Capítulo XXVIII
Pastel gitano

Estacionó el coche de alquiler en la entrada de vehículos detrás de su propio Buick, tomó el bolso que había sido su único equipaje y comenzó a cruzar el césped. La casa blanca con sus brillantes persianas verdes, siempre un símbolo de comodidad, bienestar y seguridad para él, parecía ahora extraña, tan extraña como si fuese en realidad casi alienante.

El hombre blanco de la ciudad vive ahí —pensó—, pero no estoy seguro de que, a fin de cuentas, haya regresado a casa: este tipo que cruza el césped se siente más como un gitano. Un gitano verdaderamente delgado.

La puerta principal, flanqueada por dos gráciles lámparas eléctricas, se abrió, y Heidi salió al escalón superior. Llevaba una falda roja y una blusa blanca sin mangas que Billy no recordaba haberle visto antes. También tenía el cabello muy corto y, durante un conmocionante momento, pensó que no se trataba en absoluto de Heidi, sino de un desconocida que se le parecía un poco.

Ella le miró, con el rostro demasiado pálido, los ojos harto oscuros, labios temblorosos.

—¿Billy?

—Soy yo —replicó, y se detuvo donde se encontraba.

Se quedaron allí mirándose mutuamente; Heidi con una especie de miserable esperanza en su cara, Billy con lo que sentía como carencia de expresión en la suya; sin embargo alguna debería tener, puesto que, al cabo de un momento, ella estalló en un:

—¡Por Dios, Billy! ¡No me mires así! ¡No puedo soportarlo!

Notó que una sonrisa le afloraba al rostro; por dentro se sintió como si algo muerto flotase encima de un lago inmóvil, pero debía de ser algo correcto pues Heidi le respondió con una sonrisa tímida y temblorosa. Las lágrimas comenzaron a derramarse por sus mejillas.

Oh, siempre lloras con facilidad. Heidi —pensó.

La mujer comenzó a descender los escalones. Billy dejó caer el bolso y anduvo hacia ella, percibiendo la muerta sonrisa en su propio rostro.

—¿Qué hay para comer? —preguntó—. Estoy muerto del hambre.

Le hizo una comida gigante: lomo, ensalada, una papa al horno casi tan grande como un torpedo, chauchas, arándanos con crema de postre. Billy se lo comió todo. Aunque ella no llegara a decírselo, cada movimiento, cada gesto y cada mirada que le dirigía transmitían el mismo mensaje:

Dame una segunda oportunidad, Billy… Por favor, concédeme una segunda oportunidad…

En cierto modo, pensó que aquello era en extremo divertido: divertido de una forma que el viejo gitano hubiera incluso apreciado. Su mujer había cambiado de negarse a aceptar cualquier culpabilidad a aceptarla toda.

Y, poco a poco, a medida que se aproximó la medianoche, sintió algo más en sus ademanes y movimientos: alivio. Notó que estaba siendo perdonada. Aquello se cuadraba muy bien con Billy, porque el que Heidi pensara que era perdonada constituía asimismo todo el asunto.

Se sentó delante de él, observándolo comer, tocando ocasionalmente su desvaído rostro, y fumando un Newport Red detrás de otro mientras él hablaba. Le contó cómo había perseguido a los gitanos por la costa; cómo consiguió las fotografías por parte de Kirk Penschley; cómo, finalmente, atrapó a los gitanos en Bar Harbor.

A partir de aquel momento, la verdad y Billy Halleck dejaron de ser compañeros.

La dramática confrontación que a un tiempo había esperado y temido, no se efectuó del modo que esperaban, le dijo a Heidi. Para empezar, el viejo se había reído de él. Todos se rieron.

»Si te hubiera maldecido, ya estarías ahora bajo tierra —le dijo el viejo gitano—. Crees que somos magos, todos los hombres blancos de la ciudad creen que somos magos. Si fuésemos magos, ¿iríamos por ahí en viejos coches y camionetas con silenciadores y tubos de escape sujetos con alambres? Si fuésemos magos, ¿dormiríamos en los campos? Esto no es un número de magia, hombre blanco de la ciudad: no es otra cosa que una feria ambulante. Hacemos negocios con tipos que tienen dinero y bolsillos agujereados, y luego nos vamos. Y ahora, sal de aquí antes de que lance sobre ti a algunos de esos jóvenes. Ellos conocen una maldición: se llama la Maldición de los Nudillos de Hierro."

—¿Así realmente te llamó? ¿Hombre blanco de la ciudad?

Billy le sonrió.

—Sí. Así realmente me llamó.

