Capítulo XXI
Ginelli

Billy encargó que le mandasen un abundante almuerzo. Jamás había estado menos hambriento en su vida, pero se lo comió todo. Cuando hubo acabado, se arriesgó a tomar tres tabletas de Fander, razonando que las tragaba encima de un bocadillo de pavo, papas fritas y un trozo de pastel de manzana, que se parecía muchísimo a asfalto duro.

Las tabletas le acometieron con fuerza. Fue consciente de que el transmisor de dolor de su mano, de repente, se había reducido a sólo cinco mil voltios, y luego se encontró retozando en una serie febril de sueños. Gina danzaba en uno de ellos, desnuda menos sus ajorcas de oro. Luego se arrastraba a través de una larga y oscura alcantarilla hacia un círculo de luz de día que siempre, enloquecedoramente, permanecía a igual distancia. Algo estaba detrás de él. Tenía la terrible sensación de que se trataba de una rata. Una rata muy grande. Luego salió de la alcantarilla. Si había creído que eso significaba que se escaparía, estaba equivocado: había regresado a aquel hambriento Fairview. Yacían cadáveres amontonados por todas partes. Yard Stevens yacía tendido en medio del parque municipal, con sus tijeras de barbero fuertemente hundidas en lo que quedaba de su garganta. La hija de Billy aparecía inclinada contra un farol, sin nada más que un conjunto de palos unidos en su atuendo púrpura y blanco de animadora. Resultaba imposible decir si realmente estaba muerta como los demás o sólo en estado comatoso. Un buitre se arrojó y aterrizó encima de su hombro. Desgarró un gran mechón de su cabello con su podrido pico. Sangrantes trozos de cuero cabelludo colgaban de sus extremos, como los terrones de tierra adheridos a las raíces de una planta que ha sido arrancada de mala manera del suelo. Pero no estaba muerta. Billy la oyó gemir, vio sus manos moverse débilmente en su regazo.

¡No! —gritó en sueños.

Comprobó que tenía la honda de la muchacha en la mano. El soporte no estaba cargado con una bolilla de cojinetes sino con un pisapapeles de cristal de encima de la mesa del recibidor de la casa de Fairview. Había algo dentro del pisapapeles —algún defecto—, que parecía como una masa de cúmulos azul-negros. Linda había quedado fascinada siempre con aquello como una chiquilla. Billy disparó el pisapapeles al ave. Erró y, de repente, el pajarraco se convirtió en Taduz Lemke. Un ruido resonante comenzó en alguna parte: Billy se preguntó si se trataría de su corazón que se precipitaría en un fatal acceso de arritmia.

Nunca te lo quitaré, hombre blanco de la ciudad —dijo Lemke.

Y súbitamente, Billy se encontró en alguna otra parte y el sonido retumbante seguía aún.

Miró estúpidamente en torno de la unidad del motel, creyendo al principio que se trataba sólo de otro local de sus sueños.

—¡William! —gritó alguien al otro lado de la puerta—. ¿Estás ahí? ¡Abre, o echaré la puerta abajo! ¡William! ¡William!

Voy —trató de decir.

Pero no salia ningún sonido de su boca. Sus labios estaban secos y como pegados con goma. Sin embargo, tuvo una abrumadora sensación de alivio. Era Ginelli.

—¿William? Maldita sea…

Esto último se pronunció en una voz como para sí mismo, y fue seguido de un gran golpe cuando Ginelli cargó con el hombro contra la puerta.

Billy se puso de pie y el mundo entró y salió de foco durante un momento. Al fin abrió la boca, sus labios se separaron con un suave rasguear que sintió más que oyó.

—No pasa nada —consiguió decir—. No pasa nada, Richard. Estoy aquí. Acabo de despertarme.

Cruzó el cuarto y abrió la puerta.

—Cristo, William, pensé que estabas…

Ginelli se calló de repente y se quedó mirándole, con sus ojos castaños cada vez más abiertos hasta que Billy pensó:

Echará a correr. No se puede mirar así a algo o a alguien y no salir pitando en cuanto recibes la primera impresión de lo que quiera que sea.

Luego Ginelli se besó el pulgar derecho, se santiguó y dijo:

—¿Me dejarás entrar, William?

Ginelli había traído una medicina mejor que la de Fander: Chivas. Sacó la botella de un maletín de piel de becerro y sirvió para cada uno una buena ración. Tocó el borde del vaso de plástico del motel con el reborde del de Billy.

—Por unos días más felices que éstos —brindó—. ¿Y qué es eso?

—Está bien… —replicó Billy, y se tomó la bebida de un solo trago.

Después de que la explosión de fuego en su estómago se hubiese convertido en sólo un rescoldo, se excusó y se dirigió al cuarto de baño. No deseaba emplear el retrete: lo que no quería era que Ginelli le viese llorar.

—¿Qué te ha hecho? —le preguntó Ginelli—. ¿Te ha envenenado la comida?

Billy comenzó a reírse. Era la primera buena risa desde hacía mucho tiempo. Se sentó de nuevo en su silla y se rió hasta que le rodaron las lágrimas por las mejillas.

—Te quiero, Richard —le dijo cuando la risa cambió en media risa y luego en unas risitas con graznido—. Todo el mundo, incluyendo a mi esposa, cree que estoy loco. La última vez que me viste tenía dieciocho kilos de más y ahora parezco como si estuviese tratando de interpretar el espantapájaros en una nueva versión de El mago de Oz, y lo único que se te ocurre decir por esa boca es «¿Te ha envenenado la comida?»

Ginelli despreció con una mano tanto la risa semi-histérica de Billy, como los cumplidos, y ambas cosas con igual impaciencia.

Billy pensó:

Lemke y Ginelli son iguales. Cuando se trata de la venganza y de la contra-venganza, no tienen el menor sentido del humor…

—¿Y bien? ¿Lo hizo?

