Llegaron a Bangor a últimas horas de la tarde. Ginelli metió el Nova en una estación de servicio, lo hizo llenar de gasolina y luego obtuvo direcciones del mozo. Billy se hallaba sentado exhausto en el asiento del pasajero. Ginelli lo miró al regresar con profunda preocupación.
—William, ¿estás bien?
—No lo sé —replicó.
Luego reconsideró el asunto:
—No…
—¿Es otra vez tu corazón?
—Sí.
Pensó en lo que había dicho el médico de medianoche de Ginelli: potasio, electrólitos…, algo acerca de cómo había muerto Karen Carpenter.
—Debería conseguir algo que tuviese potasio. Jugo de piña. Plátanos. O naranjas.
Su corazón emprendió un repentino y desorganizado galope. Billy se inclinó hacia atrás, cerró los ojos y aguardó para ver si se moría. Al fin el rugido se aquietó.
—Una bolsa llena de naranjas.
Más adelante vieron un mercado. Ginelli se detuvo.
—Volveré en seguida, William. Aguanta…
—Claro que sí —replicó vagamente Billy.
Y se dejó caer en un ligero adormecimiento en cuanto Ginelli salió del coche. Soñó. En su sueño vio su casa en Fairview. Un buitre de podrido pico voló hasta el alféizar de una ventana y se asomó por allí. Desde dentro de la casa alguien comenzó a aullar.
Luego alguien le sacudió con fuerza. Billy se despertó sobresaltado.
—¡Eh!
Ginelli se inclinó hacia atrás y resopló.
—Jesús, William, no me asustes así…
—¿De qué estás hablando?
—Hombre, creí que estabas muerto. Toma…
Dejó una bolsa de red llena de naranjas en el regazo de Billy. Billy hurgó en el cierre con sus delgados dedos: unos dedos que ahora parecían patas blancas de araña, y no pudo abrirlo. Ginelli abrió la bolsa con su navaja, y luego cortó con ella una naranja en cuartos. Billy comió despacio al principio, como alguien que cumple con un deber; luego con voracidad, pareciendo redescubrir su apetito por primera vez en una semana o más. Y su perturbado corazón pareció calmarse y redescubrir también algo parecido a su antiguo latido regular…, aunque aquello tal vez fue sólo su mente jugando consigo misma.
Acabó la primera naranja y le pidió a Ginelli la navaja para cortar en gajos una segunda naranja.
—¿Estás mejor? —le preguntó Ginelli.
—Sí. Muchísimo. ¿Cuándo iremos al parque?
Ginelli se acercó a la acera y Billy vio, por los letreros, que se encontraban en la esquina de Union Street y West Broadway; árboles veraniegos, repletos de follaje, murmuraron entre una suave brisa. Moteados y sombras se movieron perezosamente a lo largo de la calle.
—Ya estamos —replicó simplemente Ginelli.
Billy sintió que un dedo le tocaba la columna vertebral y luego se deslizaba fríamente por ella.
—Más o menos tan cerca como quiero llegar. Debería haberte dejado en el centro de la ciudad, pero habrías atraído demasiado la atención al andar por ahí.
—Sí —repuso Billy—. Con niños desmayándose y embarazadas abortando…
—De todos modos no hubieras podido hacerlo —siguió amablemente Ginelli—. Pero no importa… El parque está ahí, al pie de esa colina, a este lado. A medio kilómetro. Busca un banco a la sombra y aguarda.
—¿Dónde estarás tú?
—Cerca… —replicó Ginelli, y sonrió—. Vigilándote a ti y a la chica. Si me ve antes de que yo la descubra a ella, William, no podré volver a cambiarme la camisa. ¿Comprendes?
—Sí.
—No te perderé de vista.
—Gracias —contestó Billy.
Y no estuvo muy seguro de cómo, o hasta qué punto, lo sentía. Sentía gratitud hacia Ginelli, pero se trataba de una emoción extraña y difícil, como el odio que ahora profesaba a Houston y a su mujer.
—Por nada —dijo Ginelli, y se encogió de hombros.
Se inclinó hacia el asiento de al lado, abrazó a Billy y le besó con fuerza en ambas mejillas.
—Sé fuerte con ese viejo bastardo, William.
—Lo seré —repuso Billy, sonriente y saliendo del coche.
El abollado Nova se alejó. Billy se quedó de pie mirando hasta que desapareció por la esquina del final de la manzana. Luego empezó a bajar la colina, ondeando la bolsa de naranjas en una mano.
