Capítulo XXII
El relato de Ginelli

Al principio habló como en ráfagas rápidas, luego se quedó silencioso por un momento, como para calcular lo que vendría a continuación. La energía de Ginelli parecía realmente en baja forma por primera vez desde que regresara al Bar Harbor Motor Inn el lunes por la tarde. No estaba muy maltrecho —sus heridas eran apenas unos profundos arañazos—, pero Billy opinaba que se hallaba conmocionado en extremo.

De todos modos, llegado el momento aquel brillo de locura relumbró de nuevo en sus ojos, al principio aumentando y disminuyendo la luminosidad como los anuncios de neón cuando se conectan al anochecer, y luego brillando ya de un modo continuo. Sacó una botella del bolsillo interior de su chaqueta y se echó un chorro de Chivas en el café. Ofreció la botella a Billy. Éste la rehusó, pues ignoraba el efecto que el alcohol podría tener sobre su corazón.

Ginelli se enderezó, se apartó el pelo de la frente y empezó a hablar a un ritmo más normal.

A las tres de la mañana del martes, Ginelli había estacionado en una carretera arbolada que derivaba de la 37-A, cerca del campamento de los gitanos. Se entretuvo un rato con los bistecs y luego volvió a la autopista con la bolsa de la compra. Nubes altas se deslizaban como lanzaderas a través de una media luna. Aguardó a que se despejase y entonces aprovechó el momento, para localizar el círculo de vehículos. Cruzó la carretera y comenzó a andar campo a través en aquella dirección.

—Soy un chico de ciudad, pero mi sentido de la orientación no es tan malo como debería ser —manifestó—. Puedo fiarme más o menos de él. Y no quería llegar como tú lo hiciste. William.

Cortó a través de un par de campos y unos bosquecillos; chapoteó por un lugar pantanoso que olía, según dijo, como veinte kilos de mierda en una bolsa de diez kilos. También se enganchó la parte posterior de los pantalones en una vieja alambrada de púas que era totalmente invisible en la oscuridad sin luna.

—Si esto es la vida del campo, William, que se la queden los campesinos…

No se imaginaba que tendría problemas con los sabuesos del campamento; Billy era un caso aparte. No se preocuparon de hacer el menor ruido hasta que él entró realmente en el círculo del fuego del campamento, aunque, seguramente, debieron captar su olor ya mucho tiempo antes.

—Uno espera que los gitanos tengan mejores perros guardianes —comentó Billy—. Por lo menos ésa es la imagen.

—Sí… —repuso Ginelli—. La gente puede encontrar toda clase de razones para expulsar a los gitanos sin que éstos les den ninguna más.

—¿Como perros que ladran durante toda la noche?

—Una cosa así. Eres la mar de listo, William, y la gente empezará a pensar que eres italiano…

De todos modos, Ginelli no pasó nada por alto: avanzó lentamente a lo largo de la parte posterior de los vehículos detenidos, sorteando las camionetas y casas rodantes donde la gente podría estar durmiendo, y mirando sólo en los coches y en las rurales. Vio lo que deseaba tras inspeccionar sólo dos o tres vehículos: una chaqueta de traje arrugada en el asiento de un break Pontiac.

—El coche no estaba cerrado —contó—. La chaqueta no era una mala prenda, pero olía como si llevara una comadreja muerta en cada bolsillo. Vi un par de zapatillas deportivas en el suelo de la parte trasera. Me quedaban un poco estrechas, pero de todos modos me las encajé. Dos coches más allá encontré un sombrero que parecía un resto de un transplante de riñón y me lo puse.

Debía oler como uno de los gitanos, explicó Ginelli, no era suficiente garantía contra un montón de perros mestizos que no valían para nada y que dormían junto a las ascuas del fuego de campamento. Era otro montón de perros lo que le interesaba. Los perros valiosos. Los pit-bulls.

A tres cuartas partes del camino en torno del círculo, localizo una casa rodante con una pequeña ventanilla trasera que había sido cerrada con alambre en vez de cristal. Husmeó por allí y no vio nada: la parte posterior estaba completamente vacía.

—Pero olía a perro, William —explicó Ginelli—. Por lo tanto miré por otro sitio y me arriesgué a lanzar un destello con el bolígrafo-linterna que llevaba. La hierba aparecía hollada en una senda que se alejaba de la parte trasera del vehículo. Uno no tenía que ser Daniel Boone para verlo. Habían sacado a los jodidos perros de la perrera rodante y los habían llevado a algún sitio para que los perros guardianes locales o los seres humanos no los encontraran, si alguien hablaba de más. Pero dejaron una senda que un muchacho de ciudad captaría con sólo un rápido rayo de su linterna. Estúpidos. Entonces empecé a creer que empezaríamos a ponerles las cosas difíciles.

Ginelli siguió la senda por una loma hasta alcanzar otra pequeña zona boscosa.

—Perdí la senda —manifestó—. Simplemente, me quedé allí de pie durante uno o dos minutos preguntándome qué hacer a continuación. Y entonces lo oí, William, lo oí alto y claro. A veces los dioses te dan una oportunidad.

—¿Qué oíste?

—Un perro tirándose un pedo —explicó Ginelli—. Bueno y malo… Sonaba como alguien que tocase una trompeta con sordina.

A menos de siete metros dentro del bosque encontró un tosco corral en un claro. No era más que un círculo de gruesas ramas hincadas en el suelo y luego enlazadas con alambre de púas. Dentro había siete pit-bulls. Cinco dormían. Los otros dos miraban atontados a Ginelli.

Parecían alelados porque estaban drogados.

—Pensé que estaban colocados, aunque no era seguro contar con ello. Una vez que se entrenan perros para que peleen, se convierten en una auténtica molestia; lucharán unos con otros y arruinarán tus inversiones a menos que tengas cuidado. O los metes en jaulas separadas o los drogas. La droga es más barata y más fácil de ocultar. Asimismo, aunque consigas esconder a tus perros antes de que las autoridades locales hagan una ronda de inspección, explicar una docena o más de jaulas vacías a uno de la perrera es un problema. ¿Qué vas a explicar, que guardabas una pandilla de conejos y que has decidido dejarles escapar? Y, francamente, un trabajo tan chapucero como ese corral para perros no hubiera servido para contenerles. Si mordisquearan los traseros a los vigilantes, éstos se habrían largado, aunque eso significase tener que dejar la mitad de sus pantalones colgando del alambre de púas.

Sólo los dejaban sobrios cuando las apuestas estaban lo suficientemente preparadas como para justificar el riesgo. Primero la droga, luego el espectáculo y a continuación más droga.

Ginelli se echó a reír.

—¿Lo ves? Los pit-bulls son como unos jodidos artistas roqueros. Se gastan con rapidez, pero mientras estés en la cumbre, puedes encontrar más pit-bulls. No tenían la menor vigilancia.

Ginelli abrió su bolsa de compra y sacó los bistecs. Tras estacionar el coche en la carretera arbolada, los había sacado de su envoltura e inyectado una jeringuilla con lo que llamaba Cóctel Ginelli Pit-bull en cada uno: una mezcla de heroína marrón, mexicana, y estricnina. Luego los hizo ondear en el aire y observó a los soñolientos perros volver lentamente a la vida. Uno de ellos profirió un sordo ladrido que parecía más bien el ronquido de un hombre con serios problemas nasales.

—A callarse o no hay cena —les dijo Ginelli suavemente.

El perro que había ladrado se sentó. Inmediatamente comenzó a dar vueltas y se puso de nuevo a dormir.

Ginelli tiró uno de los bistecs al recinto. Un segundo. Un tercero. Y el último. Los perros se pelearon entre sí de forma apática. Se produjo algún ladrido, pero en el mismo tono pastoso y como ronquidos, y Ginelli sintió que podía prescindir de ellos. Además, nadie que llegase del campamento para echar un vistazo a la improvisada perrera llevaría linterna, y él tendría tiempo suficiente para desaparecer en el bosque. Pero nadie se presentó.

Billy escuchó con horrorizada fascinación mientras Ginelli le explicó calmosamente cómo se había sentado cerca, fumando un Camel y observando morir a los pit-bulls. La mayoría lo habían hecho muy silenciosamente informó (¿había el menor matiz de pena en su voz?, se preguntó incómodo Billy), probablemente a causa de la droga con que ya les habían alimentado. Dos tuvieron unas suaves convulsiones. Aquello fue todo. En realidad, en opinión de Ginelli, los perros no lo habían pasado tan mal, puesto que los gitanos planeaban para ellos cosas peores. Todo concluyó en menos de una hora.

Cuando estuvo seguro de que se hallaban todos muertos o por lo menos profundamente inconscientes, sacó un billete de dólar de su cartera y una pluma del bolsillo de su chaqueta. En el billete de dólar escribió:

LA PRÓXIMA VEZ PUEDEN SER TUS NIETOS, VIEJO. WILLIAM HALLECK DICE QUE SE LOS LLEVARÁ POR DELANTE.

Los pit-bull llevaban unos trozos de tela por collar, y Ginelli metió el billete debajo de uno de ellos. Colgó la maloliente chaqueta en uno de los postes del corral y puso el sombrero encima. Se había quitado las zapatillas y se sacó sus propios zapatos de los bolsillos, se los enfundó y se fue.

Al volver, prosiguió, se perdió durante un rato y se cayó de cabeza en aquel lugar pantanoso y maloliente. Pero al fin, vio las luces de unas granjas y así pudo orientarse. Volvió a la autopista, encontró la carretera arbolada, subió a su coche e inició el regreso hacia Bar Harbor.

Estaba a mitad de camino, explicó, cuando el coche empezó a parecerle mal. No podía arreglarlo ni tampoco aclarar más su impresión: simplemente ya no le parecía bien. No era que tuviese un aspecto diferente ni que oliese de modo distinto, sino simplemente que no estaba bien. Había tenido muchas sensaciones así antes y, la mayoría de las veces no significaron nada en absoluto. Pero un par de ellas…

—Decidí abandonarlo en la banquina —prosiguió Ginelli—. No quería correr el menor peligro, y que alguien que tuviera insomnio y diese una vuelta por allí, lo viera. No quería que ellos averiguaran que lo conducía yo, porque podrían desperdigarse, buscarme y encontrarme. Y encontrarte a ti. ¿Comprendes? Tenía que tomármelos en serio. Velar por ti, William, tuve que hacerlo.

Por lo tanto, estacionó el coche en otra carretera secundaria desierta, quitando la tapa del distribuidor y luego anduvo los cinco kilómetros de regreso a la ciudad. Cuando llegó, estaba amaneciendo. Tras dejar a Billy en sus nuevos cuarteles del Northeast Harbor, Ginelli había vuelto a Bar Harbor en taxi, y le dijo al conductor que fuese despacio porque buscaba algo.