—Supongo que lo hizo. En cierto modo, lo hizo…

—¿Cuánto peso has perdido?

Los ojos de Billy enfocaron el espejo de cuerpo entero que e hallaba en el otro lado de la habitación. Recordó haber leído —le pareció que en una novela de John D. MacDonald— que todo moderno cuarto de motel de Estados Unidos parecía estar lleno de espejos, aunque la mayoría de las habitaciones las ocupaban hombres de negocios con exceso de peso, que no tenían el menor interés en mirarse a sí mismos. Su estado era más bien el opuesto al exceso de peso, pero comprendió igual el sentimiento anti-espejo. Supuso que se trataba de su rostro —no, no sólo su rostro, sino toda la cabeza—, que era eso lo que había asustado a Richard. El tamaño de su cráneo seguía siendo el mismo, y el resultado era que su cabeza colgaba por encima de su desaparecido cuerpo como una espantosa cabeza de gran tamaño de un girasol gigante. Y cada hueso debajo de su carne aparecía en claro relieve: era poco más que un cráneo con unos hundidos y relucientes ojos.

Nunca te lo quitaré, hombre blanco de la ciudad —oyó que decía Lemke.

—¿Cuánto pesas, William? —repitió Ginelli.

Su voz fue calmosa, pero sus ojos brillaron de forma rara y clara. Billy no había visto nunca relucir los ojos de un hombre de aquella forma tranquila, y eso le puso un poco nervioso.

—Cuando esto comenzó, cuando salí de la sala de juicios y el viejo me tocó, pesaba ciento quince kilos. Esta mañana, pesaba cincuenta y tres poco antes del almuerzo. ¿Eso hace… sesenta y dos kilos?

—¡Jesús, María y José, el carpintero de Brooklyn Heights! —susurró Ginelli, y se santiguó de nuevo—. ¿Te tocó?

Ahora es cuando se irá, así es como se van todos —pensó Billy.

Y durante un salvaje segundo pensó en simplemente mentir, sacar alguna loca historia de un sistemático envenenamiento de alimentos. Pero si hubo un tiempo para mentir, ahora ya había desaparecido. Y si Ginelli se iba, Billy se iría con él, por lo menos hasta el coche de Ginelli. Le abriría la puerta y le daría las gracias por su visita. Lo haría porque Ginelli había escuchado cuando Billy le llamó en medio de la noche, enviándole a su particular versión de un médico, y luego se presentó en persona. Pero, sobre todo, llevaría a cabo todos aquellos actos de cortesía porque los ojos de Ginelli se habían abierto de aquella forma cuando Billy abrió la puerta, y, sin embargo, no había echado a correr.

Así que le vas a decir la verdad. Afirma que las únicas cosas en que cree son las armas y el dinero, y ésa es probablemente la verdad, pero tú le dirás la verdad a causa de que es la única forma de pagarle a un tipo como él.

¿Te tocó?

Eso es lo que había preguntado Ginelli y, aunque había sucedido sólo un segundo atrás, fue algo que pareció mucho más prolongado en la confusa y asustada mente de Billy. Ahora pronunció la cosa que le resultaba más difícil de decir:

—No solamente me tocó, Richard. Me maldijo.

Aguardó que aquella loca chispa muriese en los ojos de Ginelli. Aguardó a que Ginelli mirase el reloj, se pusiese de pie de un salto y agarrase su maletín.

El tiempo pasa sin que uno se dé cuenta, ¿no crees? Me gustaría muchísimo quedarme y hablar de esos asuntos de maldiciones contigo, William, pero tengo un plato caliente de ternera al marsala aguardándome en los Brothers, y…

La chispa no murió y Ginelli no se levantó. Cruzó las piernas, se alisó la raya, sacó un paquete de cigarrillos Camel y encendió uno.

—Cuéntame todo —le pidió.

Billy Halleck le contó todo a Ginelli. Cuando acabó, en el cenicero se veían cuatro colillas de Camel. Ginelli miraba fijamente a Billy, como hipnotizado. Se prolongó un largo silencio. Resultó incómodo, y Billy deseó romperlo, pero no sabía cómo. Le pareció que ya había empleado todas sus palabras.

—Te hizo esto… —dijo al fin Ginelli—. Esto…

Y agitó una mano hacia Billy.

—Sí. No espero que lo creas, pero así es, lo hizo…

—Lo creo —respondió Ginelli casi ausente.

—¿Sí? ¿Qué le ha pasado al tipo que sólo creía en las armas y en el dinero?

Ginelli sonrió y luego se echó a reír.

—Te lo dije cuando llamaste aquella vez, ¿verdad?

—Sí.

La sonrisa se extinguió.

—Pues bien, existe otra cosa en la que creo, William. Creo en lo que veo. Y ésa es la razón de que sea un hombre relativamente rico. Y también es el motivo de que sea un hombre vivo. La mayoría de la gente no cree lo que ve.

—¿No?

—No. No a menos que vaya acompañado de lo que ya creen. ¿Sabes lo que vi en el drugstore que frecuento? Exactamente la semana pasada vi eso.

—¿Qué?

—Han puesto allí una máquina para tomar la presión sanguínea. Quiero decir que también la suelen poner en otras tiendas, pero en la farmacia es gratis. Metes el brazo en un aro y oprimes un botón. El aro se cierra. Te sientas allí durante un rato y tienes pensamientos serenos, y luego la cosa está lista. La lectura te la dan en grandes números rojos. Luego miras en el gráfico donde pone «baja», «normal» y «elevada», para comprender lo que significan aquellos números. ¿Has captado la descripción?

Billy asintió.

