—¿William? ¿Qué anda mal?
La voz de Ginelli, que había estado profundamente opaca a causa del sueño y dispuesta a encolerizarse, tenía ahora un filo de preocupación. Billy había encontrado el número particular de Ginelli en su agenda de direcciones, debajo del de los Three Brothers. Lo marcó sin demasiadas esperanzas, seguro de que lo habrían cambiado en algún momento de todos aquellos pasados años.
Su mano izquierda, envuelta en un pañuelo, yacía sobre su regazo. Se había convertido en algo parecido a una emisora de radio y emitía, aproximadamente, en cincuenta mil vatios de dolor; el menor movimiento le enviaba unos dolores terribles a través del brazo. Gotas de sudor permanecían en su frente. Se imaginó incluso imágenes de crucifixión.
—Lamento llamarte a tu casa, Richard —le dijo—. Y además tan tarde…
—A la mierda con todo eso… ¿Qué pasa?
—Verás, el problema inmediato es que me han disparado y atravesado la mano con…
Se movió levemente. Su mano pareció incendiársele, y sus labios se le plegaron encima de los dientes.
—… con una honda…
Se produjo un silencio en el otro extremo.
—Ya sé que esto parece raro, pero es verdad. La mujer empleó una honda para arrojar una bola de acero.
—¡Jesús! Qué…
Se oyó una voz de mujer como telón de fondo. Ginelli habló brevemente en italiano con ella y en seguida se puso otra vez al aparato.
—¿No es una broma, William? ¿Alguna puta te ha atravesado la mano con una bola disparada con una honda?
—No suelo llamar a la gente a…
Se miró el reloj y otra llamarada de dolor le corrió por el brazo.
—… a las tres de la madrugada para contar un chiste… He estado sentado aquí durante las últimas tres horas, intentando aguardar a que fuese una hora más civilizada. Pero el dolor…
Se echó a reír un poco, un sonido hiriente, impotente, desconcertante.
—El dolor es terrible.
—¿Tiene eso algo que ver con aquello para lo que me llamaste con anterioridad?
—Sí.
—¿Se trata de los gitanos?
—Sí, Richard…
—¿Sí…? Pues te prometo una cosa. Ya no te joderán más después de esto.
—Richard, no puedo ir a ver a un médico y estoy en… Realmente tengo un montón de dolor.
Billy Halleck, Gran Maestro de las Declaraciones —pensó.
»¿Podrías enviarme a alguien? ¿Tal vez por «Federal Exprés»? ¿Alguna clase de analgésico?
—¿Dónde estás?
Billy titubeó sólo durante un momento y luego meneó un poco la cabeza. Todos aquellos en quienes confiaba decidieron que estaba loco: pensó que era muy probable que su mujer y su jefe hubieran seguido adelante y que, más pronto o más tarde, harían los movimientos necesarios para conseguir una declaración de incapacidad contra él en el Estado de Connecticut. Ahora sus elecciones resultaban muy simples, y con una maravillosa ironía: o confiar en aquel granuja traficante de drogas, al que no había visto en seis años, o, simplemente, dejarlo todo correr.
Cerró los ojos y dijo:
—Estoy en Bar Harbor, Maine. En el Frenchman’s Bay Motel. Unidad treinta y siete.
—Espera un momento.
La voz de Ginelli se apartó de nuevo del teléfono. Billy le oyó hablar apagadamente en italiano. No abrió los ojos. Al final, Ginelli tomó el receptor en el otro extremo de la línea.
—Mi mujer está haciendo un par de llamadas por mí —explicó—. Está poniendo en marcha ahora mismo a unos tipos en Norwalk, paisan. Espero que quedes satisfecho.
—Eres un caballero, Richard —repuso Billy.
Las palabras le salieron en una pronunciación gutural y tuvo que aclararse la garganta. Sentía mucho frío. Sus labios se encontraban muy secos y trató de humedecérselos, pero su lengua se hallaba también harto seca.
—Debes estar inmóvil, amigo mío —le explicó Ginelli.
Ahora su voz reflejó de nuevo preocupación.
—¿Me oyes? Muy quieto. Envuélvete en una manta si quieres, pero eso es todo. Te han disparado. Y eres víctima del shock.
—Mierda, no —replicó Billy, y se rió de nuevo—. Llevo ya dos meses en shock…
—¿De qué me hablas?
—No importa…
—Muy bien. Pero tenemos que hablar, William…
—Sí…
—Yo… Espera un segundo…
De nuevo palabras suaves y débiles en italiano. Halleck cerró los ojos una vez más y escuchó cómo su mano radiaba dolor. Al cabo de un rato, Ginelli se puso otra vez al aparato:
—Un hombre se presentará con algunos analgésicos para ti. Y él…
—Eh, Richard, eso no es…
—No me digas cómo he de hacer las cosas…, William… Limítate a escuchar. Se llama Fander. Ese tipo no es médico, por lo menos ya no, pero te echará un vistazo y decidirá si debes recibir antibióticos además de analgésicos. Estará ahí antes de que se haga de día.
—Richard, no sé cómo darte las gracias —respondió Billy.
Las lágrimas le corrían por las mejillas; se las enjugó distraídamente con la mano derecha.
—Ya sé que no —repuso Ginelli—. No eres un tonto… Recuerda, William: quédate inmóvil.
Fander llegó poco antes de las seis de la mañana. Era un hombrecillo, con un cabello blanco prematuro y llevaba un maletín de médico rural. Se quedó mirando el cuerpo flaco y demacrado durante un largo momento sin hablar y luego, cuidadosamente, desató el pañuelo de la mano izquierda de Billy. Éste tuvo que llevarse la otra mano a la boca para sofocar un grito.
