Capítulo XXV
Cincuenta y cinco

A mitad de camino de la colina, del lugar desde donde Ginelli le había permitido irse, vio el Nova azul aparcado junto a la acera. Y entonces supo que la maldición había desaparecido.

Se encontraba horriblemente débil, y de vez en cuando su corazón se le deslizaba en el pecho (como un hombre que pisa sobre algo grasiento, pensó), pero de todos modos se había ido; y ahora que había ocurrido, supo exactamente lo que Lemke había querido decir al hablar de que una maldición era una cosa viva, algo como un niño ciego e irracional que había estado dentro de él, alimentándose de él. Purpurfargade ansiktet. Y ahora se había marchado.

Pero sintió que el pastel que transportaba le palpitaba muy lentamente en las manos, y al bajar la vista observó que la corteza latía rítmicamente. Y la barata bandeja de aluminio del pastel conservaba su leve calor.

Está durmiendo —pensó.

Y se estremeció. Se sintió como un hombre que llevase un demonio dormido.

El Nova se hallaba junto a la acera elevado sobre sus ruedas traseras y con la trompa apuntando hacia abajo. Estaban encendidas las luces de posición.

—Ya ha acabado —dijo Billy, abriendo la portezuela del pasajero y entrando—. Ya ha…

Fue entonces cuando vio que Ginelli no estaba en el coche. Por lo menos, no mucho de él. A causa de la profunda oscuridad no vio hasta unos segundos después que por poco se había sentado sobre la mano cortada de Ginelli. Era un puño incorpóreo que arrastraba rojos fragmentos de sangre y reposaba en la desgarrada funda del asiento del Nova, arrancado de la muñeca; un puño incorpóreo lleno de cojinetes de bolilla.

—¿Dónde estás?

La voz de Heidi se percibía encolerizada, asustada, cansada. Billy no quedó particularmente sorprendido al averiguar que ya no sentía nada por aquella voz…, ni siquiera curiosidad.

—Eso no importa —replicó—. Regreso a casa.

—¡Ha visto la luz! ¡Gracias a Dios! ¡Finalmente ve la luz! ¿Volarás hasta La Guardia o Kennedy? Te recogeré.

—Llegaré en coche —replicó Billy.

Luego hizo una pausa.

—Quiero que llames a Mike Houston, Heidi, y que le digas que has cambiado de opinión sobre el res gestae.

—¿El qué? Billy, ¿qué…?

Pero se dio cuenta por el repentino cambio en su tono, que sabía exactamente de qué le hablaba: era el tono asustado de un niño que ha sido atrapado robando caramelos, y de repente perdió la paciencia con ella.

—La orden de internación involuntaria —explicó—. En el ramo a veces se la llama Mandato Loonybin. Me he hecho cargo del asunto y con gusto me inscribiré en cualquier sitio adonde quieras enviarme, a la Glassman Clinic, al New Jersey Goat Gland Center, al Midwestern College of Acupuncture. Pero si los policías me agarran cuando regrese a Connecticut y acabo en el manicomio estatal de Norwalk, lo vas a lamentar, Heidi.

La mujer estaba llorando.

—Sólo hicimos lo que pensamos que era mejor para ti, Billy. Algún día lo comprenderás.

Dentro de su cabeza, Lemke habló:

No es culpa tuya… existen razones… tienes amigos.

Se lo sacudió de encima, pero antes de que lo hiciese, la carne de gallina le había trepado por los brazos y por los lados de su cuello hasta el rostro.

—Simplemente… —Hizo una pausa, escuchando aquella vez a Ginelli en su mente:

Simplemente quítalo. Quítalo. William Halleck dice que lo quites.

La mano. La mano en el asiento. Un grueso anillo de oro en el anular, una piedra roja, tal vez un rubí. Un pelo fino y negro que crecía entre el segundo y el tercer nudillos. La mano de Ginelli.

Billy tragó saliva. Se escuchó un clic audible en su garganta.

—Simplemente consigue que declaren ese documento nulo e inválido —le dijo.

—Muy bien —se apresuró ella a responder.

Y luego volvió obsesivamente a la justificación.

—Nosotros sólo… Yo sólo hice lo que pensé… Billy, estabas adelgazando tanto…, decías semejantes locuras…

Muy bien.

—Parece como si me odiases —dijo, y comenzó de nuevo a llorar.

—No seas tonta —repuso, lo cual no era exactamente una negación.

Ahora su voz fue más tranquila.

—¿Dónde está Linda? ¿Está ahí?

—No, ha regresado con Rhoda para pasar unos cuantos días… Ella… Bueno, se encuentra muy alterada por todo esto.

Apuesto a que sí —pensó.

