Aquella noche se detuvo en Providence. Llamó a su estudio, se puso en contacto con el servicio de contestador automático, y dejó un mensaje para Kirk Penschley: ¿podría enviar todas las fotografías disponibles de los gitanos y los detalles disponibles acerca de sus vehículos, incluyendo los números de matrícula y VIN, al Hotel Sheraton en South Portland, Maine?
El servicio leyó el mensaje correctamente —un milagro menor en opinión de Billy— y lo dejó. El trayecto desde Fairview hasta Providence era de menos de doscientos cincuenta kilómetros, pero estaba agotado. Durmió sin sueños por primera vez desde hacía semanas. A la mañana siguiente, descubrió que no había balanza en el cuarto de baño del motel. Gracias, Dios mío, pensó Billy Halleck, por estos pequeños favores.
Se vistió de prisa, deteniéndose sólo una vez, y al anudarse los zapatos, se quedó sorprendido por completo al oírse silbar. A las ocho y media ya seguía de nuevo por la Interestatal, y se inscribió en el Sheraton, al otro lado de una avenida con tiendas, a las seis y media. Ya le aguardaba un mensaje de Penchsley.
Información en camino, pero con dificultades. Tal vez lleve un día o dos.
Estupendo —pensó Billy—. Un kilo al día, Kirk, qué diablos… Tres días y perderé el equivalente de media caja de cervezas. Cinco días y puedo perder el equivalente a una bolsa de harina de tamaño medio. Tómate tu tiempo, compañero… ¿Por qué no?
El South Portland Sheraton era redondo, y el cuarto de Billy tenía la forma de una porción de pastel. Su abrumadora mente, que hacía tanto tiempo que se enfrentaba a todo, encontró en cierto modo imposible tratar con un dormitorio que en un lugar se reducía a un punto. Tenía cansancio a causa del viaje por carretera y dolor de cabeza. El restaurante, pensó, era más de lo que podía soportar…, especialmente si también acababa en un punto. En vez de ello, pidió al servicio de habitaciones que le subiesen la cena.
Acababa de salir de la ducha cuando el camarero llamó a la puerta. Se arropó con la bata que la dirección tan apropiadamente había suministrado (NO ROBARÁS, decía una pequeña cartulina que colgaba de un bolsillo de la bata) y cruzó el cuarto, gritando:
—¡Un momento, por favor!
Halleck abrió la puerta… y fue saludado por primera vez con la desagradable comprobación de cómo deben sentirse los monstruos de circo. El camarero era un muchacho de no más de diecisiete años, con cabello desaliñado y hundidas mejillas, en una imitación de los roqueros punk británicos. No tenía el menor interés por sí mismo. Miró a Billy con la vacua indiferencia de un tipo que ve a centenares de hombres con la bata del hotel en cada turno; el desinterés mejoró un poco cuando bajó la vista hacia el billete para ver a cuánto ascendía la propina, pero eso fue todo. Luego los ojos del camarero se abrieron en una mirada de extrañeza que fue casi de horror. La cosa duró sólo un momento; luego la expresión de indiferencia volvió. Pero Billy la había visto.
Horror. Era casi horror.
Y la expresión de desconcierto seguía aún allí, oculta, pero todavía presente. Billy pensó que podía verla ahora porque se le había añadido otro elemento: la fascinación.
Ambos quedaron inmóviles durante un momento, trabados con el incómodo y no deseado compañerismo del papamoscas y su presa. Billy pensó vertiginosamente en Duncan Hopley sentado en su agradable casa de Ribbonmaker Lane con todas las luces apagadas.
—Bueno, éntralo —le dijo con dureza, rompiendo aquel momento con excesiva fuerza—. ¿Vas a estar afuera toda la noche?
—Oh, no, señor —respondió el camarero de servicio de habitaciones—. Lo siento.
La sangre enrojeció su rostro y Billy sintió piedad por él. No era un punk roquero, ni algún siniestro delincuente juvenil que había acudido al circo para ver cocodrilos vivos, sino sólo un muchacho universitario que hacía un trabajo en verano, sorprendido por un hombre macilento que debía tener alguna clase de enfermedad o no.