—Muy bien. Estaba aguardando a que el tipo me diese un frasquito de esa medicina estomacal que mi madre debe tomar para su úlcera. Y un tipo gordo se acercó anadeando hacia mí. Quiero decir que pesaba ciento catorce kilos y que su culo parecía dos perros peleándose debajo de una manta. Había todo un mapa de carreteras de bebedor en su nariz y mejillas, y pude ver un paquete de Marlboro en su bolsillo. Toma una de esas bolsas de maíz del Dr. Scholl y la lleva a la registradora cuando sus ojos captan la máquina de tomar la presión. Por lo tanto se sienta y la máquina hace su trabajo. Y luego aparecen los números. Veintidós, dice. No conozco una mierda del maravilloso mundo de la medicina, William, pero sé que eso de veintidós es la categoría más espeluznante. Me refiero a que del mismo modo podrías ir por ahí con el cañón de una pistola cargada apuntándote en la oreja, ¿no tengo razón?

—Sí.

—¿Y qué hace ese botarate? Me mira y dice: «Todo esto digital es pura mierda». Luego paga su bolsa de maíz y se larga. ¿Y sabes cuál es la moraleja de esta historieta, William? Algunos tipos, un montón de tipos, no creen lo que ven, en especial si no comulga con lo que quieren comer o beber o pensar o creer. Yo no creo en Dios. Pero si le viese, creería. No iría por ahí diciendo: «Jesús, vaya un efecto especial más estupendo». La definición de un imbécil es «un tipo que no cree en lo que ve». Y puedes citarme si así lo deseas…

Billy se quedó mirando con atención durante un momento y luego estalló en risotadas. Al cabo de un momento, Ginelli se le unió.

—Pues bien —prosiguió—, de todos modos aún sigues parecido al viejo William cuando te ríes. La pregunta, William, es la siguiente: ¿qué vamos a hacer con ese viejo carcamal?

—No lo sé. —Billy se echó a reír de nuevo, pero esta vez fue un sonido breve—. Pero supongo que debo hacer algo. A fin de cuentas, le he maldecido…

—Eso me has contado. La maldición del petimetre blanco de la ciudad. Teniendo en cuenta lo que todos los petimetres blancos de todas las ciudades han hecho durante los últimos dos siglos, no será algo muy consistente.

Ginelli hizo una pausa para encender otro cigarrillo y luego dijo, de forma natural, a través del humo.

—Tú sabes que puedo dársela.

—No, eso no… —comenzó Billy, pero luego cerró al instante la boca.

No tenía una imagen de Ginelli acercándose a Lemke y dándole un puñetazo en el ojo. Luego, de repente, se percató de que Ginelli estaba hablando de algo mucho más definitivo.

—No, no puedes hacerlo —concluyó su frase.

Ginelli, o bien no lo comprendió o afectó no comprenderle.

—Claro que puedo. Y también es seguro que no me es posible recurrir a nadie más. Por lo menos, a nadie lo suficientemente de fiar. Pero soy tan capaz de hacerlo ahora como cuando sólo tenía veinte años. No sería una molestia, puedes creerme, sino un auténtico placer.

—No, no quiero que le mates a él, ni a ningún otro —replicó Billy—. Lo digo en serio.

—¿Y por qué no? —preguntó Ginelli, aún de forma razonable, pero sus ojos, según vio Billy, seguían girando y girando de aquella loca manera—. ¿Te preocupa el ser cómplice en un asesinato? No sería un asesinato, sino defensa propia. Porque él te está matando, Billy. Otra semana así, y la gente podrá leer los signos que llevas encima sin necesidad de preguntarte nada. Otras dos semanas, y no te atreverás a salir si sopla viento por miedo a salir volando.

—Tu socio médico me sugirió que podría morir de arritmia cardiaca antes de llegar tan lejos. Presumiblemente, mi corazón está perdiendo peso, junto con el resto de mí.

Tragó saliva.

»Sabes, no he tenido este pensamiento particular hasta ahora mismo. Hubiera deseado no tenerlo en absoluto…

—¿Ves? Te está matando… Pero no te importa… No quieres que se la dé. Pues no lo haré. De todos modos no parece una buena idea. No acabaría con la cosa.

Billy asintió. Aquello también se le había ocurrido a él.

Quítame esto de mi —le había pedido a Lemke.

Aparentemente, hasta los hombres blancos de la ciudad comprendían que era necesario hacer algo. Si Lemke moría, la maldición, simplemente, a partir de ese momento funcionaría por sí sola.

—El problema es —prosiguió Ginelli de forma reflexiva— que no puedes golpearlo a tu vez.

—No.

Aplastó su cigarrillo y se levantó.

—Voy a pensar en esto, William. Hay mucho que pensar al respecto. Y quiero decidirme en un estado sereno, ¿comprendes? No se pueden tener ideas acerca de un lío así de complicado cuando estás alterado, y cada vez que te miro, paisan, desearía agarrar el pájaro de ese tipo y metérselo en el agujero donde solía estar su nariz.

Billy se puso de pie y casi se cayó. Ginelli le sujetó y Billy lo abrazó desmañadamente con su brazo sano. No le pareció haber abrazado a un hombre hecho y derecho en su vida.

—Gracias por venir —le dijo Billy—. Y por creerme.

—Eres un buen compañero —replicó Ginelli, soltándole—. Estás metido en un mal paso, pero tal vez podamos sacarte de él. De una forma u otra, vamos a ponerle algunos bloques de piedra a ese viejo. Voy a salir a pasear durante un par de horas, Billy. Para conseguir que mi mente se serene. Para imaginarme algunas ideas. Y asimismo quiero hacer algunas llamadas telefónicas a la ciudad.

—¿Acerca de qué?

—Ya te lo contaré después. Ante todo quiero poder pensar. ¿Estás bien?

—Sí.

—Mientes… No tienes en absoluto color en la cara.

