La idea se me ocurrió cuando íbamos de camino a casa el Orejones y yo. Estábamos jugando a «Palabras encadenadas». La Susana dice que es un juego bastante idiota, pero si tuviéramos que hacerle caso a la niña ésa, no jugaríamos a nada; siempre tiene que decir:
—Ese juego es bastante idiota.
—Pues invéntate tú uno, no te fastidia —le dije yo un día que me tenía hasta las mismísimas narices.
Para qué le diría nada. Se le ocurrió que nos quedaríamos en mitad de la carretera hasta que viniera un coche, y a última hora, echaríamos a correr. Íbamos por parejas y ganaba la pareja que aguantara más tiempo plantada con las manos cogidas tapando la calle. Los señores de los coches sacaron las manos de sus ventanillas y pitaron cuando vieron que Yihad y la Susana no se apartaban. Yo estaba tragando bastante saliva y el corazón se me había trasladado a la garganta. Al Orejones se le habían puesto las orejas como dos tomates. Es que tiene un procedimiento por el cual las orejas le cambian de color cuando acecha el peligro. Científicos de todo el mundo han intentado encontrarle una explicación a eso y no la han encontrado. Dice mi abuelo que es que la ciencia no siempre tiene respuestas para todo.
Bueno, pues llegó el momento X y el Orejones y yo nos pusimos en mitad de la calle cogidos de la mano. De repente, vimos que se acercaba sin piedad un autocar. Al Orejones y a mí nos empezó a dar la famosa risa de la muerte, una risa que te da cuando te estás muriendo en el Polo Norte. El Orejones se soltó de mi mano y se fue a la acera. Yihad gritaba:
—¡Mirad, qué valiente es el tío!
El tío era yo, Manolito Gafotas. Un autocar no podía conmigo, ni un autocar ni un Jumbo podían conmigo porque yo, con el poder de mi mente, iba a parar a aquel monstruo de cuatro ruedas. No veas la sorpresa que me llevé cuando vi que el autocar se detenía, porque una cosa es que tú te imagines que tu mente tiene superpoderes y otra muy distinta que los tenga de verdad. El autocar se paró en redondo —¡ay!, no, se paró en seco, que me he equivocado de frase—. Mis amigos me aplaudían. De repente vi que la puerta del autocar se abría y pensé: «Ahora me va a preguntar el conductor: “¿Cómo lo has hecho, Manolito? ¿Cómo has podido con la fuerza de tu mente arrebatarme el control de los mandos?».
Pero en seguida me di cuenta de que el conductor jamás me preguntaría eso. No era un conductor desconocido, era el señor Solís, el conductor del autobús del colegio, y cuando le tuve a dos metros y medio supe que no me iba a felicitar por el poder de mi mente.
El señor Solís me cogió del abrigo para llevarme a la directora. El señor Solís me decía que si no me daba cuenta de que podía haberme matado y haberse matado él. El señor Solís me llamó Niño-loco-kamikace. Mis amigos habían dejado de aplaudir y habían dejado la acera; en realidad, habían desaparecido. El señor Solís me gritaba tan fuerte que un perdigón de su saliva se me quedó en el cristal de las gafas. De repente, unos coches, que estaban detrás del autocar del señor Solís, se pusieron a pitar porque querían pasar. El señor Solís tuvo que montarse en el autocar y me dijo que por esta vez me libraba por los pelos de la silla eléctrica y que me fuera cuanto más lejos mejor.
Me volví a mi casa solo con el perdigón del señor Solís en la gafa derecha, porque hay momentos en la vida en los que uno no está ni para limpiarse un perdigón. Aquella tarde no quise merendar, y casi no cené. Mi madre decía:
—A éste le pasa algo.
Así que tuve que disimular porque no quería que mi madre se enterara de que su hijo era mucho peor de lo que ella imaginaba.
Por la noche soñé que el señor Solís y yo estábamos muertos en dos cajas, uno al lado de otro. No me molestaba estar en aquel ataúd; lo que sí que me molestaba era que nadie se había preocupado de limpiarme el famoso perdigón del señor Solís, y no podía ver quién había asistido a mi entierro.
