Linda se había ido.
Heidi, con las pequeñas líneas al lado de los ojos y en las comisuras de su boca ahora profundizadas a causa del esfuerzo (fumaba, como pudo ver Billy, como una máquina de vapor, un Newport Red tras otro), le contó a Halleck que había enviado a Linda con la tía Rhoda en Westchester County.
—Lo he hecho por dos razones —explicó Heidi—. La primera es que… necesita descansar de ti, Billy. De lo que te ha sucedido. Se puede decir que está medio ida. Es tan fuerte la cosa que no puedo convencerla de que no tienes cáncer…
—Debería hablar con Cary Rossington —musitó Billy al entrar en la cocina para prepararse un café.
Necesitaba terriblemente una taza, un café fuerte, sin azúcar.
—Parecen almas gemelas…
—¿Qué? No te he oído bien.
—No te preocupes. Déjame tomar un café.
—No duerme… —prosiguió Heidi cuando Billy regresó.
Se retorcía nerviosa las manos.
—¿Comprendes?
—Sí —repuso Billy.
Y era así, pero siguió sintiendo como si tuviese una espina en algún lugar dentro de él. Se preguntó si Heidi comprendía que también necesitaba a Linda, si realmente entendía que su hija formaba asimismo parte de su sistema de apoyo. Pero, fuese o no parte de su sistema de apoyo, no tenía derecho a erosionar la confianza de Linda, su equilibrio psicológico. Heidi tenía razón en eso. Tenía razón sin tener en cuenta lo que ello pudiese costar.
Sintió que salía de nuevo aquel odio a la superficie de su corazón. Mami se había llevado a su hija a la casa de la tía en cuanto Billy llamó y explicó que estaba ya de camino. ¿Y cómo regresaría? ¡Todo porque aquel papá regresaba a casa! No empieces a llorar, cariño, es sólo el Hombre Delgado…
¿Por qué aquel día? ¿Por qué tuviste que elegir aquel día?
—¿Billy? ¿Estás bien?
¡Jesús! ¡Perra estúpida! ¿He aquí que estás casada con el Increíble Hombre Menguante, y todo lo que se te ocurre pensar es preguntarme si me encuentro bien?
—Estoy tan bien como quepa esperar. ¿Por qué?
—Porque, durante un minuto, has parecido muy raro.
¿De veras? ¿Ha sido realmente así? ¿Por qué aquel día, Heidi? ¿Por qué elegiste aquel día para meter la mano en mis pantalones después de tantos años de remilgos y hacerlo todo a oscuras?
—Supongo que me siento un poco extraño últimamente —replicó Billy. Pero pensó:
Debes dejar eso, amiga mía. No tiene objeto. Lo hecho, hecho está.
Pero resultaba difícil dejarlo. Era duro cuando ella estaba allí fumando un cigarrillo tras otro, pareciendo terriblemente en buen estado y…
Debes dejarlo, Billy. Así que ayúdame.
Heidi se alejó y aplastó su cigarrillo en un cenicero de cristal.
—Lo segundo es… que me has estado ocultando algo, Billy. Algo que tiene que ver con esto. A veces hablas en sueños. Sales por las noches. Y ahora quiero saberlo. Me merezco saberlo.
Estaba comenzando a llorar.
—¿Quieres saberlo? —preguntó Halleck—. ¿De veras quieres saberlo?
Sintió cómo una seca sonrisa le afloraba en el rostro.
—¡Sí! ¡Sí!
Y Billy se lo contó.
Houston le llamó al día siguiente y, tras un prolongado e inútil prólogo, fue al grano. Heidi estaba con él. Él y Heidi habían tenido una larga charla (¿le has ofrecido un poco de coca para que se sienta humanamente mejor? —pensó preguntar Halleck, pero decidió que sería mejor que no). La conclusión de su larga charla fue algo tan simple como esto: creían que Billy estaba tan loco como una cabra.
