Capítulo XII
Duncan y Hopley

Consiguió un permiso en la oficina para llevar a cabo las series de metabolismo: Kirk Penschley se mostró indecentemente deseoso de acomodarse a su petición, haciendo que Halleck se enfrentase con lo que hasta entonces no se había enfrentado: deseaban desembarazarse de él. Con dos de sus tres antiguas papadas desaparecidas, sus pómulos visibles por vez primera desde hacía muchos años, los otros huesos de su rostro se mostraban con tanta claridad que se había convertido en el coco de la oficina. —Diablos…, ¡si!

Eso fue lo que respondió Penschley antes de que la petición de Billy llegase a salir por completo de su boca. Penschley habló con voz alentadora, la voz que la gente emplea cuando todos saben que algo está mal seriamente y no desea admitirlo. Bajó los ojos, mirando al sitio donde solía estar la barriga de Halleck.

—Tómate todo el tiempo que necesites, Bill…

—Tres días serán bastante —replicó.

Luego llamó a Penschley desde el teléfono público de la cafetería Barker y le dijo que tenía que tomarse más de tres días. Más de tres días, sí…, pero tal vez no sólo para las series metabólicas. La idea le pareció de primera. Sin embargo, no era una esperanza, no era nada tan grande como eso, pero era algo.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Penschley.

—Aún no lo sé seguro —replicó Halleck—. Tal vez dos semanas. Posiblemente un mes.

Se produjo un silencio momentáneo en el otro extremo del hilo, y Halleck se percató de que Penschley estaba leyendo entre líneas.

Lo que realmente quiero decir, Kirk, es que nunca regresaré. Finalmente, me han diagnosticado cáncer. Ahora llega lo del cobalto, las drogas para el dolor, el interferón, si podemos conseguirlo, el laetril si nos quitamos la peluca y decidimos irnos a México. La próxima vez que me veas, Kirk, estaré en una caja alargada, con una almohada de seda debajo de la cabeza.

Y Billy, que había estado temiendo no mucho más durante las últimas seis semanas, sintió la primera y pequeña agitación de ira.

Eso no es lo que estoy diciendo, maldita sea. Por lo menos, aún no…

—No hay problema, Bill. Deseamos que arregles lo de Hood con Ron Baker, pero creo que todo lo demás puede aguardar durante un buen rato. Me cuidaré de hacer frente al fuego.

Que te den por el culo. Empezarás a revolverlo todo con el personal esta misma tarde, y en lo que se refiere al litigio de Hood, ya has hablado con Ron Baker la semana pasada; me llamó el jueves por la tarde y me preguntó dónde había puesto Sally las jodidas deposiciones Con-Gas. Tu idea de esperar, Kirk, muchacho, de hacer frente al fuego, sólo tiene que ver con tus parrilladas de pollo del domingo por la tarde en tu casa de Vermont. Por lo tanto, basta ya de tanta mierda, farsante.

—Cuidare de que consiga el expediente —replicó Billy, y no resistió al añadir—: Creo que ya ha logrado las declaraciones Con-Gas.

Un pensativo silencio mientras, en el otro extremo, Kirk Penschley digería todo aquello.

—Bueno…, si hay algo que pueda hacer…

—Pues lo hay —repuso Billy—. Aunque pueda sonar un poco raro.

—¿De qué se trata?

Su voz era ahora cautelosa.

—¿Te acuerdas de mis problemas a principios de la primavera? ¿El accidente?

—Sííí…

—La mujer que atropellé era gitana. ¿Lo sabías?

—Salió en el periódico —manifestó a desgano Penschley.

—Formaba parte de…, de… ¿Qué? Una banda, supongo que tú lo dirías así… Una banda de gitanos. Estaban acampados en las afueras de Fairview. Llegaron a un acuerdo con un granjero local que por supuesto necesitaba el dinero y aceptó.

—Espera, espera un segundo… —dijo Kirk Penschley, con voz algo irritada, del todo diferente a su antiguo tono de plañidera de pago.

Billy se permitió una sonrisa. Conocía este segundo tono, y le gustaba infinitamente más. Visualizaba a Penschley, de cuarenta y cinco años, calvo y apenas de metro sesenta de estatura, tomando un bloc de notas amarillo. Cuando le interesaba, Kirk era uno de los hombres más tenaces y brillantes que Halleck había conocido.

—Bien, sigue… ¿Quién era ese granjero local?

—Arncaster, Lars Arncaster. Después de que atropellé a la mujer…

—¿Cuál era su nombre?

Halleck cerró los ojos y lo rememoró. Era divertido… Con todo esto, y nunca había pensado en su nombre después del juicio.

—Lemke —dijo al fin—. Se llamaba Susanna Lemke.

—¿L-e-m-p-k-e?

—Sin p…

—Bien…

—Después del accidente, los gitanos se percataron de que se había estropeado su buen recibimiento en Fairview. Tengo razones para creer que se fueron a Raintree. Quiero saber si se les puede localizar desde allí. Me gustaría saber dónde están ahora. Pagaré de mi bolsillo los honorarios del investigador privado.

—Maldito si lo harás… —replicó Penschley jovialmente—. Bueno, si se fueron hacia el norte, hacia Nueva Inglaterra, probablemente les encontraremos. Pero si se dirigieron hacia el sur, a la ciudad, o a Jersey, lo dudo… Billy… ¿estás preocupado por una demanda civil?

