Capítulo X
Ochenta y uno

Hizo la cita para las series metabólicas por medio de Houston, que pareció menos optimista tras enterarse de la continuada y firme pérdida de peso de Halleck, y que ya había perdido, en realidad, trece kilos desde su examen físico del mes anterior.

—Puede existir aún una explicación perfectamente normal para todo esto —le dijo Houston, llamándole a su vez con la cita y la información tres horas después, contándole a Halleck todo cuanto necesitaba saber.

La explicación perfectamente normal, en un tiempo el talismán en la mente de Houston, se había convertido ahora en un caballo perdedor.

—Hum… —exclamó Halleck, mirando hacia donde había estado su vientre.

Nunca hubiera creído que se podría echar de menos la panza que salía delante de ti, la barriga que se había hecho tan grande que, llegado el momento, ocultaba las puntas de tus zapatos —tenía que inclinarse y mirar con atención para averiguar si necesitaban una limpieza—, especialmente nunca hubiera creído que una cosa así fuese posible mientras subía un tramo de escaleras tras demasiadas copas la noche anterior, agarrando lúgubremente su maletín, sintiendo unas gotas de sudor en la frente, preguntándose si éste sería el día en que se presentaría el ataque cardíaco, un dolor paralizante en la parte izquierda de su pecho que, repentinamente, aparece y se extiende hacia el brazo izquierdo. Pero era cierto: echaba de menos su condenada barriga. En cierta forma no podía comprender, ni siquiera ahora, que la panza había sido una amiga.

—Si aún existe una explicación normal —le dijo a Houston—, ¿cuál es?

—Eso es lo que esos tipos van a decirte —replicó Houston—. Confiemos en ello.

La cita fue en la Henry Glassman Clinic, un pequeño establecimiento privado de Nueva Jersey. Le dijeron que debía permanecer allí tres días. El costo aproximado de su internación y la serie de pruebas que se iban a llevar a cabo, hicieron alegrarse a Halleck de tener un seguro médico completo.

—Mándame una tarjeta de saludos —le dijo Halleck fríamente, y colgó.

Su cita era para el 12 de mayo, una semana después. Durante los días previos, observó que continuaba adelgazando, y se esforzó por contener el pánico, que erosionaba lentamente su resolución de hacerse el hombrecito.

—Papá, estás perdiendo demasiado peso —le dijo Linda incómoda una noche durante la cena.

Halleck, aferrándose lúgubremente a sus armas, se había comido tres gruesas chuletas de cerdo con salsa de manzana. También se había servido abundantemente puré de patatas. Con salsa.

—Si es una dieta, creo que ha llegado el momento de que la dejes.

—¿Tiene esto el aspecto de que esté a dieta? —replicó Halleck, señalando su plato con el tenedor, que goteaba salsa.

Habló con la suficiente suavidad, pero el rostro de Linda comenzó a descomponerse y, momentos después, se escapó de la mesa, sollozando, con la servilleta oprimida contra el rostro.

Halleck miró débilmente a su esposa, que le respondió con una mirada impotente.

Ésta es la forma en que acaba el mundo —pensó estúpidamente Halleck—. No con un estallido, sino con un adelgazamiento.

—Hablaré con ella —continuó Halleck, comenzando a levantarse.

—Si le dejas verte de la forma en que estás ahora mismo, la asustarás mortalmente —le dijo Heidi, y él sintió de nuevo aquella metálica y brillante erupción de miedo.

Ochenta y cuatro, ochenta y tres y medio, ochenta y dos y medio. Era como si alguien —por ejemplo, el viejo gitano de la nariz macilenta— emplease alguna loca y supernatural goma de borrar con él, frotándole, kilo a kilo. ¿Cuándo había sido la última vez en que pesó ochenta y dos? ¿En la Universidad? No…, probablemente desde que hizo el último curso en la escuela superior.

En una de sus noches de insomnio entre el cinco de mayo y el doce, se encontró recordando una explicación de vudú que había leído uña vez: funciona porque la víctima cree que produce efecto. No se trata de una cosa sobrenatural, sino simplemente del poder de la sugestión.

