Desde el fondo del pozo el cielo parecía una moneda brillante y rosada. El pozo era redondo, un kilómetro de diámetro, siete kilómetros de profundidad. Pero desde el fondo daba la impresión de ser más estrecho y más profundo. La perspectiva engaña a menudo al ojo humano.
Como ese pájaro, que bajaba volando desde el punto redondo y rosado del cielo y parecía tan grande. Sólo que no era un pájaro.
—Eh —dijo John.
El director del pozo, un japonés de cara redonda llamado Etsu Okakura, lo miró, y John pudo ver a través de los visores una sonrisa nerviosa; tenía un diente descolorido.
Okakura alzó la cabeza.
—¡Cae algo! —exclamó rápidamente; y luego—: ¡Corramos!
Dieron media vuelta y corrieron por el suelo del pozo. John no tardó en descubrir que aunque la mayor parte de las rocas sueltas habían sido retiradas del brillante basalto, no se había hecho nada para nivelar el terreno. Los cráteres y escarpas diminutos se volvieron cada vez más difíciles de sortear a medida que ganaba velocidad; en aquella fuga de primate, los instintos desarrollados en la infancia se reafirmaron y continuó a paso vivo, trastabilló con una sacudida y reanudó la carrera frenéticamente; por último tropezó, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre las rocas melladas, los brazos por delante para salvar el visor del casco. De poco consuelo le fue ver que también Okakura había caído. Por fortuna, la misma gravedad que los había hecho caer les estaba dando más tiempo para escapar; el objeto descendente aún no había llegado al fondo. Se levantaron y corrieron de nuevo, y una vez más Okakura cayó. John miró atrás y vio un brillante borrón metálico que chocaba contra la roca y luego oyó el sonido del impacto, como un golpe en los tímpanos. Fragmentos plateados salieron disparados en todas direcciones, algunos hacia ellos; dejó de correr y escudriñó el aire en busca de deyecciones que se les vinieran encima. Ni un sonido.
Un gran cilindro hidráulico voló por los aires y se estrelló ruidosamente a la izquierda, y los dos se sobresaltaron. No lo habían visto venir.
Después, la quietud. Permanecieron inmóviles casi un minuto, y luego Boone se sacudió. Estaba sudando; tenían puestos trajes presurizados, pero a 49 grados centígrados el fondo del pozo era el lugar más caliente de Marte, y el aislamiento del traje estaba pensado para el frío. Esbozó un gesto para ayudar a levantarse a Okakura, pero se detuvo. Era probable que el hombre prefiriese ponerse de pie por sí solo antes que deberle giri a Boone. Eso si Boone entendía el concepto correctamente.
—Echemos un vistazo —dijo.
Okakura se levantó y regresaron por el denso basalto negro. Hacía ya mucho que el pozo había penetrado en el sólido lecho rocoso, en verdad ya se habían adentrado un veinte por ciento en la litosfera. Hacía un calor sofocante en el fondo, como si los trajes no tuvieran ningún aislamiento. El suministro de aire de Boone era un bienvenido frescor en la cara y los pulmones. Enmarcado por las oscuras paredes del pozo, el cielo rosa brillaba arriba con intensidad, y el sol iluminaba una corta sección cónica de la pared. En pleno verano quizá la luz llegara al fondo… no, estaban al sur del Trópico de Capricornio. Para siempre en sombras allí abajo.
Se acercaron a los restos. Había sido un volquete robot que transportaba roca subiendo por el camino en espiral de la pared del pozo. Las piezas del camión se mezclaban con grandes pedruscos, algunos diseminados hasta a cien metros del punto de impacto. Más allá de los cien metros, los detritos escaseaban; el cilindro que había pasado volando junto a ellos tenía que haber sido proyectado por algún tipo de presión.
Una pila de magnesio, aluminio y acero, todo terriblemente retorcido. El magnesio y el aluminio se habían fundido en parte.
—¿Cree que ha caído desde arriba? —preguntó Boone. Okakura no respondió. Boone lo observó; el hombre evitaba mirarlo. Quizá tenía miedo—. Tienen que haber pasado unos treinta segundos entre el momento en que lo vi y el impacto —dijo.
A unos tres metros por segundo al cuadrado, eso era tiempo más que suficiente para caer a unos doscientos kilómetros por hora. Realmente no estaba nada mal. En la Tierra habría descendido en menos de la mitad del tiempo. Demonios, si no hubiera levantado los ojos cuando lo hizo, quizá los habría atrapado. Hizo un cálculo rápido. Era probable que se encontrara a mitad del pozo cuando lo vio. Pero quizá entonces ya llevaba un buen rato cayendo.
Boone rodeó el espacio que había entre la pared del pozo y la pila de chatarra. El camión había caído sobre el costado derecho, y el izquierdo estaba deformado pero era reconocible. Okakura trepó por los restos y señaló una zona ennegrecida detrás de la rueda izquierda delantera. John lo siguió, arañó el metal con la garra del índice del guante derecho. La capa negra se desprendió como si fuera hollín. Una explosión de nitrato de amonio. La carrocería del camión se había doblado como si la hubieran golpeado con un martillo.
—Una carga de buen tamaño —observó John.
—Sí —dijo Okakura, y carraspeó. Estaba asustado, no cabía duda. Bueno, el primer hombre en Marte casi había sido asesinado, y también él, por supuesto, aunque, ¿quién sabía qué lo asustaba más?—. Suficiente para sacar el camión del camino.
—Bueno, como ya he dicho, se ha informado de algunos sabotajes. Okakura tenía el ceño fruncido detrás del visor.
—Pero ¿quién? ¿Y por qué?
—No lo sé. ¿Hay alguien en tu equipo que tenga trastornos psicológicos?
—No.
La cara de Okakura se mostró cuidadosamente inexpresiva. En todo grupo de más de cinco personas siempre había algún trastornado, y la pequeña ciudad industrial de Okakura tenía una población de quinientos.
—Éste es el sexto caso que he visto —dijo John—. Aunque ninguno tan de cerca. —Rio. Volvió a recordar la imagen del punto parecido a un pájaro en el cielo rosa—. Habría sido fácil para cualquiera poner una bomba antes de que bajaran el camión. Y hacerla detonar con un reloj o un altímetro.
—Te refieres a los rojos. —Okakura parecía aliviado—. Hemos oído hablar de ellos. Pero es… —se encogió de hombros— una verdadera locura.
—Sí.
John bajó con cautela de los restos destrozados. Caminaron por el suelo del pozo de vuelta al coche en que habían descendido. Okakura había sintonizado otra banda y hablaba con la gente de arriba.
John se detuvo junto al foso central y miró alrededor. No alcanzaba a precisar el verdadero tamaño del pozo; la luz amortiguada y las líneas verticales le recordaban a una catedral, pero cualquier catedral habría parecido una casa de muñecas en el fondo de aquel gran agujero. La surrealidad de la escala hizo que John parpadease, y llegó a la conclusión de que llevaba mucho tiempo con la cabeza inclinada hacia atrás.
Condujeron subiendo por el camino inscrito en el muro lateral hacia el primer ascensor, dejaron el coche y se metieron en la jaula. Subieron. Siete veces tuvieron que salir y cruzar el camino del muro hasta la puerta del siguiente ascensor. La luz ambiental se fue haciendo cada vez más parecida a la luz diurna común. Alcanzó a ver la doble espiral de los caminos en el muro del otro lado: filigranas en un enorme agujero de tornillo. El fondo del pozo había desaparecido en la oscuridad, ni siquiera era capaz de ver el camión.
En los dos últimos ascensores subieron a través del regolito; primero el megarregolito, que parecía lecho rocoso agrietado, y luego el regolito propiamente dicho: roca, grava y hielo ocultos detrás de un muro de hormigón, una lisa pared curva que se parecía a un dique, y que retrocedía en pendiente, tanto que en realidad el último ascensor era un tren cremallera. Subieron por el costado de ese enorme embudo, el desagüe de la bañera del Gran Hombre, había dicho Okakura cuando bajaban, y por fin salieron a la superficie, al sol.
Boone salió del vagón y miró túnel abajo. El muro de contención del regolito parecía la lisa pared de un cráter, con una carretera de dos carriles que descendía en espiral, pero el cráter no tenía fondo. Era un agujero de transición entre la corteza y el manto. Podía ver abajo parte del pozo, pero la pared estaba en sombras y sólo el camino que descendía en espiral recogía algo de luz, de modo que parecía una especie de escalera colgada de la nada que bajaba a través del espacio vacío hacia el núcleo del planeta.
Tres de los gigantescos volquetes se arrastraban por el último trecho del camino, cargados de enormes piedras negras. Últimamente tardaban cinco horas en hacer el viaje desde el fondo del pozo, dijo Okakura. Había muy poca supervisión, como en la mayor parte del proyecto, tanto en la fabricación como en las obras. Los habitantes de la ciudad sólo tenían que ocuparse de la programación, del despliegue, del mantenimiento y de las averías. Y, ahora, de la seguridad.
La ciudad, llamada Senzeni Na, se desparramaba sobre el fondo del cañón más profundo de Thaumasia Fossae. Muy cerca del agujero estaba el parque industrial; allí es donde se fabricaba la mayoría del equipo de excavación y donde se procesaba la roca extraída en busca de vestigios de metales valiosos. Boone y Okakura entraron en la estación del borde, se quitaron los trajes presurizados, se enfundaron los monos cobrizos y se metieron en uno de los tubos transparentes que conectaban todos los edificios de la ciudad. Hacía frío y el sol relucía en los tubos, y todos llevaban ropas con una capa exterior de lámina de color cobre, el último avance japonés en protección contra la radiactividad. Criaturas de cobre moviéndose por tubos transparentes; a Boone le parecía un hormiguero gigantesco. Arriba, la nube termal se congeló, cobrando entidad, y salió disparada como vapor de una válvula, hasta que unos vientos altos la atraparon y se desvaneció como una larga estela que se desinfla.
Las residencias de la ciudad estaban empotradas en el muro sudeste del cañón. Una gran sección rectangular del risco había sido sustituida por vidrio; detrás había un bulevar alto y abierto y cinco plantas de apartamentos dispuestos en terrazas.
Avanzaron por el bulevar y Okakura lo condujo hasta las oficinas de la ciudad, en la quinta planta. Una pequeña multitud de aspecto preocupado los acompañó charlando con Okakura y entre ellos. Todos atravesaron la oficina y salieron al balcón. John observó con atención mientras Okakura describía en japonés lo que había sucedido. Algunos de entre la concurrencia parecían nerviosos y la mayoría evitaba la mirada de John. ¿Había bastado el casi accidente para incurrir en giri? Era importante asegurarse de que no se sentían puestos en evidencia, o nada que se le pareciese. La vergüenza era un asunto serio para los japoneses y Okakura empezaba a mostrarse desesperadamente desdichado, como si estuviera llegando a la conclusión de que él era el único culpable.
—Miren, lo mismo pudo hacerlo alguien de fuera como alguien de aquí —dijo John resueltamente. Hizo algunas sugerencias para la seguridad futura—. El borde del pozo es una barrera perfecta. Pongan un sistema de alarma, y la estación podría vigilar el sistema y los ascensores. Una pérdida de tiempo, pero inevitable.
Tímidamente Okakura le preguntó si sabía quién podía ser el responsable del sabotaje.
John se encogió de hombros:
—No tengo idea, lo siento. Supongo que gente contraria a los agujeros entre la corteza y el manto.
—Pero ya están excavados —dijo uno de ellos.
—Lo sé. Imagino que es algo simbólico. —Sonrió—. Pero si un camión cae encima de alguien, mal símbolo sería.
Asintieron con gravedad. Deseó tener la facilidad de Frank para los idiomas… se habría comunicado mejor con esa gente. Eran difíciles de estudiar, inescrutables y todo eso.
Le preguntaron si quería descansar.
—Estoy bien —dijo—. No nos alcanzó. Tendremos que inspeccionarlo, pero por hoy sigamos con el mismo programa.
De modo que Okakura y algunos hombres y mujeres lo llevaron en un recorrido por la ciudad, y con buen ánimo visitó laboratorios y salas de reunión, salones sociales y comedores. Asintió y estrechó manos y dijo «Hola» hasta que tuvo la certeza de que había conocido a más del cincuenta por ciento de los habitantes de Senzeni Na. La mayoría aún no se había enterado del incidente en el pozo y todos estaban encantados de conocerlo, contentos de estrecharle la mano, de hablar con él, de mostrarle algo, de mirarlo. Le pasaba allá donde fuera, recordándole desagradablemente los años de vitrina que habían transcurrido entre su primer y su segundo viaje.
Pero cumplió con su deber. Una hora de trabajo, luego cuatro horas como El Primer Hombre en Marte: la proporción habitual. Y a medida que la tarde entraba en el anochecer y toda la ciudad se reunía para un banquete en su honor, se fue tranquilizando e interpretó su papel con paciencia. Eso significaba cambiar de estado de ánimo, algo que no era nada fácil esa noche. Al fin, se tomó un descanso y fue al cuarto de baño para tragarse una cápsula fabricada por el equipo de Vlad en Acheron. Era una droga que habían bautizado con el nombre de omegendorfo, una mezcla sintética de todas las endorfinas y opiáceos que habían descubierto en la química natural del cerebro, una droga que Boone nunca había probado.
Regresó al banquete mucho más relajado, con una leve euforia. Después de todo, había escapado a la muerte, ¡gracias a que había corrido como un loco! Unas pocas endorfinas no estaban de más. Se movió con soltura de mesa en mesa, haciendo preguntas a unos y otros, con el aire de fiesta apropiado. A John le gustaba ser capaz de conseguirlo; ayudaba a que la celebridad le resultara tolerable; porque cuando hacía preguntas, la gente saltaba para responderlas, como salmones en la corriente. Era realmente curioso, como si la gente buscara corregir el desequilibrio que advertía en la situación, en la que ellos conocían tanto de él, mientras que él sabía tan poco de ellos. De modo que con el incentivo adecuado, a menudo una única y cuidadosamente evaluada réplica brotaban de ellos los más asombrosos desahogos personales: atestiguando, revelando, confesando.
Pasó la velada aprendiendo cosas de la vida en Senzeni Na. («Medios… ¿qué hemos hecho?». Una rápida sonrisa.) Y después lo llevaron a la gran suite de los invitados, las habitaciones pobladas de bambú, la cama aparentemente tallada en un pedestal también de bambú. Cuando estuvo solo conectó la caja codificadora con el teléfono y llamó a Sax Russell.
Russell se encontraba en el nuevo cuartel general de Vlad, un complejo de investigación excavado en una impresionante cresta de las Acheron Fossae, al norte del Monte Olimpo. Se pasaba ahora todo el tiempo allí, estudiando ingeniería genética como si fuera un colegial. Estaba convencido de que la biotecnología era la clave para la terraformación y había decidido participar en el proyecto, a pesar de que no conocía otra cosa que el campo de la física. La biología moderna era notablemente oscura, y muchos físicos la odiaban, pero la gente de Acheron decía que Sax aprendía deprisa, y John lo creía. El mismo Sax había soltado risitas disimuladas ante su propio progreso, pero no cabía duda de que estaba muy metido en el asunto. Hablaba de eso todo el tiempo:
—Es el punto crucial —decía—, necesitamos el agua y el nitrógeno fuera del suelo y el dióxido de carbono fuera del aire, y necesitaremos biomasa para conseguir las dos cosas.
Y se afanaba como un esclavo ante las pantallas y en los laboratorios.
Escuchó el informe de Boone con la flema habitual. Era la parodia del científico, pensó John. Incluso llevaba una bata de laboratorio. Mirándolo parpadear, recordó una historia que había oído a uno de los ayudantes de Sax ante un risueño público en una fiesta: en un experimento secreto que se había torcido, cien ratas de laboratorio que habían sido inyectadas con un potenciador de la inteligencia se habían vuelto genios. Se rebelaron, escaparon de sus jaulas, capturaron al principal investigador, lo ataron con correas y le retroinyectaron todo lo que ellas sabían, utilizando un método que inventaron en el acto… y ese científico era Saxifrage Russell, de bata blanca, parpadeante, espasmódico, inquisitivo, esclavo del laboratorio. Tenía un cerebro que era la suma de cien ratas hiperinteligentes, «y la pequeña broma es que ellas lo bautizaron con el nombre de una flor como sucede con las ratas de laboratorio, ¿lo entiendes?».
Eso explicaba muchas cosas. John sonrió mientras terminaba su informe y Sax inclinó la cabeza y lo miró con curiosidad.
—¿Crees que ese camión pretendía mataros?
—No lo sé.
—¿Cómo parece estar la gente allí?
—Asustada.
—¿Crees que están involucrados? John se encogió de hombros.
—Lo dudo. Probablemente están preocupados por lo que pueda seguir.
Sax hizo un rápido ademán.
—Un sabotaje de ese tipo no causará el más mínimo impacto en el proyecto —dijo con suavidad.
—Lo sé.
—¿Quién está haciéndolo, John?
—No lo sé.
—¿Crees que podría ser Ann? ¿Se ha convertido en otra profeta, como Hiroko o Arkadi, con seguidores y un programa y cosas por el estilo?
—Tú también tienes seguidores y un programa —le recordó John.
—Pero yo no les digo a mis seguidores que destruyan las cosas e intenten matar gente.
—Algunos piensan que estás destruyendo Marte. Y ciertamente la gente va a morir como resultado de la terraformación.
—¿Qué insinúas?
—Sólo te lo recuerdo. Intento hacerte ver por qué alguien podría hacer estas cosas.
—Así que piensas que se trata de Ann.
—O de Arkadi, o de Hiroko, o de alguien de las nuevas colonias de quien jamás hemos oído hablar. Ahora hay un montón de gente aquí. Un montón de facciones.
—Lo sé. —Sax fue hasta un mostrador y vació la vieja taza de café. Por último dijo—: Me gustaría que intentaras averiguar quién es. Ve adonde tengas que ir. Ve a hablar con Ann. Razona con ella. —Había un tono quejumbroso en su voz—. Yo ya ni siquiera puedo hablarle. —John se lo quedó mirando, sorprendido ante aquella exhibición emocional. Sax tomó ese silencio como renuencia, y prosiguió—: Sé que no se trata exactamente de lo tuyo, pero todo el mundo hablará contigo. Prácticamente eres el único con quien podemos hablar. Sé que estás ocupado con lo del agujero entre el manto y la corteza, pero puedes conseguir que tu equipo haga el trabajo y seguir visitando los agujeros como parte de la investigación. En realidad no hay nadie más que pueda hacerlo. No hay una verdadera policía a la que acudir. Aunque, si siguen ocurriendo cosas raras, la UNOMA nos enviará toda una tropa.
—O las transnacionales. —Boone reflexionó. La visión de aquel camión, cayendo desde el cielo…— De acuerdo. En cualquier caso, iré a hablar con Ann. Después sería bueno que nos reuniéramos y discutiéramos el tema de la seguridad en los proyectos de terraformación. Si conseguimos evitar que pase algo más, eso mantendrá fuera a la UNOMA.
—Gracias, John.
Boone se marchó y salió al balcón de la suite. El bulevar estaba lleno de pinos de Hokkaido, el aire frío cargado de resina. Abajo, figuras cobrizas caminaban entre los troncos de los árboles. Boone consideró la nueva situación. Durante diez años había estado trabajando para Russell, terraformando, abriendo agujeros entre el manto y la corteza y haciendo de experto en relaciones públicas y cosas por el estilo, y disfrutaba del trabajo, pero no estaba a la vanguardia de ninguna de las ciencias implicadas, y por tanto fuera del círculo que tomaba las decisiones. Sabía que mucha gente lo consideraba un mero mascarón de proa, una celebridad para consumo en la Tierra, un jinete espacial tonto que había tenido suerte y vivía de rentas. Eso no molestaba a John; siempre había enanos dando hachazos, tratando de reducir a todo el mundo a un tamaño mínimo. Estaba bien, en especial porque en este caso se equivocaban. Tenía un considerable poder, aunque tal vez sólo él apreciara su verdadero alcance, ya que consistía en una interminable sucesión de reuniones cara a cara, en la influencia que tenía sobre lo que la gente elegía hacer. Después de todo, el poder no era una cuestión de títulos profesionales. El poder era una cuestión de visión, persuasión, libertad de movimiento, fama, influencia. Además, el mascarón de proa va delante, señalando el camino.
No obstante, esa nueva tarea tenía inconvenientes. Podía sentirlo ya. Sería problemática, difícil, quizás arriesgada… un desafío, por encima de todo. Un nuevo desafío; eso le gustaba. Al entrar de nuevo en la suite y meterse en la cama (¡John Boone durmió aquí!) se le ocurrió que ahora no sólo iba a ser el primer hombre en Marte, sino el primer detective. Sonrió ante la ocurrencia y el último efecto del omegendorfo le encendió los nervios.
Ann Clayborne estaba haciendo un estudio en las montañas de la Cuenca de Argyre, lo que significaba que John podía volar en planeador desde Senzeni Na hasta donde ella estaba. Así que, a la mañana siguiente, tomó el globo ascensor de la torre de amarre y subió al dirigible estacionario que flotaba sobre la ciudad, exultante a medida que se elevaba sobre el panorama cada vez más amplio de los grandes cañones Thaumasia. Desde el dirigible descendió hasta la cabina de uno de los planeadores, sujetos en la parte inferior del casco. Después de asegurarse se soltó y el planeador cayó como una piedra hasta que lo introdujo en la onda termal del agujero entre el manto y la corteza; la onda lanzó la nave de seda hacia arriba, y la metió en un pronunciado remolino ascendente. John gritaba mientras luchaba con el zarandeo; ¡era como montar en una burbuja de jabón sobre una hoguera!
A 5000 metros el penacho de nube se aplanó y se extendió hacia el este. John salió de la espiral y enfiló hacia el sudeste, jugando con el planeador a medida que avanzaba, aprendiendo a dominarlo. Tendría que cabalgar los vientos con cuidado para llegar hasta Argyre.
Apuntó hacia el manchado resplandor amarillo del sol. El viento lloraba sobre las alas. La tierra debajo era de un desigual naranja oscuro, que cambiaba gradualmente a un naranja claro en el horizonte. Las tierras altas del sur estaban salpicadas de hoyos, y tenían el aspecto salvaje, primordial, lunar de la saturación de cráteres. A John le encantaba volar sobre ellas, y pilotó de manera automática, concentrándose en la tierra de abajo. Le agradaba mucho relajarse y volar, sintiendo el viento cerca, contemplando la tierra y sin pensar en nada. Tenía sesenta y cuatro años en este año 2047 (o «año-M 10», como él solía decir), y había sido el hombre vivo más famoso durante casi treinta de esos años; y ahora era más feliz cuando estaba solo y volaba.
Al cabo de una hora, se puso a pensar en su nueva tarea. Era importante no caer en fantasías de lupas y ceniza de cigarro, o de sabuesos con pistola; había trabajo que hacer, incluso mientras volaba. Llamó a Sax y le preguntó si podía conectar su IA a los registros de emigración y viajes planetarios sin que la UNOMA advirtiera la conexión. Después de un rato Sax lo llamó y le dijo que podía conseguirlo, y entonces John transmitió una secuencia de preguntas y continuó volando. Una hora y muchos cráteres más tarde, la luz roja de Pauline parpadeó con rapidez, indicando una transferencia de datos sin procesar. John le pidió a la IA que analizara los datos, y después estudió los resultados en la pantalla. Las pautas de movimiento eran desconcertantes, pero esperaba que cuando las comparase con los incidentes de sabotaje encontraría algo. Desde luego había gente que se movía fuera de los registros, incluyendo la colonia oculta; ¿y quién sabía qué pensaban Hiroko y los otros sobre los proyectos de terraformación? No obstante, valia la pena echar un vistazo.
