Old Orchard Beach —había dicho la camarera—. Es la ciudad más garito de todas.
El recepcionista se mostró de acuerdo. Y lo mismo la chica de la cabina de información turística, seis kilómetros más allá en la autopista, aunque se negó a expresarlo en unos términos tan tajantemente peyorativos. Billy dirigió su coche de alquiler hacia Old Orchard Beach, que se hallaba a unos treinta kilómetros hacia el sur.
El tráfico se hizo más lento hasta que los coches se arrastraron parachoques contra parachoques a unos dos kilómetros de la costa. La mayor parte de los vehículos de este desfile llevaban matrículas de Canadá. Un motón de ellos eran vehículos para vacaciones que parecían lo suficientemente grandes como para transportar equipos completos de rugby profesional. La mayoría de la gente que Billy vio, tanto en las colas del tráfico, como andando por los arcenes de la carretera, parecía vestida con lo mínimo que la ley permitía, y a veces aún menos: había un motón de bikinis de tirita, un montón de trajes de baño de cuerpo entero y también un montón de carne con aceites bronceadores en exhibición.
Billy iba vestido con vaqueros, una camisa blanca de cuello abierto y una chaqueta deportiva. Sentado detrás del volante de su coche, sudaba a mares incluso con el aire acondicionado al tope. Pero no había olvidado la forma en que el chico del servicio de habitaciones le había mirado. Ésta era la forma máxima de ir desvestido que se permitiría, aunque acabase el día con sus zapatos de lona llenos de charcos de sudor.
El atascado tránsito automovilístico cruzó zonas pantanosas saladas; pasó ante dos docenas de chozas de langostas y almejas y luego rodeó un área de casas veraniegas que estaban unidas unas a otras, como un nido de setas creciendo en el rincón de una bodega húmeda. Veraneantes similarmente desvestidos se hallaban sentados en muebles de jardín delante de la mayor parte de esas casas, comiendo, leyendo novelas en rústica o, simplemente, observando el inacabable flujo del tránsito.
Dios —pensó Billy—, ¿cómo pueden soportar el hedor de los tubos de escape?
Se imaginó que tal vez les gustaba, que quizás ésa era la razón de que estuviesen sentados aquí en vez de en la playa, que aquello les recordaba su hogar.
Las casas dieron paso a los moteles con letreros en los que se leía ON PARLE FRANÇAIS ICI y PAPEL MONEDA CANADIENSE A LA PAR A PARTIR DE 250 DÓLARES y A TRES MINUTOS DEL OCÉANO: BONJOUR Á NOS AMIS DE LA BELLE PROVINCE!
Los moteles cedieron el paso a una calle principal que parecía albergar tiendas de máquinas de fotografiar a bajos precios, tiendas de recuerdos, emporios de libros pornos. Muchachos con pantalones cortos y camisetas holgazaneaban arriba y abajo, algunos dándose la mano, otros sobre patines, abriéndose paso a través de grupos de peatones con aburrido impulso. Ante los consternados y fascinados ojos de Halleck, todos parecían tener exceso de peso y todos —incluso los chicos sobre patines— parecían comer algo: un trozo de pizza aquí, un Chipwich allí, una bolsa de Doritos, una bolsa de palomitas de maíz, un cono de algodón dulce. Vio a un hombre gordo con una camisa blanca suelta, unas bermudas verdes haciendo bolsas, y sandalias de correa, que mordisqueaba una salchicha de casi medio metro de longitud. Una tira de algo que parecía cebolla o sauerkraut le pendía del mentón. Llevaba otras dos salchichas entre los gordezuelos dedos de su mano izquierda, y para Billy parecía más bien un mago teatral mostrando pelotas rojas de caucho antes de hacerlas desaparecer.
Una avenida central se presentó a continuación. Una montaña rusa se alzaba ante el cielo. Una réplica gigante de un navío viquingo oscilaba hacia atrás y hacia adelante en unos semicírculos empinados mientras los viajeros atrapados dentro proferían gritos. Sonaban campanas y destellaban luces en una arcada a la izquierda de Billy; a su derecha, unos adolescentes con camisas a rayas conducían autos de choque, acometiéndose unos a otros. Exactamente más allá de la arcada, un joven y una joven se besaban. Los brazos de ella estaban trabados en torno del cuello de él. Una de las manos del joven se posaba en el trasero de ella y la otra mano sostenía una lata de Budweiser.
Sí —pensó Billy—. Sí, éste es el lugar. Debe serlo.
Estacionó su coche en un espacio de sobrecalentado macadán, pagó al vigilante diecisiete dólares por medio día de estadía, trasladó la billetera de su bolsillo en la cadera al bolsillo interior de su chaqueta deportiva y comenzó la caza.
Al principio pensó que la perdida de peso se había acelerado. Todos le miraban. La parte racional de su mente rápidamente le tranquilizó respecto de que sólo era a causa de sus prendas y no del aspecto que tenía dentro de sus ropas.
La gente te mira de la misma forma como si te mostrases por esta acera llevando un traje de baño y una camiseta en octubre, Billy. Tómatelo con calma. Tienes algunas cosas que mirar, y por ahí hay mucho de eso.
Y aquello era ciertamente verdad. Billy vio una mujer gorda con un bikini negro, con su piel profundamente bronceada y reluciente de aceite. Su barriga era pródiga, la flexibilidad de los largos músculos de sus muslos resultaba casi mítica y extrañamente excitante. Avanzó hacia la amplia extensión de la blanca playa como un trasatlántico, con sus posaderas flexionándose en ondulaciones parecidas a olas. Vio a un caniche grotescamente gordo, con sus rizos cortados para el verano, con la lengua —más gris que rosada— sobresaliéndole apáticamente, sentado al lado de un puesto de pizzas. Vio dos peleas a puñetazos. Vio a una gran gaviota de alas moteadas de gris y fijos ojos negros precipitarse y arrebatar un grasiento bizcocho de la mano de un niñito en un cochecillo.
Más allá de todo esto se hallaba el creciente, inmaculadamente blanco, de la playa de Old Orchard, aunque su blancura se hallaba ahora casi por completo oscurecida por las hamacas reclinables para tomar el sol, cosa normal en un día de principios de verano a mediodía. Pero tanto la playa como el Atlántico que se encontraba más allá, parecían en cierto modo reducidos y abaratados por los pulsos y pausas eróticos de la avenida: los atascos de personas con comida secándoseles en las manos y en los labios y mejillas, los gritos de los buhoneros («¡Te adivino el peso! —oyó decir a alguien a su izquierda—. Si me equivoco en más de dos kilos ganas tú»), los pequeños chillidos de los que montaban en la feria, la estridente música de rock que surgía de los bares.
De repente, Billy comenzó a sentirse irreal de forma decidida, fuera de sí mismo, como si se tratase de uno de aquellos ejemplos de revistas Fate de proyección astral. Nombres —Heidi, Penschley, Linda, Houston— parecieron de repente sonar a falsos y a poca cosa, como los nombres que se componen sobre la marcha para un mal relato. Tuvo la sensación de que podía mirar detrás de las cosas y ver las luces, las cámaras, las llaves y algún «mundo real» inimaginable. El olor del mar parecía abrumado ante un olor de alimentos podridos y sal. Los sonidos se hacían distantes, como si flotasen a lo largo de un ancho vestíbulo.
Mierda, proyección astral —pronunció una voz tenue—. Me parece que estás a punto de pillar una insolación, amigo mío.
Eso es ridículo. No he tenido una insolación en toda mi vida.