—Mike —replicó Billy—, el viejo gitano es algo real. Nos tocó a los tres; a mí, a Cary Rossington y a Duncan Hopley. Y ahora un tipo como tú no cree en lo sobrenatural. Eso lo acepto. Pero es algo malditamente seguro que crees en el razonamiento deductivo e inductivo. Por lo tanto, tienes que considerar las posibilidades. Los tres fuimos tocados por él, los tres padecemos unas dolencias físicas misteriosas. ¡Por Dios!, antes de que decidas que estoy chalado, por lo menos considera esta conexión lógica.
—Billy, no existe ninguna conexión.
—Simplemente…
—He hablado con Leda Rossington. Dice que Cary está en la Clínica Mayo para que le traten de un cáncer de piel. Afirma que se halla ya muy avanzado, pero que están razonablemente seguros de que se pondrá bien. Además, afirma que no te ha visto desde la fiesta de Navidad de los Cordón.
—¡Miente!
Se produjo un silencio por parte de Houston… ¿Aquel sonido como telón de fondo era Heidi que lloraba? La mano de Billy se aferró con tanta fuerza al teléfono que los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Le hablaste en persona o sólo por teléfono?
—Por teléfono. Pero no sé qué diferencia puede eso implicar.
—Si la vieses lo sabrías. Tiene el aspecto de una mujer a la que se le ha escapado la mayor parte de la vida.
—Bien, cuando te enteres de que su marido tiene cáncer de piel y que ha llegado a un estadio muy grave…
—¿Has hablado con Cary?
—Está en cuidados intensivos. Y la gente en cuidados intensivos sólo tiene permiso para llamadas telefónicas en las circunstancias más extremas…
—He bajado a setenta y siete —prosiguió Billy—. Se trata de una pérdida neta de treinta y cinco kilos, y puedo llamar a eso una cosa extrema…
Silencio en el otro extremo del hilo. Excepción hecha de aquel sonido, que debía de ser Heidi que lloraba.
—¿Hablarás con él? ¿Lo intentarás?
—Si los médicos le permiten recibir una llamada telefónica, y si desea hablar conmigo, sí. Pero, Billy, esa alucinación por tu parte…
—¡NO ES UNA JODIDA ALUCINACIÓN!
—No grites. Dios, no hagas eso…
Billy cerró los ojos.
—Muy bien, muy bien —Houston suavizó las cosas—. Esa idea. ¿Es ésa la mejor palabra? Lo que deseo decir es que esa idea no te ayudará a sentirte mejor. En realidad, puede ser la causa raíz de esa psicoanorexia, si es realmente lo que estás padeciendo, como cree el doctor Yount. Tú…
—Hopley —dijo Billy.
El sudor había estallado en su cara. Se enjugó la frente con el pañuelo. Tuvo un destello parpadeante de Hopley, de aquel rostro que realmente ya no era una cara sino un mapa en relieve del averno. Locas inflamaciones, rezumamientos y el sonido, el inexpresable sonido cuando se pasó las uñas por la mejilla.
Hubo un largo silencio por parte de Houston.
—Habla con Duncan Hopley. Lo confirmará…
—No puedo, Billy. Duncan Hopley se suicidó hace dos días. Ocurrió mientras estabas en la Glassman Clinic. Se pegó un tiro con su pistola reglamentaria.
Halleck cerró los ojos con fuerza y osciló sobre sus pies. Sintió algo parecido a cuando había intentado fumar. Se pellizcó salvajemente las mejillas para no desmayarse.
—Entonces lo sabrás —le dijo con los ojos aún cerrados—. Lo sabrás, o alguien lo sabrá. Alguien le habrá visto.
—Grand Lawlor lo vio —replicó Houston—. Lo acabo de llamar hace unos minutos.
Grand Lawlor. Durante un momento, la confusa y asustada mente de Billy no comprendió; creyó que Houston había pronunciado una desvirtuada versión de la frase grand jury. Luego lo captó. Grand Lawlord era el Juez de Instrucción del condado. Y ahora que pensaba en ello, sí, Grand Lawlord había testimoniado ante un gran jurado o dos en los últimos tiempos.
Este pensamiento le aportó una risilla irracional. Billy apretó la mano contra el micrófono del teléfono y confió en que Houston no oyese aquellas risitas; si las captaba, creería con toda seguridad que estaba loco.
