Capítulo XI
Las escamas de justicia

Cary se puso furioso —totalmente furioso— de que le hubiese tocado el viejo gitano. Había acudido a ver al jefe de Policía de Raintree, y al día siguiente a Allen Chalker. Éste era un compañero de póquer y se mostró simpático.

Los gitanos habían ido a Raintree directamente desde Fairview, le contó a Cary. Chalker le dijo que estaba esperando que se fuesen por su propia voluntad. Ya llevaban cinco días en Raintree y, por lo general, tres días solía ser lo justo: el tiempo suficiente para que todos los adolescentes interesados de la ciudad recibiesen su buenaventura, y para que unos cuantos hombres desesperadamente impotentes y un número parecido de mujeres desesperadas menopáusicas se arrastrasen hasta el campamento al favor de la noche y comprasen pociones y panaceas y extrañas pomadas aceitosas. Al cabo de tres días, el interés de la ciudad por los forasteros siempre se desvanecía. Finalmente, Chalker había decidido que aguardaban el mercado de oportunidades del domingo. Se trataba de un acontecimiento anual en Raintree, y atraía mucha gente de todas las ciudades de alrededor. Más que hacer un problema de su continuada presencia —los gitanos, le dijo a Cary, pueden ser tan desagradables como las avispas terrestres si se les atosiga con demasiada fuerza—, decidió dejarles trabajarse a las muchedumbres que visitarían ese mercado. Pero, si no se marchaban el lunes por la mañana, les obligaría a hacerlo.

No hubo necesidad. Al llegar el lunes por la mañana, el campo de la granja donde los gitanos habían acampado se encontraba del todo vacío, excepto los surcos dejados por las ruedas, las latas de cerveza vacías y gaseosa (al parecer, los gitanos no tenían el menor interés por las leyes de botellas con derecho a devolución), los ennegrecidos restos de varias fogatas para hacer la comida y tres o cuatro mantas tan piojosas, que el ayudante que Chalker envió para investigar, sólo se atrevió a tocarlas con un palo, y un palo muy largo… En algún momento entre la puesta y la salida del sol, los gitanos habían abandonado el campo, dejado Raintree, salido del condado de Patchin…, habían…, según le dijo Chalker a su viejo compinche de póquer Cary Rossington, dejado el planeta por lo que él sabía o le preocupaba. ¡Y con viento fresco!

La tarde del domingo el viejo gitano tocó la cara de Cary; el domingo por la noche se fueron; el lunes por la mañana, Cary había ido a ver a Chalker para presentar una queja (Leda Rossington no sabía qué base legal había tenido la denuncia); el martes por la mañana habían comenzado los problemas. Tras ducharse, Cary se fue al piso de abajo, al rincón de los desayunos, llevando puesto sólo su bata de baño y dijo: —Mira esto…

«Esto» demostró ser una porción de piel enrojecida un poco por encima de su plexo solar. La piel era algo más brillante que la carne circundante, que poseía un atractivo tono café con leche (golf, tenis, natación y una lámpara de rayos ultravioleta en invierno, que mantenía invariable ese bronceado). A ella le pareció que aquella zona estaba amarillenta, de la forma que se le ponían los callos en los talones con tiempo muy seco. Lo había tocado (en este momento su voz se le alteró) y luego retiró con presteza el dedo. La textura era áspera, casi pétrea, y sorprendentemente dura. Blindada, tal había sido la palabra que le surgió sin quererlo en la mente.

—¿Crees que ese maldito gitano me pegó algo? —le preguntó Cary preocupado—. ¿Tiña o impétigo o alguna asquerosa cosa de ese tipo?

—Te tocó la cara, no el pecho, cariño —había replicado Leda—. Y ahora, vístete lo más de prisa posible. Tenemos brioche. Ponte el traje gris oscuro con la corbata roja y vístete de martes para mí, ¿quieres? Sé un encanto…

Dos noches después la llamó al cuarto de baño, con su voz parecida a un chillido, por lo que tuvo que presentarse allí a la carrera.

Todas nuestras peores revelaciones tienen lugar en el cuarto de baño —pensó Billy.