Me desperté sudando, como se despiertan los protagonistas de las películas, y desperté a mi abuelo para contarle lo que me había pasado. Mi abuelo me dijo que yo no tenía que hacer siempre lo que me decían mis amigos, y que ser valiente no era hacer lo que quisieran los más chulitos, y que si Yihad y la Susana fueran tan valientes como dicen, se hubieran quedado a defender a un amigo.
O sea, que mi abuelo le daba la razón al señor Solís. Era la primera vez en mi vida que mi abuelo se ponía de parte del otro bando, así que me puse a llorar, porque la verdad es que me sentía bastante solo en el planeta Tierra. Entonces mi abuelo me dijo que como estaba seguro de que no iba a hacer más una tontería tan grande, a partir de ahora jamás nos acordaríamos de eso y que, al fin y al cabo, todo el mundo se equivoca, sobre todo el que tiene boca, y que a dormir.
Así que como te dije al principio, el Orejones y yo íbamos por el camino a los pocos días de aquella terrible historia jugando a las palabras encadenadas. Él decía:
—Chapa.
—Pato —seguía yo.
Como verás, es un juego bastante menos peligroso que los que les gustan a la Susana y a Yihad. Lo único que tiene de malo es que al final siempre quedamos empate porque uno dice:
—Monja.
—Jamón —sigue el otro.
—Monja.
—¡Jamón!
Y así, hasta el final de los tiempos o hasta que nos despedimos y cada uno se va por su lado, porque ya estamos hartos el uno del otro.
Bueno, pues habíamos acabado el famoso juego de las palabras encadenadas, cuando a mí se me ocurrió lo que iba a hacer minutos más tarde. Le dije al Orejones adiós con la barbilla y me fui corriendo hasta el portal, allí abrí mi cartera con temblores de emoción y saqué mis tres rotuladores, unos rotuladores gordos que nos regala por Navidad Martín, el de la Pescadería, y que ponen en un lado «Felices Pascuas. Pescadería Martín». Mi madre, que siempre le tiene que poner pegas a todo, dice: «Más contentas estaríamos sus clientas si nos regalara un kilo de gambas».
Le quité los capuchones a los superrotuladores y empecé a subir la escalera pasando las puntas por la pared. «Cómo molo», pensé. Hacía tres rayas: una roja, una azul y una negra. Procuraba que quedaran muy rectas para que pareciera una barandilla. No es por nada, pero me estaba quedando fuera de lo normal. Haciendo mi barandilla fantástica subí hasta el tercero. ¿Por qué subí hasta el tercero? Porque yo vivo en el tercero como saben todos los españoles.
Me abrió la puerta mi madre y me miró las manos, como siempre que llego de la calle. Mi madre te mira las manos y sabe dónde has estado, a qué hora y a veces, hasta con quién. Una vez, llegamos mi abuelo y yo a casa un poco tarde. Mi madre me cogió las manos, me las olió y le dijo a mi abuelo: «Te parecerá bonito invitarle al niño a gambas. Ahora la comida me la como yo».
Ya te digo, mi madre no trabaja en la CIA porque los americanos no le han dado una oportunidad, pero es una espía de primera calidad.
Bueno, pues estábamos en que me miró las manos y me las vio llenas de manchas de rotulador. De repente, se quedó más pálida que una puerta viendo mi barandilla fantástica, empezó a bajar las escaleras siguiendo su rastro y creo que llegó hasta el portal. El Imbécil la seguía pasando el dedo por las líneas de colores. Luego la oí subir muy despacio. Cuando mi madre hace algo muy despacio es que está a punto de estallar la Tercera Guerra Mundial; así que cuando iba por el segundo me puse a llorar, a ver si así evitaba que me condenaran a muerte. Lloraba suavecito porque algo me decía que tenía que guardar mis reservas de lágrimas para las próximas cinco horas.
La intuición no me había fallado, amigos. Cuando mi madre llegó al tercero me dio mi colleja correspondiente.