Y realmente te gusta pensar que estoy chiflado, ¿verdad, Mike? Porque si estuviese loco y me decidiese a comenzar a chismorrear acerca de la botellita y de la cucharilla de marfil, en ese caso nadie me creería, ¿verdad que no? Dios mío, no…
Y lo consiguió. Las risillas cesaron.
—Pregúntale…
—¿Algunos detalles referentes a la muerte? Tras la historia de horror que tu mujer me contó, claro que se lo pregunté.
La voz de Houston se hizo momentáneamente acicalada.
—Debes de estar condenadamente contento de que, cuando me preguntó por qué deseaba saberlo, me mostrase fuerte.
—¿Y qué dijo?
—La tez de Hopley era un revoltijo, pero nada parecido al espectáculo de horror que describiste a Heidi. La descripción de Grand me induce a creer que se trató de una fea erupción de un acné de adulto del que traté a Duncan de vez en cuando, desde la primera vez que lo examiné en 1974. Esas erupciones le deprimían terriblemente, y eso no me sorprende. Debo decir que ese acné de adulto, cuando es grave, es una de las dolencias no letales que más deprimen psicológicamente. Lo sé…
—Crees que quedó deprimido por el aspecto que tenía y que por eso se mató.
—En esencia, sí.
—Déjame decirte algo con franqueza —prosiguió Billy—. Crees que se trataba de una erupción más o menos corriente del acné de adulto que había tenido durante años…, pero, al mismo tiempo, crees que se mató a causa de lo que veía en el espejo. Ése es un raro diagnóstico, Mike.
—Nunca he dicho que fuera sólo ese sarpullido de la piel —replicó Houston. Pareció enojado—. Lo peor acerca de los problemas es la manera en que parecen presentarse por parejas y tríos y por pandillas completas, nunca uno a uno. Los psiquíatras tienen el mayor índice de suicidios de cada diez mil miembros de la profesión, Billy, pero los policías no se quedan atrás. Probablemente, se trató de una combinación de factores: esta última erupción pudo ser, simplemente, la gota que desbordó el vaso.
—Deberías haberle visto —repuso lúgubremente Billy—. No era una gota, sino el jodido World Trade Center.
—No dejó la menor nota, por lo que supongo que nunca lo sabremos, ¿no crees?
—Cristo —exclamó Billy, y se pasó una mano por el cabello—. Jesucristo…
—Y las razones del suicidio de Duncan Hopley están más allá de todo esto, ¿no es cierto?
—No para mí —replicó Billy—. No del todo.
—Me parece que lo más importante es que tu mente te ha jugado una mala pasada, Billy. Un complejo de culpabilidad. Tienes una obsesión… respecto a las maldiciones gitanas…, y cuando fuiste a ver a Duncan Hopley aquella noche, simplemente viste algo que no estaba allí.
Ahora la voz de Houston adoptó un curioso tono confidencial.
—¿Te dejaste caer por la taberna de Andy, para tomarte una copa, antes de dirigirte a casa de Duncan? ¿No empinaste un poco el codo?
—No.
—¿Estás seguro? Heidi dice que has estado pasando bastantes ratos en casa de Andy…
—De haber sido así —replicó Billy—, tu mujer me hubiera visto allí, ¿no te parece?
Se produjo un largo período de silencio. Luego Houston dijo monótonamente:
—Eso ha sido un condenado golpe bajo, Billy. Pero es también la clase de comentario que podría esperar de un hombre que se encuentra bajo un grave estrés mental.
—Grave estrés mental. Anorexia psicológica. Ustedes son unos tipos que tienen un nombre para todo, supongo. Pero deberías haberle visto. Deberías…
Billy hizo una pausa, pensando en los llameantes granos en las mejillas de Duncan Hopley, aquellas espinillas rezumantes, la nariz que se había convertido en casi insignificante en aquel espantoso paisaje en erupción de su acosada cara.