Bueno, supongo que cuando uno pierde cincuenta y cuatro kilos, el termostato se va al carajo. ¿Vas a salir ahora del sol o te llevarán a una sala de urgencias en alguna parte donde te proporcionarán una Cruz Azul y un número de Protección Azul?
—Muy bien, ya me has hablado de ello —musitó Billy.
Un chico que pasaba a su lado y que se iba metiendo una caja de Reese’s Pieces en la boca, se volvió y le dirigió una dura mirada.
Más adelante apareció un bar llamado The Seven Seas. En la puerta se veían dos letreros: FRÍO HELADO, decía uno. HORA DE FELICIDAD TERMINAL, rezaba el otro.
Billy entró.
El Seven Seas no sólo estaba fríamente helado, sino benditamente silencioso. Un letrero en la máquina de discos decía: ALGÚN CRETINO ME PATEÓ ANOCHE Y AHORA NO FUNCIONO. Debajo aparecía la traducción al francés del mismo comentario. Pero Billy pensó que, por lo viejo que era el cartel y por el polvo que aparecía en el juke-box, aquel «anoche» en cuestión debía de haber ocurrido hacía ya muchos años. En el bar se veía algunos parroquianos, en su mayor parte hombres mayores y vestidos de la misma forma que Billy: más para ir por la calle que por la playa. Algunos jugaban al ajedrez y al back gamón. Casi todos llevaban sombrero.
—¿Desea algo? —preguntó el barman, acercándose a él.
—Me gustaría una Schooner, por favor.
—Hecho.
Llegó la cerveza. Billy se la bebió lentamente, observando el flujo y reflujo de la acera afuera de las ventanas del bar, escuchando el murmullo de los ancianos. Sintió que parte de su fuerza —parte de su sentido de la realidad— le comenzaba a regresar.
El barman se presentó de nuevo.
—¿Quiere repetir?
—Por favor… Y me gustaría hablar unas palabras con usted, si tiene tiempo.
—¿Acerca de qué?
—De algunas personas que han debido pasar por aquí.
—¿Dónde es ese aquí? ¿Por el Seas?
—Por Old Orchard.
El barman se echó a reír.
—Por lo que he visto hasta ahora, todos los de Maine y la mitad de Canadá pasan por aquí en verano, amigo…
—Éstos eran gitanos.
El barman gruñó y le trajo a Billy otra botella de Schooner.
—Querrá decir que los trae el negocio. Lo mismo les pasa a quienes acuden a Old Orchard en verano. Aquí las cosas son diferentes. La mayoría de los tipos de por aquí viven en este lugar todo el año. La gente de ahí…
Hizo un ademán hacia la ventana, despreciándolos con un movimiento de la muñeca.
—Les atrae el asunto. Como a usted.
Billy se sirvió la cerveza vertiéndola con cuidado por un lado de su copa y luego dejó un billete de diez dólares encima de la barra.
—No estoy seguro de que nos comprendamos. Hablo de auténticos y actuales gitanos, no de turistas o veraneantes.
—Auténticos… Oh, se debe referir a esos tipos que acamparon en Salt Shack.
El corazón de Billy se le aceleró en el pecho.
—¿Podría mostrarle algunas fotos?
—No serviría de nada. Yo no los vi.
Se quedó mirando durante un momento el billete de diez dólares y luego llamó:
—¡Lon! ¡Lonnie! ¡Ven aquí un momento!
Uno de los ancianos que estaba sentado al lado de la ventana se levantó y anduvo de un extremo al otro de la barra. Llevaba unos pantalones grises de algodón, una camisa blanca que era demasiado grande para él y un sombrero de paja. Su rostro parecía cansado. Sólo sus ojos se veían vivaces. A Billy le recordó a alguien y, al cabo de unos momentos, lo comprendió. El viejo se parecía a Lee Strasberg, el maestro y actor.
—Éste es Lon Enders —declaró el barman—. Ha conseguido una buena casa al oeste de la ciudad. Al mismo lado que el Salt Shack. Lon ve todo lo que pasa en Old Orchard.
—Me llamo Bill Halleck.
—Me alegro de conocerle —respondió Lon Enders con una voz tenue, y se situó en el taburete de al lado de Billy.
Realmente no pareció sentarse; más bien sus rodillas se doblaron en el momento en que sus posaderas se acomodaron encima del afelpado.
—¿Quiere una cerveza? —preguntó Billy.
—No puedo —respondió aquella voz tenue y oxidada.
Billy movió su cabeza levemente para evitar el súper dulzón olor del aliento de Enders.
—Ya he tomado la del día. El médico dice que no puedo tomar más. Las tripas se me retuercen. Si yo fuese un coche estaría ya para el desguace.
—Oh… —exclamó Billy con poca convicción.
El barman se apartó de ellos y comenzó a meter copas de cerveza en el lavaplatos. Enders miró el billete de diez dólares. Luego alzó la vista hacia Billy.
Halleck explicó de nuevo las cosas, mientras la blanca y cansada cara de Enders, demasiado brillante, presentaba un aspecto soñador en las sombras del Seven Seas y las campanas de la arcada sonaban levemente, como sonidos entreoídos en un sueño…
—Estuvieron aquí —dijo una vez que terminó Billy—. Estuvieron aquí, en efecto. Hacía siete años o más que no veía gitanos. Y no había visto semejante pandilla en tal vez veinte años.
La mano derecha de Billy apretó la copa de cerveza que sostenía, y tuvo, conscientemente, que aflojar la presión para no llegar a romperla. Dejó cuidadosamente la copa encima de la barra.
—¿Cuándo? ¿Está seguro? ¿Tiene alguna idea de dónde pueden haber ido? ¿Podría…?
Enders alzó una mano: era tan blanca como la de un hombre ahogado que sobresaliese de un pozo, y a Billy le pareció apagadamente transparente.
—Tranquilícese, amigo mío —le dijo con su susurrante voz—. Le diré todo lo que sé.
Con el mismo esfuerzo consciente, Billy procuró no decir nada.
Sólo aguardar.
—Tomaré los diez dólares porque tiene aspecto de podérselo permitir, amigo mío —susurró Enders.
Se los metió en el bolsillo de su camisa, y luego se llevó el pulgar y el índice de la mano izquierda a la boca, para ajustarse la parte superior de la dentadura postiza.
—Pero se lo contaría también gratis. Diablos, cuando te haces viejo pagarías porque alguien te escuchase… Pregúntele a Timmy si puedo conseguir un vaso de agua fría… Incluso una cerveza es demasiado, lo reconozco… Me arde lo que aún me queda en el estómago… Pero para un hombre resulta difícil abandonar todos sus placeres, incluso cuando ya no le representan ningún placer…
Billy llamó al barman y éste le trajo a Enders su agua helada.
—¿Estás bien, Lon? —le preguntó cuando se la dejó delante.
—He estado mejor y he estado peor —susurró Lon.
Y tomó el vaso. Por un momento, Billy pensó que demostraría ser demasiado pesado. Pero el anciano logró llevárselo a la boca, aunque derramó por el camino un poco de agua.
—¿Quieres hablar con este tipo? —quiso saber Timmy. El agua fría pareció revivir a Enders. Dejó otra vez el vaso encima de la barra, miró a Billy y luego dirigió otra vez la vista al barman.
—Creo que alguien debería hacerlo —manifestó—. Aún no está tan mal como yo…, pero está lográndolo.
Enders vivía en una pequeña colonia de jubilados en Cove Road. Explicó que Cove Road constituía una parte del «auténtico Old Orchard», la única de la que no se preocupaban los tips…
—¿Tips? —preguntó Billy.