—¿De qué se trata? —le preguntó el taxista—. Tal vez pueda ayudarle.

—No falta nada —replicó Ginelli—. Lo sabré cuando lo vea.

Y así fue. A unos tres kilómetros de Northeast Harbor, vio un Nova con un letrero de «En venta» en el parabrisas, situado junto a una casita de campo. Lo comprobó, para estar seguro de que el propietario estaba en la casa, pagó al taxista y sobre la marcha llegó a un acuerdo en metálico. Por un billete extra de veinte dólares, el propietario —un tipo joven, explicó Ginelli, que parecía tener más piojos que pelos en la cabeza—, convino en dejarle sus matrículas de Maine para el Nova, aceptando la promesa de Ginelli de devolvérselas en menos de una semana.

—Incluso lo haré, como es natural —repuso Ginelli, pensativo—. Si es que seguimos vivos, claro está.

Billy le miró reprobadoramente, pero Ginelli se limitó a continuar su relato.

Había vuelto con el coche a Bar Harbor, esquivando la ciudad en sí y dirigiéndose por la 37-A hacia el campamento gitano. Se detuvo a distancia suficiente para llamar a alguien de quien dijo a Billy que era «un socio en el negocio». Le dijo al «socio en el negocio» que se encontrase en cierto quiosco con teléfono público en el centro de la ciudad de Nueva York a las doce y media; se trataba de un quiosco que Ginelli empleaba a menudo; y que gracias a sus influencias era uno de los pocos en Nueva York que casi nunca estaba estropeado. Se dirigió al campamento en coche, vio señales de actividad, dio la vuelta en la carretera y emprendió el regreso. Habían trazado una carretera provisional a través del henar desde la 37-A hasta el campamento, y allí había un coche que se dirigía a la 37-A.

—Un Porsche turbo —explicó Ginelli—. Un juguete de niños ricos. Una calcomanía en el cristal trasero decía Universidad Brown. Delante iban dos muchachos y tres más detrás. Paré el coche y le pregunté al chico que conducía si había gitanos por allí como me habían informado. Me respondió que sí, pero que si quería que me echasen la buenaventura no estaba de suerte. Los chicos habían ido allí para que se la dijesen, pero sólo consiguieron que los echasen con cajas destempladas. Estaban por partir. Después del asunto de los pit-bulls aquello no me sorprendió. Hizo una pausa y prosiguió.

—Regresé a Bar Harbor y paré en una estación de servicio; ese Nova se traga la nafta de forma increíble, William, pero puede dar también un rendimiento bárbaro. También tomé una coca-cola y unos sándwiches, porque para entonces empezaba a encontrarme un poco fuera de forma.

Ginelli llamó a «su socio en el negocio» y dispusieron encontrarse en el bar del aeropuerto de Bar Harbor aquella tarde a las cinco en punto. Luego regresó en coche a Bar Harbor. Dejó el Nova en un estacionamiento público y anduvo un rato por la ciudad, buscando al hombre.

—¿A qué hombre? —preguntó Billy.

—Al hombre —repitió pacientemente Ginelli, como si le hablase a un idiota—. Ese tipo, William, es alguien a quien siempre reconoces en cuanto le ves. Se parece a los demás tipos veraneantes, como el que te recogería en auto stop en el cacharro de su padre o dejaría caer diez gramos de buena cocaína, o decidiría que ya tiene bastante de Bar Harbor e irse a Aspen para la Summerfest en su Trans Am. Pero no igual que los demás, y existen dos maneras rápidas de averiguarlo. La primera consiste en mirarle los zapatos. Los zapatos de ese tipo son muy malos. Brillan, pero no son de calidad. No tienen clase, y se puede decir por la manera de andar que le hacen daño en los pies. Luego le miras a los ojos. Esto es la cosa importante número dos. Esos tipos dan la impresión que no llevan nunca gafas de sol Ferrari, y siempre les ves los ojos. Es como si algunos tipos anunciasen que hacen algunos trabajos y luego lo confesaran a los policías. Sus ojos dicen: «¿De dónde llegará la próxima comida? ¿De dónde procederá el próximo enganche? ¿Dónde está el tipo con el que deseaba conectarme cuando llegué aquí?» ¿Me sigues?

—Sí, creo que sí.

—En la mayoría de ellos sus ojos dicen «¿Cómo lo hago?» ¿Cómo te dijo el viejo que llamaban en Old Orchard a los vendedores de droga y a los artistas que ganan el dinero con facilidad?

—Los de negocio ambulante —replicó Billy.

—Sí —se iluminó Ginelli. La luz de sus ojos bailoteó—. Eso es, muy bien… El hombre al que buscaba era uno de primera clase en eso del negocio ambulante. Esos tipos en las ciudades estacionales flotan por ahí como putas en busca de clientes fijos. Raramente les interesan las cosas importantes, se mueven todo el tiempo y son muy listos, excepción hecha de sus zapatos. Llevan camisas J. Presd y chaquetas deportivas Paul Stuart y vaqueros diseñados…, pero luego les miras a los pies y sus jodidos mocasines dicen «diecinueve con noventa y cinco». Sus mocasines dicen: «Puedo hacerlo, puedo hacer un trabajo para ti». Con las putas son las blusas. Siempre blusas de rayón. Tienes que entrenarlas para que no las lleven. Pero, finalmente, vi al hombre, ¿sabes? Así que me gustó y me enzarcé con él en una conversación. Nos sentamos en un banco cerca de la biblioteca pública, un bonito lugar, y lo elaboramos todo. Tuve que pagar un poco más porque, ya sabes, no tenía tiempo, nada de delicadezas con él, pero estaba lo suficientemente hambriento y pensé que podría ser de fiar. Un botín a corto plazo. Para esos tipos un botín a la larga no existe. Creen que un botín a la larga es el lugar por donde anduvieron para conseguir una nota mediana en historia americana o en álgebra.

—¿Cuánto le pagaste?

Ginelli hizo un ademán con la mano.

—Te estoy costando mucho dinero —le dijo Billy.

De forma inconsciente había caído en el mismo ritmo de charla de Ginelli.

—Eres un amigo —replicó Ginelli, un poco conmovido—. Ya lo arreglaremos después, pero sólo si lo deseas. De momento, me divierto. Esto se está convirtiendo en un raro rodeo, William. «Cómo pasé mis vacaciones», si es que alguna vez le das vueltas al respecto. ¿Cómo puedo decirlo? Se me está secando la boca y he hecho un largo camino, y aún tenemos ante nosotros muchísimas cosas.

—Sigue…

El tipo elegido por Ginelli era Frank Spurton. Explicó que era un estudiante no-licenciado, de la Universidad de Colorado, de vacaciones, pero a Ginelli le había parecido que tenía unos veinticinco años, un poco viejo para ser estudiante. Pero aquello no importaba. Ginelli quería que fuese a la carretera del bosque donde había dejado el Ford de alquiler y luego siguiese a los gitanos cuando se marchasen. Spurton debía llamar al Motor Inn de Bar Harbor cuando estuviese seguro de que habían encendido el fuego para pasar la noche. No creía que fuesen demasiado lejos. El nombre por el que debía pedir Spurton cuando telefonease al motel era el de John Tree. Spurton lo anotó. El dinero cambió de manos: el sesenta por ciento del total prometido. Las llaves de contacto y la tapa del distribuidor del Ford cambiaron asimismo de manos. Ginelli preguntó a Spurton si sabría dejar arreglado el distribuidor, y Spurton, con sonrisa de ladrón de coches, le había dicho que creía poder arreglárselas.

—¿Le acompañaste hasta allí? —le preguntó Billy.

—Me parece que por el dinero que le pagaba, bien podría hacer un poco de auto stop.

Ginelli volvió en coche al Motor Inn de Bar Harbor, y se inscribió bajo el nombre de John Tree. Aunque eran sólo las dos de la tarde, consiguió la última habitación disponible para pasar la noche: el recepcionista le tendió la llave con el aire de alguien que concede un gran favor. La estación veraniega se encontraba en su momento de temporada alta. Ginelli se fue al cuarto, colocó el despertador encima de la mesa de noche, señalando las cuatro y media, y se adormeció hasta que sonó. Luego se levantó y se dirigió al aeropuerto.

A las cinco y diez, un pequeño avión privado —tal vez el mismo que transportara a Fander desde Connecticut— aterrizó. El «socio en el negocio» bajó del avión, las maletas, una grande y tres pequeñas, fueron sacadas de la bodega del aparato. Ginelli y el «socio en el negocio» cargaron el bulto mayor en el asiento trasero del Nova y los pequeños en el baúl. Luego el «socio en el negocio» regresó al avión. Ginelli no aguardó a verle despegar, sino que volvió al motel, donde durmió hasta las ocho, cuando el teléfono le despertó.

Era Frank Spurton. Le llamaba desde una gasolinera Texaco en la ciudad de Bankerton, unos setenta kilómetros al oeste de Bar Harbor. A eso de las siete, según explicó Spurton, la caravana de gitanos había entrado en un campo en las afueras de la ciudad: al parecer, todo se había dispuesto por adelantado.

—Probablemente Starbird —comentó Billy—. Es su representante.

Spurton parecía intranquilo… nervioso.

—Creí que le habían localizado —explicó Ginelli—. Había haraganeado en el viaje de vuelta, y eso fue un error. Alguno de ellos dio la vuelta por nafta o algo así. No los había visto. Iba a unos setenta kilómetros, o cosa así, conduciendo perezosamente, y de repente dos de los viejos breaks y una camioneta VW le habían adelantado armando mucho alboroto. Fue la primera vez que se dio cuenta de que se encontraba de pronto en el medio de la hilera del tren en vez de detrás. Miró por la ventanilla lateral mientras la camioneta le pasaba, y vio al viejo tipo sin nariz en el asiento del pasajero, mirándole y moviendo los dedos hacia él…, no como si le saludara, sino como si le lanzara un conjuro. No estoy añadiendo nada a las palabras del fulano, William, sino que es, simplemente, lo que me contó por teléfono. «Moviendo los dedos como si lanzase un conjuro».

—Dios —musitó Billy.

—¿Quieres un chorrito en el café?

—No…, sí…

Ginelli dejó caer un chorro de Chivas en la taza de Billy, y prosiguió. Le preguntó si la camioneta tenía un dibujo a un lado. Así era. La chica y el unicornio.

—Dios —repitió Billy—. ¿Crees realmente que reconocieron el coche? ¿Que habían dado una vuelta por allí después de encontrar los perros y que lo vieron en la carretera donde lo dejaste?

