Se detuvo detrás de la camioneta con el unicornio y la dama a un lado, una estrecha sombra entre otras sombras, pero más constante que las arrojadas por las llamas móviles. Se quedó allí escuchando, su tranquila conversación, los estallidos ocasionales de risas, el crujido de una rama en el fuego.
No puedo irme de aquí —insistió su mente con profunda seguridad.
Se vislumbraba miedo en aquella certidumbre, pero se entrelazaba con unos inarticulados pero profundos sentimientos de vergüenza y propiedad: no deseaba irrumpir en los concéntricos círculos de su fuego de campamento, y en sus conversaciones y en su intimidad, del mismo modo que tampoco había deseado que los pantalones se le cayeran en el tribunal de Hilmer Boynton. A fin de cuentas, era el ofensor. Él era…
Luego se alzó el rostro de Linda en su mente; le oyó pedirle que regresase a casa, y comenzó a llorar mientras lo hacía.
Él era el ofensor, sí, pero no el único.
La ira comenzó a invadirle. Se aferró a ella, trató de comprimirla, convertirla en algo un poco más útil; pensó que sería suficiente una simple severidad. Luego comenzó a andar entre la furgoneta y el break aparcado junto a la misma, con sus mocasines susurrando en la seca hierba de alfalfa, y se presentó en medio de ellos.
Realmente eran círculos concéntricos: en primer lugar el círculo más tosco de los vehículos, y dentro de éste un círculo de hombres y mujeres sentados en torno del fuego, que ardía en un agujero excavado y rodeado de piedras. Muy cerca, se veía clavada en el suelo una rama aguzada de unos dos metros de altura. Una hoja amarillenta de papel —un permiso para fuegos de campamento, según supuso Billy—, estaba empalada en el extremo.
Los hombres y mujeres más jóvenes se sentaban en la hierba aplastada o en colchonetas de aire. La mayoría de la gente de edad se sentaba en tumbonas de aluminio tubular, con tiras de plástico tejidas. Billy vio a una de las viejas sentada apoyada contra unas almohadas en una tumbona, abrigada con una manta. Fumaba un cigarrillo liado a mano y pegaba S & H Green Stamps en un libro de cupones.
Tres perros sabuesos de cazar mapaches situados en el extremo más alejado del fuego, comenzaron a ladrar estruendosamente. Uno de los hombres jóvenes alzó la mirada y, con un rápido y brusco movimiento, se echó hacia atrás un lado de su chaleco y reveló un revólver chapado en níquel que llevaba en una pistolera de hombrera.
—Enkelt! —dijo agudamente uno de los hombres, apoyando su mano en la del joven.
—Bodde har?
—Just det… Han och Taduz…
El hombre más joven miró hacia Billy Halleck, que ahora se hallaba en medio de ellos, totalmente fuera de lugar con su ancha chaqueta deportiva y sus zapatos de ciudad. No apareció ninguna expresión de miedo, sino de momentánea sorpresa —Billy lo hubiera jurado así— y compasión en su rostro. Luego se fue, deteniéndose sólo lo suficiente para lanzar una patada a uno de los sabuesos y gruñir:
—Enkelt!
El perro gimió una vez y luego se calló.
Ha ido a buscar al viejo —pensó Billy.
Entonces miró a su alrededor. Las conversaciones habían cesado. Le contemplaron con sus oscuros ojos gitanos y nadie profirió una palabra.
Así es como te sientes cuando tus pantalones realmente se te caen en pleno juicio —pensó.
Pero aquello no era cierto. Ahora que se hallaba de veras delante de ellos, la complejidad de sus emociones había desaparecido. El miedo estaba allí, y la cólera, pero ambas cosas de forma extrañamente tranquila, de algún modo muy dentro de él.
Y hay algo más. No están sorprendidos de verte…
…ni tampoco les sorprende lo más mínimo tu aspecto.