Los Montes Nereidium aparecieron inesperadamente delante de él sobre el horizonte. Marte nunca había tenido mucho movimiento tectónico, y las cadenas montañosas escaseaban. Las que había eran casi siempre bordes de cráteres, anillos de deyecciones expulsados por impactos tan grandes que los detritos cayeron formando dos o tres cadenas concéntricas, cada una de muchos kilómetros de ancho, y extremadamente escarpadas. Hellas y Argyre, siendo las cuencas más grandes, tenían por tanto las cadenas mayores; y la única cadena montañosa importante aparte de ellas, los Montes Phlegra, en la pendiente de Elysium, era probablemente los restos fragmentarios de una cuenca de impacto inundada más tarde por los volcanes de Elysium o por un antiguo Océano Borealis. La discusión sobre esa cuestión era vehemente, y Ann, la autoridad final de John en tales asuntos, nunca había dicho qué opinaba.
Los Montes Nereidium componían el borde occidental alrededor de Argyre, pero en aquellos momentos Ann y su equipo estaban estudiando el borde oriental, los Montes Charitum. Boone corrigió el curso hacia el sur y a primeras horas de la tarde planeó sobre la ancha y plana llanura de la Cuenca Argyre. Después de la profusión de cráteres de las tierras altas, el suelo de la cuenca parecía liso, una llanura amarillenta limitada por la gran curva de las cordilleras del borde. Desde la posición ventajosa en que estaba podía ver unos noventa grados del arco del contorno, lo suficiente para tener una idea del tamaño del impacto que había formado Argyre; era una vista asombrosa. Boone había volado por encima de miles de cráteres marcianos, y ya sabía qué tamaños solían tener y, sencillamente, Argyre se salía de la escala. ¡Un cráter bastante grande llamado Galle no era más que una marca de viruela en el borde de Argyre! ¡Aquí tenía que haber impactado un mundo entero! O, como mínimo, un asteroide condenadamente grande.
Dentro de la curva sudeste del borde, en el suelo de la cuenca junto a los pies de las colinas del Charitum, divisó la delgada línea blanca de una pista de aterrizaje. Era fácil avistar construcciones humanas en semejante desolación; la regularidad destacaba como una baliza. Las ondas termales subían con fuerza a gran distancia de las colinas calentadas por el sol, y él descendió y viró para meterse en una, cayendo con un zumbido vibratorio, como una roca, como aquel asteroide, pensó John con una sonrisa, e hizo una cabriola, una última y dramática floritura, posándose con toda la precisión de que fue capaz, consciente de su reputación de gran piloto que, desde luego, tenía que revalidar en cada ocasión. Era parte del trabajo…
Pero resultó que sólo había dos personas en las caravanas junto a la pista, y nadie lo había visto descender. Estaban dentro viendo las noticias de televisión de la Tierra. Alzaron los ojos cuando cruzó la puerta de la antecámara interior y se levantaron de un salto para saludarlo. Ann había subido con un equipo a uno de los cañones de la montaña, le dijeron, seguramente a no más de dos horas en coche. John almorzó con ellas, dos británicas con acento del norte, muy curtidas y encantadoras. Luego subió a un rover y siguió las rodadas que cruzaban una hendidura y llegó al Charitum. Una hora de sinuoso ascenso por un arroyo de lecho llano lo llevó hasta una caravana móvil con tres rovers estacionados fuera. El conjunto tenía el aire de un café en el Mojave.
La caravana estaba desocupada. Las huellas de pisadas se alejaban del campamento en muchas direcciones. Después de pensarlo, trepó a una loma al oeste del campamento y se sentó en la cima. Se tumbó sobre la roca y durmió hasta que el frío le entró en el traje ligero y flexible. Luego se sentó y tomó una cápsula de omegendorfo, y contempló las sombras negras de las colinas que se arrastraban hacia el este. Reflexionó en lo que había ocurrido en Senzeni Na, repasando sus recuerdos de las horas anteriores y posteriores, las expresiones en las caras de la gente, lo que habían dicho. La imagen del camión cayendo le aceleró un poco el pulso.
En una hendidura entre las colinas del oeste asomaron unas figuras cobrizas. Se puso de pie y descendió la loma, y se reunió con ellas en la caravana.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Ann por la frecuencia de los primeros cien.
—Quiero hablar.
Ella gruñó y cortó la comunicación.
La caravana habría estado un poco atestada incluso sin él. Se sentaron en el cuarto principal rodilla con rodilla, mientras Simon Frazier calentaba una salsa y hervía agua para los espaguetis en el pequeño rincón de la cocina. La única ventana del remolque daba al este y mientras comían contemplaron la sombra de las montañas que se extendía por el suelo de la gran cuenca. John había traído una botella de medio litro de coñac Utopía, y después de la cena la sacó en medio de murmullos de aprobación. Mientras los areólogos bebían lavó los platos («quiero hacerlo») y preguntó cómo iba el trabajo. Estaban buscando pruebas de antiguos episodios glaciares, que, si se encontraban, apoyarían un modelo de la temprana historia del planeta que incluía océanos en los terrenos bajos.
Menos Ann, pensó John mientras los escuchaba; ¿querría ella encontrar evidencias de un pasado oceánico? Era un modelo que justificaba moralmente el proyecto de terraformación, pues implicaba que sólo estaban restaurando un antiguo estado de cosas. De modo que era probable que ella no quisiera localizar semejante prueba. ¿Influiría esa renuencia en su trabajo? Bueno, seguro. Si no de forma consciente, sí en su interior. Después de todo, la conciencia sólo era una delgada litosfera sobre un núcleo grande y caliente. Los detectives no debían olvidarlo.
Pero todo el mundo en la caravana parecía coincidir en que no estaban encontrando ninguna evidencia de glaciación, y todos eran buenos areólogos. Había cuencas altas que parecían circos y valles altos con la clásica forma de U de los valles glaciares, y algunas configuraciones con grietas y rocas aborregadas que podrían ser resultado de la erosión glaciar. Todo eso se había visto en fotografías de satélite, además de una o dos zonas brillantes que según algunos podían ser reflejos de un rozamiento glaciar. Pero sobre el terreno nada de eso se sostenía. No habían localizado ningún rozamiento glaciar, ni siquiera en las partes más protegidas del viento de los valles con forma de U; ninguna morrena, lateral o terminal; ninguna señal de algo que hubiera sido arrastrado, o de líneas de transición donde los nanatuks habrían sobresalido incluso por encima de los niveles más altos de los hielos antiguos. Nada. Se trataba de otro caso de lo que ellos llamaban areología del cielo, con una historia que se remontaba a las primeras fotografías de satélite, y aun hasta los telescopios. Los canales habían sido areología del cielo, y muchas otras malas hipótesis se habían formulado de manera parecida, hipótesis que sólo ahora eran puestas a prueba con el rigor de la areología de campo. La mayoría se derrumbaba bajo el peso de los datos de la superficie, eran arrojadas al canal, como decían ellos.
Sin embargo, la teoría glaciar, y el modelo oceánico del que era parte, había persistido más que ninguna otra. Primero, porque prácticamente todos los modelos de la formación del planeta indicaban que tenía que haber habido un montón de agua y que había ido a parar a alguna parte. Y segundo, pensó John, porque había un montón de gente que se sentiría reconfortada si el modelo oceánico fuera verdad; se sentiría menos incómoda respecto de la moralidad de la terraformación. Por lo tanto, los opositores de la terraformación… No, no le sorprendía que el equipo de Ann no estuviera encontrando nada. Sintiendo un poco el coñac e irritado por la animosidad de ella, dijo desde la cocina:
—Pero si hubiera habido glaciares, los más recientes tendrían… ¿digamos mil millones de años? Yo diría que ese tiempo habría eliminado cualquier signo superficial, rozamientos glaciares, morrenas o nanatuks. Sin dejar nada más que los grandes accidentes geográficos, que es lo que hay. ¿Correcto?
Ann había permanecido en silencio, pero entonces dijo:
—Los accidentes geográficos no son exclusivos de la glaciación. Todos son comunes en las cordilleras marcianas; no hay una sola que no se haya formado por rocas que cayeron del cielo. Cualquier tipo de formación que se te ocurra está en alguna parte de la superficie, formas extrañas limitadas únicamente por el ángulo de apoyo.
No había aceptado el coñac, lo que sorprendió a John, y ahora miraba al suelo con expresión de disgusto.
—Pero seguro que no los valles en U —dijo John.
—Sí, también los valles en U.
—El problema es que el modelo oceánico no se falsifica fácilmente —indicó Simon en voz baja—. Puede que nunca encuentres evidencias sólidas, como nos sucede a nosotros, pero eso no lo refuta.
La cocina ya limpia, John le pidió a Ann que salieran a dar un paseo crepuscular. Ella vaciló, poco dispuesta; pero era parte de un ritual, y todo el mundo lo sabía, y con una rápida mueca y una mirada dura, aceptó.
Una vez fuera, él la condujo hasta la misma cima en la que había dormitado. El cielo era un arco color ciruela sobre las negras y estriadas lomas que los rodeaban, y las estrellas aparecían como en un torrente, cientos con cada parpadeo. Se detuvo, ella no lo miró. El irregular horizonte podría haber sido una escena de la Tierra. Ann era un poco más alta que él, una silueta enjuta, angulosa. A John le caía bien, sin importar la posible atracción recíproca que ella pudiera haber sentido; y habían mantenido muy buenas conversaciones en años ya lejanos. La atracción se había disipado cuando él eligió trabajar con Sax. Podría haber hecho cualquier cosa, indicaban las dolidas miradas de ella, y sin embargo se había decidido por la terraformación.
Bueno, era verdad. Puso la mano delante de ella, el dedo índice levantado. Ella tocó unos botones en el teclado de muñeca y de repente una voz susurró en el oído de John.
—¿Qué? —dijo Ann sin mirarlo.
—Es sobre los incidentes de sabotaje —dijo él.
—Eso pensé. Supongo que Russell cree que yo estoy detrás.
—No se trata tanto de…
—¿Cree que soy estúpida? ¿Imagina que pienso que con un poco de vandalismo detendré vuestros juegos de niños?
—Bueno, es algo más que un poco. Ya ha habido seis incidentes, y cualquiera de ellos podría haber matado a alguien.
—¿Desviar espejos de la órbita puede matar a alguien?
—Sí si en ese momento se están cumpliendo allí tareas de mantenimiento.
Ella soltó un ¡bah! y dijo:
—¿Qué más ha pasado?
—Ayer despeñaron un camión en el agujero entre el manto y la corteza, y casi me aplastó. —Oyó que Ann retenía el aliento—. Es el tercer camión que cae. Y a aquel espejo lo sacaron de órbita con una trabajadora de mantenimiento encima, y ella tuvo que flotar en caída libre hasta llegar a una estación. Le llevó más de una hora conseguirlo, y estuvo a punto de fracasar. Y luego un depósito de explosivos estalló por accidente en el agujero de Elysian, un minuto después de que se hubiera marchado todo el equipo. Y los líquenes de la Colina Subterránea murieron por un virus que obligó a clausurar el laboratorio.
Ann se encogió de hombros.
—¿Qué esperas de los GEM? Podría haber sido un accidente, me sorprende que no suceda más a menudo.
—No fue un accidente.
—Todo eso son naderías. ¿Cree Russell que soy estúpida?
—Sabes que no. Pero se trata de no interferir. En el proyecto se esta invirtiendo un montón de dinero terrano, pero no haría falta mucha mala publicidad para conseguir que lo retiraran.
—Es posible —dijo Ann—. Pero deberías escucharte cuando dices esas cosas. Tú y Arkadi sois los mayores defensores de una especie de nueva sociedad marciana, vosotros más Hiroko, tal vez. Sin embargo, el modo en que Russell, Frank y Phyllis están trayendo capital terrano… nadie podrá oponerse. Los negocios seguirán siendo negocios y vuestras ideas desaparecerán.
—Quiero pensar que todos aquí queremos algo parecido —dijo John—. Queremos hacer un buen trabajo en el lugar adecuado. Sólo ponemos énfasis en partes diferentes para poder conseguirlo, eso es todo. Si trabajáramos en equipo coordinando nuestros esfuerzos…
—¡No perseguimos lo mismo! —exclamó Ann—. Vosotros queréis cambiar Marte y yo no. Es así de fácil.
—Bueno… —John titubeó ante la amargura de Ann. Avanzaban despacio alrededor de la colina, en una complicada danza que imitaba la conversación, a veces cara a cara, otras espalda con espalda; y siempre la voz de ella sonándole en el oído, y la suya en el de ella. Le gustaba eso de las conversaciones con un traje puesto: esa insidiosa voz en el oído, que podía ser tan persuasiva, acariciadora, hipnótica—. No es tan fácil, ni siquiera así. Quiero decir, deberías ayudar a aquellos de nosotros que están más cerca de tus ideas, y oponerte a los más alejados.
—Ya lo hago.
—Razón por la que vine a preguntarte qué sabes de esos saboteadores. Tiene sentido, ¿verdad?
—No sé nada de ellos. Les deseo suerte.
—¿En persona?
—¿Qué?
—He rastreado tus movimientos de los últimos dos años, y siempre has estado cerca de cada incidente, menos de un mes antes de que ocurrieran. Estuviste en Senzeni Na pocas semanas atrás, de camino hacia aquí, ¿cierto?
La oyó respirar. Estaba enfadada.
—Me usan como una tapadera —musitó, y algo más que él no llegó a entender.
—¿Quiénes?
Ann le dio la espalda.
—Eso tendrías que preguntárselo al Coyote, John.
—¿El Coyote?
Ella emitió una risa breve.
—¿No has oído hablar de él? La gente dice que anda por la superficie sin traje. Aparece de golpe aquí y allá, a veces en los dos extremos del mundo en una sola noche. Conoció al Gran Hombre en persona, allá en los buenos y viejos tiempos. Y es un gran amigo de Hiroko. Y un gran enemigo de la terraformación.
—¿Tú lo has conocido? —ella no contestó—. Mira —prosiguió él después de un momento de respiración compartida—, morirán muchos. Espectadores inocentes.
—Morirán espectadores inocentes cuando el permafrost se derrita y el suelo se colapse. Tampoco tengo nada que ver con eso. Sólo hago mi trabajo. Tratar de catalogar lo que había aquí antes de que viniésemos.
—Sí. Pero eres la roja más famosa de todos, Ann. Esa gente tiene que haber contactado contigo, y me gustaría que los desalentaras. Quizá salvara algunas vidas.
Ella se volvió a mirarlo. El visor de su casco reflejó el horizonte occidental, púrpura arriba, negro abajo, la frontera entre los dos colores mellada y desnuda.
—Se salvarían vidas si dejaran el planeta en paz. Eso es lo que yo quiero. Yo misma te mataría si fuera necesario.
Después de eso quedaba poco por decir. Mientras bajaban de vuelta hacia la caravana, probó con otro tema.
—¿Qué crees que ha pasado con Hiroko y los demás?
—Desaparecieron.
John alzó los ojos exasperado.
—¿No te dijo nada?
—No. ¿No te dijo nada a ti?
—No. No creo que hablara con nadie salvo con su grupo. ¿Sabes adonde fueron?
—No.
—¿Tienes alguna idea de por qué se fueron?
—Probablemente querían librarse de nosotros. Hacer algo nuevo. Lo que tú y Arkadi decís que queréis, ellos lo querían de verdad.
John sacudió la cabeza.
—Si lo hacen, será para veinte personas. Mi intención es conseguirlo para todos.
—Quizá son más realistas que tú.
—Quizá. Lo averiguaremos. Hay más que una manera, Ann. Tienes que entenderlo.
Ella no contestó.
Los otros los miraron cuando entraron en la caravana y Ann, tomando por asalto el rincón de la cocina, no fue de ninguna ayuda. John se sentó en el apoyabrazos del único sofá y les preguntó por el trabajo y los niveles de agua subterránea en Argyre y en general en el hemisferio sur. Las grandes cuencas eran bajas, pero habían sido deshidratadas por los mismos impactos que las habían formado, y en general parecía que casi todas las aguas del planeta se habían filtrado hacia el norte. Otra parte del misterio: nadie había explicado jamás por qué los hemisferios norte y sur eran tan distintos, ése era el problema de la areología, cuya solución podría ser la clave para explicar todos los otros enigmas del paisaje marciano, igual que la teoría de la placa tectónica había explicado una vez tantos problemas geológicos diferentes. En realidad, algunos querían volver a usar la explicación tectónica, postulando que una vieja corteza se había deslizado sobre sí misma en la mitad oriental, y que en el norte se formó una nueva corteza; luego, cuando el enfriamiento del planeta detuvo los movimientos tectónicos, todo se había congelado. Ann consideraba que eso era ridículo; en su opinión, el hemisferio norte era, sencillamente, la mayor cuenca de impacto, la última gran explosión en tiempos remotos. Un choque similar había arrancado a la Luna de la Tierra, seguramente en la misma época. Los areólogos discutieron el problema durante un rato, y John escuchó, haciendo ocasionalmente alguna pregunta neutral.
Encendieron el televisor para las noticias de la Tierra y vieron un programa corto sobre la minería y las perforaciones petrolíferas que se iniciaban en la Antártida.
—Eso es por nuestra culpa, ¿sabes? —dijo Ann desde la cocina—. Mantuvieron la minería y el petróleo fuera de la Antártida durante casi cien años, desde el primer tratado. Pero cuando aquí comenzó la terraformación, todo se derrumbó. Ahí abajo se están quedando sin petróleo, y el Club del Sur es pobre, y justo al lado hay un continente entero de petróleo, gas y minerales que los países ricos del norte tratan como un parque nacional. Y entonces el Sur vio cómo esos mismos países ricos del norte comenzaron a despedazar Marte por completo, y dijeron: Qué demonios, ¿ustedes pueden destrozar todo un planeta y se supone que nosotros debemos proteger este iceberg próximo y todos esos recursos que necesitamos tan desesperadamente? ¡Olvídenlo! Así que rompieron el Tratado de la Antártida, y ahí los tienes, perforando sin que nadie se haya opuesto. Y ahora también ha desaparecido de la Tierra el último lugar limpio. —Se acercó a ellos y se sentó frente a la pantalla, con la cara metida en una taza humeante de chocolate—. Si quieres, hay más —le dijo a John con rudeza.
Simon le echó una mirada de simpatía y los otros se quedaron observándolos con ojos muy abiertos. No podían creer que estaban presenciando una pelea entre dos de los primeros cien: ¡eso sí que era una broma! John casi se rio, y cuando se levantó para servirse una taza de chocolate, se inclinó impulsivamente y besó a Ann en la cabeza. Ella se puso rígida y él se encaminó a la cocina.
—Todos queremos cosas distintas de Marte —comentó, olvidando que le había dicho lo contrario a Ann—. Pero aquí estamos, y no somos tantos, y éste es nuestro sitio. Hacemos aquí lo que queremos, como dice Arkadi. Ahora bien, a ti no te gusta lo que quieren Sax o Phyllis, y a ellos no les gusta lo que tú quieres, y a Frank no le gusta lo que los otros quieren, y cada año viene más gente que apoya una postura distinta, aunque no sepan nada. De modo que la cosa podría ponerse fea. En realidad, ya ha empezado a ponerse fea, con esos ataques a la maquinaria. ¿Puedes imaginarte eso sucediendo en la Colina?
—El grupo de Hiroko hizo pedazos la Colina Subterránea durante el tiempo que estuvo allí —dijo Ann—. No es raro que se largaran de ese modo.
—Sí, tal vez. Pero no ponían en peligro otras vidas. —Vio de nuevo la imagen del camión cayendo por el pozo, rápido y vivido. Sorbió el chocolate y se quemó la boca—. ¡Maldición! En cualquier caso, siempre que esto me desanima, trato de recordar que es algo natural. Es inevitable que la gente se pelee, pero ahora nos estamos peleando por cosas marcianas. Quiero decir, la gente no se pelea porque es norteamericana, japonesa, rusa o árabe, o por cuestiones de religión, raza, sexo, o lo que sea. Se pelea porque quiere una u otra realidad marciana. Ahora eso es lo único que importa. De modo que ya hemos recorrido la mitad del camino. —Miró a Ann, que no alzaba la vista del suelo, frunciendo el ceño—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Ella lo miró.
—Es la segunda mitad lo que importa.
—De acuerdo, quizá. Das mucho por sentado, aunque así es la gente. Pero has de reconocer que tu postura nos está afectando, Ann. Demonios, Sax y muchos otros hablaban de hacer cualquier cosa para terraformar con tanta rapidez como fuera posible: hacer que un grupo de asteroides impactara directamente contra el planeta, usar bombas de hidrógeno para reactivar volcanes… ¡cualquier cosa! Ahora todos esos planes se han descartado debido a ti y a tus partidarios. La visión sobre cómo terraformar y hasta donde llegar ya no es la misma. Y creo que con el tiempo alcanzaremos un compromiso que nos proteja de la radiación, una biosfera y tal vez aire que podamos respirar, o por lo menos en el que no caigamos muertos de inmediato… y todavía dejar el planeta bastante parecido a como era antes de que viniésemos. —Ante esto Ann levantó los ojos, exasperada, pero él prosiguió con firmeza:
—¡Nadie está hablando de transformarlo en un planeta tropical, aunque pudieran hacerlo! Siempre será frío, y la protuberancia de Tharsis siempre se elevará en el espacio, así que una parte enorme del planeta jamás se tocará. Y eso en parte se deberá a ti.
—Pero ¿quién puede garantizar que no querrán más?
—Tal vez algunos quieran más. Pero yo, por lo menos, intentaré detenerlos. ¡Lo haré! Puede que no esté de tu lado, pero te comprendo. Y cuando uno vuela por encima de las tierras altas como hice hoy, uno no puede evitar amarlas. Quizá algunos traten de cambiar el planeta, pero mientras tanto el planeta los estará cambiando a ellos. Un sentido del lugar, una estética del paisaje… con el tiempo todas esas cosas cambian. Sabes que los primeros que vieron el Gran Cañón pensaron que era feo como mil demonios porque no se parecía a los Alpes. Tardaron mucho tiempo en apreciarlo.
—De todas maneras, anegaron casi todo —dijo Ann sobriamente.
—Sí, sí. Pero ¿quién sabe lo que opinarán nuestros hijos? Será algo basado en lo que conozcan, y éste será el único lugar que conocerán. Así que terraformamos el planeta; pero al mismo tiempo el planeta nos areoforma a nosotros.
—Areoformación —musitó Ann, y una sonrisa leve y excepcional le iluminó la cara. John se ruborizó; no la había visto sonreír de esa manera desde hacía años, y quería a Ann, le encantaba verla sonreír—. Me gusta esa palabra —dijo ella entonces. Lo señaló con un dedo—: ¡No dejaré que lo olvides, John Boone! ¡Recordaré lo que has dicho esta noche!
—Yo también —dijo él.