—Sé que lo hicieron —respondió sonriente Ginelli—. Me facilitó el nombre de la carretera por donde iban, la Finson Road, y el número de la carretera estatal por la que habían girado desde allí. Luego me pidió que le dejase el resto del dinero en un sobre a su nombre, en la caja de seguridad del motel. «Estoy cagado de miedo», me dijo. Y no le culpo demasiado.

Ginelli se fue del hotel en el Nova a las ocho y cuarto. Pasó el letrero divisorio entre Bucksport y Bankerton a las nueve y media. Diez minutos después llegó a una estación de servicio Texaco, que cerraba por la noche. Había un montón de coches aparcados en una zona polvorienta, algunos esperando una reparación y otros en venta. En el extremo de la hilera vio el Ford de alquiler. Salió a la carretera, dio la vuelta y regresó en dirección opuesta.

—Hice eso dos veces más —explicó—. No quise tener los mismos presentimientos de antes —prosiguió—, por lo que recorrí un trozo de carretera y estacioné en la banquina. Entonces fue cuando volví.

—¿Y…?

—Spurton estaba en el coche —continuó Ginelli—. Detrás del volante. Muerto. Con un agujero en la frente, exactamente encima del ojo derecho. Sin mucha sangre. Pudo tratarse de un 45, pero no lo creo. No había sangre en el asiento de al lado. Quienquiera que lo matase, no debió estar muy cerca. Una bala de un 45 hubiese dejado un agujero detrás del tamaño de una lata de sopa. Creo que alguien le disparó una bolilla de cojinete con una honda, exactamente como la chica que disparó contra ti. Tal vez fuese ella misma quien lo hizo…

Ginelli hizo una pausa, mientras pensaba en aquello. —En el regazo tenía una gallina muerta. Degollada. Había una palabra escrita con sangre en la frente de Spurton. Con sangre de gallina, supongo, pero no tuve lo que se dice tiempo para conseguir un análisis completo de laboratorio, si es eso lo que piensas…

—¿Qué palabra? —preguntó Billy, pero la sabía antes de que la pronunciase Ginelli.

—«NUNCA».

—Dios… —exclamó Billy, y alargó la mano hacia el café con licor.

Se llevó la taza a la boca, pero luego volvió a dejarla en la mesa. Si se bebía algo de aquello, lo vomitaría automáticamente. Y no podía permitirse vomitar. Con los ojos de la mente vio a Spurton sentado detrás del volante del Ford, con la cabeza inclinada hacia atrás, y un oscuro agujero encima de un ojo, y un revoltijo de plumas blancas en el regazo. Esta visión fue lo bastante clara para ver incluso el pico amarillento del ave, abierto a medias, los vidriosos ojos…

El mundo empezó a adoptar tonos grises…, se escuchó un ruido sordo y notó un sombrío calor en la mejilla. Abrió los ojos y vio a Ginelli que volvía a sentarse en su silla.

—Lo siento, William, pero es como lo que dice ese anuncio para después del afeitado… Lo necesitabas… Creo que te estás echando la culpa por lo de ese tipo Spurton, y quiero que te lo quites de la cabeza, ¿me oyes?

El tono de Ginelli era suave, pero sus ojos parecían encolerizados.

—Debes dejar de dar vueltas a las cosas, como esos jueces de corazón sangrante que quieren echar la culpa de todo al presidente de los Estados Unidos, porque algún drogado ha apuñalado a una vieja y le ha robado su cheque de la Seguridad social. Pero ese botarate de drogadicto que lo hizo se encuentra ahora mismo de pie delante de él, y esperando una suspensión de sentencia, para poder salir y hacerlo de nuevo.

—¡Todo esto no tiene sentido! —comenzó Billy, pero Ginelli le hizo callar.

—¡Carajo, sí lo tiene! —le dijo—. Tú no has matado a Spurton, William. Algún gitano lo hizo, y fuera quien fuese, ese viejo está encima de todo el asunto, y los dos lo sabemos. Nadie retorció tampoco el brazo de Spurton. Estaba haciendo un trabajo por dinero, eso es todo. Un trabajo sencillo… Pero fue demasiado lejos y le ajustaron las cuentas. Y ahora, dime, William… ¿Quieres dejar correr las cosas o no?

Billy suspiró pesadamente. Su mejilla aún le transmitía un calorcillo en el lugar en que Ginelli le había abofeteado.

—Sí —replicó—, aún quiero seguir adelante.

—Muy bien, pues vayamos al grano.

—Bien…

Dejó hablar a Ginelli ininterrumpidamente, hasta el final de su relato. En verdad, estaba demasiado asombrado como para pensar siquiera en interrumpirle.

Ginelli anduvo hasta detrás de la estación de servicio y se sentó en un montón de neumáticos viejos. Quería serenar su mente, dijo, y por lo tanto se quedó allí sentado durante los siguientes veinte minutos, más o menos, alzando la vista hacia el cielo nocturno —el último resplandor de la luz solar se había extinguido hacia el oeste—, y lograr unos pensamientos serenos. Cuando creyó que tenía la mente en orden, volvió al Nova. Dio la vuelta a la gasolinera Texaco sin encender las luces. Luego sacó el cadáver de Spurton del Ford de alquiler y lo introdujo en el baúl del Nova.

—Quizá querían dejarme un mensaje, o tal vez pretendían que me echaran a mí la culpa cuando el encargado de la estación encontrase un fiambre en el coche, con mi nombre en la documentación del alquiler metida en la guantera. Pero eso era estúpido, William, porque si al tipo le habían disparado con una bolilla de cojinete en vez de una bala de pistola, los policías dejarían pronto tranquila mi dirección y se volverían contra ellos: la chica hace un número en que dispara con la honda a unos blancos…

»En otras circunstancias, me gustaría ver a las personas tras las que voy, metiéndose en una situación así, pero se trata de una situación divertida, y es algo que debemos resolver por nosotros mismos. Al mismo tiempo esperaba que así los policías hablarían con los gitanos sobre algo por completo distinto, si las cosas se producían como yo esperaba, pero lo de Spurton lo complicaría todo. Por lo tanto me llevé el cadáver. Gracias a Dios, la estación de servicio en la que me encontraba era muy solitaria y estaba en una carretera rural, pues en caso contrario, no hubiera podido hacerlo.

Con el cuerpo de Spurton en el baúl, curvado entre el pequeño trío de cajas que el «asociado en el negocio» había entregado aquella tarde, Ginelli siguió conduciendo. Encontró la Finson Road a menos de un kilómetro de distancia. En la carretera 37-A, una buena carretera secundaria que llevaba al oeste hacia Bar Harbor, los gitanos se habían instalado abiertamente para dedicarse al negocio. La Finson Road en cambio —sin pavimentar, llena de baches y con hierba crecida— mostraba claramente un propósito diferente. Se habían escondido.

—Aquello ponía las cosas un poco más difíciles, exactamente como tener que arreglar lo que había sucedido en la estación de servicio, pero en cierto modo, estaba totalmente encantado, William. Quería asustarles, y se estaban comportando como personas asustadas de verdad. Y una vez que la gente empieza a asustarse, resulta cada vez más y más fácil que continúe asustada.

Ginelli apagó los faros del Nova y condujo medio kilómetro por la Finson Road. Vio un desvío que llevaba a una cantera de grava abandonada.

—No hubiera sido más perfecto de haberlo encargado —musitó.

Abrió el baúl, sacó el cuerpo de Spurton y empezó a taparlo con grava. Una vez enterrado el cadáver, regresó al Nova tomó dos anfetaminas más y luego abrió el paquete grande, que había en el asiento. En la caja aparecía el letrero de «WORLD BOOK ENCYCLOPEDIA». En su interior había un fusil de asalto Kalashnikov AK-47 y cuatro cargadores de munición, una navaja automática, un bolso femenino de noche, lleno de perdigones de plomo, un rollo de cinta adhesiva Scotch y un frasco con negro de humo.

Ginelli se ennegreció la cara y las manos y luego se pegó con esparadrapo la navaja a la parte más carnosa de su pantorrilla. Se metió el rollo de cinta en el bolsillo y se alejó.

—Dejé la zapa —comentó—. Ya estaba harto de sentirme un superhéroe salido de un jodido libro de comics.

Spurton dijo que los gitanos se encontraban acampados a tres kilómetros de distancia de la carretera. Ginelli se dirigió a los bosques y siguió la carretera en aquella dirección. No quería perder de vista la carretera, comentó, porque tenía miedo a perderse.

—Iba muy despacio —prosiguió—. Tuve cuidado con lo palos y las ramas. Confiaba en no tropezar con alguna maldita hiedra venenosa. Soy muy susceptible al veneno de hiedra.

Tras pasar dos horas forcejeando entre la maleza que crecía a lo largo del lado este de la Fison Road, Ginelli había visto una forma oscura en el pequeño desnivel de la carretera. Al principio pensó que se trataba de una señal de tráfico o de algún tipo de poste. Un momento después se dio cuenta de que era un hombre.

—Estaba allí de pie, tan frío como un carnicero en una cámara frigorífica, pero creí que era por mí, William. Quiero decir que yo trataba de avanzar en silencio, pero me he criado en la ciudad de Nueva York. No soy un jodido hiawatha, si sabes lo que quiero decir. Por lo tanto, me imaginé que pretendía no oírme para ponerme en un apuro. Y cuando lo hubiera conseguido, se volvería y empezaría a repartir cuchilladas. Pude haberle volado los sesos donde se encontraba, pero aquello hubiera despertado a todo el mundo en dos kilómetros a la redonda y, además, te había prometido que nadie resultaría herido.

»Por lo tanto, me quedé allí indefinidamente. Permanecí en aquel lugar quince minutos, pensando que si me movía tropezaría con alguna otra raíz y en ese caso comenzaría la juerga. Luego se apartó del lado de la carretera hasta la cuneta para echar una meada, y no pude creer lo que veía. No sabía dónde habría tomado lecciones aquel tipo respecto a los deberes de un centinela, pero estaba seguro de que no había sido en Fort Bragg. Llevaba una de aquellas viejas escopetas que no había visto en veinte años; lo que los corsos llaman un loup. Y tenía un par de auriculares tipo Walkman… Hubiera podido acercarme detrás de él, y gritar «¡Viva Columbia!», y ni siquiera se hubiera movido.

Ginelli se echó a reír.

—Te diré una cosa… Apuesto lo que sea a que el viejo no sabía que el tipo estaba bailando rock mientras se suponía que debía vigilarme.