—Muy bien…

Se sentía de nuevo soñoliento y totalmente agotado.

—La muchacha que disparó contra ti —dijo Ginelli—. ¿Es bonita?

—Muy bonita.

—¿Sí?

Aquel brillo loco había vuelto a los ojos de Ginelli, más reluciente que nunca.

—Sí.

Aquello turbó a Billy.

—Échate, Billy. Tómate algo. Ya te miraré después. ¿Me puedo llevar tu llave?

—Claro…

Ginelli se fue. Billy se echó en la cama y colocó su mano vendada con cuidado a su lado, sabiendo perfectamente bien que si se quedaba dormido, era probable que rodase sobre ella y se despertase.

Probablemente sólo me ha seguido la corriente —pensó Billy—. Probablemente ahora mismo estará llamando a Heidi. Y cuando me despierte, los hombres con los cazamariposas estarán esperándome al pie de la cama. Y ellos

Pero ya no hubo más. Derivó hacia el sueño y, de alguna manera, consiguió no darse vuelta sobre su mano enferma.

Y esta vez no tuvo pesadillas.

Tampoco había hombres con cazamariposas en la habitación cuando se despertó. Sólo Ginelli, sentado en la silla al otro lado del cuarto. Estaba leyendo un libro titulado This savage rapture y bebiendo una lata de cerveza. Afuera estaba oscuro.

Había cuatro latas de un paquete de seis en un cubo con hielo en la tele, y Billy se lamió los labios.

—¿Podría beberme una? —preguntó. Ginelli alzó la vista.

—¡Pero si es Rip Van Winkle que regresa de la muerte! Claro que puedes. Toma, deja que te abra una.

Se la llevó, y Billy se bebió la mitad de la lata sin respirar. La cerveza era buena y estaba fría. Había amontonado el contenido del frasquito de tabletas en uno de los ceniceros de la habitación (los cuartos de los moteles no tienen tantos ceniceros como espejos, pensó, pero casi). Tomó una y la engulló con otro trago.

—¿Cómo va la mano? —le preguntó Ginelli.

—Mejor…

En cierto modo era una mentira, porque su mano le dolía horriblemente. Pero en cierto modo era también verdad. Porque Ginelli estaba ahí, y eso hacía más por contener el dolor que la tableta o el vaso de Chivas. Las cosas duelen en realidad más cuando estás solo. Esto le hizo pensar en Heidi, porque ella era la que debería estar con él, no este bribón, pero no estaba. Heidi se hallaba allá, en Fairview, ignorando tozudamente todo esto, porque el concederle algún hueco en su mente significaría tener que explorar los límites de su propia culpabilidad, y Heidi no deseaba hacerlo. Billy sintió un monótono y pulsante resentimiento. ¿Qué había dicho Ginelli? La definición de un imbécil es la de «un tipo que no cree en lo que ve». Trató de apartar aquel resentimiento: a fin de cuentas era su mujer. Y estaba haciendo lo que creía que era justo y mejor para él, ¿no era así? El resentimiento se alejó, pero no demasiado.

—¿Qué hay en esa bolsa de la compra? —preguntó Billy.

La bolsa estaba en el suelo.

—Cosas —replicó Ginelli.

Miró al libro que leía y luego lo tiró a la papelera.

—Esto chupa más que un Electrolux. No he podido encontrar un Louis Lamour.

—¿Qué clase de cosas?

—Para después. Para cuando vaya a visitar a tus amigos gitanos.

—No seas tonto —respondió Billy con aspereza—. ¿Quieres acabar como yo? ¿O tal vez como un paragüero humano?

—Calma, calma —replicó Ginelli.

Su voz era zumbona y suave, pero aquella lucecilla de sus ojos giraba y giraba. De repente, Billy se percató de que, en realidad, no se había tratado de algo dicho acaloradamente: de veras había maldecido a Taduz Lemke. Aquello con que le maldijera estaba sentado enfrente de él en un barato sillón de plástico de hotel y bebiendo una Miller Lite. Y con partes iguales de diversión y horror, se dio cuenta también de algo más: tal vez Lemke supiese como levantar su maldición, pero Billy no tenía la menor idea de cómo alzar la maldición del hombre blanco de la ciudad. Ginelli lo estaba pasando bien. Era más divertido, tal vez, que cualquier otra cosa que le hubiese pasado en muchos años. Era como un jugador de bolos profesional ansioso de abandonar su retiro para tomar parte en un acontecimiento de caridad. Les hablaría, pero esa conversación no cambiaría nada. Ginelli era su amigo. Ginelli era un tipo cortés e incluso un purista del lenguaje, que le llamaba William en vez de Bill o Billy. Era asimismo un perro de caza muy grande y muy eficiente que se había librado de su cadena.

—No me digas que me lo tome con calma —le dijo—; limítate a contarme qué planeas.

—Nadie resultará lastimado —repuso Ginelli—. Limítate a pensar en esto, William. Sé que es importante para ti. Creo que tienes algo en ti, ya sabes, principios que ya no puedes soportar más, pero seguiré adelante, porque es eso lo que quieres y porque eres la parte ofendida. Nadie resultará lastimado en este asunto. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —repuso Billy.

Quedó un poco aliviado…, pero no demasiado.

—Por lo menos, mientras no cambies de opinión —añadió Ginelli.

—No lo haré.

—Debes hacerlo.

—¿Qué hay en la bolsa?

—Bistecs —replicó Ginelli, y sacó uno.

Era un bistec de lomo envuelto en un plástico transparente, con la etiqueta de Sampson.

—¿Parecen buenos, verdad? He comprado cuatro.

—¿Y para qué son?