—Las muchedumbres, amigo mío, las muchedumbres. Yo y mi mujer llegamos a esta ciudad en 1946, poco después de la guerra. Y desde entonces hemos estado aquí. He aprendido de un maestro en formación de multitudes, de Lonesome Tommy McGhee, muerto hace ya muchos años. He conseguido que me griten las tripas, y lo que oye ahora es todo lo que queda.
Volvió de nuevo la risilla, casi tan débil como un soplo de brisa antes del amanecer.
Enders había conocido a todos los asociados con el carnaval veraniego que constituía, al parecer, el Old Orchard: los buhoneros, los voceadores de la feria, los estibadores, los apagavidrios (vendedores de recuerdos), los hombres perro (los mecánicos de los caballitos), los de los autochoques, los artistas de circo, las tipas y los alcahuetes. La mayor parte de ellos eran gente estable que había conocido durante décadas, o gente que regresaba cada verano como aves migratorias. Formaban una comunidad fija, en su mayoría encantadora, que los veraneantes nunca veían.
También conocía una amplia porción de lo que el barman había llamado «el negocio del errabundeo». Aquellos eran los verdaderos transeúntes, gente que se mostraba durante una o dos semanas, hacía algunos negocios en la febril atmósfera de fiesta de la ciudad de Old Orchard, y luego se iba una vez más.
—¿Y los recuerda a todos? —preguntó Billy dudoso.
—Oh, no podía hacerlo si fuesen distintos de un año a otro —susurró Enders—, pero ésa no es la forma en que funcionan los negocios errabundos. No son tan regulares como los de los caballitos y los autos de choque, pero también tienen una pauta. Ves a un tipo de ésos aparecer por el paseo de tablas de la playa, en 1957, vendiendo Hula Hoops que sostiene en la mano. Y luego le ves de nuevo, en 1960, vendiendo relojes caros a tres dólares la unidad. Su cabello es tal vez negro en vez de rubio, y de este modo cree que la gente no le reconocerá, y supongo que eso es cierto para los veraneantes, aunque fuese en 1957, porque reincidían en que les timasen. Nosotros sí los conocemos. Conocemos este tipo de negocios. Nada cambia, excepto lo que venden, y todo lo que venden se encuentra siempre unos cuantos pasos fuera de la ley. Los vendedores de estupefacientes. Son demasiados y siempre acaban en la cárcel o se mueren. Y las putas se hacen viejas demasiado de prisa como para recordarlas. Pero lo que usted quiere es hablar de gitanos. Supongo que son los más viejos en estos negocios.
Billy sacó su sobre de fotografías del bolsillo de su chaqueta deportiva y las depositó con cuidado como el servidor de una mano de póquer: Gina Lemke, Samuel Lemke, Richard Crosskill, Maura Starbird.
Taduz Lemke.
—¡Ah!
El viejo del taburete respiró con fuerza cuando Billy depositó esta última, y luego habló directamente a la fotografía, produciéndole a Billy piel de gallina.
—¡Teddy, viejo alcahuete!
Alzó la vista hacia Billy y sonrió, pero Halleck no se engañó: el viejo tenía miedo.
—Creí que era él —manifestó—. No vi nada más que una sombra en la oscuridad… Fue algo que sucedió hace tres semanas. Nada más que una forma en la oscuridad, pero creí… No, supe…
Se llevó de nuevo el vaso de agua a la boca, vertiendo aún más líquido, esta vez en la pechera de su camisa. El frío le hizo jadear.
El barman se presentó y favoreció a Billy con una mirada hostil. Enders mantuvo alzada la mano de forma ausente, para mostrar que se encontraba bien. Timmy se retiró otra vez al lavaplatos. Enders dio vuelta la foto de Taduz Lemke. Escrito en la parte posterior se leía Foto tomada en Attleboro Mass… mediados de mayo de 1983.
—Y no había envejecido un día desde que le vi a él y a sus amigos en el verano de 1963 —acabó Enders.
Habían instalado el campamento detrás de Herk’s Salt Shack Lobster Barn, en la carretera 27. Permanecieron allí durante cuatro días y cuatro noches. En la mañana del quinto día, simplemente se fueron. Cove Road estaba cerca, y Enders dijo que había andado aquel kilómetro la segunda noche en que los gitanos se encontraban allí (a Billy le resultaba difícil imaginarse a aquel hombre fantasmal dar la vuelta a la manzana, pero lo pasó por alto), deseaba verlos —manifestó—, porque le recordaban los viejos días cuando un hombre podía dirigir su propio negocio si tenía un negocio que dirigir, y John Law se apartaba de su camino y le dejaba actuar en paz.
—Permanecí al lado de la carretera en silencio durante un rato —explicó—. Se trataba de la acostumbrada disposición empleada por los gitanos: cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo las mismas. Solían ser todo tiendas y ahora eran camionetas y casas rodantes y cosas así, pero lo que ocurría en su interior seguía siendo exactamente igual. Una mujer que decía la buenaventura. Dos, tres mujeres que vendían pócimas para las damas… Dos, tres hombres que vendían pócimas para los hombres. Supongo que se hubieran quedado más tiempo, pero escuché que planeaban una pelea de perros para algunos ricos locales y que los policías del Estado lo habían barruntado.
—¡Peleas de perros!
—A la gente le gusta apostar, amigo mío, y este tipo de negocios trashumantes siempre desea disponer las cosas cuando se quiere apostar; ésta es una de las cosas para las que está el negocio. Perros o gallos con espolones de acero, o tal vez incluso dos hombres con esas aguzadas navajas que parecen casi punzones, y cada uno de ellos muerde el extremo de un pañuelo, y el que deja caer primero su lado es el perdedor. Lo que los gitanos llaman «una pelea justa».
Enders se estaba mirando en el espejo de la parte trasera del bar: a sí mismo y a través de sí mismo.
—Era como en los viejos tiempos, eso es —manifestó soñador—. Podía oler su carne, la forma en que la curan, y pimientos verdes, y el aceite de oliva del que tanto gustan, y que huele a rancio al sacarlo de la lata y luego dulce cuando se cocina con él. Y pude oírles hablar con su pintoresco lenguaje y aquel ruido sordo opresivo, procedente de alguien que arrojaba cuchillos contra un tablero. Alguien horneaba pan a la antigua usanza, sobre piedras calientes.
Hizo una pausa.
—Era como en los viejos tiempos, pero no lo era. Sentí miedo. Bueno, en realidad, los gitanos siempre me han asustado un poco; había un diferencia y yo no hubiera vuelto a aquello de ninguna forma. Diablos, yo era un hombre blanco, ¿verdad? En los viejos tiempos hubiera caminado en línea recta hasta su fuego de campamento de una forma franca, y comprado una bebida o estrechado algunas manos, no a causa de que desease beber algo o una cosa simbólica, sino, simplemente, para echar un vistazo por allí. Pero los viejos tiempos me han convertido en un viejo, amigo mío y, cuando un viejo se asusta, no hace las cosas a tontas y a locas, como lo hacía en la época en que aprendía a afeitarse.
Se produjo otra pausa.
—Por lo tanto, me quedé allí en la oscuridad, con la Salt Shack a uno de mis lados y todas aquellas camionetas y casas rodantes allí detenidas al otro, observándoles caminar de un lugar a otro frente a su fuego, escuchándoles hablar y reír, oliendo su comida. Y luego se abrió la parte trasera de una casa rodante; tenía la foto de una mujer a un costado, y un caballo blanco con un cuerno sobresaliéndole de la cabeza, no sé cómo se llama eso…
—Unicornio —replicó Billy.
Y su voz pareció proceder de alguna otra parte o de alguna otra persona. Conocía muy bien aquella imagen, puesto que la había visto por primera vez el día en que los gitanos aparecieron en los terrenos públicos de Fairview.