Tal vez —pensó—, Houston tiene razón y pienso en mí mismo como delgado…, porque aquel viejo gitano quería que lo hiciese así. Pero ahora ya no puedo detenerme. Podría conseguir un millón de dólares escribiendo una respuesta a ese libro de Norman Vincent-Peale…, llamarlo «El poder del pensamiento negativo».

Pero su mente le sugirió que su idea del viejo poder de la sugestión era, en el peor de los casos, sólo un montón de mierda.

Todo lo que dijo el gitano fue «Más delgado». No dijo: «Por el poder de que estoy investido te condeno a que pierdas de tres a cuatro kilos a la semana hasta que mueras». Tampoco dijo: «Ini-meni-chili-beani, pronto necesitarás un nuevo cinturón o no harás más que protestar con tus calzoncillos». Demonios, Billy, ni siquiera recordabas lo que dijo hasta que empezaste a perder peso.

Tal vez ése fue el momento en que me di cuenta conscientemente de lo que él dijo —argumentó Halleck—, pero

Sin embargo, si era psicológico, si era ése el poder de sugestión, quedaba el asunto de qué iba a hacer. ¿Cómo se suponía que debía combatirlo? ¿Había alguna forma de que pudiese creerse obeso de nuevo? Supongamos que acudía a un hipnotizador —diablos, a un psiquiatra— y le explicaba el problema. El loquero le hipnotizaría y le implantaría una profunda sugestión de que quedaba invalidada la maldición del anciano gitano. Eso funcionaría.

O, naturalmente, no funcionaría.

Dos noches antes del día previsto para su chequeo en la Glassman Clinic, Billy se encontraba en la balanza observando desfallecido la esfera; esa noche marcaba ochenta y uno. Y mientras estaba allí mirando hacia abajo, se le ocurrió de una forma perfectamente normal —de la forma en que las cosas ocurren tan a menudo en la mente consciente después de que la inconsciente haya rumiado y rumiado durante días y semanas—, que la persona con la que realmente, debería hablar acerca de aquellos locos miedos era el juez Cary Rossington.

Éste era un tocatetas cuando estaba borracho, pero era también un tipo muy simpático y comprensivo cuando se hallaba sobrio, por lo menos hasta cierto punto. Asimismo sabía relativamente mantener la boca cerrada. Halleck supuso que era posible, en alguna que otra fiesta con borracheras (y junto con otras constantes del universo físico —la salida del Sol por el este, la puesta por el oeste, el regreso del cometa Halley— estar seguro de que, en alguna parte, de la ciudad, después de las nueve de la noche, la gente se estaba bebiendo Manhattan, pescando aceitunas verdes para sacarlas de los Martini, y casi con toda posibilidad, agarrando las tetas de las esposas de otros hombres), podría ser indiscreto sobre las ideas paranoico-esquizoides del bueno de Billy Halleck hacia los gitanos y las maldiciones, pero sospechaba que Rossington lo pensaría dos veces antes de extender el cuento, incluso mientras tomaba copas. No era que se hubiese llevado a cabo algo ilegal durante las sesiones; había sido un caso de libro de texto, de derecho administrativo, sin que se hubiese sobornado a ningún testigo, ni pasado por alto ninguna prueba. Pero era de igual modo un perro dormido, y los viejos astutos como Cary Rossington no iban por ahí dando patadas a esos animales. Resultaba siempre posible —no probable, pero sí muy posible— que una pregunta referente a no haberse Rossington recusado a sí mismo llegase a surgir también. O el hecho de que el agente que realizó las investigaciones no se preocupara de llevar a cabo un análisis de aliento de Halleck después de que viera quién era el conductor (y quién la víctima). Ni tampoco Rossington había investigado en el juicio por qué este procedimiento fundamental se había pasado por alto. Había otras investigaciones que debía haber realizado, y que no hizo.

No, Halleck creía que este asunto podría estar suficientemente a salvo con Cary Rossington, por lo menos hasta que el caso de los gitanos no estuviese un poco alejado en el tiempo…, cinco años, por ejemplo, o siete… Mientras tanto, era este año el que preocupaba a Halleck. Y al ritmo que iban las cosas, parecería un fugitivo de un campo de concentración antes de que acabase el verano.