El resto de la velada fue más relajada. Y al día siguiente Simon lo acompañó a la pista de aterrizaje, hasta el rover que conduciría hacia el norte; y Simon, que normalmente lo habría despedido con una sonrisa y un apretón de manos, o aun con un «me alegro de haberte visto», de pronto le dijo:
—De verdad te agradezco lo que dijiste anoche. Creo que la animó. En especial lo que dijiste sobre los niños. Está embarazada, ¿sabes?
—¿Qué? —John sacudió la cabeza—. No me lo dijo. ¿Eres tú el… el padre?
—Sí. —Simon sonrió.
—¿Cuántos años tiene ella ahora, sesenta?
—Sí. Es forzar un poco las cosas, por decirlo de alguna manera, pero ya se ha hecho antes. Tomaron un óvulo congelado hace quince años, lo fertilizaron y se lo implantaron. Veremos como marcha. Dicen que ahora Hiroko está embarazada todo el tiempo, que no para, como una incubadora.
—Cuentan muchas cosas sobre Hiroko, pero sólo son historias.
—Bueno, pero ésta la oímos de alguien que puede saberlo.
—¿El Coyote? —preguntó John con brusquedad. Simon enarcó las cejas.
—Me sorprende que te haya hablado de él.
John gruñó, oscuramente irritado. No había duda de que la fama lo privaba de un montón de chismes.
—Me alegro de que lo hiciera. Bueno, de todas formas… —Extendió la mano derecha y entrelazaron los dedos en el firme apretón que era un saludo ritual desde los primeros años de la astronáutica—. Felicitaciones. Cuida de ella.
Simon se encogió de hombros.
—Ya conoces a Ann. Hace lo que quiere.
Boone condujo hacia el norte desde Argyre durante tres días, disfrutando del paisaje y la soledad y dedicando unas pocas horas cada tarde a rastrear los movimientos de la gente en los registros planetarios, buscando correlaciones con los incidentes de sabotaje. Temprano en la cuarta mañana llegó a los cañones de Marineris, que se encontraban a unos 1500 kilómetros al norte de Argyre. Se topó con un camino de radiofaros de respuesta que iba en dirección norte-sur y lo siguió hasta una breve pendiente en el borde austral de Melas Chasma; después salió del rover para mirar alrededor.
Nunca había estado en ese sector de los grandes cañones; antes de que terminaran la Autopista Transversal Marineris les costaba mucho llegar hasta allí. Era impresionante, no cabía duda; el acantilado de Melas tenía una caída de unos 3000 metros y desde allí se veía todo el norte como desde un planeador. La otra pared del cañón era apenas visible, el borde asomaba sobre el horizonte; y entre los dos precipicios se extendía el vasto espacio de Melas Chasma, el corazón de todo el complejo Marineris. Sólo alcanzaba a ver los desfiladeros en los acantilados distantes que marcaban la entrada a otros cañones: los Chasma al oeste. Candor al norte, Coprates al este.
John caminó por la cima durante más de una hora, poniéndose las lentes binoculares del casco sobre el visor durante largos períodos, mirando todo lo que podía del mayor cañón de Marte, sintiendo la euforia de la tierra roja. Tiró piedras por el precipicio y observó cómo desaparecían, habló y cantó y saltó sobre las puntas de los pies en una desgarbada danza. Luego regresó al rover, se refrescó y condujo a lo largo del borde hasta el comienzo de la carretera del risco.
Allí la Autopista Transversal se convertía en un único carril de hormigón, y zigzagueaba bajando por el espinazo de una enorme rampa rocosa que se extendía desde el reborde sur hasta el fondo. Este accidente extraño, llamado el Espolón de Ginebra, apuntaba al norte desde el acantilado, en línea recta hacia Candor Chasma; se alzaba en un sitio tan adecuado que con la ruta que tenía encima parecía una rampa construida por los ingenieros de caminos.
Sin embargo, era un espolón escarpado, y el camino bajaba dando vueltas todo el trayecto en una pendiente no demasiado abrupta. Allí curvas serpenteaban sobre el espinazo, como un hilo amarillo que se retorcía sobre una manchada alfombra de color naranja.
Boone descendió con cuidado, doblando a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda, una y otra vez hasta que tuvo que detenerse a descansar los brazos. Miró atrás y arriba la pared sur era ciertamente escarpada, estriada con fracturas de barrancos profundamente erosionados. Después condujo de nuevo otra media hora, hasta que por fin el camino bajó en línea recta por la cresta del espolón cada vez más llano, que al fin se ensanchó y se fundió con el suelo del cañón. Y allí abajo había un pequeño grupo de vehículos.
Era el equipo suizo, que acababa de finalizar la construcción del camino, y Boone terminó pasando la noche con ellos. El grupo de unas ochenta personas, casi todas jóvenes, la mayoría casadas, hablaba en alemán, italiano, francés, y en honor suyo en un inglés con diversos acentos. En el campamento había niños y gatos, y un invernadero portátil atestado de hierbas y verduras de huerto. Pronto se marcharían de allí como gitanos, en una caravana compuesta casi exclusivamente por excavadoras, y viajarían hasta el extremo oeste del cañón para abrir un camino por Noctis Labyrinthus hacia el flanco este de Tharsis. Después habría otros caminos; quizá uno por encima de la Protuberancia de Tharsis entre el Monte Arsia y el Monte Pavonis, quizá uno al norte hacia el Mirador de Echus. Aún no estaban seguros, y Boone tuvo la impresión de que en realidad no les importaba; pensaban pasarse el resto de la vida viajando y construyendo caminos, de modo que el destino siguiente no importaba mucho. Gitanos errantes para siempre.
Se cercioraron de que todos sus hijos estrecharan la mano de John, y después de cenar él dio una breve conferencia, divagando como siempre sobre la nueva vida en Marte.
—Cuando veo a gente como ustedes aquí afuera, me siento feliz, porque son parte de una nueva vida, de una nueva sociedad; todo está cambiando en el plano técnico y en el plano humano. No estoy muy seguro de cómo tendría que ser esa nueva sociedad, a qué tendría que parecerse. Pero pienso que ustedes y todos los grupos pequeños que hay en la superficie están resolviendo empíricamente esos problemas. Y verlos a ustedes me ayuda a pensar.
Lo cual era cierto, aunque no estaba acostumbrado a pensar de pie; de modo que se dejó llevar en un vuelo de asociaciones libres, atrapando al paso cualquier pensamiento fugaz. Y los ojos de ellos brillaron a la luz de las lámparas mientras lo escuchaban.
Más tarde, se sentó con algunos de ellos en un círculo alrededor de una única lámpara encendida, y se quedaron despiertos toda la noche, hablando. Los suizos jóvenes le hicieron preguntas sobre el primer viaje y los primeros años en la Colina Subterránea, temas ambos que obviamente tenían una dimensión mítica para ellos, y él les contó algo parecido a la historia verdadera, y los hizo reír; y les preguntó sobre Suiza, cómo funcionaba, qué pensaban de ella, por qué estaban aquí en vez de allí. Una mujer rubia se rio cuando hizo esa pregunta.
—¿Conoce al Boogen? —dijo, y él negó con la cabeza—. Es parte de nuestras Navidades. Verá, Sami Claus va a todas las casas una por una y tiene un ayudante, el Boogen, que lleva una capa y una capucha y carga un gran saco. Sami Claus le pregunta a los padres cómo se han portado los niños ese año y los padres le muestran el libro mayor, ya sabe, el registro. Y si los niños han sido buenos, Sami Claus les da regalos. Pero si los padres dicen que los niños han sido malos, el Boogen los mete en el saco y se los lleva, y jamás se los vuelve a ver.
—¿Qué? —exclamó John.
—Eso es lo que te cuentan. Ésa es Suiza. Y por ese mismo motivo estoy en Marte.
—¿El Boogen la trajo hasta aquí?
Se rieron, también la mujer.
—Sí. Yo siempre era mala. —Habló más seriamente—. Pero aquí no tendremos ningún Boogen.
Le preguntaron qué pensaba del debate entre los rojos y los verdes, y él se encogió de hombros y resumió lo que pudo de las posturas de Ann y de Sax.
—No creo que ninguno tenga razón —comentó uno de ellos. Se llamaba Jürgen y era uno de los líderes, un ingeniero que parecía una especie de cruce entre un burgomaestre y un rey gitano, pelo oscuro, rostro anguloso y serio—. Los dos bandos dicen que están a favor de la naturaleza. Tienen que decirlo. Los rojos afirman que el Marte que ya está aquí es la naturaleza. Pero no es la naturaleza, porque está muerto. Sólo es roca. Los verdes dicen que traerán la naturaleza a Marte con la terraformación. Pero eso tampoco es naturaleza, sólo es cultura. Ya sabe, un jardín. Una obra de arte. De modo que ninguno de los dos tiene lo que quiere. No hay naturaleza en Marte.
—¡Interesante! —exclamó John—. Tendré que contárselo a Ann y ver qué dice. Pero… —Reflexionó en lo que acababa de escuchar—. Entonces, ¿cómo llaman a esto? ¿Cómo llaman a lo que hacen?
Jürgen se encogió de hombros y sonrió.
—No le damos ningún nombre. Simplemente es Marte.
Quizá eso era ser suizo, pensó John. En sus viajes se los había estado encontrando cada vez más, y todos parecían ser así. Haz las cosas y no te preocupes demasiado por la teoría. Haz cualquier cosa que parezca correcta.
Más tarde aún, después de haber bebido algunas botellas más de vino, les preguntó si habían oído hablar del Coyote. Se rieron y uno dijo:
—Es el que vino antes que usted, ¿verdad?
John se quedó mirándolos y los otros volvieron a reírse.
—Es sólo una historia —explicó uno—. Como los canales, o el Gran Hombre. O Sami Claus.
Marchando hacia el norte al día siguiente a través de Melas Chasma, John deseó (como había deseado antes) que todo el mundo en el planeta fuera suizo, o por lo menos como los suizos. O más como los suizos en ciertos aspectos, en cualquier caso. El amor a la patria parecía manifestarse en ellos mediante una cierta clase de vida: racional, justa, próspera, científica. Por esa vida trabajarían en cualquier parte, porque para ellos lo que importaba era la vida, no una bandera o un credo o un conjunto de palabras, ni siquiera ese pedazo de tierra rocosa de la que eran propietarios en la Tierra. Ese equipo suizo de construcción de caminos era ya marciano; había traído consigo la vida y había dejado atrás el equipaje.
Suspiró y almorzó mientras el rover pasaba junto a los radiofaros y enfilaba hacia el norte. No era tan simple, por supuesto. Los constructores de caminos eran suizos viajeros, el tipo de suizo que pasa la mayor parte del tiempo fuera de Suiza. Había muchos de ésos; se los escogía porque eran diferentes. Los suizos que se quedaban en casa defendían con pasión su condición de suizos; aún estaban armados hasta los dientes, dispuestos a ser banqueros de cualquiera que les trajera dinero en efectivo, aún no pertenecían a la UN. Aunque esto, dado el poder que tenía hoy la UNOMA, los hacía aún más interesantes para John, le parecían un modelo. Esa capacidad de ser parte del mundo al tiempo que se apartaban de él, de usarlo pero mantenerlo a distancia, de ser pequeños pero eficaces, de estar bien armados pero sin entrar jamás en una guerra… ¿no era eso una manera de definir lo que él deseaba de Marte? Le pareció que ahí había algunas lecciones que aprender, en beneficio de cualquier hipotético estado marciano.
Pasaba una buena parte del día sólo pensando en ese estado hipotético; era una especie de obsesión y le molestaba no pensar más que vaguedades. Pensó detenidamente en Suiza y en estudiar la cuestión paso a paso:
—Pauline, recupera por favor el artículo de enciclopedia sobre el gobierno suizo.
El rover fue pasando radiofaro tras radiofaro mientras leía el artículo en la pantalla. Le decepcionó descubrir que no había nada obviamente específico en el sistema de gobierno suizo. El poder ejecutivo residía en un consejo de siete, elegido por la asamblea. No había un presidente carismático, lo que a una parte de Boone no le hizo mucha gracia. Aparte de elegir al consejo federal, la asamblea no parecía hacer gran cosa; estaba atrapado entre el poder del consejo ejecutivo y el poder del pueblo, que se ejercitaba en referendums e iniciativas directas, una idea que, de todos los sitios posibles, habían sacado de la California del S XIX. Y luego estaba el sistema federal; se suponía que los cantones, en toda su diversidad, eran muy independientes, lo que también debilitaba a la asamblea. Pero el poder cantonal se había estado desgastando durante generaciones, mientras el gobierno federal se reforzaba. ¿Cuál era el resultado?
—Pauline, por favor recupera mi archivo de la constitución. —Añadió unas pocas líneas al archivo que había abierto hacia poco: Consejo federal, iniciativas directas, asamblea débil, intendencia local, en particular en cuestiones culturales. En cualquier caso, tendría que volver a pensarlo. Más datos que añadir a todo un hervidero de ideas.
Siguió conduciendo. Recordó la calma de los constructores de caminos, una extraña mezcla de misticismo e ingeniería. La cálida hospitalidad, algo que Boone no solía dar por sentado, no era frecuente. En los asentamientos árabes e israelíes, por ejemplo, lo recibía con mucha frialdad, quizá porque se lo tenía por ateo, quizá porque Frank había estado contando historias. Lo había sorprendido descubrir una caravana árabe cuyos miembros creían que Boone había prohibido la construcción de una mezquita en Fobos, y se limitaron a mirarlo fijamente cuando dijo que nunca había oído hablar de ese proyecto. Tenía le certeza de que era obra de Frank; por Janet y otros se había enterado de que Frank se dedicaba a denigrarlo. Sí, había grupos que lo recibían con frialdad: los árabes, los israelíes, los equipos del reactor, algunos de los ejecutivos de las transnacionales… grupos con bien definidos y provincianos programas propios, gente que se oponía a una perspectiva más amplia. Por desgracia, eran muchos.
Salió de su ensoñación y miró alrededor, y lo sorprendió descubrir que el centro de Alelas era idéntico a algún lugar de las llanuras del norte. En ese punto el gran cañón tenía 200 kilómetros de ancho, y la curvatura del planeta era tan pronunciada que las paredes norte y sur del cañón, sus tres kilómetros verticales, se perdían por completo bajo los horizontes. Pero a la mañana siguiente el horizonte norte se duplicó y luego se dividió en el sucio del cañón y la gran pared norte, cortada en dos por la quebrada de un cañón que iba de norte a sur y conectaba Alelas y Candor. Entró en la ancha abertura y unas paredes gigantescas lo flanquearon a ambos lados, bloques fracturados por infinidad de barrancos y crestas. Al pie de las paredes yacían los restos de antiguos desprendimientos o las agrietadas terrazas de unas playas fósiles.
En ese desfiladero el camino suizo era una línea de radiofaros verdes, que serpenteaba entre mesas y cauces, de modo que daba la impresión de que el Valle de la Muerte había sido recolocado en el fondo de un cañón dos veces más profundo y cinco veces más ancho que el Gran Cañón. El panorama era demasiado asombroso para que John fuera capaz de concentrarse en algo más, y por primera vez en todo el viaje condujo el día entero con Pauline desconectada.
Al norte del desfiladero transversal entró en la enorme depresión de Candor Chasma, y fue como sí se encontrase ante una réplica gigantesca del Desierto Pintado, con grandes estratos de sedimentos por doquier, franjas de sedimentos color púrpura y amarillo, dunas anaranjadas, bloques erráticos rojos, arenas rosadas, barrancos índigos: en verdad un paisaje fantástico, extravagante, engañoso, pues la profusión de colores hacía difícil saber qué eran esas formas, y qué tamaño tenían y a qué distancia se encontraban. Gigantescos altiplanos que parecían bloquear el camino no eran más que estratos que se curvaban en un acantilado lejano; rocas pequeñas junto a los radiofaros eran mesas enormes a medio día de marcha de distancia. Y a la luz del crepúsculo brillaban todos los colores, todo el espectro marciano centelleaba como si el color brotase de las rocas mismas, desde el amarillo pálido hasta el púrpura amoratado. ¡Candor Chasma! Algún día tendría que volver y explorarlo a fondo.
El día después, subió por la pendiente del camino norte de Ophir, que el equipo suizo había terminado el año anterior. Arriba y arriba y arriba, y luego, sin ver jamás el borde de un cráter, se encontró fuera de los cañones, marchando más allá de los agujeros abovedados de Ganges Caleña, y después por la vieja y conocida llanura. La ruta se alargaba sobre el estrecho horizonte más allá de Chernobil y la Colina Subterránea; luego durante otro día viajó hacia el oeste hasta el Mirador de Echus, el nuevo cuartel general de terraformación de Sax. El viaje le había llevado una semana, y había recorrido 2500 kilómetros.
Sax Russell había regresado de Acheron. Ahora era una autoridad indiscutible, ya que había sido nombrado por la UNOMA una década atrás jefe científico del esfuerzo de terraformación. Y, por supuesto, esa década de poder lo había afectado. Había pedido ayuda a las transnacionales y a la UN para construir toda una ciudad para el equipo de terraformación, y había ubicado esta ciudad a unos quinientos kilómetros al oeste de la Colina Subterránea, al borde de los riscos orientales de Echus Chasma. Echus era uno de los cañones más estrechos y profundos del planeta, y la pared oriental era aún más alta que la de Metas sur; la sección que habían elegido para construir la ciudad era un acantilado vertical de basalto de cuatro mil metros de altura.
En la cumbre del acantilado había muy pocas señales de la nueva ciudad; la tierra detrás del borde estaba casi intacta, sólo algún nido de cemento aquí y allá, y al norte el penacho de humo de una central Rickover. Pero cuando John dejó el vehículo y entró en una casamata y se metió en uno de los grandes ascensores, la extensión de la ciudad empezó a hacerse evidente; los ascensores bajaban cincuenta plantas. Y cuando descendió, salió y encontró otros ascensores, que lo llevarían aun más abajo, hasta el suelo mismo de Echus Chasma. Suponiendo que cada planta tuviera diez metros, eso significaba que en el acantilado había espacio para cuatrocientas. En realidad mucho de ese espacio aún no se había utilizado, y la mayoría de los cuartos se agrupaban en las veinte plantas más altas. Las oficinas de Sax, por ejemplo, estaban cerca de la cima.
La sala de reuniones era una cámara grande y abierta, con una ventana que iba desde el suelo hasta el techo en la pared occidental Cuando John entró en la sala en busca de Sax, aún era media mañana y la ventana era casi transparente; abajo, lejos, muy lejos, se extendía el suelo de la sima, todavía medio en sombras, y allí fuera, bajo la luz del sol, se erguía la pared occidental mucho más baja de Echus, y detrás la gran pendiente de la Protuberancia de Tharsis, que se elevaba más y más alta hacia el sur. A media distancia asomaba la loma de Tharsis Tholus y a la izquierda, por encima del horizonte, se extendía el cono purpúreo y chato del Monte Ascraeus, el más septentrional de los grandes volcanes.
Pero Sax no se encontraba en la sala de reuniones, y sabía que jamás se acercaba a esa ventana. Estaba en la habitación contigua, un laboratorio, más rata de laboratorio que nunca, con los hombros encorvados, las patillas crispadas, mirando el suelo alrededor, hablando con una voz que sonaba como la de una IA. Guió a John por toda una serie de laboratorios, inclinándose para escudriñar las pantallas o los gráficos que iban saliendo, hablando con John por encima del hombro, distraídamente. Los cuartos por los que pasaron estaban atestados de computadoras, impresoras, pantallas, libros, rollos y pilas de papel, discos, especificaciones de masas y códigos, incubadoras, campanas de vapor, largas mesas de laboratorio repletas de aparatos largos, bibliotecas enteras; y en la precaria superficie había macetas con plantas, la mayoría bultos irreconocibles, plantas carnosas con caparazón y cosas parecidas, de modo que a primera vista parecía que un moho virulento había brotado y lo había cubierto todo.
—Tus laboratorios se están volviendo desordenados —le dijo John.
—El planeta es el laboratorio —replicó Sax.
John rio, apartó un cactus surártico de color amarillo brillante, y se sentó. Se decía que Sax ya no dejaba nunca esas cámaras.
—¿Qué estás cociendo hoy?
—Atmósferas.
Desde luego. Un problema difícil. Todo el calor que estaban liberando o aplicándole al planeta había espesado la atmósfera. Pero en cambio todas las estrategias de fijación del CO2, la estaban diluyendo; y a medida que la composición química iba variando lentamente hacía algo menos venenoso, la atmósfera perdía calor y el proceso se volvía más lento. La reacción negativa respondía a la reacción positiva, por todas partes. Hacer malabarismos con todos esos factores e introducirlos en un programa de extrapolación eficaz era algo que nadie había conseguido hasta entonces, al menos de acuerdo con los criterios de Sax, de manera que había recurrido a la solución de costumbre: intentarlo él mismo.
Recorrió los estrechos pasillos entre el equipo, apartando las sillas.
—Lo que pasa es que hay demasiado dióxido de carbono. En los viejos días los modeladores lo barrían debajo de la alfombra. Me parece que los robots tendrían que alimentar factorías Sabatier en el casquete polar sur. Lo que procesemos no se sublimará, y así podríamos liberar el oxígeno y fabricar ladrillos de carbono. Habrá bloques de carbono de sobra. Pirámides negras que acompañen a las blancas.
—Precioso.
—Mmm.
Las Cray y las dos nuevas Schiller zumbaban detrás de él, proporcionando a su monótona exposición un fondo de bajo. Esas computadoras pasaban todo el tiempo elaborando conjuntos de condiciones, uno tras otro, dijo Sax; pero los resultados, nunca los mismos, rara vez eran promisorios. El aire seguiría siendo frío y venenoso durante mucho tiempo.
Sax bajó por el pasillo, y John lo siguió hacia lo que parecía otro laboratorio, aunque había una cama y una refrigeradora en un rincón. Los libros se amontonaban en desorden y cubiertos de macetas con plantas, extraña vegetación del pleistoceno que parecía tan mortífera como el aire exterior. John se sentó en la única silla vacía. Sax se levantó y se agachó para mirar unas plantas mientras John le hablaba del encuentro con Ann.
—¿Piensas que está involucrada? —preguntó Sax.
—Pienso que quizá sepa quién está detrás. Mencionó a alguien llamado el Coyote.
—Ah, sí. —Sax miró brevemente a John… le miró los pies, para ser precisos—. Nos está desviando a un personaje legendario. ¿Sabes?, se supone que estuvo en el Ares con nosotros. Hiroko lo escondió.
John estaba tan sorprendido que tardó en entender lo que había dicho Sax. Y entonces lo recordó. Una noche Maya le había contado que había visto una cara, la cara de un extraño. El viaje a Marte había sido duro para Maya, y él había descartado la historia. Pero ahora… Sax iba de un lado a otro encendiendo luces, escudriñando pantallas, musitando cosas sobre medidas de seguridad. Abrió brevemente la puerta de la refrigeradora y John vislumbró más plantas erizadas; o conservaba allí los experimentos, o bien su comida padecía una virulenta erupción de moho.
—Puedes comprender por qué atacaron sobre todo los agujeros entre la corteza y el manto —dijo John—. Son sin duda el proyecto más accesible.
Sax ladeó la cabeza.
—¿Lo son?
—Piénsalo un rato. Tus pequeños molinos de viento están por todas partes, no hay nada que hacer.
—Hemos sabido que están eliminándolos.
—¿Cuántos… una docena? ¿Y cuántos hay ahí afuera… cien mil? Son chatarra, Sax. Basura. Tu peor idea.
