Capítulo XV
Dos conversaciones telefónicas

Billy dedicó el resto de la tarde a andar de un lado para otro por su casa provista de aire acondicionado, atrapando entre visiones de su nuevo ser en espejos y superficies pulimentadas.

Cómo nos vemos a nosotros mismos, depende muchísimo más de nuestra concepción de la masa física que de lo que usualmente creemos.

No encontró nada consolador a esta idea.

¿Mi sensación de lo que valgo depende de lo mucho que desplazo del mundo cuando camino por él? Dios, éste es un pensamiento sin sentido. Ese tipo Mr. T. podría agarrar a un Einstein y arrastrarlo por ahí durante todo el día como un…, un libro de texto o algo así. ¿Eso hace de Mr. T. algo mejor, algo más importante?

Un eco encantado de T.S. Eliot tintineo en su cabeza como una campanada remota en una mañana de domingo: Eso no es lo que quiero decir, eso no es en absoluto lo que pretendo decir. Y no lo era. La idea del tamaño en función de la gracia, o de la inteligencia, o como una prueba del amor de Dios, había desaparecido por la época en que el obeso y anadeante William Howard Taft había cedido la presidencia al epiceno —y casi demacrado— Woodrow Wilson.

La forma en que vemos la realidad, depende muchísimo más de la concepción de nuestra masa física que de lo que por lo general creemos.

Sí, la realidad. Eso se encontraba mucho más cerca del meollo de la cuestión. Cuando ves que te están borrando kilo a kilo, como una ecuación complicada que borran de una pizarra línea a línea y cálculo a cálculo, se relaciona con tu sensación de la realidad. Con tu propia realidad personal, la realidad en general.

Había sido gordo; no fornido, no con unos cuantos kilos de sobrepeso, sino auténticamente obeso. Luego se había visto recio, luego más o menos normal (si realmente había una cosa así; Los tres chiflados de la Glassman Clinic, de todos modos, parecían pensar de esa forma), luego delgado. Pero ahora la delgadez comenzaba a deslizarse hacia un nuevo estado: estar flaco. ¿Qué vendría después de eso? Supuso que la extenuación. Y a continuación, algo que aún permanecía más allá de los límites de su imaginación.

No estaba seriamente preocupado de verse arrastrado hacia aquella pintoresca granja; semejantes procedimientos llevan su tiempo. Pero la última conversación con Houston le mostró claramente cuan lejos habían llegado las cosas, y lo imposible que resultaba que nadie llegase a creerle: ni ahora ni nunca. Deseó llamar a Kirk Penschley; la urgencia de esto resultó casi irresistible, aunque sabía que Kirk le llamaría, a su vez, en el caso de que alguna de las tres agencias de investigación que empleaba el gabinete jurídico hubiese encontrado algo.

En vez de eso llamó a un número de Nueva York, hojeando en su agenda de direcciones para encontrarlo. El nombre de Richard Ginelli se había agitado arriba y abajo de su mente desde el mismo principio de la cosa. Ahora había llegado el momento de telefonearle.

Exactamente a tiempo.

—Three Brothers —dijo la voz en el otro extremo de la línea—. El especial de esta noche incluye marsala de ternera y nuestra propia versión de fettucini Alfredo.

—Me llamo William Halleck y quisiera hablar con Mr. Ginelli, si está disponible.

Al cabo de un momento de meditabundo silencio, la voz replicó:

—Halleck.

—Sí.

El teléfono hizo un ruido. Débilmente, Billy oyó chasquidos de ollas y sartenes que golpeaban entre sí. Alguien decía palabrotas en italiano. Otro reía. Al igual que todo lo demás de su vida en aquellos tiempos, las cosas parecían lejanas, muy lejanas.

Al final tomaron de nuevo el teléfono.

—¡William!

Una vez más le vino a Billy la idea de que Ginelli era la única persona en el mundo que le llamaba de aquella manera.

—¿Cómo te va, paisan?

—He perdido un poco de peso.