—Billy, ¿no comprendes que tu mente persigue una explicación lógica de lo que te está sucediendo? Te sientes culpable a causa de la gitana y por ello…
—La maldición acabó al suicidarse —se oyó decir a Billy—. Tal vez sea ésa la causa de que no parezca algo tan malo. Se parece a las películas de hombres lobos que veíamos de niños, Mike. Cuando al final mataban al hombre lobo, se convertía de nuevo en un hombre…
La excitación sustituyó a la confusión que había sentido ante la noticia del suicidio de Hopley, y respecto de la dolencia más o menos corriente de Hopley en la piel. Su mente comenzó a apresurarse por esta nueva senda, explorándola con rapidez, calculando posibilidades y probabilidades.
¿Dónde va una maldición cuando ésta finalmente desaparece? Mierda, es algo parecido a preguntar dónde va el último suspiro de un moribundo. O su alma. Lejos. Se va lejos. Lejos, lejos, lejos. ¿Existe alguna forma de lograr que se vaya lejos?
Rossington, aquello era lo primero. Rossington, allá en la Clínica Mayo, aferrándose desesperadamente a la idea de que padecía cáncer de piel, porque su alternativa era aun mucho peor. Cuando Rossington muriese, ¿se cambiaría otra vez en…?
Fue consciente de que Houston se había quedado silencioso. Y se oía un ruido de fondo, desagradable pero familiar ¿Sollozos? ¿Era Heidi quien sollozaba?
—¿Por qué llora? —dijo Billy con voz áspera.
—Billy…
—¡Dale el auricular!
—Billy, si pudieras oírte…
—¡Maldita sea, que me hable mi mujer!
—No. No quiero. No mientras estés así.
—Pues aspira un poco…
—¡Billy, deja eso!
El rugido de Houston fue lo suficiente alto como para que Billy tuviese que apartarse el teléfono un momento del oído. Cuando se lo acercó de nuevo, los sollozos habían cesado.
—Ahora, escucha —prosiguió Houston—. No existen cosas como los hombres lobo y las maldiciones gitanas. Me siento estúpido por tenértelo que decir.
—Hombre… ¿no comprendes que eso constituye una parte del problema? —preguntó Billy en voz baja—. ¿No comprendes que ésa es la forma en que esos tipos han podido salir adelante durante los últimos veinte siglos, o algo así?
—Billy, si existe una maldición en ti, la ha lanzado tu propia mente subconsciente. Los viejos gitanos no pueden proferir maldiciones. Pero sí puede hacerlo tu propia mente, enmascarada de viejo gitano…
—Yo, Hopley y Rossington —dijo monótonamente Halleck—, todos a la vez. Eres tú el único ciego, Mike. Tiene sentido.
—Lo que tiene sentido es la coincidencia. Y nada más, ¿Cuántas veces tenemos que darle vueltas a todo eso, Billy? Regresa a Glassman. Permite que te ayuden. Deja de volver loca a tu mujer.
Durante un momento, estuvo tentado de dejarlo correr todo y creer a Houston: la cordura y racionalidad en su voz que, sin importar lo exasperada que fuese, resultaba confortante.
Luego pensó en Hopley al girar la lámpara, para que brillase salvajemente sobre su rostro.
Pensó en Hopley al decir:
Lo mataré muy lentamente… Le ahorraré los detalles…
—No —respondió—. No pueden ayudarme en Glassman, Mike…
Houston suspiró con fuerza.
—¿Entonces, quién puede? ¿El viejo gitano?
—Si puedo encontrarle, tal vez… —replicó Halleck—. Sólo tal vez. Y existe otro tipo al que conozco y que podría servir de cierta ayuda. Un pragmático, como tú.
Ginelli.
Aquel nombre le había aparecido en la mente mientras hablaba.
—Pero, sobre todo, creo que debo ayudarme yo mismo…
—¡Eso es lo que te he estado diciendo!
—Oh… Tenía la impresión de que únicamente me aconsejabas que me internase de nuevo en la Glassman Clinic.
Houston suspiró.
—Opino que tu cerebro debe de estar también perdiendo peso. ¿Has pensado en lo que les estás haciendo a tu mujer y a tu hija? ¿Has pensado en eso?