Y en verdad casi fatal para las cubetas de algas que Sax había ocultado en algunos. Todas esas algas habían muerto al parecer… pero de no haber sido así, y si hubieran podido probar que era Sax quien las había diseminado, habría perdido el puesto. Otra indicación más de que la lógica de Sax era pura fachada.
En ese momento fruncía la nariz.
—Añaden un teravatio al año.
—Y destrozar unos pocos no cambiará eso. En cuanto a las otras operaciones físicas, no es posible eliminar las algas negras que han invadido el casquete polar boreal. Los espejos del amanecer y del crepúsculo están en órbita, y no es fácil derribarlos.
—Alguien lo consiguió con Pitágoras.
—Cierto, pero sabemos quién fue y hay un equipo de seguridad que la tiene vigilada.
—Quizá ella se mantenga apartada un tiempo. Quizá puedan permitirse prescindir de una persona por cada acto de sabotaje, no me sorprendería.
—Sí, pero unos pocos cambios en el control del personal haría imposible que trajeran a bordo herramientas de contrabando.
—Podrían usar las que ya tienen. —Sax sacudió la cabeza—. Los espejos son vulnerables.
—De acuerdo. En cualquier caso, más que algunos proyectos.
—Esos espejos añaden treinta calorías por centímetro cuadrado —dijo Sax—. Y cada vez más.
Ahora casi todas las naves de carga de la Tierra navegaban con paneles solares, y cuando llegaban al sistema marciano se conectaban al gran grupo de las que habían arribado antes, estacionadas todas en órbita areosincrónica, programadas para que giraran reflejando la luz sobre los terminadores, y añadieran un poco de energía a las horas del amanecer y el atardecer. Toda la operación había sido coordinada por la oficina de Sax.
—Aumentaremos la seguridad en los equipos de mantenimiento —dijo John.
—Bien. Mayor seguridad en los espejos y en los agujeros entre la corteza y el manto.
—Sí. Pero eso no es todo. Sax arrugó la nariz.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, el problema es que no sólo los proyectos de terraformación son blancos potenciales. Quiero decir que los reactores nucleares proporcionan un montón de energía y están bombeando calor como hornos que son. Si destruyeran uno solo, provocarían lluvias radiactivas de todo tipo, más políticas incluso que físicas. —Las arrugas verticales entre los ojos de Sax le llegaron casi hasta la línea de nacimiento del pelo. John mostró las palmas de las manos—. No es mi culpa. Así son las cosas.
—IA, toma nota —dijo Sax—. Inspeccionar la seguridad de los reactores.
—Nota tomada —dijo una de las Schiller, con una voz que parecía la de Sax.
—Y eso no es lo peor —añadió John. La expresión de Sax se crispó y miró con furia al suelo—. Los laboratorios de bioingeniería. —La boca de Sax se convirtió en una línea delgada—. Se están creando organismos nuevos cada día —continuó John—, y podría aparecer algo que matara todo en el planeta.
Sax parpadeó.
—Esperemos que nadie de ese grupo piense como tú.
—Sólo estoy intentando pensar como ellos.
—IA, toma nota. Seguridad del biolaboratorio.
—Por supuesto, Vlad y Úrsula y su grupo han introducido genes suicidas en todo lo que han creado —dijo John—. Pero sólo para frenar el exceso de éxito o las mutaciones accidentales. Si alguien consiguiera burlarlos y fraguara algo que se alimentara con el exceso de éxito, tendríamos problemas.
—Me doy cuenta.
—Bien. Los laboratorios, los reactores, los agujeros de transición, los espejos. Podría ser peor.
Sax alzó la vista al techo, impaciente.
—Me alegra que pienses así. Hablaré con Helmut. En cualquier caso, tengo que verlo pronto. Parece que van a aprobar el ascensor de Phyllis en la próxima sesión de la UNOMA. Eso recortará los costes de la terraformación.
—Lo hará con el tiempo, pero la inversión inicial tiene que ser enorme.
Sax se encogió de hombros.
—Arrastra un asteroide Amor a órbita, instala una factoría robot, deja que se ponga a trabajar. No es tan caro como podría pensarse.
John también miró al techo.
—Sax, pero ¿quién lo paga?
Sax ladeó la cabeza y parpadeó.
—El sol.
John se levantó: de pronto tenía hambre.
—Entonces el sol es el que manda. Recuérdalo.
Mangalavid emitía seis horas de vídeo aficionado local cada noche, un extraño paquete que John veía siempre que podía. De modo que después de prepararse en la cocina una gran ensalada verde, se encaminó a la sala del ventanal en la planta de los dormitorios y vio el programa mientras cenaba, mirando de vez en cuando la roja puesta de sol sobre Ascraeus. Los primeros diez minutos de la emisión de aquella noche habían sido grabar la ingeniera de una planta de procesamiento de basura en Chasma Borealis. Su voz en off era entusiasta pero cansadora:
«Lo bueno es que podemos contaminar todo lo que queramos con ciertos materiales, oxígeno, ozono, nitrógeno, argón, vapor… lo que implica un margen del que no disponíamos allá en casa. Trituramos lo que nos dan hasta que podemos soltarlo». Allá en casa, se dijo John. Una recién llegada. Después de la ingeniera hubo un intento de combate de karate, hilarante y hermoso al mismo tiempo; y luego veinte minutos de unos rusos representando Hamlet enfundados en trajes presurizados en el fondo del agujero de Tyrrhena Patera; la producción le pareció a John delirante hasta que Hamlet ve a Claudio arrodillado, momento en que la cámara se volvió hacia arriba y mostró el agujero como las paredes de una catedral; se elevaban por encima de Claudio hacia un rayo de luz del sol infinitamente distante, como el perdón que jamás recibiría.
John apagó el televisor, tomó el ascensor y bajó hasta el dormitorio. Se metió en cama y se relajó. Karate como ballet. Los recién llegados seguían siendo ingenieros, trabajadores de la construcción, científicos de todas las disciplinas. Pero no parecían tan dedicados a un solo objetivo como los primeros cien, y probablemente eso era bueno. Gente resuelta y amplia de miras, práctica, empírica, racional; uno podía esperar que el proceso de selección en la Tierra dejara de lado a los fanáticos y enviara gente con sensibilidad de suizo viajero, práctica pero abierta a nuevas posibilidades, capaz de nuevas lealtades y creencias. O eso esperaba. Ya sabía que esto era bastante ingenuo. Sólo había que mirar a los primeros cien para darse cuenta de que los científicos podían ser tan fanáticos como cualquiera, quizá todavía más; tal vez habían tenido una educación de miras estrechas. La desaparición del equipo de Hiroko… Ahí afuera, en alguna parte del yermo rocoso, bastardos afortunados… Se quedó dormido.
Trabajó en el Mirador de Echus unos días más y luego recibió una llamada de Helmut Bronski desde Burroughs, que quería hablarle de los recién llegados. John decidió tomar el tren a Burroughs y ver a Helmut.
La noche anterior había visitado a Sax en el laboratorio. Cuando entraba, Sax dijo con su voz monótona:
—Hemos encontrado un asteroide Amor compuesto en un noventa por ciento de hielo: la órbita lo acercará a Marte dentro de tres años. Justo lo que estaba buscando. —El plan era colocar un conductor de masa robotizado en un asteroide de hielo y empujarlo a una órbita de aerofrenado alrededor de Marte, consumiéndolo de ese modo en la atmósfera. Esto satisfaría los protocolos de la UNOMA, que prohibían el tipo de destrucción en masa de un impacto directo, y sin embargo añadiría a la atmósfera grandes cantidades de agua, hidrógeno y oxígeno, exactamente los gases que más necesitaban—. Eso podría elevar la presión atmosférica en unos cincuenta milibares.
—¡Bromeas! —La media anterior a la llegada había sido, decían, de entre siete y diez milibares (la media de la Tierra al nivel del mar es de 1013), y hasta ahora sólo habían elevado la media a unos cincuenta milibares—. ¿Una bola de hielo va a duplicar la presión atmosférica?
—Eso es lo que indican las simulaciones. Por supuesto, con un nivel inicial tan bajo, duplicarla no es tan impresionante.
—Sin embargo, parece estupendo, Sax. Y será muy difícil sabotearlo.
Pero Sax no quería que le recordaran eso. Frunció levemente el ceño y se escurrió fuera.
John se rio de los miedos de Sax y fue hacia la salida. De pronto se detuvo pensativo y miró pasillo arriba y abajo. Vacío. Y no había monitores de vídeo en las oficinas de Sax. Volvió a entrar, riéndose de sus propios pasos furtivos, y observó el caos de papel que había sobre el escritorio de Sax. ¿Por dónde empezar? Podía suponerse que la IA fuera la depositaria de cualquier cosa interesante, pero era probable que sólo respondiese a la voz de Sax y seguro que registraría cualquier otra petición. Abrió sigilosamente un cajón del escritorio. Vacío. Todos los cajones estaban vacíos; casi se rio en voz alta, pero se contuvo. Había una pila de correspondencia en un banco de laboratorio y la examinó. La mayoría eran notas de los biólogos de Acheron. Debajo de la pila había una única hoja sin firma, sin remitente o código de origen. La impresora de Sax la había escupido sin ninguna identificación que John pudiera ver. El mensaje era breve:
Después de un minuto con la vista clavada en la hoja, John alzó bruscamente la cabeza y miró alrededor. Todavía estaba solo. Observó de nuevo la nota, la dejó donde la había encontrado y en silencio salió de las oficinas de Sax, de vuelta a las habitaciones de los huéspedes.
—Sax —dijo con admiración—, ¡tramposo congreso de ratas!
El tren a Burroughs, treinta vagones estrechos de carga y dos de pasajeros en la parte delantera, circulaba sobre una pista magnética superconductora tan veloz y suavemente que era difícil creer en la realidad del paisaje; después de los interminables y laboriosos viajes de John en rover por la superficie, era casi aterrador. No podían hacer otra cosa que inundar los centros de placer del viejo cerebro con omegendorfos y relajarse y disfrutarlo, contemplando en el exterior lo que parecía ser una especie de vuelo supersónico sobre las evoluciones del terreno.
La pista corría casi paralela a los diez grados de latitud norte; el plan era que, con el tiempo, circundara el planeta, pero hasta ahora sólo habían terminado el cuadrante entre Echus y Burroughs. Burroughs se había convertido en la ciudad más grande del hemisferio; el asentamiento original lo había construido un consorcio radicado en Norteamérica que utilizó un diseño de la Comunidad Europea ideado en Francia, y estaba enclavado en el extremo superior de Isidis Planitia, que de hecho era una enorme depresión donde las llanuras del norte abrían una muesca profunda en las tierras altas del sur. Las paredes y la cabeza de la depresión contrarrestaban la curvatura del planeta de tal modo que el paisaje alrededor de la ciudad tenía algo de terrario, y mientras el tren surcaba la gran depresión, Boone pudo ver el horizonte, a través de llanuras oscuras salpicadas de mesas, a unos sesenta kilómetros de distancia.
Los edificios de Burroughs eran casi todos moradas en los riscos, abiertos en las paredes de cinco mesas bajas, agrupadas en una elevación en el recodo de un antiguo canal curvo. Grandes secciones de las paredes verticales habían sido cubiertas con rectángulos de cristal, como si hubieran empotrado en las colinas rascacielos postmodernos tumbados de costado. Era una visión sorprendente, y mucho más impresionante que la Colina Subterránea o incluso el Mirador de Echus. No, las mesas de paredes de cristal de Burroughs, elevándose sobre un canal que parecía suplicar agua, con vistas a las lejanas colinas… estos rasgos combinados daban a la nueva ciudad la creciente fama de ser la más hermosa de Marte.
La estación de tren occidental se encontraba en el interior de una de las mesas excavadas, una sala de paredes de cristal de sesenta metros de altura. John entró y se abrió paso entre la multitud, con la cabeza echada hacia atrás como un palurdo en Manhattan. El personal de los trenes iba vestido con monos azules, los equipos de prospección con trajes verdes, los burócratas de la UNOMA con trajes clásicos, los trabajadores de la construcción con monos de faena de colores irisados, como ropa deportiva. El cuartel general de la UNOMA se había establecido en Burroughs tres años atrás, provocando la aparición de muchos nuevos edificios; no era fácil distinguir si en la estación había más burócratas de la UNOMA o trabajadores de la construcción.
En el extremo más alejado de la gran sala, John localizó el morro de un tren subterráneo, y subió a un pequeño convoy que llevaba al cuartel general de la UNOMA. En el vagón estrechó las manos de unos pocos que lo reconocieron y se le acercaron, sintiéndose raro otra vez, como en aquellos años de vitrina. Estaba de nuevo entre extraños. En una ciudad. Aquella noche cenó con Helmut Bronski. Se habían visto otras veces, y John estaba impresionado: un millonario alemán que se había metido en política; alto, rollizo, rubio y de cara rubicunda, acicalado de manera impecable, vestido con un caro traje gris. Era ministro de Finanzas de la CE cuando ocupó el cargo en la UNOMA. En ese momento le contaba a John las últimas noticias, en un inglés británico muy educado, comiendo con rapidez rosbif y patatas entre andanadas de frases, sosteniendo los cubiertos con el concienzudo estilo alemán.
—Vamos a adjudicarle un contrato de prospección en Elysium al consorcio transnacional Armscor. Traerán su propio equipo.
—Pero Helmut —le dijo John—, ¿eso no violará el tratado de Marte?
Helmut hizo un amplio ademán con la mano que sostenía el tenedor; ellos eran hombres de mundo, parecía decir, entendían ese tipo de cosas.
—El tratado está anticuado, resulta obvio para cualquiera que deba tenerlo en cuenta. Pero su revisión está programada para dentro de diez años. Mientras tanto, tenemos que tratar de anticipar ciertos aspectos de esa revisión. Ése es el motivo por el que ahora otorgamos concesiones. No hay motivo racional para el retraso, y si lo intentáramos habría problemas en la Asamblea General.
—¡Pero a la Asamblea General no le entusiasmará que hayas adjudicado la primera concesión a un sudafricano fabricante de armas!
Helmut se encogió de hombros.
—Armscor tiene muy poca relación con sus orígenes. Sólo es un nombre. Cuando Sudáfrica se convirtió en Azania, la compañía trasladó sus oficinas centrales a Australia, y luego a Singapur. Y ahora, por supuesto, se ha convertido en mucho más que una empresa aeroespacial. Es una verdadera transnacional, uno de los nuevos tigres, con bancos propios, que controla los intereses de unas cincuenta de las viejas quinientas fortunas.
—¿Cincuenta? —preguntó John.
—Sí. Y Armscor es una de las transnacionales más pequeñas, y por eso la escogimos. No obstante, aún tiene un poder económico mayor que cualquier país, salvo los veinte más grandes. Verás, a medida que las viejas multinacionales se transforman en transnacionales, acumulan mucho poder e influyen en la Asamblea General. Cuando les otorgamos una concesión, unos veinte o treinta países se benefician, y consiguen su oportunidad en Marte. Y para el resto de los países, eso sirve como precedente. Y así se reduce la presión sobre nosotros.
—Hmm, hmm. —John reflexionó—. Dime, ¿quién negoció este acuerdo?
—Bueno, ya sabes, varios de nosotros.
John apretó los labios y apartó la vista. De pronto comprendió que estaba hablando con un hombre que aunque era un funcionario, se consideraba a sí mismo mucho más importante en el planeta que John Boone. Afable, con la cara bien rasurada (¿y quién le cortaba el pelo?), Bronski se reclinó en el asiento y pidió unas copas para la sobremesa. La ayudante, camarera durante la cena, se apresuró a complacerlo.
—Creo que nunca antes me habían servido en Marte —observó John—. Helmut mantuvo su mirada con calma, pero el color rubicundo se le había acentuado. John casi sonrió. El comisionado de la UNOMA quería parecer amenazador, representante de poderes tan sofisticados que la pequeña mentalidad de estación meteorológica de John nunca podría comprender. Pero John había descubierto en el pasado que unos pocos minutos en el papel de Primer Hombre en Marte bastaban por lo habitual para aplastar ese tipo de actitud; así que rio y bebió y contó historias y aludió a secretos de los que sólo los primeros cien tenían conocimiento; y le dejó claro a la ayudante-camarera que quien estaba al mando en la mesa era él —comportándose en general de un modo despreocupado, astuto, arrogante—, y cuando hubieron acabado con el sorbete y el brandy, ya el mismo Bronski se mostraba estentóreo y fanfarrón, evidentemente nervioso y a la defensiva. Funcionarios. John tuvo que reírse.
Pero se preguntaba cuál sería en verdad el objetivo último de aquella reunión, que aún no acababa de entender. Quizá Bronski había querido ver en persona cómo las noticias de la nueva concesión afectarían a uno de los primeros cien… ¿tal vez para calibrar la reacción de los demás? Eso sería estúpido, pues para obtener una buena medida sobre los primeros cien haría falta recoger por lo menos la opinión de ochenta de ellos; pero eso no significaba que no fuera verdad. John estaba acostumbrado a ser tomado como un representante, como un símbolo. De nuevo el mascarón de proa. Definitivamente una pérdida de tiempo.
Se preguntó si podría sacar algo de valor de la velada, y mientras caminaban de regreso a la suite de invitados preguntó:
—¿Has oído hablar del Coyote?
—¿Un animal?
John sonrió y dejó el tema. Ya en su cuarto se echó en la cama, con Mangalavid en el televisor, y reflexionó. Mientras se cepillaba los dientes antes de irse a dormir, miró a los ojos a su imagen en el espejo y frunció el ceño. Agitó el cepillo de dientes imitando el ademán efusivo:
—Bueno, zon negozioz —dijo en una injusta parodia del ligero acento de Helmut—. ¡Ya zabe! ¡Zólo negozioz!
A la mañana siguiente disponía de unas pocas horas antes de la primera reunión, y pasó el tiempo con Pauline, examinando lo que pudo encontrar sobre los movimientos de Helmut Bronski en los últimos seis meses. ¿Podía Pauline introducirse en la valija diplomática de la UNOMA?
¿Había estado Helmut alguna vez en Senzeni Na o en cualquiera de los otros emplazamientos saboteados? Mientras Pauline introducía los algoritmos de búsqueda, John tragó un omegendorfo para quitarse la resaca y pensó en lo que habría detrás de esa súbita idea de inspeccionar los registros de Helmut. En aquellos días la UNOMA era la autoridad última en Marte, por lo menos según la letra de la ley. En la práctica, como la noche anterior había dejado claro, era tan inoperante como la UN ante los ejércitos nacionales y el dinero transnacional. A menos que éstos la obedecieran, era impotente; no intentaba oponerse y probablemente jamás lo intentaría, ya que era para ellos un mero instrumento. Entonces, ¿qué querían los gobiernos nacionales y las juntas directivas transnacionales? Si había suficientes sabotajes, ¿traerían más agentes de seguridad? ¿Incrementarían las medidas de control?
La cuestión era desagradable. Al parecer, hasta ahora y como único resultado de la investigación, la lista de sospechosos se había triplicado. Pauline dijo: «Lo siento, John», y la información apareció en pantalla. Había averiguado que la valija diplomática estaba codificada con una clave inviolable. Por otro lado, los movimientos de Helmut no eran un secreto. Había estado en Pitágoras, la estación del espejo que había sido arrancada de su órbita, diez semanas atrás. Y en Senzeni Na dos semanas antes que John. Y, sin embargo, nadie en Senzeni Na había mencionado su visita.
No hacía mucho, había regresado del complejo minero que estaba levantándose en un lugar llamado Punto Bradbury. Dos días después John fue a visitarlo.
Punto Bradbury se alzaba a unos ochocientos kilómetros al norte de Burroughs, en la prolongación más oriental de Nilosyrtis Mensae. Las mensae eran una serie de largas mesas, como islas de las tierras altas del sur que sobresalían en los llanos del norte. Hacía poco se había descubierto que las mesas-islas de Nilosyrtis eran una rica región metalogénica, con depósitos de cobre, plata, zinc, oro, platino y otros metales. Concentraciones minerales de este tipo habían sido descubiertas también en el llamado Gran Acantilado, donde las tierras altas del sur descendían a las tierras bajas del norte. Algunos areólogos llegaban al extremo de llamar provincia metalogénica a toda la región de acantilados que marcaba el planeta como las costuras de una pelota de béisbol. Ése era otro factor extraño que añadir al gran misterio del norte-sur, factor que en la práctica estaba recibiendo una atención desmedida. Científicos que trabajaban para la UNOMA excavaban y al mismo tiempo llevaban a cabo estudios areológicos, y como John averiguó mientras comprobaba los registros de empleo de las nuevas llegadas, éstos incluían las transnacionales: todos buscaban pistas que ayudaran a localizar más depósitos. Pero aun en la Tierra la geología de la formación mineral no se entendía muy bien; la prospección aún dependía en gran medida del azar, y en Marte era todavía más misteriosa. Los recientes hallazgos en el Gran Acantilado habían sido fortuitos en su mayor parte, pero ahora el sitio estaba convirtiéndose en un verdadero centro de prospección.
El descubrimiento de Punto Bradbury había acelerado esta cacería. Punto Bradbury parecía tan grande como los más extensos complejos terranos, quizá equivalente al complejo estepario de Azania. La fiebre del oro había invadido Nilosyrtis. Y Helmut Bronski visitó el complejo.
Que resultó ser pequeño y utilitario, un mero principio: una Rickover y algunas refinerías junto a una mesa vaciada y rellenada con un habitat. Las minas estaban diseminadas por las tierras bajas entre las mesas. Boone condujo hasta el habitat, acopló el rover al garaje, y luego atravesó agachado las antecámaras. Dentro lo recibió un comité de bienvenida, que lo llevó a una sala de conferencias con ventanales de pared a pared.
Había, dijeron, unas trescientas personas en Bradbury, todas empleadas de la UNOMA y preparadas por la transnacional Shellalco. Cuando hicieron un breve recorrido por el lugar, John descubrió que eran una mezcla de gentes de Sudáfrica, Australia y Norteamérica, todos contentos de estrecharle la mano; más hombres que mujeres, en unas tres cuartas partes, pálidos y limpios, más parecidos a técnicos de laboratorio que a los ennegrecidos trolls que John había imaginado cuando oyó la palabra minero. La Mayoría trabajaba bajo contratos de dos años, le dijeron, y llevaban la cuenta del tiempo que les quedaba, hasta las semanas e incluso los días. Dirigían las minas básicamente por teleoperación, y se sobresaltaron cuando John pidió bajar a una para echar un vistazo.
—Sólo es un agujero —dijo uno de ellos. Boone se quedó mirándolos con aire inocente, y después de un momento de vacilación, se apresuraron a reunir una escolta.
Les llevó dos horas meterse en los trajes y salir por la antecámara. Condujeron hasta el borde de una mina y luego descendieron por una rampa hasta un pozo oval escalonado de unos dos kilómetros de largo. Una vez allí salieron del vehículo y siguieron a John mientras éste se paseaba entre grandes niveladores robóticos, volquetes y excavadoras. Los visores de los cuatro escoltas eran todo ojos: atentos a una posible máquina descontrolada, supuso John. Los miró, extrañado por la reserva que mostraban; y eso le hizo comprender de pronto que Marte podía ser otra versión de un puesto de trabajo duro, una combinación infernal de Siberia, el interior de Arabia Saudita, el Polo Sur en invierno, y Novy Mir.