Le contó a Heidi que había regresado a su cuarto del motel y, simplemente, se quedó allí durante los siguientes dos días, demasiado hondamente deprimido como para hacer otra cosa que picotear la comida. Al tercer día —hacía tres jornadas— se subió a la balanza del cuarto de baño y vio que había ganado un kilo y medio, a pesar de lo poco que comía.

—Pero cuando pensé más al respecto, sentí que no era más extraño que comerme todo lo que estuviese en la mesa y comprobar que había perdido kilo y medio —comentó—. Y el tener aquella idea fue lo que, al fin, me sacó de la esclavitud mental en la que me había sumido. Pasé otro día en aquella habitación de motel realizando los más difíciles pensamientos de mi vida. Comencé a percatarme de que, a fin de cuentas, podía haber estado en lo cierto en la Glassman Clinic. Incluso Michael Houston pudo tener, en parte, razón, por mucho que me disguste ese desgraciado.

—Billy…

Su mujer le tocó el brazo.

—No temas —continuó—. No le pegaré cuando le vea.

Más bien le ofreceré un trozo de pastel —pensó.

Y se echó a reír.

—¿Puedo compartir el chiste?

La mujer le dirigió una intrigada sonrisita.

—No es nada —repuso—. De todos modos, el problema fue que Houston, que aquellos tipos de la Glassman Clinic, incluso tú, Heidi, estaban tratando de meterme todo eso a la fuerza. Forzándome a aceptar la verdad. Simplemente, tenía que pensar en ello por mí mismo. Una simple reacción de culpabilidad, más, supongo, una combinación de imaginaciones paranoicas y un auténtico autoengaño. Pero, al final, Heidi, yo tenía también en parte razón. Tal vez por todas esas motivaciones equivocadas, pero en parte tenía razón dije que debía verlo de nuevo, y ése fue el truco. Aunque no de la forma esperada, Era más pequeño de lo que recordaba, llevaba un reloj barato, y tenía acento de Brooklyn. Me parece que fue eso sobre todo lo que deshizo el espejismo. Fue algo parecido a escuchar a Tony Curtís decir: «Ete ez el palasio demi jodio papi», en una película sobre el Imperio árabe. Por lo tanto, descolgué el teléfono y… En el salón, el reloj de la repisa de la chimenea comenzó a tintinear musicalmente.

—Es medianoche —prosiguió—. Vayámonos a la cama. Te ayudaré a meter los platos en la máquina.

—No, puedo hacerlo yo —respondió ella.

Y luego deslizó los brazos en torno de él.

—Estoy contenta de que hayas vuelto a casa, Billy. Ve arriba. Debes de estar agotado…

—Estoy bien —replicó—. Simplemente…

De repente hizo chascar los dedos con el aspecto de un hombre que acaba de recordar algo.

—Casi lo olvidaba —siguió—. He dejado una cosa en el coche…

—¿De qué se trata? ¿No puede aguardar hasta mañana?

—Sí, pero debería meterlo en casa.

Le sonrió.

—Es para ti…

Salió, con el corazón martillándole con fuerza en el pecho. Se le cayeron las llaves del coche en el camino de vehículos, se golpeó la cabeza contra un lateral del auto en su ansia por recogerlas. Sus manos le temblaban tanto que, al principio, no pudo meter la llave en la cerradura del baúl.

¿Qué pasará sí aún está palpitando arriba y abajo? —lloriqueó su mente—. Cristo bendito, se pondrá a gritar cuando lo vea

Abrió el baúl y, cuando no vio nada dentro, excepto el gato y la rueda de repuesto, el que estuvo a punto de gritar fue él mismo. Luego recordó: estaba en el lado del pasajero del asiento delantero. Cerró con fuerza el baúl y dio la vuelta al coche rápidamente. El pastel estaba allí y la corteza se veía perfectamente inmóvil, como, realmente, había sabido que ocurriría.

De repente, las manos dejaron de temblarle.

Heidi estaba de nuevo de pie en el porche, observándole. Regresó hacia ella y le colocó el pastel en las manos. Billy aún sonreía.

Traigo el pedido de la tienda —pensó.

Y el entregar cosas era, sin embargo, la otra de las cosas importantes. Se le ensanchó la sonrisa.

Voilá! —dijo.

—¡Huy!

Su mujer se inclinó hacia el pastel y olió.

—¡Pastel de fresas…, mi favorito!

—Lo sé —repuso Billy, sonriente.

—¡Y aún está caliente! ¡Gracias!