Cary estaba de pie, sin camisa, con su máquina eléctrica zumbando olvidada en una mano y sus abiertos ojos mirando en el espejo.

La faja de piel endurecida y amarillenta se había extendido; se había convertido en una rojez, con una forma vagamente arboriforme que se extendía hacia arriba, hacia la zona entre sus tetillas y hacia abajo, ampliándose hacia el fondo de su vientre. Esta carne cambiada se alzaba por encima de la carne normal de su vientre y estómago en unos milímetros, y Leda observó que corrían por ella profundas resquebrajaduras; varias de ellas parecían lo suficientemente hondas como para introducir el borde de una moneda de diez centavos. Por primera vez, comentó que estaba empezando a parecer…, bueno, algo escamoso. Y sintió que se le revolvía el estómago.

—¿Qué es esto? —casi le gritó—. Leda, ¿qué es esto?

—No lo sé —respondió ella, forzando su voz para que permaneciese calmada—, pero tienes que ir a ver a Michael Houston. Eso sí está claro. Mañana, Cary.

—No, mañana no —respondió, aún mirándose en el espejo, contemplando el alzado bulto en forma de punta de flecha de carne amarillenta y endurecida—. Mañana puede estar mejor. Pasado mañana, si no ha mejorado. Pero mañana no…

—Cary…

—Dame la crema Nivea, Leda.

Ella lo hizo así y se quedó allí un rato, pero la visión de su marido esparciendo la blanca crema sobre aquella dura carne amarillenta, escuchando cómo sus dedos raspaban al pasar por encima, todo eso fue más de lo que pudo resistir y salió a escape hacia su cuarto. Aquella fue la primera vez, le dijo a Halleck, que se había mostrado conscientemente contenta de tener camas gemelas, alegrándose conscientemente de que él no pudiese volverse en su sueño y… tocarla… Permaneció tendida y despierta durante horas, explicó, escuchando el suave rasp-rasp de sus dedos, moviéndose adelante y atrás por aquella carne extraña.

A la noche siguiente le dijo que estaba mejor; a la otra noche alegó que estaba mejor todavía. Supuso que debía haber visto la mentira en sus ojos…, y que se estaba mintiendo a sí mismo aún más que a ella. Incluso en aquella situación extrema, para su mujer Cary seguía siendo el mismo egoísta hijo de perra de siempre. Pero no todo fue cosa de Cary, añadió bruscamente, sin regresar del bar adonde había ido y donde ahora jugueteaba sin objeto con las copas. Ella había desarrollado su propio egoísmo altamente especializado con el transcurso de los años. Deseaba, necesitaba, aquella ilusión tanto como él.

A la tercera noche, entró en su dormitorio llevando sólo los pantalones del pijama. Sus ojos aparecían suaves y heridos, petrificados. Leda había estado leyendo otra vez, una novela de misterio de Dorothy Sayers —habían sido, serían siempre sus favoritas— y se le cayó de las manos al ver a su marido. Hubiera chillado, le contó a Billy, pero por lo visto había perdido por completo el aliento. Y Billy no tuvo tiempo para reflexionar que ninguna sensación humana era auténticamente única, aunque fuera probable creerlo así: Cary Rossington, aparentemente, había atravesado el mismo período de autoengaño seguido por el apabullante despertar de uno mismo por el que Billy había atravesado.

Leda había visto que la piel dura y amarilla (las escamas, ya no había forma de pensar en ellas de manera diferente) cubrían ahora, la mayor parte del pecho de Cary y todo su vientre. Era tan feo como un tejido quemado. Las rajas zigzagueaban y zigzagueaban por todas partes, profundas y negras, sombreando unos recovecos rosados y rojos, donde uno no deseaba mirar en absoluto. Y aunque al principio cabía pensar que aquellas grietas se hallaban al azar, como las resquebrajaduras en el cráter de una bomba, al cabo de unos momentos el ojo informaba de algo diferente. En cada borde, la carne amarilla se alzaba un poco más. Escamas. No escamas de pez, sino grandes y toscas escamas de reptil, como las de un lagarto, un caimán o una iguana.

