sería imposible. Pero sí localizaras un acuífero en un buen sitio, no necesitarías encauzarlo. Tendrías que ir a donde trabaja el equipo de prospección de Sax, sólo para ver.

—Pero seguro que la UNOMA lo prohibiría.

—¿Desde cuándo eso le ha importado a Sax? John se rio.

—Oh, ahora sí importa. Le han dado demasiado como para permitirse no tenerlos en cuenta. Lo tienen bien atado con dinero y poder.

—Tal vez.

Esa noche, a las 3:30 de la madrugada, hubo una pequeña explosión en la cabecera de uno de los pozos y las alarmas los arrancaron del sueño y los mandaron tambaleando y medio desnudos por los túneles a enfrentarse a un surtidor que subía disparado y se mezclaba con el polvo volador en una columna de agua blanca y espumosa a la luz irregular de los proyectores. El agua caía de las nubes de polvo como pedazos de hielo, granizo del tamaño de bolas de bowling. Aporreaban el suelo como misiles, y ya les llegaban a la altura de las rodillas.

Dada la charla de la noche anterior, el espectáculo alarmó bastante a John; echó a correr hasta que localizó a Mary. A través del ruido de la erupción y de la omnipresente tormenta, Mary gritó en el oído de John:

—¡Despeja la zona, voy a hacer estallar una carga explosiva junto al pozo, para taponarlo!

Se fue corriendo en su camisón de noche y John reunió a los espectadores y los hizo regresar por los túneles hasta el habitat de la estación. Mary se les unió en la antecámara, jadeando y resoplando, al tiempo que tecleaba nerviosamente en el ordenador de muñeca: en ese momento se oyó un estruendo sordo que venía del pozo.

—Vamos a ver —dijo, y cruzaron la antecámara y de nuevo corrieron por los túneles hacia la ventana que daba al pozo. Allí, entre un montón de bolas blancas de hielo, yacían los restos de la perforadora, tumbada de costado, inmóvil—. ¡Sí! ¡Taponado! —gritó Mary.

Lo celebraron con poco ánimo. Algunos bajaron a la zona del pozo para ver sí había algo que pudieran hacer.

—¡Buen trabajo! —le dijo John a Mary.

—He leído mucho sobre cierre de pozos desde aquel primer incidente —comentó ella, todavía sin aliento—. Y todo estaba dispuesto. Pero nunca habíamos tenido la oportunidad de probarlo. Así que nunca se sabe.

—¿Hay registros de seguridad en tus antecámaras? —preguntó John.

—Los hay.

—Estupendo.

John fue a comprobarlas. Conectó a Pauline con el sistema de la estación e hizo preguntas y estudió las respuestas a medida que aparecían en la pantalla de muñeca. Nadie había usado las antecámaras después del paréntesis temporal de aquella noche. Llamó al satélite meteorológico que estaba sobre ellos y entró en los sistemas infrarrojos y de radar, de los que Sax le había proporcionado los códigos, y exploró la zona alrededor de Bakhuisen. Ninguna señal de maquinaria próxima, salvo algunos de los viejos molinos de viento. Y los radiofaros mostraron que nadie había transitado por los caminos de la zona desde el día anterior.

John se sentó pesadamente delante de Pauline; se sentía lento y estúpido. No sabía qué hacer, y daba la impresión, por lo que había investigado, de que nadie había salido aquella noche. La explosión podía haberse preparado mucho antes, aunque sería difícil esconder el artefacto, ya que en los pozos se trabajaba todos los días. Se levantó despacio y fue en busca de Mary, y hablaron con el último turno que había trabajado en ese pozo el día anterior. No habían visto señales de manipulación hasta el final del turno, a las ocho de la tarde. Y, después de esa hora, todos habían asistido a la fiesta de John Boone y no habían utilizado las antecámaras. Por lo tanto, no había habido ocasión.

Regresó a la cama y pensó un rato.

—Oh, por cierto, Pauline… comprueba por favor los registros de Sax, y dame una lista de todas las expediciones de prospección del año pasado.

Siguiendo el ciego viaje a Hellas, se encontró con Nadia, que supervisaba la construcción de un nuevo tipo de cúpula sobre el Cráter Rabe. Era la más grande fabricada hasta entonces, y contaba con la ventaja del espesamiento de la atmósfera y del aligeramiento de los materiales de construcción; en esa situación era posible equilibrar la presión con la gravedad, lo que hacía de la cúpula presurizada algo en efecto ingrávido. La estructura se iba a construir con vigas reforzadas de areogel, la última novedad de los alquimistas; el areogel era tan ligero y fuerte que Nadia se embelesaba describiendo sus posibilidades. Decía que las cúpulas mismas de los cráteres eran algo del pasado; sería igual de fácil levantar columnas de arcogel alrededor de la circunferencia de una ciudad, olvidarnos de los habitats de roca y poner a toda la población dentro de lo que en efecto sería una tienda grande y transparente.

Se lo contó a John mientras recorrían el interior de Rabe, que ahora no era más que una gran obra. Todo el borde del cráter iba a ser agujereado como un panal para introducir cuartos con claraboyas, y el espacio interior abovedado contendría una granja que alimentaría a 30 000 colonos. Excavadoras robot del tamaño de edificios vibraban al salir de la oscuridad polvorienta, invisibles incluso a cincuenta metros. Esos monstruos trabajaban de manera autónoma o por teleoperación, y probablemente los teleoperadores no veían mucho alrededor, de modo que el tránsito de peatones no era por completo seguro. John siguió con nerviosismo a Nadia en el paseo, y recordó lo inquietos que se habían mostrado los mineros en Punto Bradbury… ¡y allí podían ver lo que sucedía! Tuvo que reírse ante la inconsciencia de Nadia. Cuando el suelo temblaba, simplemente se detenían y miraban alrededor, listos para apartarse de un salto de los vehículos amenazadores del tamaño de edificios. Fue toda una visita. Nadia despotricó contra el viento, que inutilizaba mucha maquinaria. La gran tormenta ya duraba cuatro meses, la más larga en años… y no parecía que fuera a remitir. Las temperaturas habían descendido, la gente se alimentaba de comida enlatada y deshidratada y de alguna esporádica verdura cultivada con luz artificial. Y el polvo estaba en todas las cosas. Incluso mientras hablaban John podía sentir la boca pastosa y los ojos resecos. Los dolores de cabeza se habían vuelto muy comunes, al igual que las gargantas irritadas, la bronquitis, el asma y las afecciones de los pulmones en general. Y a esto se sumaban frecuentes casos de congelación. Y también las computadoras se estaban volviendo poco seguras, había muchos casos de averías de hardware, neurosis o retrasos en las IA. Estar en pleno día en Rabe era como vivir en el interior de un ladrillo, comentó Nadia, y las puestas de sol parecían hogueras en minas de carbón. Lo detestaba.

John cambió de tema.

—¿Qué piensas de ese ascensor espacial?

—Es grande.

—Hablo del efecto, Nadia. Del efecto.

—¿Quién sabe? Nunca se sabe con una cosa así, ¿no?

—Se convertirá en un cuello de botella estratégico, como ese del que hablaba Phyllis cuando discutíamos quién construiría la estación de Fobos. Habrá conseguido crear su propio cuello de botella. Eso significa mucho poder.

—Es lo mismo que dice Arkadi, pero no entiendo por qué no podemos verlo como una fuente de recursos común, como un accidente geográfico natural.

—Eres una optimista.

—Es lo mismo que dice Arkadi. —John se encogió de hombros—. Sólo intento ser razonable.

—Yo también.

—Lo sé. A veces creo que somos los únicos.

—¿Y Arkadi? —Ella se rio.

—¡Una auténtica pareja!

—Sí, sí. Como tú y Maya.

Touché.

Nadia sonrió fugazmente.

—Intento que Arkadi reflexione. Es lo único que puedo hacer. Dentro de un mes nos reuniremos en Acheron para recibir el tratamiento. Maya dice que es bueno hacerlo juntos.

—Lo recomiendo —corroboró John con una sonrisa.

—¿Y el tratamiento?

—Es mejor que la alternativa, ¿no?

Ella rio entre dientes. Entonces el suelo retumbó debajo de ellos; se pusieron rígidos y volvieron rápidamente la cabeza de un lado a otro en busca de sombras en la oscuridad. A la derecha apareció una mole negra como una colina en movimiento. Corrieron hacia un lado, tropezando y saltando por encima de los cantos rodados y los escombros, y John se preguntó si se trataría de otro ataque, mientras Nadia soltaba órdenes por la frecuencia común y maldecía a los teleoperadores por no haberlos seguido en el infrarrojo.

—¡Vigilad las pantallas, perezosos bastardos!

El suelo dejó de retumbar. El leviatán negro ya no se movía. Se acercaron con cautela. Se trataba de un volquete de gigantescas proporciones, que maniobraba sobre bandas de rodamiento. Era de fabricación propia, construido en Marte por Utopia Planitia Machines: un robot concebido por robots y grande como un edificio de oficinas.

John se quedó mirándolo, sintiendo el sudor que le bajaba por la frente.

—El planeta está lleno de estos monstruos —le dijo a Nadia, asombrado—. Cortan, arañan, excavan, rellenan, construyen. Muy pronto algunos de ellos se unirán a uno de esos asteroides de dos kilómetros y construirán una central de energía con el mismo asteroide como combustible. Esto los impulsará a una órbita marciana, momento en que otras máquinas bajarán a la superficie y comenzarán a transformar la roca en un cable de unos treinta y siete mil kilómetros de largo. ¡El tamaño, Nadia! ¡El tamaño!

—Sí, de acuerdo, es grande.

—Es inimaginable, en serio. Algo que está por completo más allá de las facultades humanas tal como nos enseñaron a entenderlas. La teleoperación a gran escala. Una especie de waldo espiritual. ¡Todo lo que puede imaginarse puede hacerse! —Caminaron despacio alrededor del objeto negro y enorme que tenían delante: no era más que una especie de volquete, nada comparado con lo que sería el ascensor espacial; y no obstante, incluso este camión, pensó, era algo asombroso—. El músculo y el cerebro se han extendido a través de una armadura de robótica tan grande y poderosa que es difícil conceptualizarla. Tal vez imposible. Probablemente esto es parte de tu talento, y también del de Sax… ejercitar los músculos que nadie imagina aún que tenemos. Quiero decir, agujeros perforados a través de la litosfera, el terminador iluminado con luz solar reflejada en espejos, todas estas ciudades que cubren mesas y están empotradas en las paredes de los riscos… y ahora un cable extendido más allá de Deimos y Fobos, ¡tan largo que está en órbita y toca tierra al mismo tiempo! ¡Es imposible imaginarlo!

—No es imposible —apuntó Nadia.

—No. Y ahora, por supuesto, nos tropezamos en cualquier parte con la prueba de nuestro poder, ¡casi nos aplasta mientras estaba trabajando! Y ver es creer. No se necesita imaginación para ver el tipo de poder que tenemos. Quizá ésa es la razón por la que las cosas se están volviendo tan extrañas últimamente, todo el mundo hablando de títulos de propiedad y de soberanía, peleándose y arrogándose concesiones. La gente riñe como aquellos antiguos dioses en el Olimpo, porque en la actualidad somos tan poderosos como ellos.

—O más —dijo Nadia.

Continuó el viaje hasta los Montes Hellespontus, la cordillera curva que rodeaba la Cuenca Hellas. Una noche, mientras él dormía, el rover se salió del camino de radiofaros de respuesta. Se despertó, y cuando se abrieron algunos claros en el polvo, vio que se hallaba en un valle estrecho, entre pequeños acantilados atravesados por estrías de barrancas. Parecía probable que si seguía por el fondo del valle cruzaría de nuevo el camino, de modo que fue campo a través. Luego unas depresiones transversales poco profundas, como canales vacíos, interrumpieron el suelo del valle, y Pauline se vio obligada a parar constantemente para girar y probar otro ramal en el algoritmo de localización de ruta. Las quebradas asomaban una tras otra en la oscuridad. Cuando John se impacientó y probó a llevar él mismo los controles, la situación empeoró. En el país de los ciegos, el piloto automático es rey.

Pero lentamente se fue acercando a la boca del valle; el mapa mostró que el camino de radiofaros descendía a una depresión más ancha. De manera que aquella noche paró, despreocupado, y se sentó delante del televisor a cenar. Mangalavid emitía la inauguración de una eolia construida por un grupo de Noctis Labyrinthus. La eolia resultó ser un edificio pequeño, con aberturas que silbaban, ululaban o chirriaban, dependiendo del ángulo y la fuerza del viento. El día de la inauguración el viento que bajaba por las pendientes de Noctis se vio incrementado por unas fuertes ráfagas katabáticas, y la música fluctuó como en una composición, triste, colérica, disonante, o armónica en súbitos fragmentos; parecía la obra de una mente, quizá de una mente alienígena, pero ciertamente algo más que ciego azar. La eolia casi aleatoria, como dijo un locutor.

Después pasaron las noticias de la Tierra. La existencia de los tratamientos gerontológicos había sido filtrada por un funcionario de Ginebra y dio la vuelta al mundo en un día; en ese momento había un acalorado debate en la Asamblea General. Muchos delegados exigían que el tratamiento se convirtiera en un derecho humano básico, garantizado por la UN; un fondo aseguraría la financiación internacional para que los tratamientos fueran accesibles a todos. Mientras tanto, llegaban otros informes: algunos líderes religiosos se oponían al tratamiento, incluyendo el Papa; había disturbios en todas partes, y ciertos centros médicos habían sido atacados. Los gobiernos parecían confundidos. Todas las caras que aparecían en televisión estaban tensas o furiosas, y exigían que las cosas cambiaran; y toda la desigualdad, el odio y la miseria que se veía en esos rostros hizo que John retrocediera, incapaz de seguir mirando. Se quedó dormido, pero durmió mal.

Soñaba con Frank cuando un ruido lo despertó. Un golpe en el parabrisas. Era noche cerrada. Atontado, activó el cierre de la antecámara; mientras se sentaba se preguntó cómo habría adquirido un acto reflejo semejante. ¿Cuándo lo había incorporado? Se frotó la mandíbula y encendió la frecuencia de banda común.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí afuera?

—Los marcianos.

Era la voz de un hombre: un inglés con acento, pero John fue incapaz de identificarlo.

—Queremos hablar —dijo la voz.

John se levantó y miró por el parabrisas. De noche, en la tormenta, había muy poco que ver. No obstante, creyó distinguir unas formas en la oscuridad de allí fuera.

—Sólo queremos hablar —repitió la voz.

Si hubieran querido matarlo habrían podido abrir a la fuerza el rover mientras él dormía. Además, aún no era capaz de creer que alguien quisiera hacerle daño. ¡No había ningún motivo!

Así que los dejó entrar.

Eran cinco, todos hombres. Llevaban trajes desgastados, sucios, remendados con material que no había sido pensado para los trajes. Los cascos carecían de identificación, desnudos de toda pintura. Cuando se los quitaron vio que uno de ellos era asiático y joven; parecía tener unos dieciocho años. El muchacho se adelantó y se sentó en el asiento del conductor, y se inclinó sobre el volante para inspeccionar de cerca la distribución de los instrumentos. Otro se quitó el casco; un hombre bajo de piel morena, con un rostro flaco y trenzas largas y tupidas. Se sentó en un banco acolchado frente a la cama de John y esperó a que los otros tres también se quitaran los cascos. Al terminar, se pusieron en cuclillas y observaron con atención a John. Él no los había visto nunca.

—Queremos que reduzca el ritmo de inmigración —dijo el hombre de la cara delgada. Era el mismo que había hablado en el exterior; ahora el acento pareció caribeño. Hablaba en voz baja, casi en un susurro, y a John le resultó muy difícil no imitarlo.

—O que lo detenga —dijo el joven en el asiento del conductor.

—Cállate, Kasei. —El hombre del rostro delgado no apartaba los ojos de la cara de John—. Está viniendo tanta gente… Usted lo sabe. No son marcianos y no les importa lo que pase aquí. Van a abrumarnos, van a abrumarlo a usted. Lo sabe. Usted intenta convertirlos en marcianos, pero vienen demasiado rápido. No hay otro remedio que reducir la afluencia.

—O detenerla.

El hombre puso los ojos en blanco y con una mueca apeló a la comprensión de John. El muchacho es joven, entiéndalo, parecía querer decir.

—No tengo capacidad de decisión… —comenzó John, pero el hombre lo interrumpió.

—Puede apoyarla. Usted es poderoso y está de nuestro lado.

—¿Vienen de parte de Hiroko?

El joven chasqueó la lengua contra el paladar. El hombre del rostro flaco no dijo nada. Cuatro caras miraron a John; la otra observaba fijamente la ventana.

—¿Han estado saboteando los agujeros entre la corteza y el manto? —preguntó John.

—Queremos que frene la inmigración.

—Yo quiero que frenen el sabotaje. Lo único que consiguen así es que venga más gente. Policía. —El hombre lo escrutó.

—¿Que le hace pensar que podemos contactar con los saboteadores?

—Encuéntrenlos. Atáquenlos de noche. —El hombre sonrió.

—Ojos que no ven, corazón que no siente.

—No por necesidad.

Tenían que pertenecer al grupo de Hiroko. La navaja de Occam. No podía haber más de un grupo oculto. O tal vez sí. Se sintió mareado y se preguntó si no estarían alterando el aire con drogas en aerosol. Se sentía muy extraño, todo era irreal, onírico; el viento azotaba el rover y hubo un súbito estallido de música cólica, un misterioso y prolongado aullido. Los pensamientos de John eran lentos y pesados, y tuvo deseos de bostezar. Eso es, pensó. Todavía intento despertar de un sueño.

—¿Por qué se ocultan? —oyó que él mismo preguntaba.

—Construimos Marte. Igual que usted. Estamos de su lado.

—Entonces, tendrían que ayudarme. —Trató de pensar—. ¿Qué piensan del ascensor espacial?

—No nos interesa —contestó el joven—. No es eso lo que importa. Lo que importa es la gente.

—El ascensor traerá a mucha más gente.

—Reduzca la inmigración —dijo el hombre—, y ni siquiera se podrá construir.