Se vistió de prisa, se fue abajo y sacó del armario una campera suelta.

—¿Adonde vas? —le preguntó Heidi, saliendo de la cocina.

—Salgo… —replicó Halleck—. Regresaré temprano.

Leda Rossington abrió la puerta y miró a Halleck como si no le hubiese visto antes: la luz en el techo de la entrada que se encontraba detrás de ella, le caía sobre sus demacrados pero aristocráticos pómulos, y el cabello negro de la mujer se hallaba fuertemente echado hacia atrás y mostraba las primeras trazas de blanco. (No —pensó Halleck—, blanco no, plata… Leda nunca tendría algo tan plebeyo como el cabello blanco), el vestido verde césped de Dior, una cosita simple que, probablemente, no costaría menos de quinientos dólares.

Su mirada puso a Halleck profundamente incómodo.

¿He perdido tanto peso que no sabe siquiera quién soy? —pensó.

Pero incluso con su nueva paranoia acerca de su apariencia personal, le pareció duro creerlo. Su rostro aparecía demacrado, había unas cuantas arrugas de preocupación en torno a su boca, y unas bolsas descoloridas debajo de sus ojos por falta de sueño, pero por otra parte, su rostro era el mismo que el del viejo Billy Halleck. La lámpara ornamental en el otro extremo del patio de los Rossington (un facsímil en hierro forjado de un farol callejero del Nueva York del año 1880, colección Horchow, seiscientos ochenta y siete dólares más gastos de correo), lanzaba sólo un pequeño chorro de luz hasta aquí, y él llevaba campera. Seguramente no podría ver cuánto peso había perdido… ¿O sí…?

—¿Leda? Soy Bill. Bill Halleck.

—Claro que sí. Hola, Billy.

Su mano pendía aún debajo de su barbilla, con el puño semi-cerrado, tocándose la piel de la parte superior de la garganta, en un ademán de perplejidad y valoración. Aunque sus rasgos fuesen increíblemente lisos para sus cincuenta y nueve años, los estiramientos del rostro no habían sido capaces de hacer gran cosa por su cuello; la carne aparecía flácida.

Tal vez esté bebida. O…

Se acordó de Houston, con aquella acumulación de nieve boliviana en la nariz.

¿Drogas? ¿Leda Rossington? Resulta difícil de creer en alguien que tenía todos los triunfos en la mano y hacía las cosas tan bien.

Y tras esto:

Está asustada. Desesperada. ¿Qué es? ¿Y tiene alguna relación con lo que me está sucediendo a mi?

Era una locura, naturalmente…, pero, sin embargo, sintió una frenética necesidad de saber por qué los labios de Leda Rossington estaban tan fuertemente apretados, por qué, incluso con aquella luz escasa, y a pesar de los mejores cosméticos que podía comprar el dinero, la carne bajo sus ojos parecía tan descolorida y en forma de bolsas, como la suya propia. Por qué la mano que toqueteaba el escote de su vestido Dior temblaba levemente.

Billy y Leda Rossington se observaron mutuamente en profundo silencio durante quizá quince segundos…, y luego hablaron exactamente al unísono.

—Leda, ¿está Cary…?

—Cary no está, Billy. Está…

Se calló. El hizo un ademán para que la mujer continuara.

—Le han llamado desde Minnesota. Su hermana está muy enferma…

—Muy interesante —replicó Halleck—, dado que Cary no tiene hermanas…

La mujer sonrió. Era un intento de su bien educada y dolorosa clase de sonrisa dedicada a quienes, de forma no intencionada, habían sido bruscos. Pero no funcionó; fue, meramente, una abertura de los labios, más mueca que sonrisa.

—¿He dicho hermana? Todo esto ha sido muy penoso para mí…, para nosotros. Su hermano quiero decir. Su…

—Leda, Cary es hijo único —replicó amablemente Halleck—. Una tarde nos pasamos con la bebida, en Hastur Lounge. Debió de ser…, oh, hace cuatro años… El Hastur se incendió no mucho después. Ahora está King in Yellow, esa tienda tan importante. Mi hija compra siempre allí los jeans.