Cuando el centinela volvió a su antiguo lugar, Ginelli anduvo hacia él por su espalda, sin hacer demasiados esfuerzos por ser silencioso. Se quitó el cinturón mientras caminaba. Algo avisó al centinela —algo que entrevió por el rabillo del ojo— en el último momento. El último momento no es siempre demasiado tarde, pero éste sí lo fue. Ginelli deslizó el cinto en torno de su cuello y apretó con fuerza. Se produjo una breve lucha. El joven gitano dejó caer la escopeta y se aferró al cinturón. Los auriculares se le deslizaron por las mejillas y Ginelli oyó a los Rolling Stones, que sonaban como perdidos entre las estrellas, cantando Under my thumb.

El joven empezó a emitir ruidos gorgoteantes al asfixiarse. Sus esfuerzos se debilitaron y luego cesaron por completo. Ginelli mantuvo la presión durante otros veinte segundos y luego la aflojó («No quería convertirlo en un idiota», explicó seriamente a Billy), y lo arrastró colina arriba hasta los matorrales. Era un hombre apuesto, bastante musculoso, de tal vez unos veintidós años, con jeans, botas y una camiseta con una foto estampada de Jim Morrison. Ginelli supuso, por la descripción de Billy, que se trataba de Samuel Lemke, y Billy estuvo de acuerdo. Ginelli encontró un árbol de buen tamaño y le ató a él con el esparadrapo.

—Parece estúpido decir eso de que atas a alguien con esparadrapo a un árbol, pero es lo que ocurre en el caso de que nunca te lo hayan hecho a ti. Te ponen suficiente de esa mierda a tu alrededor, y ya se puede olvidar el asunto. El esparadrapo es algo fuerte. Debes permanecer allí hasta que venga alguien y te libere cortándolo. Es imposible romperlo y puedes estar condenadamente seguro de que no te desatarás.

Ginelli cortó parte de los faldones de la camiseta de Lemke, le metió la tela en la boca y se la tapó con esparadrapo.

—Después volví por su casete y le coloqué de nuevo los auriculares en la cabeza. No quería que se aburriera demasiado cuando despertase.

Ginelli caminó ahora por el lado de la carretera. Él y Lemke eran de una talla similar, y estaba deseoso de arriesgarse a acercarse a otro centinela antes de verse atacado. Además, se estaba haciendo tarde y no había dormido más que breves siestas en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Si uno pierde demasiado sueño se encuentra atontado por completo —explicó—. Si juegas al Metrópoli, no pasa nada. Pero si estás haciendo frente a unos jodidos que disparan contra la gente y escriben palabras descorazonadoras en sus frentes con sangre de pollo, eres capaz de morirte. En realidad cometí un error. Tuve bastante suerte como para salir de aquello. A veces Dios perdona.

El error consistió en no ver al segundo centinela hasta que se acercó a él. Y aquello sucedió porque el segundo hombre estaba también en la sombra en vez de al borde de la carretera, como el de la camiseta de Jim Morrison. Afortunadamente para Ginelli, la razón no era el esconderse sino el estar cómodo.

—Éste no escuchaba una casete —explicó Ginelli—. Se encontraba profundamente dormido. Unos guardias bastante malos, pero es lo que cabe esperar de paisanos. Asimismo, se habían hecho a la idea de que ya me habían asustado para mucho tiempo. Si crees que alguien te sigue los pasos de cerca, eso te mantiene despierto, aunque te mueras por irte a dormir.

Ginelli se aproximó al dormido guardián, eligió un lugar en el cráneo del centinela y luego le aplicó la culata del Kalashnikov en aquel lugar con bastante fuerza. Se produjo un ruido parecido al de una mano golpeando en una mesa de caoba. El guardián, que había estado apoyado cómodamente contra un árbol, cayó sobre la hierba. Ginelli se inclinó y le buscó el pulso. Allí estaba, lento pero firme. Siguió adelante.

Cinco minutos después, llegaba a la cumbre de una baja colina.

Desde allí se abría un campo en pendiente, hacia la izquierda. Ginelli pudo ver el oscuro círculo de vehículos aparcados a unos doscientos metros de la carretera. Esa noche no había fuego de campamento. Unas luces amortiguadas en algunas de las casas rodantes. Pero aquello era todo.

Ginelli se abrió paso colina abajo agazapado sobre el estómago y las rodillas, sujetando su fusil de asalto detrás de él. Encontró una roca que afloraba en el suelo y que le permitió, a un tiempo, asentar la culata con firmeza y mirar por la colina hacia el campamento.

—La luna estaba saliendo, pero yo no iba a esperar. Veía lo suficiente para lo que tenía que hacer; en aquel momento no estaba a más de setenta y cinco metros de ellos. Y tampoco tenía que hacer un trabajo muy exacto. De todos modos, el Kalashnikov no sirve para eso. Es como querer quitarle a un tipo el apéndice con un serrucho. El Kalashnikov es bueno para asustar a la gente con él. Y los asusté, eso es… Estoy seguro de que se mearon en las sábanas. Pero no el viejo. Es la mar de fuerte, William.

Con el fusil automático firmemente sujeto, Ginelli respiró hondo y apuntó al neumático delantero de la camioneta del unicornio. Se oía el ruido de los grillos y el de un pequeño torrente que gorgoteaba muy cerca. Un pájaro cantó una vez al otro lado del campo sombrío. En medio de su segundo trino, Ginelli abrió fuego.

El estampido del Kalashnikov rompió la noche en dos. El fuego colgó en torno del extremo del cañón en una corona mientras se agitaba el cargador: treinta balas de calibre 30, cada una de ellas casi del tamaño de un cigarrillo extra largo, cada una con la fuerza de más de cien gramos de pólvora.

El neumático delantero de la furgoneta del unicornio no reventó sino que estalló. Ginelli hizo oscilar el arma bramante por toda la longitud de la camioneta, pero bajo.

—No conseguí ni un maldito agujero en la chapa —prosiguió—. Sólo hice trizas el suelo por debajo. Ni siquiera me acerqué demasiado por el depósito de nafta. ¿Has visto alguna vez explotar una furgoneta VW? Es como cuando enciendes un petardo y pones una lata encima. Yo lo he visto una vez en la autopista de peaje de Nueva Jersey.

Estalló el neumático trasero de la furgoneta. Ginelli quitó el primer cargador y colocó otro. Abajo empezó un auténtico desparramo. Acá y allá gritaban voces, algunas encolerizadas, la mayoría sólo asustadas. Una mujer chilló.

Algunos de ellos —Ginelli no tenía forma de saber cuántos— comenzaban a tirarse por las portezuelas traseras de las caravanas, la mayoría en pijama o camisón, todos confusos y asustados, todos tratando de mirar en cinco direcciones distintas a la vez. Y entonces Ginelli vio a Taduz Lemke por primera vez. El viejo parecía casi cómico con su ondulante camisa de dormir. Mechones de pelo se le escapaban por debajo del gorrito de dormir con borla. Se acercó a la parte delantera de la furgoneta del unicornio, lanzó un vistazo a los hundidos y retorcidos neumáticos y luego miró en línea recta hacia donde se hallaba tumbado Ginelli. Éste dijo a Billy que no había nada cómico en su fulgurante mirada.

—Sabía que no podía verme —explicó—. La luna estaba ausente, me había embadurnado de hollín la cara y las manos, no era más que una sombra en aquel campo. Pero… Creo que me vio, William, y se me heló el corazón.

Luego el viejo se volvió a los suyos, que empezaban a derivar en su dirección, aún balbuceando y moviendo las manos. Les gritó en caló y deslizó un brazo por la caravana. Ginelli no pudo entender el idioma, pero el ademán resultó bastante claro:

Pónganse a cubierto, estúpidos.

—Demasiado tarde, William —comentó Ginelli, pagado de sí mismo.

Disparó la segunda descarga directamente al aire, por encima de sus cabezas. Ahora chillaba un montón de gente, tanto hombres como mujeres. Algunos se echaron al suelo y empezaron a arrastrarse, la mayoría con las cabezas inclinadas y los traseros ondeando al aire. El resto echó a correr, dispersándose en todas direcciones, excepto por donde procedían los disparos.

Lemke permaneció allí, gritándoles, con mugidos de toro. Se le cayó el gorro de dormir. Los corredores prosiguieron corriendo, los que se arrastraban, arrastrándose. Lemke debía gobernarles, por lo general, con mano de hierro, pero Ginelli había conseguido sembrar el pánico entre ellos.

El Pontiac break, del que había sacado la chaqueta y las zapatillas deportivas la noche anterior, se encontraba cerca de la furgoneta, Ginelli metió un tercer cargador en el AK-47 y abrió fuego otra vez.

—Anoche no había nadie y por el olor supuse que esta noche tampoco habría nadie. Maté aquel coche, William, me refiero a que aniquilé a aquel hijo de puta. Una AK-47 es un arma muy buena, William. La gente que sólo ha visto películas de guerra, cree que cuando se usa un arma automática o un fusil automático, puedes acabar con una nítida línea de agujeros, pero no es así. Es un desparramo, pero sucede de prisa. El parabrisas de aquel viejo cacharro estalló. El capó se arrugó un poco. Luego las balas cayeron sobre él y lo partieron. Los faros volaron. Los neumáticos estallaron. La parrilla se cayó. No pude ver el agua salir del radiador, estaba demasiado oscuro para eso, pero cuando se acabó el cargador la oí con certeza. Cuando terminé el cargador, aquel hijo de perra parecía como si hubiesen disparado contra un muro. Y durante todo ese tiempo, mientras los cristales y cromados saltaban por los aires, aquel viejo no se movió. Sólo buscó el resplandor del cañón para enviar sus tropas contra mí, si era lo suficientemente estúpido como para aguardar a que sus tropas se reunieran. Decidí largarme antes de que eso ocurriese.

Ginelli corrió hacia la carretera, agachado como un auténtico soldado de la Segunda Guerra Mundial bajo el fuego enemigo. Sólo una vez allí se irguió y empezó a correr. Pasó ante el centinela del perímetro interior, aquel con el que empleara la culata del arma, echando apenas un vistazo en su dirección. Pero cuando llegó al lugar donde había recogido a «Mr Walkman», se detuvo, conteniendo el aliento.

—Encontrarle no fue difícil, ni siquiera en la oscuridad —dijo Ginelli—. Pude oír cómo los matorrales se movían y crujían. Cuando llegué un poco más cerca, le oí…

Lemke se había movido en parte en torno del árbol al que le había atado: pero el resultado neto de aquello fue encontrarse atado con más fuerza que antes. Los auriculares se le habían caído y ondeaban bajo su cuello colgando de sus cables. Cuando vio a Ginelli, cesó en sus forcejeos y se limitó a mirarle.