Otro largo silencio, acentuado por el espectral comentario del viento.

¿Ni siquiera se podrá construir? ¿Es que creían que lo construiría la gente? Tal vez se referían al dinero.

—Lo investigaré —repuso John. El joven se volvió y lo miró, pero John alzó una mano—. Haré lo que pueda. —Vio la mano ante él, una cosa enorme y rosada—. Es todo lo que puedo garantizar. Si les prometiera resultados, mentiría. Sé a qué se refieren. Haré lo que pueda. —Pensó con dificultad—. Tendrían que trabajar abiertamente, ayudándonos. Necesitamos más ayuda.

—Cada uno a su manera —dijo el hombre en voz baja—. Ahora nos marcharemos. Estaremos atentos para ver qué hace.

—Dígale a Hiroko que quiero hablar con ella.

Los cinco hombres lo miraron a los ojos, el joven con intensidad y enfado.

El de la cara delgada sonrió fugazmente.

—Si la veo se lo diré.

Uno de los hombres en cuclillas extendió un bulto azul transparente: una esponja de aerogel, apenas visible bajo las luces nocturnas. La mano que la sostenía se cerró en un puño. Sí, una droga. John se abalanzó rápidamente sobre el joven, le arañó el cuello desnudo, y se derrumbó en el suelo, paralizado.

Cuando recuperó el sentido se habían ido. Le dolía la cabeza. Se desplomó sobre la cama y cayó en un sueño inquieto. Soñó con Frank, y John le habló de la visita. «Eres un tonto», dijo Frank. «No lo entiendes». Cuando despertó de nuevo ya era de mañana, una mañana que se arremolinaba con ocres tostados al otro lado del parabrisas. Durante el último mes los vientos parecían haber amainado, pero era difícil estar seguro. Entre las nubes de polvo aparecían unas sombras fugaces que en seguida se disolvían de nuevo en el caos, breves alucinaciones provocadas por la privación de estímulos sensoriales. Ciertamente la tormenta era una continua privación de estímulos y empezaba a volverse claustrofóbica. Ingirió un poco de omeg, se puso el traje, salió y recorrió la zona, respirando polvo y agachándose para seguir las huellas de los visitantes. Atravesaban el lecho de roca y desaparecían. Una cita complicada, pensó: un rover perdido en la noche, ¿cómo lo habían encontrado?

Pero si lo habían estado siguiendo…

Una vez dentro del vehículo llamó a los satélites. El radar y el infrarrojo no captaban otra cosa que el rover. Hasta los trajes habrían aparecido en el infrarrojo, de manera que quizá tenían un refugio cerca. Era fácil esconderse en aquellas montañas. Recuperó el mapa de Hiroko y trazó un círculo aproximado alrededor del valle, extendiéndolo al norte y al sur. Ya tenía varios círculos en el mapa, pero los equipos de tierra no habían peinado ninguno exhaustivamente, y era probable que nunca lo hicieran, ya que eran casi todos un terreno caótico, tierra devastada del tamaño de Wyoming o Texas.

—Es un mundo grande —musitó.

Vagó por el interior del vehículo, con la vista clavada en el suelo. Entonces recordó lo último de la noche anterior. Se examinó las uñas; sí, ahí tenía pegado un pequeño fragmento de piel. Sacó una bandeja de muestras del pequeño autoclave y con cuidado pasó el material a la bandeja. La identificación del genoma estaba muy por encima de las capacidades del rover; pero cualquier laboratorio grande sería capaz de identificar al joven desconocido, si su genoma estaba registrado. Y si no, también sería una información útil. Quizá Úrsula y Vlad pudieran identificarlo por el parentesco.

Esa tarde volvió a localizar el camino de radiofaros de respuesta y bajó a la Cuenca de Hellas a última hora del día siguiente. Allí encontró a Sax, que asistía a una conferencia sobre el nuevo lago, aunque daba la impresión de que se estaba convirtiendo en una conferencia sobre iluminación artificial en la agricultura. A la mañana siguiente John lo llevó a dar un paseo por los túneles transparentes que unían los edificios; caminaron por una cambiante oscuridad amarilla; el sol era un brillante color azafrán en las nubes del este.

—Creo que he conocido al Coyote —dijo John.

—¿De verdad? ¿Te dijo dónde está Hiroko?

—No.

Sax se encogió de hombros. Parecía concentrado en una conferencia que tenía que dar esa tarde. Así que John decidió esperar y esa noche asistió a la charla con el resto de los colonos de la estación del lago. Sax le aseguró a la multitud que las microbacterias atmosféricas, de la superficie y del permafrost, crecían a un ritmo que era una importante fracción de los limites teóricos —alrededor de un dos por ciento, para ser precisos—, y que en el plazo de unas pocas décadas tendrían que enfrentar el problema de los cultivos en el exterior. Nadie aplaudió. Lo más importante ahora era resolver los espantosos problemas generados por la Gran Tormenta, que según algunos había comenzado como resultado de un error de cálculo de Sax. La insolación en superficie era aún un veinticinco por ciento de la normal, como uno de los asistentes señaló mordazmente, y la tormenta no daba señales de ceder. Las temperaturas habían descendido y los nervios subían. Ninguno de los recién llegados había disfrutado últimamente más que de unos pocos metros de visibilidad, y los problemas psicológicos, desde el aburrimiento a la catatonia, eran pandémicos.

Sax lo descartó todo con un leve encogimiento de hombros.

—Es la última tormenta global —afirmó—. Entrará en la historia como un fenómeno de la edad heroica. Disfrútenla mientras dure.

El comentario fue poco apreciado. Sin embargo, él no pareció darse cuenta.

Unos días después, Ann y Simon llegaron al asentamiento con su hijo Peter, que ya tenía tres años. Hasta donde sabían, había sido el trigésimo tercer niño nacido en Marte; los colonos establecidos después de los primeros cien habían sido bastante prolíficos. John jugó con el niño en el suelo mientras Ann, Simon y él se enteraban de las últimas noticias e intercambiaban algunas de las mil y una historias de la Gran Tormenta. John imaginaba que Ann estaría disfrutando con la tormenta y el espantoso revés que había infligido al proceso de terraformación, como una especie de respuesta alérgica planetaria, las temperaturas descendiendo de continuo y los temerarios experimentadores luchando con sus insignificantes máquinas atascadas… Pero no la divertía. En realidad, estaba irritada, como de costumbre.

—Un equipo de prospección perforó una chimenea volcánica en Daedalia y dio con una muestra que contenía microorganismos unicelulares muy diferentes de las cianobacterias que tú soltaste en el norte. Y la chimenea estaba bastante encajada en el lecho de roca y muy alejada de cualquier punto de liberación biótico. Enviaron muestras del material a Acheron para que lo analizaran, y Vlad lo estudió y declaró que parecía la cepa mutante de una que ellos habían soltado, quizá inyectada en la roca por maquinaria de perforación contaminada. —Ann clavó el dedo en el pecho de John—: Probablemente terrana, dijo Vlad.

¡Probablemente terrana!

¡Pobablemente tedana! —dijo el pequeño Peter. Captando a la perfección la entonación de Ann.

—Bueno, probablemente lo sea —dijo John.

—¡Pero jamás lo sabremos! Terminarán discutiéndolo durante siglos, habrá una revista dedicada sólo a esa cuestión, pero jamás lo sabremos con certeza.

—Si es tan parecido como para reconocerlo, probablemente es terrano —dijo John, sonriéndole al niño—. Cualquier cosa que hubiera evolucionado al margen de la vida terrana sería detectada de inmediato.

—Probablemente —repitió Ann—. Pero ¿y si hubiera una fuente común, la teoría de las esporas del espacio, por ejemplo, o deyecciones expulsadas de un planeta a otro con microorganismos enterrados en la roca?

—Eso no es muy factible, ¿verdad?

—No lo sabemos. Y ahora, jamás lo sabremos.

A John te costaba compartir esa preocupación.

—Quizá vinieron con las naves Viking —dijo—. Nunca se intentó esterilizar a fondo nuestras exploraciones, así son las cosas. Mientras tanto, tenemos problemas más acuciantes.

Como la tormenta de polvo global más prolongada que se hubiera registrado jamás, o la afluencia de inmigrantes cuyo compromiso con Marte era tan mínimo como sus hábitats, o la próxima revisión del tratado con el que nadie estaba de acuerdo, o un proyecto de terraformación que mucha gente odiaba. O un planeta natal que estaba alcanzando un punto crítico. O un intento (o dos) de hacer daño a un tal John Boone.

—Sí, sí —aceptó Ann—. Lo sé. Pero todo eso es política, de la que nunca nos libraremos. Esto era ciencia, y yo quería una respuesta a esa pregunta. Y ya no puedo tenerla. Nadie puede.

John se encogió de hombros.

—Nunca lo sabremos, Ann. No importa lo que pase. Nunca. Era una de esas preguntas destinadas a quedar sin respuesta. ¿No lo sabías?

Pobablemente tedana.

Pocos días después de esa conversación, un cohete aterrizó en la pequeña plataforma de la estación del lago y un reducido grupo de terranos emergió del polvo, todavía dando saltos alrededor mientras caminaban. Se presentaron como agentes de investigación, enviados con autorización de la UNOMA a investigar el sabotaje y los distintos incidentes. En total eran diez, ocho hombres jóvenes bien formados, salidos directamente de los vídeos, y dos mujeres jóvenes y atractivas. Casi todos pertenecían al FBI norteamericano. El jefe, un hombre alto de cabello castaño llamado Sam Houston, pidió una entrevista con John Boone y John se la concedió cortésmente.

Cuando a la mañana se reunieron después del desayuno —estaban allí seis de los agentes, incluidas las dos mujeres—, respondió a todas las preguntas sin ninguna vacilación, aunque instintivamente les contó sólo lo que creía que ya sabían, añadiendo un poco más para parecer sincero y servicial. Ellos se mostraron educados y deferentes, minuciosos en el interrogatorio, en extremo reticentes sí él a su vez les preguntaba algo. Parecían desconocer los detalles de la situación en Marte y le hicieron preguntas de cosas que habían sucedido durante los primeros años en la Colina Subterránea, o durante la época de la desaparición de Hiroko. Era obvio que estaban al tanto de los acontecimientos de aquella época y de las diferentes relaciones entre las estrellas de los medios de comunicación que eran los primeros cien; le hicieron un montón de preguntas sobre Maya, Phyllis, Arkadi, Nadia, el grupo de Acheron, Sax… todos eran bien conocidos para estos jóvenes terranos, al menos como figuras de la televisión. Pero parecía que no sabían mucho más, aparte de lo que se había grabado y enviado a la Tierra. John, la mente dispersa, se preguntó si eso sería verdad para todos los terranos. Al fin y al cabo, ¿de qué otras fuentes de información disponían?

Al final de la entrevista, uno de ellos, llamado Chang, le preguntó sí había algo más que quisiera decir. John, que entre otras muchas cosas había omitido la narración de la visita nocturna del Coyote, repuso:

—¡No se me ocurre nada!

Chang asintió, y entonces Sam Houston dijo:

—Apreciaríamos mucho que nos diera acceso a su IA sobre estas cuestiones.

—Lo siento —dijo John como disculpándose—. No doy acceso a mi IA.

—¿Es que tiene una clave de destrucción? —preguntó Houston, sorprendido.

—No. Lo que pasa es que no la doy. Ésos son mis registros privados. —John clavó la vista en los ojos del hombre: parecía embarazado y los otros lo miraban.

—Si lo prefiere, podemos, hum, obtener un mandato de la UNOMA.

—En realidad, dudo que pueda. Y aunque lo consiguiera, yo no le daría acceso. —John le sonrió, casi se rio. Otra ocasión en que ser el Primer Hombre en Marte le resultaba útil. No había nada que le pudieran hacer sin provocar demasiados problemas. Se puso de pie y examinó al pequeño grupo con toda la sosegada arrogancia que pudo mostrar, que fue mucha—. Háganme saber si hay algo más en que pueda ayudarlos.

Abandonó el cuarto. «Pauline, entra en el centro de comunicaciones y copia todo lo que puedas». Llamó a Helmut y recordó que también sus propias llamadas estarían intervenidas. Hizo preguntas breves, como si sólo estuviera comprobando credenciales Sí, la UNOMA había enviado a un equipo. Era parte de una fuerza especial creada en los últimos seis meses para solucionar los problemas de Marte.

Así que ahora había policía en Marte, además de un detective. Bueno, no podía esperarse otra cosa. Sin embargo, era irritante. No podría ir de un lado a otro libremente mientras ellos rondaban por ahí vigilándolo, suspicaces, porque no les había dado acceso a Pauline. En cualquier caso, no había gran cosa que hacer en Hellas. No había habido allí ningún sabotaje, y parecía improbable que fuera a cometerse ahora. Maya no se mostró muy comprensiva, no quería que la molestara con sus problemas, ella ya tenía suficiente con los suyos, los aspectos técnicos del proyecto del acuífero.

—Lo más probable es que tú seas el principal sospechoso —le dijo irritada—. Estas cosas siempre te ocurren a ti: un camión en Thaumasia, un pozo en Bakhuisen, y ahora no los dejas entrar en tus archivos. ¿Por qué no?

—Porque no me gustan —repuso John, mirándola con ojos coléricos. La relación con Maya había vuelto a la normalidad. Bueno, en realidad no; seguían con sus hábitos manteniendo un cierto buen humor, como si interpretaran un papel en una obra de teatro, sabiendo que disponían de tiempo para todo, sabiendo ahora qué cosas eran reales, qué había en el fondo de esa relación. De modo que en ese sentido habían mejorado. Sin embargo, en la superficie era el mismo y viejo melodrama. Maya se negaba a entender, y al final John se rindió. Después de la llamada estuvo pensándolo durante un par de días. Bajó a los laboratorios de la estación e hizo que la muestra de piel que se había sacado de debajo de las uñas fuera puesta en cultivo, y luego clonada y analizada. No había nadie con ese genoma en los registros planetarios, así que envió la información a Acheron y solicitó un análisis y cualquier otra información posible. Úrsula le devolvió los resultados en clave y añadió al final una sola palabra: Felicitaciones.

Volvió a leerlo y soltó un juramento en voz alta. Salió a dar un paseo, alternando las carcajadas con las maldiciones.

—¡Maldita seas, Hiroko! ¡Maldita seas en el infierno! ¡Sal de tu agujero y ayúdanos! ¡Ja, ja, ja! ¡Zorra! ¡Estoy harto de toda esa mierda de Perséfone!

Hasta los túneles peatonales le parecían opresivos en ese momento. Fue hasta el garaje, se vistió y salió por la antecámara a dar un paseo, el primero en muchos días. Se encontraba en el brazo septentrional de la ciudad, sobre un liso suelo desértico. Dio vueltas, siempre dentro de la fluctuante columna de aire limpio que generaba la ciudad, observando y pensando. Hellas iba a ser mucho menos impresionante que Burroughs, Acheron o Echus, incluso menos que Senzeni Na. Situada en el punto bajo de la cuenca, no había allí cumbres sobre las que construir y ningún panorama interesante. Aunque continuaba el azote de los remolinos de polvo, y éste no era el momento más idóneo para opinar. La ciudad había sido levantada en un semicírculo, y con el tiempo sería la línea costera del nuevo lago. Quizá tuviera un hermoso aspecto cuando eso sucediera —una zona de puertos—, pero mientras tanto era tan monótono como la Colina Subterránea, con los últimos avances en plantas de energía y mecanismos de servicio, respiraderos, cables, túneles como gigantescas mudas de serpiente… el viejo aspecto de una estación científica, sin consideraciones estéticas. Bueno, no tenía mucha importancia. No podían poner todas las ciudades en una cima montañosa.

Dos personas pasaron junto a él, con los visores de los cascos polarizados. Qué raro, pensó, si ya tenían la oscuridad de la tormenta. De pronto las figuras se abalanzaron sobre él y lo tiraron al suelo. Se levantó de la arena con un salto salvaje al estilo John Cárter, adelantando los puños, pero vio con sorpresa que ellos ya corrían hacia las nubes de polvo batidas por el viento. Se tambaleó y los miró con atención. Desaparecieron detrás de los velos de polvo. La sangre le bullía, y sintió un fuego en los hombros. Alzó la mano y se los tocó; le habían rasgado el traje. Apretó la mano sobre la rotura y echó a correr a toda velocidad. Ya no sentía los hombros. Era incómodo correr con el brazo levantado y la mano detrás del cuello. El suministro de aire parecía estar intacto —no—, tenía un corte en el tubo, a la altura del cuello. Separó la mano del hombro el tiempo suficiente para teclear circulación máxima en el ordenador de muñeca. El frío le bajaba por la espalda como un fantasma de agua helada. Cien grados centígrados bajo cero. Contuvo el aliento y pudo sentir el polvo en los labios, resecándole la boca. Era imposible calcular cuánto CO2 entraba en el suministro de oxígeno, pero no hacía falta mucho para matarlo.

El garaje apareció entre la oscuridad; había corrido directamente hacía él, y se sintió muy satisfecho consigo mismo hasta que llegó a la puerta de la antecámara y apretó el botón de apertura y nada ocurrió. Era fácil bloquear una antecámara, bastaba con dejar abierta la puerta de dentro. Los pulmones le ardían, necesitaba respirar. Rodeó a la carrera el garaje hacia el tubo de peatones que conectaba con el habitat propiamente dicho; lo alcanzó y miró a través de las capas de plástico. Nadie a la vista. Quitó la mano de la rotura en el hombro, y abrió rápidamente la caja que tenía en el antebrazo izquierdo; sacó el pequeño taladro, lo encendió y lo empotró en el plástico, que cedió sin romperse y se arrolló en torno a la broca giratoria, hasta que el taladro casi le rompió el codo. Hurgó frenéticamente con la herramienta y al fin consiguió que el plástico se desgarrara; entonces tiró hacia abajo, ensanchó el agujero y al fin pudo entrar con la cabeza por delante. Cuando estuvo dentro hasta la cintura se quedó quieto, utilizando el cuerpo como un tosco tapón. Se desabrochó el casco y se lo arrancó de la cabeza y jadeó en busca de aire como si emergiera de una inmersión prolongada, fuera dentro fuera dentro fuera dentro. Elimina ese CO2, de la sangre. Tenía entumecidos los hombros y el cuello. Allá en el garaje sonaba una alarma.