O bien lo consideraban un hombre peligroso para tenerlo cerca. Pensamiento que lo sobresaltó. Sin duda todo el mundo había oído hablar de la caída del volquete; quizá sólo fuera eso. Pero ¿podría haber algo más? ¿Sabría esta gente algo que él desconocía? Después de pensarlo un rato, se dio cuenta de que él mismo estaba pegando los ojos al cristal. Había estado pensando en la caída del camión como en un accidente, o por lo menos como en algo que sólo podía suceder una vez. Pero sus movimientos eran fáciles de seguir, todo el mundo sabía dónde encontrarlo. Y cada vez que uno salía al exterior sólo estaban separados por un traje, como solían decir. Y en el pozo de una mina había mucha maquinaria pesada…
Pero volvieron a entrar sin incidentes. Y aquella noche celebraron la habitual cena y fiesta en su honor, una fiesta donde hubo mucha bebida y omegendorfos y charla ronca y estridente; un grupo de ingenieros jóvenes y duros había descubierto que John en realidad era un tipo divertido. Una reacción bastante corriente entre los recién llegados, en especial los hombres jóvenes. John charló con ellos y pasó un buen rato, y deslizó sus preguntas en la corriente de la conversación de manera imperceptible, pensó. No habían oído hablar del Coyote, lo cual era interesante, ya que en cambio sabían del Gran Hombre y de la colonia oculta. Al parecer el Coyote no tenía categoría mítica; era una especie de asunto interno, conocido, hasta donde John sabía, sólo por algunos de los primeros cien. No obstante, los mineros habían recibido una visita reciente e inusual; una caravana árabe, que viajaba bordeando Vastitas Borealis, había pasado por allí. Y, dijeron, los árabes afirmaron haber hablado con algunos de «los colonos perdidos», tal como los llamaron.
—Interesante —comentó John.
Le pareció improbable que Hiroko o alguien de su equipo se dejara ver, pero ¿quién podía saberlo? Valía la pena verificarlo; después de todo, no había mucho que pudiera hacer en Punto Bradbury. Ya empezaba a darse cuenta de que un detective no podía ponerse a trabajar antes de que ocurriera un crimen. De modo que pasó un par de días observando las obras de minería, cada vez más perturbado por la escala de la operación y por lo que eran capaces de arrancar las excavadoras.
—¿Qué van a hacer con todo ese metal? —preguntó, después de examinar otro gran pozo a cielo abierto, a veinticinco kilómetros al oeste del habitat—. Transportarlo a la Tierra costará más de lo que vale, ¿no es así?
El jefe de operaciones, un hombre de pelo negro y cara enjuta, sonrió.
—Lo guardaremos hasta que valga mucho más. O hasta que construyan ese ascensor.
—¿Creen en eso?
—¡Oh, sí, los materiales están ahí! Hebras de grafito reforzadas con espirales de diamante; hasta podrían construir uno en la Tierra. Aquí será fácil.
John sacudió la cabeza. Aquella tarde condujeron durante una hora de regreso al habitat, pasando junto a pozos nuevos y montículos de escoria, hacia el lejano penacho de humo de las refinerías del otro lado de la mesa. Estaba acostumbrado a ver la tierra desgarrada en trabajos de construcción, pero esto… Era sorprendente lo que podían hacer unos pocos cientos de personas. Por supuesto, se trataba de la misma tecnología que le estaba permitiendo a Sax erigir una ciudad vertical de la altura del Mirador de Echus, la misma tecnología que permitía que las ciudades se construyeran tan rápidamente; pero, no obstante, causar semejantes estragos sólo para arrancar metales, destinados a la insaciable demanda de la Tierra…
Al día siguiente le entregó al jefe de operaciones un régimen de seguridad perversamente severo que debía cumplir a rajatabla durante los dos meses siguientes. Luego marchó hacia el norte y el este tras la caravana árabe, siguiendo las huellas erosionadas por el viento.
Resultó que Frank Chalmers viajaba con esa caravana árabe. Pero él no había visto ni oído de ninguna visita de la gente de Hiroko, y ninguno de los árabes admitiría haber contado esa historia en Punto Bradbury. Una pista falsa, entonces. O bien una que Frank ayudaba a los árabes a eliminar; y, de ser así, ¿cómo iba a averiguarlo John? Aunque los árabes habían llegado hacía poco a Marte, ya eran aliados de Frank; vivía con ellos, hablaba su idioma y, ahora, naturalmente, era el constante mediador entre ellos y John. No tenía ninguna posibilidad de investigar por cuenta propia, salvo lo que pudiera averiguar Pauline en los registros, algo que podía hacer tanto lejos de la caravana como en ella.
No obstante, John viajó con ellos mientras erraban por el gran mar de dunas, dedicados a la areología y a las prospecciones. El mismo Frank iba a quedarse poco tiempo allí, el suficiente para hablar con un amigo egipcio; estaba demasiado ocupado. Trabajaba como Secretario de Estados Unidos y esto lo convertía en un trotamundos como John, y con bastante frecuencia sus caminos se cruzaban. Frank había logrado mantener su puesto como jefe del departamento norteamericano a lo largo de tres administraciones, aun cuando se trataba de un puesto ministerial: una proeza notable, incluso sin tomar en consideración la distancia que lo separaba de Washington. Y ahora estaba estudiando la introducción de inversiones de las transnacionales radicadas en América, una responsabilidad que lo volvía un maníaco con exceso de trabajo e hinchado de poder, lo que John consideraba la versión empresarial de Sax, siempre en movimiento, siempre gesticulando como si dirigiera la música de sus propios discursos, que con el paso de los años había adquirido el estilo superdirecto de la Cámara de Comercio.
—Tengo que presentar una reclamación sobre el Acantilado antes de que las transnac y los alemanes le echen la zarpa a todo, ¡hay mucho trabajo pendiente! —Esto era una constante muletilla, a menudo dicha mientras señalaba a modo de ilustración el pequeño globo marciano que llevaba consigo en el ordenador portátil—. Mira tus agujeros de transición entre la corteza y el manto, los introduje en la base de datos la semana pasada, uno cerca del Polo Norte, tres en los sesenta grados, latitud norte y sur, cuatro a lo largo del ecuador, cuatro punteando el Polo Sur, todos primorosamente situados al oeste de elevaciones volcánicas para aprovechar las corrientes ascendentes; es hermoso. —Hizo girar el globo marciano y los puntos azules que marcaban los agujeros de transición se desdibujaron durante un momento y se transformaron en líneas—. Es estupendo ver que por fin haces algo útil.
—Por fin.
—Mira, aquí tienes la nueva factoría de habitats en Hellas. Están fabricando tantas unidades para el primer asentamiento que les permitirá albergar a unos tres mil emigrantes por ele ese noventa, y dada la nueva flota de transbordadores que hace el viaje de ida y vuelta, con eso apenas basta. —Vio la expresión de John y se apresuró a añadir—: Al final todo es calor, John, de modo que ayuda a la terraformación con algo más que dinero y trabajo, piénsalo.
—Pero ¿te preguntas alguna vez en qué irá a parar todo esto? —inquirió John.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, a este diluvio de gente y equipo, mientras las cosas se desmoronan en la Tierra.
—Las cosas de la Tierra seguirán desmoronándose, ya podrías ir haciéndote a la idea.
—Sí, pero aquí, ¿quién va a ser dueño de qué? ¿Quién va a mandar? —Frank sólo hizo una mueca ante la ingenuidad de John, ante la misma naturaleza de la pregunta. Una sola mirada a esa mueca y John pudo leerlo todo: la mezcla de disgusto e impaciencia y diversión. Una parte de John se sintió complacida por ese entendimiento instantáneo; conocía a su viejo amigo mejor que a cualquiera de su propia familia, de modo que la cetrina cara que lo miraba con el ceño fruncido era como la de un hermano, un gemelo, no tenía memoria de un tiempo en que no lo hubiera conocido. Por otro lado, se sentía irritado con Frank por su condescendencia—. Toda la gente se lo está preguntando, Frank. No sólo soy yo, ni Arkadi. No puedes descartarlo con un encogimiento de hombros y actuar como si fuera una pregunta estúpida, como si no hubiera nada que decidir.
—Decide la UN —dijo Frank con brusquedad—. Ellos son diez mil millones y nosotros diez mil. Es decir, un millón contra uno. Si quieres influir en ese tipo de desigualdades, deberías haberte convertido en un comisionado de la UNOMA, como te aconsejé cuando crearon el puesto. Pero tú no me escuchaste. Te lo quitaste de encima. Habrías podido hacer algo, pero ahora, ¿qué eres? El ayudante de Sax a cargo de la publicidad.
—Y del desarrollo y de la seguridad y de los asuntos terranos y de los agujeros de transición.
—¡Un avestruz! —exclamó Frank—. ¡Con la cabeza en la tierra! Venga, vamos a comer algo.
John aceptó y fueron a cenar al rover más grande de los árabes, un plato de cordero en salsa y luego yogur natural sazonado con eneldo, delicioso y exótico. Pero John aún estaba irritado por el desdén de Frank, que nunca cedía. La vieja rivalidad, afilada como siempre; y ningún papel de Primer Hombre en Marte haría mella en la despectiva arrogancia de Frank.
Así pues, cuando se encontró con Maya Toitovna al día siguiente, viajando al oeste de camino a Acheron, John le dio un abrazo más prolongado que de costumbre, y cuando acabaron de cenar, ya se había asegurado de que ella pasaría la noche en el rover: un momento de particular atención, una cierta risa, una cierta mirada, el roce casi accidental mientras estaban juntos de pie tomando unos helados, hablando con los hombres felices de la caravana, que a todas luces la encontraban fascinante… Todo el viejo código de reconciliación y seducción, establecido a lo largo de los años. Y Frank no podía hacer otra cosa que observar, morosamente, conversando en árabe con sus amigos egipcios.
Y esa noche, mientras hacían el amor en la cama del rover, John se incorporó brevemente y contempló el cuerpo blanco de Maya, y pensó: ¡Ahí tienes poder político, Frank, muchacho! Aquel semblante inexpresivo lo había dicho todo, el intenso deseo por Maya todavía presente, todavía ardiendo. A Frank, igual que a casi todos los hombres de la caravana esa noche, le habría encantado estar en el lugar de John; Frank lo había estado sin duda una o dos veces en el pasado; pero no con John rondando por los alrededores. No, esta noche Frank recordaría de qué estaba hecho el verdadero poder.
Distraído por esas maldades, a John le llevó un rato prestar atención a Maya. Habían pasado casi cinco años desde que durmieran juntos, y en el tiempo intermedio él había tenido otras varias parejas, y sabía que ella había vivido una temporada con un ingeniero en Hellas. Resultaba extraño empezar otra vez, ya que se conocían íntimamente y a la vez se desconocían. El rostro oscilante de ella apagándose y encendiéndose debajo a la débil luz, hermana y luego extraña, hermana y luego extraña… Entonces sucedió algo, algo cambió en él, todos los problemas de fuera, todos esos juegos desaparecieron de repente. Había algo en la cara de ella, en la manera en que estaba allí toda entera, el modo en que se le entregaba cuando hacían el amor. No conocía a nadie más que fuera así.
Y entonces la vieja llama se encendió de nuevo, al principio vacilante, como tampoco había estado allí cuando hicieron el amor por primera vez. Pero luego, después de una hora de charla en voz baja, habían empezado a besarse y rodaron abrazados, y de repente la llama ardió y ellos estaban dentro. Tuvo que reconocer que encendida por Maya, como de costumbre. Ella hizo que él prestara atención. Para ella el sexo no era (como a menudo para John) algo así como la extensión de un deporte; para ella era una pasión grandiosa, un estado trascendente, tan intenso que siempre lo sorprendía, lo despertaba, lo elevaba al nivel de ella, le recordaba lo que podía ser el sexo. Y era maravilloso que se lo recordaran otra vez, volver a aprenderlo. El omegendorfo no tenía nada que ver; ¿cómo podía haberlo olvidado, por qué seguía alejándose de ella como si ella no fuera, de algún modo, irremplazable? La estrujó en un abrazo y juntos se contorsionaron, se mordieron, jadearon y gimieron; juntos, como tan a menudo había ocurrido antes. Maya empujándolo hasta el abismo junto con ella. El ritual.
E incluso después, sólo hablando, se sintió mucho más cerca de ella. Había provocado la situación sólo para fastidiar a Frank, cierto; había sido muy desconsiderado. Pero ahora, tumbado junto a ella, pudo sentir como la había echado de menos en los cinco años previos, qué insípida le había parecido la vida. ¡Cuánto la había extrañado! Nuevos sentimientos… siempre lo sorprendían, pues no dejaba de pensar que era demasiado viejo, que en muchos sentidos ya había dejado de cambiar. Y entonces ocurría algo. Y tan a menudo ese algo (recordando los años pasados) era un encuentro con Maya…
Sin embargo, seguía siendo la misma Maya Toitovna: mercurial, ocupada con sus propios pensamientos y planes, ocupada con ella misma. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo John allí en las dunas, y jamás se le ocurriría preguntarlo. Y lo haría pedazos si él la contrariaba por accidente; pudo verlo en la voluptuosa posición de sus hombros, en el modo en que caminó pesadamente hasta el cuarto de baño. Pero eso ya lo sabía, eran noticias viejas, algo aprendido durante los primeros años en la Colina Subterránea, hacía ya mucho tiempo; y ese mero conocimiento resultaba agradable… ¡hasta la irritabilidad de ella era agradable! Como el desprecio de Frank. Bueno, se estaba haciendo viejo y eran una familia. Casi se echó a reír, estuvo a punto de decir algo para provocarla, pero luego lo pensó mejor. ¡Señor, bastaba con saberlo, no hacía falta otra demostración! Y ese pensamiento lo hizo reír, y ella sonrió al oírlo, y volvió a la cama y le dio un empujón en el pecho.
—¡Veo que te ríes de nuevo de mí! ¿Es por mis nalgas gordas?
—Sabes que tienes unas nalgas perfectas.
Lo empujó otra vez, ofendida por lo que consideraba una obvia mentira, y el forcejeo los trajo de vuelta a la realidad de la piel y la sal, al mundo del sexo. En algún momento durante la prolongada sesión él se descubrió pensando: te amo, Maya, de verdad. Fue un pensamiento desconcertante, peligroso. Algo que no se arriesgaría a decir. Pero sintió que era verdadero.
De modo que un par de días después, cuando ella se marchó a visitar al grupo de Acheron y le pidió que se reuniera allí con ella, él se sintió complacido.
—Quizá dentro de un par de meses.
—No, no —dijo ella con aire serio—. Ven antes, te quiero allí conmigo antes. —Y cuando él aceptó, ella sonrió como una niña que guarda un secreto—. No lo lamentarás.
Y dándole un beso se fue, conduciendo hacia Burroughs para tomar el tren al oeste.
Después de eso, hubo menos posibilidades que nunca de sacar algo de los árabes. Había ofendido a Frank y los árabes lo defendieron cerrando filas, lo cual estaba bien. ¿Colonia oculta?, dijeron. ¿Qué era eso?
Suspiró y se rindió, y decidió marcharse. Mientras aprovisionaba el rover la noche anterior (los árabes se mostraron muy protocolarios en cuanto a llenarle la despensa con suministros), pensó en los sabotajes y lo que había averiguado hasta ahora. De momento Sherlock Holmes no corría peligro, eso era cierto. Peor aún: había ahora toda una sociedad en Marte que básicamente era impenetrable para él. Los musulmanes, ¿qué eran en verdad? Aquella tarde, después de acabar las tareas de aprovisionamiento, leyó la pantalla de Pauline y luego se reunió con sus anfitriones y los observó con atención e hizo preguntas durante toda la noche… Sabía que las preguntas eran la llave para entrar en el alma de la gente, algo infinitamente más útil que el ingenio; pero en este caso no pareció servir de mucho. ¿El Coyote? Era una especie de perro salvaje, ¿no?
Frustrado, abandonó la caravana a la mañana siguiente y marchó al oeste por el linde sur del mar de dunas. Sería un largo viaje hasta Acheron para reunirse con Maya, 5000 kilómetros de duna tras duna; pero prefería conducir antes que bajar a Burroughs y tomar el tren. Necesitaba tiempo para pensar. Y en realidad ahora ya era un hábito conducir por el planeta, o volar en planeador: alejarse, viajar despacio. Llevaba años viajando, recorriendo el hemisferio norte y haciendo largas excursiones al sur, inspeccionando agujeros de transición o ayudando a Sax o a Helmut o a Frank, o investigando cosas para Arkadi, o cortando cintas en la inauguración de una cosa u otra —una ciudad, un pozo de agua, una estación meteorológica, una mina, un agujero de transición—, y siempre hablando, hablando en discursos públicos o en conversaciones privadas, hablando con extraños, con viejos amigos, con nuevos conocidos, hablando casi tan deprisa como Frank, y todo en un intento por incitar a la gente del planeta a descubrir un modo de olvidar la historia, de construir una sociedad que funcionara. A inventar un sistema científico diseñado para Marte, para sus características, armonioso, justo y racional, y todas esas cosas buenas, ¡a señalar el camino hacia un nuevo Marte!
Y, sin embargo, pasaban los años y parecía cada vez menos probable que Marte llegara a ser tal como él lo había imaginado. Un lugar como Punto Bradbury mostraba qué rápido estaban cambiando las cosas, y gente como los árabes confirmaba esa impresión; la situación se le había escapado de las manos, y más aún, nadie la controlaba. No había ningún plan. Rodó hacia el oeste en piloto automático, subiendo y bajando duna tras duna, sin ver nada, inmerso en el intento de entender qué era exactamente la historia. Y tuvo la impresión, mientras continuaba viajando un día tras otro, de que la historia era como esa vastedad que siempre estaba detrás del estrecho horizonte, invisible excepto en sus efectos. Era lo que ocurría cuando no estabas mirando: una desconocida infinidad de sucesos descontrolados que lo controlaban todo. Al fin y al cabo, ¡él había estado aquí desde el mismo principio! ¡Él había sido el principio, la primera persona en pisar este mundo, y luego había retornado, contra todo pronóstico, y había ayudado a levantarlo de la nada! Y no obstante, ahora se alejaba de él. Cuando lo pensaba se resistía a creerlo, y a veces lo dominaba una súbita y furiosa frustración; pensar que todo no sólo estaba acelerándose y escapándosele de las manos, sino que además parecía incomprensible… ¡no era justo, tenía que luchar contra eso!
Y, no obstante, ¿cómo? Algún tipo de planificación social… estaba claro que la necesitaban. Ese trabajo afanoso sin ningún plan, y que violaba el tratado de Marte… bueno, sociedades sin planes, ésa era la historia; pero la historia hasta ahora había sido una pesadilla, un enorme compendio de ejemplos que convenía evitar. No. Necesitaban un plan. Tenían aquí la oportunidad para un nuevo comienzo, necesitaban ahora imaginar el futuro. Helmut el funcionario aceitoso, Frank que aceptaba cínicamente el status quo y la ruptura del tratado, como si vivieran en una especie de fiebre del oro… Frank estaba equivocado. ¡Equivocado como de costumbre!
Pero deambular de un lado a otro probablemente también era un error. Había estado trabajando sobre la teoría no articulada de que sí recorría el planeta, si visitaba un asentamiento más, si hablaba con una persona más, entonces, de algún modo él cedería… y esa comprensión holística emanaría de él hacia el mundo, extendiéndose por los nuevos colonizadores y cambiando las cosas. Ahora sabía que esa teoría era ingenua; en esos días había mucha gente en Marte, no podía esperar conectarse con ellos, convertirse en el articulador de las esperanzas y deseos de todos. Y no sólo eso; los motivos que habían impulsado a los recién llegados se parecían muy poco a los de los primeros cien, eso no era del todo cierto; todavía llegaban científicos y gente como los gitanos suizos constructores de caminos. Pero no los conocía como a los primeros cien. Realmente, ese pequeño grupo le había enseñado muchas cosas, perspectivas e ideas nuevas: eran su familia, confiaba en ellos. Y quería que lo ayudaran, ahora que los necesitaba más que nunca. Quizá eso explicaba la súbita y nueva intensidad de lo que sentía por Maya. Y quizá era eso lo que hacía que estuviera tan enfadado con Hiroko… quería hablar con ella, ¡necesitaba que lo ayudase! Y ella los había abandonado.
Vlad y Úrsula habían vuelto a instalar su complejo biotecnológico en un saliente de la Acheron Fossae, una estrecha protuberancia que parecía la torreta de un enorme submarino. Habían acribillado la parte superior con excavaciones que se extendían de risco a risco; algunas de las habitaciones medían un kilómetro de ancho, y los muros laterales eran de cristal. Las ventanas de la cara sur miraban al Monte Olimpo, a unos seiscientos kilómetros de distancia; las ventanas que daban al norte dominaban las pálidas arenas tostadas de Arcadia Planitia.
John subió por una ancha cornisa hasta la base de la aleta, y se conectó a la puerta de la antecámara del garaje, advirtiendo entretanto que en el suelo del estrecho cañón al sur del asentamiento había montones de lo que parecía ser azúcar morena fundida.
—Se trata de un nuevo tipo de corteza criptogámica —dijo Vlad cuando John le preguntó qué era aquello—. Una simbiosis de cianobacterias y bacterias de la plataforma de Florida. Las bacterias de la plataforma penetran profundamente en el suelo, y convierten los sulfatos que hay en la roca en sulfuros, que luego alimentan a una variante de Microcoleus. Los estratos superiores crecen en filamentos, que se unen a la arena y a la arcilla en grandes formaciones dendríticas, de modo que son como pequeños silvanos de los bosques con sistemas bacterianos radiculares. Parece que estos sistemas de raíces siguen descendiendo a través del regolito hasta que llegan al lecho rocoso, fundiendo el permafrost a medida que avanzan.
—¿Y han soltado esa cosa? —preguntó John.
—Sí. Necesitamos algo que reviente el permafrost, ¿no es así?
—¿Hay algo que le impida crecer por todo el planeta?
—Bueno, tiene la habitual batería de genes suicidas para el caso de que comience a desalojar al resto de la biomasa, pero si se queda en su agujero…
—Vaya.
—Creemos que no es tan distinto de las primeras formas de vida en los continentes terranos. Sólo hemos potenciado el ritmo de crecimiento y los sistemas de raíces. Lo gracioso es que me parece que al principio va a enfriar la atmósfera, aunque bajo tierra está calentándolo todo. Porque en realidad aumentará el desgaste químico de las rocas y todas esas reacciones absorben CO2 del aire, de modo que la presión atmosférica va a bajar.
Maya había aparecido y se había unido a ellos, dándole un fuerte abrazo a John, y en ese momento dijo:
—Pero ¿las reacciones no liberarán oxígeno a la misma velocidad que absorben CO2, manteniendo así la presión del aire?
Vlad se encogió de hombros.
—Tal vez. Ya lo veremos.
John rio.
—Sax es un pensador a largo plazo. Probablemente se sentirá muy complacido.
—Oh, sí. Él autorizó el procedimiento. Y cuando llegue la primavera volverá aquí a estudiar.