A mi madre no la contratan para Karate Kid, tercera parte, porque no hay justicia en este mundo, pero mi madre es cien mil veces mejor que el maestro de Karate Kid. Cuando me dio la colleja que te he dicho, yo pensé: «Pues vaya golpe más tonto».
Pero a la media hora empecé a sentir un calor repentino en la parte afectada. Si en ese momento me hubieran echado un huevo en la nuca, el huevo se hubiera frito. Con eso lo digo todo. Aún así, prefiero mil veces una colleja a las broncas de viva voz. Cuando mi madre encuentra un buen tema por el que reñirte, estás acabado. El rollo repollo puede durar semanas, a veces meses, incluso años.
Aquel día el asunto tenía muy mala pinta. Mi madre dijo:
—Este niño me va a matar, ha dibujado con los rotuladores por toda la escalera y se acababa de pintar. Encima no podemos ocultar que ha sido él porque las rayas que ha hecho el monicaco éste llegan hasta nuestra puerta. La comunidad nos hará pagar la pintura, nos quedaremos sin dinero…
Mi madre seguía, seguía y seguía hablando, pero yo ya no la escuchaba. Las lágrimas que ahora salían de mis ojos eran de pena. Me imaginaba a mí y a toda mi familia en la calle, muertos de frío, con agujeros en la camiseta, pidiendo limosna y un bocadillo de nocilla para merendar, como aquella familia que vimos un día en la Puerta del Sol que cantaban para ganarse las limosnas. Mi abuelo les dio trescientas pesetas para que se callasen un rato, porque él personalmente no los podía soportar. La gente aplaudió la increíble idea de mi abuelo, porque la verdad es que aquella familia cantaba peor que todas las familias que he conocido en la vida. Dice mi abuelo que ahora esa familia se gana la vida yendo a los parques con un cartel que dice: «Si no nos das limosna, cantamos (tenemos flauta y guitarra de cuatro cuerdas)».
Creo que les va bastante bien; la gente les llena la gorra de monedas de oro. Mi abuelo es un fuera de serie arreglándole la vida a la gente; es como Supermán pero, con menos poderes; el Imbécil y yo le llamamos Superpróstata.
Mi madre seguía a lo suyo:
—Dentro de un rato empezarán a venir los vecinos a decirme: «A ver si le atas las manos a tu Manolito» y «¿Ahora quién va a pagar el arreglo?». Y luego por la noche vendrá tu padre y me dirá: «La culpa la tienes tú que le regalas los rotuladores» y «Me dirás cómo pagamos este mes este imprevisto».
Entonces mi abuelo se levantó de la silla como si estuviera en el Congreso de los Diputados, levantó la mano como para decir algo muy importante y dijo:
—No os preocupéis porque… voy un momento al water.
No es que no nos tuviéramos que preocupar porque iba al water, es que a veces las ganas le entran repentinamente por culpa de la próstata maldita y tiene que interrumpir las mejores frases de su vida. Volvió en seguida:
—No os preocupéis porque esto lo va a arreglar el abuelo Nicolás.
El Imbécil se puso a aplaudir. Para él todo es muy sencillo en la vida; a mí me pasaba igual cuando era pequeño.
—Catalina —siguió diciendo mi abuelo en su silla del Congreso de los Diputados—, ni una palabra más.
Cuando mi madre se fue a recoger la cocina, mi abuelo me pidió con bastante misterio más rotuladores. Yo fui a la cartera y se los di. Me guiñó un ojo y salió por la puerta sin decir esta boca es mía.
Me quedé sentado en el sofá, pero la curiosidad no me dejaba vivir ni un segundo más en el globo terráqueo. Salí por la puerta igual de sigilosamente que había salido mi abuelo. Cuando vi lo que vi no podía creerlo. A ti te hubiera pasado lo mismo:
Mi abuelo estaba pintando con los rotuladores otras tres rayas del tercero al cuarto. Me acerqué a él muy despacio y le dije bajito:
—Abuelo.
—Joé, Manolito, casi me matas del susto —me confesó.
Los dos hablábamos tan bajo como cuando estamos en la cama.
—¿Qué haces, abuelo?