—Vi en sus ojos que creía que iba a matarle, y estaba muy jodido y absolutamente aterrado —explicó Ginelli—. Aquello me pareció de perlas. El viejo petimetre no estaba asustado, pero puedo decirte que el muchacho deseaba que nunca te hubiesen parido, William. Por desgracia, no podía hacerle sudar un poco más; no había tiempo.

Se arrodilló al lado de Lemke y alzó el AK-47 para que pudiese ver de qué se trataba. Los ojos de Lemke mostraron que lo sabía condenadamente bien.

—No tengo demasiado tiempo, papanatas, pero escucha bien —le dijo Ginelli—. Dile al viejo que la próxima vez no dispararé alto o bajo, a coches desocupados. Dile que William Halleck pide que se lo quite. ¿Lo harás?

Lemke asintió todo lo que le permitió el esparadrapo. Ginelli se lo arrancó de la boca y le quitó el trozo de camisa que le había metido.

—Van a estar muy atareados por aquí —le explicó Ginelli—. Grita y te encontrarán. Y recuerda el mensaje.

Se volvió para marcharse.

—No lo comprendes —le dijo Lemke roncamente—. Nunca lo quitará. Es el último de los grandes jefes magiares: tiene una piedra por corazón. Por favor, señor, lo recordaré, pero él nunca lo levantará.

En la carretera, una camioneta iba dando tumbos en dirección al campamento cíngaro. Ginelli miró en aquella dirección y luego hacia Lemke.

—Se pueden aplastar las piedras —replicó—. Dile también eso.

Ginelli se acercó de nuevo a la carretera, la cruzó y anduvo de prisa hacia la cantera de grava. Pasó junto a él otra camioneta y luego tres coches, uno detrás de otro. Aquellas personas, comprensiblemente curiosas de saber quién había estado disparando un arma automática en su pequeña ciudad, en el corazón de la noche, no presentaban un verdadero problema para Ginelli. El resplandor de los faros que se acercaban le permitía el tiempo suficiente para ocultarse en el bosquecillo cada vez. Escuchó cómo se aproximaba una sirena en el momento en que se precipitó en la cantera de grava.

Puso en marcha el Nova y lo hizo avanzar a oscuras hasta el extremo de la corta pista de acceso. Un Chevrolet con su luz azul destellando, pasó rugiendo.

—Una vez que desapareció, me limpié el hollín de la cara y las manos y lo seguí —explicó Ginelli.

—¿Que lo seguiste? —le interrumpió Billy.

—Es más seguro. Si hay un tiroteo, la gente inocente se rompe las piernas para poder mostrar un poco de sangre cuando los policías lleguen y la limpien de las aceras. La gente que se va en otra dirección se hace sospechosa. Montañas de veces se larga porque tiene algún arma en el bolsillo.

Para cuando llegó de nuevo al campo, había ya una docena de coches aparcados a lo largo de la cuneta de la carretera. Los faros se cruzaban unos con otros. La gente corría de acá para allá, gritando.

El coche de la Policía estaba estacionado cerca del lugar donde Ginelli había dejado al segundo joven; la luz del techo arrojaba destellos azules a través de los árboles. Ginelli bajó la ventanilla del Nova.

—¿Qué ocurre, agente?

—Nada de lo que tenga que preocuparse. Circule…

Y para el caso de que el tipo del Nova pudiese hablar inglés pero sólo entendiese el ruso, el agente barrió su linterna impacientemente hacia donde comenzaba la Finson Road.

Ginelli siguió rodando con lentitud por la carretera, abriéndose camino entre los coches, que pertenecían, según supuso, a los tipos locales. Resulta más bien difícil moverse entre los papamoscas cuando son vecinos, le contó a Billy. Había dos grupos distintos de gente delante de la rural a la que Ginelli había disparado. Uno comprendía a los gitanos en pijamas y camisón. Hablaban entre sí, algunos de ellos gesticulando de manera exagerada. El otro grupo comprendía a los tipos de la ciudad. Estaban de pie en silencio, con las manos en los bolsillos, mirando los restos del vehículo. Cada grupo ignoraba al otro.

Finson Road continuaba durante otros diez kilómetros, y Ginelli casi hizo patinar el coche, no una vez sino dos, cuando la gente llegó a toda velocidad por lo que no era sino un camino de tierra.

—Eran tipos que querían ver un poco de sangre a medianoche antes de que los policías la barrieran con mangueras de las aceras, William. O de la hierba, en este caso…

Conectó con una carretera secundaria que le llevó a Bucksport y desde allí giró hacia el norte. Estuvo de vuelta en la habitación del motel de John Tree a las dos de la madrugada. Puso el despertador a las siete y media.

Billy se quedó mirándolo.

—¿Quieres decir que durante todo el tiempo en que me preocupé creyendo que estabas muerto, estabas durmiendo en el mismo motel que habíamos dejado?

—Pues sí…

Ginelli pareció avergonzado de sí mismo por un momento, aunque al mismo tiempo sonrió y se encogió de hombros.

—Achácalo a la inexperiencia, William. No estoy acostumbrado a que la gente se preocupe por mí. Excepto mi mamá, naturalmente, y eso es distinto.

—Te debiste quedar dormido, puesto que no llegaste aquí hasta las nueve o cosa así. Tuviste tiempo de sobra.

—No… Me levanté en cuanto sonó el despertador. Hice una llamada y luego me dirigí al centro de la ciudad. Alquilé otro coche. En este caso en Avis. No había tenido demasiada suerte con Hertz.

—Vas a tener problemas con ese coche de Hertz, ¿verdad? —le preguntó Billy.

—No. Todo está en orden. Pero podía haber sido peliagudo. Para eso era la llamada, para lo del coche de Hertz. Conseguí que ese «socio en el negocio» mío regresara en avión desde Nueva York. Hay un pequeño aeropuerto en Ellsworth, y allí fue donde se dirigió. Luego el piloto se fue a Bangor para aguardarle. Mi socio fue a Bankerton y…

—La cosa se va complicando cada vez más —le interrumpió Billy—. ¿Lo sabías? Se está convirtiendo en un Vietnam.

—Maldita sea, no… ¡No seas tonto, William! Durante todo el día no haces más que ver a tipos que viajan en primera clase en aviones de líneas aéreas, con maletines de piel de cerdo y zapatos Gucci en los pies, que hacen cosas mucho menos importantes. Ese coche Hertz no es más que otro problema doméstico.

—Sólo que su ama de casa llegó en avión desde Nueva York…

—Pues sí… No conocía a nadie en Maine, y la única conexión aquí consiguió que lo matasen. De todos modos, no existe el menor problema. Esta noche me entregarán un informe completo. Mi socio fue a Bankerton ayer a mediodía, y el único tipo de la estación de servicio era el muchacho que parece no tener demasiadas entendederas. Los muchachos de las estaciones de servicio sirven gasolina cuando se presenta alguien, pero la mayoría de las veces se encuentran en los fosos, cambiando aceite a un coche o algo parecido. Mientras estaba allí, mi socio hizo un empalme en el Ford y se lo llevó. Pasó cerca de los fosos del garaje. El chico no llegó ni a darse vuelta. Mi socio se lo llevó al Bangor Internacional Airport y aparcó el Ford en uno de los recintos de la Hertz. Le dije que vigilase las manchas de sangre, y cuando hablé con él por teléfono me contó que encontró un poco de sangre en mitad del asiento delantero, los más probable era que se tratase de sangre de pollo, y lo limpió con uno de esos «Wet-Nap». Luego se dirigió a información, llenó el correspondiente boletín y lo dejó en el buzón de Express Return. A continuación volvió a casa.

—¿Y que me dices de las llaves? Me explicaste que había hecho un puente.

—Pues —contestó Ginelli— las llaves fueron el problema durante todo el tiempo. Fue otro error. Lo achaco a dormir poco, lo mismo que el otro, pero tal vez sea que ya me estoy volviendo viejo. Estaban en el bolsillo de Spurton y me olvidé de sacárselas cuando le enterré. Pero ahora…

Ginelli sacó un par de llaves en un brillante llavero amarillo de Hertz. Las hizo tintinear.

—Aquí están…

—Volviste… —repuso Billy con la voz un tanto ronca—. Dios mío, volviste y lo desenterraste para sacarle las llaves…

—Verás, más pronto o más tarde los alcaudones o los osos le hubieran encontrado y lo desenterrarían —repuso con entonación razonable Ginelli—, o los cazadores hubieran dado con él. Probablemente en la temporada de caza de aves, cuando salen con sus perros. Me refiero que no constituía más que una molestia menor para la gente de Hertz, recibir el sobre por correo urgente sin las llaves… La gente siempre se olvida de devolver las llaves de los coches de alquiler y de los cuartos de los hoteles. A veces las envían, pero en otras ocasiones no se preocupan lo más mínimo. El director del servicio se limita a marcar un número de ocho cifras, efectúa la lectura del VIN del coche, el número, y el tipo del otro lado de la línea, de la Ford, la GM o la Chrysler, le entrega el molde de la llave. Presto! Y unas llaves nuevas… Pero si alguien encuentra un cadáver enterrado en grava, con una bola de cojinete en la cabeza y un juego de llaves de coche en el bolsillo, eso podría hacer que lo rastreasen hasta mí… Lo cual sería malo. Unas noticias muy malas… ¿Me sigues?

—Sí.

—Además, ya sabes que de una forma u otra, tenía que regresar —profirió con suavidad Ginelli—. Y no podía hacerlo en el Nova.

—¿Y por qué no? No lo habían visto.

—Todo hay que contarlo a su tiempo, William. Ya lo verás. ¿Otro trago?

Billy meneó la cabeza. Ginelli se sirvió a sí mismo.

—Muy bien… A primeras horas del martes, los perros. A última hora de la tarde del martes, el Nova. El martes por la noche, las descargas cerradas. El miércoles a primeras horas de la mañana, el segundo coche de alquiler. ¿Captas todo esto?

—Me parece que sí.

—Ahora estamos hablando de un sedán Buick. El tipo de Avis deseaba darme un Aries K, me dijo que era todo lo que le quedaba, y que yo tenía suerte de conseguirlo, pero un Aries K no era lo apropiado. Tenía que ser un sedán. No imponente, pero sí bastante grande. Aceptó veinte dólares por cambiar de opinión, pero finalmente conseguí el coche que deseaba. Conduje con él de regreso a Bar Harbor, al Motor Inn, lo estacioné e hice un par de llamadas más para asegurarme de que todo se desarrollaba de la forma en que lo había planeado. Luego vine aquí en coche, en el Nova. Me gusta el Nova, Billy: parece un mestizo y huele a caca de vaca, pero tiene buenos huesos. Por lo tanto, me presenté aquí y al fin he logrado que tu cabeza esté tranquila: Pero cuando estuve dispuesto a volver al combate, me sentí tan cansado para pensar siquiera en regresar a Bar Harbor, que me he pasado todo el día en tu cama.