—Vaya, eso es bueno —repuso Ginelli—. Estabas muy gordo, William, no tengo más remedio que decírtelo, muy gordo… ¿Y cuánto has perdido?

—Ocho kilos.

—¡Eh! ¡Felicidades! Y tu corazón también te lo agradecerá. Es difícil perder peso, ¿verdad? No hace falta que me lo digas, lo sé… Esas jodidas calorías siguen siempre dale que dale. A los tipos como tú siempre les penden delante del cinturón. A los italianos como yo, descubres un día que estás descosiendo la culera de tus pantalones cada vez que te inclinas para atarte los zapatos.

—En realidad, no ha sido muy difícil.

—Tienes que venir por los Brothers, William. Te prepararé mi especial «Pollo a la napolitana». Con una sola comida recuperarás todo ese peso…

—Tenía que hablarte acerca de eso —siguió Billy, sonriendo un poco.

Podía verse en el espejo de la pared de su estudio, y allí aparecían demasiados dientes en su sonrisa. Demasiados dientes y muy cercanos a la parte delantera de su boca. Dejó de sonreír.

—Sí, bien, lo digo en serio. Te he echado de menos. Hace ya mucho tiempo. Y la vida es corta, paisan. Lo digo en serio, la vida es corta, ¿no tengo razón?

—Sí, supongo que así es.

La voz de Ginelli bajó una octava.

—He oído que has tenido algunos problemas en Connecticut. —Hizo sonar aquello de Connecticut como si se tratase de algún lugar de Groenlandia, pensó Billy—. Me apené al enterarme.

—¿Y cómo lo has sabido? —le preguntó Billy, francamente desconcertado.

Había salido una gacetilla en el Reporter de Fairview —algo decoroso, sin mencionar nombres—, y aquello fue todo. No había aparecido nada en los periódicos de Nueva York.

—Tengo siempre los oídos pegados al suelo —replicó Ginelli.

Realmente es cierto que tienes los oídos pegados al suelo —pensó Billy.

Y se estremeció.

—He tenido algunos problemas al respecto —prosiguió ahora Billy, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Y son de una… naturaleza extralegal… La mujer… ¿Te enteraste acerca de la mujer?

—Sí. Oí que se trataba de una gitana.

—Una gitana, sí… Y tenía marido. Y me…, me está causando algunos problemas…

—¿Cómo se llama?

—Creo que Lemke. Estoy tratando de manejarlo por mí mismo, pero… me pregunto… si no podré hacerlo…

—Claro, claro, claro… Y me has llamado… Tal vez pueda hacer algo o tal vez no. Tal vez decida que no quiero hacerlo. Lo que pretendo decir es que los amigos son los amigos y los negocios los negocios… ¿Sabes a qué me refiero?

—Sí, en efecto.

—A veces los amigos y los negocios se mezclan, pero a veces no, ¿estoy en lo cierto?

—Sí.

—¿Está tratando ese tipo de pegarte?

Billy titubeó.

—Me gustaría no decir muchas cosas ahora mismo, Richard. Es algo más bien peculiar. Pero sí, me está haciendo daño. Me está golpeando con bastante fuerza.

—¡Mierda, William! ¡Deberíamos hablar ahora!

La preocupación en la voz de Ginelli resultó clara e inmediata. Billy sintió que las lágrimas le picaban cálidamente en los párpados y se pasó con fuerza el dorso de la mano por la mejilla.

—Te lo agradezco, te lo agradezco de veras. Pero primero quisiera hacerle frente por mí mismo. Ni siquiera estoy seguro de lo que deseo que hagas.

—Si quieres llamarme, estaré disponible, William. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Y gracias.

Vaciló.

—Dime una cosa, Richard… ¿Eres supersticioso?

—¿Yo? ¿Preguntas a un tipo como yo si soy supersticioso? ¿A alguien que ha crecido en una familia donde mi madre, mi abuela y todas mis tías no hacían más que hablar de María, y rezar a cada santo del que hubieses oído hablar, y de otros desconocidos por completo, y que tapaban los espejos cada vez que moría alguien y que hacían el signo del mal de ojo a los cuervos y a los gatos negros que se cruzaban por su camino? ¿Yo? ¿Me preguntas a mí una cosa así?