Apenas se percato del muchachito que, a mitad de la manzana, se alejó de repente de la acera, escaló la cerca de los Cowan, y se arrojó a su patio trasero. Aquella noche el muchachito se despertaría chillando, por una pesadilla en la que un espantapájaros que andaba arrastrando los pies, con un cabello sin vida en su cráneo, se había abatido sobre él. Corriendo desde el recibidor hasta su cuarto, la madre le oiría gritar:
—¡Esa cosa quiere hacerme comer naranjas hasta que yo muera! ¡Comer naranjas hasta que muera! ¡Comer hasta que muera!
El parque era grande, frío, verde y profundo… A un lado, una pandilla de niños trepaba por el gimnasio jungla, columpiándose y precipitándose por el tobogán. Al otro lado del camino estaba en marcha una partida de softball (al parecer de chicos contra chicas). En medio, la gente andaba, hacía volar cometas, bebía coca-colas… Era la estampa de un verano norteamericano medio en la segunda mitad del siglo XX y, por un momento, Billy se sintió atraído por aquello.
Todo lo que falta son los gitanos —le susurró una voz dentro de él.
Y le volvió el frío, un frío lo suficientemente real como para ponerle carne de gallina en los brazos y obligarle de repente a cruzar su delgado brazo sobre el junquillo que era su pecho.
Deberíamos tener a los gitanos, ¿verdad? Los viejos breaks con las pegatinas del NRA en sus oxidados parachoques, las casas rodantes con murales a los lados… Y luego Samuel con sus clavas y Gina con su honda. Y todos correrían. Siempre llegan corriendo. Para ver juegos malabares, para probar con la honda, para que les digan su futuro, para conseguir una poción o una loción, para llevarse una chica a la cama —o por lo menos para soñar en ello—, para ver a los perros despedazarse las tripas unos a otros. Siempre se precipitan para verlo. Sólo por lo extraño que resulta. Claro, necesitamos a los gitanos. Siempre los tenemos. Porque si no tienes a alguno que expulsar de la ciudad de vez en cuando, ¿cómo sabríamos que pertenecemos a este lugar? Bueno, pronto llegarán, ¿verdad?
—Eso es —gimió, y se sentó en un banco que estaba casi a la sombra.
De repente las piernas le temblaron, no tenían fuerza. Tomó una naranja de la bolsa y, al cabo de algunos esfuerzos, consiguió pelarla. Pero ahora su apetito había desaparecido de nuevo y sólo pudo comer un poco.
El banco estaba bastante lejos de los otros, y Billy no llamó la atención, por lo menos a distancia, sólo parecería un viejito delgado que tomaba un poco del aire de la tarde.
Se sentó, y mientras la sombra empezaba a arrastrarse primero sobre sus zapatos, luego sobre sus rodillas, encharcándose finalmente en su regazo, se apoderó de él una fantástica sensación de desesperación: una sensación de inutilidad y futilidad mucho más sombría que aquellas inocentes sombras vespertinas. Las cosas habían llegado muy lejos y nada las haría retroceder. Ni siquiera Ginelli, con su energía de psicópata, arreglaría lo que había sucedido. Sólo llegaría a empeorar las cosas.
Nunca debí… —pensó Billy.
Pero fuese lo que fuere lo que nunca debió hacer, se quebró y se desvaneció como una mala señal de radio. Se adormeció de nuevo. Estaba en Fairview, un Fairview de los Cadáveres Vivientes. Los cuerpos yacían por todas partes, muertos de hambre. Algo le picoteó agudamente en el hombro.
No.
¡Pic!
¡No!
Pero se produjeron de nuevo aquellos pic, y pic, y pic; naturalmente se trataba del buitre de la nariz macilenta y no quería volver la cabeza por miedo a que le picotease en los ojos con los negros restos de su pico. Pero.
(pic)
insistió, y él
(¡pic! ¡pic!)
lentamente volvió la cabeza, alejándose al mismo tiempo del sueño y viendo…
… sin auténtica sorpresa que era Taduz Lemke el que estaba a su lado en el banco.
—Despierta, hombre blanco de la ciudad —le dijo, y tiró de nuevo con fuerza de la manga de Billy, con sus dedos retorcidos, llenos de manchas de nicotina.
¡Pic!
—Tienes malos sueños. Traen un hedor que puedo oler en tu aliento.
—Estoy despierto —replicó Billy con voz pastosa.