—Voy a pintar las rayas hasta el cuarto, así nadie tiene por qué echarte la culpa. Se la pueden echar también al del cuarto. Por mucho que te acusen, tú niégalo todo. Y ahora vete a casa.
Superpróstata actuaba de nuevo. Me metí en mi casa y al cabo de cinco minutos empezamos a escuchar gritos en el descansillo. Mi madre, el Imbécil y yo salimos a la escalera. La Luisa subió desde el segundo, y uno, que no sé cómo se llama, bajó desde el quinto. El del cuarto gritaba:
—¡De repente, abro la puerta y qué veo, a don Nicolás haciendo rayas de rotulador al lado de mi puerta, y claro, yo eso no lo puedo tolerar, hasta ahí podíamos llegar!
Los vecinos empezaron a darse cuenta de que toda la escalera tenía las famosas rayas. Mi madre estaba callada y cuando mi madre está callada es que la Tierra ha dejado de girar alrededor del Sol, eso está demostrado. La Luisa tomó la palabra:
—Don Nicolás, estas cosas tienen un pase si las hace un niño como Manolito, pero cuando las hace una persona mayor son de juzgado de guardia.
Creo que era mi oportunidad histórica para decir que había sido yo, pero mi abuelo se me adelantó:
—Señoras, señores —dijo con la voz de los actores cuando se mueren en las películas—, creo que estoy a punto de desmayarme.
Mi madre le cogió del brazo y se metieron los dos para casa. Los vecinos se quedaron en silencio sin saber qué decirse los unos a los otros. La Luisa, que siempre tiene que romper el hielo, hizo un diagnóstico de urgencia:
—Eso es falta de riego sanguíneo. Mi abuelo empezó también a hacer tonterías por falta de riego sanguíneo. A los tres meses y medio murió.
Ahora sí que me puse a llorar. La Luisa me estrujó entre sus brazos, me limpiaba las lágrimas con las manos; las manos le olían a ajo; en casa de la Luisa hasta el postre se come con ajo. Lo he visto con mis propias gafas.
El del cuarto no sabía dónde meterse, porque ahora nadie veía bien eso de gritar a un abuelo con falta de riego sanguíneo.
Salió mi madre, me salvó de los brazos estrujantes de la Luisa y me puso entre los suyos. Las manos de mi madre olían a Pril-Limón, que es el lavavajillas que se usa en mi casa. Mi madre dijo:
—No quería que nadie lo supiera, pero… mi padre tiene demencia senil, por eso ha hecho lo de la escalera, porque pierde la cabeza. Pagaremos lo que haga falta.
La Luisa dijo que de ninguna manera, que al fin y al cabo las rayas no molestaban a nadie y que había que tener caridad de esos pobres ancianos que dentro de poco iban a abandonar el planeta Tierra. Yo estaba alucinado: eso de descubrir que tu abuelo es un viejo loco al que le quedan tres meses y medio de vida era muy duro para un nieto como yo.
Todo el mundo se despidió bastante triste; casi nos estaban dando el pésame. El del cuarto se fue a su piso como ese asesino de abuelos en el que se acababa de convertir, y nosotros nos metimos en casa. A partir de ese momento me quedé en un rincón mirando lo que hacía mi abuelo: estaba tan pancho mojando un donuts de hacía días en un vaso de leche.
A él siempre le gustan las cosas que se quedan duras, el pan o los bollos, para deshacerlas en la leche con azúcar. Es lo que él llama «el célebre soperío». De repente, mi pobre abuelo me pareció muy raro: no era muy normal que siempre prefiriera los bollos duros, el pan de anteayer, que siempre fuera buscando en la nevera los restos del día anterior. Mi madre siempre dice: «En mi casa no se tira comida a la basura, de eso se encarga el abuelo. Lo podían contratar en el Vertedero».
Me daba mucha pena tener un abuelo loco, la verdad. Me daba pena y miedo: ¿Mira que si me atacaba al anochecer?
El anochecer llegó y también la noche. Las cosas no son fáciles cuando tienes la obligación de acostarte con un abuelo loco, pero eso a nadie parecía importarle. Mi padre protestaba por la cena, como siempre:
—Otra vez acelgas, otra vez pasto. Catalina, me vas a matar de aburrimiento.
