Al día siguiente salió y se compró ropa; lo hizo de forma febril, como si las nuevas prendas, unas ropas que le sentaban muy bien, pudieran resolverlo todo. Se compró también un cinturón más pequeño. Era consciente de que la gente había dejado de felicitarle por su pérdida de peso.
¿Cuándo había comenzado aquello? No lo sabía.
Se puso la ropa nueva. Se fue a trabajar y luego volvió a casa. Bebió demasiado, repitió de todo lo que no le gustaba y que le sentó pesadamente en el estómago. Pasó una semana y las nuevas prendas ya no parecían esbeltas y elegantes; le habían comenzado a hacer bolsas.
Se aproximó a la balanza del cuarto de baño, con el corazón latiéndole tan pesadamente que los ojos le escocían y le dolía la cabeza. Más tarde descubriría que se había mordido el labio inferior con la fuerza suficiente como para hacerle sangrar. La imagen de la balanza había adquirido unas insinuaciones infantiles de terror en su mente: se había convertido en el duende de su vida. Permaneció allí subido durante tanto tiempo como tres minutos, mordiéndose con fuerza el labio inferior, inconsciente tanto del dolor como del sabor salado de la sangre en su boca. Era de noche. En el piso de abajo, Linda estaba viendo en la televisión Tres en compañía y Heidi pasaba las cuentas semanales de la administración doméstica, en el estudio de Halleck.
Con una especie de embestida, subió a la balanza.
Ochenta y cinco.
Sintió que se le movía el estómago en un solo y vertiginoso giro y, durante un desesperado momento, le pareció imposible dejar de vomitar. Forcejeó lúgubremente para mantener dentro de él la cena: necesitaba ese alimento, aquellas cálidas y saludables calorías.
Al fin, la náusea pasó. Miró hacia la calibrada esfera, recordando sombríamente lo que le había dicho Heidi:
No pesa de más, sino de menos.
Recordó cómo Michael Houston le había dicho que en cien kilos se encontraba todavía doce por encima de su peso óptimo.
Ahora ya no, —pensó cansinamente—. Ahora estoy… Ahora estoy más delgado…
Bajó de la balanza, consciente de que sentía cierto alivio, el alivio que puede sentir un prisionero del Corredor de la Muerte, al ver que el carcelero y el sacerdote aparecen a las doce menos dos minutos, sabiendo llegado el final, que no habrá ninguna llamada telefónica por parte del gobernador. Había que cumplir varias formalidades, naturalmente, sí, pero eso era todo. Era algo real. Si hablaba de ello con la gente, creerían o bien que bromeaba o que estaba loco —ya nadie creía en las maldiciones de los gitanos, o tal vez jamás habían creído en ellas—, era algo, definitivamente déclassé, en un mundo que había observado cómo centenares de Marines regresaban a casa desde el Líbano en ataúdes, en un mundo que había visto a los prisioneros del IRA en huelga de hambre hasta la muerte, entre otras dudosas maravillas; pero, de una forma u otra, era igualmente cierto. Había matado a la mujer del viejo gitano de la nariz macilenta, y su compañero de golf, el bueno y viejo tocatetas del juez Cary Rossington, le había dejado libre, sin nada más que unos golpecitos en la muñeca, por lo que el anciano gitano decidió imponer su propia clase de justicia, en un obeso abogado de Fairview, cuya mujer había elegido un mal día para hacerle su primera y única paja en un coche en marcha. La clase de justicia que un hombre como su amigo —de hace tiempo— Ginelli hubiese apreciado.
Halleck apagó la luz del cuarto de baño y bajó al otro piso, pensando en los convictos del Corredor de la Muerte que andaban su último kilómetro.
No me tape los ojos, padre… ¿Pero, quién tiene un cigarrillo?
Sonrió débilmente.
Heidi estaba sentada a su escritorio, con las facturas a su izquierda, la pantalla brillante delante y el talonario de cheques apoyado en el teclado, como una partitura musical. Una escena del todo normal, por lo menos para una noche de la primera semana del nuevo mes. Pero no estaba firmando cheques o haciendo cuentas. Sólo estaba sentada allí, con un cigarrillo entre los dedos y, cuando se volvió hacia él, Billy vio tal aflicción en sus ojos, que casi se tambaleó de una manera física.
Pensó de nuevo en la percepción selectiva, la divertida manera que tenía su mente para no ver lo que no debía verse…, de la misma forma que uno se aprieta más y más el cinturón, para sostener subidos los pantalones de un talle superior en la menguante cintura, o los círculos oscuros en los ojos de su mujer… o la pregunta desesperada en aquellos ojos.
—Sí, sigo perdiendo peso —manifestó.
—Oh, Billy —dijo ella, y exhaló un largo y tembloroso suspiro.