—Podrías haberme llamado, ya sabes, y por lo menos haberte ahorrado un viaje —respondió en voz baja Billy. Ginelli le sonrió.

—Sí, pude haber telefoneado, pero a la mierda con eso. Una llamada telefónica no me hubiera mostrado cómo te encontrabas, William. No hubieras sido el único preocupado.

Billy bajó la cabeza un poco y tragó con cierta dificultad. Estaba casi al borde de las lágrimas una vez más. Al parecer, últimamente no hacía más que llorar.

—¡Vamos!

Ginelli se puso en pie, refrescado y sin demasiada resaca de anfetaminas. Se había duchado, metido en el Nova que olía más a caca de vaca que nunca después de un día al sol, y se encaminó a Bar Harbor. Una vez allí, sacó los paquetitos del baúl del auto y los abrió en su cuarto. Había un Colt-Woodsman del 38 y una pistolera de hombrera. Lo que había en los otros dos paquetes cupo en los bolsillos de su chaqueta deportiva. Luego salió del cuarto y cambió el Nova por el Buick. Pensó durante un minuto que si él fuera dos personas no tendría que pasarse la mitad del tiempo cambiando de coches como el cuidador de un parking en un restaurante lujoso de Los Ángeles. Luego se dirigió al escénico Bankerton para lo que confiaba que fuese la última vez. Se paró sólo una vez durante el trayecto en un supermercado. Entró y compró dos cosas: una de aquellas jarras en las que las mujeres ponen compota y una botella de Pepsi familiar. Llegó a Bankerton ya entre dos luces. Condujo hasta la cantera de grava y se metió en ella sin la menor precaución, sabiendo que andarse con remilgos no cambiaría las cosas en absoluto en este punto: si habían encontrado el cadáver por la excitación de la noche anterior, estaría perdido de todas formas. Pero no había nadie, ni indicios de que alguien hubiese estado por allí. Por lo tanto, empezó a excavar en busca de Spurton, toqueteó un poco alrededor y pudo sacar el premio.

La voz de Ginelli resultó del todo inexpresiva, pero Billy observó que parte de esto se desarrollaba en su mente como una película, y no una película especialmente placentera. Ginelli agazapado, echando a un lado la grava con las manos, encontrando la camisa de Spurton…, su cinturón…, su bolsillo… Metiendo la mano en él. Hurgando entre unas monedas llenas de arena que nunca podría gastar, un cuchillo del Ejército suizo que nunca más abriría. Y debajo del bolsillo, la fría carne, que ya se había puesto rígida por el rigor mortis. Al fin, las llaves, y el apresurado volver a enterrar el cuerpo.

—Vaya… —musitó Billy.

Y se estremeció.

—Todo constituye un problema de perspectiva. William —le confesó calmosamente Ginelli—. Créeme, es así…

Me parece que eso es lo que me asusta —pensó Billy.

Y luego escuchó con creciente asombro, cómo Ginelli acababa el relato de sus increíbles aventuras.

Con las llaves del Hertz en el bolsillo, Ginelli regresó al Buick de la Avis. Abrió la Pepsi-Cola, la vertió en la jarra y luego la cerró con el tapón de tela metálica. Una vez hecho esto, se dirigió en coche al campamento de los gitanos.

—Sabía que aún estaban allí —manifestó—. No porque quisieran quedarse aún, sino porque el mandamás del Estado les había dicho, de un modo inconfundible, que permaneciesen allí hasta que terminara la investigación. Aquí había un grupo de…, bueno de nómadas, así se les puede llamar, extraños en una ciudad opulenta como Bakerton, claro, y otro desconocido o desconocidos a media noche empiezan a disparar contra aquel lugar. Los policías tienden a mostrarse interesados por cosas así…

En efecto, estaban interesados. Había un patrullero de la Policía Estatal de Maine, y otros dos coches sin identificar. Plymouths, aparcados en el borde del campo. Ginelli aparcó entre los Plymouths, salió de su coche y comenzó a descender por la colina hacia el campamento. El destrozado break había sido retirado, presumiblemente para situarlo en el lugar donde la gente del laboratorio del departamento penal pudiese observarlo.

A mitad de la colina, Ginelli encontró a un policía uniformado del Estado que ascendía.

—No tiene usted nada que hacer aquí, señor —le dijo—. Será mejor que circule.

—Le convencí de que tenía algo que hacer allí —le explicó Ginelli, sonriente.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Le enseñé esto.

Ginelli se metió la mano en su bolsillo trasero y arrojó a Billy una cartera de piel. La abrió. Supo inmediatamente lo que miraba: había visto un par de aquéllas en el transcurso de su carrera como abogado. Supuso que habría visto un montón más de ellas de haberse especializado en casos criminales. Era una tarjeta de identificación laminada con la foto de Ginelli. En ésta, Ginelli parecía cinco años más joven. Llevaba el pelo muy corto, casi al cepillo. La tarjeta le identificaba como agente especial Ellis Stoner.

De repente, todo quedó claro en la mente de Billy. Alzó la mirada del documento de identidad.

—Querías el Buick porque se parecía más a…

—A un coche del Gobierno, claro… Un aparatoso sedán. Por eso no quería el cacharro que el tipo de Avis quería darme, y, naturalmente, no deseaba aparecer por Farmer John con un jodido coche de esos.

—Esto… ¿Es una de las cosas que tu socio trajo en su segundo viaje?

—Sí.

Billy se lo devolvió.

—Parece casi auténtico.

La sonrisa de Ginelli se extinguió.

—Excepto la foto —replicó con suavidad—, lo es…

Durante un momento se produjo un silencio; trató de no pensar demasiado en lo que le habría ocurrido al agente especial Stoner, ni si tendría hijos.

Finalmente dijo:

—Estacionaste entre dos coches patrulleros y le mostraste la placa a un poli del Estado, cinco minutos después de que acabaras de sacar un juego de llaves de coche del bolsillo de un cadáver en una cantera de grava…

—Bah… —replicó Ginelli—. Fueron más bien diez…

Mientras se acercaba al campamento, vio a dos tipos, vestidos desenfadadamente, que eran obviamente policías, arrodillados detrás de la furgoneta del unicornio. Cada uno tenía una pequeña azada de jardín. Un tercero estaba de pie y alumbraba una potente linterna mientras excavaban en la tierra.

—Espera, espera, aquí hay otra… —dijo uno de ellos. Sacó de la tierra con la paleta otro trozo de metal y lo dejó caer en un cubo cercano. Ploc… Dos niños gitanos, evidentemente hermanos, se hallaban cerca observando la operación.

En realidad Ginelli estaba contento de que la policía estuviera allí. Nadie sabía cuál era su aspecto, y Samuel Lemke sólo había visto una mancha de negro de humo. Asimismo, resultaba del todo plausible que apareciese un agente del FBI tras un incidente de tiroteo en el que se había empleado un arma automática rusa. Pero ya había desarrollado un profundo respeto hacia Taduz Lemke. Era algo más que la palabra escrita en la frente de Spurton; era más bien el modo en que Lemke se mostraba impasible a aquellas balas de calibre 30 que se precipitaban contra él desde la oscuridad. Y naturalmente, también estaba lo que le ocurría a William. Sintió que hasta era posible que el viejo supiese quién era. Podía leer en los ojos de Ginelli, u olerlo en su piel, o cualquier otra cosa por el estilo…

Bajo ninguna circunstancia permitiría que el viejo de la nariz podrida le tocase.

Lo que buscaba era la chica.

Cruzó el círculo interior y llamó a la puerta de una de las casas rodantes al azar. Tuvo que llamar otra vez antes de que le abriese una mujer de mediana edad con ojos asustados y recelosos.

—Sea lo que sea lo que busca, no lo tenemos —le dijo—. Estamos en un lío. Hemos cerrado. Lo siento.

Ginelli hizo destellar la placa.

—Agente especial Stoner, señora. Del FBI.

Los ojos de la mujer se abrieron. Se santiguó con rapidez y dijo algo en romaní. Luego añadió:

—Oh, Dios mío, ¿qué sucederá ahora? Ya nada marcha bien. Desde que Susanna murió es como si nos hubieran maldecido. O…

Su marido la hizo a un lado y le dijo que cerrase el pico.

—Agente especial Stoner —comenzó Ginelli de nuevo.

—Sí, ya oí lo que dijo.

Salió afuera. Ginelli supuso que tenía unos cuarenta y cinco años, pero parecía mayor; era un hombre en extremo alto, con los hombros tan caídos que parecía deforme. Llevaba una camiseta de Disney World y unos amplios pantaloncítos bermudas. Olía a vino y parecía estar a punto de vomitar. Tenía el aspecto de ser el tipo de hombre que lo hace muy a menudo. Como tres o cuatro veces a la semana. Ginelli pensó que le había reconocido la noche anterior: había sido aquel tipo u otro gitano de por aquí el que tenía un ritmo tan raro. Le contó a Billy que uno de ellos se había alejado a saltos con la gracia de un epiléptico ciego acometido por un ataque al corazón.

—¿Qué desea? Hemos tenido policías tras nuestros talones durante todo el día. Siempre nos persigue la poli, pero esto es simplemente…, algo jodido… ¡Ridículo!

Habló en un tono falsamente bravucón, y su mujer le dijo unas cuantas y agitadas palabras en romaní.

El hombre volvió la cabeza hacia ella.

Det krígiska jag-haller —le dijo, y añadió para redondear más la cosa—. Cállate, puta.

La mujer se retiró. El hombre de la camiseta Disney se dirigió de nuevo a Ginelli.

—¿Qué quiere? ¿Por qué no habla con sus compinches si quiere algo?

Hizo un ademán hacia los tipos del laboratorio del departamento criminal.

—¿Me puede decir su nombre, por favor? —le preguntó Ginelli con la misma e inflexible educación.

—¿Por qué no se lo pregunta a ellos?

Cruzó sus rollizos brazos de un modo truculento. Bajo la camiseta sus grandes tetillas se movieron.

—Les hemos facilitado nuestros nombres, así como nuestras declaraciones. Alguien disparó sobre nosotros a medianoche, eso es todo lo que sabemos. Sólo queremos que nos dejen en paz. Nos gustaría salir de Maine, de Nueva Inglaterra, de la jodida Costa Este.

Con voz levemente más baja añadió:

—Y no volver jamás.