—¿Estás seguro? —le preguntó Lemke con cierto interés.
—Sí.
El viejo llevaba un traje gris cruzado de sarga. En los pies lucía unos zapatos negros de empeine alto. Su escaso cabello estaba peinado con raya al medio y echado fuertemente hacia atrás a partir de su frente, que aparecía tan arrugada como la piel de sus zapatos. Un aro de oro brillaba en uno de sus lóbulos.
Billy vio que la podredumbre se había esparcido: unas líneas oscuras irradiaban ahora de las ruinas de su nariz y a través de la mayor parte de su mejilla izquierda en arroyos.
—Cáncer —le dijo Lemke.
Sus brillantes ojos negros —unos ojos de ave en realidad— no abandonaron en ningún momento el rostro de Billy.
»¿Te gusta? ¿Te hace feliz?
—No —repuso Billy.
Estaba aún intentando despejar los restos del sueño, afianzarse en esta realidad.
»No, naturalmente que no.
—No mientas —exclamó Lemke—. No hay necesidad. Esto te hace feliz, naturalmente que te hace feliz.
—Nada de eso me hace feliz —insistió—. Estoy harto de todo. Créeme.
—No creo nada que me diga un hombre blanco de la ciudad —repuso Lemke.
Habló con una especie de genialidad horrorosa.
—Pero estás enfermo, oh, sí. Piensa en eso. Estás nastan farsk, te estás muriendo por estar delgado. Por lo tanto te he traído algo. Te hará engordar, sentirte mejor.
Sus labios se retiraron de los raigones negros de sus dientes en una espantosa sonrisa.
—Pero sólo cuando alguien más lo coma.
Billy se quedó mirando lo que Lemke tenía en su regazo y vio, con una especie de deja vu, que se trataba de un pastel en un molde de aluminio desechable. En su mente, oyó a su yo soñante decir en sueños a su mujer:
No quiero estar gordo. He decidido estar delgado. Cómetelo tú.
—Pareces asustado —comentó Lemke—. Es demasiado tarde para asustarse, hombre blanco de la ciudad.
Sacó una navaja de la chaqueta y la abrió, llevando a cabo la operación con la grave y estudiada lentitud de un anciano. La hoja era más corta que la de la navaja de Ginelli, según vio Billy, pero parecía más afilada.
El viejo introdujo la hoja en la corteza y luego cortó a través, dejando una hendidura de unos ocho centímetros de longitud. Retiró la hoja. De la corteza cayeron unas gotas rojas. El viejo enjugó la hoja en la manga de su chaqueta, dejando allí la mancha de color rojo oscuro. Luego dobló la hoja y se guardó la navaja. Hincó sus retorcidos pulgares en los lados opuestos de la bandeja del pastel y empujó con cuidado. La hendidura se profundizó, mostrando un fluido viscoso en el que unas cosas negras —tal vez fresas— flotaban como grumos. Relajó los pulgares. La hendidura se cerró. Empujó de nuevo en los bordes de la bandeja del pastel. La hendidura se abrió. Continuó empujando y soltando mientras hablaba. Billy se sintió incapaz de apartar la mirada.
—Así…, debes convencerte a ti mismo de que es… ¿Cómo lo llamaste? Un aprieto. Lo que le sucedió a mi Susanna ya no es tanto culpa tuya como mía, o de ella, o de Dios. Debes decirte a ti mismo que no te pueden pedir que pagues por ello, que no hay culpa, dilo así. Se deslizará de ti porque tus hombros están rotos. No hay culpa, dices. Debes decírtelo a ti mismo una y otra vez. No hay culpa, hombre blanco de la ciudad. Todos pagan, incluso por cosas que no han hecho. No hay aprieto.
Lemke se quedó reflexivamente silencioso durante un momento. Sus pulgares se tensaron y se relajaron, se tensaron y se relajaron. La hendidura en el pastel se abrió y se cerró.
—Porque tú no te echaste la culpa, ni tú ni tus amigos, yo hice que la asumieras. Te la clavé como un signo. Por mi querida hija muerta a la que mataste hice esto, y por su madre, y por sus hijos. Luego llegó tu amigo. Envenenó perros, disparó armas en la noche, empleó sus manos en una mujer, amenaza con echar ácido en las caras de niños. Quítalo, dice, quítalo, quítalo, quítalo. Y finalmente he dicho que bien, siempre y cuando podol enkelt, se vaya de aquí. No por lo que ha hecho, sino por lo que hará. Ese amigo tuyo está loco, y no se detendrá. Incluso mi Celina dice que ve en sus ojos que no se detendrá. «Pero nosotros tampoco nos detendremos», dice ella, y yo digo: »Sí lo haremos. Pararemos. Porque si no lo hacemos, somos unos locos como el amigo del hombre de la ciudad. Si no paramos, deberemos creer que lo que dice el hombre blanco es verdad: que Dios paga, que es un aprieto.