Pero le miró un poco mejor, y Halleck supuso que le alegraba su sinceridad. No se atrevía a mencionarlo, como ninguno en la oficina había osado decir:
Tus ropas están empezando a tener el aspecto de venir de Ornar el Tendero, Billy… Digamos que no has crecido o algo parecido, ¿verdad? Alguien te ha golpeado con el garrote del cáncer, ¿no es así, Billy? Has conseguido un viejo y grande tumor en algún lugar dentro de ti, todo negro y jugoso, una especie de corrompida seta humana en tus entrañas, que te está dejando seco, ¿verdad?
Oh, no, nadie dice una mierda así; te dejan que lo averigües por ti mismo. Un día estás en el tribunal y empiezas a perder tus pantalones cuando te levantas para decir:
«¡Protesto, Su Señoría!»
Algo en la mejor tradición de Perry Masón y nadie tiene que decir una jodida palabra.
—Sí —dijo y luego, en realidad, se rió para disimular.
—¿Cuánto?
—La balanza dice que he bajado a ochenta y cinco.
—¡Oh, Dios mío!
Señaló los cigarrillos de su mujer.
—¿Me das uno de ésos?
—Sí, si quieres uno. Billy, no dirás a Linda ni una palabra acerca de esto. ¡Ni una!
—No hay por qué hacerlo —replicó, encendiendo el cigarrillo.
La primera chupada le hizo sentirse mareado. Pero estaba bien; el mareo era agradable. Era mejor que el entumecido horror que había acompañado el fin de la percepción selectiva.
—Ella sabe que aún sigo perdiendo peso. Lo he visto en su rostro. Simplemente, no sabía lo que estaba viendo hasta esta noche.
—Tienes que volver a visitar a Houston —le dijo.
Parecía profundamente asustada, pero esa confusa expresión de duda y de tristeza había desaparecido ya de sus ojos.
»Las series metabólicas…
—Heidi, escúchame —le dijo…
Y luego se calló.
—¿Qué? —le preguntó a ella—. ¿Qué, Billy?
Durante un momento casi se lo dijo, se lo dijo todo. Algo le detuvo, y nunca estuvo seguro de qué era…, excepto que, por un momento, sentado allí en el borde de su escritorio y enfrente de ella, con su hija viendo la tele en la otra habitación, y con uno de los cigarrillos de su mujer en la mano, sintió un súbito instante de odio salvaje hacia ella…
El recuerdo de lo que había sucedido —lo que había estado sucediendo en el minuto o casi en que la anciana gitana echó a correr entre el tráfico, volvió a él, en un destello de recuerdo total. Heidi se había corrido cerca de él y le pasó un brazo por los hombros… y luego, casi antes de que fuese consciente de lo que ocurría, le bajó la cremallera de la bragueta. Sintió sus dedos, ligeros y, oh, tan educados, que se deslizaron por la brecha y luego a través de la apertura de sus calzoncillos.
De adolescente, Billy Halleck ocasionalmente había examinado (con manos sudorosas y ojos levemente desorbitados) lo que, entre sus iguales, se llamaban «libros de caricias». Y en ocasiones, en esos «libros de caricias», «una calentona» enlazaría sus «educados dedos» en torno del «rígido miembro» de algún tipo. Naturalmente, esto no era más que la clase de «sueños húmedos»…, excepto que aquí estaba Heidi, aquí se hallaba su mujer aferrando su propio miembro en erección. Y, maldita sea, estaba empezando a darle tirones. La había mirado, asombrado, y había visto la áspera sonrisa en sus labios.
—¿Heidi, qué estás…?
—Chist… No digas una palabra.
¿Qué se había adueñado de ella? Hasta entonces no había hecho algo así, y Halleck habría jurado que una cosa de este tipo jamás había cruzado por la mente de su mujer. Pero lo había hecho, y la anciana gitana había salido corriendo…
¡Oh, dime la verdad! Mientras las escamas están cayendo de tus ojos, también deberías dejarlas caer a todas, ¿no crees? No consigues nada bueno mintiéndote a ti misma; ya es demasiado tarde para eso.