—Luego salió alguien —prosiguió Enders—. Era sólo una sombra y la punta encendida de un cigarrillo, pero supe quién era.
Dio unos golpecitos en la fotografía del hombre del pañuelo en la cabeza con uno de sus pálidos dedos.
—Era él. Su tipo…
—¿Está seguro?
—Chupó profundamente de su colilla y vi… eso…
Señaló lo que quedaba de la nariz de Taduz Lemke, pero no llegó a tocar la brillante superficie de la fotografía, como si con aquel roce se arriesgase a una contaminación.
—¿Habló con él?
—No —repuso Enders—, fue él quien habló conmigo. Yo seguía allí de pie en la oscuridad, y juro por Dios que ni siquiera miraba en mi dirección. Y dijo:
»¿Echas un poco de menos a tu mujer, eh, Flash? No te preocupes, la verás ya muy pronto.
»Luego se quitó el cigarrillo con un capirotazo de los dedos y se acercó al fuego. Vi el aro de su oreja destellar una vez a la luz de la lumbre, y eso fue todo.
Se enjugó unas pequeñas gotas de agua del mentón con el dorso de la mano y se quedó mirando a Billy.
—Eso de Flash era lo que solían llamarme cuando, en los años cincuenta, trabajaba en los muelles para ganarme la vida, pero hacía muchos años que nadie me llamaba ya así. Yo me encontraba entre las sombras, pero me vio y me llamó por mi viejo nombre, lo que me, figuro que los gitanos denominarían mi nombre secreto. Tienen en mucho el conocer el nombre secreto de un hombre.
—¿De veras? —preguntó Billy, casi para sí mismo.
Timmy, el barman, se presentó de nuevo. Esta vez le habló a Billy casi amablemente, y también como si Lon Enders no estuviera allí.
—Ya se ha ganado los diez pavos, compañero. Déjele en paz. No está muy bien, y esta pequeña discusión no le pondrá mejor…
—Estoy bien, Timmy —replicó Enders.
Timmy no le miró. En vez de ello miró a Billy.
—Quiero que se vaya de aquí —le dijo a Billy, en la misma voz razonable y casi amable—. No me gusta su aspecto. Parece como la mala suerte en espera de un lugar donde producirse. Las cervezas son gratis. Simplemente, váyase.
Billy se quedó mirando al tabernero, sintiéndose asustado y en cierto modo humillado.
—Muy bien —le dijo—. Una pregunta más y me marcharé.
Se volvió hacia Enders.
—¿Hacia dónde se fueron?
—No lo sé —respondió al instante Enders—. Los gitanos, amigo mío, nunca dejan dirección.
Los hombros de Billy se derrumbaron.
—Pero estaba levantado cuando se fueron al día siguiente. Ya ni duermo una mierda, y la mayor parte de sus camionetas y coches no andan muy bien de silenciadores. Les vi encaminarse a la Autopista 27 y luego girar al norte a la Carretera 1. Supongo que se irían a… Rockland.
El viejo lanzó un profundo y tembloroso suspiro que hizo que Billy se inclinase preocupado hacia adelante.
—Rockland o tal vez Boothbay Harbor. Sí. Y esto es todo lo que sé, amigo mío, excepto que, cuando me llamaron Flash, cuando pronunciaron mi nombre secreto, me meé a lo largo de la pierna hasta mi zapatilla de tenis del pie izquierdo.
Y, de repente, Lon Enders se echó a llorar.
—Señor… ¿hace el favor de marcharse? —pidió Timmy.
—Ya me voy —replicó Billy, y lo hizo, deteniéndose sólo un momento para oprimir un poco el estrecho y casi etéreo hombro de aquel hombre.
Afuera, el sol le golpeó como un martillo. Era mediada la tarde, el sol viajaba ya hacia el oeste y, al mirar hacia su izquierda, vio su propia sombra tan flaca como el palo de un pirulí, vertida sobre la blanca y caliente arena como si se tratase de tinta.
Marcó el número de zona 203.
Le dan mucha importancia a conocer el nombre secreto de un hombre.
Luego el 555.
Quiero que salga de aquí. No me gusta su aspecto.
Marcó el 9231 y escuchó el teléfono comenzar a sonar en su casa, en Ciudad de los Gordos.
Parece como la mala suerte aguardando…
—Hola…
La voz, expectante y un poco sin aliento, no era la de Heidi sino la de Linda. Tumbado en la cama en su habitación de hotel en forma de trozo de pastel, Billy cerró los ojos contra el repentino escozor de las lágrimas. La vio como la noche en que había andado con ella por Lantern Drive, habiéndole acerca del accidente: con sus viejos pantalones cortos y sus largas e inexpertas piernas.
¿Qué le vas a decir, muchacho? ¿Que te has pasado el día en la playa sudando a mares, ese almuerzo con dos cervezas y que, a pesar de una copiosa cena, no con uno sino con dos lomos, hoy has perdido kilo y medio en vez del kilo acostumbrado?
—Hola…
¿Que eres la mala suerte, en espera de un lugar donde mostrarse? ¿Que sientes haber mentido, pero que todos los padres lo hacen?
—Hola… ¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú, Bobby?
Con los ojos aún cerrados, contestó:
—Soy papá, Linda…
—¿Papá?
—Cariño, no puedo hablar —le dijo.
Porque estoy casi llorando.
»Aún sigo perdiendo peso, pero creo haber encontrado el rastro de Lemke. Díselo a tu madre. Que creo haber encontrado el rastro de Lemke… ¿Lo recordarás?
—¡Papá, por favor, vuelve a casa!
Lloraba. La mano de Billy emblanqueció en el teléfono.
»Te echo de menos, y no permitiré que ella me mande fuera otra vez.
Apagadamente, ahora pudo escuchar a Heidi:
—¿Lin? ¿Es papá?
—Te quiero, muñeca —le dijo—. Y amo a tu madre.
—Papá…
Se produjo una confusión de pequeños sonidos. Luego Heidi se puso al teléfono.
—¿Billy? Billy, por favor, deja eso y vuelve a casa con nosotras.
Billy colgó con cuidado el teléfono, rodó sobre la cama y sepultó su rostro entre sus cruzados brazos.
Pagó a la mañana siguiente la cuenta en el South Portland Sheraton y se encaminó hacia el norte por la larga autopista costera número 1, que comienza en Fort Kent, Maine, y acaba en Key West, Florida. Rockland o tal vez Boothbay Harbor, había dicho el viejo de la Seven Seas, pero Billy no quería pasar nada por alto. Se detuvo en cada estación de servicio del lado norte de la carretera; se detuvo en almacenes donde los viejos se sentaban delante en sillas de jardín, masticando palillos de dientes o cerillas de madera. Mostró sus fotos a todo el mundo que quiso mirarlas; cambió dos cheques de viajero de cien dólares por veinte billetes de diez dólares, y los fue entregando como un hombre que promociona una emisión de radio de dudosa audiencia. Las cuatro fotografías que mostraba con mayor frecuencia eran la de la chica, Gina, con su piel oliva claro y sus oscuros y prometedores ojos; el ex coche fúnebre Cadillac; el microbús VW con la muchacha y el unicornio pintados a un lado. Y la de Taduz Lemke.
Al igual que Lon Enders, la gente no quería ni siquiera tocarla.
Pero fueron de ayuda, y Billy Halleck no tuvo el menor problema en seguir a los gitanos a lo largo de la costa. No se trataba del asunto de que las matrículas no fuesen del Estado; había montones de este tipo de matrículas en Maine durante el verano. Se trataba de la forma en que los coches y las camionetas viajaban juntos, casi pegados; los coloreados dibujos a los lados; los mismos gitanos. La mayoría de la gente con la que hablaba Billy alegaba que las mujeres o los niños habían robado cosas, pero todos parecían vagos respecto de lo robado, y ninguno, por lo que pudo comprobar Billy, había avisado a la Policía a causa de estos presuntos ladrones.