Cenaron en una sala en lo alto del saliente, justo bajo la cresta. Las claraboyas se abrían a un invernadero que había en la misma cima, y las ventanas ocupaban toda la extensión de las paredes del norte y del sur; bosques de bambú cubrían las paredes del este y el oeste. Todos los residentes de Acheron estaban presentes en la comida, siguiendo las costumbres de la Colina Subterránea. En la mesa de John y Maya se discutieron muchos temas, pero una y otra vez volvían a hablar del trabajo actual, de los problemáticos dispositivos de seguridad que habían puesto en todos los GEM. Los genes suicidas dobles en cada GEM eran una práctica que el grupo de Acheron había adoptado por decisión propia, y ahora iba a ser regulada como una ley de la UN.
—Eso está muy bien para los GEM legales —dijo Vlad—. Pero si algunos idiotas intentan algo por su cuenta y fracasan, podríamos vernos metidos en problemas muy serios.
Después de la cena, Úrsula les dijo a John y Maya:
—Ya que están aquí, tendrían que hacerse un reconocimiento médico. Ya ha pasado un tiempo desde la última vez.
John, quien odiaba los reconocimientos, y a decir verdad la atención médica de cualquier tipo, puso algunos reparos. Pero Úrsula insistió, y él cedió al fin y visitó la clínica un par de días después. Allí lo sometieron a unas pruebas de diagnóstico que le parecieron aún más exhaustivas que de costumbre, la mayoría ejecutadas por aparatos ópticos y computadoras con voces demasiado relajantes, que le decían que se pusiera de este modo y luego del otro. John hacía lo que le ordenaban sin saber para qué. Medicina moderna. Pero después lo hurgaron y pincharon y la misma Úrsula lo palmeó al estilo tradicional. Y cuando terminaron, yació de espaldas cubierto con una sábana blanca, mientras ella permanecía junto a él, mirando lecturas y tarareando con aire ausente.
—Estás en buen estado —le dijo después de pasar varios minutos estudiando los gráficos—. Tienes los habituales problemas relacionados con la gravedad, pero nada que no pueda tratarse.
—Estupendo —dijo John, sintiéndose aliviado. Eso era lo malo de los exámenes médicos; cualquier noticia era una mala noticia, y uno deseaba la ausencia de noticias. Entonces era como una especie de victoria, y más aún si ocurría con cada nuevo examen; no obstante, era un triunfo negativo. ¡Nada le había pasado, estupendo!
—Entonces, ¿quieres el tratamiento? —preguntó Úrsula, dándole la espalda, la voz indiferente.
—¿El tratamiento?
—Es una especie de terapia gerontológica. Un procedimiento experimental. Algo así como una inoculación, pero con un reforzador del ADN. Repara cadenas rotas y restaura la precisión de la división celular.
John suspiró.
—¿Y qué significa eso?
—Bueno, ya sabes. El envejecimiento ordinario se debe principalmente a errores en la división celular. Después de cierto número de generaciones, desde unos cientos hasta decenas de millares, dependiendo del tipo de células, los errores en la reproducción empiezan a aumentar y todo se debilita. El sistema inmunitario es uno de los primeros en debilitarse, y después otros tejidos, y por último algo sale mal, o una enfermedad supera al sistema inmunitario, y así termina todo.
—¿Estás diciendo que puedes frenar esos errores?
—En cualquier caso retardarlos, y arreglar las cadenas que ya están rotas. En realidad, es una mezcla de las dos cosas. Los errores de división son causados por roturas en las cadenas de ADN, de modo que conviene reforzarlas. Leeremos primero tu genoma y luego construiremos una librería genómica de autorreparación, pequeños segmentos que sustituirán a las cadenas rotas…
—¿Autorreparación?
Ella suspiró.
—Todos los norteamericanos piensan que es gracioso. Bueno, introducimos esa librería de autorreparación en las células, donde se une al ADN original y ayuda a evitar que se rompa.
Comenzó a dibujar hélices dobles y cuádruples mientras hablaba, pasando de modo inexorable a la jerga biotecnológica, hasta que John casi dejó de entender. La teoría en apariencia tenía sus orígenes en el proyecto del genoma y en el campo de la corrección de anomalías genéticas, con métodos sacados de la terapia contra el cáncer y la técnica de los GEM. El grupo de Acheron las había combinado junto con muchas otras tecnologías, explicó Úrsula. Y como resultado parecía que podían infectarlo con fragmentos de su propio genoma, una infección que le invadiría todas las células, excepto algunas partes de los dientes, la piel, los huesos y el pelo; y luego tendría unas cadenas de ADN casi perfectas, cadenas reparadas y reforzadas que harían más precisas las divisiones subsiguientes.
—¿Cómo de precisas? —preguntó entonces John tratando de comprender.
—Bueno, como si tuvieras diez años.
—Bromeas.
—No, no. Nosotros mismos nos hemos sometido al tratamiento, allá por el diez de este año, y hasta donde podemos ver, funciona.
—¿Dura para siempre?
—Nada dura para siempre, John.
—Entonces, ¿cuánto?
—No lo sabemos. Nosotros somos el experimento, suponemos que lo averiguaremos sobre la marcha. Parece posible que podamos someternos de nuevo a la terapia cuando la proporción de errores vuelva a aumentar. Si eso tiene éxito, podría significar que aún durarás bastante.
—¿Como cuánto? —insistió.
—Bueno, no lo sabemos. Más de lo que vivimos ahora, eso es casi seguro. Quizá mucho más.
John se quedó mirándola fijamente, con la boca abierta. Ella le sonrió, pero ¿qué esperaba? Era… era…
Trató de seguir el hilo de sus propios pensamientos, que iban de un lado a otro.
—¿Quiénes están al corriente? —preguntó.
—Bueno, se lo hemos propuesto a todos los primeros cien cuando han venido a examinarse. Y todos aquí en Acheron lo han probado. Pero sólo hemos combinado métodos que todo el mundo conoce, de modo que no pasará mucho tiempo antes de que otros intenten también combinarlos. Así que estamos redactando un informe, pero primero vamos a mandarlo a la Organización Mundial de la Salud. Ya sabes, exposición a la política.
—Umm —musitó John. Noticias de un medicamento para la longevidad en Marte, allá entre los atestados miles de millones. Dios mío…—. ¿Es caro?
—No demasiado. Lo más caro es la lectura del genoma, y requiere tiempo. Pero no es más que un procedimiento, ya sabes, sólo tiempo de computadora. Es muy posible que se pudiera inocular a todo el mundo en la Tierra. Pero el problema demográfico allí ya es crítico. Tendrán que instaurar un control de población bastante drástico, o de lo contrario se volverán todos malthusianos muy pronto. Pensamos que lo mejor era dejar que las autoridades terranas decidieran.
—Pero seguro que la noticia se filtrará.
—¿Tú crees? Tal vez intenten mantenerla en secreto. Quizá sea un secreto justificado, no lo sé.
—Vaya. Pero aquí… ¿simplemente siguieron adelante y lo hicieron?
—Lo hicimos. —Se encogió de hombros—. Entonces, ¿qué dices? ¿Quieres el tratamiento?
—Deja que lo piense.
Salió a dar un paseo por la cresta de la aleta, yendo de un lado a otro entre los bambúes y cultivos del invernadero. Cuando caminaba hacia el oeste tenía que protegerse los ojos del resplandor del sol, incluso a través del filtro de cristal; cuando se volvía hacia el este, podía contemplar las quebradas pendientes de lava que subían hasta el Monte Olimpo. Era difícil pensar. Tenía sesenta y seis años, había nacido en 1982, ¿y qué año era ahora en la Tierra, el 2048? M-11, once largos años marcianos de alta radiación. Y había pasado treinta y cinco meses en el espacio, incluyendo tres viajes entre la Tierra y Marte, que aún eran un récord. Sólo en esos viajes había recibido 195 rem, y tenía la presión arterial baja y una mala relación HDL-LDL, y le dolían los hombros cuando nadaba y muchas veces se sentía cansado. Se estaba haciendo viejo. No le quedaban tantos años, por extraño que le pareciera; y tenía mucha fe en el grupo de Acheron; ahora que lo pensaba, estaban en aquel nido de águilas trabajando y comiendo y jugando al fútbol y nadando y viviendo con sonrisitas de concentración absorta, entonando una especie de canturreo. No como niños de diez años, desde luego; pero sí con un aura de felicidad plena y profunda. De salud y de algo más que salud. Se rio en voz alta y entró en Acheron en busca de Ursula. Cuando ella lo vio se echó a reír.
—No era una elección tan difícil, ¿verdad?
—No. —Rio con ella—. Quiero decir, ¿qué puedo perder?
De modo que aceptó. Tenían su genoma en los registros, aunque llevaría unos días sintetizar la serie de cadenas de reparación, unirla a los plásmidos y clonar unos millones más. Úrsula le dijo que regresara al cabo de tres días.
Cuando volvió a las habitaciones de invitados, Maya ya estaba allí, al parecer tan emocionada como él, yendo nerviosamente de la cómoda al baño y del baño a la ventana, tocando cosas y mirando alrededor como si nunca hubiera visto ese cuarto. Vlad se lo había propuesto después del examen médico, tal como hiciera Úrsula con John.
—¡Plaga de inmortalidad! —exclamó Maya, y rio de forma extraña—. ¿Puedes creerlo?
—Plaga de longevidad —corrigió él—. Y no, no puedo. En realidad no.
Calentaron sopa y comieron, aturdidos. Por eso Vlad le había pedido a Maya que viniera a Acheron, por eso había insistido en que John la visitara cuanto antes. De pie junto a Maya, mientras lavaba los platos, observándole las manos temblorosas, más cerca de ella que nunca; era como si cada uno conociera los pensamientos del otro, como si después de todos esos años, ante ese extraño acontecimiento, no necesitaran palabras, sino sólo la presencia del otro. Esa noche, en la cálida oscuridad de la cama, ella susurro con voz ronca: —Será mejor que esta noche lo hagamos dos veces. Mientras todavía somos nosotros.
Tres días después, recibieron el tratamiento. John yacía sobre una camilla en un cuarto pequeño y observaba la aguja intravenosa en el dorso de su mano. Era una inyección de goteo, igual que todas las que había recibido antes. Salvo que en esta ocasión sentía un calor extraño que le subía por el brazo, inundándole el pecho, bajándole a borbotones por las piernas. ¿Era real? ¿Se lo imaginaba? Durante un segundo se sintió muy raro, como invadido por su propio espectro. Luego sólo se sintió muy caliente.
—¿Es normal que esté tan caliente? —le preguntó a Úrsula con ansiedad.
—Al principio es como una fiebre —repuso ella—. Luego te sometemos a un pequeño shock para introducir los plásmidos en tus células. Después tendrás más escalofríos que fiebre, mientras las cadenas nuevas se unen a las viejas. En realidad, la gente suele sentir mucho frío.
Una hora más tarde, la gran bolsa de goteo se había vaciado. John todavía tenía calor y sentía la vejiga llena. Lo dejaron levantarse e ir al baño, y luego, cuando regresó, lo sujetaron con correas a lo que parecía un cruce de sofá y silla eléctrica. Eso no le molestó; el entrenamiento de astronauta lo había habituado a todos los aparatos. El shock duró unos diez segundos y fue como un hormigueo desagradable en todo el cuerpo. Úrsula y los demás lo separaron del aparato; Úrsula, con los ojos brillantes, le dio un beso en la boca. Le advirtió otra vez que en poco tiempo empezaría a sentir frío, y que eso duraría un par de días. No había problema en tomar saunas o hidromasajes; en realidad se lo recomendaban.
De modo que Maya y él se sentaron juntos en un rincón de la sauna, acurrucados en el penetrante calor, contemplando los cuerpos de los otros visitantes, que entraban blancos y salían rosados. A John le pareció una imagen de lo que les estaba ocurriendo a los dos: entrabas con sesenta y cinco años y salías con diez. No podía creerlo. Aún le costaba mucho pensar, sencillamente estaba en blanco, tenía la mente atontada. También le reforzaban las células cerebrales, ¿es que las suyas se le habían atascado de pronto? Siempre había sido un pensador irregular y lento. Era muy probable que esto no fuera más que la torpeza de siempre, que en ese momento le llamaba la atención porque intentaba con tanto esfuerzo entender lo que ocurría, saber qué significaba. ¿Podía ser cierto? ¿De verdad evitarían la muerte durante algunos años, tal vez algunas décadas?…
Dejaron la sauna para ir a comer y después pasearon un rato por el invernadero de la cumbre, mirando las dunas al norte, la caótica lava al sur. El paisaje del norte le recordaba a Maya la primera época en la Colina, el desorden fortuito de piedras de Lunae sustituido por las ventosas dunas de Arcadia, como si la memoria le hubiera limpiado los recuerdos de aquella época, dándoles una forma más definida, tiñendo los deslucidos ocres y rojos con un intenso amarillo limón. La página del pasado. John miró a Maya con curiosidad. Habían transcurrido M-11 años desde aquellos primeros días en el parque de remolques, y durante la mayoría de esos años habían sido amantes, con varias (benditas) interrupciones y separaciones, desde luego, provocadas por las circunstancias, o más comúnmente por una incapacidad mutua. Pero siempre habían empezado de nuevo cuando se había presentado la ocasión, y el resultado era que ahora se conocían casi tan bien como cualquier pareja casada con una historia menos interrumpida; quizá incluso mejor, pues en cualquier pareja estable no era difícil que hubieran dejado de prestarse atención en un momento dado, mientras que ellos dos, con tantas separaciones y reencuentros, peleas y reconciliaciones, habían tenido que volver a conocerse en incontables ocasiones. John le expresó algo de esa idea y lo hablaron… Fue un placer hablar.
—Hemos tenido que seguir estando atentos —dijo Maya con vehemencia, asintiendo con un aire de solemne satisfacción, convencida de que el mérito era suyo.
Sí, habían estado atentos, jamás habían caído en la estúpida rutina del hábito. Sin duda, coincidían los dos, sentados en los baños o paseando por la cumbre, esto compensaba el tiempo en que no habían estado juntos. Sí; no cabía duda de que se conocían mejor que cualquier vieja pareja casada.
Y así hablaron, tratando de unir el pasado a este extraño y nuevo futuro, con la esperanza de que esto no fuera un escollo insalvable. Y ya tarde en la noche siguiente, dos días después de la inoculación, sentados desnudos y solos en la sauna, con la carne todavía fría y la piel rosada por el sudor, John miró el cuerpo de Maya allí junto a él, tan real como una roca, y sintió otra vez el ardor que había sentido en el laboratorio. No había comido mucho desde entonces, y los azulejos pardos y amarillos sobre los que estaban sentados habían empezado a palpitar, como si estuvieran iluminados desde dentro; la luz centelleaba en cada gota de agua, como diminutos fragmentos de relámpago diseminados por doquier, y el cuerpo de Maya estaba tendido sobre esos rutilantes azulejos parpadeando ante él como una vela rosada. Esa intensa «hecceidad», la había llamado Sax en una ocasión, cuando John le había preguntado algo acerca de sus creencias religiosas: creo en la hecceidad, había dicho Sax, en esto, en el aquí y el ahora, en la individualidad particular de cada momento.
¿Ésa es la razón por la que deseo saber qué es esto? Y ahora, recordando la extraña palabra y la extraña religión de Sax, John por fin entendió a Sax; porque sentía la presencia del momento como una roca en la mano, y sentía que toda su vida había sido vivida sólo para traerlo a ese momento. Los azulejos y el denso aire caliente palpitaban a su alrededor como si estuviera muriendo y renaciendo, y en realidad ése era el caso si Úrsula y Vlad decían la verdad.
Y ahí a su lado, en el proceso de renacer, se encontraba el cuerpo rosado de Maya Toitovna, el cuerpo de Maya, que conocía mejor que el suyo propio. Y no sólo ahora, sino a través del tiempo; podía recordar vividamente la primera vez que la había visto desnuda, flotando hacia él en la cámara burbuja del Ares, rodeada por un nimbo de estrellas y el terciopelo negro del espacio. Y los cambios que había habido en ella le parecían a él perfectamente visibles, la sustitución de la imagen recordada por el cuerpo que tenía al lado era una disolución temporal alucinatoria, la carne y la piel transmutándose, desprendiéndose, arrugándose… envejeciendo. Los dos eran más viejos, más decrépitos, más pesados…
Pero en realidad, lo sorprendente era cuánto había permanecido, cuánto seguían siendo ellos mismos.
Recordó los versos de un poema, el epitafio de la expedición de Scott cerca de la Estación Ross en la Antártida, todos habían trepado a la colina para ver juntos la gran cruz de madera, y allí vieron unos versos tallados: mucho ha desaparecido, sin embargo mucho permanece… algo así. No podía recordarlo… mucho había desaparecido; después de todo, había ocurrido hacía tanto tiempo…
Pero habían trabajado duramente, y habían comido bien, y tal vez la gravedad de Marte había sido más amable que la de la Tierra, porque Maya Toitovna aún era ciertamente una mujer fuerte y hermosa; el rostro imperial y el húmedo cabello gris todavía lo atraían. No podía dejar de mirarle los pechos, que si ella movía un codo cambiaban de forma, y sin embargo todas las posturas le resultaban familiares… eran los pechos, los brazos, las costillas, los costados de él.
Ella era, para bien o para mal, la criatura a la que estaba más unido, un animal hermoso y rosado y también un avatar, para él, del sexo y de la vida misma en aquel mundo desnudo y rocoso. Si así eran con sesenta y cinco años, y si el tratamiento simplemente los mantenía en ese punto, aunque no fuera más que durante unos pocos años, o (aún persistía la conmoción) ¿durante décadas? ¿Durante décadas? Bueno, era asombroso. Demasiado para comprenderlo, tenía que olvidarlo o perdería la cabeza. Pero ¿podía ser? ¿De verdad podía ser? El doliente deseo de todos los verdaderos amantes a lo largo de todas las épocas, tener un poco más de tiempo juntos, ser capaces de alargar la existencia y vivir plenamente…
Parecía que Maya tenía sensaciones similares. Estaba de estupendo humor, lo miró a través de unos ojos entornados, con esa sonrisa de ven-aquí que él tan bien conocía, una rodilla levantada y encogida bajo el brazo, no haciendo ostentación de su sexo sino en una postura sencillamente cómoda, relajándose como sí él no estuviera allí… Sí, no había nada como Maya de buen humor, nadie podía contagiar ese humor de modo tan certero y seguro. Sintió una oleada de ternura, un goteo de emoción, y apoyó una mano en el hombro de ella y se lo apretó. Eros, sólo una especia en un banquete, un ágape, y de pronto, como de costumbre, las palabras le brotaron como un torrente y dijo cosas que nunca antes le había dicho.
—¡Casémonos! —dijo, y cuando ella se rio él también lo hizo, y añadió—: No, no, hablo en serio, casémonos.
Podían casarse y crecer de verdad, envejecer juntos de verdad, aprovechar esos años de regalo y convertirlos en una aventura compartida, tener hijos, ver cómo los hijos tenían hijos, ver cómo los nietos tenían hijos, ver como los bisnietos tenían hijos, Dios mío, ¿quién sabía cuánto podía durar? Quizá vieran florecer a toda una nación de descendientes, quizá se convirtieran en patriarca y matriarca, ¡en una especie de Adán y Eva marcianos! Y Maya reía, los ojos brillantes, ventanas de un alma que estaba de muy, muy buen humor, mirándolo y empapándose de él; John pudo sentir el tirón de papel secante de la mirada de ella contemplándolo y riéndose encantada de cada una de las nuevas y absurdas frases que él decía, y comentando: —Algo así, sí, algo así—, y luego abrazándolo con fuerza.
—Oh, John —dijo—. Sabes cómo hacerme feliz. Eres el mejor hombre que he tenido jamás.
Lo besó y él descubrió que a pesar del calor de la sauna iba a ser fácil trasladar el énfasis del ágape al eros; pero ahora los dos eran uno, indistinguibles, una gran corriente de amor unido.
—Entonces, ¿te casarás conmigo y todo lo demás? —preguntó mientras cerraba la puerta de la sauna.
—Algo así —repuso ella, los ojos centelleantes, la cara encendida y una sonrisa arrebatadora.
Cuando esperas vivir otros doscientos años, no te comportas como si esperaras vivir sólo veinte.
Lo descubrieron casi de inmediato. John pasó el invierno allí en Acheron, en el límite del manto de niebla de CO2, que todavía descendía sobre el Polo Norte en los inviernos, estudiando areobotánica con Marina Tokareva y el equipo de laboratorio. Seguía las instrucciones de Sax y tenía prisa en marcharse. Sax parecía haber olvidado la investigación sobre la identidad de los saboteadores, lo que hizo que John sospechara. En las horas libres aún intentaba descubrirlos a través de Pauline, y se concentraba en las líneas de investigación en las que había trabajado antes de llegar a Acheron, principalmente los registros de viajes y los expedientes de todos aquellos que habían viajado a las zonas de los sabotajes. Era probable que hubiera mucha gente involucrada, y los registros de viaje tal vez no le revelaran mucho. Pero todo el mundo en Marte había sido enviado por una organización, y examinando las organizaciones que tenían gente en los lugares indicados, esperaba encontrar alguna pista. Era bastante engorroso, y tenía que depender de Pauline no sólo para las estadísticas sino también para los consejos.
El resto del tiempo se dedicó a estudiar una rama de la areobotánica cuyos posibles resultados tardarían décadas en verse. ¿Por qué no? Disponía de tiempo. De modo que observó con interés cómo el equipo de Marina diseñaba un nuevo árbol, mientras estudiaba con ellos y trabajaba en el laboratorio lavando los utensilios de cristal y cosas por el estilo. El árbol fue diseñado como la bóveda de un bosque de múltiples estratos, que crecería en las dunas de Vastitas Borealis. Partían del genoma de la secoya, pero querían árboles todavía más grandes que las secoyas, quizá de unos doscientos metros de alto, con un tronco de unos cincuenta metros de diámetro en la base. La corteza estaría congelada casi todo el tiempo, y las hojas anchas, que parecerían tener la enfermedad de la hoja del tabaco, serían capaces de absorber la dosis corriente de radiación ultravioleta sin perjuicio para los enveses purpúreos. Al principio John pensaba que la talla de los árboles era excesiva, pero Marina señaló que absorberían grandes cantidades de dióxido de carbono, fijando el carbono y transpirando el oxígeno de vuelta al aire. Además, iban a ser todo un espectáculo, o eso suponían; los vástagos actuales de los prototipos que competían en la prueba sólo alcanzaban los diez metros, y transcurrirían veinte años antes de que los mejores alcanzaran la madurez. Y ahora mismo todos los prototipos seguían muriendo en las tinajas de Marte; las condiciones atmosféricas tendrían que cambiar mucho antes de que pudieran sobrevivir. El laboratorio de Marina se estaba adelantando al juego.
Pero eso mismo les sucedía a todos los demás. Parecía ser una consecuencia del tratamiento y tenía sentido. Experimentos más largos. Investigaciones (gimió John) más largas. Pensamientos más largos.
Sin embargo, en muchos aspectos nada había cambiado. John se sentía casi igual que antes, con la excepción de que ya no hacía falta un omegendorfo para que de vez en cuando se sintiera recorrido por una vibración eléctrica, como si acabase de nadar un par de kilómetros o hubiera esquiado toda una tarde, o como si se hubiera tomado una dosis de omegendorfo. Algo que ahora habría sido como echar agua al mar. Porque las cosas resplandecían. Cuando tomó el camino de la cresta, todo el mundo visible resplandecía: los bulldozers silenciosos, una grúa como una horca; podía quedarse mirando cualquier cosa un largo rato. Maya se marchó a Hellas, y no le importó; la relación entre ellos había vuelto a la vieja dinámica de la montaña rusa, un montón de peleas y rabietas provocadas, pero poco importantes; ellos flotaban en el interior del resplandor, sin alterar lo que él sentía por ella, o el modo en que ella, de vez en cuando, lo miraba. La vería dentro de unos meses y hablaría con ella en la pantalla; mientras tanto, ésta era una separación que no lo entristecía.