El arco pardo de su tetilla izquierda todavía se veía; el resto había desaparecido, enterrado, bajo aquel caparazón amarillo-negro. La tetilla derecha había desaparecido por completo, y un reborde retorcido de aquella extraña carne alcanzaba y rodeaba su axila hacia la espalda, como la garra superficial de alguna impensable monstruosidad. El ombligo le había desaparecido. Y…

—Se bajó los pantalones del pijama —prosiguió ella.

Ahora se abría paso en su tercera copa, tomando dos de aquellos rápidos sorbos parecidos a los de un pájaro. Unas lágrimas nuevas habían comenzado a filtrarse de sus ojos, pero aquello fue todo.

—Fue entonces cuando recuperé el habla. Le grité que se detuviese, y así lo hizo, pero no antes de que viese que empezaban a mandar unas avanzadas hacia sus ingles. Aún no habían alcanzado su pene…, por lo menos, aún no…, pero donde habían adelantado, su vello pubiano había desaparecido y ahora sólo se veían aquellas escamas amarillas.

»Pensé que decías que iba mejor —le comenté.

»Honestamente pensé que era así —me respondió.

»Y al día siguiente concertó la cita con Houston.

Que probablemente le contó —pensó Halleck— lo del chico universitario que no tenía cerebro y la vieja dama con su tercera dentición. Y le preguntaría si deseaba aspirar un poco de aquel antiguo revienta-cerebros.

Una semana después, Rossington vio al mejor equipo de dermatólogos de Nueva York. Supieron inmediatamente qué andaba mal en él, le recetaron un régimen de rayos X «gamma duros». La carne escamosa continuó avanzando y extendiéndose. Rossington le contó que no le hacía daño; sólo un pequeño hormigueo en las fronteras entre su antigua piel y aquel horrible invasor, pero eso era todo. La nueva carne no tenía en absoluto sensación. Sonriendo con aquella espantosa y conmovida sonrisa que se estaba convirtiendo en su única expresión, le explicó que el día anterior había encendido un cigarrillo y lo había aplastado…, lentamente, contra su propio estómago. No se produjo en absoluto dolor.

Ella se llevó las manos a los oídos y le gritó que se callase.

Los dermatólogos le dijeron a Cary que se había producido una ligera discrepancia. «¿Qué quieren decir? —preguntó Cary—. Decían que lo sabían. Afirmaron estar seguros.» «Bueno —respondieron—, esas cosas suceden, raramente, ja, ja, ja, muy raramente, pero ahora lo harían morder el polvo. Todas las pruebas —afirmaron— llevan a esta conclusión.» Un régimen de hipervitaminas —unas vitaminas de alto potencial, para los no familiarizados con las conversaciones con médicos de elevados honorarios— y unas inyecciones glandulares fue lo que vino a continuación. Al mismo tiempo que se llevaba adelante este nuevo tratamiento, los primeros parches escamosos habían comenzado a aparecer en el cuello de Cary…, en la parte baja de su mentón y, finalmente, en su rostro. Fue entonces cuando los dermatólogos admitieron al fin que estaban sorprendidos. Sólo de momento, naturalmente. Ninguna cosa así resulta incurable. La medicina moderna…, los regímenes y dietas… y blablablablá…

Cary ya no quería escucharla si trataba de hablarle acerca del viejo gitano, le contó a Halleck; en una ocasión había alzado la mano como para pegarle…, y así había visto las primeras protuberancias y rojeces en la piel suave situada entre el pulgar y el índice de su mano derecha.

—¡Cáncer de piel! —le gritó a su esposa—. ¡Esto es cáncer de piel, cáncer de piel, cáncer de piel! ¡Por el amor de Dios, quítate de encima esa vieja patraña!

Naturalmente, él era el que, por lo menos, tenía sentido común, y ella la que hablaba cosas absurdas del siglo XIV…, y sin embargo ella sabía que aquello era obra del viejo gitano, que se había adelantado de entre la multitud del mercado de oportunidades de Raintree y tocado el rostro de Cary. Lo sabía, y en los ojos de él, incluso aquella vez en que le alzó la mano, comprobó que él también lo sabía.

