El capitán Merluza

Hace unos días no fui al colegio porque mi padre y yo tuvimos hora con el oculista por culpa de ese niño fuera de la ley que es el capitán Merluza. Fueron unos días terroríficos en los que se mascó la violencia en mi vida. Me gustaría que Rambo se viera en las terribles situaciones en las que yo me he visto. Se le iba a poner el rabo entre las piernas al tío ese.

Te lo voy a contar desde el principio de los tiempos: di que el otro día estoy tan tranquilo en el parque del Árbol del Ahorcado, que lo llamamos así porque sólo tiene un árbol que tiene muy buena pinta para ahorcarse, un árbol del lejano Oeste, y estaba con el Orejones López jugando a la trompa carnicera, cuando va y llega sin previo aviso el chulito de Yihad, me pone un pie en la trompa —en la trompa carnicera, no en la mía— y me dice:

—Ahora vamos a jugar a que yo era el capitán América. —Después de esta orden tajante señaló al Orejones y dijo también—: Éste era la chica y Manolito, el traidor asqueroso, y yo me peleaba con él a vida o muerte, me quedaba con la chica y Manolito se quedaba tirado en el suelo con la cabeza abierta.

Así es Yihad, a él le gusta que las bases del juego queden claras desde el principio.

La verdad es que viendo que me las iba a llevar de todos los colores, dije:

—Pues casi prefiero ser yo la chica.

El sucio cobarde del Orejones estaba encantado con el papel que le había encasquetado Yihad:

—No, de chica hago yo, porque hacer de chica en este juego me sale chachipé, como para ganarme el Oscar de Hollywood a la mejor actriz secundaria.

Le miré con los ojos bastante inundados de odio y se me ocurrió preguntar:

—¿Y por qué no dejamos el juego para mañana? Es que tengo que prepararme psicológicamente.

Ni por esas, el chulito de Yihad contestó:

—Ahora.

El Orejones se puso a gritar en su papel de princesa atacada, como si le hubieran dado cuerda, y yo salí corriendo como si fuera a ganar los cien metros lisos. Yo soy de esa clase de tíos a los que les gusta pelearse en plan retirada. Pero en esta vida las personas se dividen en dos grandes grupos: los que ganan las carreras y los que las pierden. Yo soy de los segundos. El chulito de Yihad me cogió por la capucha de la trenca y me dijo:

—Defiéndete, Gafotas. Tienes la oportunidad de pelearte con el tío más bestia de la clase, que soy yo.

Bueno, visto así era una suerte: está claro que no es lo mismo presumir de que te ha puesto el ojo morado Rambo a tener que confesar que ha sido Piolín el que te ha hecho besar la tierra.

Yo con las manos no podía defenderme porque todo mi cuerpo estaba paralizado por la emoción intensa de ese momento crucial de mi vida, así que tuve que defenderme con la boca, que es lo único que me responde cuando estoy a punto de morir degollado. Cuando digo que me defendí con la boca no quiero decir a mordiscos, no seas bestia, quiere decir hablando:

—Es que yo era el rey y al rey nadie le puede pegar porque está prohibido por la Constitución, así que si me pegas tus huesos irán a parar a la cárcel y todo el pueblo español estará en contra de ti.

Tienes que reconocer que si se hiciera en el planeta un concurso mundial de frases la mía quedaría por lo menos finalista. Pero a Yihad no le impresionan las grandes frases; él es el clásico tipo duro, duro de roer:

—Una mierda vas a ser tú el rey; los reyes no pueden llevar gafas, y cuando nacen con gafas los mandan al extranjero y ponen a otro.

Eso sí que no me lo esperaba. Mi padre me había contado que él se había librado de la mili por las gafas, pero no sabía que por las gafas no pudieras llegar a rey, una profesión, por cierto, en la que yo nunca había pensado, pero que en aquellos momentos me parecía la única profesión que merecía la pena en este mundo, si es que me servía para quitarme de encima a un tipo peligroso como Yihad.