Fue un buen invierno. Aprendió mucho sobre areobotánica y bioingeniería, y muchas de aquellas noches, después de cenar, se dedicó a preguntar a la gente de Acheron qué pensaba de una posible sociedad marciana y cómo había que gobernarla. Por lo general, en Acheron eso llevaba directamente a cuestiones de ecología y a torcidas consecuencias económicas; estos temas eran mucho más cruciales que la política, o lo que Marina llamaba «el supuesto aparato de toma de decisiones». Marina y Vlad eran especialmente interesantes en este tema, ya que habían desarrollado un sistema de ecuaciones para lo que llamaban «eco-economía», que a John siempre le sonó como «economía del eco». Le gustaba escuchar como explicaban las ecuaciones, y les hacía un montón de preguntas, y aprendía conceptos como capacidad de carga, coexistencia, adaptación recíproca, mecanismos de legitimidad y eficacia ecológica.
—Ésa es la única medida real de nuestra contribución al sistema —decía Vlad—. Sí quemaras nuestros cuerpos en un calorímetro de microbomba, descubrirías que tenemos unas seis o siete kilocalorías por gramo de peso, y obviamente absorbemos un montón de calorías para mantener ese nivel. Nuestro rendimiento es más difícil de medir, pues no se trata de una cuestión de depredadores que se alimentan de nosotros, como en las clásicas ecuaciones de eficacia… es más una cuestión de cuántas calorías creamos con nuestro esfuerzo, o qué transmitimos a las futuras generaciones, algo por el estilo. Y, naturalmente, casi todo eso es muy relativo e incluye muchas especulaciones y opiniones subjetivas. Si no sigues adelante y le asignas valores a una cierta cantidad de cosas que no son físicas, entonces los electricistas, los mecánicos, los constructores de reactores y otros trabajadores de infraestructura siempre serán considerados los miembros más productivos de la sociedad, mientras que de los artistas y de otros grupos se pensará que es gente que no contribuye.
—A mí me parece correcto —bromeó John, pero Vlad y Marina no le hicieron caso.
—De cualquier manera, eso es parte importante de la economía: gente que, arbitrariamente o por una cuestión de gusto, asigna valores numéricos a cosas que no son numéricas. Y luego pretende que no ha inventado los números, cosa que ha hecho. En ese sentido la economía es como la astrología, pero además sirve para justificar la estructura del poder, y por eso cuenta con un montón de apasionados creyentes entre los poderosos.
—Será mejor que nos concentremos en lo que estamos haciendo aquí —intervino Marina—. La ecuación básica es simple, la eficacia es igual a las calorías que expulsas, divididas por las calorías que absorbes, multiplicadas por cien para entenderlo como porcentaje. De acuerdo con la idea clásica de que le pasas las calorías a tu depredador, el diez por ciento era la inedia, y el veinte por ciento significaba que te iba francamente bien. La mayoría de los depredadores en el extremo superior de las cadenas alimentarias se quedaron en un cinco por ciento.
—Ésa es la razón por la que los tigres tienen territorios de cientos de kilómetros cuadrados —dijo Vlad—. Los señores feudales en realidad no son muy eficientes.
—Así que los tigres no tienen depredadores no porque sean tan fuertes, sino porque el esfuerzo no vale la pena —dijo John.
—¡Exacto!
—El problema es el cálculo de los valores —indicó Marina—. Sólo hemos tenido que asignar valores numéricos calóricos a todas las actividades, y luego continuar desde ahí.
—¿No hablábamos de economía? —preguntó John.
—Pero esto es economía, ¿no lo ves? ¡Ésta es nuestra eco-economía! Todo el mundo tendría que ganarse el pan, por decirlo de algún modo, de acuerdo con su contribución a la ecología humana. Cualquiera puede acrecentar su eficacia ecológica sí reduce las kilocalorías que emplea: éste es el viejo argumento del Sur contra el consumo de energía de las naciones industrializadas del Norte. En esa objeción había una base ecológica real, ya que sin importar cuánto produjeran las naciones industrializadas, en la ecuación más amplia no podían ser tan eficientes como las del Sur.
—Eran depredadores del Sur —dijo John.
—Sí, y también se convertirán en nuestros depredadores si lo permitimos. Y como sucede con todos los depredadores, la eficiencia es baja. Pero aquí, verás… en este teórico estado de independencia del que hablas tanto… —sonrió ante la expresión consternada de John— …lo haces, tienes que reconocer que en última instancia hablas de eso todo el tiempo, John… bueno, debería haber una ley por la que se retribuyera a la gente de acuerdo con su contribución al sistema.
Dimitri, que en ese momento entraba en el laboratorio, exclamó:
—¡De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad!
—No, eso no es lo mismo —indicó Vlad—. Lo que significa es: ¡Recibes según lo que pagas!
—Pero eso ya es así —dijo John—. ¿En qué se diferencia de la economía de hoy?
Todos se burlaron a la vez, Marina más insistentemente:
—¡Hay infinidad de trabajos fantasma! ¡Valores irreales asignados a la mayoría de los trabajos! La clase ejecutiva transnacional no hace nada que no pueda hacer un ordenador, y hay categorías enteras de trabajos parasitarios que no aportan nada al sistema según la valoración ecológica. La publicidad, la especulación, todo el aparato para hacer dinero manipulando dinero… no sólo es un despilfarro sino que además corrompe; los valores significativos del dinero se distorsionan con semejante manipulación. —Sacudió una mano en un ademán de hastío.
—Bueno —dijo Vlad—, sabemos que son poco eficientes: depredadores del sistema que no tienen encima ningún depredador. Por tanto, o están en la cúspide de la cadena o son parasitarios, depende de cómo los definas. La publicidad, los especuladores, algunos tipos de manipulación de la ley, algunas políticas…
—¡Pero todo eso son valoraciones subjetivas! —exclamó John—. ¿Cómo has podido asignar valores calóricos a semejante variedad de actividades?
—Bueno, hemos intentado medir lo que devuelven al sistema en términos de bienestar físico. ¿A qué equivale la actividad en términos de comida, agua, vivienda, ropa o asistencia médica, o educación o tiempo de ocio? Lo hemos discutido, y en general todo el mundo en Acheron ha propuesto un número y hemos calculado la media. Aquí lo tengo, deja que te lo muestre…
Y charlaron de eso toda la tarde ante la pantalla del ordenador, y John hizo preguntas y conectó a Pauline para que registrara las pantallas y grabara la charla; repasaron las ecuaciones y observaron el torrente de gráficos, y pararon para tomar un café y luego llevaron el debate hasta la cima, donde recorrieron el invernadero discutiendo con vehemencia sobre el valor humano en kilocalorías de la mano de obra, la ópera, la programación de simulaciones y cosas por el estilo. Una tarde estaban en la cumbre cuando John alzó la vista de la ecuación que aparecía en la pantalla de muñeca y contempló la larga pendiente que subía hasta el Monte Olimpo.
El cielo se había oscurecido. Se le ocurrió que podría tratarse de otro eclipse doble: Fobos estaba tan próximo en el cielo que bloqueaba una tercera parte del sol cuando pasaba delante de él, y Deimos alrededor de una novena parte, y un par de veces al mes cruzaban al mismo tiempo y proyectaban una sombra, como si hubiera caído una tela sobre los ojos de uno, o como si uno hubiera tenido un mal pensamiento.
Pero esto no era un eclipse; el Monte Olimpo estaba oculto a la vista y el alto horizonte austral se alzaba como una borrosa franja de bronce.
—Miren —les dijo a los otros, señalando—. Una tormenta de polvo. No habían tenido una tormenta global de polvo desde hacía más de diez años. John buscó las fotos del satélite meteorológico en el ordenador de muñeca. La tormenta se había iniciado cerca del agujero entre la corteza y el manto de Thaumasia, Senzeni Na. Se puso en contacto con Sax y lo vio parpadear filosóficamente, apenas sorprendido.
—Los vientos en la periferia de la tormenta llegaban a los seiscientos sesenta kilómetros por hora —dijo Sax—. Un nuevo récord planetario. Da la impresión de que ésta va a ser grande. Creí que los suelos criptogámicos habrían reducido las tormentas, o aun que las habían eliminado. Es evidente que en ese modelo había algo erróneo.
—De acuerdo, Sax, es una pena, pero se arreglará. Ahora tengo que irme porque en este momento cae justo encima de nosotros y quiero observarla.
—Que te diviertas —dijo Sax con semblante inexpresivo antes de que John lo desconectase.
Vlad y Úrsula se estaban burlando del modelo de Sax: los gradientes de temperatura entre el suelo bióticamente descongelado y las restantes áreas congeladas serían más pronunciados que nunca, y los vientos entre las dos regiones también más fuertes, de modo que cuando al fin encontraran arena suelta, se dispararían. Totalmente obvio.
—Ahora que ha ocurrido —dijo John. Se rio y bajó por el invernadero para observar a solas la aproximación de la tormenta. Los científicos podían ser gente maliciosa.
El muro de polvo descendía por las largas pendientes de lava de la aureola septentrional del Monte Olimpo. Ya había reducido a la mitad el suelo visible desde que John lo descubriera, y ahora se acercaba como una gigantesca ola rompiente, como una encrespada ola de leche chocolateada de 10 000 metros de altura. Una filigrana de bronce subía como una espuma por el muro de polvo y al fin se soltaba, dejando grandes gallardetes curvos en el cielo rosado.
—¡Vaya! —gritó John—. ¡Aquí viene! ¡Aquí viene! —De repente, la cima de la aleta de Acheron pareció elevarse a una gran distancia por encima de los largos y estrechos cañones, y otras crestas más bajas se alzaron como lomos de dragones de la lava agrietada: un sitio insensato para enfrentarse a la embestida de semejante tormenta, demasiado alto, demasiado expuesto. John volvió a reírse y se pegó a las ventanas australes del invernadero, sin dejar de mirar abajo, arriba, adelante o en derredor, gritando—: ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Miren cómo viene!
Y entonces, de pronto, el polvo cayó sobre ellos y los ahogó: oscuridad, un chillido agudo y sibilante. El primer impacto contra la cresta de Acheron provocó una tremenda ráfaga de turbulencia, veloces torbellinos ciclónicos que aparecían y desaparecían, horizontales, verticales, oblicuos, escalando las barrancas escarpadas de la cordillera. El chillido sibilante se vio interrumpido por estampidos a medida que las perturbaciones chocaban con la cresta y se colapsaban. Luego, con extraordinaria rapidez, el viento se asentó en una ola, y el polvo ascendió más allá del rostro de John; la boca del estómago le subió como si el invernadero de repente cayera a una velocidad salvaje. Ciertamente eso es lo que parecía, ya que la cima había originado una feroz corriente ascendente. No obstante, vio al retroceder que el polvo fluía en lo alto para después dirigirse hacia el norte. En ese lado del invernadero tendría una visibilidad de varios kilómetros, antes de que el viento embistiera de nuevo contra el suelo y tapara la vista con continuas explosiones de polvo.
Tenía los ojos secos y sentía la boca pastosa. Los granos de la arena medían menos que una micra… ¿era aquello un ligero visillo, cubriendo ya las hojas de bambú? No. Sólo la extraña luz de la tormenta. Pero, con el tiempo, todo estaría cubierto de polvo. Ningún sistema hermético podría mantenerlo fuera.
Vlad y Úrsula no confiaban por completo en la fortaleza del invernadero y animaron a todos a bajar. Mientras lo hacían, John restableció contacto con Sax. La boca de Sax estaba más fruncida que de costumbre. Perderían mucho aislamiento con esta tormenta, dijo impasible. Las temperaturas ecuatoriales de la superficie habían dado una media de dieciocho grados por encima de los dígitos de la línea de referencia, pero las temperaturas cerca de Thaumasia ya habían descendido seis grados, y seguirían bajando mientras la tormenta durara. Y, añadió con lo que a John le pareció una entereza masoquista, que las termales del agujero entre la corteza y el manto llevarían el polvo más arriba que nunca, y era demasiado probable que la tormenta durara mucho tiempo.
—Anímate, Sax —aconsejó John—. Creo que será más corta que nunca. No seas tan pesimista.
Más adelante, cuando la tormenta entró en su segundo año-M, Sax se reiría recordándole a John esa predicción.
Viajar durante la tormenta quedó oficialmente restringido a los trenes y a unos pocos caminos muy transitados que disponían de una doble línea de radiofaros, pero cuando se hizo obvio que no iba a remitir aquel verano, John ignoró las restricciones y reanudó su peregrinaje. Se aseguró de que el rover estuviera bien aprovisionado, dispuso que lo siguiera un rover de auxilio e hizo que le instalaran un transmisor de radio de mayor potencia. Pensó que con eso y Pauline al volante bastaría para recorrer la mayor parte del hemisferio norte; los muy complejos sistemas de monitorización internos acoplados a las computadoras de control hacían que las averías de los rovers fueran bastante raras. No se tenía noticia de que se hubieran averiado dos rovers al mismo tiempo alguna vez, y nadie había muerto como resultado de una avería. De modo que se despidió del grupo de Acheron y volvió a partir.
Conducir en la tormenta era como conducir de noche, pero más interesante. El polvo ascendía en ráfagas veloces y dejaba pequeños agujeros de visibilidad que mostraban fugaces y débiles fragmentos color sepia del paisaje en movimiento, todo desplazándose hacia el sur. Luego otra vez la embestida de las blancas tempestades de polvo, azotando con violencia las ventanillas. Durante las peores ráfagas el rover se sacudía con fuerza sobre sus amortiguadores y el polvo entraba por todas partes.
Al cuarto día de viaje se volvió hacia el sur y comenzó a subir por la pendiente noroeste de la Protuberancia de Tharsis. De nuevo estaba en el gran acantilado, aunque aquí no era un risco sino sólo una pendiente imperceptible en la oscuridad de la tormenta; la recorrió durante más de un día, hasta que se encontró a bastante altura a un costado de Tharsis, cinco kilómetros más arriba de lo que había estado en Acheron.
Se detuvo en otra mina cerca del cráter Pt (llamado Pete), en el extremo superior de las Tantalus Fossae. Aparentemente la Protuberancia de Tharsis había originado el gran diluvio de lava que cubría Alba Patera, y después había agrietado la placa de esa misma lava; éstos eran los cañones Tantalus. Algunos se habían resquebrajado por una intrusión ígnea rica en platino; los mineros la habían bautizado como los Arrecifes Merensky. Esta vez los mineros eran verdaderos azanianos, pero azanianos que se llamaban a sí mismos afrikáners y que entre ellos hablaban afrikaans; hombres blancos que dieron la bienvenida a John con grandes dosis de Dios, volk y trek. Habían bautizado los cañones en que trabajaban Estado Libre de Neuw Orange y Neuw Pretoria.
Y al igual que los mineros de Punto Bradbury, trabajaban para Armscor.
—Si —dijo alegremente el jefe de operaciones, con el acento de un neocelandés. Tenía una cara de grandes mandíbulas, nariz de esquiador, una sonrisa amplia y torcida, y unas maneras vehementes—. Hemos encontrado hierro, cobre, plata, manganeso, aluminio, oro, platino, titanio, cromo, lo que usted quiera. Sulfures, óxidos, silicatos, metales nativos, lo que usted quiera. El Gran Acantilado los tiene todos.
La mina estaba funcionando desde hacía más o menos un año-M; había explotaciones a cielo abierto en el fondo del cañón y un habitat semienterrado en la mesa entre dos de los cañones más grandes. El habitat parecía una cascara de huevo transparente, atestada de árboles verdes y techos de tejas anaranjadas.
John pasó varios días con ellos; estuvo muy amable e hizo preguntas. Más de una vez, con la eco-economía del grupo de Acheron en mente, les preguntó cómo iban a mandar a la Tierra esos valiosos pero pesados productos. ¿El coste del traslado no superaría los beneficios potenciales?
—Por supuesto que sí —contestaron, igual que los hombres de Punto Bradbury—. Para que merezca la pena hará falta el ascensor espacial.
El jefe dijo:
—Con el ascensor espacial estaremos en el mercado terrano. Sin él jamás saldremos de Marte.
—Eso no tiene por qué ser malo —dijo John.
Pero no lo entendieron, y cuando intentó explicarlo pusieron caras inexpresivas y asintieron cortésmente. No querían pensar en política. En eso los afrikáners eran muy buenos. Cuando John se dio cuenta, descubrió que si sacaba el tema de la política conseguía un poco de tiempo para sí mismo; era, le dijo una noche a Maya a través del ordenador de muñeca, como arrojar en la sala una bomba de gas lacrimógeno. Hasta le permitió pasearse solo por el centro de operaciones de minería casi toda una tarde y conectar a Pauline a los registros para que grabara lo que pudiera. Pauline no captó nada insólito en la operación. Pero señaló un intercambio de comunicaciones con la oficina central de Armscor; el grupo local quería una unidad de seguridad de cien personas y Singapur estaba de acuerdo.
John soltó un silbido.
—¿Y qué hay de la UNOMA? —Se suponía que la seguridad era competencia exclusiva de UNOMA y que autorizaban la seguridad privada como cuestión de rutina; pero ¿tanta gente? ¿Un centenar? John le ordenó a Pauline que examinara los mensajes de la UNOMA sobre el tema, y se fue a cenar con los afrikáners.
De nuevo se declaró que el ascensor espacial era una urgente necesidad.
—Sí no lo tenemos, nos pasarán por alto, irán derecho a los asteroides y no tendrán que preocuparse de ninguna fuente de gravedad, ¿eh?
A pesar de los quinientos microgramos de omegendorfo, John no estaba de buen humor.
—Díganme —preguntó—, ¿trabaja aquí alguna mujer?
Se lo quedaron mirando como besugos. Realmente eran aun peores que los musulmanes.
Se marchó al día siguiente y subió hasta Pavonis, resuelto a estudiar la idea del ascensor espacial.
Subió por la larga pendiente de Tharsis. En ningún momento vio el cono escarpado de color sangre del Monte Ascraeus; se perdía en el polvo junto con todo el resto. El viaje era ahora como vivir en un cuarto pequeño que no paraba de traquetear. Se abrió camino por el flanco oeste de Ascraeus, y luego ascendió hasta la cima de Tharsis, entre Ascraeus y Pavonis. Allí el doble camino de radiofaros se convirtió en una franja real de hormigón bajo las ruedas: hormigón sometido al embate del polvo, hormigón que al final se elevó con brusquedad y lo condujo directamente por la pendiente septentrional del Monte Pavonis. Era tan largo que empezó a parecerle que estaba elevándose en el espacio, lenta y ciegamente.
El cráter de Pavonis, como le recordaron los afrikáners, era asombrosamente ecuatorial; la O redonda de la caldera era como una bola puesta justo sobre la línea del ecuador. Al parecer eso hacía del borde sur de Pavonis el sitio perfecto para un ascensor espacial, ya que estaba sobre el ecuador y veintisiete kilómetros por encima de la base. Phyllis ya había dispuesto la construcción de un habitat preliminar en el borde sur; se había dedicado en cuerpo y alma a trabajar en el ascensor y era una de sus principales promotoras.
El habitat estaba excavado en la pared de la caldera, al estilo del Mirador de Echus, de manera que las ventanas de varias de las plantas daban a la caldera, o darían, cuando el polvo se despejara. Fotografías ampliadas y pegadas en las paredes mostraban que la caldera misma sería con el tiempo una simple depresión circular, con muros de cinco mil metros, ligeramente escalonados en el fondo; en el lejano pasado la caldera se había desplomado muchas veces, pero casi siempre en el mismo sitio. Había sido el más regular de los grandes volcanes; las calderas de los otros tres eran series de círculos superpuestos a diferentes alturas.
El nuevo habitat, sin nombre todavía, había sido construido por la UNOMA, pero el equipo y el personal los proporcionó la transnacional Praxis. En la actualidad los cuartos terminados estaban atestados de ejecutivos de Praxis, o de ejecutivos de alguna de las otras transnacionales con subcontratos en el proyecto del ascensor, entre ellos representantes de Amex, Oroco, Subarashii y Mitsubishi. Y todos sus esfuerzos los coordinaba Phyllis, que al parecer era ahora la adjunta de Helmut Bronski a cargo de la operación.
Helmut también estaba allí, y después de saludarlos a él y a Phyllis y de presentarlo a algunos de los comisionados, llevó a John a una sala espaciosa con una pared de cristal. Del otro lado del cristal se arremolinaban nubes de polvo naranja oscuro que se precipitaban en el interior de la caldera; parecía que la habitación ascendía a tientas en medio de una luz mortecina y fluctuante.
El único mobiliario de la sala era una esfera de Marte de un metro de diámetro, apoyada a la altura de la cintura sobre un soporte de plástico azul. Sobresalía en la esfera, precisamente en la pequeña protuberancia que representaba al Monte Pavonis, un cable de plata de unos cinco metros de largo. En el extremo del cable se veía un ínfimo punto negro. La esfera rotaba sobre el soporte más o menos a una r/m, y el cable de plata con el punto negro en el extremo rotaba también, siempre sobre Pavonis.
Un grupo de unas ocho personas rodeaba esta exhibición.
—Todo está a escala —dijo Phyllis—. La distancia del satélite areosincrónico es de 20 435 kilómetros desde el centro de masa, y el radio ecuatorial es de 3386 kilómetros, de modo que la distancia de la superficie hasta el punto areosincrónico es de 17 049 kilómetros; duplíquenla y súmenle el radio, y tendrán 37 484 kilómetros. Dispondremos de una roca de lastre en el otro extremo, de modo que el cable real no tendrá que ser tan largo. El diámetro del cable será de unos diez metros y pesará unos seis mil millones de toneladas. El material habrá sido extraído de un punto de lastre terminal, un asteroide con un peso inicial de unos trece mil millones y medio de toneladas y acabará, cuando el cable esté terminado, con un peso de lastre de unos siete mil millones y medio de toneladas. No se trata de un asteroide muy grande, más o menos de un radio de unos dos kilómetros al principio. Los candidatos son seis asteroides Amor que cruzan la órbita de Marte. El cable será fabricado por unos robots que extraerán y procesarán el carbono de los condritos del asteroide. Luego, en las últimas fases de la construcción, se lo trasladará hasta el punto de anclaje, aquí. —Apuntó al suelo de la sala con un ademán teatral.
—Entonces, el cable mismo estará en órbita areosincrónica, y apenas rozará el extremo de aquí abajo, suspendido entre la atracción gravitatoria del planeta y la fuerza centrífuga de la parte superior del cable, y la roca de lastre terminal.
—¿Y qué pasa con Fobos? —preguntó John.
—Fobos se encuentra en su camino, por supuesto. El cable vibrará para evitarlo: los diseñadores lo llaman una oscilación Clarke. También habrá que esquivar a Deimos, pero como su órbita está más inclinada el problema no será tan frecuente.
—¿Y cuando al fin esté en posición? —preguntó Helmut, la cara brillante.