Sólo los hechos, señora…
Muy bien, los hechos. El hecho fue el inesperado movimiento de Heidi, que le excitó de manera tremenda, probablemente a causa de haber sido inesperado. Había alargado la mano derecha hacia ella y Heidi se había subido las faldas, exponiendo unas ordinarias bombachas amarillas de nailon. Aquellas bombachas no le habían excitado nunca antes, pero lo hicieron ahora…, o tal vez fue la forma en que ella se alzó la falda lo que le excitó; nunca lo había hecho antes, tampoco. El hecho fue que un ochenta y cinco por ciento de su atención se había apartado de la conducción, aunque en nueve de diez mundos paralelos las cosas, probablemente, habrían salido perfectamente bien; durante los días laborales de la semana, las calles de Fairview no sólo eran tranquilas, sino que casi llegaban a ser aburridas. Pero sin tener eso en cuenta, el hecho es que no se había encontrado en nueve de diez mundos paralelos, sino que había estado en éste. El hecho fue que la vieja gitana no había salido corriendo entre el Subaru y el Firebird con una franja en el chasis; el hecho fue que, simplemente, andaba entre ambos coches, sosteniendo una bolsa de red llena de compras, con una mano nudosa y con manchas hepáticas. La clase de bolsa de red que a menudo las inglesas llevan consigo cuando van de compras, a lo largo de la calle mayor de un pueblo. En la bolsa de red de la gitana había una caja de detergente; Halleck recordaba eso. No había mirado, eso era verdad. Pero en realidad, Halleck no iba a más de sesenta kilómetros por hora, y debía de haber casi cincuenta metros hasta la gitana, cuando salió enfrente de su Olds. Mucho tiempo para detenerse si hubiese estado al tanto de la situación. Pero el hecho fue que se encontraba en el umbral de un orgasmo explosivo, y hasta la menor fracción de su conciencia se hallaba fijada debajo de su cintura, mientras la mano de Heidi apretaba y se detenía, se deslizaba arriba y abajo en deliciosa fricción. Su reacción fue desesperanzadamente lenta, tardía, y la mano de Heidi se había aferrado a él, sofocando el orgasmo que el choque había aportado durante un interminable segundo de dolor y placer que fue inevitable pero, sin embargo, espantoso.
Ésos eran los hechos. ¡Pero, un momento, compañeros! ¡Atención, amigos y vecinos! Existían dos hechos más, ¿no era cierto? El primer hecho radicaba en que si Heidi no hubiese elegido aquel día particular para intentar un poco de autoerotismo, Halleck se hubiese encontrado al frente de su tarea y de su responsabilidad como conductor de un vehículo de motor, y el Olds se hubiese detenido, por lo menos, a dos metros de distancia de la gitana, parándose con un chirriar de frenos, que habría originado que las madres, que arrastraban sus cochecitos de bebé a través del parque municipal, hubiesen alzado rápidamente la vista. Debía haber gritado: «¿No ve por dónde va?» a la anciana, mientras ella le miraría con una especie de miedo estúpido e incomprensión. Él y Heidi la habrían visto escurrirse a través de la calle, con los corazones latiéndoles con fuerza. Tal vez Heidi habría llorado por las bolsas de compras caídas y del lío armado en la parte posterior.
Pero las cosas hubieran salido bien. No habría habido juicio, ni el gitano de nariz macilenta hubiese esperado afuera, para acariciar la mejilla de Halleck y susurrarle aquella maléfica maldición de dos palabras. Ése era el primer hecho secundario. El segundo hecho, que derivaba del primero, era que todo eso llevaba hasta Heidi. Todo había sido culpa suya. Él no le había pedido que hiciese lo que había hecho, no le había dicho:
—¡Oye! ¿Qué te parece si me la meneas en el viaje de vuelta a casa, Heidi? Son cinco kilómetros, tienes mucho tiempo…
No. Ella se había limitado a hacerlo… y… cabía decirse que ella había calculado muy mal el tiempo.
Sí, había sido culpa de ella, pero el viejo gitano no lo sabía, por lo que Halleck había recibido la maldición, y era ahora Halleck el que había perdido un total de veintiocho kilos, y ella estaba sentada aquí, y había unos círculos oscuros debajo de sus ojos y su piel parecía demasiado cetrina, pero aquellas ojeras no iban a matarla, ¿verdad? No. Tampoco la piel cetrina. El viejo gitano no la había tocado a ella.
Por lo tanto, el momento en que debía de haberle confesado sus miedos, cuando debió decirle, simplemente: Creo que pierdo peso porque me han hechizado, aquel momento pasó. El instante de un puro y crudo aborrecimiento, una piedra emocional disparada por su subconsciente a través de alguna burda y primitiva catapulta, pasó con él.
Escúchame, dijo, y como una buena esposa ella había respondido: ¿Qué, Billy?
—Volveré a visitar otra vez a Houston —afirmó, lo cual no era en absoluto originariamente lo que pretendía decir—. Le diré que siga adelante y encargue las series metabólicas. Como Albert Einstein acostumbraba decir: «Que se jodan».
—Oh, Billy —respondió ella y alzó sus brazos hacia él. Halleck se acercó a ellos y, debido a que allí había consuelo, sintió vergüenza por el ardiente odio de tan sólo unos momentos antes.
Pero en los días que siguieron, a medida que la primavera de Fairview procedía con su acostumbrado, no declarado y levemente preparatorio ritmo hacia el verano de Fairview, el odio volvió a presentarse cada vez más a menudo, a pesar de todo lo que hiciera para detenerlo o evitar que se presentara.