—Pongamos las cosas en claro —replicó Ginelli—. Salgo, voy al centro de la ciudad. ¡Qué jodido espectáculo de horror! No puedes ni siquiera andar por la acera. Todo el mundo lleva gafas de sol Ferrari y camisas con caimanes en las tetas. Parece como si todo el mundo en esta ciudad tuviese dientes postizos y a la mayoría también les han hecho algún arreglo en las narices.

—Lo sé.

—Escucha esto, William. He visto a esa chica y al tipo andar por ahí, ¿de acuerdo? Y el sujeto llevaba continuamente la mano en el bolsillo de atrás de los pantaloncillos cortos de la chica. Me refiero a que estaban en público y que él ponía la mano en el bolsillo trasero de ella, tocándole el culo. Hombre, si fuese mi hija no se sentaría en una semana y media en aquello que su novio iba tocando. Sabía que allí no podía conseguir un estado sereno de la mente, por lo que me fui. Encontré una cabina telefónica y realicé unas cuantas llamadas. Oh, casi me olvidaba. El teléfono estaba enfrente de la farmacia, por lo que entré y te compré esto…

Sacó del bolsillo un frasquito de píldoras y se las tiró a Billy, que las cogió al vuelo con su mano sana. Eran cápsulas de potasio.

—Gracias, Richard —le dijo, con voz un tanto conmovida.

—No me des las gracias, limítate a tomarte una. No necesitas un jodido ataque al corazón aparte de todo lo demás…

Billy se tomó una con un trago de cerveza. Su cabeza estaba comenzando a zumbarle un poco.

—Vi a algunos aspirar algo por la nariz, y luego me acerqué al puerto —continuó Ginelli—. Miré un rato los barcos. William, debe de haber veinte, treinta…, tal vez cincuenta millones de dólares en barcos allí… Balandros, yolas, fragatas, según me pareció… No sé una mierda de barcos, pero me gustaba mirarlos… Los barcos…

Se calló y miró pensativamente a Billy.

—¿Crees que todos esos tipos de las camisas con caimanes y las gafas de sol Ferrari hacen contrabando de drogas con esos cacharros?

—Pues leí el invierno pasado en el Times que un pescador de langostas de las islas de por aquí encontró veinte fardos flotando bajo los muelles de la ciudad, y la cosa demostró ser una marihuana excelente…

—Sí. Sí, eso es lo que pensé. Todo este lugar huele a eso. Jodidos aficionados. Deberían salir a navegar con esos bonitos barcos y dejar trabajar a la gente que sabe de qué va la cosa, ¿no crees? Quiero decir que, a veces, se entremeten y en ese caso hay que tomar medidas y algún tipo encuentra fiambres flotando debajo de un muelle en vez de unos cuantos fardos de yerba. Algo muy desagradable…

Billy tomó otro largo trago de cerveza y se atragantó.

—Pero no se trata de eso. Di un paseo, miré todos esos barquitos y conseguí serenarme la mente. Y entonces me imaginé qué debía hacer…, o por lo menos cómo empezar el asunto y la forma que debería ir tomando después. Aún no tengo claros todos los detalles, pero eso ya llegará. Regresé a la calle principal e hice una cuantas llamadas…, para conseguir detalles. De momento no hay orden de busca y captura contra ti, William, pero tu mujer y ese médico tuyo de nariz de jockey seguro que han firmado algunos documentos acerca de ti. Lo he escrito aquí.

Se sacó un trozo de papel de su bolsillo en el pecho.

—«Internamiento in absentia» ¿Es así?

La boca se le abrió de repente a Bill Halleck y le salió un sonido de animal herido. Durante un momento, quedó por completo aplanado, y luego sintió la furia, que se había convertido en su compañera intermitente, irrumpir de nuevo a través de él. Había pensado que aquello podría suceder, sí, pensado que Houston lo sugeriría, e incluso imaginado que Heidi podría mostrarse de acuerdo. Pero pensar en algo y enterarse de que realmente había sucedido…, que tu propia esposa había acudido ante un juez, testimoniado que te habías vuelto loco, y conseguido una orden de res gestæ de internamiento que ella había firmado… Todo esto era algo muy diferente.

—Qué perra cobarde… —musitó con voz pastosa.

Y luego el mundo quedó emborronado en una roja agonía. Cerró las manos sin pensar siquiera en lo que hacía. Gimió y miró hacia la venda de su mano izquierda. Flores rojas florecían allí…

No puedo creer que hayas pensado eso de Heidi, le dijo una voz en su mente.

Sólo es a causa de que mi mente no está serena, —respondió a la voz, y luego el mundo se oscureció durante un rato.

No fue algo parecido a un desmayo y se recuperó con rapidez. Ginelli le cambió las vendas de la mano y volvió a rellenar la herida, haciendo un trabajo algo desmañado pero bastante adecuado. Mientras lo llevaba a cabo no dejó de hablar:

—Mi hombre dice que eso no significa nada a menos que regreses a Connecticut, William.

—Sí, es verdad. ¿Pero no lo comprendes? Que mi propia mujer…

—No te preocupes, William. No importa. Si podemos arreglar las cosas con el gitano viejo, comenzarás de nuevo a ganar peso y su caso será papel mojado. Si eso sucede, tendrás mucho tiempo para decidir qué deseas hacer con tu mujer. Tal vez necesite que la espabilen un poco a bofetadas, ¿no crees? O quizá, simplemente, deberás marcharte. Decidirás toda esa mierda por ti mismo si arreglamos las cosas con el gitano, lo que te parezca mejor. Y si no podemos arreglarlo, te morirás. De una forma u otra, esto se arreglará por sí solo. ¿Entonces, por qué preocuparse tanto por el asunto?

Billy trató de esbozar una tímida sonrisa.

—Hubieras sido un gran abogado, Richard. Tienes esa forma única de poner las cosas en su auténtica perspectiva.

—¿Sí? ¿Lo crees de veras?

—Claro…

—Pues gracias… A continuación llamé a Kirk Penschley.