—No —replicó—. Pero tengo que hablar con el marido de esa mujer. Si es eso lo que es.

—Oh… —exclamó Penschley, y de nuevo Halleck pudo leer los pensamientos de aquel hombre con tanta claridad como si los expusiese en voz alta.

Billy Halleck está arreglando sus asuntos, haciendo el balance en sus libros. Tal vez desea dar al viejo gitano un cheque, quizá sólo desee enfrentarse con él y disculparse y dar al hombre una oportunidad de que le ponga un ojo negro.

—Gracias, Kirk —dijo Halleck.

—Por nada —repuso Penschley—. Limítate a ponerte mejor.

—Estupendo —replicó Billy.

Y colgó. Su café se le había enfriado.

No se sorprendió al enterarse de que Rand Foxworth, el ayudante del jefe, era el que se encargaba ahora de las cosas en la comisaría de Policía de Fairview. Saludó a Halleck con bastante cordialidad, pero parecía molesto. A los ojos expertos de Halleck, parecía haber demasiados documentos en la bandeja de Entradas del despacho de Foxworth y no parecía haber demasiados en la bandeja de Salidas. El uniforme de Foxworth estaba impecable…, pero sus ojos estaban enrojecidos.

—Dunc ha pescado la gripe —explicó en respuesta a la pregunta de Billy.

Esta respuesta tenía el tono estereotipado de haberse dicho muchas veces.

—No ha estado aquí el último par de días.

—Oh… —dijo Billy—. La gripe…

—Eso es —repuso Foxworth, y sus ojos se enfrentaron a Billy para asegurarse de ello.

La recepcionista le dijo a Billy que el doctor Houston estaba con un paciente.

—Es urgente. Por favor, dígale que sólo necesito intercambiar unas palabras con él.

Hubiera sido más fácil en persona, pero Halleck no quería atravesar la ciudad en coche. Como resultado de ello, estaba sentado en una cabina telefónica (un acto que no hubiera sido capaz de hacer no hacía mucho tiempo) al otro lado de la calle de la comisaría de Policía. Al fin, Houston se puso al aparato.

Su voz fue fría, distante, más que un poco irritada… Halleck, que empezaba a ser un lince en leer entre líneas o en convertirse en un auténtico paranoico, escuchó un claro mensaje en aquel tono frío:

Ya no eres mi paciente, Billy. Huelo alguna degeneración irreversible en ti que me pone muy, pero muy nervioso. Dame algo que pueda diagnosticar y recetar al respecto, es lo único que pido. Si no me lo das, entonces no hay realmente base para nuestra relación. Hemos jugado muy agradablemente al golf, pero no creo que ninguno de nosotros pueda decir que hemos llegado a ser amigos. Me he comprado un busca-personas de Sony, un equipo para diagnósticos que vale doscientos mil dólares y una selección de medicamentos tan amplia que… Bueno, si mi computadora los imprimiese todos, la hoja se extendería desde la puerta de entrada del club de campo hasta el cruce de Park Lane y Lantern Drive. Con todo esto a mi disposición, me siento listo. Me siento útil. Entonces te presentas tú y me haces pasar por un médico del siglo XVII con una botella llena de sanguijuelas para la presión sanguínea alta y un cincel de trepanar para el dolor de cabeza. Y no me gusta sentirme de esta manera, gran Bill. Y la coca no puede hacer nada para ayudarme. Así que esfúmate. Ya me he lavado las manos contigo. Me presentaré para verte en tu ataúd…, a menos, naturalmente, que suene mi avisador y tenga que marcharme.

—Medicina moderna —musitó Billy.

—¿Qué, Billy? Tendrás que darte prisa. No quiero despacharte, pero mi ayudante ha telefoneado que está enfermo y esta mañana parece que me va a estallar la cabeza.

—Sólo una simple pregunta, Mike —le dijo Billy—. ¿Qué le pasa a Duncan Hopley?

Se produjo un profundo silencio de casi diez segundos al otro extremo de la línea. Luego:

—¿Qué te hace pensar que sucede algo?

—No está en la comisaría. Rand Foxworth dice que tiene gripe, pero Rand Foxworth miente como un jodido viejo.

Se produjo otra pausa larga.

—Como abogado, Billy, no debería decirte que me estás pidiendo una información privada. Podría verme en un aprieto.

—Si alguien tropieza con lo que hay en la botellita que guardas en tu escritorio, también te verás en un aprieto. Estarás tan en la cuerda floja y tan alto, que le daría vértigo a un artista del trapecio.

Más silencio. Cuando Houston habló de nuevo, su voz aparecía envarada por la ira… y se percibió una corriente subterránea de miedo.

—¿Es una amenaza?

—No —dijo con viveza Billy—. Sólo que no tienes que ser remilgado conmigo, Mike. Dime qué anda mal en Hopley y aquí acabará la cosa.

—¿Qué quieres saber?

—Oh, mierda. Eres una prueba viviente de que un hombre puede ser tan opaco como desee, ¿lo sabías, Mike?

—No tengo la menor idea de qué…

—Has visto tres enfermedades muy extrañas en Fairview durante el último mes. Y no has hecho la menor conexión entre ellas. En cierto modo, eso es bastante comprensible; las tres son muy diferentes en su sintomatología. Por otro lado, eran muy similares en el mismo hecho de su rareza. Me he preguntado si cualquier otro médico…, uno que no hubiese descubierto el placer de meterse cocaína por valor de cincuenta dólares en las narices cada día, por ejemplo, no hubiera establecido la conexión a pesar de la diversidad de los síntomas.