Un día vi en la televisión a un tío que contaba que una vez iba en un avión tan tranquilo cuando de repente va el piloto y anuncia por los altavoces que los motores están fallando y que tienen que hacer el clásico aterrizaje forzoso. El tío, que era un americano pero no era un actor, contaba que mientras el avión se iba cayendo en picado, él pensó: «Éstos son los últimos momentos de mi vida», y entonces todo lo que había hecho desde que nació le empezó a pasar por su mente como una película. Bueno, pues a mí me pasó igual, pero al contrario; en los instantes en los que el bestia de Yihad me sujetaba por la trenca y yo estaba a punto de caer con la cabeza abierta en el suelo, mi vida me pasó como una película, pero en vez de hacia atrás hacia delante. Vi mi futuro, veía días completos dentro de mi cerebro, pero pasaban a una velocidad tan grande que casi no me acuerdo de nada. Sólo de dos cosas: que yo llegaba a rey y que mi familia y yo salíamos por las noches en la televisión después del telediario, igual que salen ahora los reyes de España. En mi foto estaba yo en el centro, con la capa típica de los reyes y la corona un poco de lado, que es como me gusta a mí llevar las coronas; a mi lado estaba mi abuelo con el traje de los domingos, y de pie, mis padres con el Imbécil en brazos de mi madre. Estábamos todos muy sonrientes y sonaba el himno de España: «¡Chunda, chunda, Tachunda chunda, chunda, Tatachúndachún, Tachunda chundachún…!». Pero Yihad me agarró más fuerte del cuello y mi mente tuvo que regresar a la realidad.

Así que Yihad decía que los reyes no podían llevar gafas. Menos mal que tengo reflejos y le reté:

—Eso es mentira, mira el rey Balduino.

Eso es lo que se llama un golpe bajo. Yo me acordaba del rey Balduino porque mi vecina la Luisa dice que lloró intensamente cuando murió Balduino, el rey de Bélgica. Ella veraneaba en Motril como su majestad y dice que era muy buena persona, porque se había casado con una española que tenía nombre de actriz, Fabiola, pero que la pobre era de esas españolas que no salen muy guapas. Dice la Luisa que en Motril vivían puerta con puerta. Mi madre siempre cuchichea detrás de ella: «Sí, puerta con puerta. Pues anda que no tiene ésta imaginación».

Yihad empezaba a estar de rey Balduino y de sus gafas hasta las narices. Me dijo:

—¿Sigues queriendo ser rey, Gafotas?

Me llamaba Gafotas a cada momento. Yo tuve una equivocación histórica y le contesté que sí. No te creas que me avisó, me dio un puñetazo en todo el cristal derecho de las gafas y se dio media vuelta para irse diciendo:

—Misión cumplida.

Se ve que hay niños que tienen como misión pegarme a mí un puñetazo en el parque del Ahorcado. En ese momento doloroso de mi vida vi cómo mi abuelo se acercaba, así que pensé que mi retaguardia estaba protegida y le grité al chulito de Yihad:

—¡Nunca serás el capitán América! ¡Lo único que puedes ser en tu vida es el capitán Merluza! ¡Todo el mundo te conocerá como el capitán Merluza!

Es que a su padre todos los del bar el Tropezón le llaman Merluza, y no precisamente porque sea pescadero.

Esto le debió doler tanto como a mí el puñetazo, porque se volvió y delante de mi abuelo me quitó las gafas y me las tiró con tanta puntería que se quedaron colgando del Árbol del Ahorcado.

Mi abuelo no pudo salir corriendo detrás de él porque como está de la próstata pues es como el que tiene un tío en Alcalá, que ni tiene tío ni tiene . Las gafas estaban tan altas que tuvimos que bajarlas a base de tirar piedras.

Así que nos volvimos a casa. Mi madre primero me abrazó cuando vio cómo me había puesto el ojo y luego me dio una colleja cuando vio cómo me habían puesto las gafas. Mi abuelo gritaba:

—No le des tú también que ya ha recibido bastante por hoy.