—¿Has hablado con Kirk Penschley?

—Sí.

—¡Jesús, Richard!

—¿Creíste que no aceptaría una llamada de un matón barato como yo?

Ginelli trató de mostrarse a un tiempo herido y divertido.

—Claro que la aceptó, puedes creerme. Naturalmente, le telefoneé con mi tarjeta de crédito; no hubiera querido que mi nombre figurase en su recibo telefónico, eso sí es verdad… Pero, durante todos estos años, he hecho muchos negocios con tu gabinete, William.

—Eso es nuevo para mí —replicó Billy—. Pensé que sólo fue aquella vez.

—Aquella vez todo era claro, y tú eras la persona adecuada para ello —explicó Ginelli—. Penschley y sus socios abogados nunca te hubieran metido en un lío, William… Eras un novato. Por otra parte, supongo que sabían que, más pronto o más tarde, te verías conmigo, si permanecías el tiempo suficiente en la empresa, y aquel primer trabajito sería una buena carta de presentación. Y así fue, tanto para ti como para mí, créeme. Y si algo salía mal, si nuestro asunto hubiera acabado mal o algo parecido, te habrían sacrificado. No les habría gustado hacerlo, pero, desde su punto de vista, es mejor sacrificar a un novato que a un abogado bregado y con espolones. Esos tipos son todos iguales; en realidad son muy previsibles…

—¿Qué otros tipos de asuntos has tenido con mi gabinete? —preguntó Billy, francamente fascinado.

Aquello era aun poco parecido a enterarte de que tu mujer te ha estado engañando mucho después de haberte divorciado de ella por otros motivos.

—Pues de todas clases, y no exactamente con tu gabinete. Digamos que intervinieron en ciertos asuntos legales para mí y para algunos amigos míos, y dejémoslo así. De todos modos, conozco a Kirk lo suficiente como para llamarle y pedirle un favor. Con el que se mostró de acuerdo.

—¿Qué favor?

—Le pedí que llamase a ese rebaño de Barton y que dejasen correr las cosas durante una semana. Que te dejasen en paz a ti y a los gitanos. En realidad, estoy más preocupado por los gitanos, si quieres saber la verdad. Podemos hacerlo, William, pero será más fácil si no debemos estar continuamente quitándonoslos de encima…

—Has llamado a Kirk Penschley y le has dicho que dejase las cosas en paz —comentó Billy abstraído.

—No, llamé a Kirk Penschley y le dije que avisase a la agencia Barton para que se apartase del asunto —le corrigió Ginelli—. Y tampoco exactamente con esas palabras. Puedo ser un poco más político cuando es preciso, William. Concédeme algún crédito.

—Hombre, te concedo un montón de crédito. Y más a cada minuto que pasa.

—Pues gracias. Gracias, William. Lo aprecio mucho.

Encendió un cigarrillo.

—De todos modos, tu esposa y su amigo el doctor continuarán recibiendo informes, pero habrá bastantes menos. Me refiero a que será un poco como la versión del National Enquirer y el Reader’s Digest de la verdad… ¿Captas lo que digo?

Billy se echó a reír.

—Sí, comprendo.

—Por lo tanto, tenemos una semana. Y una semana será suficiente.

—¿Y qué vas a hacer?

—Supongo que todo lo que me dejes hacer. Voy a asustarles. William. Y voy a asustarlo a él. Le asustaré tanto que necesitará que le pongan una jodida batería de tractor en su marcapasos. Y voy a ir elevando el nivel de las amenazas hasta que suceda una de dos cosas. O se rendirá y te quitará lo que ha puesto en ti, o decidiremos que ese viejo no se asusta. Si pasa eso, volveré a tu lado y te preguntaré si has cambiado de opinión acerca de despachar gente. Pero tal vez no haya que llegar tan lejos.

—¿Y cómo lograrás asustarle?

Ginelli tocó la bolsa de compras con la punta de su bota y le dijo cómo pensaba comenzar. Billy quedó horrorizado, discutió con Ginelli, como ya había previsto; cuando habló con Ginelli, tal como había previsto, aunque Ginelli no alzó nunca la voz (sus ojos continuaron rodando y rodando con aquella loca luz) Billy supo que todo aquello no era más que pedir peras al olmo.

Y mientras el fresco dolor de su mano lentamente se convirtió en el antiguo dolor zumbante, comenzó a sentirse otra vez soñoliento.

—¿Cuándo te vas? —preguntó, dándose por vencido. Ginelli miró el reloj.

—A las diez y diez. Les daré otras cuatro o cinco horas. Están haciendo aquí un bonito negocio por lo que he oído en el centro de la ciudad. Echan un montón de buenaventuras. Y los perros, esos perrazos. Dios Todopoderoso… Los perros que viste no eran para peleas, ¿verdad?

—Nunca he visto perrazos así —repuso Billy soñoliento—. Los que vi más bien parecían sabuesos.

—Esos perros llamados pit-bulls son algo así como un cruce entre terriers y bulldogs. Cuestan un montón de dinero. Si quieres ver una lucha de pit-bulls, tienes que convenir en pagar por un perro muerto antes de que empiecen a hacerse apuestas. Es un negocio muy feo. En esta ciudad hay muchas cosas ¿verdad, William? Gafas de sol Ferrari, buques para pasar drogas, peleas de perros. Oh, lo siento… Y Tarot y el I Ching.

—Ten cuidado —le dijo Billy.

Billy se quedó dormido poco después. Cuando se despertó eran las cuatro menos diez y Ginelli se había ido. Le atenazó la certidumbre de que Ginelli había muerto. Pero Ginelli se presentó a las seis menos cuarto, tan lleno de vida que parecía en cierto sentido demasiado grande para aquel lugar. Sus prendas, su rostro y las manos estaban salpicadas de barro que apestaba a sal marina. Sonreía. Aquella loca luz seguía bailoteando en sus ojos.