Tensión y relajación. Tensión y relajación. Abrir y cerrar.
«Quítalo», dice, y por lo menos no dice: «Hazlo desaparecer, haz que ya no esté más». Porque una maldición es en cierto sentido como un bebé.
Sus oscuros pulgares se abrieron. La hendidura se ensanchó.
—Nadie comprende esas cosas. Ni tampoco yo, pero sé un poco. «Maldición», tal es vuestra palabra, pero en romaní es mejor. Escucha: Purpurfargade ansiktet. ¿Lo conocías?
Billy movió lentamente la cabeza, pensando que la frase poseía una textura ricamente oscura.
—Significa algo así como «Niño de la noche de las flores». Es como tener un niño que está varsel, perdido. Los gitanos dicen que varsel siempre se encuentra debajo de azucenas o hierba mora, que florece de noche. Esta forma de decir es mejor porque maldición es una cosa. Lo que tienes no es una cosa. Lo que tienes es algo vivo.
—Sí —repuso Billy—. Está dentro, ¿verdad? Está dentro, comiéndome.
—¿Dentro? ¿Fuera? —Lemke se encogió de hombros.
—En todas partes. Esta cosa, purpurfargade ansiktet, la traes al mundo como un bebé. Sólo que crece más de prisa que un bebé, y no puedes matarla porque no la ves; sólo ves lo que hace.
Los pulgares se relajaron. La hendidura se cerró. Un arroyo oscuro se abrió paso a través de la suave topografía de la corteza del pastel.
»Esta maldición… tú dekent felt o gard da borg. Debes ser como un padre. ¿Aún deseas desembarazarte de ella?
Billy asintió.
—¿Sigues aún creyendo en el aprieto?
—Sí.
Fue sólo un graznido.
El viejo gitano con la nariz macilenta sonrió. Las líneas negras de podredumbre de su mejilla izquierda se ahondaron y oscilaron. El parque estaba ahora casi vacío. El sol se hallaba cerca del horizonte. Las sombras les cubrían. De repente, la navaja se halló de nuevo en la mano de Lemke, con la hoja sacada.
Va a apuñalarme —pensó soñadoramente Billy—. Me apuñalará en el corazón y echará a correr con su pastel de fresa debajo del brazo.
—Descúbrete la mano —le dijo Lemke.
Billy bajó la vista.
»Sí… Donde ella te disparó.
Billy quitó las grapas del vendaje elástico y, lentamente, lo desanudó. Por debajo, su mano parecía blanca por completo, como un pez. En contraste, los bordes de la herida eran oscuras, de un rojo oscuro, color de hígado.
El mismo color que esas cosas de dentro de su pastel —pensó Billy—. Las fresas. O lo que quiera que sea.
Y la herida había perdido su casi perfecta redondez a medida que los bordes se habían ido juntando. Ahora parecía como… Como una hendidura —pensó, con sus ojos derivando hacia el pastel.
Lemke tendió a Billy la navaja.
¿Cómo sé que no has untado esa hoja con curare o cianuro? o lo que sea —pensó preguntar, pero luego no lo hizo.
Ginelli tenía razón. Ginelli y la Maldición del Hombre Blanco de la Ciudad.
El mango de la navaja de hueso gastado se acomodó confortablemente a su mano.
—Si quieres desembarazarte del purpurfargade ansiktet, en primer lugar debes meterlo en el pastel… y luego dar el pastel, con el niño-maldición dentro, a alguien más. Pero debe ser pronto o regresará con el doble de poder. ¿Comprendes?
—Sí —repuso Billy.
—Entonces hazlo, si quieres —siguió Lemke.
Sus pulgares se apretaron de nuevo. La oscura hendidura de la corteza del pastel se abrió.
Billy titubeó, pero sólo por un segundo; luego el rostro de su hija se alzó en su mente. Por un momento la vio con toda la claridad de una buena fotografía, mirándole por encima del hombro, riéndose, con sus pompones en las manos cual grandes y ridículos frutos púrpuras y blancos.