Total, que por la noche ya estaban todos consolándome y contándome las películas, porque sin las gafas no veo ni un pijo.

De repente, sin previo aviso, mi padre se remanga la camisa y suelta:

—Manolito, te voy a enseñar el típico golpe García para que ni el hijo del Merluza ni ningún otro hijo de su padre vuelva a hacerte morder el polvo.

No es porque sea mi padre, pero el típico golpe García es alucinante. Primero me dio una clase teórica:

—Tienes que hacerle creer a tu enemigo que le vas a dar con la izquierda, y cuando se va a defender el flanco izquierdo, tú le pegas un tremendo derechazo.

Era el mejor golpe que había visto en mi vida. Sólo hicieron falta tres clases teóricas más, porque a la cuarta me dijo:

—Ahora, Manolito, demuestra de lo que es capaz un hijo de Manolo García.

Era mi primer puñetazo profesional.

Le rompí las gafas. No sé cómo hice para romperle los dos cristales a la vez. Misterios sin resolver. No se me ocurrió otra cosa que preguntar:

—¿Cómo lo he hecho?

Mi padre contestó muy bajito, muy bajito:

—Vete a la cama, Manolito, antes de que me entren ganas de devolvértelo.

Me fui corriendo a la cama, me tapé toda mi supercabeza con las sábanas y pensé: «Ojalá cuando me despierte hayan pasado por lo menos dos meses después de este día maldito». Pero las orejas me seguían funcionando y podía oír a mi madre decirle a mi padre por el pasillo:

—¡Os habéis propuesto hacer millonario al de la óptica!

Esa noche le dije a mi abuelo que me quedaría durmiendo con él toda la santa noche. Es que me da miedo dormir sin gafas. Cuando me da por tener un día de mala suerte soy capaz hasta de tropezarme en sueños, ya me ha pasado más de una vez. Cuando estaba en la cama me empezó a picar todo el cuerpo. Siempre me pasa eso cuando estoy nervioso, y me tengo que rascar y rascar, igual que un perro sarnoso y abandonado en mitad de una autopista.

—Como sigas rascándote así te vas a hacer sangre.

—Es que no puedo dormirme; por culpa de Yihad voy a dormir sin gafas, por culpa de Yihad le he roto las gafas a papá y encima cuando vuelva al colegio tendré que volver a ver a Yihad y volveré a estar atrapado entre sus garras. Me romperá las próximas gafas, y las próximas, y las próximas, porque la ha tomado conmigo, abuelo.

—Cuando vuelvas mañana del oculista arreglaremos cuentas con Yihad.

—Si tú le pegas por defenderme me llamarán mariquita.

—No le voy a pegar, actuaré de mediador.

«De mediador». ¿Qué era eso?

—Es algo, Manolito, que debiera haber en todas las grandes guerras, un mediador que consiga con palabras lo que no consiguen los puños y las bombas.

Me hubiera gustado advertirle a mi abuelo de que a Yihad las palabras le entraban por una oreja y le salían por la otra. A Yihad le importaban un pimiento las palabras de la maestra, las palabras de su madre, que siempre le estaba riñendo, las palabras de los tebeos (él sólo ve los dibujos) y las palabras de otros niños como yo. Él sólo quiere jugar a machacarte; unas veces en versión «capitán América» y otras en versión «Batman», pero el resultado es siempre el mismo: machacarte, bueno, mejor dicho, machacarme.

Al día siguiente mi padre y yo fuimos al oculista. Como ninguno de los dos veíamos muy bien, cogimos un taxi. Era muy raro salir con mi padre un día de colegio por la mañana; casi siempre es mi madre la que me acompaña a todo. Lo pasamos bestial. Ir al oculista mola un pegote; me encanta que el tío te pregunte qué ves ahí y tú vas y le dices «la P y ahora la J y ahora la K». Es el único momento de tu vida en que te preguntan algo y no te la cargas por dar una respuesta que no es la correcta.