La mayoría de ellos recordaban al viejo gitano con la macilenta nariz: si le habían visto, le recordaban por encima de todo.
Sentado en el Seven Seas con Lon Enders, se hallaba a tres semanas de distancia de los gitanos. El propietario de la gasolinera Bob’s Speedy-Ser no fue capaz de recordar el día en que les había llenado de gasolina sus coches, camiones y camionetas, sino sólo que «hedían condenadamente». Billy pensó que Bob también olía bastante, pero decidió que decirlo sería más bien imprudente. El muchacho universitario del Falmouth Beverage Barn, al otro lado de la carretera del Speedy-Ser le dijo exactamente el día: había sido el 2 de junio, el día de su cumpleaños, cuando lo pasó tan mal por tener que trabajar. El día en que Bill habló con ellos fue el 20 de junio, y se encontraba con dieciocho días de retraso. Los gitanos trataban de encontrar un sitio para acampar, un poco más al norte en la zona de Brunswick, y siguieron su camino. El 4 de junio acamparon en Boothbay Harbor. No en la misma línea costera, naturalmente, pero sí encontraron a un granjero deseoso de alquilarles un henar, en la zona de Kenniston Hill, por veinte dólares cada noche.
Permanecieron sólo tres días en aquella zona: la temporada veraniega no había hecho más que empezar y el botín fue escaso, El granjero se llamaba Washburn. Cuando Billy le mostró la foto de Taduz Lemke asintió y se santiguó, de una forma rápida y (Billy estaba convencido de ello) también inconsciente.
—Nunca he visto a un viejo moverse tan de prisa como lo hizo, le vi partir más leña de la que mis hijos podían traer.
Washburn titubeó y añadió:
—No me gustó. Y no era sólo su nariz. Diablos, mi propio abuelo tuvo cáncer de piel y antes de llevárselo a la tumba le abrió un agujero en la mejilla del tamaño de un cenicero. Pues bien, no nos gusta esto, pero aún nos gustan los abuelos… No sé si entiende lo que quiero decir…
Billy asintió.
—Pero este tipo… No me gustó. Me pareció una bestia…
Billy pensó en pedirle una aclaración acerca de aquel calificativo. Pero se percató de que no necesitaba una explicación.
—Es una bestia —repitió Billy con gran sinceridad.
—Comencé a desear verles desaparecer por la carretera —le dijo a Billy—. Veinte dólares por noche sólo por limpiar un poco de basura es una buena remuneración, pero mi mujer les tenía miedo y a mí también me daban un poco de pavor. Por lo tanto aquella mañana me presenté ante ese Lemke para darle la noticia, antes de que perdiese los nervios. Pero ya estaban guardándolo todo. Me alivió muchísimo.
—Y se encaminaron de nuevo hacia el norte.
—Sí, seguro que sí. Me encontraba en lo alto de aquella colina de ahí —señaló—, y observé cómo tomaban la carretera número 1, hasta perderse de vista. Quedé muy contento al verles marcharse.
—Sí. Estoy seguro de ello…
Washburn dirigió sus críticos y preocupados ojos hacia Billy.
—¿Quiere acercarse a la casa y tomar un vaso frío de leche? Parece cansado.
—Gracias, pero debo llegar a la zona de Owl’s Head antes de ponerse el sol, si me es posible.
—¿Para buscarle?
—Sí.
—Pues si le encuentra, confío en que no se lo coma, porque me pareció hambriento.
Billy habló con Washburn el día 21 —el primer día oficial del verano, aunque las carreteras ya estaban llenas de turistas y tuvo que seguir todo el camino tierra adentro hasta Sheepscot antes de encontrar un motel con el letrero de libre— y los gitanos habían salido de Boothbay Harbor la mañana del día 8. Le separaban de ellos trece días.
Luego hubo un par de días en que pareció que los gitanos se habían ido al fin del mundo. No les habían visto en Owl’s Head, ni en Rockland, aunque ambas fueran ciudades turísticas de primera clase. Los empleados de las gasolineras y las camareras miraron sus fotos, pero negaron con las cabezas.
Sintiendo lúgubremente ansias de vomitar preciosas calorías por encima de la barandilla —nunca había sido muy buen marinero—, Billy tomó el trasbordador interinsular desde Owl’s Head hasta Vinalhaven, pero los gitanos tampoco habían estado allí.
En la noche del día 23 llamó a Kirk Penschley, confiando en conseguir nueva información, y cuando Kirk se puso al teléfono se produjo un pintoresco doble clic exactamente en el momento en que Kirk preguntó:
—¿Cómo estás, Bill, muchacho? ¿Y dónde te encuentras?
Billy colgó rápidamente, sudando. Se había quedado con la última plaza del Harnorview Motel de Rockland, y sabía que, probablemente, no habría ninguna otra plaza de motel entre aquí y Bangor, pero, de repente, decidió que se marchaba, aunque eso significara tener que pasarse la noche durmiendo en el coche en alguna carretera entre pastos. Aquel doble clic. No le había preocupado en absoluto. A veces escuchas el ruido de que están interviniendo el teléfono, o que emplean equipos de grabación.
Heidi ha firmado documentos por ti, Billy.
Es la cosa más condenadamente estúpida que jamás haya oído.
Los ha firmado y Houston los ha firmado también junto a ella.
¡Permíteme un jodido descanso!
Déjalo, Billy.
Se fue. Heidi, Houston, aparte de la posibilidad del equipo de grabación, demostró ser la mejor cosa que hubiera podido hacer. Mientras se inscribía en el Bangor Ramada Inn aquella mañana a las dos, mostró al recepcionista las fotos —ahora ya se había convertido en un hábito— y el empleado asintió al instante.
—Sí, llevé a mi chica y consiguió que le leyesen la suerte —explicó.
Tomó la fotografía de Gina Lemke e hizo rodar sus ojos.
—Sabe realmente usar esa honda suya. Y también tiene el aspecto de saber hacer bien muchas otras cosas, si entiende lo qué quiero decir.
Meneó la mano como si se quitase agua de la punta de los dedos.
—Mi chica echó un vistazo a la forma en que yo la estaba mirando, y en seguida me sacó de allí a toda velocidad.
Y se echó a reír.
Un momento antes, Billy se encontraba tan cansado que sólo pensaba en irse a la cama. Pero ahora estaba de nuevo despierto por completo, con el estómago hormigueándole de adrenalina.
—¿Dónde? ¿Dónde estaban? ¿O dónde están aún…?
—No, ya no están. Se encontraban en Parsons, pero ya se han marchado, eso es. Estuve allí el otro día.
—¿Es la casa de un granjero?
—No, es donde solía estar el Bargain Barn de Parsons, hasta que se quemó el año pasado.
Lanzó una incómoda mirada a la forma en que el suéter de Billy se amoldaba a su cuerpo, a los huesos de los pómulos y a los contornos parecidos a una calavera del rostro de Billy, en donde los ojos ardían como una vela.
—Eh… ¿Desea inscribirse?
Billy encontró el Bargain Barn de Parsons al día siguiente: se trataba de un cobertizo abrasado de bloques de cemento en medio de lo que parecían unas cinco hectáreas de abandonada zona de estacionamiento. Anduvo despacio por encima del rajado macadán, haciendo resonar los tacones. Se veían latas de cerveza y de gaseosa. En unas cortezas de queso se arrastraban por allí escarabajos. Aquí aparecía aún una reluciente pelota («¡Eh, Gina!», gritó una voz fantasmal en su cabeza). También surgían los muertos recubrimientos de globos estallados y dos preservativos usados, tan parecidos a los globos.