Ya había ido antes con Rhoda, y luego vuelto a casa. Lo sabía, puesto que había hablado con ella por teléfono. Y ahora se había ido de nuevo, y algo en la frase de Heidi le hizo pensar que, en esta ocasión, fue idea de Lin el irse.

¿Ha averiguado que tú y el bueno del viejo Mike Houston estaban en proceso de conseguir que declarasen loco a su padre, Heidi? ¿Es eso lo que ha sucedido?

Pero aquello realmente no importaba. Linda se había marchado, eso era lo importante.

Sus ojos erraron hasta el pastel, colocado encima del televisor en su cuarto del motel de Northeast Harbor.

La corteza aún latía lentamente, arriba y abajo, como un espantoso corazón. Era importante que su hija no estuviera nunca cerca de aquella cosa. Era peligroso.

—Sería mejor para ella que se quedase allí hasta que tengamos resueltos nuestros problemas —le dijo.

En el otro extremo de la línea, Heidi prorrumpió en sonoros sollozos. Billy le preguntó qué andaba mal.

—Tú eres el que anda mal… Pareces tan frío…

—Ya me caldearé —repuso—. No te preocupes.

Se produjo un momento en que oyó cómo contenía los sollozos e intentaba dominarse. Aguardó a que esto sucediese, pero sin paciencia o impaciencia; realmente no sentía nada en absoluto. Aquella descarga de horror que había barrido todo su ser al percatarse de que la cosa que se hallaba en el asiento era la mano de Ginelli, aquélla fue, realmente, la última emoción fuerte que sintiera esta noche. Excepto, naturalmente, el raro ataque de risa que le acometió un poco después.

—¿En qué estado te encuentras? —preguntó ella al fin.

—Ha habido alguna mejora. Ya estoy en los cincuenta y tres.

La mujer se quedó sin aliento.

—¡Eso son tres kilos menos de peso que cuando te marchaste!

—Pero son también tres kilos más que cuando me pesé ayer por la mañana —exclamó con ánimo.

—Billy… Deseo que sepas que podemos arreglarlo todo. De veras que podemos. Lo más importante es que te pongas bien, y entonces hablaremos. Si hemos de hablar con alguien más…, con alguien como un consejero matrimonial…, pues bien, yo estoy de acuerdo, si tú lo estás. Es simplemente que nosotros…, que nosotros…

Oh, Dios, está a punto de comenzar a berrear de nuevo —pensó.

Y permaneció conmocionado y divertido, ambas cosas de forma muy fugaz, ante su propia malignidad. Y luego su mujer dijo algo que le alcanzó como algo particularmente conmovedor y, por un momento, tuvo de nuevo cierta sensación de la vieja Heidi…, y con ello del antiguo Billy Halleck.

—Dejaré de fumar, si quieres —le dijo.

Billy se quedó mirando al pastel encima del televisor. Su corteza latía con lentitud. Arriba y abajo, arriba y abajo. Pensó en lo oscuro que era cuando el gitano trazó en él la hendidura. En aquella masa abierta debían existir todos los infortunios físicos de la Humanidad o sólo fresas. Pensó en su sangre, vertiéndose por la herida de su mano en el pastel. Pensó en Ginelli. El momento de calidez desapareció.

—Será mejor que no —le dijo—. Cuando uno deja de fumar, engorda…

Más tarde, se encontró tumbado en la cama sin deshacer con las manos cruzadas en la nuca, mirando a la oscuridad. Era la una menos cuarto de la madrugada, pero nunca había deseado menos dormir. Fue sólo entonces, en la oscuridad, cuando volvieron a él algunos recuerdos desarticulados del tiempo transcurrido entre el hallazgo de la mano de Ginelli encima del asiento del Nova y el encontrarse en esa habitación y telefoneando a su mujer.

No se percibía el menor ruido en la oscurecida habitación.

No.

Pero si lo había. Un sonido semejante a la respiración.

No, es tu imaginación.

Pero no se trataba de su imaginación; eso eran las interpretaciones de Heidi, no de William Halleck. Sabía mucho más como para creer que sólo se trataba de su imaginación. Si no lo había hecho antes, lo hacía ahora. La corteza se movió, como una cáscara de piel blanca sobre una carne viva; e incluso ahora, seis horas después de que Lemke se lo diese, sabía que si tocaba la bandeja de aluminio notaría su calor.

Purpurfargade ansiktet —murmuró en la oscuridad.

Y el sonido fue como un encantamiento.