No sabía por qué continuaba; de alguna forma supuso que debía tranquilizarla, si le era posible. Pero ahora, con la iluminación de la entrada y a la luz tenue de la lámpara de hierro forjado del patio, vio la brillante huella de una sola lágrima que le caía del ojo derecho casi hasta la comisura de la boca. Y el arco debajo de su ojo izquierdo relumbró. Mientras lo observaba, y sus palabras se confundían unas con otras y llegaban hasta una penosa detención, ella parpadeó dos veces, rápidamente, y las lágrimas se desbordaron. Una segunda y brillante senda apareció en su mejilla izquierda.

—Dejémoslo —dijo—. Limitémonos a dejarlo correr, Billy, ¿de acuerdo? No hagas preguntas. Tampoco quiero responderlas.

Halleck la miró y vio cierta implacabilidad en sus ojos, exactamente debajo de las fluyentes lágrimas. No tenía la menor intención de decirle dónde estaba Cary. Y en un impulso que no comprendió, ni entonces ni después, con absoluta impremeditación o sin la menor idea de ganancia, se bajó la cremallera de la campera y la abrió por completo, como destellando hacia ella. Escuchó cómo jadeaba sorprendida.

—Mírame, Leda —le dijo—. He perdido treinta y dos kilos. ¿Me has oído? ¡Treinta y dos kilos!

—¡Eso no tiene nada que ver conmigo! —gritó en voz baja y dura.

Su tez había adquirido un color enfermizo; manchas de colorete aparecieron en su rostro como las manchas de color en las mejillas de un payaso. Sus ojos parecían toscos. Los labios se habían retirado hacia sus perfectamente enfundados dientes en una mueca aterrada.

—No, pero necesito hablar con Cary —insistió Halleck.

Subió el primer escalón del porche, manteniendo aún abierta la campera.

Y lo haré —pensó—. No estaba seguro antes, pero lo estoy ahora.

—Por favor, dime dónde está, Leda. ¿Está aquí?

La réplica de ella fue una pregunta y, durante un instante, Billy se quedó sin respiración. Se agarró a la barandilla del porche con una mano entumecida.

—¿Tiene algo que ver con los gitanos, Billy?

Al fin fue capaz de impulsar de nuevo aire a sus trabados pulmones. Se produjo un suave grito:

—¿Dónde está, Leda?

—Responde primero a mi pregunta. ¿Se trata de los gitanos?

Ahora que al fin había surgido —una oportunidad de decirlo en voz alta— se encontró con que tenía que esforzarse para hacerlo. Tragó saliva, con fuerza, y asintió.

—Sí, creo que sí. Una maldición. Algo parecido a una maldición.

Hizo una pausa.

—No, no algo parecido. Eso es una estúpida equivocación. Creo que los gitanos me echaron una maldición.

Aguardó a que ella emitiera una chillona risa burlona —había escuchado aquella reacción muy a menudo en sus sueños y en sus conjeturas—, pero los hombros de ella se derrumbaron simplemente y bajó la cabeza. Era una representación tan completa del desaliento y de la tristeza que, a pesar del auténtico horror que sentía, a Halleck le acometió una intensa y casi penosa empatía hacia ella, hacia su confusión y su terror. Subió el segundo y tercer escalones del porche, le tocó amablemente un brazo…, y le conmovió el brillante odio que apareció en su rostro cuando alzó la cabeza. Retrocedió de repente, parpadeando…, y tuvo que agarrarse a la barandilla del porche para no rodar por los escalones y aterrizar sobre el trasero. La expresión de ella era un perfecto reflejo de la forma en que, momentáneamente, Halleck había sentido respecto a Heidi. Que semejante expresión fuese dirigida contra él, le pareció a un tiempo inexplicable y pavoroso.

—¡Es culpa tuya! —le dijo—. ¡Culpa tuya! ¿Por qué tuviste que atropellar aquella estúpida puta de gitana con tu coche? ¡Todo es culpa tuya!

Se quedó mirándola, incapaz de hablar.

¿Puta? —pensó confusamente—. ¿Había oído a Leda Rossington decir «puta»? ¿Quién hubiera creído que conocía siquiera semejante palabra?