—Salí de la autopista, en Stratford para poner gasolina y la Ayuda Parroquial o algo parecido, tenía un puesto de venta de pasteles en el césped de la iglesia que estaba exactamente enfrente —explicó—. Y pensé que… podías salir a la puerta con… un palo de amasar o algo parecido… Tenía que traer un regalo de paz…

—Oh, Billy

Estaba empezando a llorar otra vez. Le dio un impulsivo apretón con un solo brazo, sosteniendo el pastel en equilibrio con los dedos abiertos de la otra mano, de la forma como un camarero mantiene en equilibrio una bandeja. Cuando le besó el pastel se inclinó. Billy sintió que su corazón también se le inclinaba en el pecho y adoptaba un ritmo enloquecido.

—¡Cuidado! —jadeó.

Y sujetó el pastel en el momento en que comenzaba a deslizarse.

—Dios mío, qué torpe soy —dijo ella, echándose a reír y enjugándose los ojos con un pico del delantal que se había puesto—. Me traes mi clase favorita de pastel y casi lo dejo caer sobre tu…

Se derrumbó por completo, inclinándose contra su pecho, sollozando. Él le acarició su corto cabello con una mano, mientras seguía aguantando el pastel en la palma de la otra, separado prudentemente del cuerpo de ella por si realizaba algún súbito movimiento.

—Billy, estoy tan contenta de que te encuentres en casa —sollozó—. ¿Me prometes no odiarme por lo que te hice? ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —le dijo gentilmente, acariciándole el cabello.

Tiene razón —pensó—. Aún está caliente.

—Vayamos dentro, ¿eh?

En la cocina, Heidi puso el pastel en el mostrador y volvió a la pileta.

—¿Te comerás un trozo? —le preguntó Billy.

—Tal vez cuando termine esto —le contestó—. Come tú si quieres.

—¿Después de la cena que me he metido entre pecho y espalda? —preguntó.

Y se echó a reír.

—Durante algún tiempo necesitarás todas las calorías que puedas encontrar.

—Pues éste simplemente es un caso en que ya no hay más sitio en la taberna —repuso—. ¿Quieres que seque?

—Quiero que subas y que te metas en la cama —le contestó—. En seguida estoy contigo.

—Muy bien.

Salió sin mirar atrás, sabiendo que sería más probable que cortase un trozo de pastel si él no estaba allí. Pero probablemente no lo haría, esta noche no. Esta noche querría irse a la cama con él…, incluso tal vez desearía hacer el amor con él. Pero pensó que ya sabía cómo desalentarla. Simplemente se metería en la cama desnudo… Cuando ella le viera…

En lo que se refería al pastel…

—«Pamplinas, dijo Scarlett. Me comeré el pastel mañana. Mañana será otro día…»

Se echó a reír ante el sonido de su propia voz alicaída. Para entonces se encontraba ya en el cuarto de baño, subido a la balanza. Alzó la mirada al espejo y vio en él los ojos de Ginelli.

La balanza le dijo que estaba ya aproximándose de nuevo a los sesenta, pero no se sintió feliz. No sentía nada en absoluto, excepto cansancio. Estaba increíblemente cansado. Anduvo por el pasillo, que ahora le parecía tan raro y poco familiar, y se metió en el dormitorio. Tropezó con algo en la oscuridad y casi se cayó. Su mujer había cambiado al parecer algunos de los muebles. Se había cortado el pelo, comprado una blusa nueva, y dispuesto de nuevo las posiciones del butacón y de la más pequeña de las dos cómodas del dormitorio: esto era sólo el principio de lo extraño que ahora resultaba todo allí. Se había producido mientras él estaba fuera, como si, a fin de cuentas, Heidi hubiese sido también maldecida, aunque de una forma mucho más sutil. ¿Era aquello una idea realmente tonta? Billy no lo creía así. Linda había notado también aquello tan raro y había huido.

Lentamente comenzó a desnudarse.

Se tumbó en la cama aguardando a que Heidi subiese, escuchando unos ruidos que, aunque débiles, resultaban lo suficientemente familiares como para contarle toda una historia. El crujido de la puerta de arriba de la alacena —la de la izquierda donde guardaba los platitos de postre— al abrirse. El repiqueteo de un cajón el clic sutil de los útiles de cocina mientras la mujer seleccionaba un cuchillo.

Billy se quedó mirando a la oscuridad, con el corazón latiéndole con fuerza.

El sonido de sus pasos al cruzar de nuevo la cocina: se acercaba a la mesada donde había dejado el pastel. Escuchó crujir las tablas en mitad del suelo de la cocina al pasar por encima del mismo, como había venido haciendo durante años.

¿Qué le hará? A mí me hizo adelgazar. Volvió a Cary una especie de animal del que después de muerto te podrías haber hecho un par de zapatos. A Hopley le convirtió en una pizza humana. ¿Y qué le hará a ella?

