Quinta Parte

ENTRANDO EN LA HISTORIA

El laboratorio zumbaba quedamente. Escritorios, mesas y bancos estaban atestados de cosas, las paredes blancas cubiertas de gráficos, carteles y tiras cómicas recortadas, todo vibrando bajo la brillante luz artificial. Igual que cualquier laboratorio en cualquier parte: un poco limpio, un poco desordenado. En el rincón había una ventana oscura que reflejaba el interior; fuera era de noche. El edificio estaba casi vacío.

Pero había dos hombres de pie en batas de laboratorio ante uno de los bancos, observando una pantalla de ordenador. El más bajo de los dos tecleó con el dedo índice en el tablero de debajo, y la imagen cambió. Sacacorchos verdes sobre fondo negro, retorciéndose de tal modo que parecían tridimensionales, como si la pantalla fuera una caja. Una imagen obtenida con un microscopio electrónico; el campo sólo tenía unas pocas micras de ancho.

—Puedes ver que es una especie de reparación plásmida de la secuencia genética —dijo el científico bajo—. Se identifican las rupturas en las cadenas originales. Se sintetizan secuencias de sustitución, y cuando las masas de estas secuencias se introducen en la célula, las roturas se convienen en puntos de fijación, y las sustituciones se unen a los originales.

—¿Las introduces por transformación? ¿Electroporación?

—Transformación. Las células tratadas se inyectan, y las cadenas de reparación llevan a cabo una transferencia conyugal.

—¿En vivo?

—En vivo.

Un silbido bajo.

—¿Así que puedes reparar cualquier cosa pequeña? ¿Un error en la división celular?

—Así es.

Los dos hombres miraron los sacacorchos de la pantalla, ondeando como los brotes nuevos de las parras en la brisa.

—¿Hay pruebas?

—¿Te mostró Vlad esos ratones en la sala de al lado?

—Sí.

—Tienen quince años.

Otro silbido.

Entraron en la habitación contigua, donde estaban los ratones, intercambiando murmullos bajo el zumbido de la maquinaria. El alto miró con curiosidad el interior de una jaula, donde bolas de piel respiraban debajo de virutas de madera. Cuando volvieron a salir, apagaron todas las luces. El parpadeo de la pantalla del microscopio electrónico iluminaba el primer laboratorio, dándole un tinte verdoso. Los científicos se dirigieron a la ventana, hablando en voz baja. Miraron afuera. El cielo estaba púrpura por la inminencia del amanecer; las estrellas desaparecían. En el horizonte se erguía la enorme mole de un volcán de cima chata. El Monte Olimpo, la montaña más alta del sistema solar.

El científico alto sacudió la cabeza.

—Esto lo cambia todo, ¿sabes?

—Lo sé.