—¡Espera un condenado momento!

—No, no quiero. Me has preguntado por qué quería saberlo, y por Dios que te lo voy a decir. Estoy perdiendo peso de una forma continuada, sigo perdiendo peso aunque me meta entre pecho y espalda ocho mil calorías al día. Cary Rossington ha pillado una pintoresca enfermedad de la piel. Su mujer dice que se está convirtiendo en un monstruo de feria. Ha ido a la Clínica Mayo. Y ahora deseo saber qué anda mal con Duncan Hopley y, en segundo lugar, deseo saber si has tenido algunos otros casos inexplicables.

—Billy, eso no es tan sencillo. Pareces poseído por alguna loca idea de una clase u otra. No sé de qué se trata…

—No, y no voy a decírtelo. Pero quiero una respuesta. Si no la consigo de ti, la conseguiré de alguna otra forma.

—Espera un momento Si tengo que hablar de esto, deseo hacerlo en el estudio. Es un sitio mucho más privado.

—Está bien.

Se produjo un chasquido mientras Houston pasaba a otro sitio la comunicación de Billy. Permaneció sentado en la cabina, sudando, preguntándose si ésta sería la forma de Houston para dejarle colgado. Luego se oyó otro clic.

—¿Estás ahí, Billy?

—Sí.

—Bien —prosiguió Houston, con una nota de decepción en su voz, inconfundible y en cierto modo cómica—. Duncan Hopley ha pescado un caso de acné galopante.

Billy se puso en pie y abrió la puerta de la cabina telefónica. De repente, allí hacía demasiado calor.

—¡Acné!

—Espinillas. Granos. Barros. Eso es todo. ¿Estás contento?

—¿Algo más?

—No. Y, Billy, yo no considero exactamente las espinillas como algo fuera de lo normal. Estás empezando a parecer como de una novela de Stephen King. Pero no es así. Dunc Hopley tiene un desequilibrio glandular temporal, esos es todo. Y no es algo tampoco que sea del todo nuevo en él. Tiene un historial de problemas cutáneos que se remonta a su séptimo año del colegio.

—Muy racional. Pero si añades en la ecuación a Cary Rossington con su piel de caimán y a William J. Halleck con su caso de anorexia nerviosa involuntaria, empieza a sonar de nuevo un poco como una novela de Stephen King, ¿no dirías lo mismo?

Pacientemente, Houston respondió:

—Tienes un problema metabólico, Bill. Cary… No lo sé. He visto algunas…

—Cosas extrañas, sí…, lo sé —replicó Billy.

¿Había sido este aspirador de cocaína su médico familiar desde hacía diez años? Dios mío, ¿era ésa la verdad?

—¿Has visto últimamente a Lars Arncaster?

—No —replicó impaciente Houston—. No es mi paciente. Pensé que habías dicho que sólo tenías una pregunta que hacer.

Naturalmente que no es paciente tuyo —pensó Billy frívolamente— no paga sus facturas a tiempo, ¿verdad? Y un tipo como tú, con gustos caros, realmente no puede permitirse el lujo de aguardar, ¿no es así?

—Ésta es, realmente, la última —dijo Billy—. ¿Cuándo viste por última vez a Duncan Hopley?

—Hace dos semanas.

—Gracias.

—La próxima vez pide hora primero, Billy —le contestó Houston con voz hostil.

Y colgó.

Naturalmente, Hopley no vivía en Lantern Drive, pero el cargo de jefe de Policía estaba bien pagado y tenía una casa elegante como las de Nueva Inglaterra, en Ribbonmaker Lane.

Billy aparcó al anochecer en la entrada de coches, se acercó a la puerta y llamó al timbre. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Sin respuesta. Mantuvo el dedo apoyado en el timbre. Siguió sin haber respuesta. Se dirigió al garaje, se puso las manos alrededor de la cara y miró. El coche de Hopley, un conservador Volvo color cuero estaba allí. La matrícula rezaba FVW 1. No había segundo coche. Hopley era soltero. Billy regresó a la puerta y comenzó a aporrearla. Lo hizo durante casi tres minutos, y empezaba a cansársele el brazo cuando una voz ronca gritó:

—¡Váyase! ¡Maldita sea!

—¡Déjeme entrar! —le gritó a su vez Billy—. ¡Tengo que hablar con usted!

No hubo respuesta. Al cabo de un minuto, Billy comenzó a aporrear de nuevo la puerta. Tampoco se produjo una respuesta esta vez… pero, cuando cesó de repente de golpear, escuchó el susurro de un movimiento al otro lado de la puerta. De improviso, se representa a Hopley de pie allí —agazapado allí—, aguardando a que el no bien venido e insistente visitante se marchase y le dejase en paz. En paz, o lo que pasase por esto en el mundo de Duncan Hopley en aquellos días. Billy abrió su puño hormigueante.

—Hopley, sé que está ahí —le dijo en voz baja—. No tiene por qué decir nada; limítese a escucharme. Soy Billy Halleck. Hace dos meses me vi implicado en un accidente. Se trató de una gitana que cruzó la calle sin mirar.

Ahora se oían unos movimientos definidos detrás de la puerta. Como un arrastrar de pies.