La tablilla en medio del suelo crujió de nuevo cuando Heidi cruzó otra vez la cocina: podía verla, con el platillo sostenido en su mano derecha y los cigarrillos y las cerillas en la izquierda. Podía ver el trozo de pastel. Las fresas, el charquito del jugo rojo.

Escuchó para percibir el débil gemido de las bisagras de la puerta del comedor, pero no se produjo. Aquello realmente no le sorprendió. Estaba de pie al lado de la mesada, mirando hacia el patio trasero y comiéndose el pastel con sus rápidos y económicos mordiscos a lo Heidi. Una antigua costumbre. Casi podía oír el tenedor rascar en el platito.

Se percató de que divagaba.

¿Me voy a dormir? No…, imposible… Es imposible que alguien se quede dormido durante la comisión de un asesinato.

Pero así era. Aguardaba oír de nuevo el ruido de la tablilla en mitad de la cocina; la oiría al cruzar la cocina hacia el fregadero. Correr el agua cuando enjuagase el platito. El ruido al atravesar todas las habitaciones, ajustar los termostatos, apagar las luces y controlar las luces de alarma contra los ladrones al lado de las puertas: todos los rituales de unos tipos blancos de la ciudad.

Yacía en la cama esperando oír el ruido de la tabla del suelo, y luego se encontraba sentado a su escritorio en su estudio, en la ciudad de Big Jubilee, Arizona, donde llevaba ejerciendo la carrera de derecho seis años. Era así de sencillo. Vivía allí con su hija y ejercía el derecho de aquella clase que llamaba «mierda empresarial» para llevar la comida a la mesa; el resto no era más que asuntos de Ayuda Legal a la Sociedad. Vivían unas existencias simples. Los viejos tiempos —garaje para dos coches, jardinero tres días a la semana, impuestos sobre la propiedad de cinco mil dólares al año— habían desaparecido. No los echaba de menos y no creía que Lin los añorara tampoco. Ejercía el derecho que se hacía en la ciudad, o a veces en Yuma o Phoenix, pero aquello apenas era bastante, y vivían lo suficientemente lejos de Jube para percibir la sensación de la tierra que les rodeaba. Linda iría al college el año próximo, y él tendría que trasladarse… Pero no, le había dicho a la chica, a menos que la soledad empezara a abrumarle, y no creía que eso ocurriera.

Habían conseguido una buena vida, y eso resultaba estupendo, eso iba como anillo al dedo, porque una buena vida para ti y para los tuyos es lo más importante de todo.

Llamaron a la puerta de su estudio. Se apartó del escritorio, se volvió y Linda estaba allí de pie, y la nariz de Linda había desaparecido. No, desaparecido no. Estaba en su mano derecha en vez de en la cara. La sangre manaba del oscuro agujero encima de su boca.

No lo comprendo, papá —dijo en una voz nasal y como de sirena—. Simplemente, se me ha caído.

Se despertó con una sacudida, batiendo el aire con los brazos, tratando de eliminar aquella visión. A su lado, Heidi gruñó en sueños, se volvió hacia su lado izquierdo y se subió el cobertor hasta la cabeza.

Poco a poco la realidad fluyó de nuevo por él. Estaba otra vez en Fairview. La brillante luz de primeras horas de la mañana caían a través de la ventana. Miró al otro lado del cuarto vio en el reloj digital de la cómoda que eran las seis y veinticinco. Se veían seis rosas rojas en un florero al lado del reloj.

Se levantó de la cama, cruzó el cuarto, tomó la bata y se dirigió al cuarto de baño. Abrió la ducha y colgó la bata detrás de la puerta, percatándose de que Heidi tenía una nueva bata, al igual que una nueva blusa y un nuevo corte de pelo: una de un azul muy bonito.

Se subió a la balanza. Había ganado otro medio kilo. Se metió en la ducha y se limpió con una fuerza que resultaba casi compulsiva, enjabonándose cada parte de su cuerpo, enjuagándose y enjabonándose otra vez.

Vigilaré mi peso —se prometió—. Una vez que se haya ido, de veras que vigilaré mi peso. Ya nunca más estaré tan gordo como antes.

Se pasó la toalla. Se puso la bata y se encontró de pie tras la puerta cerrada y mirando fijamente la nueva bata de Heidi. Alargó la mano y agarró un pliegue de nailon entre los dedos. Captó su lisura. La prenda parecía nueva, pero también semejaba familiar.

Simplemente, salió y se compró una bata que se parece a una que tuvo en algún momento en el pasado —pensó—. La creatividad humana no va demasiado lejos; al final, comenzamos a repetirnos. Al final todos somos obsesivos.