Había arreglado las cosas para disfrutar de un permiso con Glenn Petrie, que quedó emocionado al enterarse de que su viejo amigo, compañero jurista y compinche de golf, Cary Rossington, tenía cáncer de piel.

Luego siguieron dos semanas, le contó Leda a Halleck, en que apenas se atrevió a recordarlo o hablar de ello. De una forma alternativa, Cary había dormido como un muerto, a veces en el piso de arriba en su cuarto, otras tantas en el confortable sillón de su estudio, o con la cabeza entre las manos en la mesa de la cocina. Comenzó a beber mucho cada tarde a partir de las cuatro. Se sentaba en el salón, sosteniendo el cuello de una botella de whisky J. W. Dant con una mano áspera y escamosa, mirando en la tele programas como Hogan’s Héroes y The Beverly Hillbillies, luego las noticias locales y nacionales, luego concursos del tipo The Joker’s Wild y Family Feud, a continuación tres horas de primera calidad, seguidas por más noticias, continuadas por películas hasta las dos o tres de la madrugada. Y todo ello mientras bebía whisky como si fuese Pepsi-Cola, directamente de la botella.

Algunas de aquellas noches se echaba a llorar. Ella se acercaba y le observaba sollozar mientras Warner Anderson, prisionero dentro de un televisor «Sony» de pantalla grande, gritaba «¡Vayamos a la videocinta!», con el entusiasmo de un hombre que invita a sus antiguas novias a ir con él en un crucero a Aruba. Pero otras noches —misericordiosamente sólo unas cuantas— deliraba como Ahab durante los últimos días del Pequod, de un lado para otro de la casa, con la botella de whisky sostenida en una mano que ya no era, realmente, una mano, gritando que se trataba de cáncer de piel, ella le oía, que era un jodido cáncer de piel y que lo había pillado con una jodida lámpara de rayos ultravioleta, y que iba a ponerles un pleito a los asquerosos tipos que le habían hecho esto, demandar ahora mismo a esos jodidos, litigar con esos bastardos hasta que sólo tuviesen un par de calzoncillos manchados de mierda que ponerse. A veces, cuando estaba en aquel estado de humor, rompía cosas.

—Finalmente, me di cuenta de que tenía… esos arrebatos… las noches después de que viniese la señora Marley a efectuar la limpieza —comentó sombríamente—. Tenía que subir al desván cuando ella se encontraba aquí, compréndelo. Si lo hubiese visto, lo hubiera sabido toda la ciudad en un abrir y cerrar de ojos. Eran las noches en que acudía ella, y que mi marido debía permanecer en aquella oscuridad, cuando se sentía más como un proscrito, creo. Más parecido a un monstruo de circo.

—Y por ello acudió a la Clínica Mayo —comentó Billy.

—Sí —replicó y, al fin, miró hacia él. Su rostro aparecía perplejo, bebido y aterrado—. ¿Qué será de él, Billy? ¿En qué se convertirá? Billy meneó la cabeza. No tenía la menor idea. Además, vio que no tenía más urgencia en considerar el asunto que la que había tenido para contemplar aquella famosa fotografía de noticiario, en la que aparecía el general sudvietnamita disparando a la cabeza del presunto colaborador del Vietcong. De una forma rara que no podía comprender en absoluto, era algo parecido a esto.

—Alquiló un avión para el vuelo a Minnesota, ¿no te lo he contado? No puede soportar que la gente le mire. ¿Ya te he dicho eso, Billy?

Billy negó con la cabeza.

—¿Qué va a ser de él?

—No lo sé —replicó Halleck.

Y pensó.

A propósito… ¿qué va a ser de mí, Leda?

—Al final, antes de que conviniese en ir, sus dos manos se habían convertido en garras. Sus ojos eran dos…, dos brillantes pequeñas chispas de azul dentro de esos agujeros escamosos. Su nariz…

Se puso en pie y se tambaleó hacia él, golpeando la esquina de la mesa de café con la suficiente fuerza con su pierna como para moverla.