—Sí —repuso Billy, sonriendo un poco a pesar de sí mismo—. Te hago una pregunta así…

La voz de Richard Ginelli se volvió tajante, dura, desprovista por completo de humor.

—Yo sólo creo en dos cosas, William. En las armas y en el dinero, eso es en lo que creo. Y puedes citarlo literalmente. ¿Supersticioso? Yo no, paisan. Estarás pensando en algún otro italianini…

—Eso es bueno —replicó Billy, y su sonrisa se ensanchó.

Se trataba de la primera sonrisa auténtica que aparecía por su rostro desde hacía casi un mes.

Y se sintió bien. Le sentó condenadamente bien.

Aquella noche, poco después de que llegara Heidi, llamó Penschley.

—Tus gitanos nos han brindado una divertida persecución —le dijo—. Hasta ahora ya has amontonado en honorarios, por lo menos, diez mil dólares, Bill. ¿Ha llegado el momento de dejarlo correr?

—Primero cuéntame lo que has averiguado —repuso Bill.

Le sudaban las manos.

Penschley comenzó a hablar con su seca voz de anciano estadista.

La pandilla de gitanos se dirigió en primer lugar a Greeno, una ciudad de Connecticut situada a unos cincuenta kilómetros al norte de Milford. Una semana después fueron expulsados de Greeno y se dirigieron a Pawtucket, cerca de Providence, Rhode Island. Después de Pawtucket, a Attleboro, Massachusetts. En Attleboro, uno de ellos fue arrestado por perturbar la paz, y luego tuvieron que dejar perder la fianza.

—Lo que al parecer ocurrió fue esto —prosiguió Penschley—. Hubo un tipo de la ciudad, una especie de camorrista, que perdió diez pavos jugando con monedas de veinticinco centavos en la rueda de la fortuna. Le dijo al que la manejaba que estaba amañada y que él lo arreglaría. Dos días después localizó al gitano al salir de una tienda Nite Own. Mediaron unas palabras entre ellos y luego hubo una pelea en la zona de aparcamiento. Un par de testigos de la ciudad dijeron que el del pueblo había provocado la pelea. Y otros dos ciudadanos más alegaron que había sido el gitano quien la empezó. De todos modos, el arrestado fue el gitano. Cuando se saldó la fianza, los policías locales quedaron encantados. Les había ahorrado un juicio ante el tribunal y consiguieron que los gitanos saliesen de la ciudad.

—Así es por lo general como funciona, ¿verdad? —le preguntó Billy.

De repente tenía el rostro ardiendo. Estaba de algún modo seguro que el joven arrestado en Attleboro era el mismo jovenzuelo que había estado haciendo malabarismos con los bolos en la zona de recreo de Fairview.

—Sí, con bastante frecuencia —convino Penschley—. Los gitanos conocen el truco; una vez el tipo ha desaparecido, los policías locales quedan contentos. No hay una busca y captura ni ninguna caza del hombre. Es como si se te metiera una mota de polvo en el ojo. Esa mota es todo aquello en lo que tienes que pensar. Luego te pasas agua por el ojo y se limpia. Y una vez que ha salido, el dolor acaba, y uno ya no se preocupa de adonde va esa mota de polvo, ¿no lo crees así?

—Una mota de polvo —repitió Billy—. ¿Es eso lo que de veras era?

—Para la Policía de Attleboro, así era exactamente. ¿Quieres que te cuente ahora el resto, Bill, o primero deberíamos moralizar acerca de los apuros de varios grupos minoritarios?

—Dime el resto, por favor…

—Los gitanos se pararon de nuevo en Lincoln, Mass. Se quedaron unos tres días antes de partir de nuevo.

—¿El mismo grupo cada vez? ¿Estás seguro?

—Sí. Siempre los mismos vehículos. Tengo aquí una lista, con las matrículas, casi todas ellas de Texas y Delaware. ¿Quieres esa lista?