Su segundo pensamiento fue:

Estás equivocada por completo, Leda, fue Heidi, no yo…, y está estupenda. Rebosante de salud. En plena forma. Funcionando con todos los cilindros. Pateando los demonios. Tomando…

Luego el rostro de Leda cambió; miró a Halleck con una calmada e inexpresiva educación.

—Entra —le dijo.

Le trajo el Martini que había pedido, en un vaso enorme, con dos aceitunas y dos cebollitas pequeñas pinchadas en la varilla de cóctel, que era una pequeña espada enchapada en oro. O tal vez fuese de oro macizo. El Martini era muy fuerte, lo que a Halleck no le importó lo más mínimo…, aunque sabía, por lo que había bebido durante las tres últimas semanas, que le tiraría de espaldas si no se lo tomaba con calma; su capacidad de aguante se había encogido junto con su peso.

De todos modos, para empezar se tomó un buen trago, y cerró agradecido los ojos mientras la bebida alcohólica explotaba cálidamente en su estómago.

Gin, una maravillosa bebida de gin con muchas calorías —pensó.

—Está en Minnesota —manifestó gravemente, sentada con su propio Martini. Si era posible, aun mayor que el que le había servido a Billy—. Pero no visitando parientes. Está en la Clínica Mayo.

—La Clínica Mayo…

—Está convencido de que tiene cáncer —prosiguió—. Mike Houston no ha podido encontrar nada que esté mal, ni tampoco los dermatólogos que ha visitado en la ciudad, pero sigue, no obstante, convencido de que se trata de cáncer. ¿Te imaginas que, al principio, creyó que era herpes? Pensó que yo había atrapado el herpes de alguien…

Billy bajó incómodo la mirada, pero no tenía necesidad de haberlo hecho. Leda miraba por encima de su hombro derecho, como si recitara su relato a la pared. Tomó frecuentes sorbitos de su copa, y el nivel de la misma fue bajando lenta pero firmemente.

—Me reí de él cuando, al fin, lo desembuchó. Me eché a reír y le dije: «Cary, si crees que eso es herpes, sabes menos acerca de enfermedades venéreas que yo acerca de la termodinámica.» No debí haberme reído, pero era una forma de… aliviar la presión, ya sabes… La presión y la ansiedad. ¿Ansiedad? El terror… Mike Houston le recetó pomadas que no sirvieron para nada, y los dermatólogos le dieron otras pomadas que tampoco surtieron efecto, y también le pusieron inyecciones del todo inútiles. Yo fui la que recordé al viejo gitano, el que tenía la nariz medio comida, y la forma en que salió de entre la multitud en el mercado de pulgas el fin de semana después de tu audiencia, Billy. Salió de la muchedumbre y lo tocó…, tocó a Cary. Le puso la mano en el rostro y dijo algo. Se lo pregunté a Cary entonces, y se lo pregunté después, después de que comenzase a extenderse, y no quiso decírmelo. Simplemente, se limitó a mover la cabeza.

Halleck tomó un segundo trago de su copa, en el instante en que Leda dejaba la suya, vacía, en la mesa que tenía a su lado.

—Cáncer de la piel —prosiguió—. Está convencido de que se trata de eso, porque el cáncer en la piel puede curarse en el noventa por ciento de los casos. Sé la forma en que trabaja su mente: sería divertido que no lo hiciera, ¿verdad?, después de haber vivido con él durante veinticinco años, observándole sentarse en el estrado, haciendo transacciones con bienes raíces y beber, realizar transacciones de bienes raíces y perseguir a las mujeres de otros hombres y hacer transacciones con bienes raíces y… Oh, mierda, me siento aquí y me pregunto qué diría en su funeral si alguien me diese una dosis de pentotal una hora antes de la ceremonia. Supongo que diría algo parecido a: «Compró un montón de terrenos en Connecticut que ahora son centros comerciales y soltó un montón de corpiños y bebió un montón de Wild Turkey y me ha dejado como una viuda rica y he vivido con él durante los mejores años de mi vida y he tenido más jodidos abrigos de visón que orgasmos, por lo que salgamos de aquí y vayamos a un albergue de carretera de cualquier parte, y bailemos, y al cabo de un rato tal vez alguien estará lo suficientemente borracho para olvidar que he tenido mi jodido mentón detrás de mis jodidas orejas y que me rompan mis jodidos corpiños.» Oh, mierda. ¿Por qué te cuento todo esto? Las únicas cosas que comprenden los hombres como tú es darse prisa, meterse en acuerdos de pleitos y en cómo apostar a las quinielas.