Así, pues, era verdad. Todo era cierto. No se trataba de anorexia psicológica; ni tampoco de ninguna forma exótica de cáncer. Billy pensó que hasta Michael Houston se habría convencido ante aquellos ojos oscuros. Sabían lo que le había ocurrido. Sabían por qué le estaba sucediendo. Y sabían cómo acabaría.
Se miraron mutuamente, aquellos gitanos y el delgado hombre de Fairview, Connecticut. Y de repente, sin ninguna razón en absoluto, Billy comenzó a sonreír.
La vieja con la libreta de cupones gimió y le hizo la señal del mal de ojo.
Se oyeron unos pasos que se aproximaban y la voz de una mujer joven, hablando rápida y encolerizadamente:
—Vad so han! Och plotslig brast han dybbuk, Papa! Alskling, grat inte! Snalla dybbuk! Ta mig Mamma!
Taduz Lemke, vestido con un camisón que le caía sobre las huesudas rodillas, penetró con pies descalzos en la luz de la hoguera del campamento. Cerca de él, con una bata de algodón que se redondeaba dulcemente contra sus caderas mientras andaba, se hallaba Gina Lemke.
—Ta mig Mamma! Ta mig…
Captó la presencia de Billy de pie en el interior del círculo, con su chaqueta deportiva colgándole, con la culera de sus pantalones haciéndole bolsas casi por debajo del dobladillo de la chaqueta. Movió una mano en su dirección y luego se volvió hacia el anciano como para atacarle. Los demás la observaron en un impasible silencio. Otro nudo estalló en la fogata. Las chispas hicieron espirales en un pequeño ciclón.
—Ta mig Mamma! Va dybbuk! Ta mig inte till mormor! Ordo! Vu’derlak!
—So hon lagst, Gina —repuso el anciano.
Su rostro y su voz eran serenos. Una de sus retorcidas manos acarició la suave cascada negra del cabello de ella, que le llegaba hasta la cintura. Hasta aquel momento, Taduz parecía no haber mirado en absoluto a Billy.
—Vi ska stanna.
Durante un momento, la mujer se suavizó y, a pesar de sus exuberantes curvas, a Billy le pareció muy joven. Luego se volvió hacia él, con su rostro encendido de nuevo. Era como si alguien hubiese arrojado un chorro de gasolina en un incendio moribundo.
—¿No entiende nuestra jerga, señor? —le gritó a Billy—. Le he dicho a mi viejo papá que tú mataste a mi vieja mamá… ¡Le he dicho que eres un demonio y que deberíamos matarte!
El anciano le colocó una mano encima del brazo. Ella se liberó y se precipitó hacia Billy, apenas rozando el suelo del campamento con sus pies desnudos. Su cabello ondeó por detrás.
—Gina, verkligen glad! —gritó alguien, alarmado, pero no habló nadie más.
La serena expresión del anciano no cambió; observó a Gina aproximarse a Billy como unos padres indulgentes consideran a un niño díscolo.
La mujer le escupió; una enorme cantidad de cálido esputo blanco, como si su boca hubiese estado llena de saliva. Tenía sabor a lágrimas. Alzó la mirada hacia él con sus enormes ojos oscuros y, a pesar de todo lo que había sucedido, a pesar de cuánto Billy había perdido de sí mismo, fue consciente de que aún la deseaba. Y se percató de que ella también lo sabía: sus ojos sombríos eran más bien de desprecio.
—Si eso la hiciera volver, podrías escupirme hasta que me ahogase —le contestó.
Su voz resultó sorprendentemente clara y fuerte.
—Pero no soy un dybbuk. No soy un dybbuk, no soy un demonio, ni un monstruo. Como puedes ver…
Alzó los brazos y, por un momento, la fogata brilló a través de su chaqueta, haciéndole parecerse a un grande pero muy mal alimentado murciélago blanco. Lentamente, bajó de nuevo las manos a los costados.