—Probablemente, pero no ahora. Sigue.

No había mucho más. Los gitanos se habían mostrado por Reveré, exactamente al norte de Boston, donde permanecieron durante tres días, y luego se fueron por su propia voluntad. Cuatro días en Portsmouth, New Hampshire… Y luego, simplemente, se habían evaporado.

—Podemos encontrar otra vez su rastro si lo deseas —manifestó Penschley—. Ha pasado menos de una semana. Se ocupan de esto tres investigadores de primera clase de los Barton Detective Services, y creen que los gitanos estarán ahora seguramente en algún lugar de Maine. Han seguido paralelos la I-95 por la costa desde Connecticut… Diablos, todo el camino por la costa desde, por lo menos, las Carolinas, por lo que los hombres de Greeley han sido capaces de rastrear sus huellas. Es casi una gira de circo. Probablemente trabajarán las zonas turísticas del sur de Maine, como en Ogunquit y Kennebunkport, irán hasta Boothbay Harbor y acabarán en Bar Harbor. Luego, cuando la estación turística comience a decaer, regresarán a Florida o al golfo de Texas para pasar el invierno…

—¿Iba el viejo con ellos? —preguntó Billy.

Estaba sujetando con fuerza el teléfono.

—¿De unos ochenta años? ¿Con la nariz en un estado terrible: llagas, cáncer o algo así?

Pareció eternizarse un sonido de hojear papeles. Luego:

—Taduz Lemke —dijo calmosamente Penschley—. El padre de la mujer que atropellaste con tu coche. Sí, está con ellos.

—¿Padre? —ladró Halleck—. ¡Eso es imposible, Kirk! La mujer tenía unos setenta o setenta y cinco…

—Taduz Lemke tiene ciento seis años…

Durante varios instantes, a Billy le resultó imposible hablar. Sus labios se movieron, pero eso fue todo. Tenía el aspecto de un hombre que besara a un fantasma. Luego consiguió repetir:

—Eso es imposible.

—Una edad que todos, ciertamente, envidiaríamos —prosiguió Penschley—, pero no imposible en absoluto. Existen registros acerca de esas personas, ya sabes… Ya no van errantes en caravanas por la Europa del Este, aunque imagino que algunos de los más viejos, como ese tipo Lemke, desearían hacerlo aún. He conseguido otros datos para ti… Números de la Seguridad Social…, huellas digitales, si las deseas… Lemke ha alegado repetidas veces que tiene ciento seis años, ciento ocho e incluso ciento veinte. He elegido creer en lo de ciento seis, porque concuerda con la información de la Seguridad Social que los detectives de Barton han conseguido. Susanna Lemke era su hija, en efecto, no existe la menor duda al respecto. Y en lo que esto pueda valer, figura como «presidente» de la Compañía Taduz en los diferentes permisos para juegos de azar que deben obtener, lo cual significa que es el jefe de la tribu, o de la banda, o como se denominen a sí mismos.

¿Su hija? ¿La hija de Lemke? En la mente de Billy, aquello pareció cambiarlo todo. ¿Y si suponíamos que alguien atropellaba a Linda? ¿Y si Linda hubiese corrido por la calle como un perro mestizo?

—¿… lo dejamos?

—¿Eh…?

Intentó que su mente volviese a Kirk Penschley.

—He dicho si estás seguro de que no deseas que lo dejemos correr… Te está costando mucho, Bill.

—Por favor, diles que prosigan un poco más —replicó Billy—. Te llamaré dentro de cuatro días, no de tres, y veré si los has localizado.

—No necesitas hacerlo —repuso Penschley—. Si… Cuando los de Barton los localicen, tú serás el primero en saberlo.

—No estaré aquí —replicó con lentitud Halleck.

La voz de Penchsley fue cuidadosamente indiferente.

—¿Y dónde esperas encontrarte?

—De viaje —replicó Halleck.

Y colgó poco después.

Permaneció del todo rígido, con la mente en un confuso remolino. Sus delgados dedos tamborileaban preocupadamente en el reborde de su escritorio.