Después de veintidós segundos de pensamientos atropellados, pasó de un tirón las piernas por el agujero y corrió por el tubo en creciente despresurización hacia el habitat, alejándose del garaje. Por fortuna la puerta se abrió respondiendo a la orden. Una vez dentro, saltó al interior de un ascensor y bajó hasta la tercera planta subterránea, donde se alojaba en una de las suites de invitados. Dejó la puerta del ascensor abierta y se asomó. Nadie a la vista. Corrió a su habitación. Una vez dentro, se arrancó el traje y lo escondió junto con el casco en el armario. Hizo una mueca cuando se vio en el espejo, los hombros y omóplatos blanquecinos, un terrible caso de congelación. Tomó un analgésico oral y una dosis triple de omegendorfo, se puso una camisa con cuello, y pantalones y zapatos. Se peinó y se arregló. La cara en el espejo mostraba unos ojos vidriosos y distraídos, casi atontados. Contorsionó con violencia la cara, la abofeteó, la volvió a la expresión normal, y empezó a respirar profundamente. Las drogas estaban haciendo efecto y la imagen en el espejo pareció un poco mejor.

Salió al pasillo y se encaminó al bulevar excavado en la roca, que descendía otras tres plantas más. Caminó junto a la barandilla y miró a la gente de abajo; sintió una curiosa mezcla de júbilo y cólera. Entonces Sam Houston y una de sus colegas se le acercaron.

—Disculpe, señor Boone, ¿tendría la amabilidad de venir con nosotros?

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Ha habido otro incidente. Alguien abrió uno de los tubos peatonales.

—¿Que se abrió un tubo peatonal? ¿Llama a eso un incidente? Tenemos satélites espejo saliéndose de sus órbitas, camiones que caen en los agujeros entre la corteza y el manto, ¿y usted llama a una tontería como ésa un incidente? —Houston lo miró con ojos centelleantes y Boone casi se rio del hombre—. ¿En qué cree que puedo ayudar?

—Sabemos que ha estado trabajando en esto para el doctor Russell. Creímos que le gustaría estar al tanto.

—Oh, comprendo. Bueno, pues entonces vayamos a ver qué pasa.

Y durante casi dos horas lo examinaron todo, mientras los hombros le ardían como fuego. Houston y Chang y los otros investigadores le hablaban en un tono casi confidencial, ansiosos porque él interviniera, pero mirándolo fríamente, como si estuvieran evaluándolo. John les respondió con una ligera sonrisa.

—Me pregunto por qué habrá sucedido ahora —le comentó Houston en un momento.

—Quizá a alguien no le gusta la presencia de ustedes aquí —dijo John.

Sólo cuando toda la charada acabó, tuvo tiempo para pensar por qué no quería que se enteraran del ataque. Sin duda habría atraído a más investigadores y eso no era bueno; y ciertamente se habría convertido en la historia más importante en Marte y en la Tierra, lo que lo habría devuelto a la vitrina más allá. Y ya estaba harto de vitrinas.

Pero había algo más que no lograba precisar. El detective del subconsciente. Resopló con disgusto. Para distraerse del dolor merodeó de comedor en comedor, esperando captar alguna expresión de mal disimulada sorpresa cada vez que entraba en una sala. ¡De vuelta de entre los muertos! ¿Quién de vosotros me asesinó? Y en una o dos ocasiones vio a alguien que se encogía cuando él lo miró a los ojos. Pero en verdad, pensó agriamente, fueron muchos los que parecían acobardados. Como si evitaran la mirada de un monstruo, o de un hombre condenado. Nunca antes había sentido su fama de esta manera; estaba furioso.

El efecto de los analgésicos había empezado a desvanecerse, y regresó de prisa a su cuarto. La puerta estaba entreabierta. Se precipitó dentro y se encontró con dos investigadores de la UNOMA.

—¿Qué están haciendo? —gritó enfurecido.

—Sólo lo buscábamos —repuso uno de ellos con suavidad. Se miraron—. No nos gustaría que intentaran algo contra usted.

—¿Como un allanamiento de morada? —dijo Boone de pie, apoyado en el marco de la puerta.

—Es parte del trabajo, señor. Lamentamos de veras haberlo molestado.

Arrastraron los pies nerviosamente, atrapados entre las cuatro paredes de la habitación.

—¿Y quién los ha autorizado? —preguntó Boone, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Bueno… —De nuevo volvieron a mirarse—. El señor Houston es nuestro oficial superior…

—Llámenlo y hagan que venga.

Uno de ellos susurró en su ordenador de muñeca. En un tiempo sospechosamente breve Sam Houston apareció en el corredor, y mientras avanzaba a grandes zancadas con el ceño fruncido, John soltó una carcajada.

—¿Qué hacía, esconderse detrás de la esquina?

Houston se plantó justo delante de él, adelantó la cara, y en voz baja dijo:

—Mire, señor Boone, nos encargaron una investigación importante y usted la está obstruyendo. A pesar de lo que parece creer, usted no está por encima de la ley…

Boone se adelantó bruscamente. Houston tuvo que retroceder para evitar que la nariz de Boone chocara contra la suya.

—Usted no es la ley —dijo. Empujó a Houston, obligándolo a retroceder. El agente empezó a enojarse, y John se rio—. ¿Qué va a hacer, oficial? ¿Arrestarme? ¿Amenazarme? ¿Darme un argumento para que lo incluya en mi próximo informe en Eurovid? ¿Le gustaría? ¿Le gustaría que le mostrara al mundo cómo John Boone fue acosado por un dios de hojalata con una chapa de hojalata, un funcionario que vino a Marte pensando que era un sheriff en el Salvaje Oeste? —Recordó haber pensado que cualquiera que hablara de sí mismo en tercera persona era un declarado idiota, y se rio y dijo—: ¡A John Boone no le gustan esas cosas! ¡No le gustan nada!

Los otros dos habían aprovechado la oportunidad para escabullirse, y ahora observaban con atención desde fuera del cuarto. La cara de Houston estaba del color del Monte Ascraeus y enseñaba los dientes.

—Nadie está por encima de la ley —rechinó—. Aquí ha habido actos criminales muy peligrosos, y muchos ocurren cuando usted anda cerca.

—Como el allanamiento de morada.

—Si decidimos que necesitamos inspeccionar sus aposentos, o sus registros, para avanzar en nuestra investigación, entonces eso es lo que vamos a hacer. Estamos autorizados.

—Y yo digo que no lo están —repuso John con arrogancia, y chasqueó los dedos en las narices del hombre.

—Vamos a registrar sus aposentos —dijo Houston, articulando cada palabra cuidadosamente.

—Lárguese —dijo John despectivamente, y se volvió hacia los otros dos y con un ademán los echó. Rio, el labio torcido en una mueca de desdén—: ¡Eso es, largo! ¡Fuera de aquí, incompetentes! ¡Vayan a leer las reglas sobre registros e incautaciones!

Entró en la habitación y cerró la puerta.

Se detuvo. Parecía que se marchaban, pero en cualquier caso tenía que actuar como si no le importase. Soltó una carcajada, fue al cuarto de baño y tomó más analgésicos.

No habían llegado a abrir el armario, lo que era una suerte; habría sido difícil explicar el traje desgarrado sin contar la verdad, y eso sí que habría sido engorroso. Era extraño cómo se enredaban las cosas cuando ocultas que alguien ha intentado matarte. Se detuvo a pensarlo. Después de todo, el intento había sido bastante torpe. Había cien maneras más efectivas de matar a alguien que se pasea en la atmósfera marciana protegido sólo por un traje. Y si sólo intentaban asustarlo, o si esperaban que él intentara ocultar el ataque, para luego decirle que había mentido y acusarlo de algo…

Sacudió la cabeza, confundido. La navaja de Occam, la navaja de Occam. La herramienta principal del detective. Si alguien te ataca, pretende hacerte daño, eso era una idea básica, un hecho fundamental.

Era importante averiguar quiénes habían sido los agresores. Y luego seguir adelante. Los analgésicos eran potentes y los efectos del omegendorfo se estaban desvaneciendo. Le resultaba difícil pensar. Iba a ser un problema deshacerse del traje; el casco en especial era un objeto grande y abultado. Pero ahora ya estaba metido a fondo en el asunto, y no había una salida airosa. Se rio; sabía que ya se le ocurriría algo.

Quería hablar con Arkadi. Sin embargo, le informaron que Arkadi había concluido con Nadia el tratamiento gerontológico en Acheron y había regresado a Fobos. John todavía no había visitado nunca la pequeña y rápida luna.

—¿Por qué no subes y la ves? —dijo Arkadi por teléfono—. Es mejor hablar en persona, ¿no?

—De acuerdo.

No había estado en el espacio desde el aterrizaje del Ares veintitrés años atrás, y las sensaciones familiares de aceleración e ingravidez le provocaron un inesperado acceso de náuseas. Se lo contó a Arkadi mientras se acoplaban con Fobos, y éste dijo: —A mí me sucedía siempre, hasta que empecé a beber vodka justo antes de despegar—. Tenía una larga explicación fisiológica, pero los detalles empezaron a sacar a John de quicio y lo interrumpió. Arkadi soltó una carcajada; el tratamiento gerontológico le había proporcionado la habitual exaltación postoperatoria, sin olvidar que siempre había sido un hombre alegre; tenía el aspecto de alguien que en mil años nunca volvería a estar enfermo.

Stickney resultó ser una pequeña ciudad bulliciosa, la cúpula del cráter cubierta con lo más nuevo en revestimientos contra la radiación, y el suelo en círculos concéntricos escalonados que descendían hasta una plaza en el fondo. Los círculos se alternaban entre parques y edificios de dos plantas con jardines en los tejados. Había redes en el aire para la gente que perdía el control en los saltos a través de la ciudad, o que despegaba por accidente; la velocidad de salida era de cincuenta kilómetros por hora, de modo que casi era posible escapar a la gravedad. Justo debajo de los cimientos de la cúpula, John divisó una versión en pequeño del tren exterior de circunvalación; marchaba horizontalmente comparado con los edificios de la ciudad, y a una velocidad que devolvía a los pasajeros a una sensación de gravedad marciana. Paraba cuatro veces al día a recoger gente, pero sí John se refugiaba en el tren, sólo retrasaría su aclimatación en Fobos, de modo que se metió en la habitación para huéspedes que le habían asignado, y esperó como pudo a que le desaparecieran las náuseas. Al parecer ahora era un habitante planetario, un marciano para siempre, de manera que abandonar Marte significaba dolor. Ridículo pero cierto.

Al día siguiente se sentía mejor y Arkadi lo llevó de excursión por Fobos. El interior estaba lleno de túneles, galenas y enormes cámaras abiertas. En muchas de ellas aún se llevaban a cabo trabajos de minería en busca de agua y combustible. La mayoría de los túneles eran tubos funcionales corrientes, pero las habitaciones interiores y algunas de las galerías grandes se habían construido de acuerdo con las teorías socioarquitectónicas de Arkadi, que le mostró a John corredores circulares, áreas mixtas de trabajo y recreo, amplias terrazas, paredes metálicas con grabados, características todas que se habían vuelto comunes durante la fase de construcción en los cráteres, pero de las que Arkadi todavía se sentía orgulloso.

Tres de los pequeños cráteres de superficie en la cara opuesta de Stickney habían sido abovedados con vidrio y albergaban unas villas desde las que se veía el planeta, que pasaba veloz debajo de ellos: panorámicas jamás visibles desde Stickney, ya que el largo eje de Fobos estaba permanentemente orientado hacia Marte, con el gran cráter siempre en el otro lado. Arkadi y John se encontraban en Semenov, mirando a través de la cúpula. Marte llenaba medio cielo, amortajado en nubes de polvo.

—La Gran Tormenta —dijo Arkadi—. Sax tiene que estar volviéndose loco.

—No —dijo John—. Dice que es algo pasajero. Un fallo.

Arkadi silbó entre dientes. Ambos habían recuperado la vieja y relajada camaradería, el sentimiento de que eran iguales, hermanos desde tiempos remotos. Arkadi era el mismo de siempre, alegre, bromista, desbordante de proyectos y opiniones, con una seguridad que complacía inmensamente a John, aun a pesar de que estaba seguro de que muchas de las ideas de Arkadi eran erróneas e incluso peligrosas.

—Pero, es probable que Sax tenga razón —dijo Arkadi—. Si esos tratamientos contra la vejez funcionan, y vivimos más décadas que antes, habrá sin duda una revolución social. La brevedad de la vida era una de las fuerzas primordiales en la estabilidad de las instituciones, aunque parezca extraño. Sin embargo, es mucho más fácil aferrarse a cualquier esquema de supervivencia a corto plazo que arriesgarlo todo en un nuevo plan que podría no funcionar… A nadie importa que ese plan a corto plazo pueda ser muy destructivo para las próximas generaciones. Ya sabes, que se las apañen. Pero, si pudieras estudiarlo, y luego analizarlo durante otros cincuenta años quizá, podrías acabar diciendo: ¿Por qué no hacerlo más racional? ¿Por qué no convertirlo en algo más afín a nuestros deseos? ¿Qué nos detiene?

—Tal vez sea por eso que las cosas se están volviendo tan extrañas allí abajo en la Tierra —dijo John—. Pero, en cierto modo, no creo que esta gente tenga una perspectiva a largo plazo. —Le resumió a Arkadi la historia de los sabotajes, y concluyó sin más—: ¿Sabes quién los lleva a cabo, Arkadi? ¿Estás involucrado?

—¿Qué, yo? No, John, tú me conoces. Esos actos de destrucción son estúpidos. Por lo que parece, son obra de los rojos, y yo no soy un rojo. No sé con seguridad quién los lleva a cabo. Es probable que Ann sí lo sepa, ¿se lo has preguntado?

—Dice que no lo sabe.

Arkadi soltó una risa cloqueante.

—¡Sigues siendo el viejo John Boone! Mira, amigo mío, te diré por qué ocurren estas cosas, y luego podrás trabajar en el asunto de manera sistemática, y entonces tal vez lo comprendas. Ah, aquí viene el tren subterráneo para Stickney…, vamos, quiero mostrarte la cúpula del infinito, es realmente una obra magnífica.

Condujo a John hasta el cochecito del tren y descendieron flotando por un túnel casi hasta el centro de Fobos. El tren se detuvo y ellos salieron y atravesaron la sala estrecha y se impulsaron por un pasillo; John notó que el cuerpo se le había adaptado a la ingravidez, que de nuevo era capaz de flotar sin desorientarse. Arkadi lo guió hasta una amplia galería abierta, que a primera vista parecía ser demasiado grande para estar contenida en Fobos: suelo, pared y techo cubiertos de espejos facetados; unas placas redondas de magnesio pulido estaban dispuestas oblicuamente, de modo que cualquiera que se encontrase en ese espacio de microgravedad se veía reflejado en miles de regresiones infinitas.

Aterrizaron y engancharon los pies en unas anillas y flotaron como plantas en el fondo del mar en una movediza multitud de Arkadis y Johns.

—Verás, John, la base económica de la vida marciana empieza a cambiar —dijo Arkadi—. ¡No, no te atrevas a burlarte! Hasta ahora no hemos vivido en una economía monetaria. Habitar en una de las estaciones científicas es como ganar un premio que te libera de la rueda económica. Nosotros ganamos el premio, lo mismo que otros muchos más, y todos ya llevamos aquí bastantes años, viviendo de esa manera en las estaciones. Sin embargo, ahora la gente llega a Marte en torrentes, ¡miles y miles! Y muchas de esas gentes vienen a trabajar, a ganar algún dinero, y regresar luego a la Tierra. Trabajan para las transnacionales que han obtenido concesiones de la UNOMA. La letra del tratado de Marte se respeta porque supuestamente la UNOMA está a cargo de todo, pero el espíritu del tratado se quiebra a diestra y siniestra, aun por la misma UN.

John asentía.

—Sí, ya me he dado cuenta. Helmut me lo expuso cara a cara.

—Helmut es un gusano. Pero escucha, cuando se proponga la renovación del tratado, cambiarán la letra de la ley. E irán todavía más lejos. Todo empezó con el descubrimiento de metales estratégicos y todo este espacio. Para un montón de países de allí abajo Marte es la salvación, y para las transnacionales un territorio nuevo.

—¿Y crees que tendrán apoyo como para modificar el tratado?

Millones de Arkadis miraron con ojos desorbitados a millones de Johns.

—¡No seas tan ingenuo! ¡Pues claro que tendrán apoyo! Mira, el tratado de Marte está basado en el viejo tratado sobre el espacio. Primer error, porque ese tratado era un convenio realmente muy frágil, y por tanto el de Marte también lo es. Según las cláusulas del propio tratado, los países pueden convertirse en miembros con derecho a voto sólo con tener intereses aquí, razón por la que no paramos de ver nuevas estaciones científicas nacionales: de la Liga Árabe, Nigeria, Indonesia, Azania, Brasil, la India, China y todas las demás. Y unos cuantos de estos nuevos países se convierten en miembros con la intención específica de romper el tratado. Quieren abrir Marte a los gobiernos individuales, fuera del control de la UN. Y las transnacionales enarbolan banderas acomodaticias de países como Singapur y las Seychelles y Moldavia para intentar abrir Marte a los asentamientos privados, controlados por las corporaciones.

—Todavía faltan años para la renovación —dijo John. Un millón de Arkadis pusieron los ojos en blanco.

—Está ocurriendo ahora mismo. No sólo de palabra, sino aquí abajo día a día. Cuando llegamos por primera vez, y durante los siguientes veinte años, Marte era como la Antártida, pero más puro. Estábamos fuera del mundo, ni siquiera teníamos bienes… algo de ropa, un ordenador, ¡y eso era todo! Tú sabes cómo pienso, John. Este orden se asemeja al modo de vida prehistórico, y por tanto a nosotros nos parece correcto, nuestros cerebros lo reconocen después de tres millones de años de práctica. En resumen, nuestros cerebros se desarrollaron en respuesta a las realidades de aquella vida. Y como resultado, la gente crece fuertemente ligada a ese tipo de vida. Eso permite que te concentres en el verdadero trabajo, que es todo lo que necesitas para seguir con vida, o hacer cosas, o satisfacer tu propia curiosidad, o jugar. Eso es la utopía, John, en especial para los primitivos y los científicos, lo que es decir todo el mundo. De modo que una estación científica de investigación en realidad es un modelo de utopía prehistórica, arrancada de la economía monetaria de las transnacionales por primates inteligentes que desean vivir bien.