—Al cable se le unirán unos cientos de ascensores como mínimo, y las cargas se pondrán en órbita utilizando un sistema de contrapeso. Como de costumbre, habrá infinidad de materiales que bajar desde la Tierra, de modo que los requerimientos de energía para las subidas se minimizarán. También será posible emplear la rotación del cable a modo de honda; los objetos liberados desde el asteroide lastre en dirección a la Tierra usarán la energía de la rotación de Marte como impulso y tendrán un despegue de alta velocidad que no implicará combustible. Es un método limpio, eficaz y extraordinariamente barato, tanto para elevar grandes volúmenes al espacio como para acelerarlos hacia la Tierra. Y después del descubrimiento de metales estratégicos en Marte, cada vez más escasos en la Tierra, todo esto tiene un incalculable valor. Nos da la posibilidad de intercambiar lo que antes no era económicamente viable; será un componente crucial de la economía marciana, la clave de su industria. Y la construcción no será tan cara. Una vez que se coloque en órbita un asteroide carbonoso, con una fábrica de cable robotizada y alimentada por energía nuclear, la instalación construirá cable como una araña que suelta hilo. Habrá poco más que hacer, salvo esperar. La fábrica de cable tal como ha sido diseñada será capaz de producir más de tres mil kilómetros al año… eso significa que necesitamos empezar tan pronto como sea posible, pero una vez que la producción comience, sólo llevará unos diez u once años. Y valdrá la pena esperar.
John clavó los ojos en Phyllis, impresionado como siempre. Era como una conversa fervorosa dando testimonio, una predicadora en el pulpito, confiada y tranquila. El milagro del gancho celestial. Juan y las habichuelas mágicas, la Ascensión a los Cielos; el asunto tenía en verdad un aire de milagro.
—Aunque no tenemos mucho margen de elección —continuó Phyllis—. Esto elimina el problema de nuestro pozo de gravedad como impedimento físico y económico. Es crucial; sin él nos pasarán por alto, seremos como Australia en el siglo diecinueve, estaremos demasiado lejos para desempeñar un papel importante en la economía del mundo. La gente nos dejará de lado y explotará directamente los asteroides, donde abundan los minerales y no hay gravedad. Sin el ascensor no seríamos más que un sitio atrasado y apartado.
Shikata ga nai, pensó John con ironía. Phyllis lo miró fugazmente, como si él hubiera hablado en voz alta.
—No dejaremos que eso ocurra —continuó ella—. Y hay algo mejor: nuestro ascensor servirá como prototipo experimental para uno terrano. Las transnacionales que adquieran experiencia en la construcción de este ascensor estarán en una posición de privilegio cuando pujen por los contratos para el proyecto terrano, que será aún más grande.
Y continuó en esa línea, bosquejando cada aspecto del plan, y después contestó a las preguntas de los ejecutivos con la refinada brillantez de siempre. Consiguió que todos se rieran; estaba en éxtasis, los ojos encendidos. John casi pudo ver las lenguas de fuego que le danzaban sobre la masa de cabello castaño rojizo: a la luz de la tormenta parecía un tocado de joyas. Los ejecutivos y los científicos del proyecto resplandecían bajo la mirada de Phyllis, estaban metidos en algo grande y lo sabían. La Tierra tenía una grave escasez de los metales que abundaban en Marte. Aquí era posible amasar fortunas, fortunas inmensas. Y alguien que fuera dueño de una parte del puente sobre el que pasaría cada gramo de metal, también amasaría una fortuna inmensa, probablemente la más grande de todas. No era de extrañar que Phyllis y el resto mostraran una unción religiosa.
Antes de la cena de aquel día John se plantó en su cuarto de baño, y sin mirarse en el espejo sacó dos pastillas de omegendorfo y se las tragó. Estaba harto de Phyllis. Pero la droga hizo que se sintiera mejor. Al fin y al cabo, ella sólo era otra parte del juego. Cuando se sentó a cenar estaba eufórico. De acuerdo, pensó, tienen su mina de habichuelas mágicas. Pero no estaba claro que fueran capaces de aprovecharla ellos mismos… en realidad, era bastante improbable. De modo que toda esa complacencia de peces gordos resultaba un poco estúpida, a la vez que irritante, y en medio de uno de esos diálogos entusiastas se rio y dijo:
—¿No les parece improbable que ese ascensor pueda funcionar como propiedad privada?
—No es esa nuestra intención —dijo Phyllis con una brillante sonrisa.
—Pero esperan que se les pague por la construcción. Y luego esperan concesiones, y obtener beneficios de la empresa, ¿no es ése el corazón del capitalismo de riesgo?
—Bueno, desde luego —dijo Phyllis, al parecer ofendida porque él hubiera hablado de manera tan explícita—. Todo el mundo en Marte se beneficiará, naturalmente.
—Y ustedes se quedarán con un porcentaje de cada porcentaje. —Predadores en la cima de la cadena. O bien parásitos que medran y decaen—. ¿Sabes lo ricos que se hicieron los constructores del Golden Gate? ¿Nacieron grandes dinastías transnacionales con los beneficios? No. Fue un proyecto público, ¿verdad? Los constructores eran empleados públicos, que recibían un salario normal. ¿Qué te apuestas a que el tratado de Marte estipula un arreglo parecido para la construcción aquí de las infraestructuras? Estoy convencido.
—Pero el tratado se revisará dentro de nueve años —señaló Phyllis, los ojos centelleantes. John rio.
—¡Así es! Sin embargo, no has visto como yo que todo el planeta apoya un tratado revisado que limite aún más las inversiones y beneficios terranos. Lo que pasa es que no has prestado atención. No olvides que éste es un sistema económico que parte de cero, apoyado en principios sólidos. La capacidad de carga es aquí limitada, y has de tenerlo en cuenta si aspiras a crear una sociedad estable. No puedes limitarte a transportar materias primas desde aquí a la Tierra… la época colonial ya ha terminado, no lo olvides.
Se rio de nuevo ante las miradas iracundas que le echaron todos; era como si les hubieran implantado en las córneas cañones de revólveres.
Y sólo se le ocurrió más tarde, de vuelta en su habitación y al recordar esas miradas, que quizá no había sido una buena idea meterlos de narices en la realidad. El hombre de la Amex había levantado ostensiblemente la muñeca a la altura de la boca para anotar algo. Este John Boone crea problemas, había susurrado sin apartar los ojos de John; quería que John lo viese. Bueno, otro sospechoso, entonces. Pero aquella noche John tardó bastante en dormirse.
Abandonó Pavonis al día siguiente y bajó por Tharsis en dirección este, con la intención de recorrer los siete mil kilómetros que había hasta Hellas y visitar a Maya. La tormenta hizo que el viaje le pareciese extrañamente solitario. Vislumbró las tierras altas australes sólo en fragmentos lóbregos, a través de ondulantes mantos de arena, acompañado por el omnipresente silbido del viento. A Maya le complacía que fuera a visitarla; él no había estado nunca en Hellas y un montón de gente de allí tenía ganas de conocerlo. Habían descubierto un acuífero considerable al norte de Punto Bajo, de manera que el plan era bombear agua hasta la superficie y crear un lago en Punto Bajo, un lago con una superficie congelada que estaría sublimándose continuamente en la atmósfera, pero que ellos mantendrían abastecido. De ese modo enriquecería la atmósfera, y a la vez serviría como depósito de agua y calor para un círculo de granjas abovedadas que bordearían el lago. Maya estaba entusiasmada con esos planes.
John hizo el largo viaje en un estado hipnótico, a medida que los cráteres asomaban borrosamente entre nubes polvorientas. Una noche se detuvo en un asentamiento chino donde apenas sabían una palabra de inglés; la gente vivía en casetas como las del parque de remolques; él y los colonos tuvieron que recurrir a un programa de traducción de IA y pasaron buena parte de la velada riendo. Dos días después llegó a un paso alto y paró por un día en una enorme instalación japonesa de extracción de aire. Allí todo el mundo hablaba un excelente inglés, pero se sentían frustrados: la tormenta había parado los extractores. Sonriendo pero afligidos, los técnicos lo escoltaron a través de unos enmarañados sistemas de filtración que ayudarían a que las bombas continuaran funcionando… y todo para nada.
Viajó hacia el este y tres días después se encontró con un caravasar sufí en la cima de una mesa circular de paredes escarpadas. Esa mesa en particular había sido una vez el suelo de un volcán, pero había quedado tan endurecida por el metamorfismo de contacto que en los eones siguientes resistió la erosión que había barrido la blanda tierra circundante; y ahora se erguía por encima de la planicie como un pedestal grueso y redondo, con flancos agrietados de un kilómetro de altura. John subió por una rampa zigzagueante hasta el caravasar de la cima.
Allí arriba descubrió que la mesa asomaba en medio de una ola vertical permanente de la tormenta de polvo, de modo que la luz solar se filtraba a través de las oscuras nubes más que en ningún otro lugar que hubiera visto, incluso más que en el borde de Pavonis. La visibilidad era escasa, como en los demás sitios, pero todo estaba más brillantemente coloreado, los amaneceres eran purpúreos y violáceos, los días un torrente nebuloso de amarillos y ocres, naranjas y rojizos, atravesados por esporádicos y broncíneos rayos de sol.
Era un paraje extraordinario y los sufíes resultaron ser más hospitalarios que cualquiera de los grupos árabes que había conocido hasta entonces. Le contaron que habían venido con uno de los últimos grupos árabes, como concesión a las facciones religiosas del mundo árabe allá en la Tierra; y como los sufíes eran numerosos entre los científicos islámicos, hubo pocas objeciones a que los enviaran como un grupo independiente. Uno de ellos, un hombre pequeño y negro llamado Dhu el-Nun, le dijo:
—Es maravilloso en esta época de los setenta mil velos que tú, el gran talib, hayas seguido tu tariqat hasta aquí para visitarnos.
—¿Talib? —preguntó John—. ¿Tariqat?
—Un talib es un buscador. Y el tariqat del buscador es un sendero, su propio sendero, ¿sabes?, en el camino a la realidad.
—¡Comprendo! —exclamó John, todavía sorprendido por la cordialidad del recibimiento.
Dhu lo condujo desde el garaje hasta un edificio bajo y negro, de aspecto compacto por la energía concentrada, que se levantaba en el centro de un círculo de rovers; era una cosa redonda y achaparrada, como un modelo de la misma mesa, con ventanas de toscos cristales transparentes. Dhu identificó la roca negra del edificio como estisovita, un silicato de alta densidad creado por el impacto del meteorito, cuando por un momento las presiones fueron de más de un millón de kilogramos por centímetro cuadrado. Las ventanas eran de lechatelierita, una especie de cristal comprimido creado también por el impacto.
Dentro de la construcción un grupo de unos veinte, compuesto de hombres y mujeres por igual, le dio la bienvenida. Las mujeres iban con la cabeza descubierta y se comportaban de la misma manera que los hombres, algo que de nuevo sorprendió a John: parecía que entre los sufíes las cosas no eran como entre los árabes en general. Se sentó y bebió café con ellos, y una vez más empezó a hacer preguntas. Le contaron que eran sufíes cadaritas, panteístas influidos por la antigua filosofía griega y el existencialismo moderno, y por medio de la ciencia y la ru' yat al-qalb, la visión del corazón, trataban de hacerse uno con esa realidad última que era Dios.
—Hay cuatro viajes místicos —le dijo Dhu—. El primero comienza con la gnosis y termina con el fana, que es dejar atrás todas las cosas fenoménicas. El segundo empieza cuando alfana sucede el baqa, lo duradero. En este punto tu viaje en lo real, por lo real, hacia lo real, y tú mismo son todos una misma realidad, un haqq. Y después pasas al centro del universo del espíritu y te conviertes en uno con todos los demás que han hecho algo parecido.
—Creo que todavía no he emprendido mi primer viaje —dijo John—. No sé nada.
Se dio cuenta de que esa respuesta los complacía. Puedes empezar, le dijeron, y le sirvieron más café. Siempre puedes empezar. Eran tan estimulantes y amistosos comparados con cualquiera de los otros árabes, que se confió a ellos y les habló del viaje a Pavonis y de los planes para el gran cable del ascensor.
—Ninguna quimera del mundo es totalmente errónea —indicó Dhu. Y cuando John mencionó su último encuentro con árabes, en Vastitas Borealis, y que Frank viajaba con ellos, Dhu dijo crípticamente—: Es el mismo amor al bien lo que induce a los hombres al mal.
Una de las mujeres rio y dijo:
—Chalmer es tu nafs.
—¿Qué es eso? —preguntó John.
Todos rieron. Dhu, sacudiendo la cabeza, dijo:
—No es tu nafs. El nafs es el yo maligno, que según dicen algunos habita en el pecho.
—¿Como un órgano o algo parecido?
—Como una criatura real. Mohammed ibn 'Ulyan, por ejemplo, dijo que algo como un cachorro de zorro le saltó de la garganta, y cuando le dio una patada, se hizo más grande. Ése era su nafs.
—Es otro nombre para la Sombra —explicó la mujer.
—Bueno —dijo John—. Quizá entonces él lo sea. O tal vez lo que sucede es que el nafs de Frank recibe muchas patadas. Se rieron con él de la ocurrencia.
Avanzada la tarde, la luz del sol atravesó el polvo e iluminó las nubes ondeantes; pareció que el caravasar descansaba en el ventrículo de un corazón enorme, con las ráfagas de viento que decían palpita, palpita, palpita. Los sufíes se llamaron unos a otros cuando miraron por las ventanas de lechateherita, y rápidamente se metieron en los trajes para salir a ese mundo carmesí, al viento, y le pidieron a Boone que los acompañara. Sonrió y se enfundó un traje, y mientras lo hacía se tragó a escondidas una pastilla de omeg.
Una vez fuera, recorrieron el mellado borde de la mesa, mirando las nubes y la planicie en sombras de abajo, y señalándole a John los accidentes geográficos que en ese momento eran visibles. Después se agruparon cerca del caravasar y John los escuchó mientras cantaban, con varias voces que traducían al inglés del árabe y el parsí. «Nada poseas y que nada te posea. Aparta lo que tienes en la mente, ofrece lo que tienes en el corazón. Aquí un mundo y allá un mundo, y nosotros sentados en el umbral».
Otra voz: «El amor estremeció la cuerda del laúd de mi alma, y me cambió al amor de la cabeza a los pies».
Y comenzaron a bailar. Al observarlos, John de repente comprendió que eran derviches giróvagos: saltaban en el aire al ritmo retumbante de los tambores, transmitidos en la frecuencia común; saltaban y remolineaban en lentos y sobrenaturales giros, extendiendo los brazos, y cuando se posaban en el suelo saltaban y volvían a saltar, vuelta tras vuelta tras vuelta. Derviches giróvagos en la gran tormenta de polvo, sobre una alta mesa circular que en tiempos muy antiguos había sido el suelo de un volcán. Era un espectáculo tan maravilloso a la brillante y palpitante luz de color sangre, que John se levantó y empezó a girar con ellos. Destrozó sus simetrías, en ocasiones llegó a chocar con otros bailarines; pero a nadie pareció importarle. Descubrió que saltar levemente en el viento ayudaba a conservar el equilibrio.
Una ráfaga fuerte lo derribaría. Rio. Algunos de los bailarines cantaban por la frecuencia común, los habituales aullidos en cuarto de tono, punteados por gritos y roncas respiraciones rítmicas, y la frase «Ana el-Haqq, ana el-Haqq». Yo soy Dios, tradujo alguien, Yo soy Dios. Una herejía sufí. El propósito de la danza era hipnotizar… John sabía que había otros cultos musulmanes que empleaban la autoflagelación. Era mejor dar vueltas; bailó, se unió al cántico en la frecuencia común y lo amplió con su propia respiración acelerada, y con gruñidos y balbuceos. Luego, sin pensarlo, comenzó a añadir a la ola de sonido los nombres de Marte, musitados al ritmo del cántico tal como él lo entendía. «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram. Harmakhis, Hrad, Huo Hsing, Kasei. Ma'adim, Maja, Mamers, Mángala. Nirgal, Shalbatanu, Simud y Tiu». Había memorizado la lista años atrás, como una especie de truco; ahora lo sorprendió descubrir el excelente cántico que era, cómo le fluía de la boca y lo ayudaba a estabilizarse. Los otros bailarines se reían de él, pero sin mala intención, parecían complacidos. Se sentía ebrio, todo su cuerpo vibraba. Repitió y repitió la letanía, después pasó a repetir el nombre árabe, una y otra vez: «Al-Qahira, Al-Qahira, Al-Qahira». Y luego, al recordar lo que le había dicho una de las voces traductoras, «Ana el-Haqq, ana Al-Qahira, Ana el-Haqq, ana Al-Qahira». Yo soy Dios, Yo soy Marte, Yo soy Dios… Los otros rápidamente se unieron a él en ese cántico, lo elevaron a una canción salvaje, y en el destello de los visores en rotación vislumbró unas caras sonrientes.
Ciertamente giraban bien; remolineaban y los dedos extendidos cortaban en arabescos las ráfagas de polvo rojo, y ahora lo tocaron con las yemas de los dedos, lo guiaron e incluso introdujeron sus torpes vueltas en la coreografía común. Gritó los nombres del planeta y ellos los repitieron, invocación y respuesta. Entonaron los nombres, en árabe, sánscrito, inca, todos los nombres de Marte, mezclados en una sopa de sílabas, creando una música polifónica que era hermosa y estremecedora, pues los nombres de Marte provenían de tiempos en que las palabras sonaban de un modo extraño y los nombres tenían poder: podía oírlo cuando los cantaba. Voy a vivir mil años, pensó.
Cuando al fin dejó de bailar y se sentó a mirar, comenzó a sentirse mareado. El mundo daba vueltas, y le pareció que su oído medio giraba como una bola de ruleta. La escena palpitó ante él, no podía distinguir si se trataba del polvo que se arremolinaba o de algo interior, pero fuera lo que fuese, los ojos se le desorbitaron ante lo que veía: ¿derviches giróvagos en Marte? Bueno, en el mundo musulmán eran una especie de descarriados con una tendencia ecuménica rara en el islam. Y también científicos. De modo que quizá ellos lo guiaran camino del islam, su tanqat; y las ceremonias de derviches tal vez pudieran introducirse en la areofanía, como durante el cántico. Se puso de pie, tambaleándose; y de pronto comprendió que uno no tenía que inventarlo todo a partir de cero, que era cuestión de hacer algo nuevo sintetizando todo lo que había sido bueno hasta entonces. «El amor estremeció la cuerda del amor en mi laúd…».
Estaba demasiado mareado. Los otros se reían de él y lo sostenían. Habló con ellos como siempre, con la esperanza de que lo entendieran.
—Estoy mareado. Creo que voy a vomitar. Pero tienen que decirme por qué no podemos dejar atrás todo el triste bagaje terrano. Por qué no podemos inventar juntos una nueva religión. ¡El culto de Al-Qahira, Mángala, Kasei! —Rieron y lo llevaron a hombros de regreso al refugio—. Hablo en serio —dijo, mientras el mundo daba vueltas—. Quiero que lo hagan, quiero que la danza sea parte de esa religión; ya se sabe quién tendrá que diseñarla. Ya lo están haciendo.
Pero vomitar en un casco era peligroso, y ellos se rieron de él y lo metieron deprisa en el habitat de piedra aplastada. Allí, mientras vomitaba, una mujer le sostuvo la cabeza, y en un musical inglés continental le dijo:
—El Rey pidió a sus sabios una única cosa que lo hiciera feliz cuando estuviera triste, pero triste cuando estuviera feliz. Los sabios se reunieron y regresaron con un anillo que tenía grabado un mensaje: «Esto También Pasará».
—Directo a los recicladores —dijo Boone. Se tumbó de espaldas y todo le dio vueltas. Era una sensación horrible; el sólo quería estar tendido e inmóvil—. Pero ¿qué andan buscando? ¿Por qué están en Marte? Tienen que decirme qué buscan aquí.
Lo llevaron al cuarto común y sacaron tazas, y una tetera con té aromático. Aún se sentía como si estuviera dando vueltas y las ráfagas de polvo que batían las ventanas cristalinas no lo ayudaban mucho.
Una de las mujeres mayores tomó la tetera y llenó la taza de John. Volvió a dejarla donde estaba e hizo un gesto: «Ahora tú llena la mía». John así lo hizo, vacilante, y luego la tetera recorrió el cuarto. Cada uno llenó la taza de otro.
—Empezamos todas las comidas así —dijo la mujer mayor—. Es una pequeña señal de que estamos juntos. Hemos estudiado las viejas culturas, antes de que vuestro mercado global lo envolviera todo en una red: en aquellas épocas había muchas formas de intercambio. Algunas consistían en regalar cosas. Verás, todos tenemos un regalo que nos fue dado por el universo. Y todos nosotros con cada aliento devolvemos algo a cambio.
—Como la ecuación de la eficacia ecológica —dijo John.
—Tal vez. En cualquier caso, surgieron culturas enteras alrededor del concepto del don, en Malasia, en el noroeste americano, en muchas culturas primitivas. En Arabia dábamos agua o café. Comida y albergue. Y todo lo que te era dado no pretendías retenerlo, sino darlo a tu vez, si era posible con intereses. Trabajabas para dar más de lo que habías recibido. Quizá ésta podría ser la base de una economía reverente.
—¡Es lo mismo que dijeron Vlad y Úrsula!
—Tal vez.
El té ayudó. Después de un rato recobró el equilibrio. Hablaron de otras cosas, de la gran tormenta, del gran zócalo compacto en que vivían. Aquella noche preguntó si habían oído hablar del Coyote, pero le dijeron que no. Conocían historias acerca de una criatura que ellos llamaban «el oculto», el último superviviente de una antigua raza de marcianos, una cosa marchita que vagaba por el planeta y ayudaba a los peregrinos, rovers y asentamientos en peligro. Había sido avistado en el puesto de agua en Chasma Borealis el año anterior, durante un desprendimiento de hielo y el subsiguiente corte de energía.
—¿No se trata del Gran Hombre? —preguntó John.
—No, no. El Gran Hombre es grande. El oculto es como nosotros. Los hermanos del oculto eran súbditos del Gran Hombre.
—Comprendo.
Pero en realidad no comprendía, no del todo. Si el Gran Hombre era el mismo Marte, quizá la historia del oculto había sido inspirada por Hiroko. Imposible saberlo. Necesitaba a un folklorista, o a un especialista en mitos, alguien que pudiera decirle cómo nacían las historias; pero sólo contaba con estos sufíes, sonrientes y extraños, ellos mismos criaturas de fábula. Sus conciudadanos en esta nueva tierra. Tuvo que reírse. Se rieron con él y lo llevaron a la cama.
—Antes de dormir decimos una plegaria del poeta persa Rumi Jalaluddin —le dijo la mujer mayor, y la recitó:
Morí como mineral y me convertí en planta,
morí como planta y me levanté como animal.
Morí como animal y fui humano.
¿Por qué temer? ¿Cuándo fui menos al morir?
Pero una vez más moriré humano,
para elevarme con los ángeles.
Y cuando sacrifique mi alma de ángel
seré el que ninguna mente ha concebido.
—Duerme bien —dijo ella en la mente adormecida de John—. Éste es el sendero de todos.
A la mañana siguiente subió con el cuerpo tieso al rover, haciendo muecas por sus pobres miembros doloridos y decidido a tomar un poco de omeg tan pronto como se pusiera en marcha. La misma mujer estaba allí para despedirlo; golpeó afectuosamente su visor contra el de ella.
—Bien sea en este mundo o en aquél —dijo la mujer—, al final tu amor te llevará más allá.