¿Te ha contado Heidi lo que me hacía cuando ocurrió el accidente? —casi estuvo a punto de estallar Billy—. ¿Te lo ha contado ya, Mikey? ¿No? Oh, pues deberías preguntárselo… Yo, sí…
—¿Billy?
—Heidi y yo hablaremos al respecto —replicó Billy con voz tranquila.
—Pero tú no…
—Creo que tienes razón por lo menos en una cosa, Mike.
—Oh… Gracias, Dios mío… ¿Y de qué se trata?
—Hemos dado ya demasiadas vueltas a este asunto —repuso Billy.
Y colgó el teléfono.
Pero no hablaron.
Billy lo intentó un par de veces, pero Heidi movió la cabeza, con el rostro blanco e inexpresivo, acusándole sus ojos. Sólo respondió una vez.
Fue tres días después de la conversación telefónica con Houston, aquella en la que Heidi había estado sollozando como telón de fondo. Acababan de cenar. Halleck había despachado su acostumbrada comida tipo leñador: tres hamburguesas (con guarnición), cuatro mazorcas de maíz (con manteca), papas fritas y dos raciones de tarta de melocotón. Seguía teniendo poco o ningún apetito, pero había descubierto un hecho alarmante: si no comía, aun perdía más peso. Heidi había llegado a casa después de la conversación de Billy —discusión— con Houston pálida y silenciosa, con el rostro tiznado por las lágrimas vertidas en el despacho de Houston. Trastornado y sintiéndose miserable consigo mismo, Billy se saltó el almuerzo y la cena… Y cuando se pesó al día siguiente vio que había bajado dos kilos y que se encontraba en setenta y cuatro.
Se quedó mirando la cifra, sintiendo una especie de polillas revolotearle por las tripas.
Dos kilos —pensó—. ¡Dos kilos en un solo dia! ¡Cristo…!
Desde entonces ya no se había saltado más comidas…
Señaló su plato vacío, con los restos de las hamburguesas, la ensalada, las patatas fritas, el postre…
—¿Esto te parece anorexia nerviosa, Heidi? —le preguntó—. ¿Lo crees así?
—No —replicó ella a su pesar—. No, pero…
—He estado comiendo de forma parecida durante el último mes —prosiguió Halleck—, y en el último mes he perdido más o menos veintisiete kilos. ¿Me quieres explicar ahora cómo se las arregla mi subconsciente para practicar este truco? ¿Perder un kilo al día tras tomar, aproximadamente, seis mil calorías en veinticuatro horas?
—No…, no lo sé… Pero, Mike… Mike dice…
—Tú no lo sabes y yo no lo sé… —prosiguió Billy, arrojando enfadado su servilleta en el plato.
Su estómago le gruñía y le daba vueltas bajo el peso de la comida que acababa de engullir.
Y Michel Houston tampoco lo sabe.
—Bueno… ¿pues si se trata de una maldición por qué a mí no me sucede nada? —le graznó de repente su mujer.
Y aunque sus ojos reflejaran ira, Billy vio también que empezaban a llenarse de lágrimas.
Asustado y temporalmente incapaz de dominarse, Halleck le gritó a su vez:
—¡Por qué no lo supo, ésa es la razón! ¡La única razón! Porque no lo supo…
Sollozando, Heidi echó su silla hacia atrás, casi la tiró al suelo y luego se alejó corriendo de la mesa. Tenía la mano oprimida contra un lado de su cara, como si le acabase de asaltar un monstruoso dolor de cabeza.
—¡Heidi! —aulló, poniéndose en pie tan de prisa que derribó su silla—. ¡Heidi, vuelve!
Sus pisadas no se detuvieron en las escaleras. Escuchó cómo una puerta se cerraba con fuerza…, y no fue la puerta de su dormitorio. Demasiado lejos del rellano del piso de arriba. Debía de tratarse del cuarto de Linda o de la habitación para los invitados.
Halleck apostaba más bien por el cuarto de los huéspedes. Tenía razón. No volvió a dormir de nuevo con él durante la semana que precedió a que Billy se fuese de casa.