Houston habló en su mente:

Es la gente que no se asusta la que muere joven.

HEIDI: ¡Por Dios, Billy, no me mires de esa manera! ¡No puedo soportarlo!

LEDA: Ahora parece un caimán…, como algo que ha salido a rastras del pantano y se ha puesto prendas humanas.

HOPLEY: Uno va por ahí, pensando que quizás esta vez, tal vez sólo esta vez, habrá un poco de justicia…, un instante de justicia para cubrir toda una vida de mierda.

Billy manoseó el nailon azul y una terrible idea comenzó a deslizársele por la mente. Recordó su sueño. Linda en la puerta de su estudio. El agujero sangrante en su rostro. Esta bata…, no parecía familiar porque Heidi hubiera tenido una semejante tiempo atrás. Parecía familiar porque Linda tenía una que era así ahora mismo.

Se volvió y abrió un cajón a la derecha del lavabo. Apareció un cepillo con un LINDA escrito a lo largo del mango de plástico rojo.

Unos pelos negros colgaban de las cerdas.

Al igual que un hombre en sueños anduvo por el pasillo hasta su cuarto.

El negocio ambulante siempre desea arreglar esas cosas, amigo mío… es una de las cosas para las que existe…

Un imbécil, William, es un tipo que no cree lo que está viendo.

Billy Halleck abrió la puerta y en el extremo del pasillo vio a su hija, Linda, dormida en su cama, con un brazo en torno de la cara. Su viejo osito, Amos, se encontraba en el hueco de su otro brazo.

No. ¡Oh, no! No, no.

Se sujetó a los lados de la puerta, balanceándose soñadoramente hacia adelante y hacia atrás. Fuese lo que fuese, no era un imbécil porque lo veía todo: la chaqueta gris de antílope de Linda del tipo aviador que colgaba en el respaldo de la silla, la valija Samsonite abierta, derramándose de ella una colección de vaqueros, pantalones cortos, blusas y ropa interior. Vio la tarjeta Greyhound en la manija. Y vio más. Vio las rosas al lado del reloj en su dormitorio y de Heidi. Las rosas no habían estado allí cuando entró anoche en el dormitorio. No… fue Linda quien trajo las rosas. Como una ofrenda de paz. Había regresado antes a casa con su madre para hacer las paces antes de que Billy volviese al hogar.

El viejo gitano con la nariz roída:

Di que no hay culpa. Dilo una y otra vez. Yo no hay aprieto, hombre blanco de la ciudad. Todo el mundo paga, incluso por las cosas que no ha hecho. No hay aprieto.

Se dio la vuelta y corrió por las escaleras. El terror le hizo bajar los escalones de dos en dos, aunque se tambalease como un marinero en el mar.

¡No, Linda no! —gritó su mente—. ¡Linda no! ¡Dios mío, por favor, Linda no!

Todos pagan, hombre blanco de la ciudad, incluso por las cosas que no han hecho. Porque esto es, realmente, lo único que importa.

Lo que quedaba del pastel aparecía en la mesa, cuidadosamente cubierto. Había desaparecido más de una cuarta parte. Miró a la mesa de la cocina y vio allí el bolso de Linda, con una hilera de botones de roqueros pegados en la correa; Bruce Springsteen, John Cougar Mellancamp, Pat Benatar, Lionel Richie, Sting, Michael Jackson.

Se acercó a la pileta.

Dos platos.

Dos tenedores.

Se sentaron aquí, comieron pastel e hicieron las paces —pensó—. ¿Cuándo? ¿Poco después de que me fuese a dormir? Así debe de haber sido.

Oyó reírse al viejo gitano y las rodillas se le combaron. Tuvo que agarrarse al mostrador para no caer.

Cuando tuvo alguna fuerza, dio la vuelta y cruzó la cocina, escuchando la tablilla de la parte central crujir bajo sus pies al pasar por encima.

El pastel latía de nuevo: arriba y abajo, arriba y abajo. Su obsceno y persistente calor había empañado el cobertor. Notó un débil ruido de chapoteo.

Abrió la alacena, sacó un plato de postre, abrió el cajón de abajo y extrajo un cuchillo y un tenedor.

—¿Por qué no? —susurró.

Y quitó la cobertura del pastel. De nuevo estaba inmóvil. Ahora era únicamente un pastel de fresas que parecía en extremo tentador a pesar de lo temprano que era.

Y como Heidi había dicho, necesitaba todas las calorías que pudiese conseguir.

—Come con ganas —susurró Bill Halleck en el soleado silencio de la cocina.

Y se cortó un trozo del pastel gitano.

F I N