Después del oculista fuimos a desayunar a una cafetería. Yo le dije a mi padre que quería sentarme en un taburete de los de la barra, de esos que dan vueltas. Molaba tres kilos. Mi padre me dejó pedir un batido, una palmera de chocolate y un donuts. No había ningún otro niño en la cafetería, todos debían estar aguantando a todas las sitas Asunción que hay en este mundo mundial. Me miré en el espejo de la cafetería para verme el peinado que me había hecho esa mañana: era con la raya al lado y un caracolillo como el de Supermán, y pensé: «A lo mejor creen que no soy un niño, a lo mejor piensan que en vez de ocho años tengo dieciocho. A lo mejor creen que mi padre y yo somos dos amigos o dos primos hermanos. Claro que cuando ponga los pies en el suelo se darán cuenta de mi verdadera estatura. Entonces, a lo mejor creen que soy un enano que trabaja en un circo».

El camarero se acercó a mi padre y le dijo:

—Parece que el niño tiene hambre —luego me dijo a mí—: Como sigas comiendo así te vas a hacer más alto que tu papá.

Hay camareros que lo saben todo. Éste sabía que yo era un niño y que mi padre era mi padre. Debe de ser que mi cara es como un libro abierto, eso es lo que dice siempre mi madre. Está claro que no puedo engañar a nadie.

Mi padre me dejó comer otro bollo y luego me dio unas cuantas vueltas en el taburete y me prometió que un día me llevaría a hacer un viaje largo en el camión. Como verás no me guardaba ningún rencor por haberle roto las gafas. Entonces pensé que yo tampoco tenía que guardarle rencor a Yihad, pero sí que se lo guardaba, y mucho. Todo el rencor del mundo mundial lo tenía yo en esos momentos. En eso había salido a mi madre: ella también es muy rencorosa cuando se pone.

Todo era muy raro ese día; mi padre comía en casa como si fuera domingo. La única que seguía igual era mi madre, que hizo lentejas como casi siempre. Mi abuelo siempre nos pregunta:

—¿Por dónde nos salen las lentejas?

—¡Por las orejas! —gritamos con todas nuestras fuerzas el Imbécil y yo.

El abuelo me llevó al colegio, como todas las, tardes, y mis padres se quedaron echando la siesta. Qué morro. Se acercaba el momento en el que mi abuelo iba a actuar como mediador en nuestra Gran Guerra. En la puerta de la escuela estaba Yihad con su abuelo. El mío me cogió de la mano y fuimos hacia ellos. Yo estaba preparado para que me dieran otro puñetazo. Bueno, por lo menos ahora no me podían romper las gafas; de momento estaban arreglándose en el oculista.

—Don Faustino —le dijo mi abuelo al abuelo de Yihad—, mire cómo le han dejado el ojo a mi nieto de un puñetazo.

—¡Qué bestia! —dijo el abuelo de Yihad para arreglarlo. Yihad miraba para otro lado como si la conversación no fuera con él—. ¿Y no pudiste defenderte, Manolito?

—Es que el otro era más chulito —contestó mi abuelo—. Además le ha roto las gafas.

—Con lo que cuestan unas gafas —dijo don Faustino—. Si mi Yihad hubiera estado delante seguro que le había dado su merecido a ese macarra, ¿verdad, Yihad?

Yihad estaba muy rojo y miraba al suelo, pero dijo que sí con la cabeza. Mi abuelo se acercó mucho a Yihad y terminó la conversación diciendo:

—Así espero que sea la próxima vez. De lo que puede estar seguro ese chulo es de que como esto vuelva a ocurrir entre todos le daremos una buena tunda, así es como aprenden algunos cobardes que sólo se atreven con los más débiles. Y ahora, Manolito, vete con Yihad a clase; con él no tienes que tener miedo, te defenderá de cualquiera; si vas con Yihad el abuelo está tranquilo.