—La atropellé y la maté. Y ahora estoy perdiendo peso. No estoy a dieta ni nada parecido. Simplemente, voy perdiendo peso. Hasta ahora he perdido treinta y cinco kilos. Si esto no se detiene pronto, pareceré el Esqueleto Humano en una barraca de feria. Cary Rossington… El juez Rossington presidió la audiencia preliminar y declaró que no había indicios racionales de culpabilidad para el procesamiento. Y él está afectado ahora por una rara enfermedad de la piel.

Billy pensó que oía un sordo jadeo de sorpresa.

»… y ha acudido a la Clínica Mayo. Los médicos le han dicho que no se trata de cáncer, pero no saben qué es. Rossington más bien cree que es cáncer, cuando sabe realmente de qué se trata.

Billy tragó saliva. Sintió un penoso chasquido en la garganta.

»Es una maldición gitana, Hopley. Sé que esto parece una locura, pero es la verdad. Había un viejo. Me tocó al salir del juicio. Tocó a Rossington cuando él y su mujer estaban en el mercado de Raintree. ¿Le tocó a usted, Hopley?

Se produjo un largo, largo silencio… y luego una palabra llegó a los oídos de Billy a través de la hendidura para el correo, como una carta llena de malas noticias del hogar.

—Sí…

—¿Cuándo? ¿Dónde?

No hubo respuesta.

—Hopley, ¿dónde se fueron los gitanos al salir de Raintree? ¿Lo sabe?

No hubo respuesta.

—¡Tengo que hablar con usted! —exclamó desesperado Billy—. He tenido una idea, Hopley. Creo…

—No puede hacer nada —susurró Hopley—. Es algo que ha llegado muy lejos. ¿Comprende, Halleck? Demasiado… lejos…

De nuevo aquel suspiro…, como de crujir de papel, espantoso…

—¡Es una posibilidad! —gritó furioso Halleck—. ¿Ha llegado todo tan lejos que eso no significa ya nada para usted?

No hubo respuesta. Billy aguardó, buscando dentro de él más palabras, otros argumentos. No pudo encontrar ninguno. Hopley, simplemente, no iba a permitirle entrar. Había comenzado a alejarse cuando la puerta se abrió un poco.

Billy miró al negro espacio entre la puerta y la jamba. Escuchó de nuevo aquellos movimientos susurrantes, que ahora se alejaban del vestíbulo oscurecido de la entrada. Sintió que se le ponía piel de gallina en la espalda, los costados y los brazos y, por un momento, estuvo a punto de irse de todos modos.

No te preocupes de Hopley —pensó—, sí alguien puede encontrar a esos gitanos es Kirk Penschley, por lo que no debes preocuparte por Hopley, no lo necesitas, no necesitas ver en qué se ha convertido.

Rechazando aquella voz, Billy agarró el pomo de la puerta principal del jefe de Policía, la abrió y entró.

Vio una forma borrosa en el extremo más alejado del vestíbulo. Se abrió una puerta a la izquierda y la forma entró allí. Brilló una luz tenue y, durante un momento, una sombra larga y lúgubre se extendió por el suelo del vestíbulo, inclinándose hacia la otra pared, donde se encontraba una fotografía enmarcada de Hopley, en la que se le veía recibiendo un premio del Rotary Club de Fairview. La sombra deformada de la cabeza se fijó en la fotografía como un presagio.

Billy atravesó el vestíbulo, ahora algo espectral… No solía bromear consigo mismo. Había esperado a medias que la puerta detrás de él se cerrase y echasen la llave…

…y luego el gitano saldría corriendo de las sombras y me agarraría por detrás, como la gran escena de miedo en una mala película de terror. Seguro. Vamos, tonto, pórtate como un hombrecito…

Pero no por ello disminuyeron los desbocados latidos de su corazón.

Se percató de que la casita de Hopley tenía un olor desagradable, persistente y maduro, como de carne pudriéndose poco a poco.

Se quedó durante un momento frente a la abierta puerta. Parecía una especie de estudio, pero la luz era tan débil que resultaba imposible estar seguro al respecto.

—Hopley…

—Entre —susurró la voz.

Billy lo hizo.

Era en efecto el estudio de Hopley. Había más libros de los que Billy habría esperado y una cálida alfombra turca en el suelo. La habitación era pequeña y, probablemente, de lo más agradable en circunstancias más apropiadas.

En el centro se veía un escritorio de madera clara. Había una lámpara en la mesa. Hopley había inclinado la pantalla, por lo que las sombras se extendían a partir de escasos centímetros del papel secante. Se producía un pequeño y salvajemente concentrado círculo de luz sobre el secante; el resto del cuarto era una gélida tierra de sombras.

El mismo Hopley era un bulto con apariencia humana en lo que debía de haber sido un sillón Eames.

Billy transpuso el umbral. En la esquina había una silla. Billy se sentó allí, consciente de que había elegido la silla de la habitación que estaba más alejada de Hopley. Sin embargo, se dio cuenta de que se esforzaba por ver a Hopley con claridad. Resultaba imposible. El hombre no era más que una silueta. Billy casi esperó que Hopley subiese la pantalla para que le cayese ante los ojos. Luego Hopley se inclinaría hacia delante, un policía salido de un película de la serie negra de los años 40 y gritaría:

¡Sabemos que lo hizo, McGonigal! ¡Deje de negarlo! ¡Confiese! Confiese y le daremos un cigarrillo… ¡Confiese y le daremos un vaso de agua helada! ¡Confiese y le dejaremos ir al cuarto de baño!