Ahora no lo siente —pensó Halleck—, pero le saldrá un cardenal de lo más doloroso en la pantorrilla mañana, y si tiene suerte se preguntará dónde se lo hizo.

La mujer le agarró la mano. Sus ojos eran unas charcas brillantes de un horror sin límites. Habló con espantosa y jadeante intimidad que puso la piel de gallina a Billy en el cuello. Su respiración apestaba a gin sin digerir.

—Ahora parece un caimán —dijo en lo que era casi un íntimo susurro—. Sí, eso es lo que parece, Billy. Como algo que hubiese salido de un pantano y puesto ropas humanas. Es como si se estuviese convirtiendo en un caimán, y me alegra que se haya ido. Me alegra. Creo que de no haberse marchado, me hubiera ido yo. Sí. Hubiera, simplemente, llenado una maleta y…, y…

Cada vez se acercaba más y más, y Billy se puso de repente en pie, incapaz de soportarlo más. Leda Rossington trastabilló y Halleck apenas pudo agarrarla por los hombros…, pues él también estaba al parecer demasiado borracho. De no haberla sostenido, era muy probable que se hubiese roto la cabeza con la misma mesa de café, con la parte superior de cristal y estructura de bronce (Trifles, quinientos ochenta y siete dólares, más gastos de envío) con la que se había golpeado la pierna…, sólo que, en vez de despertarse con un cardenal, se hubiera despertado muerta. Al mirar a sus semienloquecidos ojos Billy se preguntó si no daría por bien venida la muerte. —Leda, tengo que marcharme.

—Claro… —respondió—. Sólo has venido para recibir información de primera mano, ¿no es verdad, Billy, querido?

—Lo siento —replicó—. Siento todo lo que ha sucedido. Por favor, créeme.

Y, de forma poco coherente, se escuchó a sí mismo añadir: —Cuando hables con Cary, dale los mejores recuerdos de mi parte.

—Ahora tiene dificultades para hablar —replicó ella—. Por lo que le está sucediendo en la boca, ya sabes. Están hinchándosele las encías y aplanándosele la lengua. Puedo hablar con él, pero todo lo que me dice, todo lo que me replica, sale entre gruñidos.

Billy retrocedía hacia el vestíbulo, alejándose de ella, deseando verse libre de sus suaves e implacables tonos cultos, necesitando liberarse de sus crudos y relucientes ojos.

—Realmente es así —prosiguió—. Quiero decir que se está convirtiendo en un caimán. Espero que dentro de poco tiempo tengan que meterle en un depósito, deberán conseguir que su piel permanezca húmeda.

Las lágrimas cayeron de sus crudos ojos y Billy observó que dejaba caer gin de su vaso alto de Martini en sus zapatos.

—Buenas noches, Leda —susurró.

—¿Por qué, Billy? ¿Por qué tuviste que atropellar a aquella vieja? ¿Por qué nos has infligido esto a Cary y a mí? ¿Por qué?

—Leda…

—Vuelve dentro de un par de semanas —prosiguió, aún avanzando mientras Billy tanteaba locamente detrás de él, en busca del pomo de la puerta delantera, manteniendo su educada sonrisa con una enorme fuerza de voluntad—. Regresa y déjame echarte una ojeada cuando hayas perdido otros veinte o veinticinco kilos. Me reiré…, me reiré…, me reiré…

Encontró el pomo. Lo giró. El aire frío golpeó su enrojecida y acalorada piel, como una bendición.

—Buenas noches, Leda. Lo siento…

—¡Ahórrate tus lamentaciones! —le gritó ella y le tiró su vaso de Martini.

Se estrelló contra el marco de la puerta a la derecha de Billy y se hizo añicos.

—¿Por qué tuviste que atropellarla, bastardo? ¿Por qué has tenido que traernos todo esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Halleck se dirigió hacia la esquina de Park Lane y Lantern Drive, y luego se derrumbó en un banco en el interior del refugio de la parada de autobús, temblando como con fiebre intermitente, con la garganta y el estómago agriados a causa de la indigestión ácida y la cabeza zumbándole de gin.