—Levántela, por favor —le dijo Fander.
Billy lo hizo. La mano estaba muy inflamada, con la piel tensa y brillante. Por un momento Billy y Fander se miraron a través del agujero de la palma de la mano del primero, que aparecía rodeado de sangre coagulada. Fander sacó un odoscopio de su maletín y lo alumbró a través de la herida. Luego lo apagó.
—Limpio y perfecto —comentó—. Si ha sido una bolilla lo que lo ha hecho, existen muchas menos posibilidades de infección que si se tratase de un balín de plomo.
Realizó una pausa y pensó durante un momento.
—A menos, naturalmente, que la chica pusiera algo en la bola antes de dispararla.
—Qué idea más consoladora —gimió Billy.
—No me pagan para consolar a la gente —replicó fríamente Fander—, especialmente cuando me sacan de la cama a las tres y media y he de quitarme el pijama y ponerme la ropa en un avión que va dando tumbos a casi cuatro mil metros. ¿Ha dicho que era una bola de cojinete?
—Sí.
—En ese caso probablemente está usted bien. No se puede empapar esa bola con veneno de la misma forma como lo hacen los indios jíbaros para empapar con curare sus flechas de madera, y no parece probable que la mujer lo pintase con algo, si se trató, como usted dice, de una reacción sobre la marcha. Esto curará bien, sin complicaciones.
Sacó un desinfectante, gasas y una venda elástica.
—Voy a recubrir la herida y luego se la vendaré. El recubrirla le dolerá terriblemente, pero créame si le digo que le dolerá muchísimo más si la dejamos abierta.
Lanzó otra mirada reflexiva sobre Billy: no el ojo compasivo del doctor, pensó Billy, sino más bien la expresión fría y evaluadora de un abortista.
—Esta mano se convertirá en el menor de sus problemas si no comienza de nuevo a comer.
Billy no respondió.
Fander le miró durante un largo momento y luego comenzó a tapar la herida. De todos modos, en aquel momento la conversación se hubiese hecho imposible para Billy; la emisora de radio de dolor de su mano saltó de cincuenta mil a doscientos cincuenta mil vatios. Cerró los ojos, apretó los dientes y aguardó a que aquello terminara.
Al fin todo acabó. Se sentó con su punzante mano vendada en el regazo y observó cómo Fander hurgaba de nuevo en su maletín.
—Aparte de las demás consideraciones, su radical delgadez se convierte en un problema cuando hay que enfrentarse al dolor. Se sentirá más incómodo de como se sentiría si su peso fuese normal… eso temo… No le puedo administrar Darvon o Darvocet porque podrían llevarle al coma o causarle una arritmia cardiaca. ¿Cuánto pesa, Mr. Halleck? ¿Cincuenta y siete?
—Más o menos —musitó Billy.
Había una balanza en el cuarto de baño y se había subido a la misma poco antes de dirigirse al campamento de los gitanos: supuso que era su pintoresca forma de animarse para aquella excursión. La aguja se había detenido en cincuenta y tres. Toda aquella carrera en medio de un cálido verano había ayudado a acelerar considerablemente las cosas.
Fander asintió con una pequeña mueca de disgusto.
—Le administraré un analgésico más bien fuerte. Se tomará una sola tableta. Si no se adormece en el plazo de media hora, y su mano le sigue doliendo mucho, mucho, puede tomarse otra media tableta. Y seguirá haciendo lo mismo durante los siguientes tres o cuatro días.
Meneó la cabeza.
—Acabo de volar más de mil kilómetros para recetar a un hombre un analgésico. No llego a creerlo. La vida puede ser muy perversa. Pero considerando su peso, incluso esto podría ser peligroso. Tal vez sería mejor la aspirina infantil.
Fander se sacó otra botellita de su maletín, esta vez sin marcas.
—Aureomicina —le dijo—. Tómese una por vía bucal cada seis horas. Pero anote bien esto, Mr. Halleck… Si empieza a tener diarrea, deje el antibiótico al instante. En su estado, la diarrea es mucho más capaz de matarle que una infección de esa herida.
Cerró con vigor el maletín y se puso de pie.
—Un consejo final que no tiene nada que ver con sus aventuras por la campiña del Maine. Tómese algunas tabletas de potasio tan pronto como le sea posible, y comience con dos cada día: una al levantarse y otra cuando se vaya a la cama. Las encontrará en la farmacia en la sección de las vitaminas.
—¿Por qué?
—Porque si continúa perdiendo peso, muy pronto comenzará a sufrir ataques de arritmia cardiaca cuando tome Darvon o cualquier otra droga. Esa clase de arritmia surge si existe una carencia total de potasio en el cuerpo. Tal vez fue lo que mató a Karen Carpenter. Buenos días, Mr. Halleck.
Fander salió entre la luz lechosa del amanecer. Por un momento, se quedó allí de pie mirando en dirección al ruido del océano, que resultaba muy nítido en aquella quietud.
—Realmente debe cesar cualquier huelga de hambre que haya emprendido, Mr. Halleck —le dijo sin volverse—. En muchos sentidos, el mundo no es más que un montón de mierda. Pero también puede ser muy hermoso.
Se dirigió hacia el Chevrolet que estaba parado a un lado del edificio y se metió en el compartimiento trasero. El coche se puso en marcha.
—Estoy tratando de dejarla —le dijo Billy al coche que desaparecía—. Realmente lo intento.
Cerró la puerta y se acercó con lentitud a la pequeña mesa que había al lado de la silla. Miró los frasquitos de medicinas y se preguntó cómo los abriría con una sola mano.