Fue increíble. Mi abuelo se merece el Premio Nobel de la Paz.

Yihad y yo entramos en el colegio sin decirnos nada. Durante la clase Yihad me pasó una nota. Decía:

¿Crees que tu agüelo le dirá a mi agüelo que he sido yo el que te rompió las gafas?

Le contesté con otra nota:

No lo sé, no sé si mi aBuelo le dirá a tu aBuelo que tú eres el culpable.

No creo que Yihad se diera cuenta de la indirecta con la B alta que le había puesto; él es muy bestia en todos los sentidos.

Yo estaba seguro de que mi abuelo nunca se chivaría, pero prefería que el chulito lo pasara mal durante un rato.

Cuando salimos de la escuela nuestros dos abuelos estaban esperándonos. Yo empecé a correr hacia ellos, pero como no llevaba las gafas me tropecé. Bueno, si digo la verdad verdadera tengo que reconocer que me suelo tropezar con o sin gafas, de todas las maneras posibles. Entonces ocurrió lo increíble: Yihad se agachó y me ayudó a recoger la cartera y el jersey. Me hubiera gustado sacarle una foto al más chulito del planeta recogiéndome las cosas. Es algo que no ocurre todos los días. Cuando ya estuve de pie, Yihad me dijo:

—Seguro que se lo ha dicho.

O sea, que el chulito tenía miedo. Creo que fue uno de los momentos más felices de mi vida en el Planeta Azul. Pero no, mi abuelo Nicolás no se había ido de la lengua, no es de esos. Yihad se dio cuenta en seguida porque su abuelo estaba con él como siempre. Nos fuimos los cuatro juntos por el camino, los dos abuelos y nosotros dos, que jamás habíamos andado juntos por la calle. Yihad sólo se me había acercado alguna vez para darme una patada, era la única relación íntima que habíamos tenido. Ésa y la vez que me había roto las gafas. Yihad rompió el hielo infernal que había entre nosotros:

—No nos quedará más remedio que ser amigos.

—Pues sí, ya has oído a mi abuelo lo que puede pasarte si vuelves a tocarme.

En ese momento llegó el Orejones, que se quedó embobado mirándonos. No podía creer que Yihad y yo estuviéramos andando por la calle como dos tíos normales.

—¿Y tú qué miras, bobo? —le preguntó Yihad con mucha educación.

El Orejones ya estaba a punto de echarse a correr, pero yo le paré y le dije a Yihad:

—Si eres amigo mío también tendrás que ser amigo de éste. Responde: ¿Sí o no?

Fueron momentos de gran tensión ambiental. Yihad contestó al final que sí, dijo que sí, y dijo que qué iba a hacer, que no le quedaba más remedio. Pero él también puso sus condiciones:

—Y tú júrame por tu padre que jamás en tu vida me volverás a llamar el capitán Merluza.

Se lo juré por mi padre, por mi madre, por el Imbécil, por mi abuelo, pero sobre todo se lo juré por mí mismo. Sabía que si volvía a pronunciar ese nombre, mi vida correría peligro. De todas formas, como nadie puede entrar en mi cerebro, yo puedo seguir llamándoselo mentalmente por los siglos de los siglos ¡capitán Merluza!

Aquella noche tuve que dormir otra vez sin gafas y otra vez con mi abuelo. Me sentía muy importante, me sentía el fundador de una panda, como el fundador de un país (de los Estados Unidos, por mencionar el país más grande que se me ocurre). Muy pocas personas habían fundado una panda en su vida; yo era uno de ellos. Me merecía una estatua en el parque del Árbol del Ahorcado, una estatua con una placa que dijera:

A Manolito Gafotas. Niño ilustre, fundador de la panda que jugaba en esta misma tierra que pisan tus pies.

Es verdad que ninguno de los socios de la panda estaba muy seguro de querer pertenecer a ella, pero como dice mi abuelo: «Nunca llueve a gusto de todos».