Pensó:

La atropellé y la maté y ahora estoy perdiendo peso y no puedo impedirlo. Cary Rossington llevó a cabo la audiencia, me dejó salir sin más que unos golpecitos en la muñeca, y Cary está en la Clínica Mayo. Está en la Clínica Mayo y, de creer a su esposa, parece un fugitivo de Caimanes por todas partes de Maurice Sendak. ¿Quién más estaba en esto? ¿Quién más se vio implicado de tal forma que el viejo gitano se decidiese por la venganza?

Pensó en los dos policías, en los que habían expulsado a los gitanos cuando aparecieron por la ciudad…, cuando habían dado por supuesto que empezarían a hacer sus trucos de gitanos en los terrenos comunales. Uno de ellos sólo había sido un segundón, naturalmente… Sólo un patrullero siguiendo…

Siguiendo órdenes.

¿Ordenes de quién? Pues del jefe de Policía, naturalmente. Órdenes de Duncan Hopley.

Los gitanos habían sido expulsados porque no les habían permitido llevar a cabo sus actuaciones en el parque público. Pero, naturalmente, habrían comprendido que el mensaje era en cierto modo más amplio que sólo esto. Si se quería expulsar a los gitanos, había muchas ordenanzas para ello. Vagancia. Molestias públicas. Escupir en la acera. Lo que quieras…

Los gitanos habían llegado a un acuerdo con un granjero de la parte oeste de la ciudad, un viejo agriado llamado Arncaster. Siempre hay un granjero, siempre un agriado viejo granjero, y los gitanos siempre le encuentran.

Sus narices han sido entrenadas para oler a tipos como Arncaster —pensó Billy, sentado ahora en un banco y escuchando las primeras gotas de lluvia primaveral aplastarse contra el techo del refugio de la parada de autobús. Simple evolución, como es natural.

Todo esto necesita dos mil años de moverse de un lado para otro. Hablas con algunas personas; tal vez Madame Azonka hace gratis una o dos lecturas. Hueles el nombre del tipo de la ciudad que tiene tierras, pero debe dinero, el fulano que no tiene gran amor por la ciudad o por las ordenanzas municipales, el tipo que valla su huerto de manzanos durante la temporada de caza, por pura terquedad, porque prefiere que el ciervo se coma sus manzanas en vez de que los cazadores cacen al ciervo. Hueles el nombre y siempre lo encuentras, porque siempre, por lo menos, hay un Arncaster en las ciudades más ricas, y a veces hasta dos o tres para elegir.

Aparcan sus coches y acampan en círculo, como sus antepasados habían arrastrado sus carros y carretas en un círculo doscientos, cuatrocientos, ochocientos años antes que ellos. Consiguen permiso para encender fuego, y por las noches hay conversaciones y risas e, indudablemente, una botella o dos que pasan de mano en mano.

Todo eso, pensó Halleck, podría haberlo aceptado para Hopley. Era la forma en que se hacían las cosas. Los que deseasen comprar cualquier cosa que los gitanos vendiesen, irían con sus coches por la West Fairview Road hasta el lugar de Arncaster; por lo menos se hallaba en un lugar apartado, y el sitio de Arncaster era una especie de monstruosidad para empezar…, las granjas que los gitanos encuentran siempre lo son. Y muy pronto se trasladarían a Raintree o a Westport, y desde allí se perderían de vista y del pensamiento.

Excepto que, después del accidente, después de que el viejo gitano se hubiese molestado en subir los escalones del Juzgado y tocar a Billy Halleck, «la forma en que se hacían las cosas» ya no era algo suficientemente bueno.

Hopley había dado dos días a los gitanos, recordó Halleck, y cuando no dieron señales de irse, les hizo marchar. En primer lugar, Jim Roberts revocó su permiso para hacer fuego. Aunque se habían producido fuertes aguaceros todos los días durante la semana anterior, Roberts les dijo que el peligro de incendio de repente había aumentado muchísimo. Que lo sentía. Y, a propósito, debían recordar que las mismas regulaciones que trataban de los fuegos de campamento y para cocinar, se referían también a las estufas de propano, a los fuegos con carbón y a los de brasero.