Pero Hopley siguió retrepado en su sillón. Se produjo un suave crujido al cruzarse de piernas.

—¿Y bien? Quería entrar. Pues ya ha entrado. Cuente lo que tenga que decir, Halleck, y váyase. En estos momentos no es usted mi persona favorita en el mundo.

—Tampoco soy la persona favorita de Leda Rossington —replicó Billy—, y, francamente, me importa un pito lo que ella piense o lo que piense usted. Ella cree que yo tengo la culpa. Y probablemente usted también.

—¿Cuánto había bebido cuando la atropelló, Halleck? Siempre he pensado que si Tom Rangely le hubiese aplicado el analizador de aliento, ese pequeño globo hubiera salido volando hacia los cielos como esos globos de previsión del tiempo.

—Nada de bebidas ni de drogas —replicó Billy.

Su corazón le latía aún con fuerza, pero ahora lo impulsaba la ira más que el miedo. Cada latido le mandaba una descarga dolorosa a través de la cabeza.

—¿Quiere saber que sucedió? ¿Eh? Pues que mi mujer desde hace dieciséis años, eligió aquel día para hacerme una paja en el coche. Nunca antes había hecho algo así. Ni tengo la menor idea por qué eligió aquel día para hacerlo. Por lo que, mientras usted y Leda Rossington, y probablemente también Cary Rossington, han estado atareados metiéndose conmigo porque era yo el que iba al volante, yo estaba muy atareado con mi mujer porque tenía una mano dentro de mis pantalones. Y tal vez, simplemente, deberíamos achacar las cosas a los hados o al destino y dejar de preocuparnos acerca de culpabilidades.

Hopley gruñó.

—¿O quiere que le diga cómo rogué de rodillas a Tom Rangely para que no me hiciese una prueba de aliento o de sangre? ¿O de cómo lloré sobre su hombro para que suavizase la investigación y expulsase a esos gitanos de la ciudad?

Esta vez Hopley ni gruñó siquiera. Era sólo una silenciosa sombra derrengada en el sillón Eames.

—¿No es un poco tarde para todos esos juegos? —preguntó Billy.

Su voz era ahora ronca y se percató con cierto asombro que se encontraba al borde de las lágrimas.

—Mi mujer me la estaba meneando, es verdad. Atropellé a la vieja y la maté, es verdad. Se encontraba por lo menos a cincuenta metros de distancia del paso de peatones más cercano y salió entre dos coches. Eso también es verdad. Usted suavizó la investigación y les expulsó de la ciudad tan pronto como Cary Rossington me echó una mano y me encubrió. Eso también es verdad. Y ninguna de esas cosas significa una mierda. Pero si quiere estar sentado aquí, en la oscuridad, dándole vueltas a la culpabilidad, amigo mío, no se olvide de servirse un buen plato para usted mismo.

—Un buen informe final, Halleck. Realmente grande. ¿Ha visto alguna vez a Spencer Tracy en aquella película acerca del juicio del Mono? Seguramente que sí.

—Váyase a la mierda —replicó Billy.

Y se puso de pie.

Hopley suspiró.

—Siéntese.

Billy Halleck permaneció inseguro de pie, percatándose de que una parte de él deseaba emplear su ira para sus propios y poco nobles propósitos. Aquella parte quería sacarlo de aquí con una furia bien montada, simplemente porque aquella sombra derrengada en la oscuridad, en el sillón Eames, le asustaba mortalmente.

—No sea un jodido santurrón —le dijo Hopley—. Siéntese, por Dios…

Billy se sentó, consciente de que tenía la boca seca y que había unos pequeños músculos en sus muslos que saltaban y bailoteaban de forma indomable.

—Pongámoslo de la forma en que lo quiere, Halleck. Yo me parezco más a usted de lo que cree. Tampoco me importa un cuerno hacer la autopsia de todo esto. Tiene usted razón. No lo pensé, sólo lo hice. No eran el primer grupo de indeseables que expulsaba de la ciudad, y he hecho otros pequeños trabajitos así cuando algún ciudadano importante se ha visto metido en un lío. Naturalmente, no hubiera hecho nada si el ciudadano en cuestión hubiera tenido el problema fuera de los límites de la ciudad de Fairview…, pero quedaría sorprendido de cuántos de nuestros ciudadanos importantes nunca acaban de aprender que no debe cagarse donde se come…

»O tal vez no debería sorprenderse.

Hopley emitió una risa jadeante y con resuello que hizo que a Billy se le pusiera la carne de gallina en los brazos.

—Todo forma parte de mi servicio. Si no hubiese sucedido nada, ninguno de nosotros, usted, yo, Rossington, ni siquiera recordaríamos ahora la existencia de aquellos gitanos.

Billy abrió la boca para negarlo acaloradamente, para decir a Hopley que siempre recordaría el enfermizo doble golpe durante el resto de su vida… Y luego recordó los cuatro días en Mohonk con Heidi, cuando reían juntos, comían como caballos, hacían excursiones a pie, hacían el amor cada noche y a veces por las tardes. ¿Cuándo había ocurrido esto después de que sucediera lo otro? ¿Dos semanas?

Cerró de nuevo la boca.