Sí, habían estado aquí.
—Te huelo, viejo —susurró Billy a los restos del Bargain Barn, y a los espacios vacíos que habían sido ventanas y que parecían devolver la mirada con cetrino disgusto a aquel hombre flaco y parecido a un espantapájaros. El lugar estaba encantado, pero Billy no sintió miedo. Le había vuelto la ira, que llevaba como una segunda piel. Ira hacia Heidi, hacia Taduz Lemke, hacia los llamados amigos como Kirk Penschley que se suponía que debían estar de su parte, pero que se habían vuelto contra él. Que se habían vuelto o lo harían.
Pero no importaba. Incluso por sí mismo, incluso con sus cincuenta y nueve kilos, aún quedaba lo suficiente de él para dar con aquel viejo gitano.
¿Y qué ocurriría entonces?
Pues ya se vería, ¿verdad?
—Te huelo, viejo —repitió Billy, y se dirigió a un lado del edificio. Allí había un letrero de un corredor de bienes raíces. Billy sacó la agenda de su bolsillo trasero y apuntó allí la información.
El nombre del corredor era Frank Quigley, pero insistió en que Billy le llamase Biff. En las paredes se veían fotos enmarcadas de Biff Quigley en su época de la escuela superior. En la mayor parte de ellas, Biff llevaba una casco de rugby. Encima del escritorio de Biff se hallaba un montón de placas de bronce, en las que se leía debajo un pequeño signo de: LICENCIA DE CONDUCTOR FRANCÉS.
Sí, explicó Biff, había alquilado aquel espacio al viejo gitano con la aprobación de Mr. Parsons.
—Se imaginó que no podía tener peor aspecto del que ya presenta ahora —explicó Biff Quigley—, y supongo que en esto tenía razón.
Se retrepó en su silla giratoria, con sus ojos apuntando incesantemente al rostro de Billy, midiendo el hueco entre el cuello de la camisa y el cuello de Billy, la forma en que la pechera de la camisa colgaba en pliegues, como una bandera en un día sin aire. Entrelazó las manos detrás de la cabeza, se balanceó hacia delante y atrás en su silla de oficina y colocó los pies encima de la mesa al lado de las placas de bronce.
—No, comprenderá que esto no es fácil de vender. Sin embargo, se trata de un magnífico suelo para fines industriales y, más pronto o más tarde, alguien con visión se precipitará para llegar a un acuerdo. Sí, señor, correrán a comprar.
—¿Cuándo se fueron los gitanos, Biff?
Biff Quigley apartó las manos de detrás de la cabeza y se sentó erguido. Su silla hizo un ruido como si se tratara de un cerdo mecánico: ¡Hoinc!
—¿Le importaría decirme por qué quiere saberlo?
Los labios de Billy Halleck —que ahora eran más delgados, y más altos, por lo que no siempre conseguía encontrarlos— se retiraron en una sonrisa de asustadora intensidad y tan demacrada que no parecía terrestre.
—Sí, Biff, me importa…
Biff se echó hacia atrás durante un momento, luego asintió y volvió a retreparse en su silla. Sus mocasines volvieron a posarse otra vez en su escritorio. Uno se cruzó sobre el otro y dio unos pensativos golpecitos en las placas.
—Está bien Billy. Un hombre tiene sus propios asuntos… Las razones de un hombre siempre son personales…
—Estupendo… —replicó Billy.
Sintió cómo la rabia le acometía de nuevo y comenzaba a apoderarse de él. Le volvía loco aquel hombre repugnante con sus mocasines y su arrastrada y étnica forma de hablar, y aquello, al igual que su cabello, no le proporcionaría ningún bien.
—Así, pues, dado que estamos de acuerdo…
—Pero esto le costará doscientos dólares.
—¿Qué?
A Billy se le abrió la boca. Por un momento, su cólera fue tan grande que, simplemente, fue incapaz de moverse o de decir algo. Esto fue, probablemente, bueno para Biff Quigley, porque, de haber podido Billy moverse, hubiera saltado encima de él. Su dominio de sí mismo también había perdido algún peso durante los últimos dos meses.
—No por la información que le estoy dando —replicó Biff Quigley—. Eso es gratis. Los doscientos son por la información que no les daré a ellos…
—¿Que… no… les dará…? ¿A quién? —consiguió al fin decir Billy.
—A su mujer —replicó Biff—, y a su médico, y a un hombre que dice trabajar para un grupo llamado Barton Detective Services.
Billy lo vio todo en un destello. Las cosas no eran tan malas como su mente paranoica había imaginado: eran aun peores. Heidi y Mike Houston habían visitado a Kirk Penschley y le habían convencido de que Billy Halleck estaba loco. Penschley empleaba aún la agencia Barton para buscar a los gitanos, pero ahora eran todos como astrónomos que miraban hacia Saturno, pero sólo para estudiar a Titán, o hacer regresar a Titán a la Glassman Clinic.
También veía al detective de Barton sentado en esta misma silla unos días atrás, hablando con Biff Quigley, explicándole que un hombre muy flaco llamado Bill Halleck aparecería pronto por allí y que, cuando lo hiciera, éste era el número donde debería llamar.
Aquello fue seguido de una visión aún más clara: se vio a sí mismo saltando por encima del escritorio de Biff Quigley, apoderarse del montón de placas a mitad del salto y luego golpearle a Biff Quigley la cabeza con ellas. Vio con profunda y salvaje claridad la escena: la piel rompiéndose, la sangre volando en una fina pulverización de gotitas (algunas de las cuales se aplastaban contra los retratos enmarcados), el blanco resplandor del hueso cascándose para revelar la textura física de la deleznable mente de aquel hombre. Luego se vio a sí mismo tirar las placas donde pertenecían, de donde, como una forma de expresarlo, habían procedido.
Quigley debió ver todo esto —o parte de ello— en la macilenta cara de Billy, puesto que una expresión de alarma apareció en su propio rostro. Se apresuró a sacar los pies de encima del escritorio y las manos de detrás del cuello. La silla emitió de nuevo su chillido de cerdo mecánico.
—En realidad, podríamos hablar… —comenzó.
Y Billy vio que una de sus manicuradas manos se acercaba al intercomunicador.
De repente, la ira de Billy se deshinchó, dejándole conmocionado y frío. Se acababa de visualizar saltándole a aquel hombre los sesos, y no de una manera vaga, sino en el equivalente mental del technicolor y del sonido Dolby. Y el bueno del viejo Biff había sabido también lo que ocurriría.
¿Qué le habrá pasado al viejo Bill Halleck que solía dar para el United Fund y hacer brindis el día de Nochebuena?
Su mente rigió de nuevo:
Sí, ése era el Billy Halleck que vivía en Ciudad de los Gordos. Se mudó. Se fue, para no volver.
—No es necesario hacer eso —le dijo Billy, asintiendo hacia el intercomunicador.
La mano se retiró y luego se acercó a un cajón del escritorio, como si aquél hubiese sido su objetivo durante todo el tiempo. Biff sacó un paquete de cigarrillos.
—Nunca había pensado en ello, ja, ja… ¿Fuma, Mr. Halleck?
Billy tomó uno, lo miró y luego se inclinó hacia delante para que le diesen fuego. Una chupada, y ya su cabeza pareció aligerarse.
—Gracias.
—Tal vez estaba equivocado respecto de los doscientos dólares.
—No, tenía razón… —replicó Billy.