Cuando vio la mano, fue lo único que vio. Cuando se dio cuenta medio segundo después de lo que estaba mirando, gritó y se apartó de la misma. El movimiento originó que la mano se bambolease primero hacia un lado y luego hacia otro: pareció como si Billy hubiese preguntado cómo era y le estuviese respondiendo con un ademán de comme ci, comme ça. Dos de los cojinetes de bolillas se deslizaron y rodaron por el hueco entre el asiento y el respaldo.

Billy gritó de nuevo, con las palmas apretadas contra el saliente de su mandíbula debajo del mentón, con las uñas oprimidas contra su labio inferior y los ojos húmedos y abiertos de par en par. Su corazón comenzó un prolongado y débil clamor en su pecho, y se percató de que el pastel se estaba volcando hacia la derecha. Se hallaba en un tris de caer al suelo del Nova y hacerse pedazos.

Lo enderezó. La arritmia en su pecho se calmó; pudo respirar de nuevo. Y la frialdad que más tarde notaría Heidi en su voz comenzaría a apoderarse de él. Ginelli, probablemente, estaría muerto; no, pensó a continuación, nada de probablemente… ¿Qué había dicho?

Si me llega a ver antes que yo a ella, William, no podré nunca más volverme a poner la camisa…

Dilo, pues, en voz alta.

No, no quiso hacer esto. No quiso hacerlo y no quería tampoco mirar de nuevo la mano. Pero hizo ambas cosas.

—Ginelli ha muerto —dijo.

Hizo una pausa y luego prosiguió, puesto que eso parecía poner las cosas un poco mejor:

—Ginelli ha muerto y no hay nada que quepa hacer al respecto. Excepto salir pitando de aquí antes de que un poli…

Miró la columna de dirección y observó que la llave estaba puesta en posición de encendido. El llavero, que mostraba una foto de Olivia Newton John en un tafilete de sombrero, pendía de un trozo de cuero sin curtir. Supuso que la chica, Gina, habría introducido la llave de encendido al dejar la mano; se había hecho cargo de Ginelli, pero no había querido romper cualesquiera promesas que su bisabuelo hubiese hecho al amigo de Ginelli, el fabuloso hombre blanco de la ciudad. La llave era para él. De repente, se imaginó que Ginelli había sacado una llave de coche del bolsillo de un hombre muerto; ahora, la chica seguramente habría hecho lo mismo. Pero aquel pensamiento no le heló la sangre.

Su mente estaba ahora muy fría. Y dio por bien venida esta frialdad.

Salió del Nova, colocó con cuidado el pastel en el suelo, dio la vuelta hasta el asiento del conductor y entró en el vehículo. Cuando se sentó, la mano de Ginelli hizo de nuevo aquel ademán espantoso de vaivén. Billy abrió la guantera y encontró un mapa muy antiguo del interior de Maine. Lo desplegó y lo puso sobre la mano. Luego encendió el motor del Nova y avanzó por Union Street.

Llevaba casi cinco minutos conduciendo cuando se dio cuenta de que iba en dirección equivocada, hacia el oeste en vez de hacia el este. Pero fue entonces cuando vio los arcos dorados de MacDonald’s por delante, en la tranquilizadora hora del crepúsculo. Su estómago le gruñó. Billy giró y se detuvo en el intercomunicador de la entrada de coches.

—Bien venido a MacDonald’s —resonó la voz de dentro del altavoz—. ¿Puedo tomar su pedido?

—Sí, por favor… Me gustarían tres hamburguesas, dos paquetes grandes de papas fritas y un batido de café con leche.

Exactamente como en los viejos tiempos —pensó, y sonrió—. Mételo todo en el coche, desembarázate de los desperdicios y no se lo digas a Heidi al llegar a casa

—¿Le gustaría algún postre con todo eso?

—Claro que sí. Un pastel de cerezas.

Miró el mapa desplegado que tenía a su lado. Estaba seguro de que el pequeño bulto situado exactamente al oeste de Augusta era el anillo de Ginelli. Una oleada de debilidad le atravesó. «Y una caja de pastelillos MacDonaldland para mi amigo» dijo, y se echó a reír.

La voz le repitió el encargo y luego concluyó:

—Su pedido se le servirá en la seiscientos noventa, señor. Ya puede entrar con el coche.

—Puedes estar seguro —replicó Billy—. Eso es todo, ¿verdad? Sólo entrar aquí en coche y tratar de recoger tu encargo.

Se echa de nuevo a reír. Se sentía muy bien, y al mismo tiempo con leves ganas de vomitar.

La muchacha le tendió dos calientes bolsas blancas a través de la ventanilla. Billy pagó, recibió el vuelto y siguió conduciendo. Se detuvo al final del edificio y tomó el viejo mapa de carreteras con la mano dentro; dobló por debajo el mapa, alargó la mano por la ventanilla abierta y lo depositó en un cubo de basuras. En lo alto del tacho, un Ronald Reagan de plástico bailoteaba con una mueca de plástico. Escrito en la puerta de vaivén del cubo de basura aparecían las palabras: DEPOSITE LOS DESPERDICIOS EN ESTE LUGAR.