Estás equivocado acerca del aprieto, viejo —pensó—. Heidi por Linda. Mi esposa por mi hija. Ese es el aprieto.
Empujó la hoja de la navaja de Taduz Lemke en el agujero de su mano. La costra se abrió con facilidad. La sangre salpicó la hendidura del pastel. Fue apenas consciente de que Lemke hablaba muy rápidamente en romaní, con sus ojos negros sin abandonar el blanco y macilento rostro.
Billy giró la navaja en la herida, observando mientras sus hinchados labios se apartaban y recuperaban su anterior ovalidad. Ahora la sangre surgió con mayor rapidez. No sintió dolor.
—Enkelt! ¡Basta!
Lemke le quitó la navaja de la mano. De repente, Billy se sintió sin fuerzas en absoluto. Se derrumbó contra el banco del parque, sintiéndose desdichadamente nauseoso, desgraciadamente vacío, de la manera en que, se imaginó, debía sentirse una mujer que acabase de dar a luz. Luego se miró la mano y vio que la hemorragia había cesado.
No…, eso es imposible.
Observó el pastel en el regazo de Lemke y vio algo más que era imposible: sólo que esta vez la imposibilidad ocurrió ante sus ojos. Los pulgares del viejo se relajaron, la hendidura se cerró de nuevo… y entonces, simplemente, no hubo hendidura. La corteza se hallaba intacta excepto dos pequeños respiraderos en el centro exacto. Donde se encontrara la hendidura había ahora algo parecido a un zigzag rugoso en la corteza.
Se miró otra vez la mano y no vio sangre, ni costra, ni carne abierta. La herida se había curado por completo, dejando sólo una corta cicatriz blanca, que también zigzagueaba, cruzando las líneas de la vida y del corazón cual si se tratase de un rayo.
—Esto es tuyo, hombre blanco de la ciudad —le dijo Lemke, y colocó el pastel en el regazo de Billy.
Su primer y casi ingobernable impulso fue tirarlo, desembarazarse de él del mismo modo que se habría desprendido de una gran araña que le hubiesen arrojado al regazo. El pastel era repugnantemente cálido y parecía latir, dentro de su barata bandeja de aluminio como algo vivo.
Lemke se levantó y se quedó mirándolo.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó.
Billy se percató de que, aparte lo que sentía respecto a lo que sostenía en su regazo, era así. La debilidad había pasado. Su corazón latía con normalidad.
—Un poco —repuso con cautela.
Lemke asintió.
—Ahora aumentarás de peso. Pero en una semana, o tal vez en dos, volverás a retroceder. Sólo que esta vez seguirás bajando y ya no habrá modo de detenerlo. A menos que encuentres a alguien que coma esto.
Los ojos de Lemke no titubearon.
—¿Estás seguro?
—¡Sí, si! —gritó Billy.
—Lo siento un poco por ti —prosiguió Lemke—. No demasiado, sino un poco. En un tiempo debiste ser pokol…, fuerte. Ahora tus hombros aparecen caídos. Nada es culpa tuya…, existen razones…, tienes amigos.
Sonrió sin alegría.
»¿Por qué no te comes tu propio pastel, hombre blanco de la ciudad? Morirías, pero morirías fuerte.
—Vete de aquí —le dijo Billy—. No tengo la menor idea de qué estás hablando. Nuestro trato se ha cerrado, eso es cuanto sé.
—Sí. Nuestro trato se ha cerrado.
Su mirada se deslizó brevemente hasta el pastel y luego volvió al rostro de Billy.
—Ten cuidado con quién se come la comida que se supone que es para ti —le dijo.
Y se alejó. A mitad de camino de las sendas para jogging, se volvió. Fue la última vez que Billy vio aquel rostro increíblemente anciano, increíblemente cansado.
—Nada de aprieto, hombre blanco de la ciudad —le dijo Taduz Lemke—. Nunca más.
Se volvió y comenzó a alejarse.
Billy permaneció sentado en el banco del parque y le observó hasta que desapareció.
Cuando Lemke desapareció en la tarde, Billy se levantó y regresó por el camino por donde había venido. Anduvo veinte pasos antes de darse cuenta de que se había olvidado de algo. Volvió al banco, con rostro aturdido y serio, ojos opacos y recogió su pastel. Aún estaba caliente y latía, pero esas cosas le impresionaron menos ahora. Supuso que un hombre puede acostumbrarse a todo, si le dan suficientes incentivos. Echó a andar hacia Union Street.