—Uno pensaría que todo el mundo querría subir a bordo —dijo John.

—Sí, y quizá lo hagan, pero nadie los invita. Y eso quiere decir que no es una utopía auténtica. Nosotros, inteligentes primates científicos, deseábamos tener islas para nosotros solos, en vez de trabajar en beneficio de todo el mundo. Y por eso en realidad las islas son parte del orden transnacional. Las pagan, nunca son realmente gratis, jamás se da el caso de una investigación verdaderamente pura. Porque la gente que paga por las islas de los científicos, con el tiempo querrá rentabilizar la inversión. Y ahora estamos llegando a ese punto. Se nos exige que nuestra isla sea rentable. No llevamos a cabo investigación pura, sino investigación aplicada. Y con el descubrimiento de metales estratégicos, la aplicación se ha hecho evidente. Y así resurge todo lo de antes y volvemos a la propiedad, los precios y los salarios. El sistema de beneficios. La pequeña estación científica se convierte en una mina, con la habitual actitud minera ante la tierra que guarda tesoros. Y a los científicos se les pregunta: ¿Cuánto valor tiene lo que hacen? Se les pide que trabajen a cambio de una paga, y el beneficio del trabajo hay que entregárselo a los propietarios de los negocios para los que de pronto resulta que trabajan.

—Yo no trabajo para nadie —afirmó John.

—Bien, pero trabajas en el proyecto de terraformación, ¿y quién lo paga?

John probó con la respuesta de Sax:

—El sol.

Arkadi volvió a silbar entre dientes.

—¡Te equivocas! No se trata sólo del sol y de unos pocos robots, es tiempo humano, y mucho. Y esos humanos tienen que comer y vivir. Y por tanto, alguien les proporciona lo que necesitan, y también a nosotros; no nos hemos molestado en organizar una vida en la que podamos mantenernos a nosotros mismos.

John frunció el ceño.

—Bueno, al principio necesitábamos ayuda. Enviaron aquí millones de dólares en equipo. Un montón de tiempo útil, como dices tú.

—Sí, es verdad. Pero una vez aquí podríamos habernos esforzado en hacernos autónomos e independientes, para devolverles toda esa inversión y librarnos de ellos. Pero no lo hicimos, y ahora los tiburones prestamistas están aquí. Mira, allá en el principio, si alguien nos hubiera preguntado quién ganaba más dinero, tú o yo, habría sido imposible responder, ¿verdad?

—Correcto.

—Era una pregunta sin ningún sentido. Pero hazla ahora y tendríamos que discutirlo un rato largo. ¿Trabajas de consejero para alguien?

—Para nadie.

—Yo tampoco. Pero Phyllis es consejera de Amex, y de Subarashii y de Armscor. Y Frank es consejero de Honeywell-Messerschmidt, y de la GE y de Boeing y Subarashii. Y la lista continúa. Son más ricos que nosotros. Y en este sistema, más rico significa más poderoso.

Ya nos ocuparemos de eso, pensó John. Pero no lo dijo; no quería que Arkadi volviera a reírse.

—Y sucede en todo Marte —continuó Arkadi. Nubes de Arkadis agitaron los brazos alrededor, como un mándala tibetano de demonios pelirrojos—. Y, por supuesto, hay gente que se da cuenta. O yo se lo explico. Y esto es lo que debes comprender, John… hay gente que luchará para que nada cambie. Hay gente a la que le encantaba la sensación de vivir como un científico primitivo, tanto que se negará a abandonarla sin lucha.

—De ahí los sabotajes…

—¡Sí! Quizá algunos los cometen esas gentes. Yo creo que son un contrasentido, pero ellos no están de acuerdo. La mayoría de los sabotajes pretenden mantener Marte tal como era antes de que llegáramos. Yo no soy de ésos. Pero luchare para que Marte no se convierta en un puerto franco de la minería transnacional. Para que no nos convirtamos en esclavos felices de alguna clase ejecutiva encerrada en grandes mansiones fortificadas. —Miró a John y por el rabillo del ojo John vio alrededor una infinidad de confrontaciones—. ¿Tú no sientes lo mismo?

—En realidad, sí. —Sonrió—. Creo que si discrepamos, es principalmente por una cuestión de métodos.

—¿Tú qué propones?

—Bueno… ante todo que el tratado se renueve tal como está y luego que se cumpla.

—El tratado no se renovará —afirmó Arkadi con tono categórico—. Hará falta algo mucho más radical para detener a esa gente, John. Acciones directas… sí, ¡no seas tan incrédulo! Confiscación de bienes, o del sistema de comunicaciones… la implantación de nuestro propio cuerpo legal, respaldado por todo el mundo aquí, en las calles… ¡sí, John, sí! Se llegará a eso, porque hay armas bajo la mesa. Las manifestaciones y la insurrección son lo único que los derrotará, como lo demuestra la historia.

Un millón de Arkadis se arracimaron en torno a John, con una expresión mucho más seria que la de cualquier Arkadi que pudiera recordar… tan seria que las florecientes hileras de la propia cara de John exhibieron una expresión regresiva de preocupación boquiabierta. Cerró la boca.

—Primero me gustaría probarlo a mi manera —dijo.

Lo que hizo que todos los Arkadis se riesen. John le dio un empujón amistoso en el brazo y Arkadi cayó al suelo; en seguida se impulsó hacia él y lo agarró. Lucharon mientras pudieron mantener el contacto y luego salieron despedidos en direcciones opuestas; en los espejos, millones de Johns y Arkadis volaron hacia el infinito.

Más tarde regresaron al tren subterráneo y fueron a cenar a Semenov. Mientras comían contemplaron la superficie de Marte, que giraba lentamente como un gigante gaseoso. De pronto a John le pareció una gran célula anaranjada, un embrión o un huevo. Los cromosomas se movían rápidamente bajo el cascarón. Una nueva criatura que aguardaba nacer, genéticamente manufacturada. Todos intentaban unir ciertos genes (los propios) a unos plásmidos, insertarlos en las espirales del ADN de Marte, y obtener así lo que deseaban de esa nueva bestia quimérica. Sí, y a John le gustaba mucho lo que Arkadi quería introducir. Pero también tenía sus propios proyectos. Al final verían quién conseguía más del genoma.

Miró a Arkadi, que también tenía la vista alzada hacia el planeta con la misma expresión seria que había mostrado en la sala de los espejos combinados. John descubrió que era una expresión grabada con precisión y fuerza, aunque ahora parecía múltiple y extraña, como vista a través del ojo de una mosca.

John descendió de vuelta a la oscuridad de la Gran Tormenta y allí abajo, en los sombríos días azotados por las ráfagas de viento y barridos por la arena, vio cosas que no había visto antes. Ésa era la ventaja de hablar con Arkadi. Prestaba atención de un modo nuevo; por ejemplo, viajó al sur desde Burroughs hasta el Agujero de Transición Sabishii («Solitario»), y visitó a los japoneses que vivían allí. Eran residentes antiguos, el equivalente japonés de los primeros cien, que habían llegado a Marte sólo siete años más tarde; y a diferencia de los primeros, se habían convertido en una verdadera unidad, y se habían «vuelto nativos» en gran escala. Sabishii había continuado siendo pequeño, incluso después de que excavaran allí el agujero entre la corteza y el manto. Estaba enclavada en una región de piedras grandes e irregulares, cerca del cráter Jarry-Desloges, y mientras bajaba por la última parte del sendero de radiofaros de respuesta, hacía el asentamiento, tuvo visiones fugaces de piedras talladas en forma de caras o figuras de exagerado tamaño, o cubiertas con elaboradas pictografías, o ahuecadas para albergar pequeños altares sintoístas o zen. Clavaba la vista en las nubes de polvo en pos de esas imágenes, pero siempre desaparecían como alucinaciones, vislumbradas y luego perdidas. Al salir a la tortuosa zona de aire despejado, se dio cuenta de que los sabishiianos habían transportado hasta allí las rocas sacadas del gran pozo, y que las distribuían en montículos curvos: un dibujo… desde el espacio parecería… ¿qué, un dragón? Y entonces llegó al garaje y fue recibido por un grupo de ellos, descalzos y con el pelo largo, vestidos con desgastados monos de color tostado o con el suspensorio de los luchadores de sumo: marchitos y sabios japoneses marcianos, que hablaban sobre los centros de kami de la región, y de cómo su más profundo sentido del on hacía tiempo que había pasado del emperador al planeta. Le mostraron sus laboratorios, donde trabajaban en areobotánica y en materiales textiles a prueba de radiación. También habían llevado a cabo un trabajo exhaustivo sobre emplazamientos de acuíferos y climatología en el cinturón ecuatorial. Al escucharlos, le pareció que tenían que estar en contacto con Hiroko, no tenía sentido que no fuera así. Pero se encogieron de hombros cuando les preguntó por ella. John se puso a trabajar en la atmósfera de confianza que tan a menudo era capaz de generar en los viejos residentes, la sensación de que remontaban el largo camino que habían recorrido juntos, de que volvían a su propia época antediluviana. Un par de días de hacer preguntas, de conocer la ciudad, de mostrar que era «un hombre que conocía el giri», y lentamente empezaron a confiar en él, a contarle de una manera sosegada pero franca que no les gustaba el súbito crecimiento de Burroughs, ni el agujero que tenían al lado, ni el aumento de población en general, ni las nuevas presiones a que eran sometidos por el gobierno japonés para que reconocieran el Gran Acantilado y «encontraran oro».

—Nos negamos —dijo Nanao Nakayama, un anciano arrugado con blancas y ralas patillas y pendientes color turquesa, y una larga coleta blanca—. No pueden obligarnos.

—¿Y si lo intentan? —preguntó John.

—Fracasarán. —Esa tranquila aceptación sorprendió a John, y le recordó la charla con Arkadi entre los espejos.

De modo que ahora veía más porque prestaba más atención, porque hacía preguntas nuevas. Pero otras eran el resultado de mensajes enviados por Arkadi a amigos y conocidos, para que se presentaran a John y le mostraran algunas cosas. Así, cuando en el camino de Sabishii hasta Senzeni Na se detenía en algún asentamiento, a menudo lo abordaban pequeños grupos de dos, tres o cinco que se identificaban y decían: Arkadi pensó que podría interesarle ver esto o lo de más allá… Y lo conducían a una granja subterránea con una central de energía independiente, o un escondite de herramientas, o un garaje oculto lleno de rovers, o habitats completos en pequeñas mesas rocosas, vacíos pero listos para ser ocupados. John los seguía con los ojos desorbitados y la boca abierta, haciendo preguntas y sacudiendo la cabeza cuando le respondían. Sí, Arkadi le mostraba cosas; ¡había todo un movimiento allí abajo, un grupo pequeño en cada ciudad!

Finalmente llegó a Senzeni Na. Regresaba porque Pauline había identificado allí a dos trabajadores; el día que el camión le cayó encima no estaban en los puestos de costumbre. Al día siguiente los interrogó, pero le dieron explicaciones bastante creíbles; habían estado fuera escalando. No obstante, después de disculparse por robarles el tiempo, John regresó a su cuarto, y otros tres técnicos del agujero de transición se presentaron como amigos de Arkadi. John los saludó con entusiasmo, contento de sacar algo positivo de aquel viaje; y al final un grupo de ocho lo llevó en un rover hasta un cañón que corría junto al agujero. Bajaron por el polvo cegador a un habitat excavado en una de las paredes del cañón que sobresalía horizontalmente a modo de visera; era invisible para los satélites, ya que el calor se liberaba a través de varios respiraderos pequeños que desde el espacio parecerían los viejos molinos calefactores de Sax.

—Imaginamos que es así como lo ha conseguido el grupo de Hiroko —le dijo una de sus guías. Se llamaba Marian y tenía una nariz larga y ganchuda, y unos ojos demasiado juntos que le daban un aire intenso y grave.

—¿Saben dónde está Hiroko? —preguntó John.

—No, pero creemos que está en el caos.

La respuesta universal. Les hizo preguntas acerca de la morada en el risco. Marian le contó que había sido construida con equipo de Senzeni Na. Por el momento estaba deshabitada, pero preparada para casos de necesidad.

—¿Necesidad de qué? —inquirió John mientras recorría los pequeños y oscuros cuartos del lugar. Marian lo miró fijamente.

—La revolución, por supuesto.

—¡La revolución!

John tuvo muy poco que decir en el viaje de vuelta. Marian y sus compañeros se dieron cuenta de que estaba perplejo y eso hizo que también ellos se sintieran incómodos. Quizá estaban llegando a la conclusión de que Arkadi había cometido un error al pedirles que le mostraran el habitat a John.

—Se están preparando un montón de cosas como ésta —dijo Marian a la defensiva. Hiroko les había dado la idea, y Arkadi creía que podían ser de utilidad. Ella y sus compañeros comenzaron a enumerarlos con los dedos: toda una reserva de equipo de extracción de aire y minería, enterrado en un túnel de hielo seco en una de las estaciones procesadoras del casquete polar austral; un pozo de agua que era extraída del gran acuífero de debajo de Kasei Vallis; invernaderos dispersos alrededor de Acheron, que cultivaban plantas útiles en farmacia; un centro de comunicaciones debajo del bulevar de Nadia en la Colina—. Y éstos son sólo aquellos de los que estamos al tanto. Hay una lectura samidzat que aparece en la red con la que no tenemos nada que ver, y Arkadi está seguro de que ahí afuera hay otros grupos que hacen lo mismo. Porque cuando la situación se agrave, todos vamos a necesitar lugares en que escondernos y desde los que luchar.

—Oh, vamos —dijo John—. Métanse en la cabeza que esta trama de la revolución no es más que una fantasía sobre la Revolución Americana, ya saben, la gran frontera, los bravos colonos pioneros explotados por el poder imperial, la revuelta para pasar de colonia a estado soberano… ¡todo una falsa analogía!

—¿Por qué lo dice? —preguntó Marian—. ¿Qué es distinto?

—Bueno, para empezar, no vivimos en una tierra que nos sustente. Y segundo, ¡no tenemos medios para rebelarnos!

—No estoy de acuerdo con ninguno de esos dos puntos. Debería hablarlo con Arkadi.

—Lo intentaré. En cualquier caso, hay maneras mejores que este andar a hurtadillas robando equipo… algo más directo. Sencillamente hemos de decirle a la UNOMA lo que queremos del nuevo tratado de Marte.

Los otros sacudieron la cabeza con aire desdeñoso.

—Podemos hablar todo lo que se nos ocurra —dijo Marian—, pero eso no cambiará lo que van a hacer.

—¿Por qué no? ¿Creen que pueden ignorar a la gente que vive aquí? Quizá ahora dispongan de transbordadores continuos, pero aun así nos separan ochenta millones de kilómetros, y nosotros estamos aquí y ellos no. Tal vez no sea la Norteamérica de 1769, pero disfrutamos de algunas de las mismas ventajas: estamos muy lejos y somos dueños del planeta. ¡Lo importante es no caer en los mismos viejos errores! —Y así arguyó en contra de la revolución, el nacionalismo, la religión, la economía… contra todos los modos terranos de pensamiento que pudo recordar, mezclando unas cosas con otras, como hacía siempre—. La revolución ni siquiera ha funcionado en la Tierra, en realidad no. Y aquí todo está anticuado. Tendríamos que inventar un programa nuevo, como dice Arkadi, incluyendo los modos de gobernar nuestro propio destino. ¡Todos ustedes, que viven en una fantasía del pasado, nos están conduciendo a la misma represión de la que se quejan! ¡Necesitamos un nuevo estilo marciano, una nueva filosofía, una economía y una religión marcianas!

Le preguntaron cuáles podían ser esas formas marcianas de pensamiento, y él alzó las manos.

—¿Cómo puedo saberlo? Nunca han existido y es difícil comentarlas, imaginarlas. Siempre se topa uno con ese problema cuando se trata de algo nuevo, y créanme, lo sé porque lo he intentado. Pero puedo decirles que tendrían que ser… como los primeros años aquí, cuando trabajábamos juntos en grupo. Cuando en la vida no había otro objetivo que asentarnos y descubrir este lugar, y todos juntos decidíamos qué debíamos hacer. Así es como tendrían que sentirse.

—Pero esos días han pasado ya —dijo Marian, y los otros asintieron—. Ésa es otra fantasía del pasado. Sólo palabras. Como si nos diera un curso de filosofía dentro de una mina de oro, con ejércitos que atacan desde ambos lados.

—No, no —dijo John—. ¡Hablo de métodos de resistencia, métodos apropiados para nuestra verdadera situación, y no de fantasías revolucionarias sacadas de los libros de historia!

Y así siguieron, una y otra vez, hasta que estuvieron de regreso en Senzeni Na y se retiraron a los cuartos de los trabajadores en la planta residencial más baja. Allí discutieron con pasión, durante el lapso marciano, y hasta bien entrada la noche, y mientras lo hacían, una cierta exaltación invadió a John, porque veía que empezaban a pensarlo: era evidente que lo escuchaban, y que les importaba lo que él decía y lo que pensaba de ellos. Ese era el mejor beneficio que había obtenido hasta ahora de su vieja vitrina de Primer Hombre; combinado con el sello de aprobación de Arkadi, le permitía influir en ellos. Le tenían confianza, podía hacerlos pensar, podía obligarlos a reevaluar, podía cambiarles las mentes.

Y así en el oscuro y púrpura amanecer de la Gran Tormenta vagaron por los pasillos que llevaban a la cocina y siguieron hablando, y miraron por las ventanas y bebieron café, y se animaron con la antigua excitación de un auténtico debate. Y cuando por último lo dejaron para dormir poco antes de que se iniciara el día, hasta Marian parecía vacilar, y todos estaban pensativos, medio convencidos de que John tenía razón.