Ahora lloraba otra vez, Billy Halleck, que comprendía ya que la bebida que se acababa de terminar no era ni de lejos la primera de la velada, se removió incómodo en su sillón y tomó un buen sorbo de su copa. Golpeó en su estómago con una calidez poco de fiar.

—Está convencido de que es cáncer de piel porque no puede permitirse creer en algo tan ridículamente del viejo mundo, tan supersticioso, tan de novela barata, como las maldiciones gitanas. Pero he visto algo en lo hondo de sus ojos, Billy. He visto un montón de cosas en el último mes, más o menos. Especialmente por la noche. Con un poco más de claridad cada noche. Creo que es una de las razones de que se haya ido, ya sabes. Porque me ve mirarle… ¿Te lleno la copa?

Billy meneó atentadamente la cabeza y observó cómo se acercaba al bar y se servía un nuevo Martini. Los hacía extraordinariamente sencillos por lo que vio; simplemente, llenaba un vaso con gin y tiraba un par de aceitunas. Hicieron dos caminos de burbujas al hundirse hasta el fondo. Incluso desde donde se hallaba sentado, al otro extremo de la habitación, olió el gin.

¿Qué pasaba con Cary Rossington? ¿Qué le había sucedido? Una parte de Billy Halleck, de una forma muy bien definida, no quería saberlo. No estaba perdiendo peso, eso parecía estar claro, aparentemente, Houston no había hecho la menor conexión entre lo que le estaba sucediendo a Billy y lo que le sucedía a Rossington. ¿Y por qué debía hacerlo? Houston no sabía nada de los gitanos.

Leda regresó y se sentó otra vez.

—Si llama y dice que vuelve —le comentó con calma a Billy—, me iré a nuestra casa de Captiva. Hará un calor terrible en esta época del año pero, si tengo suficiente gin, no notaré la temperatura. No creo que pueda quedarme sola con él nunca más. Aún le amo, sí, a mi manera, le amo. Pero no creo poder resistirlo. Pensar que está en la cama de al lado…, pensar que podría…, que podría tocarme…

Se estremeció. Se le cayó parte de la bebida. Se bebió el resto de un trago y luego hizo un ruido sonoro, como el de un caballo sediento que acaba de hartarse de beber.

—Leda, ¿qué está mal en él? ¿Qué ha sucedido?

—¿Sucedido? ¿Sucedido? Vaya, querido Billy, pensé que te lo había dicho o que sabías algo…

Billy sacudió la cabeza. Estaba empezando a creer que no sabía nada.

—Está criando escamas. A Cary le están saliendo escamas.

Billy la miró atónito.

Leda le brindó una sonrisa seca, distraída y horrorizada y movió un poco la cabeza.

—No, eso no es del todo cierto. Su piel se está convirtiendo en escamas. Se ha convertido en un caso de evolución invertida, en un monstruo de circo. Se está convirtiendo en un pez o en un reptil.

De repente se echó a reír, un alarido, o graznido, que logró que a Halleck se le helara la sangre.

Se acerca al borde de la locura —pensó.

La revelación le dejó aún más frío.

Creo que, probablemente, irá a Captiva ocurra lo que ocurriere. Tiene que salir de Fairview si desea salvar su cordura. Si.

Leda se llevó ambas manos a la boca y luego se excusó como si hubiera eructado —o tal vez vomitado— en vez de reído. Incapaz de hablar hasta entonces, Billy sólo asintió y se levantó para, a pesar de todo, servirse otra bebida.

La mujer pareció encontrar más fácil el hablar entonces ya que él no la miraba, ya que se encontraba en el bar y con la espalda vuelta, y Billy se entretuvo a propósito más de la cuenta.