Los rosados índice y meñique de su mano izquierda sobresalieron en relación a los demás en un ademán que Ginelli conocía muy bien gracias a su madre y a su abuela: era el signo contra el mal de ojo. No creyó que aquel hombre se hubiese dado ni siquiera cuenta de haberlo hecho.

—Este asunto puede terminar de dos maneras —replicó Ginelli, que seguía aún interpretando el súper-educado hombre del FBI hasta el final—. O me facilita un poco de información, señor, o acabará en el Centro de Detención estatal, pendiente de una recomendación respecto a si se le debe o no acusar de obstrucción a la justicia. Si se le prueba esa obstrucción, podría enfrentarse a cinco años de cárcel y a una multa de cinco mil dólares.

De nuevo de produjo otro chaparrón de palabras en romaní, esta vez próximas a la histeria.

Enkelt! —gritó roncamente el hombre.

Pero cuando se dirigió de nuevo a Ginelli su rostro había palidecido de forma ostensible.

—Es usted un pesado…

—No, señor —replicó Ginelli—. No se trata de un asunto de unos cuantos disparos. Por lo menos les hicieron tres ráfagas con un fusil automático. La posesión privada de ametralladoras y armas automáticas de tiro rápido está prohibida por la ley en Estados Unidos. El FBI se halla implicado en este caso y, sinceramente, debo prevenirle de que ustedes ya están con la mierda hasta la cintura, que la cosa se va haciendo más profunda y que no saben cómo salir nadando.

El hombre le miró sombríamente durante un largo momento y luego profirió:

—Me llamo Heilig. Trey Heilig. Aquellos tipos se lo confirmarán.

E hizo un ademán hacia ellos.

—Tienen su propio trabajo, y yo el mío. Y usted habla conmigo, ¿verdad?

El hombre asintió resignado.

Logró que Trey Heilig le relatara lo sucedido la noche anterior. En medio del relato, uno de los detectives del Estado se acercó para comprobar quién era Ginelli. Echó un vistazo a la placa del FBI y luego se alejó con rapidez, con aire impresionado y un poco preocupado a la vez.

Heilig explicó que había salido disparando de su cama cuando sonaron los primeros tiros, había localizado los destellos del arma y se encaminó hacia la colina por la izquierda, confiando en flanquear al tirador. Pero en la oscuridad tropezó con un árbol o algo parecido, golpeándose la cabeza contra una roca y permaneciendo desvanecido durante un rato: en otro caso, habría ajustado las cuentas a aquel bastardo. En apoyo de su relato, mostró un cardenal ya difuminándose, que tendría tres días y que probablemente, se habría producido en una caída de borracho, en su sien izquierda.

—Hum —pensó Ginelli.

Y volvió otra hoja en su agenda. Ya era bastante de camelo. Había llegado el momento de entrar en materia.

—Muchísimas gracias. Mr. Heilig, ha sido usted de inestimable ayuda.

Contar todo aquel rollo parecía haber ablandado al tipo.

—Pues…, muy bien… Siento haberle interpelado de aquella manera… Pero si usted fuese uno de nosotros…

Se encogió de hombros.

—Policías —dijo su mujer detrás de él.

Miraba por la puerta, como un tejón muy viejo y cansado desde su agujero para ver cuántos perros se encontraban aún por allí y qué espantoso aspecto tenían.

—Siempre policías, vayamos donde vayamos. Es lo normal. Pero esto ha sido peor. La gente está asustada.

Enkelt, Mamma —le dijo Heiling, pero esta vez con más gentileza.

—Tengo que hablar con dos personas más, si usted puede ayudarme —le dijo.

Y se quedó mirando a una página en blanco de su agenda. —Mr. Taduz Lemke y una tal Mrs. Angelina Lemke.

—Taduz está dormido allí —replicó Heilig, y señaló la furgoneta del unicornio.

A Ginelli aquello le pareció una buena noticia, en caso de ser cierto.

—Es un hombre muy viejo y esto le ha dejado auténticamente agotado. Creo que Gina está en su casa de allí… No está casada…

Señaló con un sucio dedo un pequeño Toyota verde con un bonito cobertor de lana en la parte trasera.

—Pues muchísimas gracias.

Cerró la agenda y se la metió en el bolsillo de atrás.

Heilig se retiró a su casa rodante (y, presumiblemente, a su botella); parecía aliviado. Ginelli cruzó de nuevo el círculo interior entre la creciente penumbra, esta vez en busca de la chica. Su corazón, según le contó a Billy, le latía con más fuerza y más agitadamente. Respiró hondo y llamó a la puerta.

No hubo una respuesta inmediata. Alzaba la mano para llamar de nuevo cuando la puerta se abrió. William había dicho que era maravillosa, pero no estaba preparado para la profundidad de su hermosura: aquellos ojos oscuros y directos con unas córneas tan blancas que azuleaban débilmente, la piel de un tono oliva claro brillando rosada en algunas zonas.

Miró un momento sus manos y vio que eran fuertes y perladas. No llevaba las uñas pintadas, sino limpias y cortas como las de un granjero. En una de aquellas manos sostenía un libro con el título de Sociología estadística.

—Diga…

—Agente especial Ellis Stoner, Miss Lemke —se presentó.

E inmediatamente aquella clara y luciente cualidad desapareció de sus ojos, como si hubiese caído sobre ellos una persiana.

—Del FBI.

—Diga… —repitió, pero sin más vida que un contestador telefónico automático.

—Estamos investigando el incidente del tiroteo que tuvo lugar aquí anoche…

—Usted y medio mundo —respondió—. Bien, investigue todo lo que quiera, pero si no echo al correo mañana por la mañana mis lecciones de curso por correspondencia, se retrasará mi graduación. Por lo tanto, si me permite…

—Tenemos razones para creer que un hombre llamado William Halleck está detrás de esto —explicó Ginelli—. ¿Significa ese nombre algo para usted?

Naturalmente que sí; durante un momento sus ojos se abrieron por completo y, simplemente, ardieron.

Ginelli sabía que su hermosura estaba más allá de cualquier suposición. Aún opinaba así, pero también creía ahora que aquella muchacha podía haber sido la que mató a Frank Spurton.

—¡Ese cerdo! —escupió—. Han satte sig pa en av stolarna! Han sneglade pa nytt mot hyllorna i vild! Vild!

—Tengo ciertas fotos de un hombre que creemos que es Halleck —prosiguió impertérrito Ginelli—. Fueron tomadas en Bar Harbor por mi agente empleando teleobjetivo…

—¡Naturalmente que es Halleck! —exclamó la chica—. Ese cerdo mató a mi tantenyjad, mi abuela… Pero no nos molestará durante mucho tiempo. El…

Se mordió su lleno labio inferior, con fuerza, y enmudeció. De haber sido Ginelli el hombre que alegaba ser, la muchacha se hubiera asegurado un interrogatorio extraordinariamente a fondo y detallado. Sin embargo, Ginelli, fingió no haberse dado cuenta.

—En una de las fotografías, parece que dos hombres se están pasando dinero. Si uno de ellos es Halleck, en ese caso el otro, probablemente, es el francotirador que visitó su campamento anoche. Me gustaría que usted y su abuelo identificasen a Halleck de modo positivo, si ello es posible.

—Es mi bisabuelo —replicó ausente la chica—. Creo que está dormido. Mi hermano está con él. Aborrezco despertarle.

Hizo una pausa.

»Aborrezco tener que preocuparlo con todo esto. Los últimos días han sido mortalmente duros para él.

—Bueno, supongamos que hacemos esto —le dijo Ginelli—. Usted mira las fotos y, si identifica positivamente a ese hombre como Halleck, entonces no tendremos necesidad de molestar al anciano Mr. Lemke.

—Eso estaría muy bien. Si atrapa al cerdo de Halleck, ¿le detendrá?

—Oh, sí. Llevo conmigo una orden federal tipo John Doe.

Aquello la convenció. Mientras salía de la caravana con un revuelo de faldas y un imponente destello de piernas morenas, dijo algo que heló el corazón de Ginelli.

—Me parece que no quedará mucho de él que arrestar.

Anduvieron en dirección a los agentes que aún seguían cavando entre una penumbra cada vez más pronunciada. Pasaron ante varios gitanos, incluyendo, a los dos hermanos, ahora vestidos para meterse en la cama con dos pijamas idénticos de camuflaje. Gina hizo un saludo a varios de ellos, que le contestaron, pero siguieron tranquilos: aquel hombre alto con aspecto italiano que estaba con Gina era del FBI, y sería mucho mejor no meterse en asuntos de aquella clase.

Salieron del círculo y treparon por la colina hacia el coche de Ginelli, y las sombras nocturnas se los tragaron.

—Fue algo tirado, William —le explicó Ginelli—. Ya era la tercera noche, y seguía saliendo la mar de bien… ¿Por qué no? El lugar estaba lleno de policías. ¿Iba a regresar el tipo que les disparó y hacerles algo más mientras la policía seguía por allí? No lo creían…, pero fueron unos estúpidos, William. Esperaba algo así del resto de ellos pero no del viejo; no puedes pasarte toda la vida aprendiendo a cómo odiar y desconfiar de la policía y, de repente, decidir que van a protegerte de algo que te ha estado mordiendo en el culo. Pero el viejo dormía. Está hecho polvo. Eso es bueno. Podemos doblegarle, William. Podemos hacerlo.

Regresaron al Buick. Ginelli abrió la portezuela del lado del conductor mientras la chica estaba allí de pie. Y mientras se inclinaba, sacó el 38 de la pistolera con una mano y la jarra con la otra. Notó que el humor de la muchacha cambiaba de repente, desde una amarga exultación a una repentina cautela. El mismo Ginelli resultó afectado y sus intuiciones afloraron y se afinaron en grado máximo. Pareció sentir la primera toma de conciencia por parte de la chica respecto de los grillos, la oscuridad que les rodeaba, la facilidad con que se había separado de los demás, con un hombre al que no había visto nunca, en un momento en que no hubiera tenido que confiar en cualquiera. Por primera vez se preguntó por qué Ellis Stoner no había traído consigo los documentos al campamento si estaba tan decidido a conseguir una identificación de Halleck. Pero era ya demasiado tarde. Había mencionado un nombre que garantizaba originar un profundo espasmo y el odio suficiente para cegarla en un abrir y cerrar de ojos.

—Pues aquí está la cosa —dijo Ginelli.

Y se volvió hacia ella con el arma en una mano y la jarra de vidrio en la otra.

Los ojos de ella se abrieron de nuevo. Sus pechos oscilaron al abrir la boca y respirar hondo.

—Puedes empezar a gritar —le dijo Ginelli—, pero te garantizo que será el último ruido que te oigas hacer, Gina.