Regresó a su cuarto de invitado sintiéndose cansado pero feliz. A propósito o no, Arkadi lo había convertido en uno de los líderes del movimiento. Quizá algún día llegara a lamentarlo, pero ya no podía volverse atrás. Y tenía la certeza de que así era mejor. Podría ser una especie de puente entre este movimiento subterráneo y el resto de la gente en Marte: operaría en ambos mundos, los reconciliaría, fundiéndolos en una única fuerza que sería así más eficaz. Tal vez en una fuerza con los recursos de la corriente principal y el entusiasmo del movimiento subterráneo. Arkadi consideraba que ésa era una síntesis imposible, pero él no tenía los poderes de John. De modo que él podría, bueno, no usurpar el liderazgo de Arkadi, sino sencillamente cambiarlos a todos.

La puerta de la habitación estaba abierta. Entró corriendo, alarmado, y allí en las dos sillas del cuarto esperaban sentados Sam Houston y Michael Chang.

—Bien —dijo Houston—. ¿Dónde ha estado?

—Oh vamos —dijo John, de pronto furioso—. ¿Es que me he equivocado de puerta? —Se asomó fuera a mirar—. No, no me he equivocado. Éste es mi alojamiento. —Alzó el brazo y activó la grabadora del ordenador de muñeca—. ¿Qué hacen aquí?

—Queremos saber dónde ha estado —repuso Houston, impasible—. Tenemos autoridad para entrar en todas las habitaciones de aquí y obligarlos a que respondan a nuestras preguntas. Así que haría bien en empezar.

—Vamos —se mofó John—. ¿No se cansa nunca de jugar al policía malo? ¿Es que nunca intercambian papeles?

—Sólo queremos respuestas a nuestras preguntas —dijo Chang con amabilidad.

—Oh, por favor, señor policía bueno —dijo John—. Todos queremos respuestas a nuestras preguntas, ¿no es así?

Houston se puso de pie… estaba a punto de perder los estribos. John se acercó y se plantó a diez centímetros del pecho de Houston.

—Lárguense de mi habitación —dijo—. Lárguense ahora o los echaré, y ya discutiremos luego quién tiene derecho a estar aquí.

Houston se limitó a mirarlo fijamente, y sin previo aviso, John le dio un fuerte empujón en el pecho. El hombre chocó contra la silla y cayó sentado; se incorporó de un salto con la intención de echarse sobre John, pero Chang se interpuso entre ellos y dijo: —Aguarda un segundo, Sam, aguarda un segundo—, mientras John gritaba desgañitándose:

—¡Lárguense de mi habitación! —una y otra vez, chocando contra la espalda de Chang y mirando con ojos centelleantes por encima del hombro la cara roja de Houston. Al verlo casi estalló en una carcajada, había recuperado su buen humor; fue hacia la puerta y rugió:

—¡Largo! ¡Largo! ¡Largo! —para que Houston no viera la sonrisa. Chang tiró de su iracundo colega hasta el pasillo y John fue detrás de ellos. Los tres se quedaron allí plantados, Chang interponiéndose cautelosamente entre su camarada y Boone. Era más grande que cualquiera de los dos; miró a John con una expresión preocupada e irritada.

—Y ahora, ¿qué deseaban? —preguntó John inocentemente.

—Queremos saber dónde ha estado —repitió con obstinación Chang—. Tenemos motivos para sospechar que la llamada investigación de los sabotajes ha sido una tapadera muy conveniente para usted.

—Yo sospecho lo mismo de ustedes —dijo John. Chang no le hizo caso.

—Los incidentes suceden justo después de las visitas de usted, así…

—Suceden justo durante las visitas de ustedes.

—… se volcaron tolvas de polvo en cada agujero que usted visitó durante la Gran Tormenta. Virus informáticos atacaron el software del despacho de Sax Russell en el Mirador de Echus, justo después de que usted se entrevistara con él en 2047. Virus biológicos atacaron a los líquenes resistentes en Acheron justo después de que usted se marchara.

Y así sucesivamente.

John se encogió de hombros.

—¿Y qué? Llevan aquí dos meses, ¿y no se les ocurre nada mejor?

—Si tenemos razón, nos basta. ¿Dónde estuvo anoche?

—Lo siento —repuso John—. No contesto a las preguntas de gente que irrumpe en mi cuarto sin permiso.

—Tiene que hacerlo —afirmó Chang—. Es la ley.

—¿Qué ley? ¿Qué me va a pasar?

Dio media vuelta y fue hacia la puerta de la habitación, y Chang se movió para bloquearle el paso; John se abalanzó entonces contra Chang, que vaciló pero permaneció en el umbral, inamovible. John giró y se alejó, de vuelta al refectorio.

Esa tarde abandonó Senzeni Na en un rover y tomó el camino de radiofaros de respuesta por el flanco oriental de Tharsis. Era un buen camino y tres días más tarde estaba a 1300 kilómetros al norte, justo al noroeste de Noctis Labyrinthus, y cuando llegó a una gran intersección de radiofaros, con una nueva estación de combustible, dobló a la derecha y tomó el camino al este de la Colina Subterránea. Cada día, mientras el rover marchaba a ciegas a través del polvo, trabajaba con Pauline.

—Pauline, busca por favor todos los registros planetarios que incluyan el robo de equipo dental —era tan lenta como un humano para procesar una petición incongruente, pero al fin los datos aparecieron.

Luego hizo que repasara los registros de los movimientos de todos los sospechosos en que pudo pensar. Cuando supo dónde habían estado todos, llamó a Helmut Bronski para protestar por las acciones de Houston y Chang.

—Dicen que trabajan con tu autorización, Helmut, así que pensé que sabrías lo que están haciendo.

—Hacen lo que pueden —dijo Helmut—. Me gustaría que dejaras de hostigarlos y cooperaras un poco, John. Podría ser de utilidad. Sé que tú no tienes nada que ocultar; entonces, ¿por qué no cooperas?

—Vamos, Helmut, no piden ayuda. Es pura intimidación. Diles que paren.

—Sólo intentan hacer su trabajo —repuso Helmut con suavidad—. No he oído de nada que fuera ilegítimo.

John cortó la conexión. Más tarde llamó a Frank, que estaba en Burroughs.

—¿Qué le pasa a Helmut? ¿Por qué le entrega el planeta a esos policías?

—Idiota —dijo Frank. Mientras hablaba tecleaba como un loco ante una pantalla de ordenador y apenas parecía consciente de lo que decía—. ¿Es que no prestas atención a lo que está ocurriendo?

—Creía que sí —repuso John.

—¡Estamos hundidos hasta las rodillas en gasolina! ¡Y estos malditos tratamientos contra la vejez son fuego encendido! Pero, para empezar, nunca comprendiste por qué nos mandaron aquí, ¿y por qué ibas a comprenderlo ahora? —Siguió tecleando, mirando con dureza el monitor. John estudió la pequeña imagen de Frank en su muñeca. Por último preguntó:

—Para empezar, ¿por qué nos mandaron aquí, Frank?

—Porque Rusia y nuestros Estados Unidos de América estaban desesperados, ahí tienes el porqué. Decrépitos y anticuados dinosaurios industriales, eso es lo que éramos, a punto de ser devorados por Japón y Europa y todos los pequeños tigres que proliferaban en Asia. Y teníamos toda esa experiencia espacial desperdiciada, y un par de enormes e innecesarias industrias aeroespaciales, de modo que las combinamos y vinimos aquí con la esperanza de que encontraríamos algo que valiera la pena, ¡y dio frutos! Encontramos oro, por decirlo de alguna manera. Lo que representa más gasolina vertida sobre las cosas, porque las fiebres del oro demuestran quién es poderoso y quién no lo es. Y ahora, aunque conseguimos una cabeza de ventaja, hay allá en casa un montón de tigres mejores que nosotros, y todos quieren una parte del pastel. Hay un montón de países sin espacio y sin recursos, diez mil millones de seres humanos que viven pisoteando su propia mierda.

—Creí que me habías dicho que en la Tierra todo estaría siempre haciéndose pedazos.

—Esto no se hace pedazos. Piénsalo… Si ese maldito tratamiento sólo llega a los ricos, entonces los pobres se rebelarán y todo explotará… pero si el tratamiento llega a todo el mundo, entonces las poblaciones crecerán tanto que todo explotará. ¡De cualquiera de las maneras es el fin! ¡Ya hemos llegado al fin! Y, por supuesto, a las transnac eso no les gusta, es fatal para los negocios que el mundo estalle. Así que están asustadas e intentan mantener las cosas en su sitio por la fuerza bruta. Helmut y esos policías son sólo la punta más pequeña del iceberg… un montón de políticos tácticos cree que un estado policial mundial durante unas cuantas décadas es nuestra única oportunidad para estabilizar la población y evitar la catástrofe. Control desde arriba, estúpidos bastardos.

Frank, asqueado, sacudió la cabeza; luego se inclinó hacia el monitor y se quedó mirando la pantalla.

—¿Recibiste el tratamiento, Frank? —preguntó John.

—Por supuesto que sí. Déjame en paz, John, tengo mucho trabajo.

El verano austral fue más cálido que el anterior, que la Gran Tormenta había amortajado, pero aún más frío que cualquiera registrado antes. La tormenta duraba ya casi dos años-M, más de tres años terranos, pero Sax no parecía preocupado. John lo llamó al Mirador de Echus y cuando le mencionó las frías noches que estaba padeciendo, Sax se limitó a decir:

—Es probable que tengamos temperaturas bajas durante el proceso de terraformación. Pero más cálidas per se no es lo que buscamos. Venus es cálido. Lo que queremos es que permita la supervivencia. Si podemos respirar, no me importa que el aire sea frío.

Mientras tanto hacía frío, frío por todas partes, en las noches hacía cien grados bajo cero, aun en el ecuador. Cuando John llegó a la Colina, una semana después de dejar Senzeni Na, descubrió que una especie de hielo rosado cubría los caminos, resbaladizo y casi invisible a la mortecina luz de la tormenta. La gente de la Colina Subterránea pasaba casi todo el día dentro. John ocupó unas semanas ayudando al equipo local de bioingeniería a hacer pruebas de campo con unas nuevas y resistentes algas de nieve. La Colina Subterránea estaba atestada de extraños. La mayoría japoneses o europeos jóvenes, que por suerte aún usaban el inglés para comunicarse entre ellos. John se alojaba en una de las viejas cámaras abovedadas, cerca de la esquina nordeste del cuadrante. El viejo cuadrante era menos popular que el bulevar de Nadia, más pequeño y oscuro, y muchas de sus cámaras se empleaban ahora como almacén. Resultaba extraño caminar por la plaza central y recordar la piscina, el cuarto de Maya, el comedor… todo oscuro ahora, lleno de cajas. Esos años en que los primeros cien eran los únicos cien… Empezaba a ser difícil recordar cómo había sido.

A través de Pauline, siguió el rastro de los movimientos de alguna gente, entre ellas el equipo investigador de la UNOMA. No era una vigilancia muy rigurosa, ya que no siempre se podía seguir el rastro de los investigadores, en especial de Houston y Chang y el equipo de policías, de quienes sospechaba que se movían deliberadamente fuera de la red. Mientras tanto, los registros de llegadas mensuales en los espaciopuertos volvían a probar que Frank había tenido razón: ellos sólo eran la punta del iceberg. Mucha de la gente que llegaba, en particular a Burroughs, trabajaba para la UNOMA sin especificaciones laborales, y luego se desperdigaba por las minas, los agujeros de transición y otros asentamientos, y se ponía a trabajar para los departamentos locales de seguridad. Y, desde luego, los certificados de trabajo que traían de la Tierra eran muy, muy interesantes.

A menudo, al final de una sesión con Pauline, John dejaba el cuadrante y se iba a pasear por el exterior, perturbado y caviloso. Había mucha más visibilidad que antes; las cosas empezaban a aclararse un poco en la superficie, aunque aún era difícil caminar sobre el hielo rosado. Daba la impresión de que la Gran Tormenta empezaba a amainar. La velocidad de los vientos en la superficie sólo duplicaba o triplicaba la media de treinta kilómetros por hora anterior a la tormenta, y el polvo en el aire era a veces poco más que una densa neblina, que convertía las puestas de sol en centelleantes remolinos pastel de color rosa, amarillo, naranja, rojo y púrpura, con ocasionales vetas de verde o turquesa que aparecían y desaparecían, además de hieloiris y nimbos y esporádicos haces brillantes de pura luz amarilla: la naturaleza en su manifestación más ordinaria, espectacular y transitoria. Y contemplando todo ese color y ese movimiento nebuloso, John olvidaba sus preocupaciones y ascendía por la gran pirámide blanca para mirar alrededor, y luego regresaba a reanudar la lucha.

Una noche, después de una de esas asombrosas puestas de sol.

Ascendía de la cima de la gran pirámide hacia la Colina Subterranea, cuando vio dos figuras que salían de un costado y se metían en un tubo transparente conectado con un rover. Había algo rápido y furtivo en los movimientos de las figuras, por lo que se detuvo a mirar más de cerca. No llevaban puestos los cascos, y por las nucas y el tamaño de los cuerpos reconoció a Houston y a Chang. Entraron con una escurridiza ineficacia terrana en el rover y lo pusieron en marcha. John polarizó el visor y echó de nuevo a andar, la cabeza baja, tratando de parecer alguien que regresaba del trabajo; se desvió a un costado para alejarse. El rover se sumergió en una espesa nube de polvo y de pronto desapareció.

Cuando llegó a las puertas de la antecámara, John estaba preocupado y casi aterrado. Esperó un momento, y cuando al fin se movió, no se acercó a la puerta, sino a la consola del intercom en la pared. Bajo los altavoces había diferentes tipos de enchufes y quitó con cuidado uno de los tapones, limpió el polvo incrustado en el borde —esos enchufes ya no se usaban— y conectó el ordenador de muñeca. Introdujo el código para acceder a Pauline y aguardó un momento a que concluyera el proceso de codificación y decodificación.

—¿Sí, John? —preguntó la voz de Pauline desde el altavoz del intercom del casco.

—Activa tu cámara, por favor, Pauline, y toma una panorámica de mí cuarto.

Pauline estaba en la mesa junto a la cama, enchufada al muro. Tenía una pequeña cámara de fibra, que usaba rara vez, y la imagen en el ordenador de muñeca era pequeña; la habitación estaba a oscuras, sólo había una luz nocturna encendida; además, la curva del casco era otra barrera más, de modo que aunque pegara el visor al ordenador no alcanzaba a distinguir las imágenes: móviles formas grises. Ahí estaba la cama, había algo sobre ella.

—Retrocede diez grados —dijo John, que entornó los ojos y trató de enfocar la imagen de dos centímetros cuadrados. La cama. Había un hombre tendido. ¿No era eso? La suela de un zapato, torso, pelo. Resultaba difícil estar seguro. No se movía—. Pauline, ¿oyes algo en el cuarto?

—Los conductos del aire, la electricidad.

—Transmíteme lo que recoges en tu micro al máximo volumen. —Ladeó la cabeza hacia la izquierda en el casco y pegó el oído al altavoz. Un siseo, un resoplido, estática. Había demasiados errores de transmisión en ese tipo de procesos, en especial utilizando esos viejos y corroídos enchufes. Pero ciertamente no oía ninguna respiración—. Pauline, ¿puedes entrar en el sistema de monitorización de la Colina Subterránea, localizar la cámara de la puerta y transmitirme la imagen, por favor?

Unos pocos años atrás, había supervisado la instalación del sistema de seguridad de la Colina Subterránea. Pauline aún guardaba todos los planos y códigos, y no le llevó mucho tiempo sustituir la imagen en la muñeca por la de la suite fuera del cuarto. Las luces estaban encendidas, y en los barridos de la cámara pudo ver la puerta cerrada; eso era todo. Dejó caer la muñeca a un lado y se puso a pensar. Pasaron cinco minutos antes de que volviera a levantarla y comenzara a dar instrucciones al sistema de seguridad de la Colina Subterránea a través de Pauline. Introduciendo los códigos, ordenó que el sistema de cámaras borrara las cintas de vigilancia, y que después utilizara cintas de una hora en vez de las ocho habituales. Luego ordenó a dos de los robots de limpieza que fueran a su cuarto y lo abrieran. Mientras, se quedó de pie, temblando, aguardando a que completaran ese lento recorrido por las bóvedas. Cuando abrieron la puerta los vio a través del pequeño ojo de Pauline; y la imagen fue mucho más nítida. Sí, había un hombre en la cama. John se quedó sin aliento; jadeaba. Teleoperó a los robots con los diminutos mandos del ordenador de muñeca. Fue un procedimiento espasmódico, pero si los robots lo despertaban al levantarlo, tanto mejor.

No lo despertaron. El hombre colgó a ambos lados de los brazos de los robots, que lo alzaron con una delicadeza algorítmica. Un cuerpo fláccido. Estaba muerto.

Aspiró una honda bocanada de aire, luego contuvo el aliento y prosiguió con la teleoperación; hizo que el primer robot depositara el cuerpo en la gran tolva del segundo robot. Fue fácil enviarlos por el pasillo de vuelta a la bóveda de almacenamiento. Se cruzaron con alguna gente mientras rodaban, pero esto era inevitable. El cadáver sólo se veía desde arriba, y con un poco de suerte nadie prestaría tanta atención como para recordar más tarde a los robots.

Cuando los tuvo en la sala de almacenamiento, titubeó. ¿Tendría que llevar el cuerpo a los incineradores en el Cuartel de los Alquimistas? Pero no… ahora que el cadáver ya estaba fuera del cuarto, no tenía por qué deshacerse de él. En realidad, más tarde lo necesitaría. Por primera vez se preguntó quién era. Movió al primer robot para que pegara el extensor óptico a la muñeca derecha del cadáver y leyera con el lector magnético. Le llevó mucho tiempo al ojo dar con el punto correcto en la muñeca. Pero al fin se fijó firmemente. La diminuta placa que todo el mundo tenía implantada en un hueso de la muñeca contenía información en el código estándar de puntos, y a Pauline sólo le llevó un minuto obtener una identificación. Yashika Mui, auditor de la UNOMA, destinado en la Colina Subterránea, llegado en 2050. Una persona real. Un hombre que podría haber vivido mil años.