—… Esto es todo lo que soy…
Por un momento la mujer pareció insegura, casi temerosa. Aunque su escupitajo aún bajaba por la cara de Billy, el desprecio había desaparecido de sus ojos y Billy casi le estuvo agradecido por esto.
—¡Gina!
Era Samuel Lemke, el malabarista. Había aparecido al lado del anciano y aún se abrochaba los pantalones. Llevaba una camiseta con un dibujo de Bruce Springsteen.
—Enkelt men tillrackligt!
—Eres un bastardo asesino —le dijo la mujer a Billy, y retrocedió por donde había venido.
Su hermano intentó ponerle un brazo en torno de los hombros, pero ella se lo impidió y desapareció entre las sombras. El anciano observó de nuevo cómo se alejaba y luego, al fin, volvió su mirada hacia Billy Halleck.
Durante un momento, Billy se quedó mirando el supurante hueco en medio de la cara de Lemke, y luego sus ojos fueron atraídos por los del viejo. ¿Ojos de la edad, había pensado? Eran algo más que eso…, y algo menos. Lo que allí veía era el vacío; el vacío constituía su fundamental verdad, no la conciencia superficial que brillaba en ellos como la luz de la luna sobre aguas hondas. Un vacío tan profundo y completo como los espacios que yacen entre las galaxias.
Lemke dobló un dedo hacia Billy y, como en un sueño, éste anduvo lentamente en torno del fuego de campamento hasta donde el anciano se encontraba con su camisón color gris oscuro.
—¿Entiendes el caló? —le preguntó Lemke, una vez que Billy estuvo exactamente delante de él.
Su tono resultó casi íntimo, pero resonó con claridad en el silencioso campamento, donde el único sonido era el de la fogata alimentada con ramas secas.
Billy meneó la cabeza.
—En caló te llamamos skummade igenom, que significa «hombre blanco de la ciudad».
Sonrió, mostrando unos dientes podridos y manchados de tabaco. El hueco oscuro donde se hallaba su nariz aparecía estirado y retorcido.
—Pero también significa lo que suena ignorant scum (escoria ignorante)…
Ahora al fin sus ojos liberaron a los de Billy; Lemke pareció perder todo interés.
—Vete ahora, hombre blanco de la ciudad. No tienes nada que ver con nosotros, y nosotros no tenemos nada que ver contigo. Si hubo algo entre nosotros, ya pasó. Regresa a tu ciudad.
Y comenzó a alejarse.
Durante un momento, Billy se quedó allí con la boca abierta, percatándose apenas de que el viejo le había hipnotizado: lo había logrado con tanta facilidad como un granjero hace dormir a una gallina, simplemente, metiéndole la cabeza debajo del ala.
¿Y esto es TODO? —le gritó de repente parte de su mente—. Tanto conducir, tanto andar, tantas preguntas, tantas pesadillas, tantos días y noches… ¿Y esto era TODO? ¿Vas a quedarte aquí sin decir una palabra? ¿Le permitirás únicamente que te llame escoria ignorante y luego te irás a la cama?
—No, eso no es todo —gritó Billy con voz áspera y fuerte.
Alguien suspiró hondo y sorprendido. Samuel Lemke, que había ayudado al viejo a dirigirse hacia la parte trasera de una de las caravanas, se volvió, desconcertado. Al cabo de un momento, el mismo Lemke se volvió asimismo. Su rostro parecía cansadamente divertido, pero, por un momento, pensó Billy, mientras la luz de la fogata alcanzaba su rostro, también había quedado sorprendido.
Muy cerca, el joven que fue el primero en ver a Billy, se metió la mano otra vez en su chaleco donde colgaba el revólver.
—Ella es muy bonita —dijo Billy—. Gina…
—Cierra el pico, hombre blanco de la ciudad —le gritó Samuel Lemke—. No quiero escuchar el nombre de mi hermana salir de tu boca…
Billy le ignoró. En vez de ello, miró a Lemke.
—¿Es tu nieta? ¿Tu bisnieta?