A continuación, naturalmente, Hopley se habría dedicado a visitar a cierto número de comerciantes locales en los que Lars Arncaster tenía abierta una cuenta de crédito, un crédito que, por lo general, se sobrepasaba siempre. Los mismos incluirían la ferretería, el almacén de alimentación y granos de la Raintree Road, la Cooperativa Agrícola de Fairview Village y el Sumoco de Normie.

Hopley también organizaba una visita a Zachary Marchant, del Connecticut Union Bank…, el Banco que amortizaba la hipoteca de Arncaster.

Todo formaba parte del trabajo. Tomar una taza de café con éste, algo de comer con aquél —tal vez algo tan simple como un par de salchichas y limonadas compradas en el Dog Wagon de Dave—, una botella de cerveza con el de más allá. Y a la puesta de sol del día siguiente, todos aquellos con una reclamación pendiente con Lars Arncaster le harían una llamada, mencionándole lo realmente bueno que sería que aquellos malditos gitanos saliesen de la ciudad…, lo realmente agradecidos que se sentirían todos…

El resultado fue exactamente lo que Duncan Hopley previo que ocurriría. Arncaster iría a ver a los gitanos, haría las cuentas de la suma convenida por el alquiler y tendría los oídos sordos a cualquier protesta (Halleck pensaba específicamente en el joven de los bolos, que, aparentemente, aún no había abarcado la inmutabilidad de su puesto en la vida). No se trataba de que los gitanos hubieran firmado un arrendamiento que pudiese presentarse ante los tribunales.

Sobrio, Arncaster les habría dicho que eran afortunados de que fuese un hombre honrado y que les devolviese una parte de lo que habían pagado. Borracho, dado que Arncaster era sobre todo noctámbulo, hubiera sido un poco más comunicativo. Que había fuerzas en la ciudad que deseaban que los gitanos se fuesen, podría decirles. Que se había presentado una gran presión, una presión que un granjero pobre con tierras como Lars Arncaster, simplemente, no podía resistir. Particularmente cuando las llamadas «buenas personas» de la ciudad le tenían puesta la pistola al cuello.

Ninguno de los gitanos (con la posible excepción del Malabarista, pensó Billy) necesitaría que le indicasen la cosa con demasiados pelos y señales.

Billy se levantó y anduvo despacio hacia casa en medio de una lluvia fría y con rachas. Había un poco de luz en el dormitorio; Heidi le esperaba.

No había ninguna necesidad de venganza para el conductor del coche patrulla. Ni para Arncaster; éste había visto una posibilidad de ganar quinientos dólares en efectivo, y les había hecho marchar porque debía obrar así.

¿Duncan Hopley?

Hopley, tal vez. Un hombre violento tal vez, se corrigió. En cierto modo, Hopley no era más que otra especie de perro entrenado, cuyas directrices más apremiantes se dirigían a preservar el bien engrasado statu quo de Fairview. Pero Billy dudaba de que el anciano gitano hubiera estado dispuesto a adoptar semejante punto de vista sociológico y sin efusividad de sangre, y no precisamente por que Hopley les hubiese expulsado de modo tan eficiente después de la audiencia. El echarles era una cosa. Estaban acostumbrados a ello. Pero el fracaso de Hopley en investigar el accidente que había costado la vida a la anciana…

Y había además otras cosas, ¿verdad?

¿Fracaso en investigar? Diablos, Billy, no me hagas reír. El fracaso en investigar es un pecado de omisión. Lo que Hopley hizo fue echar tanta tierra como pudo sobre cualquier posible culpabilidad. Para empezar, la llamativa carencia de una prueba de análisis del aliento. Era quebrantamiento de los principios generales. Lo sabes, y Cary Rossington lo sabía también.

El viento arreciaba y la lluvia era ahora más fuerte. Podía ver cómo formaba cráteres en los charcos de la calle. El agua tenía una rara apariencia pulimentada bajo los faroles callejeros de alta seguridad de color ámbar que se alineaban por Lantern Drive. Por encima de la cabeza, las ramas gemían y crujían al viento y Billy Halleck alzó incómodo la mirada.

Debo ver a Duncan Hopley.