Y el Imbécil se reía con las tonterías de mi abuelo como todas las noches, sin saber que no eran tonterías sino demencia por falta de riego sanguíneo. Le dije a mi madre cuando me estaba lavando los pies para ir a acostarme:
—¿Puedo dormir con el Imbécil?
—Hijo mío, qué mosca te ha picado. Nunca has querido acostarte con él, tuvimos que cerrar la terraza para que pudieras estar con tu abuelo y ahora me dices que quieres dormir con tu hermano. Estás como una cabra.
—¿La locura es hereditaria?
—¿No me estarás llamando loca?
—No, lo digo por el abuelo.
—Ah, ése —dijo mi madre echándose a reír misteriosamente—, ése está como un cencerro.
El momento de la verdad había llegado. Mi abuelo y yo a oscuras en la habitación, con la radio puesta como todas las noches de nuestra vida.
—Venga, Manolito, majo, ven a calentarme los pies.
Eso me dijo, y me dio las veinticinco pesetas para la hucha, como todas las noches de nuestra vida. Y yo me metí en su cama. ¿Serías tú tan valiente de decirle que no a un loco sin riego sanguíneo? Cuando los pies de mi abuelo ya estaban calientes, suspiró y dijo la misma frase de antes de dormir:
—Qué alivio, esto ya es otra cosa —pero esa noche, mi abuelo siguió hablando—: Al principio casi me da un paro cardíaco cuando el tío del cuarto abrió la puerta y me pilló haciendo las rayas en su descansillo, luego se me ocurrió lo del mareo, y luego a tu madre lo de la demencia senil. No me dirás que no lo hemos hecho bien entre todos, Manolito.
Mi madre diciendo mentiras, mi abuelo haciéndose el loco, los vecinos tragándose la historia y yo… yo también. Había veces que era más tonto de lo que parecía a primera vista.
—Entonces, ¿ni estás loco ni te vas a morir dentro de tres meses y medio?
—Pues no, estoy hecho una porquería pero tengo el cerebro de un niño.
Jo, qué día había pasado. Mi arsenal de lágrimas se había agotado, así que esperaba que al día siguiente no pasara nada malo ni a mí me diera por cometer ningún delito.
Lo que estaba claro era que a veces no sabía por qué hacía las cosas.
—Abuelo, no sé por qué lo hice. No sé por qué pinté la escalera con los rotuladores.
Entonces mi abuelo me dijo que no siempre uno sabía por qué hacía las cosas. Mi abuelo me dijo que desde que existen los rotuladores en el mundo mundial muchos niños han pintado las paredes y ninguno de ellos sabía por qué lo había hecho.
—¿Y cuando no existían los rotuladores?
Mi abuelo me dijo que pintaban las paredes con lápices, y antes con óleos, y antes con lo que pillasen. Después de mucho pensar le dije a mi abuelo:
—A lo mejor al niño que dibujó los animales en las cuevas de Altamira también le echaron una bronca.
—Pues a lo mejor.
—Y fíjate —me senté en la cama porque empezaba a estar emocionado— ahora la gente paga por verlo.
—Para que veas.
Me dormí muy contento, creo que esa fue la noche más feliz de mi vida. Porque me había librado de la peor bronca de mi vida, porque mi abuelo no estaba loco, porque no se moriría hasta 1999 y porque dentro de cinco siglos vendrían especialistas de todo el mundo para ver las rayas de una casa de Carabanchel, y saldrían fotos en todos los libros de la escuela del futuro.
Al día siguiente, antes de irme al colegio, saqué de nuevo uno de mis rotuladores de «Felices Pascuas. Pescadería Martín» y escribí en letra muy pequeña y en un rincón de la escalera:
«Manolito Gafotas. Febrero de 1993».
Quería facilitarles la investigación a los científicos del siglo XXV y quería que mi nombre se viera en las fotos que salieran en los libros. Al fin y al cabo, mi abuelo me había ayudado, pero yo había sido el inventor y el artista.