Aquella semana —la última semana— tuvo la consistencia de una pesadilla confusa en la mente de Billy, cuando más tarde intentó pensar en ella. El tiempo se convirtió en caluroso y opresivamente desabrido, como los días de perros de principios de año. Incluso el fresco Lantern Drive pareció marchitarse un poco. Billy Halleck comió y sudó, sudó y comió… y su peso bajó con lentitud pero de forma decidida durante esos días. Al final de la semana, cuando alquiló un coche en Avis y se fue, encaminándose por la Interestatal 95 en dirección a New Hampshire y Maine, había bajado otros cinco kilos, hasta setenta.
Durante esa semana, los médicos de la Glassman Clinic telefonearon una y otra vez. Michael Houston llamó una y otra vez. Heidi miró a Billy desde sus ojos con bordes blancos, fumó y no dijo nada. Cuando él habló de llamar a Linda, se limitó a responder con voz quebrada y muerta:
—Preferiría que no lo hicieses.
El viernes, el día anterior a su marcha, Houston telefoneó una vez más:
—Michael —le dijo Billy, cerrando los ojos—. Ya he dejado de responder a las llamadas de los médicos de Glassman. Y voy a hacer lo mismo con las tuyas, si no terminas con esa mierda.
—No lo haré, aún no —replicó Houston—. Deseo que me escuches con atención, Billy. Se trata de algo importante.
Billy escuchó el nuevo golpe de Houston sin auténtica sorpresa y sí con las más profundas y sombrías conmociones de ira y traición. ¿No lo había visto venir a fin de cuentas?
Se trataba de nuevo de Heidi. Ella y Houston habían tenido una larga consulta que terminó con más lágrimas. Houston había mantenido una larga consulta con Los tres chiflados de la Glassman Clinic («No te preocupes, Billy, todo esto se halla bajo el secreto profesional»). Houston había visto otra vez a Heidi. Todos habían llegado a la conclusión de que a Billy tal vez le beneficiaría una completa serie de pruebas psiquiátricas.
—Quisiera exhortarte con la mayor firmeza a que lo aceptaras por tu propia voluntad —concluyó Houston.
—Claro que sí… Y estoy también seguro de dónde te gustaría que me hiciesen las pruebas. En la Glassman Clinic, ¿no es así? ¿Me ganaré una muñeca Kewpie?
—Verás, pensamos que ésa era la lógica…
—Oh, bah… Comprendo. ¿Y mientras hacen tests con mi materia gris, debo dar por supuesto que continuarán los enemas de bario?
Houston quedó silenciosamente elocuente.
—¿Y si digo que no?
—Heidi tiene recursos legales —replicó con cuidado Houston—. ¿Comprendes?
—Comprendo —replicó Billy—. Estás hablando de ti, de Heidi y de Los tres soplones de la Glassman Clinic, reuniéndose y llevándome a Sunnyvale Acres, Nuestra Especialidad Tejido de Cestas…
—Eso es un poco melodramático, Billy. Heidi está preocupada por Linda tanto como por ti.
—A todos nos preocupa Linda —repuso Billy—. Y también estoy preocupado por Heidi. Me refiero a que tengo momentos en que me siento muy enojado con ella y me revuelve el estómago, pero en general aún la amo. Y me preocupa mucho. Verás, hasta cierto punto te ha confundido, Mike.
—No sé de qué me hablas.
—Ya sabía que no. Y tampoco voy a decírtelo. Ella podría hacerlo, pero supongo que no lo hará: todo cuanto desea es olvidar que todo el asunto llegara a suceder, y hacerte saber ciertos detalles, que debe haber pasado por alto, no hará otra cosa que encaminarse por ahí. Digamos, simplemente, que Heidi también tiene su propia culpabilidad en este asunto. Y eso se evidencia en que su consumo de cigarrillos ha aumentado de un paquete por día a dos paquetes y medio.
Una larga pausa…
Luego, Mike Houston volvió a su propio razonamiento original:
—Sea eso lo que fuere, Billy, debes comprender que esas pruebas constituyen algo del mayor interés para todos los que…
—Adiós, Mike —replicó Halleck.
Y colgó con suavidad.