Durante un momento, pensó que lo haría de todos modos… Pero la chica convirtió su aspiración en un largo suspiro.

—Trabaja para ese cerdo —le dijo—. Hans salte síg pa

—Habla en mi idioma, puta —le dijo con tono casi indiferente.

Y la chica retrocedió como si la hubiese abofeteado.

—No puede llamarme puta —susurró—. Nadie me va a llamar puta…

Sus manos, aquellas fuertes manos, se arquearon y se convirtieron en garras.

—Tú llamaste cerdo a mi amigo William, por lo que yo te llamo a ti puta, tu madre es una puta y tu padre un lameculos —exclamó Ginelli.

Vio cómo sus labios se apartaban de sus dientes en una mueca, y sonrió. Algo de esa sonrisa hizo que la muchacha se quebrara. No pareció exactamente tener miedo —Ginelli le explicó más tarde a Billy que no estaba seguro de si llegaría a asustarse—, sino que por alguna razón pareció salir a la superficie, a través de su agitada furia, cierto sentido de quién y de qué estaba tratando.

—¿Qué crees que es esto, un juego? —le preguntó Ginelli—. Lanzas una maldición sobre alguien con una esposa y una hija, ¿y crees que se trata de un juego? ¿Crees que atropello adrede a aquella mujer, a tu abuela? ¿Crees que tenía un contrato respecto de ella? ¿Crees que la mafia tenía un contrato encargado con tu vieja abuela? ¡Mierda!

La chica lloraba ahora de rabia y de odio.

—Su mujer le estaba haciendo un buen trabajo en el coche y atropello a la mujer en la calle… Y luego ellos… Luego ellos han tog in pojken, lo hicieron salir del asunto de rositas, pero nosotros le dimos lo suyo. Y tú serás el siguiente, amigo de cerdos… No importa lo que tú…

Con el dedo pulgar, Ginelli sacó el amplio tapón de vidrio de la jarra. La chica la miró por primera vez. Aquello fue lo que Ginelli deseó que hiciese.

—Ácido, puta —le explicó Ginelli.

Y se lo tiró a la cara.

—Ya verás a cuánta gente dispararás con esa honda tuya cuando estés ciega…

La chica chilló y se llevó las manos a los ojos, pero demasiado tarde. Cayó al suelo. Ginelli le puso un pie en el cuello.

—Si gritas, te mato. Y a los primeros amigos que se presenten por aquí.

Le quitó el pie de encima.

—Sólo era Pepsi-Cola.

La chica se puso de rodillas, se quedó mirándolo a través de sus extendidos dedos y, con aquellos exquisitamente afinados y casi telepáticos sentidos, Ginelli supo que no había hecho falta decirle que no se trataba de ácido. Lo sabía, lo supo casi al instante a pesar del escozor. Un momento después —apenas a tiempo—, comprendió que la chica se le tiraría a las pelotas.

Mientras saltaba encima de él, con la agilidad de una gata, Ginelli se hizo a un lado y le propinó una patada en un costado. La nuca de Gina golpeó contra el borde cromado de la portezuela abierta del lado del conductor con ruido sordo, y cayó en confuso montón, manándole sangre por una de sus hermosas mejillas.

Ginelli se inclinó sobre ella, para asegurarse de que se hallaba inconsciente, y la chica se precipitó sobre él, silbando como una serpiente. Una mano corrió por su frente, abriendo un largo corte. La otra penetró a través de una manga de su jersey de cuello de cisne, produciéndole más sangre.

Ginelli dio un alarido y la puso de espaldas. Apretó la pistola contra su nariz.

—Vamos, adelante… ¿Quieres más? ¿Quieres hacerlo? ¡Vamos, puta! ¡Adelante! ¡Me has estropeado la cara! ¡Me encantaría que lo intentases!

La muchacha se quedó inmóvil, mirándole con unos ojos ahora tan oscuros como la muerte.

—Deberías hacerlo —le dijo—. Si sólo fuese por ti, te arrojarías de nuevo sobre mí. Pero eso sería como matarle, ¿verdad? ¿Al viejo?

No dijo nada, pero una lucecita pareció brillar momentáneamente en la oscuridad de aquellos ojos.

—Ya sabes lo que le hubiese pasado a él si, realmente, te hubiera arrojado ácido a la cara. Piensa en lo que le haría si, en lugar de ti, decidiese tirárselo en la cara de aquellos niños en pijama. Y puedo hacerlo, puta. Puedo hacerlo y volver a casa y comerme una buena cena. No tienes más que mirarme a la cara para saber que lo haría…

Ahora, al fin, vio confusión y un atisbo de algo que podría haber sido miedo…, pero no por ella misma…

—Él te ha maldecido —le explicó—. Yo era la maldición.

—Me cago en la maldición de aquel cerdo —susurró la chica, y se enjugó la sangre de la cara con un rápido y despectivo movimiento de los dedos.

—Me dijo que no lastimase a nadie —prosiguió Ginelli, como si la mujer no hubiese hablado—. Y no lo he hecho. Pero eso termina esta noche. No sé cuántas veces tus antepasados habrán escapado antes, pero esta vez no se lo permitiré. Dile que lo deshaga. Dile que es la última vez que se lo pido. Mira. Toma esto.

Le apretó en la mano un trozo de papel. En él había escrito el número telefónico del «quiosco seguro» de Nueva York.

—Llamarás a este número hoy a medianoche y me contarás lo que ha dicho el viejo. Si necesitas escuchar mi respuesta, llamarás de nuevo al mismo número dos horas después. Podrás recoger el mensaje…, si hay alguno. Y esto es todo. De una manera u otra, la puerta está a punto de cerrarse. Nadie en este número sabrá de qué mierda hablas después de las dos de mañana por la mañana.

—Él nunca la levantará.

—Bueno, tal vez no pueda —replicó—, puesto que tu hermano dijo anoche lo mismo. Pero no es asunto tuyo. Debes mostrarte clara con él, y permitirle que se forme una idea de lo que va a hacer… Sólo has de asegurarte de que entienda bien que, si dice que no, será entonces cuando empiece realmente el baile. Tú serás la primera, luego los dos niños y a continuación cualquiera al que eche las manos encima. Díselo. Y ahora, entra en el coche.

—No.

Ginelli hizo girar los ojos.

—¿Por qué no eres prudente? Sólo quiero asegurarme de que tendré tiempo de salir de aquí sin tener a doce policías detrás de mí. Si quisiese matarte, no te habría dado un mensaje que entregar.

La chica se puso en pie. Se encontraba un poco atontada, pero lo hizo. Se metió detrás del volante y luego se deslizó al asiento de al lado.

—No es lo bastante lejos…

Ginelli se enjugó la sangre de la frente y se la mostró en sus dedos.

—Después de esto, quiero verte agazapada contra aquella portezuela como una chica apoyada en la pared durante su primera cita.

La chica se deslizó contra la portezuela.

—Estupendo —le dijo Ginelli, entrando—. Y ahora, quédate ahí.

Volvió a Finson Road sin encender los faros; las ruedas del Buick patinaron un poco sobre la hierba húmeda. Se movió para conducir con la mano en que tenía la pistola, la vio removerse y la apuntó de nuevo con el arma.

—Malo… —le dijo—. No te muevas. No te muevas en absoluto. ¿Lo comprendes?

—Comprendo…

—Estupendo…

Condujo por donde había venido, apuntándola aún con el arma.

—Siempre es así —exclamó con amargura—. Incluso por una pequeña justicia tenemos que pagar demasiado. ¿Es amigo tuyo ese cerdo de Halleck?

—Ya te he dicho que no le llames así. No es un cerdo.

—Nos maldijo —explicó ella.

Luego se reflejó una especie de interrogante desprecio en su voz.

»Dile, de mi parte, que Dios nos ha maldecido mucho tiempo antes de que él o cualquier otro de su tribu estuviesen por aquí…

—Ahórratelo para los asistentes sociales, muñeca…

La chica se quedó silenciosa.

Ginelli paró el coche a medio kilómetro de distancia de la cantera de grava donde descansaba Frank Spurton.

—Muy bien. Ya es bastante lejos. Sal…

—Claro…

La chica le miró fijamente con aquellos ojos impávidos.

»Pero hay una cosa que deberías saber,… Nuestros caminos se cruzarán de nuevo. Y cuando lo hagan, te mataré…

—No —replicó—. No puedes. Porque me debes tu vida esta noche. Y si esto no es suficiente para ti, perra desagradecida, añade la vida de tu hermano anoche. Hablas, pero sigues sin comprender cómo son las cosas, o por qué no te librarás de esto, o por qué nunca te liberarás del todo hasta que te des por vencida. Tengo un amigo que podrías remontar como una corneta si le atases una cuerda al cinturón. ¿Qué has conseguido? Te diré lo que has logrado. Has conseguido un viejo sin nariz que ha lanzado una maldición a mi amigo y que escapó en la noche como una hiena.

La chica estaba ahora llorando, llorando con fuerza. Las lágrimas corrían por su rostro como torrentes.

—¿Me estás diciendo que Dios está de vuestro lado? —le preguntó, con voz tan pastosa que las palabras fueron casi ininteligibles—. ¿Es eso lo que oigo que estás diciendo? Deberías arder en el infierno por semejante blasfemia. ¿Somos hienas? En ese caso, ha sido la gente como tu amigo quien nos ha hecho así. Mi bisabuelo dice que no existen maldiciones, sólo espejos que alzas ante las almas de hombres y mujeres.

—Sal —le dijo—. No podemos hablar. No podemos ni siquiera escucharnos.

—Eso es verdad.

La chica abrió la puerta y salió.

Mientras él se alejaba con el coche, la muchacha gritó:

—¡Tu amigo es un cerdo y morirá delgado!

—Pero no creo que quieras —le dijo Ginelli.

—¿Qué quieres decir?

Ginelli miró el reloj. Eran ya más de las tres.

—Te lo diré en el coche —añadió—. Tienes una cita a las siete.

Billy sintió de nuevo que sus tripas se removían con un profundo y hueco aguijón de miedo.

—¿Con él?

—Eso es. Vamos.

Cuando Billy se puso en pie, se produjo otro episodio de arritmia, esta vez más largo. Cerró los ojos y se aferró el pecho. Lo que quedaba de su pecho. Ginelli le sujetó:

—William… ¿estás bien?

Se miró al espejo y vio a Ginelli sostener a un grotesco monstruo, con las ropas colgándole.

La arritmia pasó y fue remplazada por una sensación aún más familiar: aquella rabia que helaba la sangre y dirigida a aquel viejo… y a Heidi.

—Estoy bien —repuso—. ¿Adonde vamos?

—A Bangor —replicó Ginelli.