—Esto es lo que lo significa todo —murmuró.

Se estaba frotando la mano en la pierna y riendo.

—Sólo intentar meter los desperdicios en este lugar… dejarlos aquí.

Esta vez giró hacia el este en Union Street, encaminándose en dirección a Bar Harbor. Seguía riendo. Durante un rato pensó que nunca podría parar, que seguiría riendo así hasta el día de su muerte.

Dado que alguien podría haberle visto dando al Nova, lo que un colega abogado de Billy llamó en una ocasión «un masaje de huellas digitales», si lo hubiera hecho en un lugar relativamente público —en el patio del Motor Inn de Bar Harbor, por ejemplo—. Billy se detuvo en una área de descanso, desierta, al borde de la carretera a unos sesenta kilómetros de Bangor para hacer este trabajo. No le interesaba que le relacionasen con este coche de ninguna manera, si podía evitarlo. Salió, se quitó la chaqueta deportiva, la plegó y luego limpió cada superficie que recordaba haber tocado y cada una que podría haber tocado.

La luz de «No hay plazas» estaba encendida delante del despacho del motel, y sólo se veía vacío un espacio de aparcamiento por lo que Billy pudo ver. Estaba delante de una unidad a oscuras, y tuvo pocas dudas respecto de que miraba el cuarto de John Tree.

Metió el Nova en aquel espacio, se sacó el pañuelo y limpió tanto el volante como la palanca de cambios. Recogió el pastel. Abrió la puerta y limpió la manecilla del interior. Se metió el pañuelo en el bolsillo, salió del coche y empleó el trasero para cerrar la puerta. Luego miró a su alrededor. Una madre de aspecto cansado peleando con un niño que parecía incluso más cansado que ella; dos ancianos se hallaban de pie fuera de la oficina, hablando. No vio a nadie más y sintió que nadie le observaba. Oyó los televisores dentro de los cuartos del motel y, desde la ciudad, llegaba el estruendo del rock mientras los habitantes de verano de Bar Harbor se preparaban animadamente para la fiesta.

Billy cruzó el antepatio, se dirigió al centro de la ciudad y guió sus oídos por el sonido de la orquesta roquera más ruidosa. El bar se llamaba Salty Dog y, tal y como Billy había esperado, había taxis —tres de ellos, aguardando a los lisiados y los borrachos— esperando afuera. Billy habló con uno de los taxistas y por quince dólares el mismo se mostró encantado de llevar a Billy hasta Northeast Harbor.

—Veo que ha conseguido su comida —le dijo el taxista al entrar Billy en el vehículo.

—O la de alguien —replicó Billy y se echó a reír—. Porque eso es lo único importante, ¿verdad? Simplemente asegurarse de que alguien recibe su almuerzo.

El taxista le miró durante un momento con expresión dudosa por el espejo retrovisor, y luego se encogió de hombros.

—Signifique eso lo que signifique, amigo mío, en realidad pagará la tarifa…

Media hora después de esto estaba hablando por teléfono con Heidi.

Ahora se hallaba tumbado aquí y escuchó cómo algo respiraba en la oscuridad, algo que parecía un pastel pero que, realmente, era un niño, que él y el anciano habían creado juntos.

Gina —pensó casi al azar—. ¿Dónde está? «No la lastimes», le había dicho a Ginelli. Pero creo que si le pudiera echar la mano encima, sería yo mismo el que la castigaría…, la heriría por completo, por lo que le hizo a Richard. ¿La mano de ella? Dejaría a aquel viejo su cabeza… Le llenaría la boca de bolas de cojinete y le dejaría la cabeza. Y ésa es la razón de que sea una buena cosa que no le eche las manos encima, porque nadie sabe exactamente cómo empiezan las cosas de esta clase; discuten acerca de algo y, finalmente, sueltan la verdad, aunque ésta sea inconveniente, pero todo el mundo sabe cómo siguen; ellos dan un golpe, nosotros dos… ellos disparan en un aeropuerto, por lo que nosotros volamos una escuela… y la sangre corre por las cunetas. Porque esto es lo realmente importante, ¿verdad? La sangre en las cuentas. Sangre

Billy durmió sin saber que dormía; sus sueños, simplemente, emergieron en una serie de ensoñaciones fantasmales y retorcidas. En algunas de ellas mataba y en otras era matado, pero en todos los sueños algo respiraba y latía, pero nunca pudo ver ese algo porque se hallaba dentro de él.