—Lo pasado, pasado. Supongo que la única razón para que le haya dejado entrar es que resulta bueno conocer a alguien que cree que esto ha sucedido, aunque parezca una locura. O tal vez, simplemente le he dejado entrar porque estoy solo. Y asustado, Halleck. Muy asustado. En extremo asustado. ¿También usted está asustado?

—Sí —respondió simplemente Billy.

—¿Sabe qué es lo que más me asusta? Puedo vivir así durante bastante tiempo. Eso es lo que me asusta. Mrs. Calleghee hace mis compras de alimentos y viene dos veces a la semana a limpiar y a hacer el lavado. Tengo la tele y me gusta leer. He hecho muy buenas inversiones a través de los años y, dado que soy moderadamente frugal, podría, probablemente, seguir así de forma indefinida. Y, de todos modos, ¿qué tentaciones tiene para gastar un hombre en mi posición? ¿Me voy a comprar un yate, Halleck? ¿Tal vez alquilaré un Lear y volaré a Montecarlo con mi muñeca para ver allí la carrera del Gran Prix el mes que viene? ¿Qué opina? ¿En cuántas fiestas cree que sería bien recibido mientras toda la cara se me está cayendo a pedazos?

Billy movió entumecido la cabeza.

—Por lo tanto…, puedo vivir aquí y las cosas irían pasando, sólo pasando… Como ocurre ahora mismo, cada día y cada noche. Y esto me asusta porque es erróneo vivir así. Cada día que pasa y no me suicido, cada día que me limito a estar sentado aquí en la oscuridad, viendo concursos y series por la tele, aquel jodido viejo gitano se está riendo de mí.

—¿Cuándo…, cuándo el…?

—¿Cuándo me tocó? Hace unas cinco semanas, si es que eso importa. Fui a Milford a ver a mi madre y a mi padre. Y los llevé a almorzar. Me bebí una cuantas cervezas antes y otras cuantas durante la comida, y decidí ir al servicio de caballeros antes de marcharnos. La puerta estaba cerrada. Aguardé, se abrió y él salió. El viejo tío con la nariz macilenta. Me tocó en las mejillas y dijo algo.

—¿Qué?

—No lo oí —replicó Hopley—. En aquel mismo momento, en la cocina, alguien dejó caer al suelo una pila de platos. Pero no tengo que oírlo realmente. Lo único que debo hacer es mirarme en el espejo.

—Probablemente no sabe si estaban acampados en Milford.

—En realidad, lo comprobé al día siguiente en el departamento de Policía de Milford —replicó Hopley—. Llámelo curiosidad profesional…, pero reconocí al viejo gitano, no hay manera de olvidar una cara así, ¿sabe qué quiero decir?

—Sí —repuso Billy.

—Habían acampado en una granja en East Milford durante cuatro días. Con alguna clase de trato como el que concertaron con ese hemorroico de Arncaster. El policía con el que hablé dijo que no les había perdido de vista y que, al parecer, se habían marchado precisamente aquella mañana.

—Después de que el viejo le tocase.

—Eso es…

—¿Cree que sabía que usted iba a estar allí? ¿En aquel restaurante en particular?

—Nunca había llevado allí a mis padres —replicó Hopley—. Era un sitio viejo que acababan de renovar. Por lo general, vamos a un restaurante italiano en el otro extremo de la ciudad. Fue idea de mi madre. Deseaba ver qué habían hecho con las alfombras, los paneles o con algo así. Ya sabe cómo son las mujeres…

—No ha contestado a mi pregunta. ¿Cree que sabía que iban a ir allí?

Se produjo un largo y meditabundo silencio por parte de la derrengada forma en el sillón Eames.

—Sí —dijo Hopley al fin—. Sí, así es. Una locura más, ¿verdad, Halleck? Es una buena cosa que nadie escuche todo esto, ¿verdad?

—Sí —repuso Billy—. Supongo que así es.

Una risita particular se le escapó. Sonó como un muy pequeño graznido.

—Y ahora, ¿cuál es su idea, Halleck? No duermo mucho estos días, pero, por lo general, empiezo a dar cabezadas a esta hora de la noche.

Billy consideró que era absurdo expresar en palabras lo que únicamente había pensado en el silencio de su propia mente: su idea era débil y tonta, no era una idea en absoluto, realmente no, sino sólo un sueño.

—El estudio jurídico para el que trabajo contrata a un equipo de investigadores —explicó—. Barton Detectives Services, Inc.

—Ya he oído hablar de ellos.

—Se supone que son los mejores en su ramo. Yo… Es decir…

Sintió que la impaciencia de Hopley irradiaba de aquel hombre en oleadas, aunque Hopley no se moviera en absoluto. Reunió la dignidad que aún le quedaba, diciéndose que, seguramente, sabía tanto de lo que estaba ocurriendo como Hopley, que tenía perfecto derecho a hablar. A fin de cuentas, aquello también le estaba sucediendo a él.

—Quiero encontrarle —dijo Billy—. Deseo enfrentarme con él. Decirle lo que pasó… Supongo…, supongo que quiero quedar limpio del todo. Aunque me imagino que, si puede hacernos esas cosas, lo sabrá de todas formas.

—Sí —repuso Hopley.

Algo alentado, Billy prosiguió:

—Pero de todos modos deseo contarle mi parte en los hechos. Fue culpa mía, sí, debí de ser capaz de detenerme a tiempo… A igualdad de todas las cosas, debería haber parado a tiempo. Fue culpa de mi mujer, a causa de lo que estaba haciéndome. Fue culpa de Rossington por echarle tierra al asunto, y culpa suya por haberse saltado la investigación y luego por haberles expulsado de la ciudad.