John sintió un escalofrío. Se apoyó contra la pulida pared azul de ladrillos de la Colina Subterránea. Pasaría alrededor de una hora antes de que pudiera entrar. Se apartó con impaciencia y caminó por el cuadrante. Por lo general, tardaba unos quince minutos en recorrerlo, pero ahora descubrió que estaba haciéndolo en diez. Después de la segunda vuelta fue hacia el parque de remolques.

Sólo dos de los viejos remolques seguían allí, y al parecer estaban abandonados o sólo se los usaba como almacén. Unas figuras asomaron entre ellos como salidas del polvo de la noche, y durante un segundo tuvo miedo, pero pasaron de largo. Volvió al cuadrante y lo recorrió otra vez; luego salió del sendero y se encaminó al Cuartel de los Alquimistas. Contempló el anticuado complejo de conductos y tuberías y achaparrados edificios blancos, todos cubiertos con negras ecuaciones caligráficas. Pensó en los primeros años que había pasado allí. Y ahora, en lo que parecía un simple abrir y cerrar de ojos, las cosas habían llegado a esto. En la oscuridad de la Gran Tormenta. Civilización, corrupción, crisis. Asesinato en Marte. Rechinó los dientes.

Había pasado una hora, eran las nueve de la noche. Regresó a la antecámara y entró, se quitó el casco, el traje y las botas en el vestuario, se desnudó, se metió en los baños y se duchó, se secó, se puso un mono y se peinó. Respiró hondo y caminó alrededor del lado sur del cuadrante y recorrió las bóvedas hasta llegar a la de su cuarto. Al abrir la puerta no le sorprendió ver aparecer a cuatro investigadores de la UNOMA, aunque intentó mostrarse asombrado cuando le ordenaron que se detuviera.

—¿Qué es esto? —preguntó.

No eran ni Houston ni Chang sino tres hombres con una de las mujeres de aquel primer grupo de Punto Bajo. Los hombres lo rodearon en silencio, abrieron la puerta y dos entraron en la habitación. John se contuvo. Tenía ganas de golpearlos, de gritar, de reírse ante las caras que pusieron al ver que la habitación estaba vacía; simplemente los miró con curiosidad e intentó limitarse a la irritación que habría mostrado si no hubiese sabido lo que pasaba. Esa irritación habría sido considerable, por supuesto, y le resultó ciertamente difícil impedir que toda la furia brotara de él, difícil mantenerla en un nivel inocente; había que tratarlos como si fueran policías excesivamente celosos en vez de atacarlos como a funcionarios asesinos.

En la confusión que sobrevino, John logró echarlos con unas frases hirientes, y cuando les cerró la puerta en la cara se quedo de pie en mitad del cuarto.

—Pauline, transmíteme lo que pasa en el sistema de seguridad, por favor, y grábalo. Muéstrame que cámaras los tienen.

Pauline los rastreó. Sólo les llevó unos minutos llegar hasta la sala de control de seguridad, donde se les unieron Chang y otros. Buscaban las cintas de las cámaras. John se sentó ante la pantalla de Pauline y observó con ellos mientras rebobinaban las cintas y descubrían que sólo tenían una hora de duración, y que los acontecimientos de la tarde habían sido borrados. Eso les daría algo en que pensar. Sonrió con expresión sombría y le dijo a Pauline que saliera del sistema.

Se sentía exhausto. Sólo eran las once, pero los efectos de la adrenalina y la dosis de omegendorfo de la mañana ya se habían desvanecido. Se sentó en la cama, pero entonces recordó lo último que había estado sobre ella y se puso de pie. Al final durmió en el suelo.

Spencer Jackson lo despertó en el lapso marciano con la noticia de que habían encontrado un cadáver en la tolva de un robot. Acudió y se plantó cansadamente junto a Spencer en la clínica, sin dejar de mirar el cuerpo de Yashika Mui mientras varios de los investigadores lo observaban con suspicacia. Los aparatos de diagnóstico eran tan buenos en una autopsia como cualquier otra cosa, tal vez mejor; las pruebas de las muestras indicaban un coagulante sanguíneo. John ordenó con aire lúgubre una autopsia criminal completa; el cuerpo y las ropas de Mui tenían que ser explorados, y todas las partículas microscópicas cotejadas con su genoma, y todas las partículas ajenas cotejadas con la lista de gente que trabajaba en la Colina Subterránea en aquellos momentos. John miró a los investigadores de la UNOMA cuando dio la orden, pero no se inmutaron. Era probable que hubieran llevado guantes y trajes, o que hubieran teleoperado todo el asunto, como él mismo había hecho. Tuvo que darse vuelta; ¡no podía mostrarles que lo sabía!

Pero, desde luego, ellos sabían que habían puesto el cuerpo en la habitación, y pensaban sin duda que había sido él quien había trasladado el cadáver y había borrado las cintas de la cámara. De modo que ya sabían que él lo sabía, o sospechaban que así era. No obstante, no podían estar seguros; y no había motivo para revelar nada.

Una hora después regresó a su habitación y de nuevo se echó en el suelo. Aunque aún seguía agotado, ya no fue capaz de dormir. Se quedó mirando el techo pensándolo todo otra vez. Pensando otra vez en lo que había descubierto.

Casi al amanecer encontró una solución. Abandonó la idea de dormir y salió a dar otro paseo; necesitaba estar fuera, lejos del mundo humano y toda su corrupción nauseabunda, en medio de la gran ráfaga del viento, tan dramáticamente visible en el polvo levantado por la tormenta.

Pero, cuando salió por la puerta de la antecámara, había estrellas en el cielo. Todas ellas, los millares que ardían desde antaño, sin mostrar el más leve parpadeo o titilación, las más débiles tan densas que el mismo cielo negro parecía ligeramente blanquecino, como si el cielo entero fuera la Vía Láctea.

Cuando se recobró del asombro y de la casi olvidada maravilla de las estrellas, conectó el intercom y transmitió las noticias.

Desató un pandemonio. La gente lo oyó y despertó a sus amigos, y corrió a los vestuarios a buscar un traje antes de que se agotaran las existencias. Y las puertas de las antecámaras empezaron a abrirse y a escupir multitudes.

El cielo al este se tiño de un rojo negruzco, y luego se iluminó rápidamente. Todo el cielo cambió a una tonalidad rosa oscura, y después empezó a brillar. Las estrellas desaparecieron a centenares, hasta que sólo Venus y la Tierra pendieron en el este, sobre una creciente intensidad de luz. El cielo en el este se hizo más y más brillante, hasta que pareció más luminoso de lo que nunca llegaría a ser el día; incluso detrás de los visores los ojos de la gente se empañaron, y algunos gritaron por la frecuencia común ante esa visión. Las figuras correteaban, el intercom parloteaba, el cielo se volvía increíblemente brillante, y más, y más aún, hasta que pareció que estallaría, palpitando con una refulgente luz rosada; la Tierra y Venus eran puntos sofocados por la luz. Y entonces de pronto el sol quebró el horizonte y se derramó en cascadas sobre la llanura como una bomba termonuclear, y la gente rugió y saltó arriba y abajo y corrió entre las largas y negras sombras de las rocas y de los edificios. Todas las paredes que daban al este eran grandes bloques de colores suaves, con asombrosos mosaicos vidriados, y era difícil mirarlos directamente. El aire era tan claro como el cristal y en verdad parecía una sustancia sólida que saturaba las cosas con una penetrante luminosidad.

John se alejó de la multitud, en dirección este, hacia Cherno. Apagó el intercom. El cielo era rosado, más intenso que nunca, con un toque de púrpura en el cénit. Todo el mundo en la Colina Subterránea se estaba volviendo loco. Muchos no habían visto nunca el sol en Marte, y se sentían sin duda como si hubieran pasado toda la vida en la Gran Tormenta. Ahora ya había terminado, y vagaban bajo el sol borrachos de luz: resbalaban en el hielo rosa a diestra y siniestra, peleaban con bolas de nieve amarilla, ascendían por las escarchadas pirámides. Cuando John los vio, se volvió y él mismo subió los escalones de la última pirámide para echar un vistazo a las hondonadas y peñascos alrededor de la Colina. Estaban cubiertos por una capa de sedimentos y escarcha, aunque por lo demás no habían cambiado. Activó la frecuencia común, pero volvió a apagarla… la gente en el interior aún gritaba pidiendo trajes, y los de fuera no les prestaban ninguna atención. Había pasado una hora desde la salida del sol, gritó alguien, aunque a John le costaba creerlo. Sacudió la cabeza; las voces roncas y el recuerdo del cuerpo en la cama impedían que se sintiera realmente contento por el fin de la tormenta.

Al fin regresó dentro y entregó el traje a un par de mujeres que peleaban por ponérselo. Bajó al centro de comunicaciones y llamó a Sax al Mirador de Echus. Cuando dio con él lo felicitó por haber presagiado el fin de la tormenta.

Sax descartó el comentario con un movimiento brusco de la mano, como si eso hubiera ocurrido años atrás.

—Han subido el Amor 2051B —anunció.

Se trataba del asteroide de hielo que querían poner en órbita marciana. Impulsado por unos cohetes, entraría en una trayectoria similar a la del Ares, y sin escudo de calor, el aerofrenado lo consumiría. Todo parecía ideal para una MOI con un tiempo de llegada estimado en unos seis meses. Ésas eran las noticias importantes, pareció decir Sax con el parpadeo y la calma de costumbre. La Gran Tormenta era historia.

John tuvo que reírse. Pero entonces pensó en Yashika Mui y se lo contó todo a Sax porque quería que también la celebración de alguien más se estropeara. Sax sólo parpadeó.

—Juegan cada vez más fuerte —dijo por último. Enfadado, John se despidió y cortó.

Vagó de nuevo por las bóvedas, perturbado por una feroz y encontrada mezcla de emociones positivas y negativas. Regresó a la habitación, tomó un omegendorfo y uno de los nuevos pandoros que Spencer le había dado, y salió al patio central del cuadrante y se paseó entre las plantas, todas pequeñas, engendradas en la tormenta, que se estiraban hacia las lámparas del techo. El cielo era aún de color rosado, oscuro y luminoso a la vez. Muchos de los que habían salido primero ya habían vuelto y estaban en el patio entre las hileras de cultivos, festejándolo. Se encontró con unos pocos amigos, algunos conocidos, extraños la mayoría. Regresó a las cámaras a través de salas repletas que a veces lo vitoreaban cuando entraba. Si aullaban «¡Discurso!» el tiempo suficiente, se subía a una silla y decía algo, sintiendo dentro las endorfinas; el recuerdo del hombre asesinado hacía que los efectos fueran impredecibles. En ocasiones se mostró bastante vehemente, y nunca sabía qué iba a decir hasta que lo soltaba. Vimos a John Boone borracho perdido, comentarían, el día que acabó la Gran Tormenta. Perfecto, pensó, que digan lo que se les antoje. Además, instalado ya en la leyenda, había dejado de importar lo que hacía.

En una sala había una multitud de egipcios, no sufíes, sino musulmanes ortodoxos que hablaban todos al mismo tiempo y bebían tazas de café, borrachos de cafeína y de sol; las sonrisas destellaban bajo los bigotes. Por una vez parecían cordiales, hasta complacidos de verlo allí. Eso lo reconfortó, y dejándose llevar por el impulso del día, les dijo:

—Miren, somos parte de un nuevo mundo. Si no vivimos de acuerdo con la realidad marciana nos convertiremos en una especie de esquizofrénicos, con el cuerpo en un planeta y la mente en otro. Ninguna sociedad así escindida podría funcionar mucho tiempo.

—Bien, bien —dijo uno de ellos con una sonrisa—. Tiene que entender que ya hemos viajado antes. Somos un pueblo viajero. Pero allí donde estemos, el hogar de nuestra mente es siempre la Meca. Podríamos volar al otro extremo del universo y seguiría siendo así.

Nada que contestar a eso; una honestidad tan directa era mucho más decente que todo lo que había ocurrido esa noche. Asintió y dijo:

—Entiendo. Comprendo.

Compara eso con la hipocresía occidental, donde la gente hablaba de beneficios en las oraciones de la mañana, gente incapaz de articular con claridad una sola de sus creencias; gente que pensaba que los valores eran constantes físicas, y que decía: «Así son las cosas», como Frank tan a menudo.

Así que John se quedó y charló un rato con los egipcios, y cuando los dejó se sentía mejor. Fue de regreso hasta su bóveda, escuchando las ruidosas voces que se derramaban al pasillo desde todos los cuartos; ovaciones, vítores, charla feliz de científicos, estas cosas son tan halófitas que no les gustan las soluciones salinas, «contienen demasiada agua», risas.

Tuvo una idea. Spencer Jackson vivía en la cámara de al lado, salía de allí cuando John entraba de prisa, así que se la contó.

—Tendríamos que reunir a toda la gente posible para una gran celebración del fin de la tormenta. Todos los grupos comprometidos con Marte, ya sabes, o todos los que puedan asistir. Cualquiera que desee estar presente.

—¿Dónde?

—Arriba, en el Monte Olimpo —dijo sin pensarlo—. Quizá Sax pueda decirnos la hora en que caerá el asteroide de hielo; podríamos observarlo desde allí.

—¡Buena idea! —exclamó Spencer.

El Monte Olimpo es un volcán con un cono no muy escarpado en la mayoría de las laderas; la cima se alza sobre una anchura todavía mayor; es 25 000 metros más alto que el altiplano circundante, pero tiene ochocientos kilómetros de ancho, de modo que la media de las pendientes es de seis grados. Sin embargo, alrededor de la circunferencia de esa gran masa hay un acantilado circular de unos 7000 metros de altura, y ese risco espectacular, dos veces el Mirador de Echus, es en muchos puntos casi vertical. Algunas de estas características ya habían tentado a los pocos escaladores del planeta, pero ninguno había conseguido dominarlas, y para la mayoría de los habitantes seguían siendo sólo un impedimento extraordinario en el camino hacia la caldera de la cumbre. Los viajeros de a pie subían al acantilado por una ancha rampa en el lado norte, donde uno de los últimos flujos de lava había rebasado la piedra. Los areólogos contaban historias de cómo tenía que haber sido: un río de roca fundida de cien kilómetros de ancho, demasiado brillante para mirarlo de frente, que descendió desde una altura de 7000 metros sobre el altiplano encostrado de lava negra, y que se amontonó creciendo más y más y más… Ese vertido de lava había dejado una rampa con sólo un ligero saliente allí donde desbordó por encima del acantilado; era un ascenso fácil, y al fin un paseo cuesta arriba de unos doscientos kilómetros llevaba hasta el borde de la caldera.

El borde de la cima del Monte Olimpo es tan amplio y llano que aunque permite ver el interior de la caldera y los múltiples anillos, oculta todo el resto del planeta. Mirando hacia fuera sólo se divisa el filo exterior del borde, y después el cielo. Pero en el lado sur hay un pequeño cráter de meteorito, sin otro nombre que denominación en el mapa, THA-Zp. El interior de ese pequeño cráter está algo protegido de la tenue corriente que fluye sobre el Monte Olimpo, y de pie en el arco austral de este reciente y puntiagudo borde, el observador alcanza a ver al fin las pendientes del volcán y luego la vasta y ascendente llanura de Tharsis este, es como observar el planeta desde una plataforma suspendida en el espacio.

Hicieron falta casi nueve meses antes de que el asteroide acudiera a la cita con Marte, y la noticia de la fiesta ideada por John había tenido tiempo de extenderse. Así que vinieron en desperdigadas caravanas rover, en grupos de dos y de cinco y de diez, por la rampa del norte y bordeando la pendiente austral de Zp. Allí levantaron unas grandes tiendas transparentes en forma de medialuna, de suelos rígidos y translúcidos que se alzaban a dos metros de la superficie, sustentados sobre pilotes también transparentes; no había nada mejor en refugios temporales. Todas se montaron con los arcos interiores apuntando a la pendiente este, y al fin, cuando terminaron de instalarlas, eran una escalera de medialunas, como terrazas superpuestas, que dominaban la inmensa extensión de un mundo de bronce. Las caravanas siguieron llegando a diario durante una semana, los dirigibles remontaron como pudieron la larga pendiente, y fueron amarrados en el interior de Zp, que se llenó de tal manera que el pequeño cráter acabó por parecer un gran cuenco repleto de globos de cumpleaños.

El tamaño de la multitud sorprendió a John, ya que había esperado que sólo unos pocos amigos viajaran hasta un lugar tan remoto. Fue otra prueba más de que no entendía a los actuales pobladores del planeta; allí reunidos había casi mil, era asombroso. Aunque a muchos los había visto antes, y a otros los conocía de nombre. De modo que, en cierta manera, se trataba de una reunión de amigos. Era como si un pueblo cuya existencia ignoraba hubiera brotado de pronto a la vida. Y habían venido muchos de los primeros cien, cuarenta en total, incluyendo a Maya y a Sax, Ann y Simon, Nadia y Arkadi, Vlad y Úrsula y el resto del grupo de Acheron, Spencer, Alex y Janet y Mary y Dmitri y Elena y el resto del grupo de Fobos, y Arnie y Sasha y Yeli y muchos más. A algunos no los había visto en veinte años… En verdad, estaban allí todos aquellos a los que se sentía unido, excepto Frank, que había dicho que estaba muy ocupado, y Phyllis, que ni siquiera respondió a la invitación.

Y no sólo eran los primeros cien. Muchos de los otros eran también viejos amigos, o amigos de amigos: mucha gente suiza, y los gitanos constructores de caminos; japoneses de todas partes; la mayoría de los rusos del planeta; la colonia sufí. Y todos estaban diseminados por las tiendas de las terrazas, en grupos que habían venido en caravanas o en dirigibles, y de vez en cuando corrían a las antecámaras a recibir a los recién llegados.