El viejo le observó como tratando de decidir si podía existir a fin de cuentas aquí algo, algún sonido diferente al del viento en un agujero del suelo. A continuación, comenzó otra vez a alejarse.
—Tal vez deberías aguardar un momento mientras escribo la dirección de mi hija —prosiguió Billy, alzando la voz.
No la elevó mucho; no necesitaba hacerlo para destacar su filo imperativo, uno que había afilado en numerosas salas de juicios.
—No es tan guapa como tu Gina, pero pensamos que es muy bonita. Tal vez eso tendría algo que ver con el tema de la injusticia. ¿Que cree, Lemke? ¿Que serán capaces de hablar acerca de esto después de que esté tan muerto, como su hija? ¿Quién es capaz de deslindar dónde se halla realmente la injusticia? ¿Los hijos? ¿Los nietos? Espere un momento, le escribiré su dirección. Sólo me llevará un segundo; la escribiré al dorso de una de las fotografías que tengo de usted. Si no pueden arreglar este asunto, tal vez se encuentren algún día y se disparen la una a la otra, y sus hijos tal vez también lo intenten. ¿Qué opina, anciano…, no tiene eso más sentido que toda esta mierda?
Samuel colocó un brazo encima de los hombros de Lemke. Lemke se zafó de él y regresó con lentitud donde se encontraba Billy.
Ahora, los ojos de Lemke estaban llenos de lágrimas de furia. Sus nudosas manos se abrían y cerraban. Todos los demás observaban, silenciosos y asustados.
—Atropellaste a mi hija en la calle, hombre blanco —le dijo—. Atropellaste en la calle a mi hija, y luego tienes… eres lo suficientemente borjade rulla como para venir aquí y hablar con tu boca junto a mi oído. Eh, sé quién lo hizo. Me he preocupado de ello. La mayoría de nosotros damos la vuelta y salimos en coche de la ciudad. Pero, en ocasiones, conseguimos nuestra justicia.
El anciano alzó su nudosa mano enfrente de los ojos de Billy. De repente, la chascó en un cerrado puño. Un momento después la sangre comenzó a gotearle. Los otros musitaron no su miedo o su sorpresa, sino su aprobación.
—Justicia rom, skummade igenom. Ya me he cuidado de los otros dos. El juez, que se arrojó por una ventana hace dos noches. Está…
Taduz Lemke chascó los dedos y luego sopló sobre la eminencia de su pulgar como si fuese una semilla de diente de león.
—¿Le ha hecho eso recuperar a su hija, Mr. Lemke? ¿Ha vuelto cuando Cary Rossington se estrelló contra el suelo allá en Minnesota?
Los labios de Lemke se retorcieron.
—No necesito que vuelva. La justicia no hace regresar a los muertos, hombre blanco. La justicia es la justicia. Debe salir de aquí antes de que le envíe algo más. Sé lo que usted y su mujer estaban haciendo. ¿Cree que no he tenido esa visión? Pues la tuve. Pregúnteselo a cualquiera. Y tendré esa visión durante un centenar de años.
Se produjo un murmullo de asentimiento por parte de los reunidos alrededor del fuego.
—No me preocupa el tiempo que siga con esa visión —repuso Billy.
Alargó la mano de forma deliberada y sujetó los hombros del anciano. De alguna parte surgió un gruñido de rabia. Samuel Lemke se echó hacia delante. Taduz Lemke volvió la cabeza y escupió una sola palabra en romaní. El joven se detuvo, inseguro y confuso. Se produjeron expresiones similares en muchos de los rostros en torno del fuego de campamento, pero Billy no las vio: sólo miraba a Lemke. Se inclinó hacia él, cada vez más y más cerca, hasta que su nariz casi tocó la retorcida y esponjosa masa que era cuanto quedaba de la nariz de Lemke.
—Me cago en su justicia —replicó—. Sabe usted tanto de justicia como yo de turbinas de reactor. Quíteme esto de encima.