El viejo tipo me maldijo en más de una forma —pensó Billy…
No era culpa del chico que Billy Halleck, anteriormente de Fairview, Connecticut, hubiese perdido suficiente peso casi como para la calificación de un estatus de monstruo. Le dio un dólar más de propina y se desembarazó de él tan rápidamente como pudo. Luego se dirigió al cuarto de baño y se miró en el espejo, abriendo lentamente su bata, de la forma arquetípica como lo practicaba a media luz en la intimidad de su propio cuarto. Para empezar se había dejado flojo el cinturón de la bata, lo cual dejó al descubierto la mayor parte de su pecho y parte de su vientre. Era fácilmente comprensible la conmoción del camarero al mirar sólo esto. Se hizo aún más evidente con la bata abierta y toda su parte delantera reflejada en el espejo.
Cada costilla destacaba con claridad. Sus clavículas eran unos bordes exquisitamente definidos y cubiertos de piel. Sus pómulos abultaban. El esternón formaba un nudo apiñado, su barriga un hueco, su pelvis una charnela de espoleta de ave. Sus piernas eran según las recordaba, largas y aún muy musculosas, con los huesos aún enterrados; de todas formas nunca había tenido allí demasiado peso. Pero, por encima de la cintura, realmente se estaba convirtiendo en un monstruo descarnado; el Esqueleto Humano.
Cuarenta y cinco kilos —pensó—. Eso es lo que hace salir el marfil interior de un hombre del armario. Ahora ya sabes qué delgado filo hay entre lo que siempre habías dado por supuesto y que de alguna forma se pensaba que sería esta profunda locura. Si alguna vez te lo preguntaste, ahora ya lo sabes. Aún pareces normal —bueno, casi normal—, con la ropa puesta, ¿pero cuánto tiempo pasará antes de que empieces a recibir miradas así, como la que te ha asestado el camarero, cuando vayas incluso vestido? ¿La semana próxima? ¿Dentro de dos semanas?
La cabeza cada vez le dolía más y, aunque antes se encontrara hambriento, comprobó que sólo podía picotear su cena. Durmió muy mal y se levantó temprano. Ya no silbó al vestirse.
Decidió que Kirk Penschley y los investigadores de Barton tenían razón: los gitanos seguirían por la línea costera. En Maine, durante el verano, era donde se encontraba la acción porque se producía donde se hallaban los turistas. Llegaban para nadar en un agua que estaba demasiado fría, para solearse (muchos días había niebla y llovía, pero los turistas nunca parecían recordarlos), comer langostas y almejas, comprar ceniceros con gaviotas pintadas en ellos, asistir a los teatros de verano en Ogunquit y Brunswick, fotografiar los faros en Portland y Pemaquid, o sólo holgazanear por sitios de moda, como Rockport, Camden y, naturalmente, Bar Harbor.
Los turistas se encontraban cerca de la costa, y también los dólares, que se mostraban tan ansiosos de sacar de sus billeteros. Allá era donde estarían los gitanos: ¿pero, dónde exactamente?
Billy hizo una lista de más de cincuenta ciudades costeras, y luego bajó a la planta baja. El barman había sido importado de Nueva Jersey, y no conocía nada más que Asbury Park, pero Billy dio con una camarera que había vivido en Maine durante toda su vida, estaba familiarizada con la zona costera y le gustaba mucho hablar de ella.
—Busco a unas personas, y estoy por completo seguro de que estarán en una ciudad costera, pero realmente no en una lujosa. Más bien una…, una…
—¿Más bien una ciudad tipo garito? —preguntó ella.
Billy asintió.
La mujer se inclinó sobre la lista.
—Old Orchard Beach —manifestó—. Ésa es la más tipo garito de todas. De la forma en que las cosas van por allí hasta el Día del Trabajo, sus amigos pasaran inadvertidos a menos que tengan tres cabezas cada uno.
—¿Y otras?
—Verá… La mayoría de las ciudades costeras se vuelven un poco garitos en verano —confesó—. Tomemos, por ejemplo, Bar Harbor. Cualquier persona que haya oído hablar de ella tiene una imagen de Bar Harbor como algo realmente lujoso…, digno…, lleno de gente rica que va por ahí con sus Rolls-Royces.