Billy tragó saliva.

—Y luego, le diré que fue también culpa de ella. Sí. Ella estaba cruzando la calle de forma imprudente, Hopley, y eso está bien, no es un crimen por el que lleven a uno a la cámara de gas, pero la razón que está contra la ley es que puedan matarlo a uno de la forma que la mataron a ella.

—¿Quiere decirle todo eso?

—No quiero hacerlo, sino que voy a hacerlo. Salió entre dos coches estacionados y sin mirar ni para un lado ni para otro. Enseñan algo mucho mejor en el tercer curso del colegio.

—De todos modos, no creo que esa muñeca recibiera muchas lecciones de circulación peatonal en el tercer curso —repuso Hopley—. En cierto modo, no creo que ni siquiera llegase a hacer el tercer curso, ¿no le parece?

—Da exactamente igual —replicó tozudamente Billy—, es simple sentido común…

—Halleck, usted debe de ser glotón como castigo —dijo la sombra que era Hopley—. Ahora está perdiendo peso… ¿Quiere presentarse al gran premio? Tal vez la próxima vez le detendrá las tripas, o le calentará la sangre hasta más de cuarenta y cinco grados, o…

¡No voy a limitarme a seguir sentado en Fairview y dejar que eso suceda! —exclamó con fiereza Billy—. Tal vez pueda invertirse, Hopley. ¿Nunca ha pensado en ello?

—He estado leyendo cosas así —replicó Hopley—. Supongo que supe lo que me estaba sucediendo desde el momento en que apareció la primera espinilla encima de mis cejas. Exactamente donde me empezaban los ataques de acné en mis años de la escuela superior y estaba acostumbrado a unos asquerosos ataques de acné entonces, permítame que se lo diga. ¡Por lo tanto he leído cosas al respecto! Como ya he dicho, me gusta leer. Y debo decirle, Halleck, que existen centenares de libros acerca de lanzar encantos y maldiciones, pero muy pocos acerca de cómo invertir sus efectos.

—Está bien, tal vez él no pueda. Tal vez no. Probablemente, no, incluso. Pero, maldita sea, aún sigo queriendo localizarle. Puedo mirarle a la cara y decir: «Ha cortado el pastel demasiado pequeño, viejo. Debería haber cortado un trozo para mi mujer, y otro para su mujer, y mientras hace todo eso, ¿qué le parece un trozo para usted mismo? ¿Dónde estaba cuando ella andaba por la calle sin mirar adonde iba? Si no estaba acostumbrada al tráfico en la ciudad, debería haberlo sabido. Por lo tanto, ¿dónde estaba usted? ¿Por qué no se hallaba allí para tomarla por el brazo y hacerla pasar por la esquina, por el paso de peatones? ¿Por qué…?»

—Ya basta —replicó Hopley—. Si yo estuviese en el jurado, me convencería, Halleck. Pero se ha olvidado del factor más importante que interviene aquí.

—¿Cuál es? —preguntó Billy.

—La naturaleza humana —repuso la sombra de Hopley—. Podemos ser víctimas de lo sobrenatural, pero con aquello que tratamos es la naturaleza humana. Como agente de Policía, perdóneme, ex agente de Policía, no puedo estar de acuerdo más que respecto de que las cosas aparecen en tonos de gris. Nada es totalmente correcto y totalmente erróneo; existe exactamente a continuación una forma de gris, más clara o más oscura. No creerá que su marido se tragará toda esa mierda, ¿verdad?

—No lo sé.

—Yo lo sé —repuso Hopley—. Lo sé, Halleck. Puedo leer en ese tipo tan bien que, a veces, creo que debe de estar mandándome unas señales de radio mentales. Toda su vida ha estado en movimiento, expulsado de un lugar tan pronto como las «buenas gentes» consiguen toda la marihuana o el hachís que desean, tan pronto como pierden todas las monedas que desean emplear en la rueda de la fortuna. Toda su vida ha llevado una etiqueta llamada «sucio gitano». Las «buenas gentes» tienen raíces, pero él no tiene ninguna. Este tipo, Halleck, ha visto tiendas de cáñamo incendiadas por broma, allá en los años 30 y 40, y tal vez hubo bebés y ancianos que ardieron en alguna de aquellas tiendas. Ha visto a sus hijas, o a las hijas de sus amigos atacadas, tal vez violadas, porque todas esas «buenas gentes», saben que los gitanos joden como conejos y que un poco más no importa, y aunque no sea así, a quién demonios le interesa. Es como acuñar una frase. Tal vez haya visto a sus hijos, a los hijos de sus amigos, golpeados hasta dejarlos por muertos… ¿Y por qué? Porque los padres de los muchachos que dieron las palizas perdieron un poco de dinero en los juegos de azar. Siempre es lo mismo: llegan a una ciudad, las «buenas gentes» toman lo que desean y luego los expulsan de la ciudad. A veces les conceden una semana en una granja de mala muerte o un mes en las casillas de peones camineros locales, todo lo más. Y luego, Halleck, y por encima de todo, llega el número final. Ese abogado de primera con tres papadas y mandíbulas de bulldog atropella a la mujer en la calle. Tiene setenta o setenta y cinco años, es medio ciega, tal vez sólo camine un poco de prisa porque desea volver con los suyos antes de mojarse, y los huesos viejos se rompen con facilidad, los huesos viejos son como cristal, y el hombre está por allí pensando que esta vez, sólo por esta vez, va a haber un poco de justicia…, un instante de justicia para compensar toda una vida de mierda…

—Deje eso —exclamó roncamente Billy Halleck—, déjelo ya… ¿Qué va a decir?