Los ojos de Lemke se alzaron hacia los de Billy, con aquel horrible vacío exactamente más allá de la inteligencia.
—Aléjese de mí o haré que las cosas se pongan peor —le dijo calmosamente—. Mucho peor de lo que cree que le hice la primera vez.
La sonrisa se extendió de repente por el rostro de Billy, aquella huesuda sonrisa que parecía casi como una luna creciente a la que hubiesen empujado hasta ponerla de espaldas.
—Adelante —le dijo—. Inténtelo. Pero sepa que no creo que pueda.
El viejo le miró sin pronunciar una palabra.
—Porque le he ayudado yo mismo a hacerlo —prosiguió Billy—. A fin de cuentas, había un acuerdo al respecto: es una especie de sociedad, ¿no cree? El maldecido y el que lanza la maldición. Todos hemos estado unidos con usted. Hopley, Rossington y yo. Pero yo ya he optado, viejo. Mi mujer me la estaba meneando en mi grande y lujoso coche, de acuerdo, y su hija salió de entre dos coches estacionados en mitad de la manzana, como cualquier vulgar peatón descuidado, y eso también es cierto. Si hubiese cruzado por la esquina, ahora estaría viva. Hubo culpa por ambas partes, pero ella está muerta y yo no podré volver ya más a lo que era mi vida. Esto equilibra las cosas. No es el mejor equilibrio en la historia mundial tal vez, pero es algo equilibrante. En Las Vegas tienen una forma de referirse a eso, lo llaman un aprieto. Esto es un aprieto, viejo. Dejémoslo acabar aquí.
Un extraño y casi alienante miedo se había alzado en los ojos de Lemke cuando Billy comenzó a sonreír, pero ahora lo reemplazó su ira, pétrea y obstinada.
—Nunca le sacaré eso, hombre blanco de la ciudad —replicó Taduz Lemke—. Moriré sin jamás abrir la boca.
Billy bajó lentamente su rostro sobre el de Lemke, hasta que sus frentes se tocaron y percibió el olor del anciano: un olor formado por el de telarañas, tabaco y débilmente a orina.
—Entonces, empeórelo. Adelante. Hágalo… ¿Cómo lo dijo antes? Como me lo infirió la primera vez…
Lemke se quedó mirándolo durante un largo momento, y ahora Billy sintió que era Lemke el que se hallaba atrapado. Luego, de repente, volvió el rostro hacia Samuel.
—Enkelt av lakan och kanske alskadel Jtist det!
Samuel Lemke y el joven con la pistola debajo del chaleco apartaron a Billy de Taduz Lemke. El delgado pecho del viejo se alzó y cayó con rapidez; su escaso pelo quedó en desorden.
No está acostumbrado a que le toquen, ni está acostumbrado a que le hablen airadamente.
—Es un aprieto —dijo Billy mientras se lo llevaban—. ¿Me oye?
El rostro de Lemke se retorció. De repente, de una forma horrible, tuvo trescientos años, un terrible muerto vuelto a la vida.
—No poosh! —le gritó a Billy, y sacudió el puño—. ¡Nada de aprieto! ¡Morirás delgado, hombre de ciudad! ¡Morirás así!
Juntó los puños y Billy sintió un dolor lancinante en los costados, como si estuviesen entre aquellos puños. Durante un momento, no pudo respirar y sintió como si le estuviesen retorciendo las tripas.
—¡Morirás delgado!
—Es un aprieto —profirió Billy de nuevo, forcejeando por jadear.
—¡Nada de aprieto! —gritó el viejo.
En su furia, ante aquella contradicción continuada un leve color rojo había entrecruzado sus mejillas con un dibujo como una red.
—¡Sácalo de aquí!
Comenzaron a arrastrarlo más allá del círculo. Taduz Lemke permaneció de pie observando, con las manos en las caderas y su rostro una pétrea máscara.