—¿Y no es así?
—No. Frenchman’s Bay, tal vez, pero no Bar Harbor. En invierno es una ciudad muerta, en que la cosa más excitante que ocurre durante todo el día es el trasbordador de las diez y veinticinco. En verano, Bar Harbor es una ciudad loca. Es algo parecido a Fort Lauderdale durante las vacaciones de primavera, llena de cabezas y monstruos, y hippies súper-jubilados. Puede encontrarse en el borde de la ciudad, en Northeast Harbor, respirar hondo y quedar flipado por toda la droga que hay en Bar Harbor, si el viento es favorable. Y la atracción principal, hasta el Día del Trabajo, es un carnaval callejero. La mayoría de las ciudades que tiene en su lista son así, pero Bar Harbor se halla por encima de todo, ¿me comprende?
—Ya la he oído —replicó Billy, sonriendo.
—Solía ir allí algunas veces, en julio o agosto, y quedarme un poco, pero ya no. Soy demasiado vieja para todo eso que hay ahora.
La sonrisa de Billy se volvió melancólica. La camarera no aparentaba más de veintitrés años.
Billy le dio cinco dólares; ella le deseó un feliz veraneo y buena suerte para encontrar a sus amigos. Billy asintió, pero por primera vez no se notó tan optimista respecto de esa posibilidad.
—¿Le importaría aceptar un pequeño consejo, señor?
—En absoluto —respondió Billy, pensando que le iba a facilitar su idea del mejor lugar por donde comenzar, aunque ya lo había decidido por sí mismo.
—Debería engordar un poco —manifestó—. Coma pasta. Eso es lo que mamá le diría. Coma montones de pasta. Métase en el cuerpo algunos kilos.
Un sobre manila lleno de fotografías e información acerca de automóviles llegó para Halleck en su tercer día en South Portland. Examinó las fotografías lentamente, mirando cada una de ellas. Aquí estaba el joven que había hechos juegos malabares con los bolos; su nombre era también Lemke, Samuel Lemke. Miraba a la cámara con una franqueza no comprometedora, con aspecto de ser proclive tanto al placer como a la amistad, o a la ira y el mal humor. Aquí estaba la bonita muchacha que montaba el blanco al llegar los policías, y sí era tan maravillosa como Halleck conjeturara desde su lado del parque. Se llamaba Angelina Lemke. Colocó su foto al lado de la de Samuel Lemke. Hermano y hermana. «¿Los nietos de Susanne Lemke?», se preguntó. ¿Los biznietos de Taduz Lemke?
Aquí estaba el hombre mayor que había tendido los folletos: Richard Crosskill. Había más Crosskills. Stanchfields. Starbirds. Más Lemkes. Y luego, cerca del fondo…
Era él. Los ojos, atrapados en dos redes de arrugas, eran oscuros, francos y llenos de una clara inteligencia. Llevaba un pañuelo en la cabeza, anudado al lado de su mejilla izquierda. Un cigarrillo aparecía hundido en sus profundamente rajados labios. La nariz era un húmedo y abierto horror, supurante y terrible.
Billy se quedó mirando la foto como hipnotizado. Había algo familiar en aquel viejo, alguna conexión que su mente no podía afinar. Luego se le ocurrió. Taduz Lemke le recordaba a uno de aquellos ancianos de los anuncios del yogur Danone, los rusos de Georgia que fumaban cigarrillos sin filtro, bebían vodka pura, vivían hasta unas edades tan asombrosas como ciento treinta, ciento cincuenta, ciento setenta. Y luego un verso de la canción de Jerry Jeff acudió a su mente, aquel acerca de Mr. Bojangles: Parecía tener los auténticos ojos de la edad…
Sí. Aquello era lo que había visto en el rostro de Taduz Lemke: eran los auténticos ojos de la edad. En aquellos ojos Billy vio un conocimiento tan profundo que convertía a todo el siglo XX en una sombra, y empezó a temblar.
Aquella noche cuando subió a la balanza en su cuarto de baño adjunto a su dormitorio en forma de porción de pastel, vio que había bajado a sesenta y dos.