Algo brilló, algo que debió ser la chispa de una idea. Luego pensó en el drogado y aterrado rostro de Leda Rossington…, pensó en Leda diciendo Ahora le es difícil hablar…, por lo que le está ocurriendo en el interior de la boca, ya sabes…, todo cuanto dice lo emite como gruñidos.

Pero no esa noche. Ya tenía suficiente por esa noche.

—¿Dónde has ido, Billy?

Estaba en la cama, tumbada en el círculo de luz proyectado por la lamparilla para leer. Dejó el libro a un lado en la colcha, y le miraba, y Billy vio los huecos de un color castaño oscuro debajo de los ojos. Aquellos huecos castaños no le producían piedad exactamente…, por lo menos no esta noche. Había cosas peores en el mundo que, al parecer, unos ojos un poco hundidos. Por un momento, pensó decir:

He ido a ver a Cary Rossington, pero, puesto que no estaba, he terminado tomándome unas copas con su mujer, un tipo de copas que el Gigante Verde debe beber cuando se encuentra entre bocinazos. Y nunca imaginarías lo que me ha contado. Heidi, querida. Cary Rossington, que te agarró una vez las tetas al tocar las campanadas de medianoche en la Nochevieja en Nueva York, se está convirtiendo en un caimán. Cuando finalmente muera, le convertirán en un producto de nuevo cuño: He aquí billeteras del juez.

—A ninguna parte —replicó—. Sólo he salido. A pasear. A pensar.

—Hueles como si te hubieras caído en unos arbustos de enebro en el camino de regreso a casa.

—Supongo que sí, por así decirlo. Aunque en realidad me he caído en la taberna de Andy.

—¿Cuántas has tomado?

—Un par.

—Pues huele como cinco…

—Heidi, ¿me estás interrogando?

—No, cariño. Pero querría que no te preocuparas tanto. Esos médicos, probablemente, averiguarán qué anda mal cuando te practiquen las series metabólicas.

Halleck gruñó.

Ella volvió hacia él su rostro ansioso y asustado.

—Sólo ruego a Dios que no sea cáncer.

Él pensó —y casi dijo— que sería bueno para ella haber salido; sería estupendo el ser capaz de ver las gradaciones del horror. No lo dijo, pero algo de lo que sentía debió mostrarse en su rostro, a causa de que la expresión de cansada tristeza de su mujer se intensificó.

—Lo siento —continuó ella—. Sólo… Al parecer, resulta difícil decir algo que no sea una cosa equivocada.

Ya lo sabes, muñeca —pensó.

Y el otro odio destelló de nuevo, pálido y agrio. Debido a la bebida, se sentía deprimido y al mismo tiempo físicamente enfermo. Retrocedió, dejando vergüenza en su estela. La piel de Cary estaba cambiando en Dios sabía qué, algo adecuado para verse sólo en la tienda de atracciones secundaria, de un circo. Duncan Hopley podía no estar bien, o algo peor podía estar aguardando aquí a Billy. Diablos, perder peso no era tan malo, ¿verdad?

Se desvistió con cuidado de apagar primero la lámpara de leer, y tomó a Heidi en sus brazos. Al principio, se mostró rígida contra él. Luego, cuando estaba comenzando a creer que las cosas no funcionarían, se suavizó. Escuchó el sollozo que su mujer trataba de tragarse y pensó, infelizmente, que si todos los libros de cuentos tenían razón, que existía nobleza que encontrar en la adversidad y carácter que forjar en la tribulación, en ese caso estaba haciendo un pobre trabajo tanto encontrando como forjando.

—Heidi, lo siento —le dijo.

—Si por lo menos pudiese hacer algo —sollozó—. Si por lo menos pudiese hacer algo, ya sabes…

—Claro que puedes —le dijo, y le tocó los pechos.

Hicieron el amor. Él comenzó a pensar:

Éste es por ella.

Y descubrió que, a fin de cuentas, había sido por él mismo; en vez de ver la acosada y conmovida cara de Leda Rossington, sus brillantes ojos en la oscuridad, él, por el contrario, fue capaz de dormir.

Al día siguiente la balanza registró ochenta.