—Antes de que me saquen, viejo, debe saber que mi propia maldición caerá sobre su familia —gritó Billy.
A pesar del sordo dolor en los costados su voz fue fuerte, calmada, casi alegre.
»La maldición del hombre blanco de la ciudad.
Los ojos de Lemke se abrieron levemente, pensó. Con el rabillo del ojo, Billy vio a la vieja, con los cupones de compras en su regazo cubierto con la manta, lanzarle de nuevo la señal contra el mal de ojo.
Los dos jóvenes dejaron durante un momento de arrastrarlo; Samuel Lemke lanzó una breve y desconcertada carcajada, tal vez ante la idea de que un abogado blanco de la clase media superior, de Fairview, Connecticut, maldijera a un hombre que, probablemente, fuese el gitano más viejo de Estados Unidos. El mismo Billy se hubiese reído dos meses atrás.
Sin embargo, Taduz Lemke no se reía.
—¿Crees que los hombres como yo no tenemos el poder de maldecir? —preguntó Billy.
Alzó las manos, aquellas manos delgadas y consumidas, a un lado y otro de su rostro y, lentamente, desplegó, los dedos. Parecía un invitado a un espectáculo de variedades pidiendo al auditorio que cesasen los aplausos.
»Tenemos el poder. Somos buenos en la maldición una vez que comenzamos. No me haga empezar…
Se produjo un movimiento detrás del anciano, un destello de una bata blanca y de un cabello negro.
—¡Gina! —le gritó Samuel Lemke.
Billy vio cómo avanzaba hacia la luz. Vio cómo alzaba la honda, tiraba la horquilla hacia atrás y la soltaba en el mismo movimiento suave, como un artista que trazase una línea en una agenda en blanco. Pensó ver un líquido y veteado resplandor en el aire mientras la bola de acero cruzaba el círculo, pero aquello ciertamente era sólo producto de su imaginación.
Se produjo un cálido y vidrioso lanzazo de dolor en su mano izquierda. Desapareció con la misma rapidez que había aparecido. Oyó como la bola de acero que ella había disparado rebotaba contra el costado de plancha de una camioneta. Al mismo tiempo se percató de que veía el demudado y furioso rostro de la muchacha, no enmarcado en sus extendidos dedos, sino a través de su palma, donde aparecía un nítido agujero redondo.
Me ha disparado con la honda —pensó—. ¡Santo Dios! ¡Lo ha hecho…!
La sangre, tan negra como alquitrán al resplandor de la fogata, rodó por la palma de su mano y empapó la manga de su chaqueta deportiva.
—Enkelt! —aulló la mujer—. ¡Sacadlo de aquí, eyelak! ¡Sacad de aquí a ese bastardo asesino!
Arrojó la honda. Aterrizó al borde del fuego, una forma en espoleta con una cazuela de goma del tamaño de un parche de ojo sujeto a la horquilla. Luego se alejó corriendo y gritando.
Nadie se movió. Los que estaban en torno de la hoguera, los dos jóvenes, el viejo y el mismo Billy, todos permanecieron allí en pie e inmóviles como en un cuadro. Se escuchó el golpear de una puerta y los gritos de la chica quedaron apagados. Y seguía sin haber dolor.
Repentinamente, sin saber siquiera que lo hacía, Billy alzó su sangrante mano hacia Lemke. El viejo retrocedió e hizo el signo del ojo hacia Billy. Este cerró la mano al igual que hiciera Lemke; la sangre corrió por su puño cerrado como había también corrido por el apretado puño de Lemke.
—¡La maldición del hombre blanco está lanzada contra usted, Mr. Lemke! No se escribe acerca de esto en los libros, pero le digo que es cierto… Y que usted lo cree…
El viejo lanzó una catarata de palabras en caló. Billy se sintió arrastrado desde atrás tan de repente que su cabeza se derrumbó contra el cuello. Sus pies dejaron de tocar el suelo.