Se tocó distraídamente la mejilla, pensando que estaba sudando copiosamente. Pero no había sudor en sus mejillas, sino que se trataba de lágrimas.

—No, usted se merece todo esto —exclamó Hopley con salvaje jovialidad—, y se lo voy a servir. No le estoy diciendo que no siga adelante, Halleck… Daniel Webster habló del jurado de Satanás, por lo que, diablos, supongo que todo es posible. Pero creo que se sigue haciendo demasiadas ilusiones. Este tipo está loco, Halleck. Este tipo está furioso. Por todo lo que usted sabe, es posible que haya perdido ya la cabeza, en cuyo caso sería mejor que diera ese paso en el Bridgewater Mental Asylum. Está loco por la venganza, y cuando lo que se busca es la venganza, uno no es apto para ver todos los grados de gris que hay en las cosas. Cuando la esposa e hijos de uno mueren en un accidente de aviación, no desea uno escuchar cómo un circuito A jodió la conexión B, y el controlador de tráfico C tuvo que tocar el micrófono D y el navegante E eligió un mal momento para ir al jodido sitio F. Sólo desea poner un pleito a esa maldita línea aérea… o matar a alguien con su escopeta. Quiere un chivo expiatorio, Halleck. Lastimar a alguien. Y estamos siendo lastimados. Malo para nosotros. Pero bueno para él. Tal vez comprenda las cosas un poco mejor que usted, Halleck.

Lenta, lentamente, su mano se acercó al estrecho círculo de luz proyectada por la lámpara y la hizo dar la vuelta para que alumbrase su rostro. Halleck apenas fue consciente de un jadeo y se percató de que lo había emitido él.

Escuchó a Hopley decir:

¿En cuántas fiestas cree que sería bien recibido ahora que toda la cara se me está cayendo a pedazos?

La piel de Hopley era un áspero paisaje alienígeno. Unos granos enrojecidos y malignos del tamaño de platillos de té, crecían en su mentón, en el cuello, en los brazos, en el dorso de sus manos. Pequeñas erupciones formaban salpullidos en sus mejillas y en la frente; su nariz era una zona plagada de espinillas. Un pus amarillento rezumaba y fluía en raros canales entre unas protuberantes dunas de carne saliente. La sangre salpicaba acá y allá. Unos bastos pelos negros, pelos de la barba, crecían en desordenados matojos, y la horrorizada y sobrecargada mente de Halleck se percató de que, hacía ya mucho tiempo, que afeitarse se había hecho imposible en un rostro de semejantes cataclísmicos alzamientos. Y en el centro de todo ello, impotentemente empotrados en aquel chorreante paisaje rojo, se encontraban los fijos ojos de Hopley.

Estos se quedaron mirando a Billy Halleck durante lo que pareció un interminable espacio de tiempo, contemplando su repulsión y su entumecido horror. Al fin, asintió, como satisfecho, y movió de nuevo hacia abajo la lámpara para quedar en sombras.

—Dios mío, Hopley. Lo siento…

—No se preocupe —replicó Hopley, habiendo recuperado en su voz aquella rara jovialidad—. Lo suyo va más despacio, pero llegado el momento también lo conseguirá. Mi pistola reglamentaria está en el tercer cajón de este escritorio, y si las cosas empeoran lo suficiente la emplearé sin importarme lo que tenga en mi cuenta del Banco. Dios odia a los cobardes, solía decir mi padre. Querría que me viese para que lo comprendiera. Sé qué siente ese anciano gitano. Porque no haré ninguna clase de discursos legales. No voy a preocuparme sobre ninguna razón endulzada. Le mataré por lo que me ha hecho, Halleck.

Aquella horrenda forma se movió y cambió de posición. Halleck oyó cómo Hopley se llevaba los dedos a la mejilla, y luego escuchó el indecible y repugnante sonido de los granos maduros abrirse rezumantes.

Rossington está quedando blindado, Hopley se pudre y yo voy desapareciendo —pensó—, Dios mío, permite que sea un sueño, permite que enloquezca, pero no dejes que esto suceda.

—Lo mataría muy lentamente —prosiguió Hopley—. Le ahorraré los detalles.

Billy trató de hablar. Pero no le salió nada excepto un seco graznido.

—Comprendo dónde quiere llegar a parar —dijo con voz hueca Hopley—, pero no tengo la menor esperanza en su misión. ¿Por qué no piensa en matarle en vez de… todo eso, Halleck? ¿Por qué no…?

Pero Halleck había llegado al límite de sus fuerzas. Salió corriendo del oscurecido estudio de Hopley, golpeándose con fuerza la cadera contra una esquina del escritorio, enloquecidamente seguro de que Hopley alargaría una de aquellas espantosas manos y le tocaría. Pero Hopley no lo hizo.

Halleck se precipitó en la noche y se quedó allí de pie, respirando grandes bocanadas de aire fresco, con la cabeza inclinada y temblándole los muslos.