Durante esos días muchos de ellos se entretuvieron fuera de las tiendas recogiendo rocas sueltas de la gran pendiente curva. El impacto del meteorito Zp había desparramado pedazos de lava por todas partes, incluyendo conos astillados de estisovita que parecían fragmentos de cerámica, algunos de color negro, otros de un brillante rojo sangre, o salpicados con diamantes de impacto. Un equipo areológico griego empezó a ponerlos en orden bajo el suelo elevado de la tienda, formando un dibujo; habían traído consigo un pequeño horno, y consiguieron vidriar algunos fragmentos de amarillo o verde o azul, para que los diseños centellearan a la luz.

La idea pronto se contagió a otros, y a los dos días el suelo transparente de las tiendas se levantaba sobre unas baldosas con dibujos de mosaico: mapas de sistemas de circuitos, cuadros de aves y peces, abstracciones fractales, dibujos de Escher, la caligrafía tibetana de mi Mani Padme Hum, mapas del planeta y de regiones más pequeñas, ecuaciones, caras, paisajes, y muchas otras cosas.

John pasaba el tiempo yendo de tienda en tienda, hablando con la gente y disfrutando de la atmósfera de carnaval, una atmósfera que no impedía las discusiones. Había muchas, aunque la mayoría de la gente pasaba el tiempo de fiesta, charlando, bebiendo, haciendo excursiones por la ondulada superficie de los viejos flujos de lava, poniendo suelos de mosaico y bailando con la música de varias orquestas de aficionados. La mejor era una banda de tambores de magnesio; tocaban instrumentos locales y eran miembros de Trinidad Tobago, una notoria bandera transnacional con un vigoroso movimiento local de resistencia, representado allí por los miembros de la banda. También había un grupo de country western con un buen músico de slide guitar, y una banda irlandesa con instrumentos caseros y un gran número de integrantes que se iban turnando, lo que les permitía tocar más o menos sin interrupción. Esos tres grupos estaban rodeados por multitudes de bailarines, y en verdad que las tiendas que ocupaban parecían haberse convertido en una única masa de danza, ya que el simple hecho de ir de un punto a otro atrapaba la gravedad de Marte, el paisaje de Marte, en la magia y la exuberancia de la música.

Así que era una fiesta estupenda, y John se sintió complacido, con buen ánimo todo el tiempo que permaneció despierto. No necesitó ningún omegendorfo o pandorfo, y cuando Marian y el grupo de Senzeni Na lo llevaron a un rincón y empezaron a repartir pastillas, tuvo que reírse.

—Creo que ahora no —le dijo a los impulsivos jóvenes, agitando débilmente una mano—. En este momento en realidad sería como echar agua al mar, de verdad que sí.

—¿Echar agua al mar?

—Quiere decir que sería como llevar permafrost a Borealis.

—O bombear más CO2 a la atmósfera.

—O traer lava al Olimpo.

—O poner más sal en el maldito suelo.

—¡O poner óxido férrico en cualquier parte de este maldito planeta!

—Exacto —dijo John, riendo—. Ya estoy completamente rojo.

—No tan rojo como esos tipos —comentó uno de ellos, y señaló abajo en dirección oeste.

Tres dirigibles color arena remontaban la pendiente del volcán. Eran anticuados y pequeños, y no respondían a las llamadas de la radio. Pasaron lentamente sobre el borde de Zp y amarraron entre los dirigibles más grandes y coloridos del cráter. Todos aguardaron a que los observadores de la antecámara identificaran a los viajeros. Cuando las góndolas se abrieron al fin, y unas veinte figuras salieron enfundadas en trajes, hubo un silencio.

—Es Hiroko —dijo de pronto Nadia por la banda común de frecuencia. Los primeros cien se abrieron paso rápidamente hasta la tienda superior, la vista alzada hacia el tubo peatonal que recorría el borde. Y entonces los nuevos visitantes bajaron por el tubo hasta la antecámara de la tienda, la atravesaron y entraron, y sí, era Hiroko… Hiroko, Michel, Evgenia, Iwao, Gene, Ellen, Rya, Raúl, y una multitud de jóvenes.

Chillidos y gritos atravesaron el aire, la gente se abrazaba, algunos llorando, y hubo un buen número de acusaciones coléricas; ni el mismo John pudo evitarlas cuando al fin llegó a abrazar a Hiroko, después de aquellas horas pasadas en el rover. Preocupado por lo que sucedía, cuando tanto había deseado hablar con ella. Ahora la aferró por los hombros y casi la sacudió. Dispuesto a dejar que le salieran de la garganta palabras acaloradas; pero la cara sonriente de Hiroko era tan parecida al recuerdo que tenía de ella, aunque también distinta, más delgada y arrugada; le pareció que la imagen de ella se le desdibujaba. Estaba tan confuso por esa alucinación, y también por lo que sentía, que sólo dijo:

—¡Oh, tenía tantas ganas de hablar contigo!

—Y yo contigo —dijo ella, aunque él apenas pudo oírla en medio del alboroto.

Nadia hacía de intermediaria entre Maya y Michel, pues Maya no dejaba de gritarle:

—¿Por qué no me lo dijiste? —una y otra vez, hasta que rompió a llorar. Esa escena atrajo la atención de John, y entonces vio la cara de Arkadi por encima del hombro de Hiroko, concentrada en una expresión que decía Más tarde habrá que responder a muchas preguntas, y perdió el hilo de lo que estaba pensando. Iban a decirse algunas cosas duras… ¡pero ahora allí estaban! Allí estaban. Abajo en las tiendas el nivel del ruido había subido veinte decibelios. La gente celebraba, estaban juntos otra vez.

Avanzada la tarde, John convocó a los cien primeros, que ahora eran menos de sesenta. Se reunieron en la tienda más alta, y contemplaron las que había abajo y la tierra que se extendía más allá.

Todo parecía tan enorme comparado con la Colina Subterránea y la hermética planicie rocosa de alrededor, y todo parecía tan distinto… el mundo y la civilización eran mucho más vastos y complejos. Y, sin embargo, ahí estaban, todas las caras familiares envejecidas de distintas maneras: el tiempo les había erosionado la piel y les había dado una expresión sagaz, como si buscaran acuíferos detrás de los ojos de los otros. La mayoría alcanzaba ya los setenta. Y en verdad que el mundo era más grande… de muchas y diferentes formas: después de todo, parecía muy posible que ahora, si tenían suerte, se vieran envejecer todavía más. Era una sensación extraña.

Así que se reunieron y contemplaron a la gente en las tiendas de abajo, y miraron más allá la jaspeada alfombra anaranjada del planeta; y las conversaciones fluyeron de un lado a otro en rápidas y caóticas ondas, creando patrones de interferencia, de modo que a veces todos callaban al mismo tiempo y permanecían allí juntos, perplejos o asombrados o sonrientes como delfines. En las tiendas de abajo, la gente alzaba a veces la vista hacia ellos a través de los arcos de plástico, curiosa por lo que pudiera decirse en una reunión tan histórica.

Por último ocuparon sillas dispersas y se repartieron queso, tortas y botellas de vino tinto. John se reclinó en su silla y miró alrededor. Arkadi tenía un brazo sobre los hombros de Maya, el otro sobre los de Nadia, y los tres se reían por algo que Maya había dicho. Sax parpadeaba complacido con su expresión de búho serio, e Hiroko estaba radiante. En los primeros años John jamás le había visto esa expresión, era una pena perturbarla, pero nunca volvería a tener una oportunidad parecida; ya la recuperaría después. De modo que en un momento de silencio con voz clara y fuerte le dijo a Sax:

—Ya puedo decirte quién está detrás de los sabotajes. Sax parpadeó.

—¿Sí?

—Sí. —Miró a Hiroko a los ojos—. Es tu gente, Hiroko.

Hiroko puso la cara seria de siempre, aunque no dejó de sonreír, pero era otra vez una sonrisa contenida y privada.

—No, no —dijo ella con voz suave, y meneó la cabeza—. Tú sabes que yo no lo haría.

—Supuse que no. Pero lo hace tu gente, a tus espaldas. De hecho, son tus hijos. Con la ayuda del Coyote. —Ella entornó los ojos y echó una rápida mirada a las tiendas de abajo. Cuando volvió a mirar a John, él prosiguió—: Tú los criaste, ¿verdad? ¿Fertilizaste unos cuantos de tus óvulos y luego los desarrollaste in vitro?

Tras una pausa, ella asintió.

—¡Hiroko! —exclamó Ann—. ¡No tienes ni idea de cómo funciona ese proceso ectógeno!

—Lo sometimos a prueba —dijo Hiroko—. Los chicos han salido muy bien.

Entonces todo el grupo guardó silencio y observó a Hiroko y a John.

—Puede que sí —dijo John—, pero algunos no comparten tus ideas. Actúan por cuenta propia, como cualquier otro chico. Tienen colmillos de piedra, ¿no es cierto?

Hiroko frunció la nariz.

—Son coronas. Es un compuesto, más que piedra de verdad. Una moda tonta.

—Y una especie de insignia. Y hay gente en la superficie que la ha adoptado, personas en contacto con tus chicos, que los ayudan en los sabotajes. En Senzeni Na casi me matan. Mi guía allí tenía también un colmillo de piedra, tardé en recordarlo. Imagino que fue un accidente que estuviéramos abajo cuando cayó el camión. Alguien había advertido que iba a ir de visita: supongo que todo estaba planeado de antemano, y no supieron cómo detenerlo. Es probable que Okakura bajara al pozo pensando que iba a ser aplastado como un insecto por el bien de la causa.

Después de otro silencio, Hiroko preguntó:

—¿Estás seguro?

—Por completo. Me resultó confuso al principio, porque no se trata sólo de ellos… hay más de una cosa en marcha. Pero cuando recordé dónde había visto por primera vez el colmillo de piedra, lo investigué, y averigüé que todo un contenedor de equipo dental había llegado de la Tierra allá por el dos mil cuarenta y cuatro, vacío. Un cargamento entero saqueado. Me hizo pensar que andaba en la pista de algo. Y además, los sabotajes seguían ocurriendo en sitios y momentos en los que nadie que perteneciera a la red hubiera podido cometerlos. Como aquella vez que visité a Mary en el acuífero Margaritifer y volaron el bastidor del pozo. Estaba claro que no lo había hecho nadie de la estación, sencillamente porque no era posible. Sin embargo, es una estación realmente aislada, y no había nadie cerca entonces. Así que tenía que ser alguien de fuera de la red. Y por eso pensé en ti. —Se encogió de hombros, como disculpándose—. De modo que la mitad de los sabotajes no pudo haberlos perpetrado nadie en la red. Y en la otra mitad, por lo general, habían visto en la zona a alguien con un colmillo de piedra. Aunque ahora es una moda bastante extendida, todavía es válido. Supuse que eras tú, y un análisis de mi IA demostró que unas tres cuartas partes de los casos habían ocurrido en el hemisferio austral, ahí o bien dentro de un círculo de tres mil kilómetros con el terreno caótico del este de Marineris como centro. Ese círculo abarca un montón de asentamientos, pero incluso admitiéndolo, me pareció que el caos era un lugar lógico para que los saboteadores se escondieran. Y todos hemos supuesto durante años que es ahí adonde fueron cuando dejaron la Colina Subterránea.

La cara inmóvil de Hiroko no reveló nada. Por último dijo:

—Lo investigaré.

—Bien.

—John —intervino Sax—, ¿mencionaste que había algo más en marcha?

John asintió.

—Es que no sólo ha habido sabotajes. Alguien ha intentado matarme varias veces. —Sax parpadeó y pareció que el resto se sobresaltaba—. Al principio creí que eran los saboteadores —prosiguió John—, que trataban de detener mi investigación. Tenía sentido, y el primer incidente en realidad fue un acto de sabotaje, de modo que era fácil confundirse. Pero ahora tengo la certeza de que en aquella ocasión se trató de un error. Los saboteadores no están interesados en matarme: podrían haberlo hecho y no lo hicieron. Una noche un grupo de ellos me paró, tu hijo Kasei incluido, Hiroko, y el Coyote, o lo que es lo mismo, el polizón que escondías en el Ares

Esta declaración causó un tumulto… al parecer muchos de ellos habían sospechado la existencia de ese polizón; Maya se puso de pie y señaló teatralmente a Hiroko, llorando. John los acalló a gritos y dijo:

—La visita que me hicieron… ¡la visita!… Ésa fue la mejor prueba de mi teoría sobre los sabotajes, porque conseguí arrancar unas células de piel a uno de ellos, y después de leer el ADN pude compararla con algunas otras muestras encontradas en los lugares saboteados, y esa persona había estado allí. De modo que éstos eran los saboteadores, pero parecía evidente que no intentaban matarme. Sin embargo, una noche en Punto Bajo de Hellas me derribaron y me desgarraron el traje. —Asintió ante las expresiones de sus amigos—. Fue el primer ataque intencionado que sufrí, y tuvo lugar poco después de que subiera hasta Pavonis. Yo quería hablar con Phyllis y una banda de individuos de las transnacs sobre la internacionalización del ascensor y esas cosas.

Arkadi se rio, pero John no le hizo caso y prosiguió:

—Después de eso, unos investigadores de la UNOMA me han estado acosando. Helmut mismo los autorizó a venir, presionado sin duda por esas transnacionales. Llegué a averiguar que la mayoría de los investigadores había trabajado para Armscor o Subarishii en la Tierra, y no para el FBI como me habían dicho. Son las transnacionales más involucradas en el proyecto del ascensor y la exploración minera del Gran Acantilado, y ahora tienen equipos de seguridad en todas partes, además de ese equipo de presuntos investigadores que se pasean por el planeta. Entonces, justo antes de que la gran tormenta terminara, algunos de esos investigadores trataron de implicarme en el asesinato de la Colina. ¡Sí, lo hicieron! No funcionó, y no puedo probar que fueran ellos, pero vi a dos trabajando en la puesta en escena. Y creo que también ellos mataron a ese hombre, sólo para meterme en dificultades. Para quitarme del medio.

—Deberías decírselo a Helmut —indicó Nadia—. Si presentamos un frente unido e insistimos en que los devuelvan a la Tierra, no creo que pueda negarse.

—Nadia, no se cuanto poder real tiene Helmut —dijo John—. Pero valdria la pena intentarlo. Quiero que se vayan de Marte. Y a esos en particular los tengo grabados en el sistema de seguridad de Senzeni Na entrando en la clínica y hurgando en los robots de limpieza. Las pruebas son incontrovertibles.

Los otros no sabían qué pensar del asunto, pero resultó que varios de ellos también habían sido acosados por otros equipos de la UNOMA, Arkadi, Alex, Spencer, Vlad y Úrsula, incluso Sax, y acordaron en seguida que deportar a los agentes era una buena idea.

Como mínimo deportar a esos dos —dijo Maya en un tono vehemente.

Sax se limitó a teclear en su ordenador de muñeca y llamó a Helmut. Le explicó la situación y el furioso grupo intervino de vez en cuando.

—Si tú no actúas, se lo plantearemos a la prensa terrana —declaró Vlad.

Helmut frunció el ceño y, después de una pausa, dijo:

—Lo investigaré. Esos agentes serán devueltos a casa, no lo dudes.

—Compruébales el ADN antes de dejarlos ir —pidió John—. El asesino de ese hombre de la Colina Subterránea es uno de ellos, estoy seguro.

—Lo comprobaremos —repuso Helmut de mala gana.

Sax cortó la comunicación y John volvió a mirar a sus amigos.

—Muy bien —dijo—. Pero hará falta algo más que una llamada a Helmut. Ha llegado el momento de que actuemos juntos otra vez, en todo un abanico de temas, sí querernos que el tratado sobreviva. Eso como mínimo. Será un comienzo. Necesitamos unirnos en un grupo político coherente sin importar los desacuerdos que haya entre nosotros.

—Poco importará lo que hagamos —dijo Sax con suavidad, pero se le echaron encima de inmediato en medio de un incomprensible balbuceo de protestas en pugna.

—¡Sí que importa! —gritó John—. Tenemos tantas posibilidades como cualquiera de influir en lo que pase aquí.

Sax sacudió la cabeza, pero los otros escuchaban a John, y la mayoría parecía de acuerdo con él: Arkadi, Ann, Maya, Vlad, cada uno desde una perspectiva distinta… Se podía hacer, John podía verlo en las caras de todos. Sólo Hiroko parecía oponerse: tenía el rostro en blanco, cerrado, impenetrable. Ella siempre había sido así, recordó John, y de repente se sintió herido e irritado.

Se puso de pie y señaló el exterior con una mano. Se acercaba la puesta de sol y una vasta textura de sombras moteaba la lámina curva del planeta.

—Hiroko, ¿podría hablar contigo en privado? Sólo un momento. Podemos bajar a esa otra tienda. Tengo un par de preguntas, y luego volveremos.

Todos los otros los miraron con curiosidad. Hiroko hizo al fin una reverencia y caminó delante de John hacia el tubo que llevaba a la tienda de debajo.

Se detuvieron en una punta de la medialuna, bajo las miradas de la gente de arriba y la de algún observador casual abajo. La tienda estaba casi desierta; la gente respetaba la intimidad de los primeros cien.

—¿Tienes alguna sugerencia sobre como identificar a los saboteadores? —inquirió Hiroko.

—Podrías empezar con el muchacho llamado Kasei —dijo John—. El que es una mezcla de ti y de mí. —Hiroko apartó los ojos. Furioso, John se inclinó hacia ella—. Imagino que hay un niño de cada hombre de los primeros cien, ¿no?

Hiroko ladeó la cabeza y se encogió de hombros muy levemente.

—Tomamos las muestras que aportó todo el mundo. Las madres son todas las mujeres del grupo, los padres todos los hombres.

—¿Qué te dio derecho a hacer esas cosas? —preguntó John—. Hacer a nuestros hijos sin consultarnos… huir y ocultarte, ¿por qué? ¿Por qué?

Hiroko le devolvió la mirada con calma.

—Teníamos una visión de lo que podía ser la vida en Marte. Nos pareció que nunca la alcanzaríamos. Lo que ha sucedido desde entonces nos ha demostrado que teníamos razón. De modo que pensamos en organizar nuestra propia vida…

—Pero ¿es que no ves lo egoísta que es eso? ¡Todos teníamos una visión, todos queríamos que fuera diferente, y hemos trabajado al máximo para eso, y todo este tiempo tú no has estado aquí, te fuiste a crear tu mundo de bolsillo para tu pequeño grupo! ¡Nos habría venido bien tu ayuda! ¡Quise hablar contigo tantas veces! Resulta que tenemos un hijo de los dos, una mezcla de ti y de mí, ¡y no me has hablado en veinte años!