Me tirarán a la hoguera. Dios mío, me van a asar como a un…
En vez de ello lo llevaron por el camino por donde había venido, a través del círculo (la gente se tiró de sus sillas y se arrastró para alejarse de él), y entre dos camionetas con remolque de casa rodante. Desde una de ellas, Billy oyó sonar un televisor con una banda sonora de risas.
El hombre del chaleco gruñó. Billy osciló como un saco de trigo (un saco de trigo de muy poco peso) y luego, durante un momento, voló. Aterrizó con un golpe sordo en la hierba más allá de los coches. Esto le dolió mucho más que el agujero de la mano; ya no tenía lugares recubiertos y sintió que sus huesos tintineaban dentro de su cuerpo como estacas sueltas en un viejo camión. Trató de ponerse en pie y al principio no pudo. Unas lucecillas blancas bailoteaban delante de sus ojos. Gimió.
Samuel Lemke se acercó a él. La bien parecida cara del muchacho aparecía lisa, cadavérica e inexpresiva. Buscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó algo. Billy creyó al principio que se trataba de un palo y sólo reconoció lo que era cuando Lemke desplegó la hoja.
Alzó su ensangrentada mano, con la palma vuelta y Lemke vaciló. Ahora había una expresión en su rostro, una que Billy reconoció por su propio espejo del cuarto de baño. Se trataba de miedo.
Su compañero le musitó algo.
Lemke titubeó por un momento, mirando hacia Billy; luego metió de nuevo la hoja del cuchillo en sus oscuras cachas. Escupió en dirección a Billy. Un momento después los dos hombres habían desaparecido.
Se quedó tendido allí durante un instante, tratando de reconstruirlo todo, de extraer un sentido de aquello…, pero eso no era más que un truco de abogado, y no le serviría aquí, en este lóbrego lugar.
Su mano comenzaba a hablarle muy en voz alta acerca de lo que le había ocurrido, y pensó que muy pronto le dolería muchísimo más. A menos, naturalmente, que mudasen de opinión y fuesen por él. Podrían terminar con todos sus dolores en muy escaso espacio de tiempo, y para siempre.
Ello le obligó a moverse. Rodó sobre sí, alzó las rodillas hasta lo que le quedaba de estómago. Luego realizó una pausa durante un momento, con su mejilla izquierda oprimida contra la marchita hierba, con su trasero al aire mientras una oleada de debilidad y de náusea se precipitaba a través de él como una ola rompiente. Cuando pasó, pudo ponerse en pie y comenzar a ascender por la colina hasta donde estaba su coche. Se cayó dos veces por el camino. La segunda vez creyó que le resultaría imposible ponerse de nuevo en pie. Algo —sobre todo el pensar en Linda, durmiendo tranquila e inocentemente en su cama— le movió a hacerlo. Ahora su mano daba la sensación como si una infección enrojecida estuviese pulsando allí, abriéndose camino hacia su antebrazo y su codo.
Una infinidad de tiempo después alcanzó su Ford de alquiler y hurgó en busca de las llaves. Se las había metido en el bolsillo izquierdo, por lo que tuvo que alargar su mano derecha ante la entrepierna para tomarlas.
Puso el coche en marcha y realizó una pausa momentánea, con su torturada palma yaciendo sobre su muslo izquierdo cual un pájaro al que han disparado. Miró hacia el círculo de camionetas y al titilar del fuego.
Un fantasma de alguna vieja canción llegó hasta él.
Ella danzó alrededor del fuego al compás de una melodía gitana…
Dulce mujer en movimiento, cómo me encantó…!
Levantó lentamente su mano izquierda ante su rostro. Una fantasmal luz verde del tablero de instrumentos del coche se derramó a través del agujero redondo negro de su palma.
Billy pensó:
Me ha encantado esa mujer, eso es…
Puso en marcha el coche.
Se preguntó con casi cínico despego si sería capaz de realizar el trayecto de regreso al Frenchman’s Bay Motel.
Y de alguna forma, lo logró.