Había cambiado por efectivo trescientos dólares en cheques de viajero al venir hacia aquí, pensando que sería necesario engrasar las cosas un poco, aunque nunca se le había ocurrido que tuviese que engrasarla por una razón de aquel tipo. Sacó la billetera y apartó cuatro billetes de cincuenta dólares. Acto seguido los arrojó encima del escritorio de Biff, al lado de las placas.
—¿Mantendrá la boca cerrada cuando le llame Penschley?
—¡Oh, sí señor!
Biff tomó el dinero y lo metió en el cajón junto con los cigarrillos.
—¡Puede estar seguro!
—Así lo espero —replicó Billy—. Y ahora, hábleme de los gitanos.
Continuar fue algo breve y sencillo; lo único realmente complicado habían sido los preliminares. Los gitanos llegaron a Bangor el 10 de junio. Samuel Lemke, el joven malabarista, y un hombre que respondía a la descripción de Richard Crosskill, se habían presentado en el despacho de Biff. Tras una llamada a Mr. Parsons y otra al jefe de Policía de Bangor, Richard Crosskill había firmado un sencillo formulario de arriendo con fecha a breve término renovable: en este caso, el breve plazo se especificaba en veinticuatro horas. Crosskill firmó como secretario de la Compañía Taduz, mientras que el joven Lemke permaneció de pie a lado de la puerta del despacho de Biff con sus musculosos brazos cruzados.
—¿Y con cuánto dinero le llenaron la palma de la mano? —preguntó Billy.
Biff alzó las cejas.
—¿Cómo dice…?
—Ha conseguido doscientos míos y probablemente cien de mi preocupada mujer y amigos, vía los Barton que le visitaron… Sólo me preguntaba cuánto le soltaron los gitanos. Ha exprimido muy bien todo esto, acabe como acabe, ¿no es así, Biff?
Durante un momento, Biff no dijo nada. Luego, sin responder a la pregunta de Billy, acabó su relato.
Crosskill había regresado los dos siguientes días para prorrogar el acuerdo de arriendo. Pero cuando se presentó de nuevo al tercer día, Biff ya había recibido una llamada del jefe de Policía y también de Parsons. Habían comenzado las quejas por parte de los residentes locales. El jefe de Policía pensó que ya era el momento apropiado para que los gitanos se fuesen. Parsons pensaba igual, pero se prestaría a dejarles quedar otro día, siempre y cuando estuvieran de acuerdo en subir el alquiler un poco: pongamos de treinta a cincuenta dólares por noche…
Crosskill lo escuchó y meneó la cabeza. Se fue sin pronunciar una palabra. Por capricho, Biff acudió en coche aquel mediodía al cobertizo incendiado de Bargain Barn. Llegó a tiempo de ver ponerse en marcha la caravana de gitanos.
—Se encaminaron por el Chamberlain Bridge, y eso es todo cuanto sé. ¿Por qué no se larga ahora de aquí, Bill? Para ser honrado, tiene todo el aspecto de un anuncio de unas vacaciones en Biafra. Sólo mirarle me pone la piel de gallina.
Billy estaba aún con el cigarrillo en la mano, aunque después de la primera chupada no había realizado ninguna otra. Ahora se inclinó hacia delante y lo golpeó contra las placas de bronce. Cayó encendido en el escritorio de Biff.
—Para ser honesto —le dijo a Biff—, siento lo mismo hacia usted.
La cólera le había vuelto. Salió de prisa de la oficina de Biff Quigley antes de que le moviese en una dirección equivocada, o consiguiera que sus manos se expresasen en algún idioma terrible, lo que era posible.
Era el 24 de junio. Los gitanos habían salido de Bangor a través del Chamberlain Bridge el día 13. Ahora estaban sólo a once días de distancia. Más cerca…, más cerca, pero aún demasiado lejos…
Descubrió que la Carretera 15, que comenzaba en el lado Brewer del puente, se conocía como la Bar Harbor Road. Parecía como si, a fin de cuentas, debiera ir allí. Pero, durante el camino, no hablaría más con corredores de bienes raíces y ya no se alojaría en moteles de primera clase. Si la gente de Barton aún seguía por delante de él, Kirk podría poner más hombres en su busca.
Los gitanos habían hecho un trayecto de ochenta kilómetros a Ellsworth el día 13, y consiguieron un permiso para acampar en los terrenos feriales durante tres días. Cruzaron el Penobscot River hacia Bucksport, donde se quedaron otros tres días, antes de trasladarse de nuevo hacia la costa.
Billy descubrió todo esto el 25; los gitanos salieron de Bucksport a última hora de la tarde del 19 de junio.
Ahora sólo le separaba de ellos una semana.
Bar Harbor era tan locamente estridente como la camarera le había dicho que sería, y Billy pensó que también había sugerido, por lo menos, algunas de las cosas esenciales en los recursos de la ciudad:
La atracción principal… hasta después del Día del Trabajo, es un carnaval callejero. La mayoría de esas ciudades son así, pero Bar Harbor está por encima de todo, ¿me comprende? Solía ir allí algunas veces en julio o agosto, y quedarme, pero ya no lo hago. Me siento demasiado vieja para eso.
Yo también —pensó Billy, sentado en un banco del parque, con pantalones de algodón y una camiseta en la que se leía BANGOR TIENE ALMA, y una chaqueta deportiva que colgaba recta de la percha ósea de sus hombros. Estaba tomándose un helado de cucurucho y atrayendo demasiadas miradas—. Yo también.
Estaba cansado; le alarmaba sentir que ahora se encontraba siempre cansado a menos que se hallase inmerso en uno de sus ataques de cólera. Cuando estacionó aquella mañana y salió del coche para comenzar a enseñar las fotos, había experimentado un momento de déjà vu de pesadilla: cuando los pantalones empezaron a deslizársele por las caderas.
—Excúseme —pensó—, mientras se deslizaban por mis no caderas.
Los pantalones eran unos de pana que había comprado en el almacén de objetos de Ejército y Marina de Rockland. Tenían una cintura de ochenta centímetros. El empleado le explicó (algo nervioso) que tendría problemas si compraba pantalones de confección, porque ahora ya casi se encontraba en las tallas juveniles. Sin embargo, sus piernas seguían teniendo ochenta y cinco centímetros de longitud, y no había muchos chicos de trece años, que alcanzasen más de un metro ochenta de estatura.
Estaba sentado comiéndose su cucurucho de helado de pistacho, esperando recuperar fuerzas, y tratando de decidir qué había de perturbador en aquella hermosa y pequeña ciudad, donde no se puede estacionar el coche y apenas se puede andar por las aceras.
Old Orchard era vulgar, pero su vulgaridad era amistosa y en cierta forma estimulante; sabía que los premios que se ganaban en las cabinas «Pitch-Til-U-Win» eran chatarra que se desmontaba en seguida; que los souvenirs eran basura que se estropeaban casi en el momento exacto en que uno se alejaba demasiado para dar la vuelta y regresar a protestar, hasta que devolviesen el dinero. En Old Orchard muchas de las mujeres eran viejas, y casi todas estaban gordas. Algunas lucían unos bikinis obscenamente pequeños, pero la mayoría llevaban trajes de baño completos que parecían reliquias de los años 50: se sentía, al ver pasar a aquellas tintineantes mujeres por los paseos de tablas de la playa, que sus vestidos estaban sometidos a la misma terrible presión que un submarino que ha cruzado mucho más allá de su profundidad media de inmersión permitida. Si alguna parte de aquel milagroso e iridiscente tejido cedía, las gordas saldrían volando…
Los olores en el aire eran de pizza, helado, cebollas fritas, de vez en cuando el nervioso vómito de algún chiquillo que había permanecido demasiado rato en el torbellino. La mayoría de los coches que cruzaban lentamente arriba y abajo, en el tráfico, de Old Orchard, presentaban oxidadas las partes inferiores de las puertas y, por lo general, eran demasiado grandes. Y la mayor parte de ellos perdían aceite.