—William —le dijo—, vamos a guardar tus cosas y sacarte de Bar Harbor. Lo mismo que un testigo del Gobierno que han de llevar a un sitio seguro.

Alarmado, Billy preguntó:

—¿Qué has hecho?

—¡Tómatelo con calma, tómatelo con calma! Simplemente, lo que te dije que haría, ni más ni menos. Pero cuando sacudes un avispero con un palo, por lo general es una buena idea salir pitando, ¿no te parece, William?

—Sí, pero…

—Ahora ya no hay tiempo. Podemos hacer las maletas y hablar al mismo tiempo.

—¿Adonde? —casi baló Billy.

—No demasiado lejos. Te lo diré por el camino. Y ahora, vayámonos. Y tal vez será mejor que empieces por cambiarte de camisa. Eres un buen hombre, William, pero estás comenzando a oler un poco rancio…

Billy había comenzado a dirigirse a la oficina con su llave cuando Ginelli le tocó en el hombro y, amablemente, se la quitó de la mano.

—La dejaré en la mesa de noche de tu cuarto. ¿Te has inscrito con una tarjeta de crédito, verdad?

—Sí, pero…

—Entonces convertiremos todo esto en un registro informal. Si no hacemos ningún daño, atraeremos menos la atención hacia nosotros. ¿Conforme?

Una mujer que hacía jogging junto a la autopista miró por casualidad hacia ellos, allá en la carretera…, y su cabeza cayó hacia atrás sobresaltada de un modo que Ginelli vio pero que, misericordiosamente, Billy se ahorró.

—Incluso dejaré diez dólares para la chica de la limpieza —prosiguió Ginelli—. Nos llevaremos tu coche. Yo conduciré.

—¿Y dónde está el tuyo?

Sabía que Ginelli había alquilado uno, y era ahora cuando se percataba tardíamente de que no había oído ningún motor antes de que entrase Ginelli. Todo aquello sucedía demasiado de prisa para la mente de Billy… No podía seguir el paso de todo aquello.

—Está bien. Lo he dejado en la carretera a unos cinco kilómetros de aquí y he venido andando. Le he quitado la tapa del distribuidor y dejado una nota en el parabrisas, donde dice que he tenido problemas con el motor y que regresaré dentro de unas horas, sólo para que nadie arme un lío al respecto. No creo que intervenga nadie. ¿Sabías que crece hierba en medio de la carretera?

Se acercó un coche. El conductor lanzó un vistazo a Billy Halleck y disminuyó la marcha. Ginelli pudo ver cómo se inclinaba y sacaba el cuello.

—Vamos, Billy. Te están mirando. La próxima gente que meta la nariz, puede ser alguien que no interese.

Una hora después, Billy estaba sentado delante de un televisor en otro cuarto de motel, en este caso en la sala de estar de una sórdida pequeña suite en el Blue Moon Motor Court and Lodge en Northeast Harbor. Se encontraba a menos de veinticinco kilómetros de Bar Harbor, pero Ginelli pareció satisfecho. En la pantalla del televisor, el Pájaro Carpintero trataba de vender una póliza de seguros a un oso parlanchín.

—Muy bien —prosiguió Ginelli—. Debes seguir descansando la mano, William. Estaré fuera todo el día.

—¿Vas a regresar allí?

—¿Cómo se va a volver a un avispero mientras las avispas siguen volando? Yo no, amigo mío. No, hoy jugaré con coches. Esta noche habrá bastante tiempo para la Fase Dos. Tal vez tenga un rato para echarte un vistazo, pero no puedo contar con ello.

Billy no vio de nuevo a Richard Ginelli hasta la mañana siguiente a las nueve, cuando se presentó conduciendo un Chevy Nova azul oscuro que, ciertamente, no procedía de Hertz o Avis. La pintura estaba desvaída y con manchas, había una grieta en la ventanilla del lado del pasajero y una abolladura en el baúl. Pero estaba levantado en la parte de atrás y tenía un compresor debajo del capó.

Aquella vez Billy le había dado por muerto seis horas atrás, y saludó a Ginelli calurosamente, intentando no rezumar su alivio. Al parecer, estaba perdiendo todo el control de sus emociones lo mismo que perdía peso…, y esta mañana, cuando salió el sol, había notado los primeros latidos acelerados de su corazón. Jadeó en busca de aire y se golpeó en el pecho con el puño cerrado. Finalmente, el latido se suavizó de nuevo, pero fue el primer ejemplo de arritmia.

—Pensé que habías muerto —le dijo a Ginelli cuando éste entró.

—Debes dejar de decir eso y yo iré regresando. Me gustaría que te calmases con respecto a mí, William. Sé cuidar de mí mismo. Soy un chico fuerte. Si crees que estoy subestimando a ese jodido, eso sería otra cosa. Pero no es así. Es listo y peligroso.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Ya te lo diré después.

—¡Ahora!

—No.

—¿Y por que no?

—Por dos razones —repuso pacientemente Ginelli—. En primer lugar, porque puedes pedirme que no vuelva. Y en segundo lugar, porque no he estado tan cansado en los últimos doce años. Me iré al dormitorio y dormiré durante unas ocho horas. Luego me levantaré y comeré por lo menos un kilo y medio de la mejor comida que pueda encontrar. Después volveré y seguiré metiendo miedo.

Ginelli parecía en realidad cansado y casi ojeroso.

Excepto sus ojos —pensó Billy—. Sus ojos siguen danzando y bailoteando como un par de ruedas fluorescentes de fuegos artificiales de carnaval.

—¿Y si suponemos que te pido que no vuelvas? —le preguntó en voz baja Billy—. ¿Lo harías, Richard?