—No pretendíamos ser egoístas —dijo Hiroko despacio—. Queríamos intentarlo, demostrar prácticamente cómo podíamos vivir allí. Alguien ha de demostrar qué es esa vida diferente de la que tanto hablas, John Boone. Alguien ha de vivir esa vida.

—¡Pero si lo haces en secreto nadie podrá verlo!

—Nunca planeamos mantenernos siempre en secreto. La situación se puso mal, y permanecimos alejados. Pero aquí estamos ahora, después de todo. Y cuando nos necesiten, cuando podamos ayudar, apareceremos otra vez.

—¡Los necesitamos todos los días! —dijo John bruscamente—. Así es como funciona la vida social. Cometiste un error, Hiroko. Porque mientras estabas escondida, las posibilidades de conservar la naturaleza de Marte han disminuido y mucha gente ha trabajado para acelerar ese proceso, entre ellos algunos de los primeros cien. ¿Y qué has hecho tú para detenerlos? —Hiroko no dijo nada y John prosiguió—: Supongo que has estado ayudando un poco a Sax. Vi una de las notas que le enviaste. Pero ésa es otra de las cosas que me molestan… que ayudes a unos y a otros no.

—Todos lo hacemos —dijo Hiroko, pero parecía incómoda.

—¿Se ha sometido tu colonia a los tratamientos gerontológicos?

—Sí.

—¿Con ayuda de Sax?

—Sí.

—¿Y esos niños saben de dónde vienen?

—Sí.

John sacudió la cabeza, más que exasperado.

—¡No puedo creer que lo hicieras!

—No pedimos tu opinión.

—Es evidente que no. Pero ¿no te preocupa haber robado nuestros genes y haber fabricado esos niños sin nuestro consentimiento? ¿Haberlos criado sin que los padres participáramos?

Ella se encogió de hombros.

—Si lo deseas puedes tener tus propios hijos. En cuanto a éstos… bueno. ¿Había alguien aquí interesado en tener hijos hace veinte años? No. Jamás se sacó el tema.

—¡Éramos demasiado viejos!

—No lo éramos. Decidimos no pensar en el asunto. Casi toda la ignorancia es por propia elección, ¿sabes?, y por eso la ignorancia revela mucho sobre lo que importa a la gente. Los primeros no querían tener descendencia, y por eso no sabían nada de los nacimientos tardíos. Pero nosotros sí, y aprendimos las técnicas. Y cuando conozcas los resultados, verás que fue una idea acertada. Creo que nos lo agradecerás. ¿Qué has perdido, después de todo? Esos hijos son nuestros. Pero tienen un eslabón genético con vosotros, y a partir de ahora existirán para vosotros, digamos que como un regalo sorpresa. Un regalo muy extraordinario. —La sonrisa de Mona Lisa apareció y desapareció.

—Una vez más el concepto de regalo —John hizo una pausa, y dijo al fin—. Sospecho que hablaremos de esto durante mucho tiempo.

Mientras abajo empezaron a cantar liderados por los sufíes: —Harmakhis, Mángala, Nirgal, Auqakuh; Harmakhis, Mangala Nirgal, Auqakuh—, y vuelta al principio, una y otra vez, añadiendo notas de adorno que eran otros nombres de Marte, animando a las bandas ya presentes a sumar acompañamientos instrumentales, hasta que cada tienda se llenó con esa canción, todos cantándola juntos. Entonces los sufíes comenzaron a girar y pequeños grupos de bailarines giraron en todas las tiendas.

—¿Al menos te mantendrás en contacto conmigo? —le preguntó con vehemencia John a Hiroko—. ¿Me concederás eso?

—Sí.

Regresaron a la tienda de más arriba y el resto del grupo bajó a la fiesta y se unió a la celebración. John se abrió paso lentamente hacia los sufíes, e intentó girar como le habían enseñado en el campamento de la mesa, y la gente lo aplaudió y lo sostuvo cuando perdía el equilibrio y se abalanzaba contra los espectadores. Después de una caída, un hombre lo ayudó a ponerse de pie. Tenía la cara delgada y las trenzas tiesas del que lo había visitado a medianoche en el rover.

—¡Coyote! —exclamó John.

—El mismo —dijo el hombre, y una onda de electricidad recorrió la espina dorsal de John—. Pero no hay por qué alarmarse.

Le ofreció una petaca a John; después de un cierto titubeo, la aceptó y bebió. La fortuna acompaña a los valientes, se dijo. Por lo que parecía, era tequila.

—¡Eres el Coyote! —gritó por encima de la música de tambores de magnesio. El hombre esbozó una amplia sonrisa y asintió una vez, recuperó la petaca y bebió—. ¿Está Kasei contigo?

—No. No le gusta este meteorito. —Y entonces, tras darle una palmada amistosa en el brazo, el hombre se adentró en la multitud que remolineaba. Miró por encima del hombro y gritó—: ¡Que te diviertas!

John sintió que el tequila le quemaba el estómago. Los sufíes, Hiroko, de nuevo el Coyote, no faltaba nadie. Vio a Maya y corrió hacia ella y le paso un brazo por los hombros, y recorrieron las salas y los túneles, y la gente que encontraban brindaba por ellos. Los suelos casi elásticos de las tiendas se sacudían levemente arriba y abajo.

La cuenta atrás llegó a los dos minutos y muchos subieron a las tiendas de más arriba y se apretaron contra las paredes transparentes que daban al sur. El asteroide de hielo se consumiría probablemente en una única órbita, ya que la trayectoria de inyección era muy pronunciada. Aunque cuatro veces más pequeño que Fobos, se calentaría hasta convertirse en vapor, y luego, a medida que aumentara la temperatura, en moléculas de oxígeno e hidrógeno. Y todo en cuestión de minutos. Nadie podía estar seguro de cómo iba a ser.

Así que se quedaron allí, algunos todavía cantando la canción de los nombres. Cada vez más gente se incorporó a la cuenta atrás, hasta que todos se unieron en los últimos diez, gritando la secuencia invertida de números a pleno pulmón, el grito primario del astronauta. Rugieron.

¡Cero! —y durante tres latidos sin aliento no sucedió nada; luego, una bola blanca que arrastraba un llameante abanico de fuego blanco subió disparada por el horizonte sudoccidental, tan grande como el cometa del Tapiz de Bayeux, y más brillante que todas las lunas y espejos y estrellas juntos. Hielo ardiente que sangraba a través del cielo, blanco sobre negro, moviéndose veloz y bajo, tan bajo que no estaba muy por encima de ellos en el Olimpo, tan bajo que podían ver pedazos blancos que ardían a través de la cola y se desprendían como chispas gigantescas. Entonces, más o menos en mitad del cielo, estalló en pedazos, y los resplandores incandescentes se desplomaron en el este y se diseminaron como perdigones. De pronto todas las estrellas se estremecieron… fue el primer estampido sónico, que golpeó y sacudió las paredes de las tiendas. Le siguió un segundo estampido, y los pedazos luminiscentes rebotaron durante un momento mientras caían del cielo y desaparecían por el horizonte sudoriental. Unas colas de dragón entraron en Marte, y desaparecieron, y de repente volvió la oscuridad, el común cielo nocturno, como si nada hubiera ocurrido. Salvo que las estrellas titilaban.

Después de tanta expectación, la caída no había durado más de tres o cuatro minutos. Los celebrantes habían callado al principio, pero muchos gritaron a la vista de la desintegración, como durante un espectáculo de fuegos artificiales; y de nuevo ante el impacto de los dos estampidos sónicos. Ahora, en la vieja oscuridad el silencio era total y la gente no se movió. ¿Qué se podía después de algo semejante?

Pero ahí venía Hiroko, que se abría paso a través de las tiendas hacia el grupo de John, Maya, Arkadi y Nadia. Mientras, cantaba en voz baja una canción que se propagaba por las tiendas vecinas: «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram. Harmakhis, Hrad, Huo Hsing, Kasei. Ma'adim, Maja, Maméis, Mángala. Mawrth, Nirgal, Shalbatanu, Simud y Tiu». Atravesó toda la multitud hasta llegar a John, lo miró y le tomó la mano derecha y la levantó, y de pronto gritó:

—¡John Boone! ¡John Boone!

Y entonces todo el mundo se puso a vitorear y a repetir —¡Boone! ¡Boone! ¡Boone!—, y otros gritaron —¡Marte! ¡Marte! ¡Marte!— La cara de John brilló como el meteorito: se sentía aturdido, como si un trozo de hielo le hubiera golpeado la cabeza. Sus viejos amigos se reían de él, y Arkadi aulló: —¡Discurso!—, con lo que imaginó era un acento norteamericano.

—¡Discurso! ¡Discurso! ¡Dissscurso!

Otros se le unieron, y al cabo de un rato todos callaron y lo miraron expectantes, riéndose. Hiroko le soltó la mano y él levantó la otra en un ademán desvalido, las dos por encima de la cabeza con las palmas extendidas.

—¿Qué puedo decir, amigos? —gritó—. Esto es la cosa misma, no hay palabras.

Pero la sangre le corría cargada de adrenalina, tequila, omegendorfo y felicidad, y sin proponérselo las palabras le brotaron de la boca como tantas veces antes.

—¡Mirad —dijo—, aquí estamos, en Marte! —Risas—. ¡Un gran regalo y el motivo por el que hemos de entregar nuestras vidas y así mantener en marcha el ciclo. Exactamente como en la eco-economía, donde lo que tomas del sistema ha de compensarse con lo que das, compensarse o superarse para crear ese impulso antientrópico que caracteriza toda forma de vida, y en especial este nuevo paso a un nuevo mundo, este lugar que no es ni naturaleza ni cultura, la transformación de un planeta en un mundo y luego en un hogar. Ahora sabemos que todos tienen razones distintas para estar aquí, tan importantes como los motivos de la gente que los envió, y ahora empezamos a comprender los conflictos causados por esas diferencias, hay tormentas preparándose en el horizonte, meteoros de problemas inminentes, y algunos van a traer muerte al pasar por encima como acaba de hacer ese resplandor de hielo! —Vítores—. ¡Puede que la cosa se ponga fea, de modo que debemos recordar que así como la disolución de este meteorito enriquecerá la atmósfera, la espesará y añadirá elixir de oxígeno a esa sopa venenosa de ahí fuera, los conflictos humanos que se avecinan quizá hagan lo mismo, derretir el permafrost en nuestros cimientos sociales, derretir todas esas instituciones congeladas dejándonos con la necesidad de la creación, con el imperativo de inventar un nuevo orden social que sea puramente marciano, tan marciano como nuestra Hiroko Ai, nuestra Perséfone retomada del regolito para anunciar el comienzo de esta nueva primavera! —Vítores—. Sé que yo solía decir que teníamos que inventarlo todo a partir de cero, pero en estos últimos años en que he viajado y os he conocido he visto que me equivocaba, no es como si no tuviéramos nada y estuviésemos obligados a sacar del vacío unas formas divinas… podríamos decir que disponemos de los genes, los memes, como llama Vlad a nuestros genes culturales, de modo que lo que hacemos aquí es un acto de ingeniería genética; tenemos los fragmentos de cultura de ADN todos hechos y rotos y mezclados por la historia, y podemos elegir y cortar y unir todo lo mejor que haya en el estanque genético, juntarlo todo como en la constitución de los suizos, o en la devoción de los sufíes, o como el grupo de Acheron que fabricó los últimos líquenes resistentes, con un poco de aquí y un poco de allá, todo lo que sea apropiado, sin olvidar la regla de la séptima generación, pensando en las siete generaciones anteriores y en las siete generaciones posteriores, y siete veces siete si me lo preguntáis, porque ahora hablamos de nuestras vidas, que se extenderán hasta perderse en el futuro, y aún no sabemos cómo eso va a afectarnos; pero es indudable y cierto que el altruismo y el egoísmo se han colapsado juntos como nunca hasta ahora. Pero nosotros tenemos que pensar en la vida de nuestros hijos y en la de los hijos de nuestros hijos y en las generaciones que vendrán, proporcionarles tantas oportunidades como las que tuvimos nosotros, y con suerte, más suerte, canalizaremos la energía del sol e invertiremos el flujo entrópico en esta pequeña zona del flujo universal. ¡Y sé que ésta no es manera de decirlo, en especial cuando el tratado que ordena nuestras vidas aquí va a ser discutido y quizá renovado dentro de muy poco tiempo. Lo que se avecina no es sólo un tratado, sino más bien una especie de congreso institucional, y aquí hemos de tener en cuenta el genoma de nuestra organización: podemos hacer esto, no podemos hacer aquello, tenemos que hacer esto, tomar o dar. Y hemos vivido bajo una serie de normas establecidas para una tierra vacía, el frágil e idealista tratado de la Antártida, que ha mantenido tanto tiempo a ese frío continente libre de intrusiones, al menos hasta la última década, en que fue hecho pedazos: una señal de lo que también empieza a suceder aquí. La falsificación de ese conjunto de reglas ha empezado por doquier, como un parásito que se alimenta en la periferia de otro organismo, porque MO es el nuevo conjunto de reglas, la antigua codicia parasitaria de los revés y de sus partidarios, este sistema que llamamos orden mundial transnacional es simplemente el retorno del feudalismo, una colección de normas antiecológicas, que no devuelve, que sólo enriquece a una élite internacional flotante a la vez que empobrece todo lo demás, y por ese motivo, la así llamada élite pudiente en realidad también es pobre, está separada del trabajo humano verdadero —y por tanto del verdadero logro humano, literalmente parasitaria— pero también poderosa como pueden serlo los parásitos que han tomado el mando y arrancan los logros del trabajo humano a sus legítimos herederos que son las siete generaciones, y se alimentan de ellos mientras incrementan los poderes represivos que los mantienen en el poder! —Vítores.

—Así que en este punto es democracia contra capitalismo, amigos, y nosotros, que nos encontramos aquí en esta avanzada fronteriza del mundo humano, quizá estemos mejor preparados que nadie para comprenderlo y librar esta batalla global. Aquí hay tierra vacía, aquí los recursos son raros y escasos, y vamos a ser arrastrados a la batalla y no podemos negarnos, somos uno de los premios en juego y nuestro destino será decidido por lo que acontezca a toda la humanidad. Será mejor pues que nos unamos por el bien común, por Marte y por nosotros y por toda la gente en la tierra y por las siete generaciones. Va a ser difícil, va a llevar años, y cuanto más fuertes seamos más posibilidades tendremos, y por eso estoy tan contento de ver ese ardiente meteorito en el cielo bombeando la matriz de la vida en nuestro mundo, y por eso estoy tan feliz de veros a todos aquí celebrándolo, un congreso representativo de todo lo que amo en este mundo, pero, mirad, me parece que esa banda de tambores está preparada para tocar, ¿no lo creéis? —gritos de confirmación—, de modo que ¿por qué no empezáis y bailamos hasta que amanezca y la mañana nos disperse por los vientos y por los flancos de esta gran montaña, para llevar el don a todas partes?

Vítores exaltados. La banda de tambores de magnesio los elevó con un frenesí de golpes en staccato, y la multitud se puso de nuevo en movimiento.

Estuvieron de fiesta toda la noche. John fue de tienda en tienda, estrechó manos y abrazó a la gente.

—Gracias, gracias, gracias. No lo sé, no recuerdo lo que dije. Pero esto es lo que he querido decir, siempre, esto de aquí. —Sus viejos amigos se rieron de él. Sax, que bebía café y parecía muy relajado, le dijo:

—Sincretismo, ¿verdad? Muy interesante, muy bien expuesto… —y exhibió la más leve de las sonrisas. Maya lo besó, Vlad y Úrsula y Nadia lo besaron; Arkadi lo alzó y con un gran rugido lo hizo dar vueltas en el aire, y le plantó un peludo beso en cada mejilla y gritó—: Eh, John, ¿podrías repetirlo, por favor? —riendo entre dientes—. ¡Me asombras, John, siempre me asombras! —e Hiroko, con su sonrisa secreta, junto a Michel e Iwao…

—Creo que esto es a lo que Maslow se refería con el término de experiencia pico —dijo Michel, e Iwao gruñó y le dio un codazo, mientras Hiroko alargaba la mano y tocaba a John con el dedo índice, como si quisiera transmitirle un cierto toque vivificante, un poder, un don.

Al día siguiente ordenaron y empaquetaron los restos de la fiesta y desarmaron las tiendas, pero dejaron las terrazas de losas: un collar de esmalte tabicado adornando la ladera del viejo volcán negro. Se despidieron de las dotaciones de los dirigibles, que descendieron por la pendiente como globos que se escapan de la mano de un niño; los de color arena de la colonia oculta desaparecieron muy pronto.

Mientras se metía en el rover con Maya, John se despidió, y bordearon el Monte Olimpo acompañados por otros rovers en los que iban Arkadi y Nadia, y Ann y Simon y su hijo Peter. En un momento John dijo:

—Tenemos que hablar con Helmut, y conseguir que la UN nos acepte como portavoces de la población local. Y tenemos que presentarle a la UN un borrador del tratado revisado. Alrededor de LS noventa tengo proyectado asistir a la inauguración de una nueva ciudad-tienda al este de Tharsis. Se supone que Helmut irá, ¿podríamos reunimos entonces?

Sólo unos pocos podrían ir, pero se los nombró delegados del resto, y se aceptó el plan. Después, conectados con todas las caravanas y dirigibles, hablaron del borrador del tratado. Al dia siguiente llegaron a la rampa que bajaba por el acantilado septentrional, y de allí partieron en direcciones diferentes.

—¡Ha sido una fiesta estupenda! —les dijo John por radio—. ¡Os veré en la próxima!

Mientras estaban allí parados, pasaron los sufíes; saludaron con las manos por las ventanillas y se despidieron por radio. John reconoció la voz de la mujer mayor que lo había atendido después de la danza en la tormenta; mientras él saludaba, ella habló por radio:

—Bien sea en este mundo o en aquél, más allá nos llevará tu amistad.