Old Orchard era vulgar, pero tenía también ciertos ribetes de inocencia que parecían perdidos en Bar Harbor.
Había aquí tantas cosas que eran exactamente lo contrario de Old Orchard, que Billy se sintió como si hubiese cruzado el espejo: aquí había pocas mujeres ancianas y, al parecer, no había mujeres gordas; poquísimas mujeres llevaban traje de baño. El uniforme de Bar Harbor parecía ser el traje de tenis y zapatillas blancas o desgastados jeans, camisolas de rugby y conjuntos marineros. Billy vio pocos coches viejos y aún menos coches norteamericanos. La mayoría eran Saabs, Volvos, Datsuns, BMW, Hondas. La mayor parte de las pegatinas en los parachoques rezaban cosas tales como: PARTE MADERA Y NO ÁTOMOS, FUERA USA DE EL SALVADOR Y LEGALIZAD LA YERBA. También se veía a la gente en bici; aparecían aquí y allá en el lento tráfico del centro de la ciudad, con costosas bicicletas de diez velocidades y llevaban anteojos de sol polarizados y viseras para el sol, destellando sus perfectas sonrisas de ortodoncia y escuchando Sony Walkman. En la parte baja de la ciudad, en el mismo puerto, crecía un bosque de mástiles: no los gruesos y descoloridos mástiles de las 181 embarcaciones de pesca, sino los esbeltos y blancos de los buques de vela que serían dejados en dique seco después del Día del Trabajo. La gente que hormigueaba por Bar Harbor era joven, esnob, liberal a la moda y rica. También, al parecer, hacían fiestas durante toda la noche. Billy telefoneó con antelación para conseguir una reserva en el Frenchman’s Bay Motel y permaneció despierto hasta altas horas de la madrugada, escuchando la conflictiva música roquera procedente de seis u ocho bares diferentes. El registro de colisiones de coches y accidentes de tráfico —la mayoría con matrículas DWI, de las Indias Occidentales holandesas— en el periódico local resultaba impresionante y un tanto descorazonador.
Billy observó volar un Frisbee por encima de las multitudes de espléndidos ropajes y pensó:
¿Quieres saber por qué este lugar y esas personas te deprimen? Yo te lo diré. Están estudiando el vivir en sitios como Fairview, ésa es la razón. Acabarán la escuela y se casarán con mujeres que concluirán sus primeros líos y rondas de análisis, más o menos, al mismo tiempo, y se establecerán en los Lantern Orives de Estados Unidos. Llevarán pantalones rojos para jugar al golf y todas y cada una de las fiestas de Nochevieja constituirán ocasiones para muchos tocamientos de tetas.
—Sí, es deprimente, eso es —musitó.
Y una pareja que pasaba por allí le miró extrañamente.
Aún están aquí.
Sí. Aún estaban ahí. El pensamiento fue tan natural, tan positivo, que no fue ni sorprendente ni en particular excitante. Le llevaban sólo una semana; podían encontrarse ahora en Maritimes o mediada ya la costa, y ciertamente Bar Harbor, donde incluso las tiendas de venta de recuerdos se parecían a las lujosas salas de subastas del East Side, era demasiado elegante para que se quedase allí durante mucho tiempo una banda de gitanos desarrapados. Todo muy cierto. Excepto que aún estaban allí, y él lo sabía.
—Te huelo viejo —susurró.
Naturalmente que lo hueles. Se supone que debes hacerlo.
Aquel pensamiento le ocasionó una incomodidad momentánea. Se levantó, arrojó los restos del cucurucho en una papelera y regresó al tenderete de los helados. El vendedor no pareció particularmente complacido al ver regresar a Billy.
—Me he estado preguntando si podría ayudarme —le dijo Billy.
—No, amigo, realmente no lo creo.
Y Billy vio la repulsión en sus ojos.
—Tal vez se sorprenda…
Billy sintió una sensación de profunda calma y predestinación. El vendedor de helados quiso volverse, pero Billy lo sujetó sólo con los ojos; supo que era capaz de hacerlo, como si él mismo se hubiese convertido en una especie de criatura sobrenatural. Sacó el paquete de fotografías, que estaban ya arrugadas y manchadas de sudor. Ahora manejaba muy bien el tarot familiar de imágenes, alineándolas encima del mostrador del puesto de aquel hombre.
El vendedor las miró, y Billy no se sorprendió ante el reconocimiento en los ojos del hombre, no de placer, sino de un leve temor, como un dolor que aguardase a salir cuando pasasen los efectos de la anestesia local. Había un claro sabor a sal en el aire, y las gaviotas chillaban por encima del puerto.
—Este tipo —dijo el vendedor de helados, quedándose fascinado mirando la fotografía de Taduz Lemke—. Este tipo… ¡Vaya espantajo…!
—¿Están aún por aquí?
—Sí —prosiguió el de los helados—, sí, creo que aún están. Los policías los echaron a patadas de la ciudad al segundo día, pero pudieron alquilar un campo a un granjero en Tecknor, una ciudad tierra adentro, cerca de aquí. Los he visto por ahí… Los policías los han estado multando por llevar rotas las luces de posición trasera y cosas así. Uno pensaba que captarían la indirecta…
—Gracias —respondió.
Y comenzó una vez más a recoger sus fotos.
—¿Quiere otro helado?
—No, gracias…
El miedo era ahora más fuerte, pero también estaba allí la ira, un tono zumbante y pulsante bajo todo lo demás.
—Señor… ¿no le importaría en ese caso circular? No es usted particularmente bueno para el negocio…
—No —replicó Billy—. Supongo que no.
Se encaminó de nuevo hacia su coche. El cansancio le había desaparecido.
Aquella noche, a las nueve y cuarto, Billy estacionó su coche alquilado en un costado de la Carretera 37-A, que salía de Bar Harbor hacia el norte. Se encontraba en lo alto de la colina y la brisa marina soplaba a su alrededor, despeinándole el pelo y haciendo que sus prendas revolotearan en torno a su cuerpo, Desde detrás de él, transportado por aquella brisa, le llegó el sonido de la fiesta roquera de aquella noche que comenzaba a desarrollarse en Bar Harbor.
Por debajo, a la derecha, vio un gran fuego de campamento rodeado por los coches, camionetas y casas rodantes. La gente estaba cerca del fuego, de vez en cuando alguien se acercaba a la hoguera, una figura recortada como en negro cartón. Pudo oír conversaciones y risas ocasionales.
Los había atrapado.
El viejo está ahí esperándote, Billy… Sabe que tú estás aquí.
Sí. Sí, naturalmente. El viejo podía haber llevado a su banda hasta el final del mundo —por lo menos, según lo que Billy Halleck habría sido capaz de decir— de haberlo deseado. Pero eso no le hubiera dado placer. En su lugar, había llevado a Billy dando saltos desde Old Orchard hasta aquí. Eso era lo que había deseado.
De nuevo el miedo, derivando como humo a través de sus vacíos huecos; al parecer, ahora tenía numerosos huecos. Pero la ira estaba asimismo allí.
Eso es también lo que yo deseaba, Y estoy a punto de sorprenderle. Miedo, eso es seguramente lo que espera. La cólera…, eso puede ser también una sorpresa.
Billy miró hacia el coche durante un momento y luego meneó la cabeza. Echó a andar por el herboso lado de la colina en dirección a la fogata.