Richard lo miró durante un largo y pensativo momento y a continuación facilitó a Billy una respuesta que había sabido que le daría desde que viera por primera vez aquella loca lucecita en los ojos de Ginelli.

—Ahora ya no puedo —le dijo calmadamente Ginelli—. Estás enfermo, William. Es algo que está en todo tu cuerpo. Ya no puedes confiar en saber dónde radican tus mejores intereses.

En otras palabras, te has encargado de tus propios documentos de internamiento por mí.

Billy abrió la boca para expresar este pensamiento en voz alta y luego la cerró de nuevo. Porque Ginelli no creía en lo que decía, sino que sólo lo manifestaba para que pareciese algo cuerdo.

—Y también porque se trata de algo personal, ¿verdad? —le preguntó al fin Billy.

—Sí —replicó Ginelli—. Ahora es algo personal.

Se fue al dormitorio, se quitó la camisa y los pantalones y se tumbó. Y estaba ya dormido sin abrir la cama cinco minutos después.

Billy llenó un vaso de agua, se engulló una tableta y bebió el resto del agua de pie en el umbral. Sus ojos se desplazaron desde Ginelli a los pantalones arrugados encima de una silla. Ginelli había llegado con sus pantalones de algodón impecables pero, de alguna forma, en los últimos dos días se había conseguido unos vaqueros. Indudablemente, estarían en ellos las llaves del Nova estacionado delante. Billy podría quitárselas y marcharse con el automóvil…, excepto que sabía que no lo haría, y el hecho de que estaría firmando su sentencia de muerte en caso de hacerlo parecía, en realidad, algo secundario. La cosa más importante era ahora permanecer dónde y cómo acabase todo aquello.

Entre tanto, mientras Ginelli seguía durmiendo profundamente en la otra habitación, Billy tuvo otro episodio de arritmia. Poco después, se adormeció y tuvo un sueño. Fue breve y por completo mundano, pero le llenó de una rara mezcla de terror y odioso placer. En su sueño, él y Heidi estaban sentados en el rincón de los desayunos de la casa de Fairview. Entre ambos había un pastel. Su mujer cortó un gran trozo y se lo pasó a Billy. Era un pastel de manzana.

—Esto te engordará —le dijo.

—No quiero estar gordo —replicó—. He decidido que me gusta estar delgado. Cómetelo tú.

Le dio a ella el trozo de pastel, extendiendo a través de la mesa un brazo no más grueso que un hueso. Ella lo tomó. Observó cómo se lo comía hasta el último trozo, y con cada bocado que tomaba, sus sentimientos de terror y sucia alegría no hicieron más que aumentar.

Otro acceso de leve arritmia le despertó bruscamente del sueño. Se quedó sentado allí durante un momento, jadeando, aguardando que su corazón se calmase hasta su ritmo apropiado y, llegado el momento, así fue. Se apoderó de él la sensación de que había tenido algo más que un sueño, que en realidad había experimentado una visión profética de alguna clase. Pero a menudo una sensación así suele acompañar a los sueños vividos y, a medida que se desvanece el sueño, también lo hace la sensación. Y fue esto lo que le sucedió a Billy Halleck, aunque no mucho después tendría razones para recordar aquel sueño.

Ginelli se levantó a las seis de la tarde, se duchó, se puso los jeans y un suéter oscuro con cuello alto.

—Muy bien —dijo—. Te veré mañana por la mañana, Billy. Entonces hablaremos.

Billy le preguntó de nuevo qué iba a hacer, qué había sucedido hasta entonces y, una vez más, Ginelli se negó a contárselo.

—Mañana —repuso—. Entretanto, le daré a ella tu amor.

—¿A quién le darás mi amor?

Ginelli sonrió.

—A la encantadora Gina. A la puta que disparó la bola que te atravesó la mano.

—Déjala en paz —replicó Billy.

Cuando pensaba en aquellos oscuros ojos, le parecía imposible decir algo más, sin importarle lo que le había hecho.

—Nadie resultará lastimado —reiteró Ginelli.

Y se fue. Billy escuchó cómo el Nova se ponía en marcha, oyó el tosco ruido de su motor, aquella tosquedad que se suavizaría cuando alcanzase más de cien kilómetros por hora, cómo retrocedía para salir del espacio del estacionamiento.

Y reflexionó que aquel «Nadie resultará lastimado» no era lo mismo que convenir en dejar tranquila a la muchacha. En absoluto.

Esta vez Ginelli no regresó hasta mediodía. Presentaba un profundo corte en la frente y a lo largo de su brazo derecho, allí donde la manga del suéter de cuello alto colgaba en dos trozos.

—Has perdido un poco más de peso —le dijo a Billy—. ¿Comes?

—Lo intento —repuso Billy—, pero la ansiedad no es muy buena para el apetito. Y tú parece que has perdido algo de sangre.

—Un poco… Pero estoy bien.

—¿Me dirás ahora qué diablos estás haciendo?

—Sí. Te lo contaré todo en cuanto salga de la ducha y me vende un poco. Te verás con él esta noche, Billy. Eso es lo importante. Tienes que mentalizarte al respecto.

Una punzada mezcla de miedo y excitación le golpeó en el vientre, como si se tratase de un casco de vidrio.

—¿A él? ¿A Lemke?

—A él —convino Ginelli—. Y ahora, déjame ducharme, William. No debo de ser tan joven como creía… Toda esta excitación me hace arrastrar demasiado el trasero —explicó mientras andaba—. Y pide un poco de café. Montones de café. Dile al tipo que lo deje afuera de la puerta y que deslice la nota por debajo para que la firmes.

Billy lo miró alejarse, con la boca abierta. Luego, cuando oyó que comenzaba a correr la ducha, cerró la boca bruscamente y se dirigió al teléfono para encargar el café.